Mujeres MexiCanas en la esCritura
Claudia L. Gutiérrez Piña Carmen Álvarez Lobato Coordinadoras
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Mujeres mexicanas en la escritura Primera edición, 2017 D.R. © Del texto: los autores D.R. © De la ilustración: Martha Graciela Piña Pedraza D.R. © De la edición: universidad de Guanajuato Campus Guanajuato División de Ciencias Sociales y Humanidades Departamento de Letras Hispánicas Lascuráin de Retana núm 5, zona centro, C.P. 36000, Guanajuato, Gto., México ediCiones y GráfiCos eón s. a. de C. v. Av. México-Coyoacán núm. 421, Col. Xoco, C.P. 03330, Del. Benito Juárez, Ciudad de México, México
Diseño e imagen de portada: Martha Graciela Piña Pedraza Corrección y formación: Flor E. Aguilera Navarrete
ISBN: 978-607-441-493-6 (uG) ISBN: 978-607-8559-14-5 (Eón)
Advertencia: ninguna parte del contenido de este ejemplar puede reproducirse, almacenarse o transmitirse de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste electrónico, fotoquímico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, ya sea para uso personal o de lucro, sin la previa autorización por escrito de los editores.
Impreso y hecho en México • Printed and made in Mexico
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Contenido
Prefacio
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PriMeras voCes CrítiCas Laura Méndez de Cuenca: cuentista en el umbral del siglo xx Tatiana Suárez Turriza
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Visión satírica en “Tablero de damas”, de Rosario Castellanos Carmen Álvarez Lobato
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“Nunca de los nuncas”: tiempo y modernidad en Elena Garro Margo Echenberg
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La potencia del no. El libro vacío, de Josefina Vicens Claudia L. Gutiérrez Piña
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transforMaCiones y ruPturas Asfixia y muerte: anegación de los espacios en Muerte por agua, de Julieta Campos Elsa López Arriaga
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El triángulo donde habita el horror: “Óscar”, de Amparo Dávila Jazmín G. Tapia Vázquez 131
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Guadalupe Dueñas a la luz de Eros y Tánatos Gabriela Trejo Valencia
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El artificio perverso de Inés Arredondo: “Apunte gótico” Inés Ferrero Cándenas
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Isabel Fraire: traducción y creación Martha Celis Mendoza Jesús Erbey Mendoza Negrete
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aProPiaCiones Melancolía y desencanto en la reescritura de dos relatos de Angelina Muñiz-Huberman Patricia Vega Villavicencio
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Memoria y construcción del yo autobiográfico en Las hojas muertas, de Bárbara Jacobs Julia Érika Negrete Sandoval
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La narrativa documental en La insólita historia de la Santa de Cabora, de Brianda Domecq Ruby Araiza Ocaño
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La f(r)icción de los cuerpos: el afuera de los textos de Cristina Rivera Garza Elba Sánchez Rolón
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Una larva en su crisálida: El huésped, de Guadalupe Nettel Jacqueline Guzmán Magaña
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PrefaCio Un texto femenino no puede ser más que subversivo: si se escribe, es trastornando, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. En incesante desplazamiento. Es necesario que la mujer se escriba porque es la invención de una escritura nueva, insurrecta lo que, cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia. Hélène Cixous
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scribir es un acto subversivo, es violentar la realidad y crear una imagen nueva del mundo. La escritura hecha por mujeres es una lanza contra las verdades absolutas y las imposiciones de la historia, es también una herramienta que construye una visión crítica alejada de las perspectivas dominantes. En este sentido, Mujeres mexicanas en la escritura es una lectura y una reflexión sobre la obra de catorce autoras mexicanas que han desarrollado una escritura constante y vigorosa. Todas las escritoras tratadas en este volumen gozan de un lugar privilegiado en la historia de la literatura mexicana y, si alguna vez no fue así, su escritura aguda y pertinaz supo abrirse paso entre los escrúpulos y el dogma, para ser leída, estudiada y celebrada. Los textos que integran este libro responden a diversas interrogantes críticas y su disposición se guía por los años de publicación de las obras estudiadas, con la idea de que el lector pueda seguir en su diacronía los movimientos, las continuidades, rupturas y transformaciones dibujados por las propuestas de escritura pertenecientes a mujeres de distintas generaciones que pueblan la vida de las letras mexicanas desde los albores del siglo xx [9]
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hasta la actualidad. Hablar de un sentido de representatividad de las escritoras mexicanas que signan este camino sería decir demasiado, ya que las omisiones son inevitables y siempre cuestionables. Bajo este entendido, si de representatividad se puede hablar, es de la que subyace en las rejillas posibles para filtrar las figuras que habitan este libro, en las que se teje la relación que el crítico decide establecer con el texto literario. Aunque el eje del libro es el de la obra que nace de la pluma de escritoras, con el signo del género, éste funciona en su acepción más ordinaria, como carácter común que permite delimitar un grupo dentro de un conjunto, en este caso una tradición literaria. No hemos pretendido que este denominador funcionara como sesgo, es decir, para propiciar su reflexión como nota en sí, sino como pauta para la posibilidad de un encuentro. Y así fue. El libro encontró su viabilidad en el reconocimiento del cruce de un diálogo entre académicos de distintos espacios que, desde perspectivas diversas, coinciden en su interés por el estudio de la obra de las escritoras mexicanas. De ahí que Mujeres mexicanas en la escritura se perfile como una suerte de mosaico de las posibilidades de relación que las autoras mexicanas han establecido con la palabra literaria, pero también es un mosaico de las posibilidades de su lectura, pautadas por las búsquedas que imponen los propios textos y el ambiente literario de cada época. De este modo conviven entre las páginas de este libro perspectivas múltiples, como múltiple y amplio es el espectro literario. Inaugura la primera sección del libro, “Primeras voces críticas”, el trabajo de Tatiana Suárez Turriza, quien retoma a la modernista Laura Méndez de Cuenca, figura esencial para la revisión de la historia de la literatura escrita por mujeres en México. Suárez Turriza identifica, a partir del análisis del libro de cuentos Simplezas (1910), las cualidades en la pluma de Méndez de Cuenca que permiten reconocerla como una “escritora de umbral”, por la incorporación de recursos formales y temáticos que marcan la transición de la vida de este género entre la tradición decimonónica y su transformación en el siglo xx. Carmen Álvarez Lobato, por su parte, ahonda en el perfil de una de las escritoras consagradas en la tradición literaria mexicana, Rosario Cas10
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Prefacio
tellanos, con el análisis de “Tablero de damas” (1952), una de las piezas teatrales de la escritora menos estudiadas. Álvarez Lobato muestra el despliegue del humor en el discurso dramático de Castellanos, sostenido en la deformación caricaturesca de figuras emblemáticas del ambiente literario femenino de su época. La pieza es filtrada por el análisis del funcionamiento de los recursos de la ironía que dirigen el ejercicio crítico de la sátira, condición que justifica el que haya sido objeto en su momento de una polémica, que la sumió después en un “discreto silenciamiento”. El trabajo de Margo Echenberg, dedicado a Elena Garro, propone la relectura de una de las constantes más apuntadas en la obra de esta escritora: el tiempo. Las representaciones que de éste se encuentran en la obra garriana (memorias múltiples, tiempos sincrónicos y circulares) son analizadas en este capítulo en una muestra de su producción narrativa y dramática, para revelarlas como cronotopos alternativos al discurso progresista de la modernidad. Así, la obra de Garro es instalada por Echenberg en el marco de la reflexión sobre la modernidad que signó a la intelectualidad mexicana en la primera mitad del siglo xx. Josefina Vicens se suma a este inventario con la novela que le posicionó en el escenario literario en 1958. El libro vacío es analizado por Claudia L. Gutiérrez Piña con el tratamiento de la función que la negación tiene en la novela. Esta lectura confirma el lugar que ocupa el texto de Vicens como un parteaguas en la implicación del gesto autorreflexivo en la narrativa mexicana, al que mucho deberán las generaciones de escritores posteriores. Por ello, la figura de Vicens funciona también como el eje de transición para la segunda sección del libro: “Transformaciones y rupturas”. El paso a la década de 1960 es, en la literatura mexicana del siglo xx, sumamente significativo. El ambiente político, social y cultural de la segunda mitad del siglo contribuyó a un crecimiento exponencial de la industria editorial. Después de la creación del Fondo de Cultura Económica (1934) surgieron en la década de 1960 Era y Joaquín Mortiz, dos de las casas editoriales más importante de esta época. A esto se suma la consolidación de instituciones culturales que promovieron la profesionalización del escritor: la creación del 11
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Centro Mexicano de Escritores (1951), la Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (1947) y la fundación de La Casa del Lago (1959), por mencionar algunas. Estos espacios definen, en gran medida, la dinámica de la esfera literaria mexicana de las siguientes décadas. Julieta Campos, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas e Inés Arredondo, las cuatro escritoras que tienen continuidad en este libro, son partícipes de esta transición. Compartieron los espacios culturales referidos1 y ocupan un importante lugar para reconocer la transformación que se gestó en los intereses de la literatura mexicana en esta época, la cual se revela tanto en el tratamiento de sus temas como en los principios de composición que dan aliento a sus obras. En esta última línea se encuentra Muerte por agua (1965), primera novela de Julieta Campos, en la cual Elsa López Arriaga reconoce una escritura que tensa la relación entre la unidad y el fragmento como sostén de una ambivalencia que se alimenta de los vacíos, el silencio y la dispersión. En esta dinámica, López Arriaga advierte los rasgos determinantes de la producción literaria total de Campos, que, en el caso de Muerte por agua, se concretan en la construcción de un “imaginario acuático”, donde las formas se diluyen en su variedad. Se suma a este recorrido Amparo Dávila, escritora que en los últimos años ha sido recuperada por la crítica y los lectores, vinculándola insistentemente con la tradición de lo fantástico y la literatura de horror. Jazmín G. Tapia Vázquez retoma precisamente esta vertiente para problematizarla, no para proponerla en términos de una influencia, sino para señalar la afinidad que estas tradiciones guardan con la búsqueda estética personal de la escritora zacatecana que se alienta en la búsqueda de lo inexplicable como sustrato de una realidad familiar y cotidiana. “Óscar”, cuento que forma parte de Árboles petrificados (1977), es el eje de análisis de esta propuesta.
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Todas ellas fueron becarias en el Centro Mexicano de Escritores: Dueñas y Arredondo en 1961; Dávila y Campos en 1966. Joaquín Mortiz y el Fondo de Cultura Económica fueron el sello editorial de sus obras, y, con excepción de Dueñas, todas recibieron el premio Xavier Villaurrutia (Campos en 1974, Dávila en 1977 y Arredondo en 1979).
