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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 67 — SEPTIEMBRE 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE LA CREDULIDAD DE LOS CONSERJES
MARINA GÓMEZ
ALAIS 7 MERODEADOR NOCTURNO ESCOLOPENDRA BUENOS DÍAS
ANDRÉS APIKIAN 10
ADÁN ECHEVERRÍA 22
XIMENA CANDIA CORVALÁN 27
HUEVOS PODRIDOS
CRISTINA OLEBY 32
KNOCK OUT! MARIANA CÁRDENAS DÍAZ 36 MILO Y ÁMBAR JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY 43 CARIÑO MATERNAL
OSWALDO CASTRO ALFARO 49
ELLA EDGAR A.RIVERA 53 SI LA PATRIA ES EL LUGAR DONDE SE NACE… LILIANA FASSI 58 EL VIEJO DE ENFRENTE GUSTAVO VIGNERA 62 PROCESO DE CREACIÓN
GERARDO ÁLVAREZ
BENAVENTE 68 SÉPTIMO MANDAMIENTO RAÚL GARCÉS REDONDO 72 UN PASEO EN LA TARDE
CARLOS ENRIQUE
SALDÍVAR ROSAS 76 ÁNIMA SOLA
DAMARIS GASSÓN PACHECO 79
PAPAFRITA
FRANTZ FERENTZ 84
SIEMPRE LE SENTABA BIEN A ESAS HORAS… IÑAKI FERRERAS 89 ESPERANZA MANUEL SERRANO 93 EL PROFESOR JONATHAN CAICEDO GIRÓN 96
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EL DECRETO DEL LEÓN REY
EDUARDO BARRAGÁN
ARDISSINO 103 LA ESCENA
ALBERTO IRANZO SARGUERO 106
SOY
GIACOMO PERNA 108
EL DEMIURGO
J.R.SPINOZA 113
NEUROSIS Y POSMODERNIDAD LOURDES CUCCO 119 OTRO TIEMPO
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 125
EL SECRETO DE LAS HADAS
NURIA DE ESPINOSA
127 AMOR ETERNO JUAN MARTÍNEZ REYES 130 ¡SOLO EN PUNTA DEL ESTE! CARLOS M. FEDERICI (SEGUNDA PARTE) 133 SUPLEMENTO TRENES DOS VIAJES JUAN IGNACIO POSSE 143 EL TREN QUE SIEMPRE LLEGA ZANDRO ZÁS 146
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L
os moteles de ruta me provocan algo que oscila entre lo fascinante y lo horrendo. Mientras manejo, voy atenta, observando a los costados del camino la aparición de una señal que avise si hay alguno cerca. Seducida
como una mosca por el neón de los carteles de publicidad, me resulta inevitable aceptar su invitación a desviar el rumbo, recorrer con el auto los doscientos o trescientos metros que indica la bifurcación, hasta dar con el lugar. La curiosidad por su estética bizarra se me hizo costumbre y es una diversión simplona que entretiene mis viajes de trabajo. El caso es que ya no puedo dejar de hacerlo. Este turismo de bajo presupuesto se convirtió en hábito. Se volvió excusa para estirar las piernas y ablandar las manos entumecidas de sostener el volante. También, lo tomo como escala técnica que aprovecho, entre otras cosas, para hacer pis. Porque, al principio, solo me detenía en la puerta a sacar fotos. Ahora, irrumpo en medio de la noche silenciosa y, en ocasiones, de puro jodida pego timbrazos en el mostrador. Disfruto cuando sobresalto al encargado que, echado en la oficinita del fondo, disimula el concierto de ronquidos con el televisor o la radio encendidos a todo volumen. Aunque el modo en el que me presento, depende de mi humor. La mayoría de las veces, confieso que entro sigilosa. Suele repetirse esta escena del encargado frito porque siempre llego de madrugada. Entonces, no aprieto el llamador. Avanzo en puntas de pie por el pasillo que lleva hasta la conserjería. Casi todos los moteles se parecen. Incluso, he llegado a apagar la luz para demostrarme a mi misma qué tanto los conozco. O cierro los ojos y hago el recorrido a ciegas, guiándome solo por el oído y el olfato. En los corredores hay perfumes fuertes de desodorante ambiental barato, pero cerca del cuartito donde el conserje pasa la noche, es habitual que el aire huela distinto. Lo caracteriza un tufo denso, mezcla de encierro, mal aliento, pizza recalentada, olor a pucho impregnado en las cortinas. Al abrir la puerta, es gracioso encontrarlos adoptando caprichosas formas
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con sus cuerpos. Sentados de brazos cruzados en una silla de plástico duro, con la cabeza volcada hacia atrás; encastrados en diminutos sillones con los anteojos puestos, apretando la papada contra el pecho; enroscados en posición fetal encima de la alfombra… siempre incómodos, pero con la apariencia plácida de un bebé en su cuna. Algunos babean de tan relajados. Sin que se den cuenta, los fotografío en esas posturas íntimas y absurdas, con los pelos aplastados y los lentes torcidos. Hay un segundo en el que me inspiran cierto sentimiento maternal, me pregunto si tendrán frío, me surgen ganas de arroparlos. Después, los despierto con un “bu” o con un aplauso en la oreja. Del susto, los tipos saltan por el aire. Casi como en un acto reflejo, se arreglan el pelo y se acomodan el cuello de la camisa. Yo les sonrío. Ellos responden con sonrisa forzada para clientes inoportunos y preguntan qué se me ofrece. Gentilmente, se disponen a que les clave una cuchilla en la barriga. Por lo general, la hundo en tres repeticiones cortas, según la estructura del portero. Me agrada que sean corpulentos porque el desafío es todavía mayor: practico destreza y velocidad para quitar el filo de la carne y volverlo a meter más profundo, sin darles tiempo a que me toquen siquiera. Gritan, pero la televisión o la radio gritan mucho más fuerte. Cuando se entregan y caen exánimes —tal como los había encontrado momentos antes, pero teñidos de rojo escarlata y sin gruñir como cerdos—, los retrato junto al cartelito con el nombre del establecimiento que, habitualmente, tienen apoyado sobre el escritorio. Con frecuencia, tanta adrenalina me abre el apetito o me deja sedienta, busco algo en el frigobar y me lo llevo al auto, recordando antes hacer pis para seguir viaje. Es curioso que nunca atinen a defenderse. Mi teoría acerca de su credulidad es que siempre confían en la inocencia del posible huésped porque en la famosa película de suspenso, el conserje es el asesino.
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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E
l cadáver de Julia Navarro fue descubierto por una pareja de estudiantes, una semana después de haber sido asesinada. Las subsiguientes indagaciones forenses constataron que la joven, de treinta años de edad, había sido golpeada en repetidas
oportunidades con un objeto contundente en la región craneal y torácica. Contrario a las crecientes especulaciones, no se halló ningún signo de abuso sexual. Tampoco había sido asaltada, ya que tenía encima todas sus pertenencias. Aunque, siendo más precisos, “encima” no era el término adecuado. Mientras el equipo de Policía Científica iniciaba la recolección de muestras, un subcomisario notó que un trozo de cuero blanco sobresalía por debajo del cuerpo maltrecho de la mujer que, con la mirada perdida en algún punto del cielo, los brazos extendidos y una pierna torcida en un ángulo imposible, se descomponía sobre un charco pestilente. Teorizaban que podría haber caído encima del pequeño bolso, que conservaba todos los objetos de valor. Los estudiantes declararon ante el juez que varios perros rondaban la zona en el momento del hallazgo. Estas afirmaciones eran consistentes con el dictamen pericial, que describía la ausencia de tres dedos de la mano izquierda y uno de la derecha, producto de mordiscos que no coincidían con la dentadura de un ser humano. Los jóvenes aseguraron que, para quienes frecuentaban el lugar, era común toparse con animales muertos entre la maleza que bordeaba la carretera 71. Al echar un vistazo más cercano el panorama fue mucho más claro y, de la misma forma, menos alentador. El juez les preguntó qué hacían allí. La chica, mucho más joven que su compañero, confesó que les gustaba sentarse a fumar por las noches en el terraplén de pedregullo, ya que era una zona tranquila. El rostro de Julia logró mantenerse en las portadas de los medios más importantes durante varios días. En su última foto aparecía en una playa, de pie junto a una palmera. Una sonrisa radiante le iluminaba el rostro; una semana más tarde la única forma de reconocerla sería mediante las impresiones de los escasos pulpejos dactilares que aún conservaría. Posaba para la cámara con una mano
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apoyada en la corteza y la otra, a modo de jarra, en la cintura. Llevaba una camisa aguamarina de mangas anchas y un short de mezclilla. Detrás, dos niños pequeños correteaban descalzos por la arena. El juez decidió archivar el caso una vez reunida toda la evidencia disponible y, con asombrosa prontitud, el foco de las noticias volvió a centrarse en los asuntos cotidianos. Nadie hubiese podido anticipar que, con la misma rapidez, las cosas volverían a torcerse. La Ford Expedition de los Galmarini circulaba a toda velocidad por la carretera 71. El matrimonio se había decantado por El Fogón de Alberta, sitio en el que, según su propio eslogan, elaboraban las mejores papas gratinadas. Lo cierto era que tenía la calificación suficiente en Google como para ser tomado en cuenta. Solo una persona expresaba su inconformidad en la sección de comentarios. “Espero que los cocineros aprendan a colocarse el sombrero. Si no lo hacen, seguirán llenando la comida de pelos”. Un usuario anónimo, con la foto de un automóvil deportivo en su perfil, le respondía que quizás los pelos provenían de sus propios sobacos. El resto de las opiniones eran positivas. La gente elogiaba cada aspecto del servicio: la calidad de los platos, la aptitud de los empleados y la conveniencia de los precios. Dejaban atrás el tramo más penumbroso de todo el trayecto, en el que abundaba la vegetación a ambos lados del camino. Habían pasado frente a algunas caravanas, que suplían a los deficientes postes de alumbrado en los arcenes. Salomón apagó las luces largas, encendió el intermitente y dobló hacia la izquierda en la intersección con la carretera 94, desde la cual ya podían divisar las luminosas avenidas. Inés advirtió, casi por accidente, que su esposo la miraba de reojo. —¿Qué pasa? —preguntó mientras le acariciaba el muslo. —Me estoy meando desde que salimos —confesó Salomón—. Voy a vaciar el tanque cuando lleguemos. Es probable que el siguiente en entrar al baño deba hacerlo encima de una canoa. —¡Ay, qué asqueroso! —respondió su mujer, dándole una palmada en el mismo sitio que antes sobaba. Él la miró, y aquel gesto fue suficiente para que ambos estallaran en carcajadas. Una vez hubo recuperado la compostura, Salomón 12
aceleró. Se aproximaban al centro de la ciudad. El Fogón de Alberta estaba atestado de personas, reunidas en grupos de hasta cinco o seis en torno a una misma mesa. Todas ellas eran rectangulares, con los aderezos dispuestos sobre manteles blancos como armiños que, por su extensión, ocultaban el único pie que las sostenía. Dos empleadas repasaban los pedidos detrás de un gran mostrador semicircular. Una amplia ventana conectaba aquel espacio con la cocina, a través de la cual podía oírse el murmullo de los cocineros entre la caótica orquesta de platos, ollas y sartenes. Las luminarias, dispuestas a lo largo de las paredes revestidas en madera de roble, daban al lugar un aspecto muy acogedor. Tomaron asiento junto a una ventana de cristal esmerilado, lejos de las mesas centrales. —Es bellísimo —dijo Inés. Sus ojos grises recorrían el recinto de un extremo al otro—. Realmente hermoso. —Y menos mal que reservé a tiempo —contestó Salomón—. De lo contrario, dudo mucho que encontráramos esta mesa desocupada. —Hubiese sido una lástima —respondió Inés. —Además —repuso Salomón—, también me habría meado encima. Cuida mi saco. Dicho esto, el hombre se alejó caminando. Llegó al final de un estrecho pasillo, vaciló un instante (quizás por observar los pictogramas) y luego entró al baño de la derecha. Regresó al cabo de cinco minutos, aliviado. —Fue como sacarse una mochila enorme de la espalda, ¿no? —De la vejiga, mejor dicho. Pero sí. Un mozo se les acercó mientras charlaban. Vestía una camisa blanca junto con chaleco, pantalones y corbatín negro. —Buenas noches —dijo. Le entregó una carta a cada uno y, sin agregar nada más, se retiró. Segundos después volvió con copas, cubiertos y aperitivos, que ambos agradecieron. —Si desean algo más, hágannoslo saber. En breve alguno de mis 13
compañeros les tomará la orden. —Muchas gracias —respondió Salomón. El mozo asintió, dio media vuelta y regresó a la cocina. Probaron el plato estrella, que acompañaron con una botella de vino tinto. Para cuando decidieron abandonar el restaurante, casi a media noche, la clientela se reducía a grupos dispersos que bebían y charlaban. Las mesas, despojadas de su original esplendor, aparecían cubiertas de platos sucios y servilletas arrugadas. Salieron al frío del exterior, donde el viento helado calaba hasta los huesos y la enorme luna llena se alzaba en un cielo sin estrellas. Salomón detuvo la camioneta frente a la casa estilo Cape Cod de una planta y media. Del techo de dos aguas sobresalía una pequeña ventana abuhardillada, donde se ubicaba el desván. Toda la construcción era de color gris apagado, mas este detalle no le restaba elegancia ni belleza a la morada. El hombre puso el freno de mano y contempló a su esposa. Compartieron una breve sonrisa, que pronto se transformó en un beso apasionado. La mano de Salomón abandonó el regazo de su mujer y pasó a la nuca, intentando así llevar el ritmo de aquella indómita boca. Oyeron un breve tintineo en la parte trasera del vehículo, pero le restaron importancia. El hombre desabrochó su cinturón de seguridad, se acercó aún más a Inés y comenzó a sacarle el vestido. —¿No podemos esperar a estar adentro? —preguntó ella. —No, no podemos —respondió él, al tiempo que aferraba uno de sus pechos y la volvía a besar. La cuadra estaba sumida en un profundo silencio, que cada tanto era truncado por los grillos en las cunetas. La mujer hacía breves pausas para observar, entre risillas de placer, la calle que se extendía ante ellos. Por delante de la ventanilla de Salomón, una sombra se movió con agilidad felina. El hombre seguía abrazado a su esposa, como si su vida dependiera de aquel acto. En efecto, de nada le hubiera servido. Giró la cabeza para ver qué ocurría allí fuera, sin saber que, al hacer esto, la bala se metería directamente en su ojo izquierdo. El estampido, acompañado de un fogonazo cegador, quebró la calma de la noche. 14
Inés gritó. Recibió dos disparos, uno de los cuales le atravesó el cuello. Intentó chillar una vez más, pero ya no pudo: el segundo proyectil se incrustó entre sus cejas, anulándole el pensamiento. Estaba muerta antes de caer sobre el respaldo. Emilio Castellano despertó tumbado sobre la espesa maleza que circundaba la carretera 71. Apoyó las palmas en la hierba húmeda, imitando la pose de quien se relaja en la playa, y aguardó a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad. No muy lejos de aquel punto, los tímidos rayos de luz del alumbrado público se filtraban entre los matorrales. El canto de los grillos le taladraba los tímpanos. Parecían estar en todos los sitios y en ninguno a la vez, al igual que cuando uno intenta buscarlos entre la vegetación. Con cierta dificultad logró ponerse en pie. Avanzando entre los arbustos, notó que un extraño cuerpo ejercía presión sobre su cuello. Se llevó una mano a la altura de la manzana de Adán, preparado para toparse con la piel escamosa de una culebra. Palpó un objeto delgado, demasiado como para tratarse del reptil. El recuerdo lo golpeó como un rayo, y con vergonzosa impaciencia se desenredó los auriculares del Walkman, que traía en el bolsillo del abrigo. Se hallaba tan cansado como alguien que ha corrido una maratón de varios kilómetros sin detenerse. Había abierto los ojos en el momento exacto en que su tío le disparaba con la escopeta, que nunca apuntaba a su mujer. —Esta vez te toca a ti —decía antes de presionar el gatillo. Pero Jonás ya llevaba once años muerto. Se había ahorcado con una sábana dentro de su celda, dos semanas después de haber sido encarcelado por el asesinato de su esposa. Para su desgracia, recordaba casi a la perfección la totalidad de la escena: el intenso olor a pólvora, las salpicaduras en las paredes y el rostro impasible de su tío, que sostenía la escopeta humeante contra su hombro. Luego de disparar se dirigió al cuarto de baño, donde se enjuagó el rostro con agua fría, y aún con la toalla en la mano marcó el número de la policía. El arma descansaba sobre la mesada de la cocina, y seguiría estando allí cuando dos patrulleros estacionaran fuera de la casa y lo metieran esposado en uno de ellos. Se colocó un auricular en el oído izquierdo, sacó el Walkman del bolsillo y 15
pulsó el botón de play. Bon Scott siguió interpretando Night Prowler como si nada lo hubiese interrumpido. Tras corroborar que el casete funcionaba, enrolló el cable alrededor del aparato y volvió a meter todo dentro de su saco. Recogió el palo impregnado en sangre que descansaba sobre la hierba, y avanzó hacia la carretera. Su relación con Jonás había sido algo particular. Solían sentarse en el cordón de la vereda a contar historias y beber alguna que otra cerveza. En una ocasión trajo consigo un antiguo manojo de fotografías en blanco y negro, que le enseñó entre carcajadas. —Mira —le dijo aquella vez—, esto le pasaba a los que agarrábamos. La instantánea mostraba a dos militares flanqueando a un adolescente atado a los brazos de una silla. Una joven versión de Jonás, el soldado de la izquierda, observaba la escena con fascinación. Su compañero, algunos años mayor, le arrancaba de cuajo las uñas de las manos con la bayoneta de su rifle. Emilio se limitaba a observarlo con atención. De vez en cuando hacía algún comentario, pero la mayor parte del tiempo permanecía en silencio, imaginando las siniestras andanzas de su tío. Se detuvo al llegar a la valla de contención. Dos focos creaban pequeñas lagunas amarillentas sobre el asfalto de la carretera. No era un lugar transitado, mucho menos lo sería a aquellas horas. Aguzó sus oídos, obteniendo como única respuesta el susurro de una esporádica brisa que le desordenaba el cabello. Una vez hubo verificado que no hubiera nadie cerca, decidió regresar. A solo unos metros de distancia del punto en que había despertado, Julia Navarro yacía entre unos arbustos. Intentaba llenar sus pulmones con el escaso oxígeno que era capaz de inhalar, emitiendo estertores similares a los ronquidos de quien está sumido en profundo sueño. Tenía hundido el hueso frontal, lo cual provocaba que su cráneo se asemejara a la superficie abollada de un objeto metálico. La movió con el pie, dejándola boca arriba. Por debajo de su columna, ahora curvada como si estuviera practicando la postura del pez, asomaba un trozo de cuero blanco. Castellano perfiló el torso y, con un golpe digno de un habilidoso 16
jugador de hockey, le torció hacia fuera la pierna derecha. La mujer aulló e intentó apartarse, sin éxito. —¿Tratas de decirme algo? —preguntó Emilio al tiempo que se acuclillaba junto a ella. De su garganta brotó un vibrante gorgoteo, que distaba de ser una frase inteligible. —Lo siento, pero no te comprendo —ladeó su cabeza y se aproximó al rostro de la joven—. Inténtalo una vez más. Voy a darte otra oportunidad. Julia reunió sus últimas fuerzas y le escupió un coágulo de buen tamaño, que llenó de sangre el interior de su oído. El hombre se puso de pie, dominado por la cólera. Levantó el tronco por encima de su cabeza, en dirección al cielo nocturno. El trozo de madera describió un arco en el aire y, al llegar abajo, pudo oírse con inequívoca claridad el estallido de una cáscara de nuez. Después, reinó el silencio. Emilio sale de su caravana, bajando de un salto los dos pequeños escalones. Cae de rodillas sobre el suelo arenoso y vomita hasta que sus entrañas se niegan a continuar. Escupe, se limpia con el dorso de una mano y alza la mirada al cielo, donde no ve ninguna estrella. Apoya la frente sobre la tierra (como un musulmán rezando, piensa por un confuso instante) y vuelve a escupir. El amargor de la hiel todavía le quema el esófago, y tiene la sensación de que su mandíbula pende de resortes que vibran sin control. A duras penas se recuesta contra uno de los neumáticos; prefiere esperar sentado a que cesen los mareos. Quince minutos más tarde consigue ponerse de pie y volver a entrar. Antes de cerrar la puerta echa un vistazo a la carretera y, con una extraña sensación de orgullo, recuerda que de no ser por su caravana aquel tramo de la 71 estaría sumido en la penumbra. Coloca el pasador, se lanza sobre el sofá y entra en un estado cuasi comatoso. Se duerme antes de lograr acomodarse, por lo que la mitad superior de su cuerpo queda suspendida en el aire. Un viejo recuerdo se cuela entre en sus sueños, mientras resbala hacia una inevitable caída. Gritos provenientes de la cocina lo despiertan en mitad de la noche. Da un
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respingo sobre el colchón y abre los ojos de par en par. Emilio acaba de cumplir siete años. Tiene epilepsia, y por esta razón cree que está a punto de sufrir otro ataque. Sus preludios varían: con frecuencia siente olor a naranjas, otras veces a comida descompuesta. Escucha un zumbido que se vuelve más y más grave, desea escapar de él pero le resulta imposible. Cuando está convencido de que van a reventarle los tímpanos, pierde la consciencia. La parte más peligrosa, aunque resulte contradictorio, no son tanto las crisis sino las aparatosas caídas que estas provocan. Se ha lastimado en varias oportunidades, la más grave requirió cinco puntos de sutura en la cabeza, luego de golpeársela contra la esquina de un mueble. Ha tenido suerte, y espera seguirla teniendo. Por lo general despierta en los brazos de su madre, cansado y algo confundido. A veces llora, y su padre aprovecha cada ocasión para decirle que no sea marica. Al igual que su hermano tiene un carácter tosco, casi siempre violento. Él no estuvo en ninguna guerra; es alcohólico. Las batallas son internas, y en la mayoría acaba derrotado. —¿¡Puedes hacerme caso por una puta vez, zorra imbécil!? —brama su padre. El chasquido de una bofetada retumba en las paredes de la casa—. ¿¡Puedes!? —Creí que no te molestaría —responde su madre entre sollozos. Vuelve a escucharse un golpe, más fuerte que el primero. La mujer recula y choca contra una mesa, lanzando algunos vasos al suelo. El niño escucha el estallido de los vidrios y se mete bajo las frazadas. Su padre habla de una forma muy extraña, como si su lengua se moviese a cámara lenta. Imagina que se ha convertido en un monstruo, y aquella idea lo aterroriza. Tanto es así que una cálida humedad aflora de su entrepierna, extendiéndose luego a las sábanas de Spiderman. Se cubre los oídos con todas sus fuerzas y aguarda a que todo pase, prefiere soportar el hedor de su propia orina a tener que oírlos discutir. Con creciente temor nota que los gritos se acercan a su dormitorio. Gritos acompañados de pasos firmes, enfurecidos. —¡No lo lastimes, por favor! —grita su madre, asiendo a su marido del brazo. Al verse obstaculizado, el hombre actúa sin pensar. Le lanza un puñetazo que
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le rompe la nariz y la hace aterrizar sobre sus glúteos. De un instante al otro la puerta se abre, y la manta que lo resguarda se eleva con violenta rapidez. Su progenitor lo azota una y otra vez con la hebilla de un cinturón, tatuándole horrendas marcas rectangulares. El niño llora, se retuerce y suplica, pero nadie puede auxiliarlo. Su madre intenta levantarse, pero no lo consigue. No sabe que será en vano, ya que pronto perderá la consciencia. En el jardín delantero dos gatos inician un escandaloso cortejo, que coronará aquella sinfonía demencial. El pequeño cierra los ojos y, aguantando la respiración, espera el siguiente golpe. Cuando por fin los abre, no sin cierta desconfianza, se percata de que ya no está en su cuarto. La vegetación le araña los brazos, y apenas puede ver lo que tiene a su alrededor. Aunque todavía no lo sabe, se encuentra en el mismo lugar donde veinte años después le dará muerte a Navarro. Tiene aferrado por el cuello a uno de los gatos que unos instantes atrás pretendía copular en el jardín de su casa. Lo agita como si de una alfombra polvorienta se tratase, estampándolo contra el suelo. No lo lanza con la fuerza suficiente (quizás así su muerte hubiese sido mucho más piadosa), por lo que la hierba absorbe casi toda la energía del impacto. Una gata negra observa la escena desde un rincón, sabe que ese será también su destino. El animal se levanta, aturdido, e intenta huir. Sin concederle tal oportunidad, Castellano lo alcanza y vuelve a sujetarlo del cuello. Haciendo oídos sordos a los chillidos de dolor y desesperación, saca una navaja multiusos de la cintura de sus pantalones orinados y comienza a rebanarle la garganta. El felino se estremece, la sangre brota de su tráquea seccionada y cae sobre la tierra. Corta hasta cansarse; cuando la hoja roza las vértebras toma la pequeña cabeza y hace palanca sobre ella para quebrar la espina dorsal, que emite un repugnante sonido cartilaginoso al partirse. Ya liberada del único nexo que la conectaba al resto del cuerpo, la cabeza rueda entre los arbustos. El niño la sigue con la mirada, pero ve que algo ha cambiado: es la cabeza de su padre, que lo observa con una mezcla de sorpresa e indignación. De su boca abierta emerge un estridente grito, que parece provenir del mismísimo infierno... Despertó cuando su cuero cabelludo rozaba el suelo de PVC. Consciente de 19
que caería en cualquier momento, revoloteó los brazos como un poseso y se aferró al respaldo del sofá. Le dolía la cabeza, pero aun así se encontraba mejor. Por lo menos podía pensar con claridad, y eso le bastaba. El mareo no había desaparecido, pero la sensación de estar girando en el interior de un microondas era apenas perceptible. El reloj en la pared marcaba las doce y siete de la noche, lo que equivalían a tres horas de sueño ininterrumpido. Sobre la encimera de la minúscula cocina reposaba una caja de ácido valproico, que recogió antes de salir. Extrajo de ella el prospecto, al cual le echó un último vistazo, y un blíster, que aún encerraba tres cápsulas anaranjadas. Harían falta más que unos efectos adversos para dejarlo fuera de combate. Con esto en mente, lanzó todo a la basura. Afuera el cielo estaba despejado, pero las estrellas seguían ausentes. Una gran luna llena coronaba el firmamento, como desde hace mucho tiempo no se apreciaba. Detrás de la caravana, una camioneta robada descansaba bajo una lona, que Emilio se apresuró a meter en el compartimento posterior. Abrió la puerta y se sentó al volante, resguardándose así del viento gélido. Debía deshacerse del vehículo cuanto antes, puesto que no tardarían en localizarlo. Al mesarse el cabello con ayuda del espejo retrovisor advirtió, por el rabillo del ojo, la presencia de un palo con sangre seca en los asientos traseros. Otro elemento del que necesitaba librarse. Desde aquel punto era capaz de divisar un amplio tramo de la 71 sin grandes dificultades. La aguja indicadora del nivel de combustible se encontraba por debajo del ½, pero pasarían varias horas antes de que alcanzara el empty, y aún más para que se agotara la reserva. Centraba su atención en aquellas minucias, cuando el creciente ronroneo de un motor lo obligó a alzar la vista. Una Ford Expedition atravesaba la carretera a toda velocidad. Sus faros se asemejaban a los ojos de una bestia hambrienta, que corre hacia su presa para despedazarla. Mientras la observaba acercarse abrió la guantera, posando una de sus manos en la culata de una pistola. Comprobó su munición y giró la llave en el contacto para encender el motor, que despertó con un rugido. Se refugiaba bajo el ala de aquella noche salvaje. Su mejor aliada.
