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día daban más que hacer, alternando nuestro piso de Madrid y la casa del Mar Menor que había sufrido una profunda transformación desde cuando la compró mi padre. Igual que toda la zona. De verano en verano veíamos crecer las urbanizaciones alrededor de nuestra casa y en todo lo que habían sido huertas y descampados hasta entonces. Mi padre recibió numerosas ofertas por el terreno anejo a la casa que, aunque tenía un poco de jardín y otro poco de huerta, con varios árboles frutales, no era ni lo uno ni lo otro. Y eso que, una vez jubilado, mi padre se empeñó en sacarle pimientos y tomates y otras hortalizas a un terreno que no sabía cultivar. Por eso desdeñó una a una las ofertas que distintos constructores, hasta que, cansado y quizás contagiado de la fiebre constructora que lo ahogaba, acabó cediendo y vendió la huerta a un constructor a cambio de que reformara toda la casa, levantando un piso más y un solarium e igualando el aspecto de casa nueva con las que ya la rodeaban. En el terreno de la huerta se construyeron cuatro bungalós de dos plantas vendidos a precio de oro —se anunciaban como «primera línea de playa», aunque la nuestra estuviera delante— y nos dejaron, donde en su día había montado mi padre un invernadero destartalado, un trocito de patio ideal para que jugaran las niñas. A los pocos meses de aquella reforma se iniciaron las obras para construir el actual paseo marítimo y el saneamiento de la playa, con lo que la casa de mi padre se revalorizó y se integró en el maremágnum turístico que nos envuelve. A escasos cien metros nos colocaron un ruidoso y tumultuoso chiringuito con permanente olor a fritanga. Cuando murieron mis padres, no dudé en quedarme con