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Prefacio
La figura de Guadalupe Dueñas es recuperada por Gabriela Trejo Valencia para mostrar el tratamiento erótico-tanático que confiere la escritora en dos de sus relatos: “Al roce de la sombra” (1958) y “Pasos en la escalera” (1976). En ellos, Trejo reconoce la implicación de una dialéctica entre el erotismo, como una reflexión tanática, y la muerte, como un instinto erótico. Inés Ferrero Cándenas, por su parte, abona al estudio de la obra de Inés Arredondo en el tratamiento de lo que denomina el “artificio perverso” como articulador de la propuesta estética de la escritora. Toma como objeto de análisis “Apunte gótico”, perteneciente a uno de sus títulos más emblemáticos: Río subterráneo (1979). Con el término “artificio perverso” Ferrero define la función productora de sentido en los textos de Arredondo, donde los ámbitos de lo imaginario, lo semiótico y lo simbólico se conjugan por virtud de los resquicios ocultos de la palabra. Martha Celis Mendoza y Jesús Erbey Mendoza Negrete suman a este mosaico la figura de Isabel Fraire, quien contribuyó a las letras mexicanas desde una doble dirección, en su labor como poeta y traductora. Los autores hacen hincapié en la necesidad de recuperar las contribuciones del poetatraductor en tanto “renovador” indirecto de las literaturas nacionales. La figura de Fraire permite reconocer este puente, en un movimiento doble que muestra las huellas que imprime en su propia obra la traducción que realizó para la antología Seis poetas de lengua inglesa (1976). Las décadas posteriores, apuntando al fin de siglo, enmarcan lo que ha sido denominado por algunos como un “boom femenino”, leído a contraluz de la masificación de la industria cultural y editorial que no fue exclusiva para la escritura hecha por mujeres. Por ello, consideramos mucho más pertinente pensar la proliferación de las publicaciones de las escritoras mexicanas en este periodo en términos del proceso de continuidad y consolidación de la presencia de las mujeres como sujetos sociales en la literatura, la cual se fraguó a lo largo del siglo xx, cuya representatividad se puede distinguir en las autoras de las que tratan las primeras dos secciones del libro. En este contexto se encuentran las escritoras que conforman la tercera y última sección del libro “Apropiaciones”. Angelina Muñiz-Huberman es 13
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retomada por Patricia Vega Villavicencio con una propuesta de lectura que filtra dos de sus textos, “Yocasta confiesa” y “La ofrenda más grata”, ambos pertenecientes a Huerto cerrado, huerto sellado (1985), desde una mirada que conjuga la reescritura del mito planteada por la autora mexicana en consonancia con la reflexión ensayística que vierte en El siglo del desencanto (2002). Julia Érika Negrete Sandoval repara en la singular práctica autobiográfica que Bárbara Jacobs imprime en Las hojas muertas (1987), novela que ha tenido un tratamiento en la crítica literaria desde la mixtura de registros biográficos. Negrete Sandoval, por su parte, propone leerlo desde el concepto de “autoficción”, como modalidad que permite un tratamiento más agudo en el que se implican los presupuestos de los géneros, al considerar la presencia simultánea y ambigua de dos pactos de lectura: uno autobiográfico y otro novelesco. La implicación de una estética que se dirime entre la historia y la ficción es el nudo que articula la propuesta de Brianda Domecq en su novela La insólita historia de la Santa de Cabora (1990), analizada por Ruby Araiza Ocaño desde su implicación en la tendencia de la “novela documental”, la cual se sostiene en un arduo trabajo de investigación que realiza la escritora para reescribir la historia de un personaje marginal en el discurso historiográfico mexicano. La transición al siglo xxi está representada en el libro con el texto que Elba Sánchez Rolón dedica a Cristina Rivera Garza, una de las autoras con mayor presencia en las esferas literarias y críticas contemporáneas. Sánchez Rolón reflexiona acerca del tratamiento de la corporalidad que transita en la obra de la escritora, como un espacio “doliente e incómodo” que despierta el cuestionamiento y promueve, por lo tanto, el ejercicio crítico del sujeto literario y, como derivado, del lector. Este recorrido involucra los textos Nadie me verá llorar (1999), Lo anterior (2004), La muerte me da (en pleno sexo) (2007) y Dolerse: textos desde un país herido (2011). Cierra este recorrido la aportación de Jacqueline Guzmán Magaña a propósito de Guadalupe Nettel, como representante de una de las generaciones jóvenes de las letras mexicanas en la actualidad. Guzmán Magaña retoma la primera novela de la escritora, El huésped (2006), donde advierte la 14
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articulación de motivos que se convertirán en definitorios de la estética de la autora, en este caso la implicación del doble y la preeminencia del sentido de la vista, los cuales se encaminan a la definición de un nuevo valor de belleza que se desplaza en la narrativa de Nettel hacia lo anómalo. En todas las contribuciones puede advertirse cómo los trazos, tanto de las escritoras como de sus críticos, dibujan líneas de distinta amplitud y en varias direcciones; sin embargo, entre todos configuran una perspectiva de conjunto que bien puede guiar los pasos del lector en el camino construido por las mujeres mexicanas a lo largo de un siglo en su andar de la mano con la escritura, en una relación que conjuga también las trasformaciones de la historia.
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laura Méndez de CuenCa: Cuentista en el uMbral del siGlo xx
Tatiana Suárez Turriza Universidad Pedagógica Nacional
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n los albores del siglo xx en México eran muy pocas las mujeres que sabían escribir y ejercían su derecho a publicar sus obras. Además, la crítica y la historia literarias durante mucho tiempo omitieron la presencia de ese reducido número de mujeres escritoras. Es hasta décadas recientes cuando se ha llevado a cabo un ejercicio de recuperación de nombres, obras y aportaciones. Una de esas figuras rescatadas y valoradas con justeza es la de la escritora mexiquense Laura Méndez de Cuenca. Laura Méndez de Cuenca (1853-1928) escribió poemas, la novela El espejo de Amarilis (1902) y el libro de cuentos Simplezas (1910). Durante largo tiempo, la crítica literaria mexicana poco se interesó en rescatar y estudiar esta voz literaria femenina, destacada y singular, cuya obra se sitúa en el vértice de cambio del siglo xix al xx.1 Su obra literaria es notable en calidad
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Su nombre no aparecía en las historias y diccionarios de literatura mexicana. Luis Leal, por ejemplo, ni siquiera la nombra en su famosa Breve historia del cuento mexicano (1956). Carlos
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estética, con claros matices feministas, y puede considerarse precursora de la que desarrollaron las escritoras mexicanas a lo largo del siglo xx. En la conocida edición preparada por Ana Rosa Domenella y Nora Pasternac, Las voces olvidadas. Antología crítica de narradoras mexicanas nacidas en el siglo xix (1991), las editoras hacen notar que entre esas “voces olvidadas”, la de Méndez de Cuenca destaca por sus cualidades estéticas y por la configuración de sus personajes femeninos discorde en algunos aspectos con los paradigmas decimonónicos.2 La autora mexiquense, como señala Pablo Mora, fue una escritora coyuntural, de “entre siglos”, que respondió con su obra a los cambios que exigía la modernidad pero siempre con el sustento de la tradición en la que inició su senda literaria.3 La modernidad de su obra cuentística la sitúa como precursora del rumbo de la narrativa del siglo xx. La estructura de sus cuentos expone una concepción moderna del género, como se mostrará en este trabajo. Además, sus personajes sacuden el “eterno femenino” de la tradición decimonónica hispanoamericana, de inspiración romántica y modernista. Otra audacia de su narrativa respecto del ámbito literario decimonónico es la perspectiva liberal, anticlerical, que subyace en sus fic-
González Peña sólo le dedica dos líneas para considerarla “ardiente estímulo” de la obra de su esposo y, de paso, decir que ella también escribió poemas: “fogosa musa inspiradora de Agustín F. Cuenca, su marido, y poetisa ella misma de amable estro” (Historia de la literatura mexicana, desde los orígenes hasta nuestros días, Porrúa, México, 1966 [1ª ed., 1928], p. 198). Por fortuna, desde hace algunos años se ha emprendido una cruzada de rescate y valoración de su obra poética y narrativa. Se puede mencionar, entre otros críticos, a Ana Rosa Domenella, Luz Elena Gutiérrez de Velasco, Mílada Bazant, Pablo Mora, Ángel José Fernández Arriola, Leticia Romero Chumacero y Leticia Mora Perdomo. 2 Cf. Ana Rosa Domenella y Nora Pasternac (eds.), Las voces olvidadas. Antología crítica de narradoras mexicanas nacidas en el siglo xix, El Colegio de México, México, 1991. 3 Cf. Pablo Mora, “Laura Méndez de Cuenca: escritura y destino entre siglos (xix–xx)”, en Laura Méndez de Cuenca, Impresiones de una mujer a solas. Una antología general, selec. y est. Pablo Mora, Fondo de Cultura Económica / Fundación para las Letras Mexicanas-Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006, pp. 15-69.
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ciones, que bien han hecho notar Ana Rosa Domenella y Luz Elena Gutiérrez de Velasco.4 También, en la especial elaboración del tema de la violencia, reveladora de la ruptura con los paradigmas estéticos e ideológicos de la literatura del siglo xix. Este trabajo propone el análisis de algunos cuentos de Simplezas que evidencie su calidad estética. Se pretende exponer algunos rasgos formales y de contenido de sus cuentos que definen a su autora como cuentista inaugural del siglo xx.
SimplezaS, el esPaCio de la transGresión Aunque se publicó en París en 1910, Simplezas es el primer libro de cuentos escritos por una autora mexicana que aparece en el escenario de las letras de nuestro país en el siglo xx. Laura Méndez de Cuenca puede considerarse cuentista inaugural de la narrativa del siglo xx en México, seguida, cinco años más tarde, por Pilar Fontanilles de Rueda, con su libro Cuentos blancos (1915) publicado en Mérida, Yucatán, y María Luisa Ross, quien publicó sus Cuentos sentimentales en la Ciudad de México en 1916.5 Simplezas se compone por diecisiete relatos cortos (sólo el primero de ellos llega a catorce páginas). Algunos están fechados; el más antiguo es de 1890 y el más reciente de 1909. La mayor parte de las historias se desarrolla en México, en la capital del país y en un pueblo ficticio, Las Palmas, ubicado en las costas del golfo; otras, en Estados Unidos de América y España.
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Ana Rosa Domenella y Luz Elena Gutiérrez de Velasco, “Laura Méndez de Cuenca, escritora mexicana de la otra vuelta de siglo”, Arrabal, 2002, núm. 4, p. 192. 5 Estas tres escritoras de entre siglos nunca volvieron a publicar obras de ese género y tienen en común, además, el formar parte de un grupo de mujeres que se distinguió por el inusual, para su época, acceso a una formación académica y cultural de calidad. Fueron mujeres con estudios especializados, que tuvieron papeles de relevancia en el ámbito político e intelectual.
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Antes de describir Las Palmas, el narrador aclara el carácter fictivo del topónimo: “No espero que tú, lector amigo, hayas oído mentar a Las Palmas, lugarejo risueño y florido de la costa de Oriente. Dicho nombre es pura invención, sugerida a mi mente”.6 Con esa aclaración se desestabiliza el pacto de “verosimilitud”, característico de la narrativa decimonónica, que se establece al inicio del cuento de apertura, “La venta del chivo prieto”: “Ninguno que lea el sucedido que voy a referir, podrá poner en duda su veracidad; para inventarlo sería menester haber sido engendrado pantera y nacido hombre por verdadero capricho de la suerte” (p. 3). La configuración de ese espacio imaginario, Las Palmas, adquiere a lo largo de los relatos que ahí se sitúan dimensiones míticas y simbólicas. Se perfila, a partir de las historias que ahí se entretejen, como un lugar de “encierro” para las mujeres protagonistas, un espacio colectivo donde se encuentran cercadas por la tradición patriarcal. Pero, de manera paradójica, en ese mismo territorio las protagonistas exploran sus posibilidades de libertad y de transgresión, redefinen su identidad y vislumbran sus fronteras. Como subraya Amaro Gutiérrez, los personajes mujeres de Simplezas “se encuentran inmersos en una paradoja entre lo que quieren realizar en el ámbito individual, y lo que esperan de su accionar en el espacio colectivo”.7 La caracterización mítica de Las Palmas se impone desde la apertura de la obra y se relaciona con la noción de enclaustramiento o aislamiento que determina la vida de las protagonistas. La descripción nos sugiere un espacio sumergido en la concepción de un tiempo mítico, cíclico. La alusión a los ríos y riberas que circundan el poblado, “ocupadísimos en precipitarse uno en otro, formando sendas y espumosas cataratas” (p. 5), favorece esa
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Laura Méndez de Cuenca, Simplezas, Sociedad de Ediciones Literarias y ArtísticasLibrería Paul Ollendorf, París, 1910, p. 4. Todas las citas de la obra serán de esta edición, por lo que en adelante sólo se consignará el número de página. 7 Víctor Hugo Amaro Gutiérrez, Hacia un nuevo imaginario. Personajes femeninos en la narrativa de Laura Méndez de Cuenca, tesis de maestría, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2011, p. 51.