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Al fin y al cabo, él era la bestia.
Andrés Apikian
Uruguay
Blog: https://antologiaderelatos-com.webnode.com.uy/
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S
ólo éramos Alicia y yo separados por la delgadez de la madera. Yo junto a la puerta del baño, atrapado en la rendija donde filtra esa luminosidad. En la nariz el olor de la piel húmeda. En la piel las astillas del temor a ser descubierto. Una hoguera se iba gestando en el vientre,
un estallido de los capilares en los labios, en la punta de los dedos, en los ojos. Y acá esta desnuda de nuevo, inmersa en la boca abierta del silencio, calladita e inmóvil sobre la plancha metálica. Solo es el azul de sus labios, los moretones y los coágulos cubriendo algunos centímetros de piel. Hace frío en la habitación, miro la sequedad de sus células. Apenas me avisaron recorrí las calles de la ciudad rumbo a la morgue, con el escozor en las venas, cual si el tiempo se comprimiera al romper los espejos de la mente, y es ahí donde vuelvo a mirar aquel animalejo que subía por las paredes, sus patas me recorren otra vez la espalda y pienso en la lengua de Alicia ensalivando mis axilas. Con los minutos descolgándose del reloj de la pared, iba una escolopendra por la verticalidad del muro, ajustando sus articulaciones, goteando su ponzoña sobre las losetas del suelo mientras mis piernas permanecían atrapadas, como si estuvieran contagiadas del veneno del bicho que caminaba por el muro, junto a la puerta, junto a mi; y yo entumido e inmóvil recargado en el deseo, observando a Alicia desvestirse. Es ella. El agente del ministerio público sostiene la blanca sábana con que le cubrían el rostro. La médico forense, con su bata clínica y sus delgados dedos cubiertos de látex, va mostrándome las heridas y los moretones en el cuerpo de mi prima. Los costados han sido desgarrados, a lo mejor por animales de rapiña que abundan en los basureros donde encontraron el cadáver. Tiene piquetes de insecto en toda la espalda y en los muslos. Me fijo en los dedos de la médico, en el color café obscuro de sus uñas, en la delgadez de su muñeca, tiene el pelo recogido, el cuello alargado, los pómulos realzados y las cejas bien cuidadas. Detrás de la bruma, miro cada movimiento cuando me acerqué al lugar 23
exacto, esa aspereza de la puerta del baño, puedo sentirla aún: la cubierta de sequedad arcaica, las líneas inexactas de las circunvoluciones, eran lo único que me separaba de Alicia. El obstáculo que detenía mis impulsos de niño que abría los ojos ante la humedad del sexo. Mis trece años dominando el tumbo de mi corazón, las venas quemando las entrañas. La tarde que me atreví a espiarla había llovido, la humedad se sentía en las paredes y una brisa fresca entraba por los resquicios de las ventanas. Mi abuela había salido como siempre a alguno de esos rezos vespertinos en que las ancianas se entretienen. El cielo mantenía su negrura amenazante; yo me hacía tonto mirando el techo y descubrí la escolopendra caminando por los rincones de la casa. La humedad la había hecho salir de su escondrijo a recorrer el techo y las paredes, dispuesta a la cacería. La capturé y evitando la mordida la introduje en un frasco de cristal. Cuando salí de la morgue, llevé conmigo el collar que de niño le había regalado a Alicia. Era el artrópodo de la niñez dentro de un cubo de cera. Igual he guardado el número de teléfono de la médico forense, su letra limpia y ágil me dan esperanza. Su risa se había destartalado cuando se dio cuenta que le coqueteaba. Llegó hace tres días, pero fui posponiendo la cita para verla explicaba mientras me entregaban sus pertenencias. Había sido asesinada como otras tantas mujeres, se haría la investigación con todos los tiempos y deficiencias que eso implica. Cuando Alicia se metió al baño supe que era el momento de aprovechar para correr a sus cajones y hurgar entre su ropa interior para encontrar la imaginaria de sus olores. Hasta aquel momento me conformaba solo con esto. Pero esa tarde la oscuridad del cuarto me permitió darme cuenta que por las ranuras de la raída puerta, la luz filtraba. Escuché el agua de la regadera. Ahí estaba yo, junto a la puerta, mirando la transfiguración de todos mis sentidos, encandilado por la luz como un insecto, dejé el frasco con la escolopendra en el suelo e introduje la vista. Alicia se pasaba el jabón por las piernas, subiendo sobre los muslos, y haciendo crecer la espuma sobre la vellosidad del pubis. 24
Mis manos quedaron pegadas a la puerta y la pupila creció, como si se tratase de esos juguetes de esponja que vienen comprimidos dentro de un huevito de plástico, y aumentan su tamaño cuando les echas agua. Ella cerró la llave de la regadera, salió a escurrirse, y cuando quedó frente a mi; vi como la toalla corría sobre sus pechos redondos y relucientes; la tela iba arrancando las gotas, como la lengua de algún monstruo que la paladeaba, se cerraba alrededor de su talle y se abría de nuevo girando sobre la cadera, enredándose al cabello que le continuaba goteando la espalda. Alicia dio un paso enfrentando mi respiración; se acercó a la puerta, y las piernas se me hicieron una masa gelatinosa por el calor que me envolvía. Fue cuando sentí la herida en la pantorrilla, grité y Alicia me descubrió, el bicho sintiéndose libre me había hundido sus quelas. Con un manotazo, me lo arranqué, no me dio tiempo de meterlo al frasco, y corrí hacia mi casa. Yo avisaré a sus padres le había dicho a la médico forense mientras firmaba los papeles que daban constancia de su identidad, y tuve oportunidad de rozarle la mano, ella me lanzó una mirada invitadora. Quedamos de ir a cenar. Bajo la bata clínica me he percatado de sus diminutos senos y no pude resistir, de nuevo, la tentación. Ardiendo en calentura me visitó Alicia en mi cuarto. El veneno del artrópodo me dejó indefenso. Mi prima me había traído el animal dentro del frasco, remojado en alcohol. Desde entonces comenzó a meterse a mi cuarto tumbándose en la cama para quedarnos mirando el techo, y le enseñé mis juguetes con los que torturaba insectos, y otras alimañas. Pusimos el frasco con la escolopendra enfrente de la cama, y Alicia me enseñó a recorrer su cuerpo: primero a mordiditas, y luego sorbo a sorbo hasta quitarnos el aliento. Me acostumbré a esa mágica furia con que supo atrapar mi lengua. Yo le presumía mis aficiones de diversión con toda esa fauna rastrera que la gente odia, y son parte de mí. Comenzó a ayudarme a alimentar tarántulas, a ver cómo los alacranes sujetan a los grillos para devorarlos; toda esa violencia 25
depredador-presa, nos excitaba hasta el orgasmo. Llegamos a cazar escolopendras para dejarlas caminar sobre la cama mientras enredábamos la piel. Nos acostumbramos a su ponzoña. Por eso le regalé el collar. Había enrollando la escolopendra como un caracol, y lo cubrí con cera líquida que al enfriarse formó un cubo sólido, hice unos cortes con un micrótomo, luego lo guardé en un relicario que robé en una iglesia, le crucé una cadena de plata que era de mi madre, y lo colgué a su cuello, para que cayera entres sus enormes pechos, hasta que llegara el momento de olvidarnos. Y supe que, a pesar de los años que me llevaba, por más que quisiera, no podría arrancármela de encima. Quiero pasar contigo las vacaciones, había dicho por teléfono. Pero no pude reunirme con ella hasta que la policía vino por mí. Encontraron su teléfono portátil con la última llamada a mi número. Su cadáver tirado en la basura. Camino por el interior de este parque con el collar de Alicia entre los dedos. Puedo ver la rigidez del miriápodo dentro de la cera. La sequedad de mi prima en la memoria, sobre la plancha metálica, sin más gritos de dolor y sangre escurriendo. Al anochecer pasaré por la médico forense para ir a cenar. He atrapado algunos alacranes para divertirnos.
ADÁN ECHEVERRÍA
México
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-¡B
uenos días! ¿no cree que falte una expresión para saludar cuando no es todavía de madrugada y tampoco la hora permite decir que se trata de la noche? Buen insomnio podría ser. Concuerdo, ¡buen insomnio entonces!
Estaba por cerrar la garita cuando llegó este pasajero a comprar el último pasaje en bus hacia Mulchén. Andaba tan abrigado que parecía decidido a pasar las cuatro horas que faltaban para el siguiente bus, ahí mismo en el terminal. No era recomendable para un señor de su edad, estos sureños son engañadores en todo caso, el pelo blanco y su postura de derrotado lo hacían parecer de unos sesenta y cinco años. Tal vez recién andaba por los cincuenta y la vida pesada del campo lo habían deteriorado. A Mulchén los pasajes ¡la ciudad de la amistad! Me miró con cara de por favor deje de repetir el mismo chiste mi mueca, en lugar de sonrisa, hizo las veces de disculpa y entendí que debía quedarme callado, pero faltaba mucho para que llegara mi compañero a sacarme del turno y a veces me daban ganas de hablar para pasar el rato. Hablar, no conversar, eso es un arte más sofisticado, pocas veces he alcanzado ese nivel. Cuando no había pasajeros en el terminal, cerraba la garita y me pegaba un pestañazo con la radio y la luz prendida. Si no tenía tantas ganas de dormir, me hacía un té y unas tostadas con mantequilla, ojalá de marraqueta, las de hallullas rara vez quedan buenas, menos con ese pan recalentado que venden por ahí ahora. Mi compañía inesperada, me recordaba lo solo que estaba. O peor, que estuviera ahí, sentado al frío, con esa expresión imperturbable en su cara, la soledad se convertía además en falta de libertad. Leseras de uno, seguro el pasajero esperaba pasar un rato tranquilo y no quería nada de mí, pero ya sabe, la crianza lo formatea a uno. No pude conmigo mismo y le ofrecí la bendita y tan chilena taza de té, mi pancito no, eso sí que no. Hace tiempo me lo prohibieron por el colesterol, pero no hay caso. No hay tonto malo pa´l pan decía mi abuelo y es una verdad revelada. No, gracias. No se moleste. 28
No es molestia. Puedo jurar que dije eso último como un automatismo, no quería insistir, pero uno, por educado, siempre hace una de más, igual que los gambeteros en el fútbol. El solitario pasajero se hundió en su parka verde y el gorro de lana, tomó con fuerza el bolso que había dejado en el suelo y luego pareció tomar vuelo para levantarse. No vuelva a dirigirme la palabra, supongo que también puedo perder la cabeza con usted. Se puso de pie y se fue a sentar en el banco de más allá, donde no estaba la protección del muro de la estación. Por si no me quedaba clara la idea, agregó: O peor, usted la puede perder conmigo. La cabeza. Hizo un gesto, señalando la propia, como pegándose un tiro. Me recorrió un escalofrío por toda la espalda. Miré su bolso, pensé lo peor. Me encerré y puse mi cartel en cartulina blanca. Tengo frío. Estoy adentro. Si necesita atención, con un aló entenderé y le abriré. Gracias por su comprensión. Cuando lo escribí, me pareció buena idea, no contaba con que la gente no iba a entender: recibía golpes en la ventanilla, gritos, chiflidos, hasta patadas en la puerta, dependiendo de lo primitivo del pasajero. También hay gente tímida, que no se atreve a nada, por ellos es que, cada cierto rato miraba por si había alguien esperando atención. En una de esas confirmaciones, salí, miré al pasajero del gorro chilote y lo vi acariciando algo en su bolso, imaginé un cachorro de perro o de gato, se supone que deben declararlo antes de viajar. Lo informaría más tarde al chofer del bus. Volví a entrar. En mi espacio de vendedor de pasajes tengo de todo. Le digo la cápsula espacial. ¿Ha entrado alguna vez a un kiosco? Así aprendí a organizar mi lugar de trabajo. Muchas veces he pensado que sería mejor para mí tener uno de esos, leería de todo, sabría muchas cosas, podría hablar de casi cualquier cosa. Aquí
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no puedo leer, tengo un mini Tv y ahí me entero de lo que pasa. Hay cosas que uno ve que no se pueden olvidar, ¿le cuento de una? Una mujer llevaba por la calle la cabeza de una niña, la sujetaba del pelo, ya no goteaba sangre, eso significaba que llevaba mucho rato caminando con ella, en la otra mano llevaba un cuchillo. Dieron esa noticia en la TV, en la sección de actualidad internacional. Parece que era en Londres o Moscú, no estoy seguro. Dijeron que la gente la veía pasar y pensaban que era una cámara escondida, un disfraz de Halloween o la filmación de alguna película. Nadie la detenía porque la escena era tan inverosímil que no daban crédito a sus ojos. Hay un tango, Por una cabeza, de Carlitos Gardel: Por una cabeza Si ella me olvida Qué importa perderme Mil veces la vida Para qué vivir Por eso no pude estudiar nada, porque paso de una cosa a otra, es que ese tango tampoco se puede olvidar, es lo único que asocia la canción y la cabeza de la niñita, muerta a manos de una loca sin medicamentos. Lo que no resisto es pensar en…no, no puedo comentarlo siquiera. No entiendo por qué esta noche se me hace más eterna que otras. Pareciera que al reloj mural le duele pasar de un segundo a otro, indeciso, como si quisiera quedarse en el instante previo. El té no se enfría y ya me comí mis dos tostadas con mantequilla. La oscuridad continúa invadiendo el terminal. Tal vez sea buena idea ir por más agua y hacerme otro té, la del hervidor se me acabó. Así se enfría el que tengo servido y tengo una excusa para matar el tiempo esta noche. Puse otro cartel. Vuelvo enseguida. Gracias por su comprensión Tengo varios, para distintas circunstancias. Mantener informados a los clientes es prioridad dice mi jefe. Si hubiera tenido la oportunidad, le hubiera preguntado ¿qué hace aquí? ¿de verdad va a Mulchén?, sobre todo quería preguntarle qué llevaba en el bolso, si era un animal, tenía que avisar al conductor. Entonces hice algo de lo que me arrepentí 30
en el mismo instante. ¿No le ha pasado a usted? Responde un mensaje de WhatsApp o peor, envía uno y mientras lo escribe ya se está arrepintiendo, pero igual continúa. Es como si uno viera el trailer posterior de la vida y a pesar de eso sigue. Sang froid, hubiera dicho Juan Verdaguer[i]. Usted puede buscar explicaciones, pero no la hay. ¡Amigo, última oportunidad! ¿una tacita de té p´al frío? Solo me miró con furia, pero el destino es el destino, decía mi abuela. Uno corre para arrancar de él, ignorando que se dirige precisamente a cumplirlo. Ya, oiga, cuando se suba al bus avise que lleva un cachorro en el bolso, lo divisé haciéndole cariño hace un rato ¿es un perrito, lo puedo ver? Supongo que el agua para el hervidor le habrá servido para limpiar el piso del terminal. Ahora sentí en mi propio pescuezo lo frío y afilado de un cuchillo carnicero enorme. Dejó mi cuerpo decapitado en mi cápsula espacial. El tipo no carecía de educación, para informar a los pasajeros, dejó un cartel, escrito con mi propia sangre. Espere a mi compañero, He perdido la cabeza.
[i] https://www.youtube.com/watch?v=I5wpUnByCVQ&t=118s&ab_channel=gustavorafaelMaldonado Minuto 13.36.
XIMENA CANDIA CORVALÁN
Chile
Blog: https://nopoderdecir.blogspot.com/
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M
ariana salió a la calle y sintió el olor a azufre, su despacho estaba muy cerca del balneario. Ese olor le recordaba cada día que debía dejar de orientar la vida de los demás para intentar dirigir la suya.
Sus pies fingían caminar decididos, sus manos la delataban. El dedo índice
empujó un pellejo del dedo pulgar hasta que fue lo suficientemente largo y lo terminó de arrancar con los dientes. Entró en el Parque de las Fumarolas, donde las pozas estaban en ebullición. Las columnas de vapor ascendían abriéndose camino entre la noche oscura. Allí el olor era aún más intenso y se le quedó pegado a su pelo negro. Una gota de sudor resbaló por el escote de su vestido. Al pasar por el camino de grava, una piedra se introdujo entre la planta del pie y su sandalia. Caminó varios pasos con ella clavada en el empeine, sintiendo un ligero dolor. Intentó quitársela haciendo equilibrio, pero finalmente decidió sentarse en un banco. Al agacharse para sacarse la sandalia, sus gafas se deslizaron hasta la punta de la nariz, y ella las subió con un movimiento rápido de su dedo índice. La piedra era muy pequeña, cayó rebotando tres veces contra los adoquines. Unas voces llamaron su atención. Una pareja joven se acercaba en sentido contrario. Al llegar a la fuente de aguas sulfurosas, la chica le salpicó al chico entre risas y él intentó hacer lo mismo. Actuaban como niños aunque debían de tener unos veinticinco años. Ella les dedicó una sonrisa cansada. Una polilla pasó volando y Mariana siguió su vuelo torpe con la mirada. La polilla llegó hasta una farola que alumbraba unas hortensias azules, ella nunca había conseguido unas hortensias de un color tan intenso. Atraída por la luz, se introdujo por un orificio y se quedó atrapada en la farola, golpeándose contra los cristales. La pareja continuaba alrededor de la fuente, bebían y ponían muecas ante su sabor extraño. Seguramente eran turistas. Se fijó en el chorro de agua que caía de la fuente y de repente sintió sed. Entonces recordó que no había guardado la botella de agua en la nevera. Un escalofrío de miedo ascendió por su espina dorsal, como una columna de vapor, y le pellizcó la nuca. Mierda, Nuno se iba a enfadar. Llegaría
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a casa cansado y de mal humor y, cuando fuera a beber su agua fresca, vería que a ella se le había olvidado fuera. Otra vez. ¿Por qué lo había olvidado? ¿Qué le había pasado? Siempre intentaba recordarlo, pero algo había ocurrido después de llenar su vaso. La habían llamado por teléfono, sí, eso había sido. Visualizó la botella sobre la encimera de la cocina. Se enfadaría muchísimo, la llamaría inútil, y torpe, y tonta, le recordaría todas las cosas que hacía mal cada día, y ella se sentiría pequeña y débil, como una polilla. El miedo se enredó con la vergüenza. No lo podía permitir. No debía sentir miedo de la persona con la que compartía su vida. ¿Qué le diría a un paciente en su situación? ¡Era tan fácil cuando no se trataba de ella! La pareja se alejó. Observó sus siluetas mezclándose con la neblina. Iban abrazados, él le besaba a la chica en el cuello. Decidió hablar con Nuno al llegar a casa. Estaría tan enfadado que provocaría una discusión. Ella aprovecharía para hacerle ver lo exagerado de su reacción. Le confesaría que le tenía miedo, que cada día entraba en casa asustada pensando qué habría hecho mal, que al oír su voz todos sus músculos se ponían en alerta, que tenían que solucionarlo o ella se iría de casa porque no lo aguantaba más. Sintió un pinchazo en el dedo pulgar, se había arrancado demasiada piel. Tenía una perla de sangre, la chupó y sintió su sabor a hierro. Hierro y azufre. Se levantó del banco y siguió caminando. Esta vez sus pies iban decididos de verdad. Repasó la conversación en su cabeza una y otra vez, con diferentes reacciones, con diferentes respuestas. Se sintió fuerte. Llegó a su casa y abrió la puerta con la sensación de tenerlo todo bajo control. Desde el salón vio que él estaba fumando en la terraza, junto a las hortensias, las que no tenían un azul tan intenso. El humo de su cigarro ascendía abriéndose camino entre la noche oscura. Mariana pasó a la cocina y vio que la botella seguía sobre la encimera. Quizás no la había descubierto. Entonces igual no estaba enfadado. Pero de todas formas tendría que hablar con él. Aunque había tenido un día duro y estaba muy cansada. También podían hablar otro día. Sí, definitivamente podían hablar otro día. Se desvistió y se puso su pijama, el que Nuno le había regalado por su cumpleaños.
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Se metió en la cama y se recostó sobre la almohada, sintiendo el olor a azufre de su pelo. Siempre le recordaba al olor de los huevos podridos.
