Esculpiendo la historia - Homenaje a Casiodoro de reina

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MICRORELATO

POR UNAS MONEDAS POR ADRÍAN FONSECA

Escritor, comunicador y diseñador publicitario.

— ¡Aahhhhh!—El hombre se reincorporó sudoroso, con el rostro desencajado y dando un susto enorme a su esposa, quién yacía a su lado. —¿Otra vez, Ramón?— La mujer preguntó, consciente de que aquella vez tampoco recibiría respuesta. El hombre se limitó a mirarla y, tras aspirar profundamente, se levantó del catre dejando a la mujer con el ceño fruncido. —Pero, ¿a dónde vas a estas horas, si se puede saber? —volvió a preguntar, al verlo que cogía sus atuendos. Desde que habían emigrado a la bulliciosa Londres, sus vidas no había sido fácil del todo, pero se defendían. Él era un reconocido artesano del cuero, profesión que había aprendido de su padre, en la sierra de Cádiz, de donde eran; ella, por su parte, ayudaba en la cocina de una buena familia al norte de la ciudad; lo suficiente como para vivir, sin lujos, pero sin carencias. Sin embargo, desde hacía un par de semanas, su esposo parecía estar más preocupado de lo que había sido ordinario y ahora, aquellas pesadillas... —¡Ramón!— insistió una vez más, en un tono demasiado elevado, al ver como su marido desaparecía de la habitación. Ramón ignoró la exaltación de la mujer y dirigiéndose a la sala principal, sacó una maceta del tiesto en el que estaba alojando, dejando ver en el fondo, una pequeña bolsa de cuero, igual a las que él mismo vendía en su pequeño establecimiento. La tomó en sus manos y, acariciándola, notó las formas de las monedas que apretaban contra la piel. El hombre volvió a suspirar y tras hacer una mueca con la boca, la dejó caer su bolsillo. Aun permanecía con la mirada perdida en la distancia de una pared que tenía a pocos metros, cuando una voz lo distrajo de sus pensamientos. —¿Me vas a contar que te pasa? La mujer terminaba de apretarse una especie de batín de lana que la resguardaba del frío que hacía en aquel lugar, a pesar de estar ya en Mayo. Su esposo la miró y sin perder aquel aire místico, preguntó sin contestar.

—¿Crees que Judas tuvo la opción de arrepentirse antes de ver como se llevaban al Señor? Elena, que era como se llamaba la mujer, se encogió de hombros. Lo cierto es que no sabía mucho de las escrituras, más que lo que había aprendido aquellos pocos meses que llevaban asistiendo a la pequeña comunidad protestante de lengua española y que dirigía, con pasión, un antiguo monje jerónimo huido de España. — Pienso que—contestó de manera dubitativa—todos somos responsables de nuestros actos, así que supongo que sí. El hombre la miró unos segundos antes de sonreir. Como siempre, ella tenía razón. Se acercó y tomándola por la cintura, la besó en la frente. —Vuelvo en seguida, ¿si?—habló antes de asentir, dejándole claro que por ahora no le podría contar nada. Pero ella lo conocía bien y sabía que, más tarde que temprano, su marido le declararía cual era el motivo que parecía atormentarle en gran manera. Londres de noche no era el mejor escenario para transitar; ladrones, bandidos, asesinos y todo tipo de malhechores merodeaban por cada callejón esperando a su presa, igual que una araña espera en su tela, pero no podía dejarlo ni un minuto más. Nunca debería haber aceptado aquel trato, ni haberse dejado embaucar y mucho menos, aceptar aquella sarta de injurias y mentiras que aquellos querían hacer pasar por verdades, aunque todos sabían que no eran más que un puñado de embustes sin sentido. Al fin llegó a la primera de sus paradas y subiendo los peldaños de la pequeña escalera que franqueaba la puerta del edificio, golpeó con decisión. Ante la insistencia, alguien gritó desde el otro lado, en un inglés pobre. —¡Váyase, quien quiera que sea! ¿Por Dios, no sabe que hora es? Pero Ramón estaba determinado. —¡Monsieur Dumont, abra! ¡Soy Maese Aguado! ¡Abra, he dicho! —gritaba cada vez más fuerte.

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