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impresión temporal de eterno retorno que, a su vez, contribuye a la mitificación del espacio.8 En contraste con el flujo de las riberas o ríos que rodean geográficamente a Las Palmas, se nos describe la quietud, el estatismo del espacio urbano: “Estrechas calles de Las Palmas, tan calladas y quietas, que la hierba crecía entre las junturas de las baldosas, por falta de tránsito” (p. 197).9 Pero Las Palmas no es el único espacio en las historias de Simplezas. Algunas historias se ubican en la Ciudad de México. La narradora subraya los contrastes que prevalecen en ese espacio citadino, entre las zonas de “palacios” y “jardines” y los suburbios y vecindades. En esos espacios, ya de suyo marginales, donde “campean las enfermedades, la superstición y la muerte”,10 habitan la mayoría de las protagonistas de los relatos.11 En ellos asoma la noción, muy de tono modernista, con reminiscencias neoclásicas, de la ciudad como símbolo de progreso y degradación, frente a los espacios naturales que se describen, en varias ocasiones, de manera idílica. En “Un rayo de luna” y “Rosas muertas”, por ejemplo, se idealiza y mitifica el espacio natural, en oposición a la urbe. Se describen “espacios del
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Jean Chevalier y Alain Gheerbrant anotan, entre otras interpretaciones, que “río y ribera” se asocian con “la fertilidad, la muerte y la renovación”. Describen que “Descendiendo de las montañas, serpenteando a través de los valles, perdiéndose en los lagos y los mares, el río simboliza la existencia humana y su flujo, con la sucesión de los deseos, de los sentimientos, de las intenciones y la variedad de sus innumerables rodeos” (Diccionario de los símbolos, trad. Manuel Silvar y Arturo Rodríguez, Herder, Barcelona, 1986 [1ª ed. en francés, 1969], s.v. “río”). Así se enfatiza la relación de esta simbología con la noción de un tiempo cíclico, de rodeos infinitos, que sumerge a las protagonistas de Simplezas en la fatalidad. 9 Símbolo de fecundidad y de “todo lo revivificante” (ibid., s.v. “hierba”). La hierba, como los deseos de las protagonistas de Simplezas, crece de manera forzada, marginada. 10 Domenella y Gutiérrez de Velasco, “Laura Méndez de Cuenca, escritora mexicana...”, p. 193. 11 Esta predilección por lo marginal, por los claroscuros y contrastes que caracterizan los espacios citadinos recuerda la estética de la narrativa modernista. Los cuentos y crónicas de Gutiérrez Nájera y de Amado Nervo, situados en la Ciudad de México, denuncian, como los relatos de Méndez de Cuenca, la degradación del progreso urbano.
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ensueño y de la evasión”,12 y en esas descripciones se involucran elementos sobrenaturales, fantásticos o sagrados.13 “Rosas muertas” es un relato enunciado en primera persona que refiere la huida de un grupo de amigos de la ciudad hacia el campo para veranear en la cima de una montaña. Se trata, como lo identifican Domenella y Gutiérrez de Velasco, de otro espacio de “evasión”, donde es explícita la alabanza del ambiente natural, bucólico, y el menosprecio de la vida urbana; tópico de evocación neoclásica.14 La “ascensión” y aislamiento de los protagonistas hacia la montaña corresponden con su purificación espiritual. La lejanía de la “vida cortesana” y el contacto con la naturaleza los purifica y libera: Apenas se manifestó en músculos y sangre el vigor que suele producir el aire puro de las montañas, las dolencias que habían llevado a cada uno a buscar alivio en el descanso, desaparecieron. ¡Qué bienestar más grande! Tedio no lo hubo más, sino anhelo saludable de vida. Los odios que nos amargaban la existencia huyeron avergonzados; los rencores se fueron escabullendo, poco a poco, a manera de prisioneros que horadan un muro de la cárcel y escapan por la estrecha abertura. Uno tras otro, se fueron ante la naturaleza vivificadora y sincera. Sólo sabíamos ser buenos (p. 136).
En “Un rayo de luna”, como en los textos del romanticismo, la visión de la naturaleza se corresponde con “los estados del alma” de la narradora y protagonista. La contemplación de un paisaje invernal provoca la visión de una escena fantástica, de tono erótico, enmarcada en los parajes del Ajusco. En ese “cuadro fantasmagórico” acontece el encuentro amoroso: “Entonces, un rayo
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Ibid., p. 195. En su definición de mito, Mircea Eliade subraya la incidencia del elementos sobrenaturales o sagrados: “los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo ‘sobrenatural’) en el Mundo” (Mircea Eliade, Mito y realidad, trad. Luis Gil, Labor, Barcelona, 1991 [1ª ed. en francés, 1963], p. 7). 14 Domenella y Gutiérrez de Velasco, “Laura Méndez de Cuenca, escritora mexicana...”, p. 196. 13
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de luna, un indiscreto rayo de luna que se enderezó hacia el bosque, dejóme ver ¡lo que nunca viera!: un airoso busto, una mano morena y nerviosa recorriendo los trastes de la guitarra y unos ojos negros como la sombra de los árboles, que me miraron abrasándome, y que yo siento me miran todavía” (p. 51). El ideal amoroso en este y otros relatos de Simplezas se sitúa, como en los cuentos modernistas, en el terreno de lo onírico, de lo fantástico, de lo marginal o prohibido. En “Rayo de luna”, Méndez de Cuenca parece continuar con esa concepción del ideal amoroso, de reminiscencias modernistas y románticas, pero le otorga identidad masculina. En la estética modernista, el ideal amoroso, irrealizable, lo personificaban siempre mujeres muertas, fantasmales o marginadas de la sociedad materialista. En “Rayo de Luna” lo encarna un hombre que emerge de una visión “fantasmagórica”.
ni fatale ni fragile: eCos y desvaríos del “eterno feMenino” deCiMonóniCo La mayoría de los diecisiete cuentos que conforman Simplezas están protagonizados por personajes masculinos, sin embargo, de manera general, presentan carácter débil y están dominados por las mujeres, la sociedad o sus circunstancias. Las mujeres, en contraparte, son fuertes, dominantes y, en ocasiones, poseen rasgos de maldad. En “La venta del chivo prieto”, Laura Méndez logra una profunda configuración psicológica del personaje femenino. Severiana posee rasgos de femme fatale, mas su caracterización consigue escapar de los paradigmas estéticos de la literatura decimonónica. Severiana, como femme fatale, es codiciosa, ruin y paranoica, y arrastra a su pareja, Desiderio, a la degradación y al crimen,15 pero también posee un amor ilimitado por su hijo que la convierte
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La conversión de la imagen femenina de fines de siglo de femme fragile en femme fatale, percibida como consecuencia de una supuesta deshumanización promovida por la doctrina
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en una mujer frágil —femme fragile—, vulnerable: “Para Severiana, él [Máximo, su hijo] lo llenaba todo: ideal, amor, deber, religión, patria” (p. 17); se le describe como una madre amorosa y sobreprotectora: Niño, le había preservado del aire, de los rigores del sol, de las pedradas de los otros chicos, de la palmeta del maestro y de la corrección paternal; cuando mozo, le cubrió de amuletos, le llenó de reliquias, le colgó del cuello escapularios y medallas, y ni en los días de mayor afán dejó de encomendarse a todos los santos para que le conservaran al hijo ileso (p. 19).
Recordemos que la configuración de las mujeres en la literatura mexicana del siglo xix, independientemente del estilo que asumiera la obra —realismo, romanticismo, naturalismo, modernismo— respondía a la necesidad de los autores, en su gran mayoría hombres, de sustentar un ideal de mujer: Se puede considerar que en un elevado número de personajes femeninos de obras narrativas mexicanas entre 1816 y 1902, se presenta una constante en su caracterización por medio de las virtudes que hacen de la mujer decimonónica un modelo de la buena hija, la buena esposa, la buena madre, la buena soltera y la buena solterona, es decir, la mujer hermosa, sincera, generosa, humilde, callada, obediente, recatada, doméstica, pudorosa, fiel, religiosa, fuerte mas no briosa, bella pero no despampanante; en suma, el ejemplo de la mujer siempre vinculada con la vida familiar y dispuesta a cualquier sacrificio por defender su honor, su buen nombre y la felicidad de los suyos, que son los “otros” en sus relaciones de familia. Domina, así, en la representación de las mujeres en el siglo xix un patrón de “buena conducta”, un cierto tono moralizante que atañe primordialmente a la mujer
materialista, repercutió lógicamente en la concepción del eterno femenino. Los artistas de la época, modernistas, concibieron a la “nueva mujer”, la femme fatale, como encarnación de una sociedad fraguada por el materialismo.
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vista como el “ángel de la casa” o la “sufrida mujer mexicana”. Todos los matices que conforman esas personalidades rayan en lo pardo, en el claroscuro de la cocina y el traspatio, que son los lugares representativos de su confinamiento.16
Frente a estos personajes femeninos “plenos” de virtudes se oponían personajes femeninos con valores opuestos, negativos —la mujer fría y materialista, la femme fatale modernista— con la intención de resaltar las configuraciones de los primeros —la mujer benévola y abnegada, la femme fragile: En esa contraposición se perfila una visión masculina de mundo, que se inclina por la mujer como un cúmulo de virtudes para la vida familiar y la conservación de relaciones de poder, y que se pronuncia en contra del modelo de la “mala mujer”, ya que éste resulta peligroso para la confirmación y seguridad del sistema ideológico dominante.17
La protagonista de “La venta del chivo prieto” —como otras de los cuentos de Simplezas— no se ciñe del todo a esos arquetipos femeninos de la literatura decimonónica finisecular —la femme fatale y la femme fragile—, ya que su configuración es más compleja. También rompe con el paradigma
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Ana Rosa Domenella et al., “Laura Méndez de Cuenca: espíritu positivista y sensibilidad romántica”, en Domenella y Pasternac (eds.), Las voces olvidadas..., pp. 122-123. 17 Ibid., p. 123. Tal vez no todos los escritores de esa época crearan sus personajes femeninos con la idea de que el “sistema ideológico dominante” (el machismo, en términos populares) peligraría si las protagonistas femeninas asumieran otros roles distintos al del “ángel del hogar”. Posiblemente estos modelos se hayan perpetuados como una inercia cultural, como una práctica social acrítica (en donde “desde siempre” cada quien ha tenido sus roles) o como herencia del “eterno femenino” legado por el romanticismo europeo. La conciencia crítica en los escritores de que tal o cual modelo pone en riesgo las relaciones de poder dentro de un sistema ideológico dominante sería más creíble en regímenes totalitarios, en donde los libros debían pasar por una estricta censura antes de publicarse.
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decimonónico de “madre abnegada”, pues al final del relato Severiana se convierte, por consecuencia de su avaricia, en mater terribilis.18 El “ideal de amor” para Severiana es el amor filial, personificado por Máximo, su hijo. Ese ideal lo comparte Desiderio, quien “permanecía indiferente a todo, excepto al cariño de su hijo, único fruto de aquella monstruosa unión” (p. 15). Máximo representa en el relato la única posibilidad de reivindicación de esta pareja de seres degradados. Severiana por su codicia, su apego a lo material, y Desiderio, porque “se había hecho más bestia que las bestias que alimentaba”, “cediendo a los instintos sensuales” (p. 15). Otra transgresión a los cánones de representatividad literaria decimonónica subyace en los conceptos de matrimonio y familia en este cuento. Como advierte Amaro Gutiérrez, la pareja de Severiana y Desiderio rompe con los ideales de matrimonio y familia de la época pues “los papeles se trastocan: la mujer se masculiniza mientras que el hombre se vuelve femenino”.19 La configuración de Máximo, el hijo de ese matrimonio inusual, tampoco se adecua del todo a los lineamientos de la literatura decimonónica —la de corte naturalista, que responde a las ideas del determinismo social y darwinianas—,20 ya que sus virtudes contrastan con las de sus criminales progenitores: “tan cabal de alma como de cuerpo”, generoso y abnegado, educado, sencillo y franco, “un santo” (pp. 16-17). Además (como en “Rayo de luna”), la caracterización del “arquetipo masculino” adopta cualidades que definen al ideal femenino en la literatura modernista.21
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Cf. Amaro Gutiérrez, op. cit. Ibid., p. 71. 20 Cf. Ana Rosa Domenella, “Laura Méndez de Cuenca. Forjando a la nación”, en Méndez de Cuenca, Impresiones de una mujer a solas, pp. 331-346. 21 Recordemos que los escritores modernistas, contagiados por el decadentismo europeo, descubrieron en el eros una mezcla de placer, de angustia, melancolía y spleen. El eros en ese fin de siglo modernista tenía un fundamento espiritual. Su espiritualidad se concretaba en una filosofía idealista, que expresaba una concepción dual de la vida, como una batalla entre 19
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En el cuento “La venta del chivo prieto”, la batalla entre lo espiritual y lo terrenal que abrumaba a los personajes de la literatura modernista se expresa en el contraste entre el amor espiritual, sacrificado, que Severiana siente por su hijo y su acusada inclinación por lo material. Asimismo, como en los relatos modernistas, en “La venta del chivo prieto” el ideal de amor (en este caso filial), dotado de elevadas cualidades espirituales, es incompatible con el entorno materialista degradado. Así que es un ideal inalcanzable, imposible, que sólo puede tener como destino la muerte, o como espacio el sueño, los ámbitos de lo irreal. La muerte trágica de Máximo evoca el destino de los ideales amorosos en la estética modernista, con la importante variante de que es un hombre y no una mujer quien personifica ese ideal. Este cuento también destaca por poseer acentos de una violencia inusitada en la narrativa de la época.22 El trágico final se resume en una escena breve, intensa, con matices violentos y abyectos, que se alejan de las descripciones idealistas de la muerte en la literatura de ese tiempo: Desiderio contempló el bulto de la víctima, midió el golpe, y levantando y blandiendo el cuchillo, lo sepultó con hercúlea mano en el pecho del infeliz. Quedo, muy quedo, llamó a su mujer el asesino, y los dos procedieron a bajar el cadáver, chorreando sangre, para arrojarlo al hoyo del corral. En el mismo sitio donde poco antes había estado el chivo en barbacoa, echáronle sin preces y sin lágrimas. Iba Desiderio a empezar á trasegar la tierra, cuando a Severiana le vino al magín otra idea perversa: despojar el muerto (p. 42).