CRISTINA OLEBY
Suecia - España
Página WEB: https://cristinaoleby.com Facebook: https://www.facebook.com/cristinaolebyautora
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V
ladimir de nuevo en el cuadrilátero. *** “Miralo, ahi´ta ese muchacho ´e nuevo. Por San Pachito lindo que no lo vayan a dejar todo ensuciao´e sangre” exclama Mama
Josefa, con sus ochenta y tantos años, mientras enciende una veladora a San Francisco de Asís y otra a San Judas Tadeo para luego subir el volumen de la radio. Don Temístocles y Faustino (Fausto) dan largos sorbos al aguapanela humeante de sus tazas. Por el aparato se oye que narran en forma muy elegante como se ablandan la carne dos hombres. Mama Josefa recuerda como el menor de sus nietos iba todas las tardes, en forma casi ritual, a una vieja cancha dotada con bultos rellenos de trapo, sogas malolientes y tiza de magnesio para las manos de los jóvenes púgiles del occidente colombiano. En lo que era llamado “El polideportivo” de la ciudad. El agua fría del pacifico colombiano, se filtraba por todos lados para vertirse en pequeños lagos; pequeños, pero ocasionaron el daño suficiente a los descalzos pies de Vladimir a sus trece años. Corría sin parar el año 97. *** Vladimir en Nueva York, recibiendo crochets, hooks y directos, a la vez lanza escupitajos al suelo de su campo de enfrentamiento. De esos movimientos, el primer hook a la quijada se lo dio su hermano mayor, Franklin, en medio de una golpiza que le fue propinada por defender su pedazo de la cama. Dicho suceso y otras palizas le enseñaron a no meterse en lo que no debía y que “En esta vida, no se debe ser sapo, papi”. Pese a todo, Franklin era un gran deportista en potencia, al momento de enfrentarse a la salida de la escuela, olvidaba que la camisa del uniforme debía mantenerse inmaculada. Sus piernas gruesas y su frondoso pecho evocaban al Hércules del Valle del Cauca. El dominio de su cuerpo venía desde su pie derecho, adelantado al cuerpo y que hacía espectacular juego con lo erguido de su columna al tipo del griego Mirón, mientras preparaba el maravilloso uppercut (de esos que tan bien le salían). Ese 37
Frank era bajado del mismísimo Olimpo, con sus músculos, sus fuertes manos, amplios pies y rostro de expresión adusta. Los golpes de Frank eran tan certeros que lograban bambiar los cuerpos que los padecían y poner a bailar la mirada de los espectadores. Llegaban como rayos y más de una vez ocasionaron sendos moretones, sangrados capilares y raspaduras por las palmadas callosas de su autor. Franklin tenía sangre de Mohamed Alí y Picasso por ser artista con los puños. Todos auguraban futuros halagüeños para Frank; Manchester, Oaxaca, Puerto Rico, Arlington y Las Vegas, junto a otras grandes y opulentas ciudades que aclamarían con fuerza su nombre y pondrían en cartel las apuestas por esos puños de acero. *** —Franklincito tenía mucho músculo y poca
visión —decía Don
Temístocles, su abuelo de grandes manos y ojos brillantes— el muchacho, ese, solo pensaba en pelear, surtir bambucazos a la salía´e la escuela. Su cuerpo era grande pero, en su cabeza, el chininín pensamientos era solo hacer para comer y tener ganas de pelar. Era un comeviejo de tiempo completo, cuando su papá hablaba de escasez, él se proponía para cortero, pescador, carguero o lo que fuera. Nos importaba más que estudiara el muchacho, pero él: “nah, nah, nah”. —La radio perdió el sonido por dos segundos, nada que un manazo no pueda solucionar. *** Vladimir, el boxeador bonaerense que no para de correr descalzo por las playas enlodadas, malolientes a meados y adornadas por las piedrecillas, los perros olvidados de la mano de Dios y San Francisco, y los vidrios de botellas rotas que los borrachos dejaron tras su tambaleante paso. A sus largas zancadas siente como la arena se mete entre sus dedos, como tras su paso deja marcas de pies talla cuarenta y tres. Corre camino a ver a su abuela para ayudarle a vender las sabrosas empanadas de cambray. Siento que esta narración sería más poética si el joven Vladi cantara un: “empanadas de cambray,
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para las viejas, aquí hay, e que no me las compre, déjelas ahí” a modo de Petronio, pero no. Vladi es el encargado de recibir el dinero y entregar la chuspa con la mercancía. Pasan por cantinas, bares y solares, las empanadas salen a la venta en un dos por tres. Esos tiempos ya se fueron hace más de nueve u once años. *** Al paso en que el enfrentamiento avanza, siente su rostro cosquilleante tras el golpe propinado por su oponente brasileño. Cada milésima de segundo se convierte en la reminiscencia de su primer enfrentamiento: “El que lo internacionalizó”, como lo afirman periódicos como “El Puerto”, “Buenaventura Viva” y “El Reflector”, esos recortes están exhibidos en la cabecera de la cama de sus abuelos. Recuerda la exaltación y los nervios que corrieron por todos sus neurotransmisores al presenciar aquella dama verdosa que llaman Libertad. Se manifestaron a manera de choque eléctrico, correr de sangre por sus venas junto a un bombeo acelerado del corazón, el cual puede percibir él mismo al apretar los puños y cerrar los ojos para hacerse a la idea que lo vivido no fue un sueño. Esa Estatua de la Libertad es tan inmensa que puede ocupar una pantalla de televisor o la primera plana de un “New York Times” o un “El Puerto”. Piensa mientras pasan del sur de Manhattan camino a la iluminada Nueva York. Las manos le sudan y la nariz le gotea por el aire frío. *** Fausto, su entrenador en Buenaventura, se hace a la idea que el boleto de la fama y el éxito que se ha llevado a Vladimir a miríadas de destinos con el propósito de romper jetas a punta de bambucazos es módico frente al destino que le corrió pierna arriba al ya difunto Frank. —Franklin se nos fue al otro lado por un lío de faldas que encontró por
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andar con ganas de matar los fules ¡sí que había hambre en la casa de la señora Josefa, Dios bendito! El día que ese muchacho se dio por finado, lo mandaron al guabo como si fuera una cosa o un perro —los ojos se enlagunan—. El día que lo encontraron tirado en la vía rumbo al cañaveral (donde había trabajado como cortero hacía unos meses), sus compañeros casi no lo reconocieron por lo mal trajeado que lo habían dejado, sangrado y hasta coquimbo estaba el muchacho. Fue una gran pérdida para todos. El día de su sepultura, hubo ron y lagrima a moco tendido despidiendo al Franklin. Al rato ya se les había olvidado el muerto embombado en el cajón y lo mandaron chispiando al hueco —contó el entrenador terminando con una voz temblorosa que disimulaba con sonrisas y miradas al horizonte. Mamá Josefa se persigna, aprieta el rosario y se pega aún más a la radio, mientras Don Temístocles le frota el hombro como símbolo de consuelo. *** Esa acción de romper hocicos y enñatar rinozonas le ha mostrado el globo como solo a una pop-star u otro tipo de celebridad se ha de presentar. Ayer amaba las chiquitecas que se hacían para el disfrute de los jóvenes. Eso en los días que se tenía presente que los progenitores de los asistentes no se encontraban en el sitio para ver a sus hijas danzar como patiperras y que al otro día el despertador no iba a joder para ir a la escuela. Hoy ya está habituado a escuchar a un tal Chopin en medio de caras comidas, chicas ensiliconadas y con la ambientación proporcionada por las gracias hechas de la champaña y el brandy, que hacen que las lenguas hagan sonoras más sandeces que de lo normal. *** Una vez en el ring, Vladimir recibe un golpe lateral, tal como los que su padre le propinaba con una gruesa correa por agarrarse a trompadas a la salida de la escuela; una escena para nada extraña durante su vida como mocoso. El viejo, ya alcoholizado, nada quería saber sobre peleas, puños y los 40
dolores que traían a su mente la imagen de Franklin. El licor y las cachaloas siempre le gustaron a ese hombre, por eso Vladi pensaba que su madre, Jaslenis, había fallecido de tristeza y dolor el día que él nació. Su papá tenía las manos igual de nutridas como Frank y Vladi, solo que su progenitor las usaba para amasar nalgas de las desconocidas esparmadas que cambiaban un rato de coito por unos pesos con que llevar el pan a su casa. Él, ya viejo, andaba con las ropas con olor a moho, con las barbas largas y espesas por las calles de mala reputación de la ciudad. Muchos decían que se hacía ufano de la fama de su hijo y otros decían que lo maldecía por “andar embombado y oliendo a Chanel, con reloj melo, anillos melos y ropa cara, mientras su papasito huele a mierda en un pueblo ´e mierda”. —El viejo murió del hígado y no sé de qué cosas más pero los últimos días se vio muy mal —Dijo Faustino. —¡Hasta sangre tosía! —Apuntó Doña Josefa. *** A pesar de sentir dolor, Vladimir, en el noveno o décimo round le soltó una sonrisita en la cara a su adversario; acto que dejó suficientemente confundido al brasilero tanto para distraerlo, y hacerle un gancho que le hizo escupir el protector dental de tan pesada mano que lo sumió en el fatal microshock que lo dejara tendido en el suelo para posicionar a Vladi como el vencedor en el enfrentamiento. Minuto veintinueve del encuentro. No hace falta ser gran matemático para darse cuenta de que del minuto veintinueve al treinta y tres hacían falta 240 segundos. 240 segundos en los que el nockeado hubiera sido Vladi; pero no, el referee levantó el monumental brazo del morocho bonaerense, que en contados instantes lucirá uno de esos cinturones que dan cuenta de la batalla conquistada y de la nariz que se acaba de achatar. Más allá de pensar en la celebración, las sustancias, las mujeres y los caros licores, Vladimir se persignaba dando gracias a San Pacho y a San Judas, mientras pensaba que,
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definitivamente “es mejor ser rico que pobre”. La prensa lo aclama y de sus palabras sale: —Un saludo pa´mi abuela que no me deja y más encima me encomienda. Al otro lado del globo quitaron la luz y ni Doña Josefa, ni Faustino, ni Don Temístocles alcanzaron a oír el saludo de su Vladi. La oscuridad lo llenó todo tras el estallido del transformador.
MARIANA CÁRDENAS DÍAZ
Colombia
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C
iento treinta. Ciento cuarenta, ciento cincuenta, ciento sesenta. Y más. Una recta larga, sin curvas a la vista. El hombre pisa el acelerador hasta el fondo, las manos firmes al
volante y la mirada al frente, fija en el asfalto; el cielo despejado y el sol en lo alto acompañan la velocidad creciente. Nadie en la ruta. Y en su corazón tampoco. Los acordes de «It must have been love» se escapan del pendrive y le atraviesan los oídos. Y esa lágrima insidiosa, molesta, por fin se decide a caer. Ir a visitar a la abuela. La obligación (no tanto, en realidad) de cada fin de semana. Sonríe ante esta última ocurrencia. Saca un instante los ojos de la ruta y, desde el retrovisor, los fija en el asiento del bebé. Ámbar. Pequeño pedacito de luna —así la llama Jorge, el papá—. Su hijita duerme, y ella vuelve a mirar hacia adelante. El martes próximo va a cumplir un año, y la mujer no sabe si su madre viajará de Rauch a Tandil al festejo. Imagina que la abuela no querrá perderse la fiesta por nada del mundo; pero su madre es tan especial… Siempre lo dice Jorge: «¿Qué tiene tu vieja contra mí? No la entiendo». Ella tampoco. ¿Será que tiene miedo de que su yerno abandone a su hija y se vaya con otra, como lo hizo su propio esposo hace tanto tiempo? Ella sabe, Jorge no es así… aunque es imposible que le robe el fútbol con amigos del sábado a la tarde para que vaya con ella a ver a su suegra. «Ni en pedo, amor: demasiado tengo con tu vieja cuando viene para acá». En fin. Supone que el tiempo acomodará las cosas entre Jorge y su madre; y Ámbar, imagina, tendrá mucho que ver. Los ojos color miel. Y esa sonrisa que derretía su coraza de iceberg. La fineza de su piel, las curvas peligrosas que él había aprendido a recorrer, las mil y
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una formas en que ambos se fundían con el otro, sin esconder nada… Y la vez aquella en que él regresó de la oficina y ella lo abrazó hasta casi cortarle la respiración. Lloraba, pero de alegría. El test había confirmado sus sospechas, y por fin el embarazo tan buscado llenaba sus vidas. Él sintió una leve molestia en los ojos, pero no lloró; aunque el hielo algo se resquebrajó cuando la besó. —Te amo —le dijo él. Y ella supo que era verdad. La joven fija la vista en la ruta —no sobrepasa los ciento diez kilómetros por hora: consejo de Jorge cuando le enseñó a manejar—. Entiende a su madre; entiende su miedo a que el pasado se repita, pero no lo comparte. A pesar de que el contacto con su padre, el abuelo de Ámbar, es casi nulo, la vida le sonríe por todos lados. Es contadora, y trabaja en uno de los principales estudios de Tandil; y su hija es una belleza, como el papá. Es igualita: ojos claros, pelo negro, la piel morena... La piel de Jorge… Cómo le gusta sentirla pegada contra su espalda, mientras se entrega entera, y las manos expertas de él la aprietan justo ahí. Suspira, algo excitada; separa las piernas, se levanta un poco la pollera y busca con su mano derecha la humedad de ahí abajo. Acaricia. Cada vez más rápido, cada vez más atrevida. Y sin dejar de suspirar. Cuando supieron que esperaban un varón, enseguida se pusieron de acuerdo con el nombre: Milo. Como Manara, como Lockett, artistas que los dos admiraban. Los movimientos que la mamá empezó a sentir devinieron en varias conjeturas; ella decía que iba a ser futbolista: las pataditas la acariciaban por dentro y la llenaban de felicidad; él decía que iba a ser abogado, y así continuar la tradición familiar —lo hacía más para molestarla a ella, y reírse juntos después, que por propia convicción—. Pero todo se complicó. La sangre, los dolores intensos de su mujer, la urgencia, la desesperación, todavía resuenan en su cabeza. 45
Recuerda con exactitud cada segundo. Los gritos de ella en plena noche; la velocidad del mismo auto que hoy maneja, para llegar de su casa al hospital; la prohibición de entrar a la sala de partos; la espera inmanejable. Y la cara del doctor cuando salió de ahí. Era la cara de la muerte. De la muerte de su esposa y de su bebé. Hemorragia interna puerperal… seismesino… Jamás iba a olvidar esas cuatro palabras. Regresa del pasado con la misma velocidad con la que conduce. Vuelve a putear a Dios, como tantas veces lo ha hecho: la soledad duele, y no hay nada que la cure. Entonces, toma la decisión. Los mismos estertores, pero distintos; la misma explosión, pero no igual. No hay nada como volar con Jorge adentro de ella; pero está bueno satisfacerse sola de vez en cuando. Relajada, satisfecha, vuelve a concentrarse cien por ciento en el manejo. Escucha moverse a Ámbar en su asiento. Unos segundos después empieza el llanto; ha perdido el chupete, y debe tener hambre. La madre gira apenas la cabeza para hablarle y consolarla. —Ya llegamos, amor, falta poquito. Son sus últimas palabras. Ve el auto que viene por el carril contrario, y mira el cuentakilómetros. Clavado en ciento sesenta. Sostiene el volante con una mano, y con la otra se desabrocha el cinturón; la alarma lo ensordece y tapa la música del pendrive. Con los ojos bien abiertos, y cuando ya no hay tiempo para nada, se cruza al otro lado de la ruta. Y vuela.
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Vuela dividido en dos: su cuerpo sale por el vidrio delantero, implosionando, destrozándose, rompiéndose a la par de los dos autos, expulsado del suyo propio con la velocidad de la luz; su alma, por el contrario, flota inmóvil encima del desastre. Se ve a sí mismo, o lo poco que queda de él, al costado de la ruta. Y también la ve a ella: sus ojos siguen siendo color miel, y él sabía que lo estaría esperando. Pero su mujer no sonríe. —Así no, amor —dice ella, y desaparece en el aire. Una niebla repentina lo envuelve, asfixiándolo. Todo se vuelve gris. Un hedor insoportable lo cubre todo. Hace frío. Escucha gritos que se acercan. Alguien lo toma de los hombros, por detrás, con fuerza titánica. Se da vuelta; no hay nadie, pero escucha una voz, que no es la de su mujer: —Condenado. Para toda la eternidad. Sucumbe aterrorizado en la bruma helada. Está solo; no, solo no: las imágenes lacerantes de su esposa y su hijito, los dos en la morgue del hospital, se agitan frenéticas a su lado. Y él sabe que será así para siempre. El auto se cruza de carril y se mete, literalmente, dentro del suyo. El impacto es feroz: la trompa de su propio auto se contrae como el fuelle de un acordeón y escupe el motor contra el volante, que aplasta el pecho de la mujer. El airbag no sirve de nada: los pulmones y el corazón explotan en un segundo, y lo riegan todo del color rojo metálico de la muerte. El olor del combustible impregna el aire. Hace calor. Mucho calor. Ámbar no conoce el fuego, y llora; pero no de hambre, esta vez, sino de dolor. El asiento del bebé ha resistido el choque, pero un pedazo de vidrio ha lastimado una de las mejillas de la pequeña. Su berreo es lo único que se escucha en la soledad de la ruta. Hasta que lo ve a él. Sentado a su lado, en el asiento trasero del auto, hay un nene. No tiene más
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de un año y medio de edad, y le sonríe, y la toma de la mano. —Perdoná a papá —le susurra él, en el idioma de los bebés. Ámbar se calma por completo; sonríe, también, y una última lágrima le moja la herida cuando deja de llorar. Las puertas del Cielo se abren en medio de la explosión.
JUAN ESTEBAN BASSAGAISTEGUY
Argentina
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E
lla, que siempre descuidó el amor de su marido y la crianza de los hijos, ahora debe estar encerrada con ellos un mes. La disfuncionalidad del hogar llegó de a poco, como si estuviera signada por el destino de un enemigo. Desde que se casó puso una
pared limitante en el mundo familiar. Trazó las fronteras de lo básico con lo necesario para sobrevivir. Esta barrera zanjó los sentimientos y sirvió para que la vieran con aires distantes, tal vez resentidos. En realidad, esa no fue la idea que la llevó al altar. Las circunstancias de la vida se portaron mejor con ella que con el padre de sus hijos y muy pronto los rigores profesionales la absorbieron. Fue necesaria su intervención para llenar a fin de mes y pagar cuentas. El círculo amical le alimentó la idea de que sus seres queridos la odiaban. Fue incapaz de procesar la mala leche de las amigas para superar la chismosería apabullante. El resultado fue el desastre progresivo en la intimidad de la casa que está apunto de cancelar. Max fue consciente de la situación y rumió su frustración. Paulatinamente el amor que lo embrujó pasó a ser la devoción enfermiza por los hijos y tener sexo furtivo con la empleada de turno se convirtió en el desafío cuando los niños estaban en el colegio. Fue la manera sado masoquista de paliar el fracaso y evitar el divorcio. Se envolvió en la rutina y pasividad. Prefirió el hogar seguro y renunció a las aventuras descabelladas que se propuso al pedirle matrimonio. Quedó reducido a la mínima expresión de la auto estima varonil. Al emborracharse con los amigos, Max aflojaba la lengua y sostenía que era casi una hazaña tener sexo con su mujer. Rocío siempre lo esquivó aduciendo estrés laboral, falta de sueño o un sinnúmero de dolencias ficticias. Para Max, copular con ella representaba el triunfo de su existencia y haberla embarazado, un milagro. Max gastaba su escaso dinero en universitarias a quienes deslumbraba con verbo florido y ademanes de dandy. Aprendió el arte del engaño marital. Se transformó en el artista de la mentira callejera y en el malabarista de la oportunidad. Nunca perdía la ocasión de bajar un calzón para enredarse en un romance mentiroso
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y luego aparecer con una sonrisa en los labios, como si hubiera recibido la felicitación del jefe de la revista donde trabajaba como corrector. Para la opinión de los demás, Max era el ejemplo de la fidelidad y mejor exponente de los valores de un padre de familia, En buena cuenta, la imagen que proyectaba era impoluta y merecedora de reconocimiento. En su fuero interno gozaba con esta fama y suspiraba contento al saberse envidiado de alguna forma. Jamás mostró un resquicio de evidencia y se graduó como el sumo sacerdote del buen samaritano, devoto, abnegado y decente a carta cabal. Poco le faltaba para que le salieran alitas como los ángeles y lo beatificaran. Para sus amigos era el prototipo del varón domado y digno ejemplo de lo que un macho alfa no debía ser. Los hijos lo veían como el súper héroe de comics, dispuesto a sacrificar la vida por el bien de la humanidad. Lo adoraban y era el maestro, consejero y educador de la casa. Lo admiraban y disfrutaban la forma cómo elaboraba panqueques, pizzas y parrilladas en el horno de cerámica del jardín. Era el capitán América de sus sueños infantiles y empezaron a cuestionar a su mamá por la forma cómo lo criticaba, gritaba y a veces lo enviaba a dormir a la sala. Las disposiciones gubernamentales obligaron a la población a guardar cuarentena obligatoria. La pandemia viral cobraba vidas diariamente y la seguridad de la casa era la garantía de seguir con vida. Max y sus hijos vieron la posibilidad de arreglar las diferencias al interior del hogar. Diseñaron, simulando un juego de mesa y mientras Rocío dormía, la forma de matarla. Tenían tiempo suficiente para hacerlo sin despertar sospechas. Max y los niños se convencieron que la pandemia del coronavirus podía enterrar a propios y extraños. Nada más extraño que una esposa y madre desgraciada, concluyeron mientras saboreaban los milkshakes de chocolate preparados por Hulk. Es decir, Max, el hombre verde invencible. A la semana del aislamiento, Max es el primero en enfermar y dos días después, los niños. Rocío los aísla en el sótano y no informa a nadie. Cierra la puerta con llave, le quita el celular a Max y espera que empeoren. Convierte la casa en una fortaleza, en la que los enemigos se pudren en las mazmorras. Levanta el puente
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levadizo y aísla la propiedad del mundo exterior. Libera los dragones imaginarios de su mente enfermiza y agradece que las criaturas sobrevuelen la casa para defenderla de los invasores invisibles. Encerrada en el castillo, Rocío desoye los llamados de auxilio y los condena a morir de sed, hambre y asfixia. Es tal el pánico que sobreviene por la mortandad producida por el virus, que la batalla queda circunscrita al espacio privado de cada familia. Rocío tiene la coartada perfecta para justificar la muerte de sus familiares Serán unas víctimas más, una falla lamentable del sistema sanitario del gobierno. El desenlace mortal pasará desapercibido y no habrá reclamos. Solo le resta sobrevivir al encierro y burlar a la muerte para ser libre. La víspera del desenlace fatal, coge el teléfono y marca el número de emergencia. La brigada acude para asistir a los estertores finales de su adorada familia. Recibe el pésame hipócrita del médico jefe, las recomendaciones sanitarias post mortem, los certificados de defunción por COVID-19 y registran los fallecimientos como números fríos de la estadística lapidaria de la pandemia. Sofía enjuga las lágrimas. Los despide con gesto compungido y en el piso de la sala de la casa quedan las tres bolsas negras que contienen los cadáveres. Aguardará el resultado de la prueba de laboratorio, la que le confirmará, tal como la que le hicieron en la oficina, que por su sangre corren grandes cantidades de anticuerpos bloqueadores, hallazgo inequívoco que ya padeció la enfermedad. Sofía va al aparador del comedor. Saca la botella de whisky y llena medio vaso. Tiene que marearse un poco para tragar el enorme sapo que tiene en frente de ella. Lo degusta puro, como la acostumbró Ricardo, el hombre que la hace regresar tarde a casa por brindarle sexo salvaje. Mira por el ventanal que da a la calle y lo llama para que se ocupe de las cremaciones.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: Oswaldo Castro
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“Y al instante llegaron. Y tú, oh feliz diosa, mostrando tu sonrisa en el rostro inmortal, me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué de nuevo te invocaba”. Himno a Afrodita, Safo de Mitilene.
L
a tarde comenzó a refrescar y Jaime sintió la mejora en el ánimo de los transeúntes. Probó otro bocado de su tarta de Limón “Carlota” y deslizó un dedo sobre la pantalla de su teléfono. Sentado en una de las mesas junto a la acera en uno de los muchos cafés al aire libre de
la ciudad, esperaba a que diera la hora y repasaba las fotografías de varias muchachas que aparecían en un artículo sobre las grandes promesas del ajedrez en México y Latinoamérica. Observaba sus caritas llenas de juventud, la proporción de sus ojos y labios, la forma de las cejas y extendía las imágenes tanto como podía para apreciar cada detalle de sus orejas. Abrió una nota y escribió el nombre y ciudad de residencia de cada una de ellas. Bebió un trago del café que acababan de servirle y no pudo contener una mueca de disgusto por la bebida que momentos antes, con toda claridad, ordenó sin azúcar. Recordó los momentos junto a su esposa, cuando en el café de cada tarde solían confundir las tazas y bebían del café del otro. Durante muchos años Erika y Jaime bebieron café y comieron pan dulce al caer el sol, hasta que la edad y las órdenes del doctor le impidieron (la mayor parte de las veces) probar los bocados dulces que tanto le gustaban a ella. Sentados en dos mecedoras de yute en el frente de su casa, platicaban sobre las nimiedades del día a día, o compartían el silencio, uno lleno de amor y solemnidad, con frecuencia mientras cada uno se hundía en las páginas de la novela que estuviesen leyendo, cada quien con su copia personal, en tanto la vista de Erika se los permitió. Fueron casi cincuenta años de paseos por las veredas y las calles empedradas, de partidas de ajedrez junto a la hoguera cuando en el pueblo no se conocía otro deporte que no fuera el futbol o el tiro con pistola, de tardes lluviosas haciendo el amor, de discusiones que terminaban con gritos e inevitablemente eran seguidas de reconciliaciones cargadas de lágrimas y caricias que terminaban en abrazos de finales oníricos con los cuerpos sudorosos en el suelo. Fue Erika quién le 54
enseñó el gusto por los pastelillos y postres mexicanos, pero nunca pudo convencerlo de tomar el café dulce. ¿Qué pensaría Erika de los cafés helados, espumosos y cubiertos de chocolate, de la infinidad de postres y golosinas que se servían hoy en día en las cafeterías de las plazas? Tal vez lo mejor sería no preguntárselo. Enterró a Erika veinte años atrás, un día que ya olvidó, en un panteón de Jalisco al que jamás volvió y no quería recordar. ¿Para qué? No tenía objeto pensar en ello y, sin embargo, no podía evitar volver al recuerdo de tanto en tanto. Remembró los pésames de amigos y familiares, los indiferentes Lamento tu pérdida de conocidos o lejanos, seguidos de los invariables qué joven te ves y qué bien te conservas de cada reunión. Revivió los abrazos y llantos compungidos de sus cuñados a quien probablemente ya los hayan enterrado en la misma tumba de su hermana. No había vuelto a saber de ellos después de ese día, pero qué más iba a ser de ellos sino morir como todos. Jaime y su mujer nunca habían podido tener hijos y una vez que Erika falleció no hubo nada más que lo uniera a esa familia. El reloj marcó diez para las cinco. Jaime terminó su Carlota y se limpió con la servilleta, pagó la cuenta y cruzó la calle, dejando sobre la mesa junto al café dulce, los recuerdos de hace veinte años. Se detuvo frente a la puerta del edificio, contemplando su reflejo sobre el cristal. Trató sin mucho éxito de aplanar el cabello que el viento le había levantado, acomodó su saco y abotonó la camisa hasta el cuello. Se había cortado el cabello y rasurado la barba para verse lo más joven posible. Quería aparentar treinta años o menos, pero no estaba seguro de que sus esfuerzos bastaran. Empujó la puerta al tiempo que abría el último botón de la camisa, pensando que eso lo haría parecer más joven y despreocupado. Pidió instrucciones a la recepcionista. Atravesó la galería de arte y dio vuelta a la izquierda en el pasillo al fondo, subió las escaleras rápidamente y se internó en la sala de eventos donde unas treinta personas estaban de pie alrededor de una mesa en el centro de la habitación, con el tablero y las piezas acomodadas listas para comenzar la partida que definiría al campeón estatal.
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Un jovencito muy delgado, encorvado y de cabellos largos miraba fijamente las piezas sentado del lado de las negras. Ema llegó un poco tarde; lo suficiente para hacer que se preguntaran por ella pero no tanto como para molestar a nadie. Lucía un vestido azul corto de falda holgada y tacones altos que remarcaban sus piernas contorneadas. Sus aretes dorados con piedras coloridas iban a juego con la pulsera en su muñeca derecha. Era diestra. Caminaba y se contoneaba con un aire de superioridad, como el que solo una bella mujer de veinte años puede tener y que dejó muy en claro cuando saludó a su contrincante, el cual torpemente no sabía dónde colocarse para las fotografías. El muchacho sudaba en exceso y evitaba la mirada de otros, concentrándose casi exclusivamente en el tablero. A su lado, Ema lucía imponente y gloriosa. El organizador del evento hizo las presentaciones pertinentes y dio lugar al encuentro. Ema se deslizó en el asiento con elegancia. Cruzó las piernas, tenía muslos fuertes. Centró los peones en las casillas y giró los caballos con delicadeza. Cuando gustes. Le dijo Ema al muchacho, con voz suave pero tono enérgico, casi ordenándole con ojos penetrantes y los labios teñidos de un rojo intenso. El joven activó el reloj y al instante todo el murmullo cesó. Solo se escucharon el movimiento de las piezas por el tablero y el flash de las cámaras de reporteros de diarios locales. Ema hizo el primer movimiento llevando el peón de Rey a E4, el muchacho hizo E5, Ema desarrolló su caballo en F3 y el rival hizo Caballo C6. Fue en la tercera jugada que Jaime se interesó de verdad. Ema movió su Peón a C3. La apertura Ponziani siempre fue una de sus favoritas. A partir de ese momento, Jaime no despegó los ojos de Ema. Siguió cada movimiento de su mano, del tablero al reloj, del reloj a la pluma y libreta, tocando un instante bajo el mentón y de nuevo a una pieza. A diferencia de Jaime, el oponente de Ema no conocía bien las jugadas y luego de caer en una celada, no pudo zafarse de los problemas, lo que lo llevó a entregar la partida cuando una mala posición y una torre de menos lo dejaron sin opciones. Ambos jugadores estrecharon las manos sellando la victoria de Ema y fue en ese instante que la chica tuvo un momento de espontaneidad pura. 56
Jaime advirtió algo que disipó toda duda en su mente. Ema ladeó ligeramente la cabeza hacia la izquierda con una leve sonrisa, lamió un poco su labio superior y acomodó el cabello detrás de la oreja, acariciándola unos instantes. Jaime reconoció ese pequeño gesto, lo había visto miles de veces. Lo vio en una plaza de la antigua babilonia, en el palacio del Maharajá en donde con un juego de ajedrez ganó la libertad de una doncella, lo vio en el rostro de un joven soldado persa que murió luchando contra las filas griegas, lo vio en una mujer que conoció demasiado tarde en las costas italianas, lo vio en los campos de trigo en el medievo, en un rostro gitano, en una mulata de la Nueva Vizcaya, lo vio sin duda en una joven llamada Erika setenta años atrás y en muchas otras encarnaciones. Era ella. La ceremonia concluyó sin mayores festejos con una formalidad seca y francamente tediosa. Jaime iba de un lado a otro esperando el momento de poder acercársele, con el corazón lleno de excitación y miedo, como cada vez que la volvía a encontrar. El lugar se vació poco a poco y Jaime dudó de ir tras ella, el primer encuentro siempre lo ponía nervioso. Ema se fue sosteniendo el pequeño trofeo acompañada de una amiga. Las siguió de lejos, las vio detenerse a apreciar una de las pinturas y cuando salieron del edificio las vio cruzar la calle para entrar en la cafetería al otro lado. Vio a Ema elegir la mesa en la que él había estado esperando y lo interpretó como una señal de que todo iría bien en esta vida. Se armó de valor y cruzó la calle, decidido a conquistarla una vez más.
