- “¿¡Y qué vas a hacer con él en Buenos Aires!?” -, no pudo evitar imprecarle Doña Juana con mezcla de reprimenda, miedo, impotencia, bronca. – “¡Es muy chiquito!” … Mery se marchó al rato con tajante recado de que ‘mañana a las siete’. Con una tristeza de antaño, Doña Juana la observó irse con su firme y llamativo andar de costumbres compradas y atuendos vistosos. Mucho más allá, más arriba de la controvertida figura de Mery en dirección al Paraná, la octogenaria buscó rezo y esperanza entre las escasas nubes del horizonte que rojizamente se dejaba atardecer sobre el río. El mismísimo rezo que venía practicando desde que la misma Mery anduvo regocijándole el regazo en los inviernos fríos, no más de veinte años atrás. Queco correteó toda la tardecita a su alrededor, mientras Doña Juana intentaba acariciarle la cabeza y sonreírle más que de costumbre y Don Chico intentaba no mirarla directamente a los ojos, revolviendo más que de costumbre el ‘borí borí’ de pollo, predilecto de todos los acogidos del corazón de esa casa... Cuando su pancita quedó colmada y sus piernas abatidas, Queco por fin aceptó el anhelante regazo de Mamá Juana que ya le iba quedando angosto. Ella buscó en vano esa noche, sobre su blanca cabeza. Entre las lustrosas hojas de paltas que sus lágrimas mecían allá arriba al ritmo del sillón hamaca que la consolaba en el patio, no pudo hallar una luna resplandeciente para su gurí.