fuerzas espirituales y terrenales. Cuando Mallarmé suspira: Helas! la chair est triste et j’ai lu tous les livres, en sus palabras se adivina la miseria del hombre que pese a sus aspiraciones espirituales es aguijoneado por el deseo de la carne y el remordimiento. 22 Nellie Campobello, años más tarde, con sus relatos de Cartucho (1931) desarrollará de manera magistral esa narrativa de la violencia y de la abyección.
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El párrafo último del cuento recupera, sin embargo, el tono romántico —y modernista— en el tratamiento del tópico amor-muerte: “Severiana arrancó la sábana del rostro del muerto. La luna, bogando en todo su esplendor por el cielo enteramente despejado en aquel instante, descendió indiscreta y amorosa á besar los labios de Máximo que la muerte había sorprendido sonriendo en sueños” (p. 43). En oposición a la anterior descripción prosaica, abyecta, del crimen, esta escena final adquiere un matiz irónico. Y ese contraste de tonos puede interpretarse como una audacia más de la narrativa de Méndez Cuenca respecto de los cánones estéticos de la narrativa del xix. Otro de los relatos más representativos del resquebrajamiento del modelo del “ángel del hogar” es el titulado “Heroína de miedo”. La protagonista de esta historia es una mujer buena, sumisa y callada, que descubre a un ladrón oculto en su casa; situación que resuelve con calma, aunque no sin miedo, al llegar su marido y contarle del ladrón. Esta anécdota, sin embargo, pierde importancia ante la psicología de la mujer (de hecho, el narrador no nos dice si capturaron al delincuente o no). En contraparte, durante la breve narración nos enteramos del mundo interior de la recién casada y de las reflexiones que sobre su condición femenina se hace: María Antonia, acostumbrada a que la juzgasen humilde, y sabedora de que la mansedumbre y la irresponsabilidad eran el galardón a que debía aspirar la mujer, mostrábase sumisa en todo. Acataba con respeto las órdenes del marido, como con respeto había obedecido fielmente las de sus padres; pero en su interior, la joven esposa se rebelaba contra el papel de borrego que el sexo le imponía. Pensaba humillante que la mujer fuese inferior al hombre e irresponsable de sus acciones. A lo menos, ella veía, en su propio pensamiento, una irradiación sobrenatural, y sentía tener alas, en vez de brazos. Alas, sí; pero cortadas y entumidas. ¡Ay!, si se las dejaran crecer, ¡qué lejos y qué rápida volaría! (pp. 143-144).
El cuento concluye con un diálogo entre la mujer y la nana de su esposo, acerca del valor que requirió para vencer el miedo al ladrón pero que, 30
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de alguna manera, traslada a su pérdida de libertad como esposa y a su no realización plena como mujer: “¡Cuando yo te digo, Casimira, que siento alas en vez de brazos y me creo capaz de empresas muy grandes! ¡Pero, tú, no me conoces, no me conoces! ¡Ay!, ¡si yo me decidiera a hacer lo que soy capaz!...” (p. 154). En el caso de “¡Ese bribón, a Yucatán!” la mujer del triángulo amoroso, aunque no juega un papel protagónico, sí es muy interesante en su configuración. Se trata de una mujer joven, rica y bella que engaña a su esposo con el primo de éste. Es una mujer frívola a quien no le importa que encarcelen al cochero, único testigo de su infidelidad, por una causa injusta. Y al final de la historia ella termina feliz, perdonada por su marido, manteniendo relaciones con éste y con el primo: “Habíanse hecho explicaciones mutuamente; el resultado de ellas era la complaciente felicidad de la vida conyugal en terceto” (p. 93). Desenlace que rompe con los típicos finales moralistas de la época: la mujer mala muere, es castigada o se arrepiente de “todo corazón”. Algunas protagonistas de Simplezas, en cambio, tienen un destino trágico como castigo a su rebeldía —Severiana, por ejemplo— o no consiguen concretar sus anhelos de libertad y plenitud —como María Antonia o Margarita (del cuento “La tanda”), entre otras—. Pero en esos relatos el final adverso de las mujeres no se sustenta en una visión moralista, al contrario, acentúa la crítica y denuncia del “sistema ideológico dominante”. Quizá uno de los cuentos donde se advierte con más claridad dicha crítica es el titulado “La tía de don Antonio”. La configuración de la protagonista de ese cuento, Blanca, también presenta disonancias con el “ideal femenino” de la literatura del siglo xix. A causa de las determinaciones sociales, Blanca, huérfana, sin dote para contraer matrimonio, se ve obligada a entrar al convento, donde adquiere el nombre de sor María de la Cruz. Al describir el rostro de la protagonista, el narrador evoca el ideal de belleza del romanticismo, pero con un guiño de ironía: “Como remate de la grácil forma, un rostro peregrino, con esa palidez que provoca a los imberbes románticos, se doblaba, inclinándose con modestia” (p. 164. Las cursivas son mías). Ese tono irónico se acentúa cuando, de manera inmediata, el narrador 31
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refiere: “La mirada brillante de dos ojos calenturientos y escrutadores denunciaba el sentir vehemente de la monja por algo muy ajeno a las cosas del paraíso” (p. 164). Es decir, esta última descripción desestabiliza la noción de “pureza espiritual” que involucraba el ideal de belleza femenina del romanticismo. Aún más, el tópico modernista de “lucha entre el espíritu y la carne”, entre las aspiraciones espirituales y los deseos sensuales (lo ideal y material), que solía aguijonear a los protagonistas masculinos de la literatura modernista, se encuentra representado en este cuento, de manera transgresora, en la figura femenina. La protagonista sufre esa condición desgarrada; pero ese “desgarramiento” en su personalidad no se debe a convicciones o aspiraciones ideológicas (como solía ocurrir con los modernistas),23 sino a las injustas determinaciones sociales que reprimen a su género: El capellán y otro sacerdote acompañaron solemnemente á los visitantes hasta el umbral de ancha y pesada puerta que, en el fondo de un claustro, había. La misma que, diez y siete años atrás, no había visto Rodrigo cerrarse de golpe, á espaldas de Blanca, cuando, radiante de juventud, belleza y alegría, la habían cercenado del mundo la superstición, la miseria y la injusticia de una ley catalana (p. 166).
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Para comprender mejor esta idea, que sugiere la postura feminista y crítica de la autora respecto de la tradición literaria de su época, sería interesante analizar, de manera comparativa, la configuración de este personaje femenino de Méndez de Cuenca con la del protagonista masculino de un relato modernista. Me refiero en particular a El bachiller (1895) de Amado Nervo, la nouvelle que por medio del escándalo condujo a Nervo a la fama y que tematiza esta condición desgarrada, entre “carne y espíritu”, que sufre un religioso. Felipe, protagonista de El bachiller, es un ferviente seminarista que encarna plenamente ese agónico debate. La seducción carnal se concretiza en la imagen de Asunción, quien pone en peligro su vocación espiritual. La desesperación por no poder serenar sus instintos, el temor a sucumbir a los arrebatos de amor de la joven y su determinación para no apartarse de la senda espiritual que ha elegido impelen al protagonista a tomar la patética solución de “castrarse.” Queda claro que el protagonista de Nervo es un ser “desgarrado” por sus propias aspiraciones espirituales e ideológicas, incompatibles con su condición humana. De manera que la crítica social, sobre todo al ámbito clerical, es mucho más definitiva en el cuento de Méndez de Cuenca.
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La protagonista se presenta como una mujer escindida entre dos personalidades, la de Blanca (la real) y la de sor María de la Cruz (la impuesta). El único atisbo de libertad de esta mujer —como en “Heroína de Miedo”, por ejemplo— se concreta en demostrar y afirmar ante otros (por lo común del género opuesto) su personalidad reprimida. En la escena final del cuento, Blanca logra imponerse a sor María de la Cruz, aunque de manera ideal, pues consigue impactar en el recuerdo de su sobrino don Antonio: La mujer oprimió al muchacho, sacudiéndolo con rudeza; y con labios, que parecían dos brasas, le besó la frente, dejándosela empapada en llanto. Al separarse, la monja parecía una imagen de cera. El padre y el hijo salieron lentamente. Rodrigo, dando gracias y haciendo reverencias á los señores curas, mientras en sus adentros blasfemaba contra muchas cosas divinas. Don Antonio iba callado y pensativo. Para el pobre bachiller, sor María de la Cruz había muerto; pero Blanca vivía y palpitaba en su corazón, como un símbolo del dolor humano. Tragándose las lágrimas que quería ocultar de Rodrigo, murmuró entre dientes: ¡Pobre mujer! ¡pobre mujer! (pp. 167-168).
Las audacias de la narrativa de Laura Méndez, respecto de la tradición literaria del siglo xix, también se advierten en aspectos estructurales.24
24
Los autores que escribían cuentos en la primera mitad del siglo xix no contaban con una base teórica para comenzar su actividad literaria. Borja Rodríguez, al hablar sobre el relato breve y sus nombres en la tradición literaria española, señala que “el concepto de Narrativa apenas se asomaba a las teorías literarias de aquella época, pero la diferenciación de género entre novela y cuento no está ni insinuado” (“Sobre el relato breve y sus nombres: evolución de la nomenclatura española de la narración breve desde el Renacimiento hasta 1850”, Revista de filología románica, 2005, núm. 22, p. 158.) No existía “conciencia de género”, es decir, los autores no tenían pleno conocimiento de estar cultivando un género con características específicas. De ahí la variedad de formas o estructuras que presentan las narraciones breves, a veces más aproximadas a lo que ahora se conoce como novela corta. Si esta indeterminación de géneros prevalecía en la España de mediados del siglo xix, ciertamente en nuestro país la situación era más confusa.