EDGAR A.RIVERA
Colombia
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-Y
o tenía más o menos tu edad cuando fui con mi madre a Saluzzo. Papá ya había muerto, pero a él nunca le interesó volver dijo Blanca. —¡Qué raro, abuela! Siempre escuché que los inmigrantes
soñaban con el regreso a su patria. Así le decían: su Patria -dijo Annina. —No tu abuelo. Tu abuela, sí. Él se integró acá; ella se sintió siempre ajena. Blanca había escuchado muchas veces a sus padres discutir sobre el retorno. Él decía que en Italia ya no tenían nada que hacer. En cambio, ella quería regresar, aunque fuera solo una vez. —Entonces, ¿te volviste argentino? solía preguntarle a Domingo. ¿Y por qué seguís diciendo que sos italiano? —Esas son cosas de papeles, nada más. Domingo y Teresa habían emigrado a la Argentina un año después de haberse casado. Traían a Bianca, su hija de tres meses. Al llegar se instalaron en un conventillo de la capital. Él empezó a trabajar como vendedor ambulante y, con el tiempo, con sacrificios y privaciones, lograron tener su propio negocio y construir “la casita de material”. Así la llamaban. —Yo era bebé cuando vinimos. Tus tíos nacieron acá, y yo sufrí por eso. Ellos eran argentinos, pero yo me sentía diferente, como si no fuera hermana. A veces, cuando peleábamos, me decían “la italianita”, como si fuera algo malo. Hasta el nombre distinto, tenía. Me lo cambiaron al bajar del barco; yo era Bianca y así me siguieron llamando mis padres, pero en los papeles aparecía como Blanca. Después de la muerte de Domingo, cuando Blanca ya tenía veinte años, Teresa decidió hacer el viaje con su hija. Los varones, al igual que había ocurrido con el padre, no estaban interesados. Italia era para ellos un lugar que podrían visitar alguna vez como turistas. —En cambio, yo soñaba con ir dijo Blanca. Me sentía un poco de allá. Mamá siempre me había contado sobre Saluzzo, sobre la familia que había quedado. Me imaginaba esos sitios, esa gente, había tantas cosas que quería saber…
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Los primeros días en Saluzzo, Teresa quiso recorrer sola los viejos lugares: la Catedral de Santa Maria Assunta, la plaza contigua a la Catedral, el castillo de los marqueses, el Monviso al fondo… Aquello tenía cientos de años y su familia había sido parte de esa historia. Ella había ido en busca de sus recuerdos, de su infancia, de su pasado. Sin embargo, una vez allí se sintió sumergida en un sinfín de sentimientos desoladores. Todo estaba igual y a la vez nada era lo mismo. Cada lugar que visitaba seguía idéntico, pero ninguno era el que recordaba. También le ocurría con la gente que había dejado: los familiares y vecinos que las recibieron eran las mismas personas, pero ya no los sentía cercanos. También ella era una desconocida para los que habían quedado. En una ocasión, sus primos le dijeron: —Teresa, ¿te olvidaste del piamontés? Casi no te entendemos, con esa mezcla rara que hablas. Y ella pensó con ironía en cómo algunos en Argentina se reían y decían que los italianos, que apenas chapurreaban el español, eran unos “gringos brutos”. —La pobre mamá dijo una vez que hubiera preferido no haber vuelto. Así habría guardado en su memoria lo que se trajo al emigrar dijo Blanca. Fue entonces que pensé en hacerme ciudadana argentina. Lo pensaba cada vez que ella les decía a mis hermanos que eran afortunados al tener una Patria. En cambio, a mí me repetía que también era ajena. Entonces me decidí. —Abuela dijo Annina, es extraño, porque nosotros, los de mi generación, queremos saber de dónde venimos, queremos conocer los sitios que ustedes dejaron. Es como si nos faltara una parte de nuestra vida y necesitáramos completarla. Y también es paradójico agregó, porque muchos se hicieron argentinos y nosotros pedimos la ciudadanía italiana. —Posiblemente porque ustedes tienen muy claro que son de acá y que sus raíces están allá. Se sienten seguros de pertenecer a este lugar. Me imagino que es por eso que no tienen conflictos. Cuando Annina se fue y Blanca quedó sola, recordó con tristeza la indiferencia de su padre y el dolor de su madre. Para él, el cruce del océano había significado cerrar una parte de su vida para construir una nueva en la Argentina y nunca lo había lamentado. Su madre, al contrario, había pasado años escindida entre 60
“allá” y “acá”; entre su patria idealizada, que ya no había encontrado cuando volvió, y el país que los había acogido, que era la patria de sus hijos, pero a la cual ella nunca se sintió pertenecer. Lo que Blanca omitió contarle a su nieta, lo que tampoco les había contado a sus hijos y que continuaría siendo un secreto que se llevaría con ella, era la decisión que Teresa había tomado cuando ya no pudo seguir habitando en ese no-lugar en el que había pasado gran parte de su vida.
LILIANA FASSI
Argentina
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A
penas me puse de novio con Matilde nos alquilamos un depto por Carapachay. Era oscuro, húmedo y feo, era lo que nos daba el cuero para poder pagar sin mayor drama. Cuando falleció papá, a mi vieja se le ocurrió la feliz idea de ofrecernos la terraza de su
casa para que pudiéramos construir nuestro nidito de amor sin incurrir en gastos tirados a la basura. Iba a ser algo nuestro, y de paso cañazo le hacíamos compañía. Lo hice convencido, fueron varios los motivos que hoy puedo enumerar. El primero, porque siempre me gustó el barrio, el segundo porque tarde o temprano, al ser hijo único, esa propiedad sería mi herencia y por último y no menos importante, porque mamá es una de esas personas que jamás te va a romper las bolas, es una de esas minas que no se meten donde no la llaman. Encontré un método de construcción rápido y en octubre ya teníamos nuestro lugar. Faltaban algunos pequeños detalles de terminación, algunos revoques, algunas luces, la baranda de la escalera, nada que no nos permitiera vivir felices. Teníamos un pequeño balconcito donde tomábamos unos mates con mi amorcito cuando volvía arruinado de la fábrica. Una tarde cualquiera, mientras nos poníamos al día de nuestros correspondientes quehaceres, veo salir de la casa de enfrente un viejito con bastón rodeado por tres perros callejeros. Al principio me sorprendió, yo había vivido en esa casa por diecinueve años y nunca me había percatado del vecino que teníamos justo enfrente. En ese momento pensé que los jóvenes, por lo general, no le damos bola a los vecinos y mucho menos a las personas mayores. El viejo miró para arriba y se quedó un buen rato con su vista fija en mi persona mientras los perros, que parecían sarnosos, meaban el árbol que solo ostentaba unas pocas hojas amarillas. El señor, de pronto, bajó la vista como abatido de un sueño que no pudo lograr. Pegó unos gritos y comenzó su caminata hacia la avenida escoltado por sus tres vagabundos. A la media hora, cuando ya empezaba a oscurecer, aparece de nuevo, pero ahora cargando una bolsa de feria que llevaba con dificultad. Se mete la mano en el bolsillo, saca un manojo de llaves, los perros vuelven a mear el pobre árbol y sube su vista hacia donde nosotros estábamos como esperando un saludo de nuestra
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parte. A partir de esa tarde, de la misma forma en la que nosotros manteníamos nuestra ceremonia del mate vespertino, el viejo y sus perros repetían su rutina con la precisión de un eximio relojero. Un domingo de diciembre, mientras almorzábamos los ravioles que amasaba mamá, tuve la inquietud de preguntarle: —¡Vieja! ¿El señor que vive enfrente, es nuevo en el barrio? —¿Qué señor? —me contestó de la misma forma que me hubiese contestado si le decía que la salsa estaba horrible. —El viejo ese, el de enfrente, el de los tres perros, no para de mirar para arriba cuando estamos en el balcón tomando mate —le dije sospechando que no había onda con el vecino. —No le des bolilla, es un viejo chismoso, siempre esta cuchicheando con los vecinos, es mejor perderlo que encontrarlo. —se despachó mi vieja que, cuando hay algo que no le gusta… no le gusta. Terminamos de almorzar y yo me fui a dormir la siesta, al otro día había que ir a trabajar y tenía que estar descansado. Como era de esperar, antes de quedarme dormido, hicimos el amor con Matilde, para no perder tampoco esa buena costumbre. Estaba medio adormecido cuando escucho el timbre del departamento de abajo. Si no era un vendedor ambulante o un testigo de Jehová nadie tocaba el timbre de mi vieja. Paré la oreja y pude escuchar un tumulto alejado de voces que se entrecruzaban, al rato escucho que la puerta se cierra con fuerza y un instante después, unos cuantos ladridos de perros que terminaron por desvelarme. No le di bola y me puse a ver el partido de Racing en la tele. El veinticuatro nos hicieron ir a laburar en la fábrica, decían que había que poner el lomo ya que la cosa estaba jodida y podía haber despidos. Lo bueno fue que al mediodía nos largaron y como gentileza por el esfuerzo realizado en todo el año, me regalaron una cajita navideña que tenía unas garrapiñadas, un pan dulce y una sidra. Por supuesto se la di a mamá como mi aporte para los festejos familiares.
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Esa tarde como una ceremonia religiosa e inevitable, fuimos con Matilde al balcón para tomar unos matecitos y esperar la nochebuena que organizaba mamá con unos primos en casa. El solo hecho de pensar que esa noche no la compartiría con papá me hacía creer que por más azúcar que le pusiera al mate no dejaría de chupar un mate amargo. Los pendejos de la cuadra, como de costumbre, empezaron a joder con los cohetes y a preparar botellas para alinear las cañitas voladoras que encenderían cuando oscureciera. Miré el reloj, esa tarde tenía unas extrañas ganas de que el viejo de enfrente saliera. Imaginaba su profunda soledad para estas fechas. Esta vez, cuando mirara para arriba quería saludarlo con la mano, o tal vez gritarle un “¡Feliz Navidad, vecino!” que sin duda le cambiaría al menos un poco el ánimo. Matilde me cebó otro mate y me besó. El señor ya debía estar saliendo, habían pasado como diez minutos de su habitual salida. De pronto la puerta se abre lentamente y salen los pichichos como locos al ataque de un estruendo de rompeportones. El viejo no sabe cómo detenerlos, los chicos de la cuadra salen corriendo y en eso… uno de los perritos cruza la calle, el viejo larga el bastón y va a su rescate, con tal mala suerte, que un camión que doblaba la esquina un poco picado se los lleva puestos al perro y al viejo. Como en cámara lenta pude ver en detalle cómo revoleaba a los dos cuerpos por el aire. Tiré el mate y bajé corriendo para ayudar al vecino. Matilde bajó atrás mío. Mamá subió la persiana. El camionero, que sin duda estaba pasado de brindis anticipados se agarraba la cabeza. Los chicos de los petardos habían desaparecido. Los otros dos perros no entendían nada, daban vueltas en círculo mirando a su dueño y a su compañero bañados en sangre. Matilde agarró a los perros y se los llevó para casa. Yo llamé a la ambulancia que tardó como veinte minutos en llegar. El viejo aún respiraba, su amigo ya había pasado a mejor vida. Recuerdo que tuve una discusión con el chofer del camión que no paraba de pedir perdón en todos los idiomas imaginables. Bajaron la camilla y ayudé al enfermero a subir a mi vecino. —¿Usted es el hijo? —me preguntó casi por obligación. —No, es mi vecino de enfrente —le contesté consternado. —¿Lo puede acompañar? Somos pocos en la guardia y tuve que venir solo
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de raje —me preguntó comprometiéndome a algo que no estaba preparado. Antes de subir, cargué el cuerpito del perro y lo acomodé en la vereda. Mamá lloraba y mi esposa la consolaba abrazándola mientras observaban la dramática escena. En el trayecto, el viejo parecía que tenía convulsiones, la sangre le salía de la cabeza a borbotones. Por fin, llegamos al hospital. Lo revisaron y lo llevaron directo a la sala de operaciones. Yo me quede ahí esperando, no tenía ninguna obligación, era un desconocido para mí que la desgracia me lo había cruzado en mi camino. Fueron como tres horas. No dejé de estar preocupado por un minuto. Uno de los médicos salió y me dijo: —Perdió mucha sangre… pero va a estar bien, es un hombre fuerte. —¿Necesitan algo más en lo que pueda ayudar? —le pregunté con la esperanza que me había vuelto al cuerpo. —Sí, sí, claro. Vamos a necesitar muchos dadores de sangre. Te pido que difundas entre los vecinos que tengan sangre del tipo negativo. Tomé un Uber y me fui para casa con el recado. Yo no recordaba qué grupo y factor tenía, pero de ser un potencial donante, no iba a tener drama en hacerlo. El cuerpo del perro muerto aún estaba donde lo había dejado. No me gustó para nada verlo ahí tirado como un perro, aunque, si bien era un perro, merecía tener su dignidad. La puerta de la casa del viejo estaba abierta y aproveché para meter el cadáver de su amigo. Ya en el interior, pude ver que tenía un pequeño jardín prolijito lleno de malvones donde lo apoyé. A la derecha se encontraban tres puertas altas de madera con banderola que custodiaban cada uno de los ambientes. Como la curiosidad mata al hombre, tuve la necesidad imperiosa de abrir la primera para ver cómo vivía ese desconocido. Las luces titilantes de un arbolito en miniatura me conmovieron. Había dos platos sobre la mesa como quien espera a otro comensal. En un costado había una cómoda llena de fotos que no pude evitar chusmear. Una, de color sepia, me llamó la atención y la acerqué a mis ojos. Estaba mamá, con papá junto a un hombre que imaginé que podría ser el viejo. A todos se los veía jóvenes… felices. Mi mamá estaba en el medio abrazando a ambos. Reían.
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Se los veía amigos, buenos amigos, casi inseparables. ¿Qué habría pasado para que ahora la vieja lo detestara? La espina de la duda se había clavado en mí. Crucé la calle y fui a ver a mamá. Estaba con Matilde sentada en la cocina escuchando la tele. Los dos perros echados en un rincón esperando algo para morfar. —Parece que el viejo zafó —les dije al llegar. Noté que mamá había cambiado su expresión. —Hay que avisar a los vecinos ya que necesitan como veinte dadores de sangre. ¿Vos te acordás de qué grupo de sangre soy yo? —le pregunté al pasar. —No, no me acuerdo, pero seguro que… vos vas a poder donar —me contestó mientras batía la mayonesa para el vitel toné. Las fichas del rompecabezas calzaban como por arte de magia. No necesitaba preguntar más nada. Pensé en papá, que Dios lo tenga en la gloria y en el viejo de enfrente que Dios lo cuide en la Tierra. Los cohetes empezaron a ensordecer la noche. Los perros estaban asustados. Llegaron los primos. Abrí la heladera y saqué la sidra que me habían regalado en la fábrica. La destapé, serví varias copas. Abracé a mamá. Matilde me guiñó un ojo. —¡Feliz Navidad! —les dije y sin más palabras bebí las burbujas de la duda que nunca me animé a develar.
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: @vignera Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar
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l siguiente relato es verídico; lo escribí con el fin de aclarar algunas ideas y también para que alguien pueda ayudarme a discernir la verdad de lo que aconteció. Hace ya varios meses cuando comenzó todo. Una noche estaba
sentado frente a la máquina de escribir intentando dar forma a una novela que debía entregar a mi editor, cuando comencé a sentir una extraña sensación que me recorrió todo el cuerpo. Fue como un mareo y luego desapareció. Volvió a ocurrirme a la noche siguiente pero esta vez con más fuerza y en la tercera noche ya con la sensación de que alguien me hablaba. En la cuarta noche además, no pude continuar con mi trabajo, no me surgieron ideas y la hoja quedó en blanco. De repente pude escuchar en forma clara, una voz que hablaba desde mi interior; no parecía ninguna voz conocida ni tampoco una alucinación; más bien sentía como si alguien estuviera tratando de comunicarse conmigo, como si me poseyera de algún modo. Realmente no comprendía lo que ocurría y debo confesar que sentía bastante miedo. Pero pronto la voz me tranquilizó diciendo que era la de un escritor muerto hacía muchos años y que lamentablemente su obra nunca llegó a ser conocida, por lo que ahora trataba de realizarla y difundirla a través de mí. Luego de esto mi mano comenzó a moverse de manera automática, buscó un lápiz, una hoja y se puso a escribir. Esto duró un rato al cabo del cual la voz se fue desvaneciendo y entonces recuperé el control de mi mano. A la noche siguiente y a la misma hora volví a sentir como un mareo y luego empecé a sudar y a temblar hasta padecer verdaderas convulsiones que me estremecían de pies a cabeza. Reapareció la voz y nuevamente comencé a escribir en lo que tenía a mano. Las ideas surgían claras y precisas y llenaban hojas y hojas a gran velocidad. Nuevamente luego de un rato que ignoro cuánto duró la voz se desvaneció y quedé exhausto. Las noches siguieron pasando y yo no había podido escribir una sola palabra de mi novela pero en cambio, tenía un cuaderno lleno de material brillante que procedía de esa extraña voz. Muy pronto mi actitud había cambiado y yo 69
esperaba con ansia que llegara la hora en que me comunicaba con este ser. Pero una noche me di cuenta que quien estaba escribiendo a través de mí no era la misma persona. El estilo había cambiado y el trazo tampoco era el mismo. Cuando intenté preguntarle quien era, me respondió que él se sentía poseído por una fuerza extraña que a su vez intentaba comunicarse conmigo. Pude confirmar entonces la sospecha de que alguien más había entrado en este extraño juego. Indudablemente se trataba de un gran maestro en el arte de la literatura. Su obra era mayor y la riqueza del lenguaje utilizado demostraba claramente sus amplios conocimientos. El tiempo fue transcurriendo mientras las hojas se iban llenando cada vez con mayor rapidez; tenía ya cientos de hojas escritas con distintos estilos y temas, pertenecientes a muchos poetas y escritores que se fueron agregando a la cadena. Noche tras noche las convulsiones me sacudían y una voz me hablaba; una voz que ya no sabía a quien pertenecía, ni de qué época, pues era imposible poder discernir a los cientos de personajes muertos que querían dar a conocer por mi intermedio sus obras inconclusas e incluso nunca escritas. Creí volverme loco, casi no dormía porque era despertado a cualquier hora del día para transcribir sus ideas. Había logrado tener tanto material como jamás antes hubiera podido imaginar y mi casa se encontraba repleta de manuscritos de todos los estilos y de todas las lenguas incluso algunas que yo ni siquiera conocía ni mucho menos hablaba. Todo esto era una maldición, había logrado tener tanta obra como para ser reconocido mundialmente como un maestro y sin embargo nada de ello me pertenecía… ¿o sí? No podía publicar las obras bajo los nombres originales porque nadie me creería o me tratarían de falsificador. Me encontraba en un dilema sin solución. Hasta que un día, estando en medio de es misión monumental y sin poder soportar más aquella situación, intenté detener lo que estaba ocurriendo. Grité con todas mis fuerzas que todo aquello era mío y que así aparecería ante el gran público. Creo que esa idea fue la que precipitó el trágico final. De pronto las voces se apagaron y el alivio que experimenté fue inmenso, pero solo duró unos instantes porque entonces sentí un temblor espantoso que recorrió todo mi cuerpo, las voces 70
de los cientos de poetas que antiguamente me poseyeron se volvieron enfurecidas contra mí al unísono y mi cabeza resonó como la gran campana de una iglesia. Las convulsiones reaparecieron una vez más pero con más fuerza que nunca; caí al piso y me revolqué desesperado tratando de detener ese estruendo insoportable que me gritaba: “¡TRAIDOR!” Creo que en ese infierno perdí el conocimiento mientras veía mi cuarto arder en llamas. Cuando desperté me hallaba muy dolorido, tirado aún en el piso. Todos los papeles habían desaparecido. La gran obra se había esfumado. Nunca más volví a escuchar voces dentro de mi, ni a escribir nada, hasta hoy…
GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE
Uruguay
Blog: miscuentos17.blogspot.com
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a ciudad bullía en pleno agosto con calles y plazas rebosantes de gente en busca de sol, sangría y paella. Inmerso en este mar de turistas, mi objetivo era bien distinto: había venido a Valencia a hacerme con el Santo Cáliz. Sí, el famoso Grial de Indiana Jones y
de todos esos best-seller sobre Templarios, organizaciones secretas y demás estupideces que pueblan las estanterías de todas las librerías. La copa que utilizó Jesús en la Última Cena, aquella con la que instauró el sacramento de la Eucaristía, descansaba en una de las capillas de la catedral. Y hasta allí me dirigí. La entrada al templo costaba ocho euros. ¿Pero qué son ocho euros a cambio del objeto más anhelado de la Cristiandad? Además, con la promoción estival, podía visitar también la espectacular lonja, el museo de la seda, la iglesia de los Santos Juanes y la conocida como Capilla Sixtina valenciana: la iglesia de San Nicolás de Bari. Salvo por una pareja de mochileros despistados, de rubios cabellos y rostros más rojos que un cangrejo, que decidieron marcharse en cuanto descubrieron que allí lo más parecido al Agua de Valencia (ya saben, el típico cóctel compuesto de zumo de naranja, cava, vodka y ginebra) era el agua bendita de la pila de la entrada, me encontraba completamente solo. Sin tiempo que perder, encaminé mis pasos a la primera capilla de la derecha, también vacía, y en lo que se tarda en rezar un padrenuestro, me hice con la preciada reliquia. Al momento ya estaba de nuevo mezclado con la multitud de turistas. La tensión acumulada, los nervios, y el sofocante calor, me llevaron hasta una hortachería cercana junto a la imponente torre de Santa Catalina, para refrescarme. En mi mochila guardaba el objeto sagrado por el que durante siglos se habían matado los hombres. Bien me merecía un premio en forma de fresca horchata acompañada de un delicioso fartón. El tren de vuelta no salía hasta las cuatro y veintidós de la Estación del Norte. Así que todavía disponía de tiempo para hacer algo de turismo. Desde donde me encontraba, en pleno centro histórico, las playas y el puerto me pillaban a desmano. Demasiado lejos también el moderno Museo de las Artes y las Ciencias junto al antiguo cauce del río Turia. Entonces, recordé que con mi entrada a la catedral tenía acceso a otros edificios de interés. San Nicolás de Bari me esperaba.
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Sin duda, su fama es del todo merecida. La iglesia gótica se nos presentaba vestida de una piel barroca que dejaba boquiabierto al visitante. De este lado, ocho lunetos dedicados a San Pedro de Verona. De aquel, otros ocho sobre San Nicolás de Bari. Desde los auriculares de la audio guía atendía a las explicaciones de cada pintura allí inmortalizada. Fue cuando contemplaba la escena de San Nicolás dejando tres bolsas de dinero, sin ser visto, en casa de las tres doncellas para que su padre no se viera en la obligación de tener que vender sus virgos (Con los años, más gordo y vestido de rojo, rebautizado como Papa Noel o Santa Claus, dejará juguetes. Un atraso, vaya) cuando la escuché por primera vez. En un primer momento pensé que provenía de la joven del mostrador de la entrada. Pero esta se encontraba distraída echando rápidos vistazos a la pantalla de su teléfono móvil. Aquella voz que me llamaba tampoco procedía de ningún otro visitante, estando estos con la mirada posada en el techo, absortos ante tanta belleza. Y de nuevo pronunció mi nombre. Me invadió de súbito un terrible escalofrío que me hizo querer salir de allí a toda prisa. Pero la entrada estaba bloqueada por un numeroso grupo de turistas orientales. Y una vez más aquella voz. ¿Que diablos quieres? grité fuera de mí. Mi estado de enajenación no pasó desapercibido para los presentes que llevaron su mirada y el objetivo de sus cámaras fotográficas de las pinturas a mi rostro de desesperación primero, de incredulidad después al sentir como un objeto caído del cielo me abría la cabeza justo debajo del luneto que representa la muerte de San Pedro. Yo no perdí la vida pese a todo y el arma casi homicida no era un hacha como el que perforó el cráneo del pobre santo sino un barreño caído del andamio levantado para las labores de restauración. Pero quiso el infortunio que en mi caída, la mochila se abriera dejando escapar una copa de ágata procedente de Palestina del siglo I, esto es, el Santo Cáliz (el pie, las asas y las piedras preciosas obviamente son añadidos). El mismo que viajó a manos del apóstol San Pedro desde Jerusalén a Roma y a causa de la persecución romana, San Lorenzo ocultó en su tierra natal, al cobijo de los Pirineos. Luego ya en poder de los reyes de la Corona de Aragón pasó por Zaragoza para recalar
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finalmente en Valencia. Y parece que ahí seguirá mientras yo voy de la ambulancia, al hospital y de allí derecho a comisaría.