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Los cuentos de la autora mexiquense denotan plena conciencia de las especificidades de ese género narrativo que se consolidó en nuestro país durante el siglo xx.
la estruCtura CuentístiCa, Continuidad y variaCiones La estructura de los cuentos de Simplezas es, en general, muy parecida a la recurrida por los escritores hispanoamericanos de principios del siglo xx.25 Es decir, presentan una línea argumental única (un suceso aislado, un ambiente único), con un solo personaje o un número limitado de personajes, claridad expositiva (herencia del realismo-naturalismo), así como un final definido y, en ocasiones, sorpresivo.26 El cuento “La tanda” corrobora estas características estructurales. Se trata de la historia de la cigarrera (Pilar) y su hija (Margarita), quienes viven en la miseria. Margarita quiere ser artista y tener un mejor porvenir, por lo que su madre la inscribe en el conservatorio. En espera de que Pilar reciba su tanda en la fábrica, Margarita sueña con un vestido blanco y unos libros de comedias que su madre ha prometido comprarle con parte de ese dinero. Cuando por fin llega el día de cobrar la tanda, Pilar tiene que destinar el dinero al sepulcro de su hija, quien ha muerto inesperadamente. En este cuento breve (de tres páginas) sólo intervienen dos personajes, madre e hija, y la historia que se nos narra está compuesta por un asunto: la tragedia familiar de una cigarrera. La narración es clara y directa, y va creando expectación en el lector: primero se nos describe la pobreza espan-
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De acuerdo con el breve repaso que realiza Lauro Zavala por la estética de los cuentistas mexicanos a lo largo del siglo xx, el cuento de estética clásica se mantuvo durante la primera mitad de esa centuria en nuestro país (Cf. Paseos por el cuento mexicano contemporáneo, Nueva Imagen, México, 2004). 26 David Lagmanovich, Estructura del cuento hispanoamericano, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1989, pp. 13-23.
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tosa en la que creció Pilar, como hija de una cigarrera; luego se nos cuenta la muerte del esposo de Pilar, a quien “lo agarró la leva” (p. 261); después se nos narra el nacimiento de Margarita, hija única, quien no creció en la fábrica como su madre y su abuela (hecho que ya nos muestra un distanciamiento de Margarita hacia ese oficio); luego se nos relata el sueño de la hija de ser artista y los temores de Pilar de que su hija se “echase a perder”(p. 264) con esa actividad, temores que le desvanecen los maestros del conservatorio; se nos habla del talento artístico de la niña, de sus sueños de salir de la miseria y de su esperanza de comprarse un vestido con la tanda de su madre. Es en este momento, en medio de los planes de hija y madre, cuando nos enteramos del cruel desenlace de estos sueños con la inesperada enfermedad y muerte de Margarita. El final, por tanto, responde a la estructura del cuento hispanoamericano de principios del siglo xx: está bien determinado, es decir, el narrador concluye el asunto que nos expuso, y, en este caso, es sorpresivo, pues no se nos habían dado indicios (excepto en el antepenúltimo párrafo, cuando la chica enferma) de que la historia fuera a terminar funestamente en cuanto a las aspiraciones de los personajes. A estas características estructurales podemos agregar otros aspectos que acentúan su valor estético-literario. Tal es el caso de la economía de palabras. Laura Méndez desarrolla la historia con gran concisión, basada en una descripción precisa, tanto de los caracteres como del entorno sórdido en el que viven los personajes (entorno que no se circunscribe sólo a la familia de Pilar: abarca también la explotación de la fábrica tabacalera “El Moro” y el ambiente de insurrecciones en el país). Un ejemplo de esta precisión descriptiva se da cuando el narrador nos habla del sacrificio que representa para las cigarreras el separarse de un real para reunir la tanda: “Se verificaba, poniendo cada una de las cuarenta mujeres un real diario en una alcancía. Arrancábanselo del miserable jornal, como quien se arranca una tira de pellejo” (p. 261). Con una imagen muy sugerente, Laura Méndez logra transmitir, a través de una frase, ese dolor que significa el hecho de desprenderse de lo que casi no se tiene para aspirar a un pequeño beneficio futuro. 35
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En este sentido, la autora establece una serie de contrastes entre la felicidad y la tristeza. Es notable la oposición entre la enajenación del trabajo (que incluye “tareas” en la casa para las mujeres que no terminan su carga laboral en la fábrica, o como una opción de obtener ingresos extra) y la alegría de esperar la llegada de la tanda, después de cuarenta semanas de ahorro. Por eso cuando se nos entera de la historia de Margarita, quien deposita en la tanda “su primera esperanza” (p. 265) de poder salir de la miseria familiar, el efecto del final trágico es mayor, por destinarse finalmente el dinero para el entierro de las ilusiones de Margarita y de ella misma. La última frase del cuento contrasta las comedias que ella quería leer con la tragedia de su fallecimiento prematuro: “Las vecinas cocieron a toda prisa el vestido blanco, y, en vez de comedias, compraron muchas flores con que cubrieron el sepulcro de Margarita” (p. 261). Se debe notar que la autora evitó describir la muerte de Margarita y el dolor sentido por la madre. La frase citada es la última del cuento y con ella se confirma el fallecimiento de la niña. De esta manera, el narrador transfiere al lector la aflicción, lo hace partícipe de la pequeña tragedia narrada y es el espectador quien debe imaginarse el profundo sufrimiento de la madre.27 En “La venta del chivo prieto”, que antes se ha analizado, todas las acciones se llevan a cabo en la venta y el asunto es único: la llegada de un extraño con una gran cantidad de dinero, lo cual despierta la codicia de Severiana. El final, ya se ha dicho, es macabro: los padres confunden al hijo con el fuereño y lo matan. Este relato es el más largo del libro (catorce páginas) y contrasta con los demás (de tres o cuatro páginas). En buena medida esto se debe a que el texto contiene más descripciones. Por ejemplo, en cuanto al espacio, al inicio se nos habla del lugar ficticio de Las Palmas, escenario de otros cuentos del libro, y se nos describe cierto espíritu patriótico (con un toque de xenofobia) de
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De forma similar termina “La venta del chivo prieto”, en donde hasta la última frase Severiana y Desiderio descubren que la víctima que acaban de asesinar es su propio hijo. Aquí la autora también se ahorra la descripción de la terrible reacción de los padres, de quienes nosotros conocemos el gran amor que tenían por su hijo.
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los habitantes de ese lugar. Espíritu patriótico que también está presente en otros relatos de Simplezas,28 y que en este caso aflora en la idiosincrasia de los palmeños a través de su constante temor a ser saqueados por los extranjeros: De sus profundos conocimientos de la historia de las conquistas del mundo, venía el tesón con que los palmeños acostumbran poner la cruz a todo lo que oliese a extrangis, y ni respondían al impertinente catecismo de los transeúntes, ni menos los invitaban a pernoctar en el lugar [...] Y como los viajeros fueren mal mirados cuando cruzaban por las calles fisgando todo, cual si quisieran llevarse de ello el retrato en los ojos, las riquezas del suelo eran vigiladas noche y día... (p. 6).
En algunos relatos de Simplezas, sin embargo, la autora demuestra maestría en la concisión y precisión descriptiva, que es idónea en este género. Otro buen ejemplo de la estructura clásica del cuento de esa época es “¡Ese bribón, a Yucatán!”. En este texto se nos narra la historia desafortunada de un hombre (José María) que es acusado y condenado por un asesinato que no realizó. Unos meses antes su patrona había sido descubierta por su esposo en relaciones de infidelidad. El marido cree que José María, cochero del matrimonio, es cómplice de su esposa, por lo que le niega su ayuda en el juzgado. Al final José María es encarcelado en San Juan de Ulúa, a pesar de ser inocente de ambas acusaciones. En este cuento observamos de nuevo la construcción de una historia alrededor de un solo asunto: el injusto proceso penal de José María. El final del relato es, asimismo, concreto: el protagonista es condenado, y el narrador no deja dudas con respecto a su futuro: “El testigo de la deshonra de la casa se pudriría mientras en San Juan de Ulúa. Y se pudrió realmente” (p. 93).
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Por ejemplo, en “Un espanto de verdad” es evidente la denuncia del despojo de los mexicanos de la región de California: “tampoco sospechábamos que se acercara el día en que habíamos de ser extranjeros en nuestra propia tierra. ¡Quién nos había de decir que nos veríamos más tarde despojados de todo lo que entonces, por cuidarlo, nos tenía constantemente en vela, sobre las armas, y con el credo en los labios!” (pp. 238-239).
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Los personajes principales son tres y la historia se desarrolla básicamente en dos espacios: el tren que lo conduce a la cárcel y la carroza que él conduce con sus patrones y el amante sorprendido in flagranti. La combinación de ambos espacios y tiempos es interesante: se entrecruza el presente, cuando es transportado en tren hacia el presidio de Ulúa, y el pasado, cuando lleva en la berlina a su patrón y a la pareja de amantes, en medio de “dimes y diretes”, y más atrás, cuando en el mismo carro solía conducir a su patrona a una iglesia donde ella entraba para salir por la parte trasera y encontrarse con su amante, sin que el cochero sospechara nada. Este paralelismo entre un viaje que él conduce y el otro en el que él es conducido se contrasta por la oscuridad del tren que lo lleva a la cárcel y la luminosidad de la tarde cuando pasea al trío de señores. La economía de palabras (menos de cuatro páginas) es la adecuada para transmitirnos el conflicto psicológico del protagonista por tratar de encontrar la razón de que su patrón le haya negado su ayuda y por tratar de explicarse cómo es que le han comprobado un asesinato que no cometió. Prácticamente no hay descripciones ociosas que no contribuyan a la configuración del estado crítico en que se encuentra el personaje. El interior del vagón, por ejemplo, contribuye al tormento psicológico de José María, y es en buena medida un anticipo del encierro que le espera en la prisión: Rodaba el tren crujiendo y rechinando. La monotonía del crujir y el rechinar amodorraba a los presos, quienes sólo contaban con poca luz y poco aire que reanimara sus fuerzas; pues los angostos ventanillos del vagón donde, con el piquete de la escolta, iban hacinados, se cerraban con persianas, excepto en la parte superior. Tales aberturas no bastaban a la renovación del aire [...] José María, apurando a tragos su dolor, nada más pensaba. ¿En qué? Hizo examen de conciencia... (p. 87).
La descripción es exacta y no se “solaza” en descripciones exteriores a la conciencia del protagonista ni en artificios poéticos acerca del paisaje, mucho menos demora las acciones, como fue común en muchos escritores del siglo xix. Evita, asimismo, uno de los “males” de la época: la digresión, 38
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práctica usual incluso entre los cuentistas (léase José López Portillo y Rojas, por poner un caso).29 Con la descripción de estos tres relatos podemos darnos una idea del conocimiento que Laura Méndez tenía de la estructura cuentística.30 Al mismo tiempo, hemos comprobado la calidad de la autora como narradora de historias y, en particular, hemos visto su maestría en el uso de la descripción (quizá ésta sea su mayor cualidad como escritora). Después de este repaso por el libro Simplezas de Laura Méndez de Cuenca hemos constatado al menos el valor estético e ideológico de sus cuentos y, de paso, hemos advertido su postura reivindicadora de la condición de la mujer. También hemos adivinado, o deducido, la razón de su olvido de las historias de la literatura mexicana: por ser mujer en un mundo dominado por los hombres (un mundo social y un mundo literario) y, quizá un poco, por transgredir un modelo de configuración femenina avalado por el poder, por las modas literarias, por la cultura, por lo que sea. Tal vez existan otras explicaciones acerca de la marginación de la obra literaria de Laura Méndez. De cualquier manera, no nos queda por ahora sino reivindicarla: leer sus cuentos, estudiarla, incorporarla a nuestras historias y colocarla junto a los otros escritores y otras escritoras que inauguraron la narrativa del siglo pasado.
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Por otra parte, en este relato cruel se advierte la denuncia del sistema de justicia que privilegia a los ricos: “El amo no había querido hablar con el señor juez, de quien era amigo íntimo, en favor de su leal cochero...” (p. 91); una crítica del menosprecio de los ricos hacia las clases bajas: “El cochero, en el pescante, oyendo todo y dándose cuenta de todo, no les importaba [al matrimonio y al amante], por el momento, más que el tronco de frisones del tiro. A un criado se le arroja de casa cuando no se le necesita, y san se acabó” (p. 90). Y del juego de apariencias sociales y religiosas: la iglesia es el lugar de encuentros de los “adúlteros”, quienes mantienen una doble moral dentro de la sociedad. 30 En general, todos los cuentos que componen Simplezas poseen la estructura cuentística citada. La única excepción es el texto “Un rayo de luna”, que se acerca más una prosa poética, sin una historia definida.