RAÚL GARCÉS REDONDO
España
Página WEB: http://www.desdesoria.es/tieneunminuto
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olamente es uno de mis rutinarios paseos por las calles de esta enorme ciudad, de la cual no sé si valga la pena recordar el nombre. Todo es raro por aquí, lo ha sido desde hace tanto que ya no me acuerdo la última vez que me sentí henchido de vitalidad, aunque con cierto temor a que me suceda algo violento, pues Lima (vaya, me acordé del
nombre de la capital) siempre ha estado asediada por gente de diversa laya. No obstante, eso ha quedado atrás y ya comprobé que puedo realizar estas caminatas con tranquilidad. Dejé atrás mi casa, a los míos; por fortuna, no me casé, no tuve hijos, no conocí el amor, pero no soy frío como los témpanos de hielo que veía en los documentales de los canales por cable; ahora pongo las grabaciones que deseo ver en los reproductores y todo marcha con calma. Hay comida, hay bebida. Voy de domicilio en domicilio, a veces me quedo algunos días viviendo en el que me parezca más cómodo, sin embargo, deseo andar, recorrer todo, de sur a norte; ha pasado tiempo, quizá no mucho, unos años, los cuento con los dedos de las manos. Quiero llegar al Callao y establecerme allí, no sé si sea buena idea transitar el país entero, o (se me ocurre una idea más loca) cruzar la frontera e ir por el mundo. No, esta es mi patria, no sabría qué hacer en otros lares. La vida es muy corta y nunca me ha gustado viajar. Pasear es otra cosa, es revitalizar los músculos, sentir que el corazón late, que se respira, ese es mi modo de hacerme el fuerte, como quien sabe que hay un centenar de ladrillos por caer encima de su cabeza, pero estos retrasan su descenso, dando la oportunidad de evadirlos. No me siento bien, mas no tengo opción. Oh, casi me choco con un ciudadano extranjero que deseaba venderme algo. Sigo de largo. Veo a una pequeña niña con su madre, caminan de la mano, se les nota muy contentas. Un jovencito avanza en su bicicleta por la pista, asciende con lentitud hacia el cielo, luce como si deseara alcanzar su meta con parsimonia, también con intensidad. A veces los carros, que suelen estar inmóviles en las pistas, arrancan y van hacia algún rumbo desconocido. Nunca tuve un auto, no sé manejar. Hay un señor que se acerca a mí con dos niños varones, no quiero tropezarme con ellos, me ha pasado antes varias veces, y no me gusta lo que sucede cuando se juntan conmigo. Sé que hay algunos que perciben que estoy aquí, pero son muy pocos. No
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pueden dañarme ni hacerme algún bien, no logran hablarme, nadie puede, excepto yo. Nada más les converso a los insectos, porque aun los animales grandes, domésticos, silvestres (y, con seguridad, salvajes) han corrido el mismo destino que el resto de la humanidad. Una mujer muy bonita, como de mi edad, treinta y nueve años, aparece cruzando la esquina. Deseo ir hacia ella, mirarla más de cerca, pero de inmediato desaparece. Luego reaparece al otro lado de la calle. Cruzo la calzada y de súbito un microbús surge, cierro los ojos, odio cuando esto sucede. Es atemorizante, empero, no representa ningún peligro. Lo aprendí hace mucho. Solo he de cerrar los ojos. No hay ruido. Por ello canto un tema musical en voz alta. Dos chicas discuten con un adolescente, él se les corre, lo persiguen, se hunden en la vereda. La mujer linda sale de una pared, creo que me ha visto; sí, intenta alcanzarme y se aleja de mí contra su voluntad. Los que se dan cuenta de su estado trastornan la base del mismo. Maldito virus, mutó y se los llevó a todos. No sé por qué yo permanecí. No entiendo por qué terminaron así. Sé que podré subsistir con los vegetales y llegaré a viejo. No estoy solo. Es lunes por la tarde, soy un hombre que pasea tristón. El único ser humano vivo en un mundo donde todos los demás son fantasmas.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
Blog: http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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odah (gracias) dijo Dimas. También le había dado de beber a Gestas con gran esfuerzo, poniéndose de puntillas para alcanzarles la esponja embebida en agua con la vara y que así pudieran saciar su sed mientras esperaban que su
crucifixión los llevara a la muerte. Cuando Celestina Abdégano iba a dar de beber al Maestro, sintió a sus espaldas cómo rugía la multitud llenándola de improperios, y las piedras empezaron a chocar contra su humanidad. Los centuriones trataron de contener a las personas, pero tuvo que retirarse sin conseguir su objetivo. De todas formas, Jesús estaba tan malherido y le costaba tanto alzar su propio peso con los brazos para poder respirar, que apenas si se había dado cuenta de su presencia. Tuvo que apartarse y se escondió tras una roca desde la que podía observar el Gólgota y los tres hombres que bajo un sol abrasador estaban condenados a la agonía, tras ellos las osamentas podridas y los restos de los que ya habían pasado por el mismo suplicio, por lo que era una tierra impura y maldita. Apenas si escuchaba lo que hablaban, pero le dolía en el alma ver a su amado maestro así; humillado, maltratado, sangrante por todos los latigazos y golpes recibidos. Le habían avisado de su captura, y observó cómo lo obligaron a cargar la cruz hasta el calvario, cayendo y volviendo a levantarse con un esfuerzo sobrehumano. Observó cómo obligaron a Jesús de Cirene a cargar la cruz del maestro en el último trecho, y no entendió porqué clavaban sus extremidades, si los otros dos condenados estaban tan solo amarrados a sus cruces. Vio la burla al ponerle la corona de espinas y le dolía cada golpe que le propinaban, el vinagre que le dieron a beber, por eso se arriesgó y se acercó para darle agua, pero el enardecimiento de la gente, la que hacía pocos días lo había recibido como el hijo de Dios a la entrada de Jerusalén, cantando hosannas, se volcó en ella sin piedad alguna. Recordaba con dolor todo el bien que Jesús hizo, cómo curaba a los enfermos, expulsaba demonios y daba esperanza. Solo que ella era muy tímida, y aunque se mantenía pendiente de sus pasos, no se le acercaba demasiado, su carisma la cohibía. 80
Se quedó durante las tres horas que duró la tribulación, vio cómo del lanzazo que le dieron en el costado brotaba agua y sangre y se aterró. Lo oyó llamar a su padre, preguntándole por qué lo había abandonado. Sintió en su corazón una angustia opresiva y cuando su amado maestro exclamó que dejaba su espíritu en las manos de Dios, lloró amargamente. Cuando Jesús expiró y se oscureció el sol, la tierra empezó a temblar y la roca en donde se había escondido se desprendió aplastándola. Nadie notó que había muerto hasta días después, nadie la extrañó ni la echó en falta, había muerto sola, sencillamente. Abrió los ojos y se encontró en una celda en la que el fuego era abrasador, aunque no se quemaba, las llamas le impedían dar siquiera un paso. Estaba en el purgatorio, tenía grilletes en las manos y en los tobillos, y aceptó resignada su castigo. Supo que estaba condenada a padecer sed por no atreverse a darle de beber al hijo de Dios, asumió su culpa, su gran culpa, para siempre. En ese no tiempo en que los días no transcurrían, le llegaban rumores, súplicas. No sabía quién la invocaba ni para qué, pero empezó a prestar atención. Notaba que estas charlas aminoraban el calor y procuraba, con la energía que poseía, cumplir con las peticiones que le eran hechas. No todas las peticiones eran buenas pero ¿quién era ella para juzgar? En la medida de lo posible las cumplía y conseguía a cambio luz y un poco de alivio. Quizás era posible que pudiera ver el final de su martirio, y los susurros eran mejor que nada, al fin y al cabo. *** Mi esposo no dejaba de golpearme, cada vez que llegaba bebido y frustrado de otro día de rechazos en su búsqueda de trabajo, descargaba toda su furia en mi cuerpo. Como si en mi carne se concentraran los motivos de su mala suerte y de su desdichado destino. Se preguntarán por qué no me iba, pues yo me pregunto lo mismo. Los golpes no solo maltratan el cuerpo, aturden la conciencia. Cuando los moretones viraban hacia tonos más amarillos que pudieran ser disimulados con maquillaje, salía para realizar las magras compras que pudiera y para
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que la brisa refrescara mi cara abotagada. De camino al abasto, un señor había colocado una venta de estampas y artículos religiosos a la entrada de la iglesia, me acerqué para distraerme un poco, por curiosidad y la vi. Una mujer encerrada entre las llamas, que alza sus manos encadenadas pidiendo clemencia, algo en la imagen me llamó, me sentí tan identificada que le pregunté al vendedor de quién se trataba: Verá usted señora, esta es el ánima sola, la más sola y desesperada de las almas que habita el purgatorio, la que más necesita luz, para salir de ahí. Me quedé pensando por un buen rato, y en un impulso le pregunté cuánto costaba, a lo que respondió: Se ve que usted está pasando por una gran necesidad. Llévesela, se la regalo, pero le advierto que tenga cuidado con lo que le pida porque se lo va a cumplir, y cuando lo haga, usted deberá cumplirle a ella sin falta. Me la llevé y la coloqué en un pequeño altar que tengo en mi casa. Como había escuchado que a las ánimas se le colocan velas, pensé que ella las necesitaría igualmente. No pedí nada en particular, nada concreto, tan solo que acabara mi pena. Al mes aproximadamente recibí una llamada: Buenas noches, ¿usted es la señora de XXX?, necesitamos que venga a la
morgue a reconocer el cuerpo de su marido. Disculpe que seamos tan bruscos, pero no tenemos tiempo que perder. Me senté, o más bien me dejé caer en el sofá ¿Muerto? No sabía qué sentir, pero lo que sí reconocí fue el alivio que me invadió. Era libre ¡Libre! Hasta que volteé a ver la estampita del ánima. Esa noche, al acostarme después de haber hecho el reconocimiento y los trámites necesarios para el velatorio y el entierro la soñé y obtuve mi respuesta. María Celestina había escuchado un susurro que resultó un poco más fuerte que otros. Una súplica desesperada. Abrió los ojos de un todo en medio de las llamas y accedió al intercambio. Ella al fin disfrutaría del descanso eterno, de la luz perpetua, solo tendría que llevarme con ella para que tomara su lugar, supo que ambas compartíamos la desesperanza del que no ve salida y este es mi pago, su 82
historia. Vino ante mí, hermosa, joven, tal y como era hace más de dos mil años. Leyó el relato que escribí para ella, me vio a los ojos, escudriñó mi alma y entendió que tan solo su culpa era la que la mantenía presa, que su adorado Jesús la había perdonado desde el mismo principio. Él la vio, se dio cuenta de sus esfuerzos por darle alivio, no pasó desapercibida para él, la quiso y la quiere y le espera. Ahora que yo fallecí, estoy entre las llamas, sofocándome, pero he de pagar y purgar el pecado por el cual le rogué tanto. Debo perdonarme y quizás salga de aquí. Pero no me arrepiento de haber hecho el intercambio. Ella viene de vez en cuando y me abraza, agradecida por haberle dado descanso.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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u nombre real es Pepe Garduña, pero cuando mi mujer lo conoció (en foto) dijo sobre él: —Es tan inexpresivo como una papa, como una papa frita. Tiene razón. Uno se lo queda mirando y tiene la misma expresividad
que una patata frita, aunque Pepe tenga ojos, boca y esas cosas propias de los humanos. La cosa es que en casa pasó a ser conocido como Papafrita. Se podría decir de él que era más raro que un perro verde, pero me cuesta muchísimo describirlo. Para mí convivir con él durante este tiempo ha sido una de las experiencias más duras de mi vida. ¿Por qué? Pues, así de pronto, diría que porque es tan empático como una papa. Exacto, además de su similitud con el tubérculo, Pepe tiene la misma empatía que una patata, aunque podría ser que el vegetal tenga más empatía que ese ser humano. En fin, cosas mías. Quizá se pregunten cómo aterrizó tal personaje en mi vida. Bien, fue por trabajo. Yo había empezado a trabajar en una imprenta importante. El volumen de trabajo era enorme y mi cubículo estaba al lado del cubículo de él. Nos separaba una mampara que, estando sentados, no nos permitía ver a quién teníamos alrededor, pero el jefe, que pasaba constantemente por detrás de nosotros, nos veía perfectamente, aunque nosotros no teníamos manera de saber cuándo él se acercaba. Al principio creí que aquel jefe oteador sería mi principal pesadilla, pero enseguida me di cuenta de mi error. Papafrita, o sea, Pepe, enseguida se manifestó en su ser espontáneo. Resultó que, encima, tenía cierta autoridad sobre mí, aunque no fuese exactamente mi jefe, pero era el encargado de la revista a la que me habían asignado. Recuerdo la primera vez que Pepe se manifestó. Fue durante un fin de semana romántico en el que me escapé con mi mujer a Lisboa. Estábamos gozando una sesión de fados en el Chiado, cuando me sonó el móvil. Se me erizó la piel cuando vi su número en la pantalla. Le mandé un SMS diciendo que estaba en el
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extranjero y que no podía atenderlo. Fue en vano. No sé por qué extraño motivo pensó que yo tenía wifi y me llamó por wasap. Manda huevos, pensé, pero salí atropelladamente del local y me planté en la calle. Atendí la llamada. —Hola, te llamo porque me he dado cuenta de que hay un error en los créditos y que, como el lunes, ya mandamos a imprenta, hay que cambiarlo. Resulta que has puesto el comité científico donde el comité editorial y viceversa. Cámbialo, ¿vale? —Verás, ahora estoy en Lisboa con mi mujer —traté de argumentar. —Búscate un ordenador. En el hotel seguro que hay. Los archivos están en la nube. Inútil, era inútil argüir con él. Inútil. Ni que decir tiene que me fastidió el fin de semana. El lunes, al regresar a la oficina, le comenté mi sorpresa por su llamada. No quise resultar desagradable. Pero su respuesta se limitó a un comentario estúpido: —Era urgente. Ni tanto. Comencé a conocer detalles de su vida durante los almuerzos. Al principio de mi tiempo en la empresa, me quedaba a comer en la cantina porque me tomaba muy en serio los horarios. Papafrita los respetaba a rajatabla, como no podía ser de otro modo. Fue así como me contó su vida. No me interesaba en absoluto, pero soy incapaz de decirle en su cara: «No me interesa una mierda tu vida». Tampoco es que me contase mucho, se limitó a narrarme que había vivido un tiempo en Bulgaria, donde fue por una beca Erasmus cuando era universitario, pero luego se quedó allí más tiempo y hasta se casó con una búlgara (no me entra en la cabeza que en aquel matrimonio entrasen los sentimientos). La cosa es que se divorció y se volvió a casa, pero sin detalles. Además, se aficionó al idioma y en la editorial publicó un par de libros de cocina búlgara. Ni aquellas conversaciones durante el almuerzo ni el hecho de que
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fuésemos vecinos de cubículo hicieron que mi relación con él mejorase. No tenía más remedio que aguantarlo, con las llamadas fuera de lugar en fin de semana o vacaciones. Recuerdo incluso que el jefe nos comunicó que Pepe se había ausentado un día —uno solo— porque había fallecido su madre. Al regresar al día siguiente, le di el pésame por educación, pero su reacción todavía me sorprendió: —Gracias, pero vamos a acabar con la maqueta, que ya estamos acercándonos al límite de plazo. No podía creérmelo. En fin, la cosa es que hubo momentos en que intenté mantener una relación civilizada, que no cordial, de colegas de trabajo, tanto que hasta un día le llevé unos dulces que hacía mi mujer. Él me lo agradeció, pero los apartó sin más. Sospeché que iban a acabar en la papelera. Pero como no hacía más que joderme la vida con exigencias de trabajo con llamadas en los peores momentos, me di cuenta de que era imposible que pudiese tener cualquier relación, siquiera laboral, con él. Sabía que jamás en mi vida me iba a encontrar a nadie tan anempático. No creía que existiese nadie así. Era lo peor de lo peor y encima me enojaba hasta niveles inimaginables. Por entonces, un día me encontraba viendo una película de los Hombres de Negro en la televisión con mi mujer. Recuerdo que le comenté: —Al final va a ser verdad que estamos rodeados de extraterrestres. Estoy seguro de que Papafrita es uno de ellos. A mi mujer le hizo gracia y aún me comentó: —Mira, quizá él u otro como él sirvió de modelo para los vulcanianos de Star Trek. Seres sin sentimientos. ¿Te fijaste en si tiene las orejas puntiagudas? Los dos nos reímos. Eso explicaría muchas cosas. Papafrita tiene que ser un alienígena. Este es el texto que recuperé del ordenador de Carlos Molina, el compañero de Kököt Vopiletz, conocido entre los humanos como José Garduña. Había llegado muy lejos en sus
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averiguaciones de quién es realmente nuestro compañero. Por eso, he dado orden de que manden a Molina a otra sección de la editorial y deje de estar en contacto con nuestro hombre. Nuestra seguridad está a salvo por ahora, pero quisiera preguntarles si hay manera de que Kököt Vopiletz pueda adquirir cierta empatía para evitarnos problemas futuros, porque, aunque no es humano, al menos que lo parezca.
FRANTZ FERENTZ
España
Facebook: www.facebook.com/Frantz.Ferentz
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iempre le sentaba bien a esas horas... Pero a ella, no. Ella no quería sexo a las ocho de la tarde. Se lo había dejado bien claro, desde el principio. No era su momento. Pero él se empeñaba porque era el único rato en que se excitaba. ¿Por qué solamente se excitaba en ese
preciso momento? Porque, hacía años, siendo adolescente, su profesor de religión había abusado de él a esa misma hora. De modo que no podía tener relaciones en ningún otro rato del día… Eso también significaba que la violación le había gustado tanto, que le perseguía a lo largo de toda su vida. De modo que cada vez que lo hacía con ella, no podía de dejar de pensar en el sacerdote. Nunca se atrevió a decírselo a sus padres y tampoco nunca fue a ningún psicólogo por vergüenza personal y porque le podrían tomar por loco. De modo que, hasta ese momento y estaba bien seguro de que eso ya permanecería ahí, en su cerebro para el resto de sus días, había vivido y seguiría viviendo con ese gran secreto. Era sábado. Se levantaron con desgana. El quería dormir más y quedarse en casa leyendo a Barbara Cartland. Reconocía su gusto facilón por la literatura romántica. Y le encantaba. Ella, por su parte, quería salir al campo a cazar conejos; era una amante de la caza. Parecía como si la Naturaleza les había cambiado los roles tradicionales de macho con aficiones de hombre y hembra con aficiones de mujer. De pequeña, su padre militar le había inculcado el gusto por ese deporte. Como la pareja no se logró poner de acuerdo como casi nunca, en los últimos tiempos cada uno pasó el día por su cuenta. El hombre se quedó feliz en su soledad. Hacía varios fines de semana que no la disfrutaba porque ella se empeñaba en salvar su relación básicamente por el qué dirán; estaba convencida de que su estatus social así se lo exigía. Sin embargo, a él, lo que pensaran los demás le importaba un comino siempre que no fuese un tema grave, como el que bien guardaba para sus adentros. Cuando volvió de la cacería, él se levantó del sofá y sin darle un beso de
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bienvenida, le habló mirándola fijamente a los ojos. ¿No crees que deberíamos separarnos? Ya no nos queremos… ¿Pero nos hemos querido alguna vez...? También es verdad. Pero reconoce que, al principio, nos llevábamos bien. Éramos como hermanos que, de vez en cuando, se acuestan. Ella respiró profundamente. Le miró con desgana y subió por las escaleras de mármol hacia su dormitorio a cambiarse para la cena. Y llamó a la asistentacamarera para darle instrucciones. Él no volvió a decir nada. Estaba acostumbrado a sus desplantes, a su soberbia. Sabía que ni el divorcio ni siquiera una mera separación entraban en sus planes. También intuía que le engañaba con otro… o con otra… Pero, en realidad, le daba igual. En el fondo de su corazón, tan solo deseaba liberarse de esta atadura y comenzar a vivir la vida a su manera. Puso el tema “My way”, de Frank Sinatra a todo volumen. Se sirvió un güisqui doble. Ella entró airada pidiéndole que lo bajara de inmediato, pero se hizo el sordo y la mujer, en un arranque de ira, quitó el CD y lo tiró a la chimenea. Este ardió con destellos psicodélicos de antiguo vinilo. ¿Se puede saber por qué apagas la música sin mi permiso...? ¿Quién te ha
dicho que la quites...? ¿Por qué has quemado el CD? ¡Me lo he dicho yo misma! No soporto esa canción. Mis padres odiaban a
Frank Sinatra. Decían que era un mafioso. Lo que odiaban tus padres era la libertad.
Entonces, él se levantó resolutivo del sofá, la miró fíjamente a los ojos sin decir palabra y subió a su dormitorio. Preparó las maletas con respiración entrecortada: Ya no podía ni un minuto más. Y salió de la casa dando tal portazo que rompió el pomo. “Menos mal se dijo ella con media sonrisa justo después. Al final, lo he logrado. Y rio abiertamente. Unos días sola para lo que yo quiera. Se sentó en el sofá, se sirvió un tequila, cruzó las piernas al estilo de Sharon
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Stone en la famosa película, encendió un cigarrillo con clase, expulsó la primera bocanada de humo al techo y cogió el teléfono con cierto toque de ansiedad teatralizada. Marisa, cariño, soy Marta. Al fin, podremos estar solas unos días. Te espero para cenar. ¡Te quiero...! De camino hacia el aeropuerto, resuelto a empezar de cero, buscó con fruición el número de teléfono de su colegio para ver si podía dar con aquel cura que le había marcado para el resto de su vida…
IÑAKI FERRERAS
España
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E
l paisaje que se extendía frente a él era de puro desierto. Una sequía pertinaz había dejado cadáveres de árboles y animales que poco a poco iban incrementando la cantidad de arena. Un viejo árbol, desnudo de hojas y artrítico de ramas, daba mínima sombra.
Esperaba que le llegara su momento. Mirando hacia el cielo comprobó que una bandada de pájaros huía hacia donde no hubieran llegado todavía las calamidades. Con añoranza recordaba aquellos días en los que suelo y cielo se unían para recibir y despedir estaciones. Un pajarillo se separó de la bandada y se posó en el árbol buscando sombra. En sus plumas llevaba años y cientos de kilómetros recorridos en viajes eternos. Estaba cansado. Se detuvo sabedor de que nunca alcanzaría a sus compañeros. Posado en una rama cerca del tronco, con otra sobre la cabeza que le daba sombra, comenzó a hablar sin palabras con el viejo árbol. —Te admito, pajarillo, —dijo el árbol—, eres capaz de conocer sitios, de contemplar el mundo desde lo alto, de ser libre permitiendo que el viento te lleve —Sí, pero tú eres fuerte. Resistes mientras los demás han abandonado la lucha. Eres modelo de rectitud y marcialidad. La tarde comenzaba a declinar y los pájaros se perdieron en el horizonte. El frío haría su aparición dentro de poco. Recibirían los besos proféticos de otro frío invierno. Quizás el último. El viejo volador se estremeció en la rama y todo el árbol le respondió con una fuerte sacudida, como si quisiera desprender del rocío a las miles de hojas que hacía lustros no tenía. De pronto uno y otro comprendieron su destino: uno no volvería a volar junto a los suyos. No volvería a buscar tierras cálidas donde nacerían sus polluelos. El otro presentía que el peso de la nieve en sus ramas acabaría por partirlas y quedaría inutilizado para ser albergue de pájaros. Ambos sabían que en breve serían huéspedes del helado suelo. Pero el viejo pájaro moriría con el deseo de seguir volando porque es un ser libre y nunca deja de serlo. Y el viejo árbol recordaría los cientos de años que estuvo en pie y las vidas que
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albergó. El buen tiempo los encontró abrazados y en medio de los dos, una mínima planta crecía.
MANUEL SERRANO
España
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«¡H
“Chirrin, Chirrin, te quiero yo, Chirrin, Chirrin, mi profesor” Cantinflas
ay golpes en la vida, tan fuertes, tan fuertes…Yo no sé! Golpes como del odio de Dios» «¡Mientras navegaban por su mente estos versos, Danilo, el maestro de la escuela, preparaba su clase de literatura. Pensaba en César Vallejo y sentía cómo el estómago
vacío le hacía catarsis con los versos del poeta. Como este, el profesor tampoco tenía el mínimo trozo de pan. Su situación era cada vez más precaria. Una lluvia de espinas penetraba las carnes de su estómago. Para completar sus penurias, la escuela estaba en quiebra. Le adeudaban seis meses. Su situación no podía ser más vil. En casa el ámbito no era distinto. Vivía en una pensión de paredes blancas, selladas con arena y cal. El techo era de una madera desgastada, que le permitía entrada para el concierto de la lluvia. Una mañana, cuando Danilo se dirigía a la escuela, la casera le dijo en tono amedrentador: —Te sacaré de aquí, ¡a ti y a tus cochinos libros! Danilo abstraía la dimensión de esa sentencia. Otra vez le dejó por fuera dos días, aunque el azar jugó a su favor. La casera en un descuido dejó la puerta entreabierta y Danilo aprovechó la oportunidad de escurrirse por la verja, aunque fue descubierto in fraganti. —Esta sí es la última vez, profe —le dijo—. Ya estoy cansada de cobrarle la renta, y usted no tiene más objetos de valor, excepto esos cochinos tratados de poesía, pero no me encartaré con un montón de basura. ¿Qué ganaría leyendo eso? Danilo recordó cómo muchos de los escritores que amaba también habían pasado las duras y las maduras. Se acordó cómo García Márquez había vivido tomando agua hervida de las maticas que tenía Mercedes en el impío invierno galo. O cómo a Julito los estudiantes le apodaban «Largazar», «Pobrazar», pues se vio en la obligación de ser maestro de escuela de un barrio porteño, para poder llevar mate a su madre. O cómo al antipoeta le tocó vender caramelos en Puerto Montt, para 97
alimentar las cuerdas de Violeta. Volviendo en sí, se sintió mal, pues el hambre se tornaba insoportable. La casera sintió pesar y lo dejó en la desbarajustada habitación por unos días. Pensó que era mejor hacer una obra de caridad, pues el padre había predicado que era menester ayudar al prójimo, ya que era la única empresa digna entre los hombres. Los estudiantes lo miran. Se hacen gestos. Se hacen señales entre ellos. Detallan su viejo pantalón de chalis caqui. Una camisa a cuadros manga corta y una corbata con adheridos de la Hora Warner, comprada en el mercado de las pulgas. Se sientan de manera solemne y guardan silencio. Saben la importancia de escuchar. Sus miradas se detienen en los zapatos apaches del profe. La mochila donde carga los textos amarillentos está hecha jirones. Los estudiantes comprendían el dantesco camino que peregrinaba Danilo. La última vez lo levantaron del piso cuando se desmayó en una izada de bandera mientras declamaba: «Juego mi vida, cambio mi vida, de todos modos, la llevo perdida». Y sí, efectivamente, casi deja la existencia en el patio. Sus compañeros le sugirieron que fuera al médico, sin embargo, él tenía una enfermad muy común: hambre. —Nada es más importante en la vida que dejarse ser por los libros. La literatura es la única resistencia a los declives de la vida —con esas sentencias, Danilo empezaba la clase al día siguiente. Los discípulos, absortos, se deleitaban con el susurro que emitía con el alma el profe poeta, como solían llamarle. —Carpe Diem, mis niños, Tempus Fugit —recitaba, mientras movía sus lánguidas manos de arriba para abajo, advirtiéndoles lo fugaz del amor y del tiempo. Les explicaba que el dinero no tenía importancia, que debían levantarse todos los días apasionados por aquello que les hinchaba el corazón. Entonces, con sus ojos fulgentes, dijo: —¡De la vida no nos moverá nadie! El alma se le elevaba. Los niños por un momento habían dejado de ser pobres. Danilo les dijo:
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—¿Por qué no pensar que vinimos al mundo a escuchar a Julio Jaramillo o a soñar con un tango de Gardel o, mejor aún, a vibrar con la guitarra del tipo que le hizo preguntitas sobre Dios?, o ¿por qué uno no podía bailar resueltamente al ton y son de Totó La Momposina? Esas son cosas que valen la vida, los sueños, los anhelos, camaradas. El viento administraba esas palabras para que hiciesen casita en las almas de los estudiantes. Carlos levantó la mano y preguntó: —Profesor, ¿para qué leer poesía en estos tiempos donde nada nos salva de la pobreza? Danilo quedó absorto. ¿Para qué servía su discurso poético si hasta las mariposas se le habían muerto de la desnutrición en el estómago? Además, el hambre de a poco le arrebataba la lucidez, porque eso sí, se necesita de un buen trozo de pan, y un vaso de aguapanela, para pensar por lo menos en un par de buenos versos. Después de una larga pausa, el profe dijo: —Mira, Carlos, el asunto es sencillo. Uno desayuna dos o tres hachazos de Raskolnikov y con eso te llenas el alma o te la partes, pero alguna cosa haces. Solo Mariana y Villalobos sonrieron quedamente. El chiste había sido pésimo. Los estudiantes habían bajado de su idilio. Sin embargo, seguían creyendo que Danilo, a pesar de su mal sentido del humor, era como el pequeño poeta que intenta llegar por lo menos a las pantorrillas de Dios. Las doce del mediodía. La campana de bronce titilaba. El sonido se hacía humo en el oído de los estudiantes que abandonaban su catarsis para continuar con sus vidas miserables. —Hasta mañana, Profe Poeta —le decían. Una lluvia de palomas ensopó el mediodía. Los estudiantes se perdían como puntos negros en la línea del horizonte. —Danilo, hemos notado con preocupación que cada día se encuentra más delgado y taciturno, pensamos que algo le está pasando —le dijo la rectora, dueña
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del colegio. —En verdad no es nada. Solo que he tenido problemas personales, pero estoy bien. —Sí. Es un secreto a voces que ya estaba pensando en un reemplazo para usted, además, algunos de los honorables padres de familia se han quejado de sus clases. Dicen que sus hijos ya no quieren ver más televisión, que prefieren leer todo lo que se encuentran y que es preocupante no compartir la telenovela de la noche en familia, pues la clase del profe revolucionario, como han osado tildarlo, fractura la fraternidad en el hogar. El profesor, cabizbajo, prometió a la rectora que esto no volvería a suceder y le suplicó que repensara su continuidad en el trabajo que tanto amaba. ¡No podía irse ahora! ¡No quería ser una carroña en vida! Rememoraba los versos de un poeta maldito que supo morirse asfixiado entre las prostitutas más abyectas. La rectora pensó que el sueldo de Danilo era muy alto y que por eso adoptaba esos comportamientos insoportables. No obstante, decidió brindarle otra oportunidad, ya que le colaboraba a fin de año pintando los puestos y los muros de la escuela. Los estudiantes se miraban quedamente. Comprendían que el día soñado había llegado. El profesor había anunciado que en clase hablarían sobre los mayores exponentes de la poesía latinoamericana. Imaginaban a Danilo declamando Patas arriba con la vida de Alfonsina Storni o las Soledades de Pizarnik o alguna de Amado Nervo. Las quimeras eran tan elevadas que en el aura del salón solo se respiraba el hálito del verso bien logrado. Los estudiantes empezaron a preguntarse qué había pasado con la clase de letras y qué con las voces de los poetas latinoamericanos, pues el maestro no llegaba. Efectivamente, habían inferido sobre la significancia del rótulo ¡Tempus!, que ronroneaba en sus cabezas. Averigüemos qué ha pasado con el profe poeta —dijo Carlos. —Estoy de acuerdo —dijo Villalobos. 100
En la puerta se les cruzó la rectora, quien los invitó a sentarse. La rectora se paró delante del salón. El tablero verde crecentaba su figura. Frunció el entrecejo y dijo: —No entiendo qué ha pasado. ¡Estoy compungida! Los estudiantes guardaron silencio. La rectora continuó: —Niños, hoy el profe Danilo ha sido encontrado muerto en su habitación. Dicen que fue el cólera. Pero no se preocupen, pensando en ustedes y en la economía de sus corazones, ya conseguimos el reemplazo: un catedrático de religión, quien se hará cargo de la clase de literatura, pues como todos saben, no existe ningún inconveniente en que el nuevo maestro les enseñe eso de leer y hacer planas. ¡Ah!, olvidaba decirles que las exequias se llevarán a cabo mañana sobre las diez, sin embargo, el problema es que se nos cruza con la clase de ciencias y sería una pena perderse la teoría de Mendel. El silencio fulminó el espíritu de los estudiantes, quienes absortos escuchaban el discurso de la rectora. Las lágrimas caían como una catarata hambrienta. La mañana se ensombreció y un hálito de reminiscencias pobló el salón de clases. Los estudiantes no olvidarían las enseñanzas y el legado que les había heredado el profesor. Al otro día, todos asistieron a las exequias. No les importó Mendel, ni el castigo que recibirían cuando los padres se enteraran. Encima del ataúd dejaron las siguientes inscripciones: Desde ahora transitaremos por los parajes de la poesía. Esperamos no importunar. Lo dejamos conversando con las mejores almas del pasado. Con afecto: los estudiantes que se nutrieron del pan, que es lo mismo que la poesía. Después, los estudiantes se alejaron como puntos negros en el horizonte. No hubo una lluvia de palomas, sino un aguacero de nostalgias que atravesaba el día.
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La campana no volvió a sonar como antes.
JONATHAN CAICEDO GIRÓN
Colombia
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l tigre emprendió molesto el camino de regreso, luego de su entrevista con el león rey. Creyó que en esa ocasión sí podría convencerlo de dejar sin efecto el decreto que había anunciado años atrás, pero no fue así. El poderoso león, como siempre, no
hizo más que repetir que todos debían ser comprensivos y solidarios con los demás. El tigre estaba harto de oír eso, al igual que la pantera y el jaguar, quienes acudieron a su amigo en busca de las novedades de su entrevista con el león. Ninguno se sorprendió al enterarse que este último se negó a retroceder con el decreto que ordenaba que los carnívoros más fuertes debían ceder parte de las presas que lograran cazar para los más débiles. En un inicio todos accedieron a colaborar temporalmente con los suyos más necesitados; sin embargo, el tiempo transcurría, y los carnívoros más débiles no hacían nada por intentar empezar a valerse por sí mismos. De repente comenzaron a exigir más, y el león rey los escuchó. Los más fuertes ya se veían obligados a entregar la mitad de su comida, por lo que acordaron hacer algo al respecto. Tenían crías que alimentar, y debían aplicar el doble de esfuerzo todos los días para poder hacerlo, debido a ese mandato que les sacaba lo que conseguían con tanto esfuerzo. Ante la nueva negativa, los tres felinos reunieron a la mayor cantidad de carnívoros que les fue posible y, esa noche, le dijeron al león rey que se rehusaban a seguir cazando mientras él no anulara su decreto. Pero, imaginando que se le podía llegar a presentar una eventualidad de ese tipo, este profirió un grito y, en un segundo, se halló rodeado por los carnívoros "débiles" de su reino, los cuales no dudaron en atacar a los otros, dispuestos a todo para defender su estilo de vida, en la que no necesitaban mover un solo dedo para subsistir. La prolongación de la batalla hizo que el tigre y los suyos pusieran un alto a esta, y se marcharan con resignación del lugar, mientras el monarca felicitaba a sus leales defensores por el buen trabajo. —Es inútil —les dijo el tigre a sus camaradas—. Ellos ya tienen la fuerza suficiente para valerse por sí mismos, pero se acostumbraron a depender de alguien más para vivir. Este decreto los volvió mediocres, holgazanes y totalmente sumisos al rey para siempre. Tendremos que seguir viviendo bajo esta ley o irnos de este
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reino con nuestras familias, en busca de un lugar mejor para vivir. Sus compañeros no podían estar más de acuerdo con aquellas palabras.
EDUARDO BARRAGÁN ARDISSINO
Argentina
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iró el croissant como quien mira acero pulido. Frente a ella la cámara rodeó a los protagonistas de la cinta y delante de ella un vaso con un zumo de naranja de angustioso color corroborando la sospecha de que había pasado por mil bocas
con carmín. Olisqueó el zumo, la cámara, ajena a ella, no registró la repugnancia que le producía el líquido. Observó las servilletas de papel en la mesa y un nuevo mundo se abrió ante ella. Cogió un par, se limpió la boca, las arrugó, y las encajó entre los cuernos del croissant. La palabra corten no parecía ni tan siquiera ser imaginada por el director de orquesta, así que su vista se fue de nuevo al servilletero de papel. Creó un par de aves revisitando sus conocimientos de papiroflexia, desechó la idea de ponerlas a nadar en aquel pequeño lago de naranja claramente contaminado y sopesó traer nuevos animales a la manada. En un momento dado, cuando la desesperación de una toma que parecía no tener fin estaba empezando de desafiar los límites de su desesperación, se armó de valor y sopesó el croissant entre sus manos. Lo imagino apetitoso, tal vez le diera realismo a la escena que le diera un buen bocado, quizás eso haría que se notase su actuación… de alguna manera. Sus dientes se acercaron peligrosamente a aquel trozo de ladrillo y respiró de alivio cuando la ansiada frase llegó hasta sus oídos. ¡¡¡Corten!!!
ALBERTO IRANZO SARGUERO
España
Instagram: @jerryclade
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Y
o no soy nadie, pero nadie quiero seguir siendo. No soy nadie sino un fantasma de otro nombre y mismo apellido frente al solipsismo cansado de mi padre, que revive en mi silueta y mis hazañas las glorias pasadas, desterradas por la miserabilidad
de las estaciones que se subsiguen y que enjaulan todo ser dentro de la cárcel inclemente de la imposibilidad. No soy nadie en los escombros del útero desgastado de mi madre, estragado por el natural avance de la decadencia orgánica, que remembra todavía aquel pupilo idílico de semejanzas angélicas que nunca fui, ofuscada en su percepción por la bondad inmaculada de la maternidad. No soy nadie en los ojos de mi querida hermana, que prende velas en el altar de los recuerdos para avivar una imagen mía carcomida por el tiempo nefasto que nos ha dividido, un daguerrotipo de un otrora olvidado por todos salvo por la magnificencia de la hermandad. No soy nadie en los rostros desaparecidos de mis antepasados, cuya tez de pasas desapareció debido a la inflexible incumbencia de los gusanos, igual que su memoria de mí y del mundo. No soy nadie dentro de la percepción variegada y heterogénea de los centenares de amores y amantes que fueron, que son y que han de venir, que van transformando mi figura y las pasiones que esta había de generar a cada repique de la medianoche, rindiéndose sin pugnar a la eterna metamorfosis que escarmienta lo bueno, si es que hubo algo bueno, que a cada fin emprende su trasmutación hacia lo desagradable, lo erróneo, lo ínfimo, lo inútil, lo incierto, lo superficial, lo pasajero. No soy nadie para las sonrisas generosas de mis amigos, algunos varados en un mundo que ya no me pertenece pero que en las noches de melancolías anhelo volver a exhumar, otros agarrados firmemente a la estela de bastimentos de rumbo indeciso pero esperanzoso, unos pocos más zarpados sin adioses hacia las tierras sin regreso dominadas por la voluntad de las parcas. No soy nadie sino miles de máscaras diferentes en sus evocaciones ocasionales de nuestras gestas memorables, nuestras borracheras desgraciadas, nuestros sufrimientos abisales, nuestras aventuras
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eternas, todas eternamente deformadas por el individualismo de las percepciones. No soy nadie en el rebaño de mis coetáneos de aquí sino otra oveja sin pastor que busca amparo de los lobos famélicos de la incertidumbre, suplicando la protección de un futuro infame, aún más malvado que las fieras que huelen mi rastro. Pero no soy nadie tampoco para mis coetáneos de allá, sino otro peregrino procedente del hemisferio bronceado del globo, cuyos problemas abarcan la mera esfera de la superficialidad de la existencia. No soy y no seré nadie en la memoria de una entera generación de inexistentes, caracterizada por la precariedad de la falta de origen, rumbo y eje, sino otro débil y fugaz granito de arena, empujado a la deriva por el soplo de los céfiros. Otro náufrago que terminará esclavizado por la tiranía de los modelos sociales, desperdiciando en labores despreciables y asentimientos dóciles el milagro de la existencia, convencido de poder entregarle un sentido material inexistente a la insensatez del ser. No soy nadie para la tierra fértil que me escupió en el mundo y el mar impetuoso que me empujó a andar a dos patas, demasiados ocupados a amamantar su grey de hijos necesitados para preocuparse de los que se fueron perdiendo, abandonando su cuna, pues la ciudad está familiarizada con las despedidas y ya no puede con la nostalgia de los que se fueron. No soy nadie tampoco para el continente que me enseñó a erguir la espalda y que ansío volver a vivir, para su naturaleza abrumante, para sus metrópolis paquidérmicas y sus pueblos perdidos, para sus ríos de océano y sus mares caníbales, para el aullido de sus selvas y para el silencio de sus desiertos, para sus días de garúas y aguaceros y para sus noches estrelladas, para su gente multicolor y sus miles de vidas distintas. No soy nadie sino otro transeúnte que se asomó a su inabarcable magnitud, pues el continente desilusionado conoce bien el pasmo repentino que su descubrimiento genera en los forasteros, y ya es viejo para creerse otra promesa de amor desesperado, por veraz y sincera que sea. No soy nadie mientras mis sentidos juegan a embriagar mis sensaciones. Se percatan del entorno, pero confunden su procedencia en los laberintos desconocidos de la memoria. El olor de la madera ardiente evoca chimeneas
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navideñas cuyo calor se une a la humedad oprimente de las noches del trópico, y entonces las mesas ahítas de familiares sin rostros se transforman en mesetas de arrecifes variopintos, y la noche cálida y la espuma de un mar manso se proponen clementes de acunar mis sueños renuentes, que de lo contrario se hundirían en el insomnio fomentado por la melancolía de la lejanía. Los escalofríos invernales ya no remandan a las madrugadas gélidas a la espera de un bus repleto, sino al desaliento y a la sorpresa de las cumbres andinas, y mis manos se estiran para rozar una piedra de infinitos ángulos cuya ságoma tambalea en la confusión de mis recuerdos. Hasta las caricias sinceras se pierden en la remembranza de otras manos que paliaron mi zozobra en otros páramos. Y sin embargo. Sin embargo no estoy ni aquí ni allá, sino estancado en el caos apátrida que enriqueció pero desasosiega mi ser. No soy nadie para la vida sino una infinitesimal y temporánea partícula dentro de su milenario existir, y ni las más entrañables hazañas me asegurarían un lugar en su atiborrada y corta memoria. No soy nadie para la muerte, que a pesar de sus esporádicas caricias rehúsa englobarme definitivamente en su abrazo frío. No soy nadie mientras mi figura se refleja en un espejo cualquiera, y el reflejo se graba momentáneamente en mis pupilas, transformando uno en el espejismo del otro, confundiendo la realidad de mi imagen con la ficción fotográfica de mi reflejo. Las imágenes se acumulan en los estantes de mi percepción y van transformando la siguiente silueta que se deparará vulnerable y escurridiza, a la merced de mi interpretación de mí mismo en un vidrio borroso, y variará aún más según factores externos que influenciarán mi visión de lo que soy, lo que era y lo que anhelo ser. La única certeza son las ilusiones edificadas por mi ego. Soy nadie en el momento en el que apago la luz y mi silueta se confunde en la sombra de la noche sin estrellas que atraganta mi pieza. Ahí mis pensamientos se vuelven mantequilla y mi actuar, domesticado por mi propio ser, se amansa tácito, se calla, se aparta, rindiéndose a las tinieblas que revelan mi idiosincrasia. Es en este entonces que mi persona se despoja de las máscaras y los trajes, se desnuda de las prendas y los adornos, reniega las ideas y los teoremas, y se vuelve simplemente él. Solo es ahí, relegado en lo invisible que la obscuridad concede, que logro volverme
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nadie. Y esto es lo que quiero ser.
GIACOMO PERNA
Italia
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H
e detenido el tiempo. Un mar de cadáveres está desperdigado a mis pies. El olor a pólvora, sangre y sudor ha desaparecido, igual que el soplo del viento. El guerrero frente a mí se encuentra inerte. Puedo ver en su cara el esfuerzo por
mantenerse de pie. Observo la fotografía en el dije. Una mujer de cabello negro, sonríe. Abraza a una niña pequeña. En todos los mundos y universos que he recorrido no había conocido a nadie que mantuviera la esperanza, no después de lo que le mostré. Toco su frente y hurgo en su memoria. Veo un parque. Una familia va de paseo. El padre carga en hombros a la niña. La madre toma de la mano a su esposo. Una playa. Ambos padres entierran a su hija en la arena. Risas de niño. «¿Hace cuánto no escuchaba la risa de un niño?». Debo tomar una decisión. Me siento en el suelo y medito. Abro los ojos. He decidido. II Bajé del risco. Ante mí estaba el último ejército. Eran más de cinco mil hombres y mujeres armados. Aguardaron, se veían nerviosos. ¿Habían escuchado los rumores de mi capacidad? ¿O era solo que podían sentir el poder que emanaba de mí? Me dirigí hacía ellos paso a paso, lento, pero a medida que me acercaba fui aumentando la velocidad. Cuando comprobaron que las balas me traspasaban sin hacerme el más mínimo daño, se colocaron en posición de combate. Acepté el reto. Sería a puño limpio. Di un salto y coloqué mi pie en la nuca de uno. Escuché como se quebraba. Aterricé con la rodilla en el cuello de otro. Golpeaba y esquivaba. La mayoría eran muy lentos para tocarme, los que llegaban a hacerlo, no me hacían daño alguno, apenas podía distinguir sus golpes del roce del viento. Alguien lanzó una granada. Yo la sostuve frente a mi cara hasta que explotó. Los soldados alrededor mío murieron debido a las esquirlas. Fue cuando retrocedieron. Todos, excepto uno. 114
Su ropa era de color rojo y tenía un dragón tatuado en el brazo derecho y un tigre en el izquierdo. Se paró firme y dijo: —Aunque seas muy fuerte, no retrocederé. Me abalancé contra él. Logró esquivar un par de golpes y me propinó una patada en la cabeza. Sentí un poco de dolor. Me descubrí sangrando un poco. Hacía muchos años que no veía ese tono rojo en mí. Golpeé con fuerza su estómago. Se arrodilló del dolor. Levanté mi mano y atraje un asteroide. El cielo se oscureció. La enorme roca se acercó hacia el planeta. Cuando estuvo a cien metros de colapsar, el hombre de los tatuajes alzó sus manos al cielo y lanzó un rayo de energía que desintegró casi en su totalidad la amenaza. Algunos pedazos de roca cayeron al suelo, como lluvia, incendiados y destruyendo todo el paraje. El hombre que realizó la proeza estaba exhausto, yacía de rodillas frente a mí con la mirada desafiante. —¿Quién eres?, ¿cómo obtuviste tanto poder? Sentí piedad por él. Toqué su cabeza enlazando nuestras mentes. Le mostré. Cuatro niños avanzaban en la oscuridad. Un delgado camino rodeado de zacate crecido casi al metro de altura. La luna llena y la vela que sostenían en la mano eran sus únicas fuentes de luz. No se podían ver las estrellas. Cuatro niños, cuatro velas. —No dejen que su vela se apague —ordenó la chica, la única niña del grupo. —Hubiera sido mejor traer linternas —dijo el niño de lentes. —Solo velas —replicó la chica —fue lo que mi prima me contó. A lo lejos se podía ver una vieja casona. Hecha de madera y pintada de un color entre el gris y el morado. Por un momento una nube obstruyó la luz de la luna y la casa desapareció. Cuando la nube pasó, regresó también la casa. Todos lo vieron, pero ninguno comentó nada al respecto. —¿Qué te contó tu prima? —dijo otro niño con una camisa que alguna vez había sido roja.
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—Dijo que ella fue con sus amigas. Habían escuchado de Strega y su don. Solo se le puede ver cuando hay luna llena. Es una gran bruja. Criaturas del infierno rondan su casa, por eso quien va a visitarla debe llevar una vela encendida. Solo te dejará pasar si alguno de los visitantes cumple años. Según esto, es debido a un pacto que hizo hace mucho tiempo. Por aquel entonces mi prima estaba cumpliendo trece. Convenció a sus amigas de ir con ella. Dice que te enseña una carta y dependiendo de esta será tu futuro. El relato se interrumpió cuando llegaron a la puerta. La niña tocó seis veces. La puerta rechinó y se abrió. Entraron. Había animales disecados en las paredes. Una mesa llena de frascos con líquidos de colores. Una mujer encapuchada salió de una de las habitaciones. —Síganme. Los niños obedecieron. Los llevó a un cuarto lleno de velas, con las paredes de color rojo. En una mesa estaban colocadas cinco sillas. Cuatro de un lado y una del otro. Tomaron asiento. La bruja les pidió que tocaran el mazo de cartas. Y comenzó a repartir una por una las cartas. La muerte. El mago. La rueda de la fortuna. La emperatriz. Y el ermitaño. Todo se oscureció. Un funeral. El ataúd desciende. Uno de los niños está en el interior. Los demás lloran. Uno de ellos revisa su carta. La mamá del difunto está inconsolable. La niña se acerca a darle un abrazo. Vuelve la oscuridad. Otro de los chicos está caminando en el parque. Se mete la mano al bolsillo y observa su carta. Un hombre con una aureola en la cabeza y la mano alzada, como sosteniendo un pergamino. “El Mago”, se lee. Cuando despega los ojos de la carta, se halla en otro lugar. Una especie de tianguis, rodeado de personas. Deambula desorientado por unos minutos, después, se acerca a un policía y habla con él. En la estación de policía los oficiales niegan con la cabeza. Él pregunta por sus padres, le dicen que no existe nadie con ese nombre. —¿Ya nos vas a decir tu verdadero nombre?
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—Ya se los he dicho. —Si nos sigues mintiendo, tendremos que mandarte al orfanato. El chico se desespera. Extiende sus manos y todo a su alrededor se calcina. —¿Tú eras ese chico? —Alguna vez lo fui. —Este no es tu mundo, ¿verdad? —He recorrido decenas de mundos. Pero no he podido volver al mío. —¿Por qué nos haces esto? —Solo puedo pasar al siguiente mundo cuando destruyo el actual. Creí ser todopoderoso, pero solo estoy cerca de serlo. El hombre se puso de pie. —Ahora entiendo quién eres y porqué haces lo que haces. —Sabes que no puedes ganar. —Es verdad. Pero así como tú tienes un anhelo y haces todo por conseguirlo, yo también tengo por quién luchar. Sacó algo de entre sus ropas y me lo arrojó. Era un dije de plata. Mostraba una foto de una mujer cargando a una niña. Sonreí. Hice oscurecer el mundo. III Cuando la luz volvió, el hombre de los tatuajes levantó su dije del suelo. Los muertos y heridos se pusieron de pie. Una enorme selva comenzó a crecer por toda la ciudad, llenando de verde lo que una vez estuvo muerto. Un río emergió de la tierra, con agua dulce y cristalina. El demiurgo se había ido. Una nota cayó del cielo. El hombre la tomó y leyó.