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visión satíriCa en “tablero de daMas”, de rosario Castellanos
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L
as piezas teatrales de Rosario Castellanos no son la parte más nutrida de su producción; y, a excepción de El eterno femenino (publicada de manera póstuma en 1975), sin duda la obra teatral más conocida y comentada de la autora, son en general poco estudiadas por la crítica especializada. Afirma Eduardo Mejía, en el prólogo de las Obras de Castellanos, que el teatro fue el lugar donde “más a gusto se sintió para escribir con humor y ligereza”.1 En efecto, en El eterno femenino la autora despliega diversos recursos humorísticos, no tan ligeros, ya que, como afirmaba en su ensayística a propósito de la función del humor: “Hay que reír [...] la risa, ya lo sabemos, es el primer testimonio de la libertad”,2 y completaba sobre la ironía: “es a
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Eduardo Mejía, “Prólogo”, en Rosario Castellanos, Obras II. Poesía, teatro y ensayo, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, p. 9. 2 Rosario Castellanos, “Si ‘poesía no eres tú’ entonces ¿qué?”, en Mujer que sabe latín, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, México, 1984 (Lecturas mexicanas, 32), p. 207.
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veces bueno entrar en la casa de la ironía y mirar nuestra imagen reflejada en espejos deformantes”.3 Tanto en El eterno femenino como en “Tablero de damas”, las dos obras dramáticas donde Castellanos utiliza el humor,4 la autora va más allá de la risa ligera producto de situaciones domésticas y ofrece una deformación caricaturesca que da cuenta de la condición enajenada moderna, tanto masculina como femenina. “Tablero de damas” es la primera pieza teatral de Castellanos, aparecida en junio de 1952, en la Revista América.5 La recepción de la obra fue polémica, motivo por el cual pasó cuatro décadas en el olvido hasta que fue recuperada por Eduardo Mejía para la edición de las obras completas preparada por el Fondo de Cultura Económica en 1998. Se trata de una obra sencilla, de tres actos, los cuales se desarrollan en un mismo sitio cerrado: una suite de lujo en Acapulco con vista al mar adonde llegan cuatro poetas y una narradora convocadas por Victoria Benavides, escritora también, secretaria y albacea de la sublime poeta Matilde Casanova. El título de “Tablero de damas” alude, sin duda, a los movimientos precisos de las fichas en el tablero para coronarse en damas. El tema de la hostilidad de la vida y de las relaciones interpersonales vistas como un juego lo reescribiría después Castellanos en su poema “Ajedrez”.6
3
Cit. por Nahum Megged, Rosario Castellanos. Un largo camino a la ironía, El Colegio de México, México, 1994 (Jornadas, 102), p. 246. Llama la atención, sin embargo, la relación que establece la autora entre la ironía y la deformidad, ya que acerca la visión irónica a la estética de lo grotesco caracterizada precisamente por su anormalidad; parece que lo que Castellanos quiere destacar es una visión ambigua, propia tanto de la ironía como de lo grotesco. 4 En los dramas en verso Salomé y Judith está ausente el humor; el primero tiene como trasfondo el Porfiriato y el segundo la Revolución mexicana. 5 Cf. Laura Guerrero Guadarrama, La ironía en la obra temprana de Rosario Castellanos, Universidad Iberoamericana / Eón, México, 2005, p. 62. 6 Porque éramos amigos, y, a ratos, nos amábamos; quizá para añadir otro interés a los muchos que ya nos obligaban decidimos jugar juegos de inteligencia.
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El simbolismo del damero en esta pieza dramática alude al juego feroz del ambiente poético femenino plagado de egocentrismos donde las poetas, una a una, buscan denostarse entre sí y derrocar a la dama coronada, la poeta laureada, quien queriéndolo y no, las anula tanto personal como poéticamente. Se trata de siete personajes principales: la poeta laureada Matilde Casanova; su secretaria Victoria Benavides; dos poetas maduras: Esperanza Guzmán y Teresa de Vázquez Gómez; la poeta frívola Eunice Álamos; la joven poeta Aurora Ríos y la autora de novelas policiacas Patricia Mendoza, más otros personajes incidentales. Algunos críticos de Rosario Castellanos han apuntado la presencia de la ironía en la obra de la autora. Por ejemplo, el interesante trabajo de Laura Guerrero Guadarrama, quien observa diversos elementos irónicos precisamente en “Tablero de damas”. La ironía presenta un discurso oblicuo y distanciado, marcado sobre todo por contrastes entre acciones y diálogos. En “Tablero de damas”, sin embargo, las acciones y los diálogos que presenta la autora no son indirectos, sino sumamente francos, con contrastes que se aproximan más a una intención satírica. La crítica que realiza Castellanos hacia el mundo literario femenino no es oblicua, sino directa; si el ironista “debe a la vez censurar sus entusiasmos y acallar sus agravios”,7 el satirista
Pusimos un tablero enfrente de nosotros: equitativo en piezas, en valores, en posibilidad de movimientos. Aprendimos las reglas, les juramos respeto y empezó la partida. Henos aquí, hace un siglo, sentados, meditando encarnizadamente cómo dar el zarpazo último que aniquile de modo inapelable, y para siempre, al otro. (Rosario Castellanos, “Ajedrez”, en Obras II. Poesía, teatro y ensayo, p. 182). 7 Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994, p. 420.
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está más cerca de la invectiva e incluso del insulto franco. El escritor irónico contempla de lejos los hechos del mundo o su propia vida; el satírico está mucho más adentro de las situaciones, por eso las condena de manera tajante:8 La sátira es la forma literaria que tiene como finalidad corregir, ridiculizándolos, algunos vicios e ineptitudes del comportamiento humano. Las ineptitudes a las que de este modo se apunta están generalmente consideradas como extratextuales en el sentido en que son, casi siempre, morales y sociales y no literarias [...] el género puramente satírico en sí está investido de una intención de corregir, que debe centrarse sobre una evaluación negativa para que asegure la eficacia de su ataque.9
“Tablero de damas”, si bien tiene componentes irónicos, realiza una censura satírica de las costumbres del mundo literario femenino de mediados del siglo xx; su planteamiento del “deber ser” es claro. La sátira es una escritura de compromiso y tiene un fin eminentemente ético, en tanto condena un vicio y resalta, por lo tanto, una virtud, como bien afirma Hutcheon: Es un ethos más bien despreciativo, desdeñoso, que se manifiesta en la presunta cólera del autor, comunicada al lector a fuerza de invectivas. No obstante,
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Ballart ubica algunas diferencias entre el discurso irónico y el satírico: “La principal diferencia que aleja las creaciones del autor satírico de las del ironista es que aquéllas están construidas sobre la falsilla de un programa moral inequívoco, de una obvia intención reformadora” (ibid., p. 418). Mientras que para Hutcheon ambos discursos permanecen unidos para una mayor eficacia irónica: “Cuando se trate de examinar el enlace del círculo de la sátira con el de la ironía, veremos que estos dos ethos se unen con mayor eficacia precisamente en la extremidad de la gama irónica donde se produce la risa amarga del desprecio”; y también: “Ahí donde la ironía coincide con la sátira, el extremo de la gama irónica (donde se produce la risa desdeñosa) se enlaza con el ethos despreciativo de la sátira (que conserva siempre su finalidad correctiva)” (Linda Hutcheon, “Ironía, sátira, parodia”, en De la ironía a lo grotesco (en algunos textos literarios hispanoamericanos), trad. Pilar Hernández Cobos, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1992, pp. 181 y 184). 9 Ibid., p. 178.
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la sátira se distingue de la invectiva pura por el hecho de que la intención de la primera es corregir los vicios que se supone han suscitado este arrebato. Esta noción de irrisión ridiculizante con fines reformadores, es indispensable para la definición del género satírico.10
Nahum Megged afirma que existen dos etapas bien marcadas en la obra de Castellanos: la primera donde expone la soledad, la búsqueda de unión, de contacto, diálogo y sus trágicas consecuencias, y la segunda etapa donde escribe sobre las consecuencias hechas ironía: “En cada etapa vislumbra la otra, así en la época posterior pugna por subir a los estratos que escriben la magia y la tragedia, el pasado busca resucitar, pues la liberación nunca pudo ser total”.11 “Tablero de damas” corresponde a la primera etapa, tanto por fechas como por una temática que incide en la soledad, la falta de diálogo y la escritura como sacrificio, temas que desarrollaré más adelante.12 La Rosario satírica dirige su mordacidad contra individuos concretos. Los personajes de “Tablero de damas” son fácilmente reconocibles por un lector con las competencias adecuadas;13 las escritoras están apenas disfrazadas, pero conservan biografías, características físicas, rasgos estilísticos de
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Ibid., p. 181. Megged, op. cit., p. 54. 12 Sobre esta primera etapa y el tema de la soltería y la imposibilidad del cambio afirma Megged que “en estas líneas aparecen acompañando a Rosario Castellanos figuras continentales como Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Gabriela Mistral, con su maternidad frustrada” (ibid., p. 61). 13 “La comprensión de la ironía, como de la parodia y de la sátira, presupone una cierta homología de valores institucionalizados, ya sea estéticos (genéricos), ya sea sociales (ideológicos)” (Hutcheon, op. cit., p. 188). Y completa Ballart citando a Northrop Frye: “‘Para atacar algo, el escritor y el público tienen que estar de acuerdo con respecto a su carácter indeseable, lo cual significa que el contenido de gran parte de la sátira que se basa en odios nacionales, en esnobismos, en prejuicios y en piques personales pasa de moda con gran rapidez’. Lograr un consenso duradero con los lectores obliga a la sátira a refugiarse en las convenciones y a atacar desde las mismas aquellos usos, costumbres y actitudes que todos los públicos hallarán reprobables” (Ballart, op. cit., p. 419). 11
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su poesía y anécdotas del mundillo literario, de tal manera que, como bien apunta Eduardo Mejía, “Tablero de damas” se convierte en Un retrato cruel, exagerado, terrible, de la sociedad literaria femenina en México en los años cincuenta. La principal protagonista es una versión de Gabriela Mistral, y la fauna dibujada muestra a las mujeres que escriben, más por una postura social que por vocación; deshaciéndose de frustraciones [...] Castellanos lamentaba que esta obra le hubiera acarreado problemas con la gente que se sintió identificada con las protagonistas, pero admitió que tenían razón, que quienes había tomado como modelos sí eran las ofendidas.14
La acidez de la obra hubo de ser, quizás, el motivo por el cual fue discretamente silenciada, ya que, como comenta Dolores Castro a Laura Guerrero, algunas poetas mexicanas se sintieron aludidas, tanto así que alguna llegó a buscar a Castellanos pistola en mano para vengar la afrenta.15
14
Mejía, op. cit., pp. 8-9. Años después Rosario se burlaría de las opiniones que generó esta obra: “En el dramático, por ejemplo, perpetré una ‘alta comedia’ que, amparada con el título de Tablero de damas, me hizo el favor de poner en evidencia el hecho de que yo no sabía manejar el diálogo y de que mis personajes eran tan rígidos y tan deleznables como que estaban manufacturados con cartón. Pero si desde el punto de vista literario Tablero de damas constituyó un fracaso definitivo, desde el punto de vista social me ayudó a enemistarme con todas mis colegas escritoras, quienes se sintieron aludidas (y hay que confesarlo, algunas tenían razón) en la comedia de marras y no encontraron en su retrato ningún estímulo a la vanidad. El conflicto creció mucho más allá de los límites que le correspondían hasta llegar a la redacción de la revista que había acogido bajo sus alas protectoras mi texto, y el desenlace fue que tal generosidad tuviera como recompensa la extinción de un órgano informativo que hasta entonces había sido tribuna de los principiantes, sitio de honor de los consagrados y refugio de los fósiles” (Rosario Castellanos, “Una tentativa de autocrítica”, en Juicios sumarios. Ensayos, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1966, pp. 431-432). Tiempo después, la autora volvería a utilizar la visión satírica en su célebre obra dramática El eterno femenino; al decir de Pulido Jiménez, en dicha obra “Rosario Castellanos emplea la comicidad para crear una sátira, para destruir mitos sobre los que se asienta la sociedad mexicana y para arrancar las máscaras bajo las que los hombre y mujeres se acomodan dispuestos a sacar partido de su posición [...] el 15
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Castellanos cambia los nombres de sus modelos reales, más allá de cierta hipérbole. En efecto, “Tablero de damas” tiene como personaje central a Matilde Casanova, poeta soltera, “de una edad en la que el estado civil carece ya de importancia”,16 lo que puede relacionarse con cualquier otra escritora, pero la introducción del dato de que “acaban de darle el premio Nobel” (p. 283) apunta directamente a Gabriela Mistral, en efecto, soltera, sesentona por aquella época (la poeta recibió el Nobel en 1945) y hasta ahora la única mujer latinoamericana en recibir dicho galardón. En la obra, sus rasgos físicos, porte, estatura, enfermedad y las fechas de su estancia en México (1950-1951), corresponden con la realidad histórica de la poeta. Castellanos retoma también, cambio de nombre mediante, la controvertida figura de la secretaria de Mistral, la poeta norteamericana Doris Dana, Victoria Benavides en la obra, secretaria, portavoz y albacea de Mistral, como en efecto fue, y deja entrever la probable relación amorosa entre ambas y los celos no del todo ocultos que tuvo siempre Dana hacia Mistral: aurora: Victoria es un monstruo. esPeranza: ¿Y las relaciones entre ambas? euniCe: ¿Tú crees que son sospechosas? (p. 302).
Es descarado el retrato que hace Castellanos de la poeta Guadalupe Amor (Eunice Álamos), específicamente en lo que corresponde a los lugares comunes en torno a Pita de “guapa, vanidosa, excéntrica, frívola” y mediana escritora, de allí que el mundo literario de la época cuestionara que fuera ella
objetivo principal es el de socavar las instituciones y las actitudes estereotipadas que oprimen a la mujer. El segundo acto de El eterno femenino es una buena muestra de esta intención desmitificadora, ya que Rosario Castellanos elige un aspecto realmente fundamental en la identidad y configuración de una sociedad: sus figuras históricas” (Juan José Pulido Jiménez, “El humor satírico en El eterno femenino, de Rosario Castellanos”, Revista canadiense de estudios hispánicos, 1993, núm. 17, p. 484). 16 Utilizo la edición de Rosario Castellanos, Obras II. Poesía, teatro y ensayo, p. 279. En adelante anotaré el número de página en el cuerpo del texto.
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quien escribiera sus versos, achacándole su autoría a Alfonso Reyes. En la obra de Castellanos, Pita-Eunice es incapaz, incluso, de escribir un autógrafo: viCtoria: ¿Y por qué no improvisa una de esas décimas que le han ganado tan justa celebridad? euniCe: Yo no improviso mis décimas. esPeranza: Ya sabemos que no las improvisas tú. Así que te ayudaremos. Vamos a ver, yo te daré el pie (p. 297).17
El personaje de Teresa de Vázquez Gómez es el disfraz de la poeta Margarita Paz Paredes, caracterizada con cierta afectación en el hablar: “Pero si usted se oculta como la violeta, nosotras somos las obligadas a no
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Ante las maledicencias de la época, Guadalupe Amor se defendía en un prólogo a sus Poesías completas (1951), poco antes de la publicación de “Tablero de damas”: Como dicen que soy una ignorante, todo el mundo comenta sin respeto, que sin duda ha de haber algún sujeto que pone mi pensar en consonante. Debe de ser un tipo desbordante, ya que todo produce, hasta el soneto; por eso con mis libros lanzo un reto: “burla burlando, van los tres delante”. Yo sólo pido que él siga cantando para mi fama y personal provecho, en tanto que yo vivo disfrutando de su talento sin ningún derecho. ¡Y ojalá no se canse, sino cuando toda una biblioteca me haya hecho! (Guadalupe Amor, “Confidencia de la autora”, en Poesías completas (1946-1951), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1991 [Lecturas mexicanas, 45], p. 22).
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permitir que permanezca la antorcha bajo el alud” (p. 292), “bajo el almud”, corrige otra; también se refiere al nacionalismo exacerbado de su poesía y es acusada de “prostituir la poesía... en todos los certámenes, en todos los concursos” (p. 298). Los otros personajes son Esperanza Guzmán (probablemente Margarita Michelena), quizás la propia Castellanos como la joven poeta Aurora Ríos y su amiga Patricia Mendoza, disfraz de Dolores Castro, en efecto, amiga de Castellanos.18 El primer acto está dedicado a la caracterización de los personajes por medio de una serie de diálogos punzantes que subrayan la envidia que tienen las poetas mexicanas a la poeta laureada; los celos y descalificaciones de que son víctimas unas y otras, las vanidades de las publicaciones y los concursos literarios, las amistades con los famosos, la imposibilidad de la escritura, así como el robo del dinero del premio Nobel que hace la secretaria de Matilde, Victoria. El tono satírico se mantiene en el segundo acto, donde el único personaje que goza de cierta ingenuidad es la joven poeta Aurora, quien expone las vanidades de las otras y defiende a ultranza a la cansada y enferma Matilde, presente en la reunión pero, pareciera, completamente ausente de la conversación. El punto culminante del segundo acto sucede cuando Aurora, con esa admiración por la obra de la poeta galardonada, bebe de la taza donde ésta había tomado café y comienza a sentirse enferma, cae casi muerta: ha bebido del veneno destinado a Matilde.
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Es parte fundamental de la poética de Castellanos destacar la vida y obra de importantes mujeres de la historia o de la literatura a veces en todo elogioso, otras en tono satírico. Así sucede con mujeres de la historia en El eterno femenino: la Malinche, Sor Juana, la Adelita o Carlota; o los ensayos sobre reconocidas escritoras insumisas compilados en Mujer que sabe latín: Natalia Ginzburg, Karen Blixen, Simone Weil, Elsa Triolet, Violette Leduc, Virginia Woolf, Ivy Compton-Burnett, Doris Lessing, Eudora Welty, Betty Friedan, Clarice Lispector, Mercedes Rodoreda, María Luisa Bombal, Silvina Ocampo o María Luisa Mendoza, entre otras. También los ensayos dedicados a Sor Juana, Santa Teresa, Simone de Beauvoir y Virginia Woolf en Juicios sumarios.
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La obra teatral dialoga aquí con el género policiaco (de hecho, la joven escritora Patricia Mendoza es quien escribe una novela policiaca llamada, precisamente, “Tablero de damas”19). Los dos primeros actos de la obra están construidos para crear un cierto suspenso; todo apunta hacia una intriga, de tal manera el espectador no se preguntaría qué es lo que va a pasar, sino cuándo sucederá. En esta habitación llena de mujeres, poetas, ególatras o frágiles, ¿cuándo sobrevendrá el inminente desastre? El café estaba destinado a Matilde: ¿quién querría matarla? ¿por qué? A pesar de las envidias y las frivolidades que caracterizan a las poetas, éstas acorralan a Victoria, la secretaria, para que confiese tanto el intento de asesinato como el robo del dinero del premio Nobel. Victoria confiesa y admite también que las poetas habían sido citadas para que ella tuviera testigos de su crimen: viCtoria: [...] Todos los días le daba un poquito de narcótico y siempre un poquito más que el día anterior. De pronto me di cuenta de que la comedia estaba durando demasiado y decidí dar el golpe final. esPeranza: ¿Y nos llamaste para que lo presenciáramos? viCtoria: Sí, quería tener testigos. ¡Tenía tanto miedo de cometer un crimen perfecto! [...] Pero no pensé solamente en mí, no soy tan egoísta. Pensé también en Matilde. Me di cuenta de que si su vida había sido siempre pública, no tenía yo derecho a darle una muerte privada. Y ya que ella no podía ir al público, hice venir al público a Matilde. Era una especie de justicia... poética (p. 310).
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De modo más específico, el diálogo se establece con la obra de Agatha Christie, quien “no se dejó engañar por las apariencias de la modesta ama de casa que usaba este disfraz para proteger a la experta envenenadora; ni de la solterona, a la que se le agotaba la paciencia aguardando el legado del pariente rico [...] que supo ver, en los triángulos amorosos, dónde estaba el vértice del odio, el de la codicia, el de la debilidad [...] que concibió el crimen y el criminal no como sucesos extraordinarios que sólo ocurren a seres señalados por un privilegio nefasto sino como acontecimientos nimios, cotidianos” (Rosario Castellanos, “Bellas damas sin piedad”, en Mujer que sabe latín, p. 74).
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Más adelante, Victoria argumenta sus razones; el tono de la obra cambia: el humor ausente, la fatalidad de la fama y la escritura se imponen. Hay un grave diálogo entre Matilde y Victoria. La obra da un vuelco a la seriedad; afirma Victoria: Lo que está alrededor tuyo no existe: lo congelas con esa mirada ausente, lo borras con tu distracción, saqueas su vida y la pones a arder en tus hornos. Te sirves de todo, de todos, como de instrumentos, de objetos. ¡No respetas nada, no tienes piedad de nadie! [...] Que tu debilidad es un disfraz, que tu desamparo es un fraude. Que tú no necesitas de nadie, que todo te estorba. Y que no hay caminos hacia ti. Lo que das la primera vez, el primer día, eso es todo: tu rostro con su expresión cordial y distante (pp. 311-312).
En efecto, contesta Matilde, la fama mata y la ansiedad por escribir enloquece. Es terrible haber tocado la belleza y luego, por años, sufrir su ausencia: Matilde: La vida es imposible primero para nosotras. Entonces tampoco podemos fijarnos en los demás. Estamos demasiado absortas en lo que hemos perdido, demasiado desoladas. Y de pronto, un día, sin que sepamos cómo ni por qué, el huésped vuelve (p. 313).
Matilde perdona a Victoria y deja que se vaya, pues entiende sus razones: servirla a ella —a la poesía, a la fama— anula, mata y corrompe. Se impone después conseguir una nueva secretaria; todas las poetas en la sala se proponen para esta tarea, pero admiten no tener tiempo. Aurora, la joven poeta, parece ser la elegida. Matilde no acepta, tajante: Matilde: Odiando en mí la pequeñez de tu alma y la grandeza de tus aspiraciones. Odiando en mí al testigo implacable de tu fracaso. Acabarías por intentar matarme... Cuando te convencieras que un sacrificio así no es lícito 53
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intentarlo más que por Dios y por la propia obra... ¿Comprendes ahora por qué no quiero llevarte conmigo? Yo necesito una persona mercenaria, eficiente. Nada más (p. 317).
En la parte final de la pieza dramática se manifiestan varias de las constantes temáticas de Castellanos en el resto de su obra: las máscaras y la soledad de la escritura: Matilde: Así fui quedándome sola. Todos empezaron a abandonarme. Yo hubiera querido detenerlos cerca de mí, pero no podía moverme para no dejar de escuchar. Y aunque quisiera crispar las manos sobre lo que amaba, mis manos se abrían y dejaban escapar su presa (p. 312).
La crítica de la autora apunta hacia la incomunicación de la sociedad moderna, como afirma Megged: Los personajes no dialogan, viven unos junto a los otros, paralelos entre sí. El diálogo se pierde antes de nacer en los infinitos monólogos sin respuesta. Tanto el personaje literario como el Dios que lo crea y lo maneja buscan constantemente al otro ser. Quieren ser y formar un “nosotros”, dándose cuenta rápidamente de la imposibilidad de esto y quedando sin conocer la salida del laberinto de la incomunicación.20
Y también a la fortaleza que requiere la mujer que elija un camino ajeno al papel tradicional: “Matilde: Cada renunciación te fortalece, cada fidelidad te confirma. Día por día, minuto a minuto pasa el tiempo y va el agua a la piedra” (p. 318). Castellanos afirmaba, en otra parte de su obra, el sacrificio de la mujer para poder llevar a cabo su vida intelectual. La soledad se hace imposible,
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Megged, op. cit., p. 29.