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J.R.SPINOZA
México
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C
orrí la perilla del gas justo antes de que el café se chorreara por los costados. Levanté la cafetera para ver si ya el pico había dejado de largar el líquido negro y tapé. En el choque brusco de la tapa con la cafetera salió un olor denso y oscuro que bastó para que se me
abriera el apetito. En la mesa estaban las tostadas, en la ventana el invierno. Cosas chicas, quizás superficiales, de un escenario común de la vida moderna. Pienso en que es una cosa chica, pero ¿en qué momento lo chico se volvió tan chico? ¿O en qué momento lo chico se convirtió en algo tan grande? No quiero caer en pensamientos comunes ni tampoco ser un tibio, pero qué privilegio se volvió todo. Mientras sostengo la tostada, me pregunto qué pasaría si por x o por y mañana tuviese que renunciar a la soledad de tomar café y comer tostadas una tarde de un día cualquiera. Qué pasaría si, por alguna razón, la vida me ubicara en un espacio-tiempo que me impidiese hacerlo. O si en algún momento me rodeara de personas que destruyeran todos estos hábitos-rituales y, peor, que me hicieran dar cuenta de la banalidad y la carga simbólica, quizás innecesaria, que le pongo a la tarea de tomar un café y comer tostadas en invierno solo. Cuando pienso en eso me agarra una especie de espasmo que hace que el corazón se me detenga por un microsegundo —o como sea que se llame la unidad más chica de tiempo— y que un calor interno me recorra todo el cuerpo. Pero, después, también pienso en que, aunque no lo creamos, en cierta medida, podemos elegir dónde caer y, cuando lo veo, me calmo y agradezco que eso funcione así. Pero, después, también pienso en que hay algo grave y es que yo soy el que funciona así, los otros no y uno —aunque muchas veces lo niegue— se ve llevado por el otro. Es normal que pase que te des cuenta de que estás siendo llevado por una corriente que no entendés, pero que seguís igual y, que, de repente, pum, te das cuenta de que estás muy lejos de vos mismo y ahí se te paraliza y se te cae todo el mundo, en realidad, todo tu mundo. También, puede pasar que, por ahí, en esos choques bruscos, se suelan romper ciertas estructuras muy arraigadas que creías tener y ahí, en verdad, te das
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cuenta de que esa estructura, más que representarte, te encadenaba y salir de ella fue lo mejor, entonces ahí llegás a sentirte bien. En ese caso, ¿nos sentiríamos bien porque llegamos a algo que nosotros queríamos y no sabíamos o nos sentimos bien porque llegamos a ser lo que esperaban de nosotros? ¿Y si, en realidad, lo que queremos de nosotros es, inconscientemente, lo que los otros esperan de nosotros? ¿Soy lo que soy porque pude romper —o rompieron— mis propias estructuras o porque las sigo al pie de la letra? Si las sigo al pie de la letra, ¿de dónde vino todo este manual de instrucciones para interpretar mi vida? Todo forma parte de estructuras que las tomo de manera muy exclusiva y que siento que me caracterizan en un cien por cien, aunque, seguramente, debo haberlas comenzado a imitar de algo o alguien en algún momento que ya no recuerdo, porque, seguramente, haya sido de forma paulatina y automática. Capaz el crecer es darte cuenta de que tal o cual estructura la creamos nosotros mismos según una interpretación que creemos propia. También, es asimilar que, en cierta medida, somos nosotros mismos los que nos dibujamos nuestro propio embrollo y cárcel mental mientras pensamos que los barrotes a los que nos arraigamos no están siendo sostenidos por nuestras propias manos. Cargar con el peso de hacerse cargo es una carga que aceptarla ya supone un montón. Pero, qué grave que todo dependa de mí: soy neurosis y posmodernidad encarnadas en un cuerpo indefenso. Ese es mi concepto, mi justificación para todo, mi manera de proyectar todas mis culpas, la otredad que creo para mi propio reconocimiento. ¿Está bien o está mal? No sé, a veces me sorprende cómo todos los parámetros tan básicos de la vida no los sé o se me dificulta reconocerlos. Es tan difícil saber hacerlo, pero ya con el mero intento de querer reconocer significa que puedo llegar a darme cuenta de una parte de algo y eso ya es un montón. O, al menos, eso me dijeron y, por dicha razón, lo creo. Muchas veces tomamos el significado de las palabras cuando ya finalizaron su proceso. Es decir, decimos “reconocimiento”, por ejemplo, cuando finalizamos y dimos por hecho el reconocimiento de algo, pero no cuando empezamos a hacerlo:
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sociedad teleológica. Hoy es domingo y sé que es domingo porque los días tienen como un cierto aroma que los define, o al menos eso me pasa a mí. Nunca pude contarle esta sensación a nadie, seguramente a todos les pase, o a una gran mayoría, porque también hay gente que no sabe ni dónde está parada. El hecho de saber que hay gente para todo me reconforta, me consuela, me da risa, me desautomatiza de mi mundo y, a veces, me deja en un sentimiento de esto no puede ser posible. Aunque, también pienso, ¿por qué no podría ser posible? La palabra posible está determinada por nuestra realidad ¿Nunca podrá salirse de ella? En fin, cuando me levanté, preparé el mate y desayuné. Es uno de los pocos días que me tomo el tiempo necesario para darle cierto momento especial al desayuno. La mañana del domingo tiene ese no sé qué que la hace diferente a todas las otras mañanas de la semana, o al menos siento eso porque lo fui escuchando y asimilando poco a poco a medida que crecía hasta que eso se volvió parte de mi realidad. Es posible que a alguien alguna vez en la vida le haya parecido distinta la mañana del domingo y vio que tenían un cierto aroma, un cierto no sé qué que hiciera que se creen naturalmente ciertos ritualitos que dicha persona asumió como reconfortantes. Seguramente, luego, esa persona compartió ese sentimiento con cierta gente y eso hizo que esas sensaciones se volvieran tanto propias como colectivas hasta que todos termináramos creyendo en eso y haciendo una performance de esa sensación cada semana. Lo mismo que la supuesta agonía de las siete de la tarde ¿Quién la inventó? Si nadie me hubiese dicho que los domingos en la caída del sol me sentiría en un círculo oscuro y vacío ¿Estaría ahora triste, apenado, entre el cruce del llanto y la imposibilidad de llorar? Quizás estaría disfrutando y siendo “feliz”. O quizás, también, se me ocurre, estaría con un sentimiento de pena y hubiese inventado que los domingos a las siete de la tarde se da algo que hace que la angustia brote de todas las paredes.
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Quizás hubiese bautizado ese sentimiento desconocido como la “agonía del domingo” y, luego, se lo hubiese contado a conocidos como un invento personal, dándoles razones y explicándoles la lógica de por qué mi teoría es verdadera. Quizás, ellos, allí, también esperarían todos los domingos a las siete de la tarde para juntar todos los sentimientos procrastinados de la semana y sentirse también angustiados y apenados. Miro el celular que dejé apoyado en la azucarera y, en él, miro el reflejo de mi cara. La observo y se me dificulta reconocerme. Me toco los ojos y la boca y todo lo que la compone me parece ajeno. Miro mi sombra entera, nuevamente, y asumo que está proyectada y reducida a una pantallita negra, pero que esa pantallita basta para reconocerme y pensar en que mi boca hace días que no pronuncia una palabra para otro oído que no sea el mío. Eso me asusta, pero, al mismo tiempo, pienso en que así estoy bien y no sé si eso es autosuficiencia, orgullo, herida del abandono o qué. Sé que esta corteza no me representa, aunque todos puedan pensar que sí. Pero también, veo que mi corteza no es dureza, al contrario, es producto de sentir demasiado, entonces puede tener sentido que se me vea representado en eso y que yo mismo, entonces, pueda asumirlo para que deje de sentirlo así. Soy fruto de mi maraña de pensamientos y de eso también se desprende la idea de que a veces no tengo razones del tipo empíricas para llorar o reír, porque todo lo que me ata, muchas veces, no es real. Con esto no quiero decir que me encanta complicarme con todo —o tal vez sí— sino que forma parte de una especie de instinto que la vida, las personas, yo mismo fueron haciendo esto… Nuevamente… poniendo a las personas y a la vida antes que a mí mismo. Proyecto todas mis miserias en el reflejo ajeno para poder sentirme un poco más a salvo ¿A salvo de qué? Me pregunto. Qué costumbre tan idiota. Vuelvo a mi cara, me miro, soy ajeno ¿Me convertí en lo que quería? ¿Qué es, en realidad, —si eso existe— lo que quiero? ¿Si no lo sé es porque soy lo que quiero? Capaz en el no cuestionamiento está la suficiencia de algo, porque está
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naturalizado, asimilado y aceptado. Si no fuera lo que quiero, estaría deseando ser otra cosa, porque en la ausencia está el deseo. Entonces, estaría pensando todo el tiempo: “No soy lo que quiero, quiero serlo, pero me es imposible”. En cambio acá dije “¿Soy lo que quiero?” Esto significa que después de quién sabe cuánto tiempo pude desautomatizar lo que soy y preguntármelo ¿Hay una inconformidad, entonces, ahora, en mí? ¿O todos vivimos con inconformidades y lo que siento es común? Lo primero que pienso es que si me quejo de algo, como en este momento, de lo duro que soy y que no quiero serlo, por ejemplo, entonces hay gran parte de mí que no es lo que quiere ser y no todo resulta tan absoluto. O capaz lo es, pero solamente lo es para mí y eso no basta para que termine de serlo en su totalidad, porque el otro no lo puede ver. A veces me encantaría que nadie supiese de mi existencia, pero, después, cuando pienso bien, me doy cuenta de que mi existencia es posible por múltiples factores que vienen de los otros. Desde ya, pienso, me conformo y empleo palabras que no me pertenecen ni me corresponden. Hablo las palabras de “alguienes” desconocidos que algún día se les ocurrió hablar así. El lenguaje es mi cárcel y no puedo salir de eso. Como así tampoco pude salir de la idea de que es domingo, siete de la tarde y que estoy agonizando entre las migas de una tostada terminada, una taza de café ya fría y con el invierno pegándome en la ventana.
LOURDES CUCCO
Argentina
Instagram: instagram.com/lulacucco/
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N
orma levanta la vista a cada minuto. Escribe con dificultad y le tiembla la mano. Se siente bloqueada para expresarse. Piensa, mientras escudriña detrás del vidrio. Notablemente contrariada e inquieta, bebe el café a grandes sorbos. Es pequeña, de
cabello entrecano, erguida en su silla, aparenta fortaleza en su actitud. Detrás del ventanal castigan las gotas heladas. Marcos la observa desde la vereda opuesta, amparándose detrás de un árbol y en la negrura de la noche. Encogido en toda su estatura delata el agobio. Cuánto ha permitido en nombre de la paciencia y el mandato social de no dejar a sola a su madre. Está decidido, no volverá a casa. Norma insistirá hasta el cansancio, pero las cosas han llegado a un punto en el que lo más saludable es respetar la distancia y los límites que se han establecido. Sería un despropósito aflojar ahora, significaría un retroceso. Ya está. Puede que Norma acuse alguna dolencia para captar la atención con mayor fuerza. Ella, él lo sabe, no permitirá que fluya el diálogo. Está escribiendo los puntos a tratar para que no se le escape ningún detalle. Argumentar sus razones, será difícil para Marcos. Pero es su tiempo y deberá defenderlo con mucha convicción. A su edad, considera que no debe dar más explicaciones y su madre deberá comprender. Con mucha pena comienza a alejarse del lugar. Su madre no entenderá la tardanza. Últimamente no entiende nada. Ella nunca puso obstáculos en la relación de Marcos y Alejandro, como para que él quisiera formar un hogar lejos de la casa materna.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI
Argentina
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I
sabel
acababa de acostarse, cuando vio por primera vez unas luces
diminutas que volaban por su habitación. Eran Hanna y Fanny dos hermosas hadas. Ya había pasado un año desde aquella noche y de nuevo se acercaba la
navidad. Isabel estaba impaciente, esperaba ansiosa que llegara el anochecer para poder celebrarlo con sus amigas las hadas. Les había preparado unos regalos. Una pequeña cajita de madera barnizada, con un pequeño corazón de cristal pegado en la tapa y una mariposa de tela de color rosa. Estaba segura de que les encantaría. Isabel esperaba nerviosa en su habitación sentada al borde de la cama con solo la luz de la lamparilla encendida. El tiempo avanzaba y ya se escuchaban los villancicos navideños que se filtraban a través de la ventana, envueltos en el silencio nocturno que comenzaba a ser invadido por los coros de la navidad. Sin darse cuenta Isabel se fue quedando dormida. De pronto dos lucecitas, emergieron de la penumbra de la habitación. Hana y Fanny cogieron los regalos, miraron a Isabel durante unos segundos y con lágrimas en los ojos se marcharon hacia la oscuridad de la noche para no regresar nunca más. No podían revelar su secreto, lo tenían prohibido. Si los adultos conociesen su existencia, desaparecería su mundo, que estaba gobernado por la inocencia. Y es que Isabel, aquel mismo día, había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Isabel pasó noches, días, años, esperando a sus amigas las hadas, preguntándose ¿Por qué no volvieron a visitarla? Y cada día al anochecer se quedaba un rato al borde de la cama con la esperanza de verlas aparecer. Una tarde al oscurecer mientras observaba a través del cristal de la ventana del salón, le pareció ver unas lucecitas que se acercaban. Pero no, no eran sus amigas las hadas, sino simples luciérnagas que revoloteaban por el jardín. Isabel se entristeció mucho y una extraña aflicción comenzó a invadir su mente. Entonces tomó la firme decisión de seguir esperando convencida de que Hana y Fanny volverían.
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Meses después… —Permanece en un estado continuo de melancólica nostalgia. No sé explicarlo mejor, hay algo en su rostro, como una especie de alejamiento —dijo el doctor, frunciendo el ceño. —Ha pasado tiempo desde qué… —evitó continuar, la mujer le observaba fijamente. Por unos instantes el doctor titubeó, pero solo percibió un vacío en sus ojos. Movió la cabeza negativamente y fijó la vista en su acompañante, esperando algún gesto o comentario. En ese momento la paciente, aparecía con la mirada perdida en algún punto lejano. Los dos hombres se miraron. Uno, cogió la pluma que colgaba de su bolsillo delantero y anotó: “Reclusión”. El otro hombre escribió: “Continúa en su mundo de fantasía…” —siguió escribiendo— “… la noche, las hadas, ausente, tratamiento: electroshock”. Volvieron a dar una ojeada a la paciente y se marcharon. Al cerrarse la puerta de la habitación, pequeñas luces aparecieron tras el cristal. Isabel, sonrió, abrió la ventana y se dejó fusionar por ese mundo mágico de fantasía que la embargaba con la compañía de sus amigas las hadas.
NURIA DE ESPINOSA
España
Blog: https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com Twitter: @misletrasnuria1
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E
l silencio se desgajaba con la voz del cura, un anciano de ojos vivarachos, quien leía un pasaje bíblico: Jesús comenzó a viajar a diversos lugares con sus discípulos, haciendo milagros.
Al ver el ataúd, la viuda, recordando lo ocurrido, se echó a llorar. El
hombre de mar había llegado de un largo viaje. Cuando estuvo en casa, sus hijos lo recibieron con un abrazo y una sonrisa. Ella lo miró como increpando su tardanza. Sospechaba algo. Comenzaba a creer en los comentarios de sus vecinas. La duda de su fidelidad la llenaba de celos y de rabia el corazón. Volviste, pensé que te habías olvidado de nosotros se limitó a decirle, sin apartar la mirada de su esposo. Se había jodido el motor en alta mar, por eso tardé dijo él. Comprendo replicó la mujer, dudando de su palabra. Ya viste los recibos, debemos desde hace meses. Además, ha venido un tal Díaz diciendo que le debes dinero. Tranquila, mujer, pagaré las deudas de los recibos respondió él. Al flaco Díaz, lo veré más tarde para arreglar las cuentas. Dame algo de comer. Tengo mucha hambre. Comió con gusto. Al fin podía saborear algo diferente y delicioso después de tanto tiempo de comer tallarines con atún en altamar. Minutos después, inexplicablemente comenzó a ver todo borroso, y luego se desvaneció. Cuando su mujer lo vio inmóvil en la silla, se echó a llorar desconsoladamente. Sus pequeños también rompieron en llanto cuando se enteraron del fatal suceso. Horas después llegaban los de la funeraria. Estos hicieron el acta de defunción y lo amortajaron. Lo velaron esa noche. Los vecinos desconcertados por la muerte inesperada de Jeremías, acudían a dar el pésame a la viuda quien estaba devastada. Ella seguiá allí, viendo el féretro. ¿Qué será de mí y de mis hijos? ¿Cómo haré para pagar las deudas que aún tenemos? ¡Ay, diosito, apiádate de mí y de estas
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criaturas! ¡Dame fuerzas para superar esta desgracia y darles de comer a mis pequeños! El sacerdote leía sosegadamente un capítulo de la Biblia, y afirmaba: Entonces, Jesús se acercó a la tumba y, exclamó: ¡Lázaro, levántate y anda! En ese instante, como si hubiera escuchado desde la ultratumba, el occiso abrió la tapa del ataúd y se levantó. La gente se quedó petrificada de miedo por unos segundos. Algunos reaccionaron de su letargo y salieron corriendo despavoridos del templo. Otros se persignaban y rezaban. Pero la mayoría se quedó inmóvil, sin mover ni un párpado, con los ojos bien abiertos, sin atinar a decir o hacer algo. El cura se desmayó, cuando vio al hombre caminando. Estás vivo musitó la esposa, antes de desplomarse como una pared de adobe. Cuando recobró el conocimiento, vio a su esposo a su lado. Ella lo miró asustada como si estuviera viendo a un fantasma. Estoy vivo, no te asustes mujer le dijo él sonriente. ¡Qué bueno! respondió. Pensé que te había matado con las pócimas para el amor eterno que me dio el brujo. No iba a poder vivir tranquila con ese cargo de conciencia.
JUAN MARTÍNEZ REYES
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7
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Resumen de la primera parte: Un misterioso homicidio ha venido a perturbar, intempestivamente, la sofisticada existencia de los veraneantes puntaesteños. El narrador del presente relato, novelista policial de cierta notoriedad, reputadamente experto en crímenes de difícil esclarecimiento, decide emprender una investigación por su cuenta, al margen de la pesquisa oficial. Los informes de un simpático y locuaz camarero del Country Club, el judío Simón, le ayudan bastante a localizar a varias personas presuntamente involucradas con la víctima, un tal Brunswick, de origen europeo. En trágica secuela del asesinato, un inesperado suicidio conmueve el ambiente. El comisario Noriega busca la ayuda de nuestro escritor-detective, pero este no se muestra decidido a cooperar…
-¿T
Capítulo 5 odavía no tiene novedades sobre el otro caso? — pregunté, cándidamente, al comisario. —Nada —la réplica cortó como un hachazo—. ¿Y usted? Cerré la boca. Con aquello se dio por terminada la
charla informal. Oficialmente, Noriega, que me sabía presente en la coronación de la Reina, procedió a interrogarme acerca de los movimientos del difunto en los instantes que precedieron a su deceso (pues la víctima se contaba asimismo entre los asistentes a la ceremonia); y al confesarle yo que temía haber cedido por algunos momentos a los reclamos insoslayables de Morfeo, me castigó con una mirada entre desilusionada y cáustica que me deprimió profundamente. —¡Gracias por su ayuda! —lanzó, mordaz. —No veo por qué se pone así —protesté—. ¡Le quedan cientos de testigos extra, ahí en los jardines! Llame a cualquiera entre el público. —¡Novedad...! —Sin duda estaba fastidiado—. ¡Solo que lo había elegido a usted, suponiéndolo más idóneo que los demás! Por la profesión que ejerce, vio... Tras separarnos, me puse a caminar a la ventura, irritado con todo y con todos, en especial conmigo mismo… Me había propuesto guardar reserva sobre mis subrepticias actividades de Sherlock Junior... ¡y tuve que confiárselas precisamente a Simón, el hablador compulsivo! Bien claro estaba que Noriega se había enterado por él de mis torpes andanzas... 134
Me volví al oír que me llamaban. Otra vez el ubicuo Simón. Comenzaba a alentar, a la sazón, cierto antisemitismo progresivo... —¡Espere, espere...! —jadeó él, poniéndose a la par de mis zancadas—. ¡Mire que camina ligero usted, cuando está enojado! —¿Enojado? —le respondí, con un gruñido, sin dejar de andar—. ¿Y se puede saber por qué tendría yo que estar enojado? —Porque se imagina que el comisario se burla de usted... ¡No, no! —me oprimió el brazo, con esa peculiar gentileza suya que desarmaba—. ¡No se vaya a disgustar conmigo! ¡Él está mucho más desorientado que usted…; no sabe lo que sabe usted! Caminamos por la avenida Roosevelt, luego por la Buenos Aires, en dirección del fresco de la rambla. Había abundante movimiento —la efervescencia de la Península en temporada jamás decrece, y menos de madrugada—, pero afortunadamente nadie nos prestó atención. Me decidí. Envuelto en el rumor de los vehículos que se sucedían, le hablé con franqueza, aunque evité encararlo: —Ni el comisario ni yo sabemos gran cosa. Hay solamente una persona que lo sabe todo de todos, Simón, y esa persona es usted… Usted siempre está donde pasan las cosas. ¡No pude dejar de notarlo! Resonaron nuestros pasos durante cierto tiempo, sin que se escuchasen nuestras voces… Luego, en un lugar menos congestionado: —Le voy a revelar algo —me dijo Simón—, pero solo a condición de que se quede estrictamente entre usted y yo, al menos en tanto yo viva. ¿Le parece bien? —Estoy de acuerdo. Diga, Simón…, diga. Habíamos interrumpido la marcha. La solemnidad del momento requería que nos sentásemos, y a tal efecto nos aprovechamos del murete de cierto jardín cuya vivienda, a oscuras, parecía estar vacía. —Usted no conoce mi nombre... completo, ¿verdad? ¡Pues me llamo Liesenthal de apellido! ¿Le suena? 135
Pensé unos instantes. Luego se encendió la metafórica bombilla: artículos periodísticos, programas de televisión, estadísticas de trágico horror, Nüremberg... —¡Liesenthal! ¡El cazador de nazis! Pero yo creía... —Ese era mi hermano mayor —manifestó él, con sencillez—. Lo mataron en el Paraguay; pero aún quedamos muchos para continuar su obra... Estuve en el Brasil, en el sesenta y seis; y en Paraguay, en el setenta y cuatro; pero ahora ya no queda mucho por hacer ahí que no pueda atender la Policía local. ”Mis investigaciones me trajeron a esta Punta..., porque supe de mis fuentes acostumbradas que aquí se escondía el único de esos demonios (fuera de Mengele, el “Ángel de la Muerte”) que se las había arreglado para escurrirle el bulto a la justicia… Algo así como un relámpago se disparó en las profundidades de mi esclerótico encéfalo. De repente creí verlo todo claro. —¡Brunswick! —exclamé—. ¡Brunswick..., “el austríaco”! Entonces, él era... Simón asintió con repetido vaivén de la cabeza, —¡Brunswick! Y pudo darse el lujo de conservar inclusive uno de sus apellidos, ya que nunca adquirió celebridad. Fue sumamente astuto: dejó que sus jefes se llevaran la gloria..., con lo que obtenía a un tiempo la buena voluntad de estos y una futura impunidad. Sin duda (y no sorprende en una mentalidad como la suya) ha de haber tenido todo fríamente planificado desde un principio, en previsión de un eventual vuelco a favor de los Aliados… ¡Y hasta estas tierras acabó por llegar, procurando eludir su castigo! Capítulo 6 ¿ Pero quién era, qué fue lo que...? Los ojos de Simón, aproximándose a los míos, eran como discos de fuego. —¡Brunswick fue el peor de todos! ¡El Mal encarnado! Él ideó las soluciones más eficientes para resolver “rápido y con limpieza” el “problema judío”... Fue él quien concibió a Dachau, a Treblinka, a Auschwitz..., las cámaras de gas colectivas, los
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experimentos genéticos... ”Eichmann, Himmler y Bormann llegaron incluso a convencerse a sí mismos de haber sido los gestores de la infamia..., pero en honor a la verdad ese... mérito le pertenece a Brunswick, el cuasi anónimo, el desconocido… ”¡Y lo más repugnante de todo es la frialdad absoluta con que perpetró sus atrocidades! Era obvio que para él no representaba sino un trabajo, cuyo buen desempeño había de granjearle pingües beneficios. Ni siquiera odiaba a nuestra raza. Por eso, me imagino, no tuvo reparos en convivir con nosotros cuando así le convino... Silencio. El hálito perfumado a pinares y a sal jugó en nuestras narices, y a los oídos nos llegaba, envuelto en el rumor perenne de las olas que lamían la arena, el apagado murmullo de los locales de expansión nocturna, el bramar sordo de los motores, bocinazos junto a carcajadas lejanas, voces sin nombre. —Entonces —murmuré—, se hizo... justicia. Los dedos de Simón, como alambres estremecidos de energía, se cerraron en torno a mi muñeca. Sentí seca la boca y no me atreví a persistir en mi indagación. —Así debió haber ocurrido, sin duda —susurró Simón—. Quedaría bonito como final de una de sus novelas, ¿verdad? Carraspeé, incómodo. —¿Y no fue el caso? Él sacudió la cabeza. —No lo hizo ninguno de los de mi organización: le doy mi palabra. Nosotros no buscamos sangre. Es distinto nuestro objetivo: que los culpables vayan a juicio, que el mundo se entere de quiénes fueron y de los crímenes que cometieron. Eso es justicia. —Ya veo. —Lo otro..., quizás les resulte hasta demasiado fácil. Vibró en su tono una nota ronca, un matiz de furia vengativa (a pesar de sus palabras) que no me corresponde condenar; solo he cumplido en registrarlo.
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Todo aquello me hacía sentir desorientado. Entonces volví a recordar la llave..., el probable jirón de evidencia concreta que aún reposaba en mi bolsillo. En repentino impulso, se la tendí a Simón. Si él no sabe explicarme el significado, me dije, pues entonces habrá llegado el momento de abandonarlo todo. —Encontré esto cerca del cuerpo de Brunswick, entre la arena. La tomo. Estuvo observándola por unos minutos bajo la luz de los focos de alumbrado público...; de golpe, ante mi sobresalto, bajó la cabeza y emitió varios sonidos cuya afinidad con la risa o el llanto no logré discernir de forma concluyente. —¡Oh, Dios! —masculló—. ¡Oh, Jehová! Solo aquí... ¡Solo en Punta del Este...! Me atreví a tomarlo por los hombros. Admito que me había alarmado. —¿Qué es, Simón? ¿Qué pasa, eh? —Esta llave... —su voz sonó sarcástica—. A ver, ¿cómo la catalogaría usted, con esa mentalidad suya de... novelista? —Bueno... Si se tratara de un elemento dramático, gravitante en el desarrollo de una de mis tramas, yo diría que esta llavecita correspondería a la caja sellada de algún banco, digamos, donde Brunswick ocultaba la evidencia de su pasado culpable. Más precisamente, determinada documentación escrita o gráfica, que probaría sin lugar a dudas su vinculación con la execrable... Me interrumpí. Él se había puesto a reír..., una risita ahogada y cloqueante, que parecía pugnar por estallar en carcajada. —¡Frío, frío! —murmuró, y me quedé mirándolo sin entender... Capítulo 7 (Final) ¡No, no, no! —Simón desgranó un risueño gorgoteo. —¿N-ooo? —Frío —dictaminó él— ¿Sabe qué es en realidad esta llave? ¡Un duplicado de la de una de las habitaciones del hotel “Inn Time”! ¡Totalmente funcional..., 138
como las demás! Demostré estar totalmente en ayunas. —¡Vamos! —restalló Simón—. ¿Así que de veras es usted tan verde como aparenta? ¿Y su madurez de autor? ¿No se fijó en el corazoncito diminuto que tiene grabado la llave? —No le presté atención. No pensé que... —¿Cómo piensa entonces que se reúnen las parejas que desean evitar un exceso de publicidad para su “affaire”? ¡“Inn Time”es el sitio apropiado! Las señoritas que ahí se hospedan mandan hacer duplicados de sus llaves, en el mismo hotel —todas con su primoroso corazoncito estampado—, a fin de que sus amigos puedan visitarlas sin problemas a la hora más conveniente. ¿Lo ve? —Sí. Sí, claro, pero... Me di una palmada en la frente. —¡Ya sé de qué pieza es la llave! —proferí—. ¡Ya sé quién para ahí! Simón asintió. —Verónica Vallejo..., la flamante Reina. Yo sabía un montón de chismes relativos a ella. Por ejemplo, que aunque posaba como novia más o menos “formal” del atontado Quiquito Vázquez, se veía mucho con Goyo Labat, el de la TV... Claro que este la quería más que nada para que le sirviese de… artículo de persuasión, digamos. Como dulce mediadora, ¿me comprende?, en procura del favor de los poderosos... ¡De esa forma creyó que podía ganarse al viejo Brunswick! —¡Todo un rico tipo! —Ella no estaba desconforme con el arreglo —Simón alzó los hombros, sacando el labio inferior—, siempre y cuando, desde luego, se la compensara como correspondía... ¡Vivimos una época muy... particular, hoy día! —Me imagino lo que habrá sentido Labat —observé—, cuando le fue a ofrecer la chica a Brunswick..., ¡y se enteró de que el viejo ya había andado recogiendo las rosas de ese jardín, por cuenta suya! Supongo —añadí— que los “auspicios” del viejo, le habrán ayudado bastante a la bella Verónica en el
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concurso... —Yo estaba al corriente de la situación —dijo Simón—, porque Labat, medio bebido, se me confió, antes de volverse a Montevideo con los sueños deshechos... ¡El que andaba ajeno a todo, en cambio, pobrecito, era precisamente Quique Vázquez..., hasta que la verdad llegó a sus oídos, quizás por boca de la misma Verónica! Ella habrá querido sacudirse un estorbo —medité—, ¡y solo consiguió que el desgraciado se pegara un tiro! —No solo eso: ¡primero Quique, enfermo de celos, mató a Brunswick! Luego no pudo con la carga de esa culpa, sumada a su horrible frustración sentimental, y... Callamos. Simón me había devuelto la llave, pero ya no sabía qué hacer con ella. —Posiblemente sea esta llave la única prueba palpable de todo el drama — murmuré. Y elevando la vista hacia Simón—: ¿Por qué no fue más franco con el comisario Noriega, Simón? ¡Si lo hubiese orientado un poco en lo relativo a la verdadera personalidad de Brunswick, o le hubiera comunicado algo de su vinculación con Labat y Verónica, al menos él no habría andado tan a ciegas! —No es santo de mi devoción, el tal Noriega —repuso él, con desusada sequedad—. ¡Jamás colaboró con nuestra causa! No la considera... relevante. —De cualquier manera —razoné—, es cuestión de tiempo solamente. Muy pronto la pericia balística va a indicar que el arma del crimen y la del suicidio son la misma… ¡No creo que Quique Vázquez haya usado dos! Obró bajo un impulso pasional, y en tales casos no se reflexiona mucho... Simón me dedicó una sonrisa. —Bien distinto a sus relatos, ¿eh? —Completamente. Mis tramas se nutren en el Lugar Común... ¡todo lo contrario de lo que sucede en Punta del Este! Bueno, tenga en cuenta que cuando escribí Marea Carmesí yo no conocía esto... —Me puse a reír entre dientes, hablando más conmigo mismo que con Simón—. Escapar a la venganza de todo un pueblo 140
enardecido..., evadir durante décadas la sed justiciera de la humanidad..., ¡para terminar bajo la bala de un jovenzuelo celoso! ¡Qué ironía! —Solo en Punta del Este ocurren así las cosas —sonrió Simón. —¡Solo en Punta del Este! —convine, enfurruñado—. ¡Parece que por acá son alérgicos al convencionalismo literario!
CARLOS M.FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
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DOS VIAJES JUAN IGNACIO POSSE En los reservados a hombre con bastón, mujer con panza o niño en brazos hay una rubia. Del lado de la ventanilla, una mujer con pelo blanco. En el espacio que comunica vagones, unos chicos en el piso, abrazados. Él agarra el pelo de ella y le sopla la nuca. Una morocha los esquiva y se sienta frente a la rubia. Se seca el sudor con las manos. La morocha tiene caderas amplias. Al lado, un hombre con bastón se seca el sudor con un pañuelo y se levanta. La morocha apoya en el asiento la mochila verde. Mira a través de los ojos negros a la rubia que se alisa el vestido y toca la piel de sus piernas. Vestido blanco, piernas bronceadas. Abre una cartera marrón. Las uñas pintadas de violeta. El tren abre las puertas, baja el hombre con bastón. Entra una mujer de saco azul. Se escucha la señal sonora. El tren cierra las puertas. La morocha mira al costado, cruza la pierna izquierda por encima de la derecha. Saca del bolsillo el celular, lo aprieta, se ilumina, vuelve apretarlo. La rubia enrolla en el índice izquierdo un mechón de pelo y con la otra mano revisa el celular mientras inclina la cabeza. La mujer de pelo blanco se para. La rubia se levanta. Se sienta del lado de la ventanilla. Las puertas se abren. Un parlante dice: “Usted está en estación Dumar”. Bajan la mujer de saco azul y la de pelo blanco. Se escucha la señal. La morocha mira atrás. Revisa el celular, lo aprieta. La rubia recuesta la cabeza. Un castaño tropieza con los abrazados, sin caerse, pasa por delante de la morocha que saca la mochila y la pone entre sus piernas. El castaño mira a la morocha, mueve la cabeza y se sienta al lado de la rubia que se sobresalta. Tiene camisa blanca y en la mano derecha una botella de plástico 143
con una etiqueta roja y líquido negro adentro. Dice: perdón. La rubia dice: está bien. El castaño muestra los dientes, blancos. La morocha tiene el pelo atado. Atrás de la oreja sale un mechón desordenado. Baja la vista, se mira. Al final de la pierna izquierda las cuerdas de un zapato acogotan el pie. El castaño dice: qué calor. La rubia dice: sí, terrible. El castaño mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca el celular. Lo aprieta, se ilumina y lo guarda. El tren abre las puertas. Se apagan las luces. Se escuchan uuhs. Un hombre entrecano con una aureola oscura en la axila dice: alguien se tiró. Una mujer arrugada de pelo rojo dice: algo pasa. El castaño dice: hace mucho que no pasan estas cosas. La rubia dice: es verdad. El castaño dice: ¿tenés muchas estaciones? La rubia dice: me bajo en Laredo. Él dice: yo viví en Laredo. Ella dice: ¿por dónde? Él: cerca de la estación. En Blandengues. Ella: ah, yo vivo más lejos, pero por ahí vive Lara, una amiga. Él dice: ¿Lara? Ella: sí, Lara Ponce ¿la conocés? Él: sí, es vecina. Ella: mirá vos, yo iba con ella al colegio. El castaño dice: ¿cuántos años tenés? La rubia: veintidós, ¿vos? Él: veintisiete. El castaño sonríe, dientes blancos. Habla, acerca la boca a la oreja de ella. Los labios rozan el lóbulo de la oreja. El castaño dice: me derrito. La rubia ríe, se levanta el pelo con las manos. El castaño dice: ¿puedo? Apoya la botella en la nuca de ella. Dice: ¿querés? La rubia dice: dale. El castaño abre la botella. Se prenden las luces. Un hombre de camisa roja se acomoda en la barra de apoyo isquiático para personas con movilidad reducida. Interrumpe la vista de la morocha. El tren avanza. Un flaco con sombrero, mancha blanca en la cara y guitarra toca una canción que hace a algunos mover la cabeza. Se escuchan aplausos. El cantante pasa con el sombrero en la mano. El castaño dice: ¿dónde? La rubia: sobre Falucho. Está muy bueno. El castaño aprieta el celular. Dice: chau, nos vemos. La rubia dice: sí, dale. Se besan. El castaño se levanta y camina hacia el primer vagón. El tren frena, se abren las puertas. Se baja el hombre de la camisa roja y el cantante. Entra corriendo una chica que respira fuerte. Se escucha la señal sonora. La que respira fuerte se sienta al lado de la rubia. La morocha se rasca debajo de la rodilla izquierda. Entre las manos
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suena el celular. Lo acerca a la oreja. Mira a la rubia. Dice: no sé. Dice: dónde. Dice: chau. La rubia sacude la cabeza. Cierra y abre los ojos. Aprieta con los dedos índice y pulgar izquierdos el inicio de la nariz. La morocha la mira. Revisa el celular. La rubia se acomoda la cartera, se levanta. La morocha se cuelga la mochila y se para. El tren abre las puertas. La rubia camina por el andén, baja las escaleras. La morocha sigue el mismo camino. La rubia cruza la calle, la morocha está atrás. La rubia camina lento, se toma la cabeza. La morocha se pone a la par. Dice: ¿estás bien? La rubia la mira. La morocha mira adelante. Una camioneta blanca. La puerta lateral está abierta. En el interior, acuclillado, el castaño. La morocha mira al castaño, habla de nuevo: ¿estás bien? Están por terminar de cruzar la calle. La rubia no contesta, estira un brazo, mira al castaño que sale de la camioneta, toca el hombro de la morocha y cae.
JUAN IGNACIO POSSE
Argentina
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EL TREN QUE SIEMPRE LLEGA ZANDRO ZÁS La madrugada se sentía liviana, la luz del sol aún era tenue y no terminaba de iluminar una ciudad que no había dormido y que, a pesar de esto, no se veía agotada. Desde la mesa del Bar las calles se veían renovadas, como esperando con entusiasmo todo el trajín que todavía no había estallado. A través del vidrio se sentía la energía dormida a punto de explotar, como un vértigo tangible, como el que precede a la bocanada de la voluta de humo, que vibra durante un tiempo hasta que al fin desaparece transformándose en el esfuerzo que impulsa y termina vomitando peatones, vehículos, puestos de venta, locales comerciales, ruido y cansancio. La ciudad aún vibraba, aún se movía liviana y lenta, aún esperaba para, luego en un par de horas, rugir con todas sus fuerzas. Bajar del altillo a esa hora luego de servirse un café, sentarse a tomarlo en una de las mesas mirando hacia la calle, y repasar mentalmente todo lo que sucedería durante el día, y prefigurar el retorno ya entrada la tarde, pidiendo un nuevo café, esta vez en la barra antes de subir nuevamente al altillo, era el comienzo de día habitual, era su esfuerzo de vómito personal, su vértigo previo al salto. Salto que lo llevaría a zambullirse en las aguas tumultuosas de la ciudad en la que había elegido vivir. Le era imposible no comparar el Bar en penumbras y en silencio, solo con la luz de la barra encendida, que era la única que prendía cuando bajaba, con el lugar al que llegaba en la tarde, lleno de clientes, con un bullicio permanente. Siempre lo primero en lo que pensaba al sentarse a la mesa junto al vidrio que daba a la calle, era en la impresión que generaría en alguien que pasara y lo viera sentado solo a la 146
mesa del Bar cerrado y a media luz. Luego daba el primer sorbo al café y repasaba su plan una vez más, como cada madrugada. Pasado ese ritual diario, se relajaba y disfrutaba de la mejor hora del día, del momento más íntimo, en el que podía batirse a duelo, cara a cara, consigo mismo. Se tomó el café lentamente, lo saboreó y disfrutó del aroma, seguía mirando a través de la ventana, pero ahora ya podía verse en las calles, caminando hacia la estación de trenes. Tocó apenas el estuche del bajo que yacía recostado a la silla que estaba a su izquierda, mientras miraba el pequeño amplificador a su lado. La manera en la que fluían las calles de la ciudad en las distintas horas era absolutamente equilibrada, y formar parte de esa corriente no dejaba de ser natural; ni siquiera al mediodía, cuando todo parecía más enceguecedor y los ruidos eran más agudos. Aún en ese momento del día parecía natural confundirse con la corriente de vehículos y peatones, fundirse en ese magma imparable que se arrastraba a través de calles y veredas. Mientras estaba solo, o mientras formaba parte de la gran ciudad que se movía indivisa, como una gran mole viscosa, todo era mucho más armónico. Podía seguir con su plan de forma casi natural… podía deslizarse. Ese plan que desde la adolescencia; o sea, desde siempre, supo que iba a llevar adelante. Aún cuando todo indicaba que costearse la vida tocando un bajo era, por lo menos, arriesgado; sino ilusorio. Cuando decidió partir hacia la ciudad, lo más lógico parecía ser trabajar de lo que pudiera, y en su tiempo libre tocar el bajo. O arriesgarse un poco más y empuñar una guitarra, seguro podía agarrar una guitarra y sacarle algún sonido decente, y seguramente llamaría un poco más la atención que con el bajo. Pero eso era hacer lo que hacía la mayoría. Y la mayoría se equivocaba, siempre. Así que con diecisiete años, casi dieciocho, y con el bajo a cuestas, se fue a la ciudad. Cuando llegó a la ciudad por primera vez, ya tenía todo decidido, tocaría el bajo todo el tiempo, en todo lugar y a toda hora. Lo absorbería todo, aprendería todos los días, vería en vivo a quienes consideraba los mejores, y seguro conocería a otros de los que aprendería todos los trucos, todos los estilos, estudiaría sus técnicas y no pararía de tocar. Ya en ese entonces el plan estaba trazado, solo había que pulir algún detalle. Y un detalle a pulir era encontrar un lugar donde vivir.
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Algunos hosteles muy baratos pagados con el poco dinero que trajo, luego las casas comunitarias de las que, más temprano que tarde, había que huir; varias noches de verano en algún parque, fueron los lugares previos al altillo del Bar. Una vez que estuvo instalado en el altillo todo se vio mucho más claro. El dueño del Bar se veía muy a gusto con el arreglo, él organizaba el toque de los viernes de noche, obviamente tocaba ese día allí, y oficiaba de sereno durante las únicas 4 horas que el Bar permanecía cerrado durante la madrugada, además de pagarle al dueño una suma casi ridícula por mes. El trabajo de sereno consistía en cerrar con llave la puerta que comunica el Bar con la escalera que lleva hacia el altillo, luego de que el dueño se iba, y dormir profundamente de manera de no enterarse si ocurría algo allá abajo. De mañana se levantaba, hacía café en el altillo, bajaba con la taza y lo tomaba en una de las mesas en penumbras. Cuando llegaba la persona encargada de realizar la limpieza le abría, y al rato, cuando llegaba el dueño, partía hacia la estación de trenes. Tocaba en la estación hasta las primeras horas de la tarde, luego dormía algunas horas y se juntaba con la banda para ensayar un par de horas. Horas de libertad absoluta, a pura música. Cuando sentían hambre, daban por terminado el ensayo, preparaban algo para comer, conversaban acerca de los temas que estaban armando, tendían estrategias para intentar difundir de la mejor manera el material que cada vez sonaba mejor. Y luego, volvía al Bar. El día en la estación de trenes siempre era distinto, a pesar de que siempre hacía lo mismo. Se ubicaba a un lado del puesto de revistas, utilizaba el tomacorrientes del puesto, y tocaba durante toda la mañana y parte de la tarde. El local de revistas se beneficiaba de la atención que atraía el bajista, y él tenía un lugar de referencia al cual lo asociaran. Los pasajeros asociaban su presencia con el local, y ya formaba parte del lugar, era ya esperable que junto al local de revistas estuviera el bajista tocando. Los trenes, más allá, en los andenes, llegaban y partían, descargaban y recibían pasajeros, la estación era como una pequeña ciudad, al comienzo se movía uniforme, anónima. Pero a los pocos meses de estar allí, ya empezaba a individualizar personas que se repetían, rostros ya vistos, algunos además de dejar algo de dinero dentro del estuche del bajo lo saludaban como a un viejo conocido. Y en ese momento se sentía afortunado de estar tocando, y de no tener que entablar
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ninguna conversación, simplemente daba las gracias y seguía con la línea de bajo en la que estaba. Así conoció a Laylah, mientras tocaba una improvisación libre de Jazz que corría de la mano de Blue Train de Coltraine ella se acercó, le dijo hola, y le dejó sobre el amplificador un vaso de café con una pequeña barra de chocolate apoyada sobre él. Sorprendido, le sonrió, le dijo muchas gracias guapa, y siguió tocando. Luego supo que trabajaba en el quiosco de golosinas todas las mañanas, mañanas que se extendían hasta las primeras horas de la tarde, excepto un día a la semana, que era el libre rotativo. También supo que escuchaba Rocanrol, que leía Poesía, que consideraba a Robe, a Leopoldo María Panero y a Jean-Michel Basquiat la santa trinidad que guiaba su vida, la razón que hacía que valiera la pena vivir. Pesimista contumaz pero llena de entusiasmo, y dueña de una sonrisa que era capaz de hacer parar los trenes en seco en plena hora pico, de detener el flujo de pasajeros en un instante, transformándolos en estatuas inmóviles y sin expresión. Supo, con el correr de los meses, todo lo que disfrutaba cada vez que se enfrascaba con ella en conversaciones hasta la madrugada, mirándola incansablemente, escuchándola decir que los políticos son todo lo que está mal en este triste mundo, y que el arte es la única posibilidad real de perder con dignidad, con entereza y entusiasmo, de la misma manera que al final terminaron perdiendo los vikingos, siendo ellos mismos y sin retroceder en ningún momento, llevando como estandarte la certeza de que la fidelidad a un estilo de vida, sostenida sin tregua hasta el final, era la garantía para el ingreso a un Valhalla eterno, tan extremo y sin concesiones como la vida que decidieron sostener mientras duró. Que la única manera de no corromperse era sostener la firme voluntad, y mantener la convicción de que no cesaría ni un solo segundo la resistencia ofrecida, en esta lucha eterna contra un mundo absolutamente corrupto y podrido, contra un mundo de políticos y de canallas que les eran serviles, y los vitoreaban, y aplaudían ideas que se repetían a lo largo de la historia, y que constituían un bochornoso y pendular fracaso eterno. Y que la única manera de sostenerse con dignidad y orgullo, en ese miserable escenario general, era con el arte protegiendo y atacando constantemente desde las trincheras. Supo también que el amor no era una cuestión de elección, que no te daba tiempo de acomodarte, ni de planificar nada, y que irrumpía como un tren sin frenos en una estación atestada y que, por alguna razón, mientras pasaba a toda velocidad sin el más mínimo atisbo de
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frenar, veías una ventanilla abierta y, sin saber muy bien porque, saltabas y te zambullías, y de repente estabas viajando hacia la próxima estación, sentado al lado de una chica absolutamente lúcida y demasiado hermosa como para querer compartir el viaje contigo, y sin embargo ahí estaba, no solo compartiéndolo, sino diciéndote que era el mejor viaje de su vida. Supo también del viaje al interior, a casa de sus padres por unas semanas. Supo, en ese entonces, de sus padres y de un hermano menor. Supo, que las semanas se transformaron en dos meses. Supo también de los exámenes médicos. Supo de la enfermedad. Y, sin volver a verla, supo, que la chica, demasiado lúcida, tal vez también demasiado hermosa, y por supuesto demasiado íntegra para vivir en este mundo de mierda, se murió sin despedirse. Como se muere la gente digna. Dejando desolado todo cuanto la rodeaba. Al año de su muerte tocó durante las horas de la tarde, Blue Train, incluso en un momento puso la música original que se podía escuchar muy suave mientras el tocaba el bajo. Esa tarde tocó el solo original de Paul Chambers de forma idéntica, sin cambiar una sola nota, y es que… no había nada que cambiar, así sonaba como debía sonar, abrumador. Caminar por la ciudad siempre ponía las cosas en su lugar, lo tranquilizaba, le devolvía la perspectiva necesaria. Había decidido parar de tocar cerca del mediodía e irse a caminar por un par de horas, hamacarse un poco en el vaivén de las calles. Al volver a la estación, y antes de dirigirse al local de revistas, para tocar un par de horas más, pasó por los baños. Mientras se lavaba las manos, pudo ver reflejada en el espejo, una leyenda que estaba justo detrás de él. Se secó las manos y se paró justo enfrente de la pared escrita: “Los impuestos son un robo y los políticos unos ladrones, si el estado desaparece ya no tendrán donde esconderse” Sonrió, se sintió bien. Salió del baño y se dirigió al puesto de revistas. Al llegar Milton lo recibió con un café. Tomá, está caliente. Gracias Milton. Mientras te fuiste a caminar, me di cuenta… sabés que justo hoy hacen
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tres años que murió… Sí, claro. No me había dado cuenta cuando llegué, recién lo supe al ver la fecha en uno de los diarios. Se extraña muchísimo… hay momentos que están realmente vacíos, su falta es evidente en todas partes. Está en todos lados, en tu necesidad de que esté, en mi rabia, en toda la razón que tenía… que tiene, cuando hablaba de la libertad. Cuando vivía de acuerdo a eso. Está presente siempre… de hecho recién la encontré en el baño. Como que la encontraste… no me jodas. Ya pasaron tres años, no deberías ver… Tranquilo… es lo que te digo, está siempre presente, leí en la pared algo sobre el gobierno y los políticos, algo que siempre decía… Tres años… es el tren que eternamente está partiendo… No, Milton. Es el tren que siempre llega. En el Bar a la noche, cuando retornaba, todo giraba más rápido de lo que lo hacía su cabeza en ese momento, por eso siempre se quedaba un rato sentado en la barra, tomaba un café, y esperaba a estar sincronizado con la energía del Bar, luego subía, y se ralentizaba nuevamente. La noche anterior había estado conversando con el dueño en la barra, antes de subir. Buenas, ¿cómo estás? Bien, ¿café o cerveza? Hoy, cerveza. Una antes de subir. ¿Cómo estuvo el ensayo? Muy bien, ya tenemos todo listo para grabar, están todos los temas súper trabajados. ¿Cuándo graban? Bueno, estamos tratando de conseguir con el estudio todos los días necesarios seguidos, sin que nos queden días libres en el medio… y que no nos cobren demasiado. Eso va a llevar un tiempo. 151
¿Sabés? El gobierno debería subvencionar proyectos así, debería hacerse cargo de parte de los gastos. El gobierno debería quedarse quietito y no hacer absolutamente nada, porque todo lo que hace genera daño. Debería esperar sin moverse, hasta que al fin se empiece a achicar de a poco. Hasta quedar bien chiquito. Si, ya sé. La libertad. Si viejo, deberíamos tener la libertad de grabar lo que queramos, y solo preocuparnos de tener el dinero para pagar el estudio. Y no pensar en que el tipo del estudio nos va a cobrar veinte por ciento más de lo que nos cobraría, si no fuera porque el estado le cobra eso de impuestos. Impuestos que van a destinar a tratar de solucionar algo que el estado por sí mismo no solo no pudo solucionar, sino que generó. Él mismo crea las necesidades, que después, con nuestro dinero intenta solucionar, y casi nunca lo logra. Tu amiga decía algo parecido, me parecía adorable cuando hablaba del arte como una solución a todos los problemas que tenemos. Como la única solución. Sí. Cuando hablaba de política… bueno, no era tan adorable. No se puede ser adorable todo el tiempo. ¿Sabés que mañana van a hacer cinco años que murió? Ya cinco años… me caía muy bien. Sobre todo cuando hablaba de arte. Si ya sé… de política no tanto. ¿Cuántos años tenés, viejo? Sesenta y ocho, pibe. Vos andás por los veinti… Veinticinco. Veinticinco… me pregunto qué vas a pensar acerca de perseguir la libertad todo el tiempo cuando tengas sesenta y ocho… ¿Qué pensabas vos cuando tenías veinticinco? En poder llegar a fin de mes. Ves, vos también perseguías un poco de libertad. Pero estaba preso en esa búsqueda. Pero la búsqueda te hacía más libre, más de lo que podías ser si no eras
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consciente de lo que buscabas. Bueno, por lo menos era libre tratando de llegar a fin de mes. Sí. Siempre se puede ser un poco más libre. Siempre es necesario serlo. Siempre es necesario ser un poco más libres… es lo que al final de cada conversación siempre decía Laylah… lástima que se fue. No se fue. Se murió. Cuando las personas se mueren y quedan sus ideas, ellas también se quedan. Están presentes cada vez que vivimos de acuerdo a ellas, cada vez que hablamos y cada vez que defendemos esas ideas, tratando de que alguien más las entienda. Salud pibe. Salud. Voy a subir. Avisame cuando te vayas así bajo a cerrar. Esa mañana, como de costumbre, cuando llegó la persona encargada de limpiar el Bar, le abrió. Y luego de que esta encendiera las luces y comenzara con las tareas de limpieza, prácticamente enseguida llegó el dueño. Se saludaron a la distancia, el dueño fue hacia atrás de la barra, encendió la radio, abrió y cerró la caja registradora, luego saludó al encargado de la limpieza, y se acercó a la mesa. Él ya estaba parado, con el bajo colgando de la espada y el ampli en una de sus manos. Se dieron un apretón de manos. Él caminó hacia la puerta, la abrió y se zambulló en la ciudad tibia, que lo abrazó y lo hamacó con su envolvente vaivén.
ZANDRO ZÁS
Uruguay
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