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no todas, sugiere la autora, pueden ser la “virgen fuerte” que renuncia a la vida “con amor” para dedicarse al ejercicio de una profesión. En Mujer que sabe latín asevera: “¿En cuántos casos las mujeres no se atreven a cultivar un talento, a llevar hasta sus últimas consecuencias la pasión de aprender por miedo a la soledad, al juicio adverso de quienes la rodean, al aislamiento, a la frustración sexual y social que todavía representa en nosotros la soltería?”.21 De ahí que en “Tablero de damas”, utilizando como pretexto la figura de Matilde-Mistral, Castellanos reitere el conflicto de la mujer talentosa que es, incluso, atacada por las mujeres de su propio círculo. Vuelvo a la valoración satírica. Los dos primeros actos destacan los vicios literarios: la frivolidad, la falta de talento, los intereses involucrados en la publicación de poesía, los fatuos eventos artísticos, la ambición derivada de los premios literarios... representado todo esto por las poetas Victoria, Eunice, Esperanza y Teresa. En contraparte, Castellanos destaca también, en el tercer acto, una virtud, el “deber ser”: el sacrificio de Matilde, personaje que encarna perfectamente muchas de las inquietudes de Castellanos, pues Mistral resume en sí misma la soledad, la vejez, la extranjería, el sacrificio de la mujer fuerte, la verdadera poeta.22 A la par, el personaje de la joven poeta Aurora, alter ego de la propia Rosario y único personaje que no es descaradamente satirizado, sería una versión joven de la propia Matilde:
21
Rosario Castellanos, “La participación de la mujer mexicana en la educación formal”, en Mujer que sabe latín, pp. 32-33. 22 Y sobre todo la mujer que se atreve a ser distinta, a “violar la ley” masculina: “¿Por qué entonces ha de venir una mujer que se llama Safo, otra que se llama Santa Teresa, otra a la que nombran Virginia Woolf, alguien (de quien en forma positiva que no es un mito como podrían serlo las otras y lo sé porque la he visto, la he oído hablar, he tocado su mano) que se ha bautizado a sí misma y se hace reconocer como Gabriela Mistral a violar la ley?” (Castellanos cit. por Blanca L. Ansoleaga, “Ser mujer como otro modo de ser”, en Luz Elena Zamudio y Margarita Tapia (eds.), Rosario Castellanos. De Comitán a Jerusalén, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Tecnológico de Monterrey / Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2006, p. 54).
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Matilde: No busques salidas falsas. Estás cogida en la trampa, bien cogida. Tendrás que escribir, te guste o no, quieras o no. Tendrás que estar sola para escribir. aurora: Una vida tan austera me horroriza. Temo enloquecer [...] Matilde: Tú temes lo que te aconsejo porque me ves a mí. Y te imaginas que toda la vejez, todo el dolor, toda la resignación se me vinieron de golpe. Y que mi lealtad ha sido una conquista repentina y te sientes incapaz de asumir esa tarea (p. 318).
La figura de Matilde es más compleja, pues ella sí es ridiculizada en los dos primeros actos, haciéndola pasar como una mujer distraída hasta el egoísmo. Ya en el tercer capítulo, se entiende, limpia del veneno que simboliza la frivolidad del mundillo literario, expresa los discursos más lúcidos de la obra. Lo que se leía como altivez es dolor, lo que se interpretaba como ausencia es la conciencia de la imposibilidad de acercarse, efectivamente, a los otros, la permanente sensación de incomunicación, la tragedia de haber sido tocada por la belleza artística, ¿cómo volver después al mundo de los hombres? Matilde acepta su destino trágico: está condenada a la soledad y a sacrificar a los que se le acerquen, como le espeta Victoria: “Es el infierno. Rondar en torno de un dios inconmovible. Y este odio que siento yo por ti es el odio de los condenados” (p. 312). La sátira primera contrasta con el ideal trágico del final. El vicio criticado es la falta de compromiso con la poesía, con la belleza; la virtud necesaria es el sacrificio y la renuncia, ofrendar la propia vida, la servidumbre a la belleza... situación que para una verdadera poeta es ineludible. Resalta la figura de Matilde-Mistral no solamente por ser la poeta madura que rechaza el papel tradicional de la mujer, sino también porque ella encarna la imagen del desarraigo, no sólo por su condición de extranjera, sino por no encajar en ningún grupo social, imagen muy cercana a la que tenía Castellanos de sí misma. Contra la seriedad que da Castellanos al personaje de Matilde resalta la risa burlona del resto de la obra que quizás sea el antídoto que requiera este grupo cerrado y tea56
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tral para anular el veneno de la enajenación, para volver a entender el sentido primigenio de la poesía. Una vez que se quita a los personajes de sus ropajes grotescos y caricaturescos se da paso al mensaje edificante propuesto, al deber ser de la obra: la poesía es el vasallaje a la belleza y no otra cosa: “No era la revelación de algo concreto. No me explica nada de Dios, ni del mundo, ni de mí misma. Simplemente me muestra su belleza. Y yo la contemplo” (p. 313). Las disputas literarias, la envidia y la incomunicación son componentes casi domésticos, intrascendentes para Matilde. “Tablero de damas” no es una obra que mueva precisamente a risa, sino a la reflexión; la visión satírica que propone Castellanos intenta una renovación, al menos momentánea, del mundo literario: abandonar las máscaras, trascender los tópicos de un grupo de mujeres escritoras y regresar al origen de la poesía.
biblioGrafía aMor, Guadalupe, “Confidencia de la autora”, en Poesías completas (19461951), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1991 (Lecturas mexicanas, 45), pp. 19-23. ansoleaGa, Blanca L., “Ser mujer como otro modo de ser”, en Luz Elena Zamudio y Margarita Tapia (eds.), Rosario Castellanos. De Comitán a Jerusalén, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Tecnológico de Monterrey / Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2006, pp. 49-57. ballart, Pere, Eironeia: La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994. Castellanos, Rosario, “Una tentativa de autocrítica”, en Juicios sumarios. Ensayos, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1966, pp. 430-434. -----, “La participación de la mujer mexicana en la educación formal”, en Mujer que sabe latín, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, México, 1984 (Lecturas mexicanas, 32), pp. 21-41. 57
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-----, “Bellas damas sin piedad”, en Mujer que sabe latín, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, México, 1984 (Lecturas mexicanas, 32), pp. 72-77. -----, “Si ‘poesía no eres tú’ entonces ¿qué?”, en Mujer que sabe latín, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Educación Pública, México, 1984 (Lecturas mexicanas, 32), pp. 201-208. -----, “Tablero de damas”, en Obras II. Poesía, teatro y ensayo, pról., comp. y notas Eduardo Mejía, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 279-319. -----, “Ajedrez”, en Obras II. Poesía, teatro y ensayo, pról., comp. y notas Eduardo Mejía, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, p. 182. Guerrero GuadarraMa, Laura, La ironía en la obra temprana de Rosario Castellanos, Universidad Iberoamericana / Eón, México, 2005. HutCHeon, Linda, “Ironía, sátira, parodia”, en De la ironía a lo grotesco (en algunos textos literarios hispanoamericanos), trad. Pilar Hernández Cobos, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1992, pp. 173-193. MeGGed, Nahum, Rosario Castellanos, un largo camino a la ironía, El Colegio de México, México, 1994 (Jornadas, 102). Mejía, Eduardo, “Prólogo”, en Rosario Castellanos, Obras II. Poesía, teatro y ensayo, pról., comp. y notas Eduardo Mejía, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 5-11. Pulido jiMénez, Juan José, “El humor satírico en El eterno femenino, de Rosario Castellanos”, Revista canadiense de estudios hispánicos, 1993, núm. 17, pp. 483-494.
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“nunCa de los nunCas”: tieMPo y Modernidad en elena Garro
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A people without history Is not redeemed from time, for history is a pattern Of timeless moments. t. s. eliot Alguien “nos está esperando”: ha sido anterior a nosotros pero no ha quedado atrás sino que se nos ha adelantado. ¿Quién es ése? Manuel reyes Mate
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n su libro titulado Dead Time, Elissa Marder, siguiendo a Benjamin, Jameson y Lyotard, examina cómo en la modernidad la posibilidad de medir el tiempo aumenta en proporción inversa a la habilidad humana de asimilarlo en la experiencia vivida, es decir, de expresarlo y crear significado a raíz de ello.1 Como explica Jean Chesneaux, las crisis
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Elissa Marder, Dead Time: Temporal Disorders in the Wake of Modernity (Baudelaire and Flaubert), Stanford University Press, Stanford, 2001.
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en nuestra relación con el tiempo son finalmente crisis de sentido.2 ¿Y qué más humano para sortear la crisis —sea cual sea— que indagar en el pasado y especular sobre el porvenir? Como sugiere Eliot en los versos que elegí como epígrafe a este capítulo, historia y tiempo no pueden concebirse de manera independiente, están ligados incluso en los “momentos sin tiempo” por el patrón, repetición y ordenación que es la historia. Que el gran modernista eligiera precisamente el verso poético para expresar su inquietud no es en vano. Para el también poeta Octavio Paz, preocupado por la modernidad propiamente mexicana, la historia repetida y repetitiva de México, entramada siempre con la violencia, tiene estrecha relación con el tiempo mítico, aquel que “admite la existencia de una pluralidad de tiempos”.3 Es en “La dialéctica de la soledad” que Paz opone el tiempo cronométrico, que sólo transcurre y “es una sucesión homogénea y vacía de toda particularidad”,4 a lo que añora como un tiempo en el que el tiempo no era sucesión y tránsito, sino manar continuo de un presente fijo, en el que estaban contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre, desprendido de esa eternidad en la que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo cronométrico y se ha convertido en prisionero del reloj, del calendario y de la sucesión [...] el hombre cesa de ser uno con el tiempo, cesa de coincidir con el fluir de la realidad.5
Agrega el poeta-ensayista de manera importante que “no [es] solamente en la Fiesta religiosa o en el Mito [que] irrumpe un Presente que
2
Jean Chesneaux, Habiter le temps, Bayard, París, 1996, p. 9 y ss. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1990 [1ª ed., 1950], p. 255. 4 Id. 5 Ibid., pp. 254-255. 3
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disuelve la vana sucesión. También el amor y la poesía nos revelan, fugaz, este tiempo original”.6 En su apuesta por la antigua dicotomía que se “expresa en la oposición entre Historia y Mito, o Historia y Poesía”, sostiene Paz que el mito reaparece en casi todos nuestros actos e interviene en nuestra historia, abriendo así las puertas de la comunión que romperá la soledad del hombre.7 Su lectura engrana con —y ratifica— su deseo de forjar una nueva modernidad para México, impulsada por el poder redentor del arte y la potencia de una plenitud futura.8 Para Paz, entonces, la confluencia y recurrencia de los tiempos mítico e histórico tienen como apuesta finalmente la posibilidad de un futuro —claramente cronológico y sucesivo— donde se vislumbra un México moderno, agente y resultado de la modernidad. Para Elena Garro, a quien también le fascinaba la idea de un presente fijo o constante, cualquier aparente “progreso” o “avance” hacia el futuro será un volver al pasado hasta que se incorpore una visión más imaginativa, más poética de la existencia humana y del quehacer histórico. Si leemos a Garro siguiendo la pauta marcada por Octavio Paz, entonces la insistencia en negar o volver imposible el futuro sería una llamada antimoderna, retrógrada y desesperanzadora; o cuando menos, como establece Marder, los intentos de detener el tiempo se entenderían como poco racionales y, como tal, femeninos o feminizados. Quisiera sugerir una lectura distinta en donde las obras de Garro dialogan no sólo con Paz (Octavio), sino con paz,
6
Ibid., p. 256. Paz entiende que cuando no son el mismo tiempo, pasado y futuro están ligados, pues “En la esperanza del más allá late la nostalgia de la antigua sociedad. El retorno a la edad de oro vive, implícito, en la promesa de salvación” (ibid., p. 252). Para el poeta, el tiempo se relaciona con la razón en la modernidad y añoramos un pasado, una edad de oro, en donde el tiempo era uno solo, libre de la cronometría. La fiesta y la poesía son expresiones del tiempo mítico en donde vemos reflejada dicha añoranza. 7 Ibid., p. 257. 8 Patrick Dove, The Catastrophe of Modernity: Tragedy and the Nation in Latin American Literature, Bucknell University Press, Lewisburg, Pensilvania, 2004, p. 96.
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pax. Propongo que la visión de Elena Garro no sólo es potencialmente esperanzadora —con todo y sus frecuentes finales distópicos e infelices—, sino que abre la posibilidad ante otra forma de ser y vivir en el mundo, así como otra forma de escribir la historia, es decir, de narrar dichas formas de ser y vivir. En su frecuente empleo de tiempos paralelos, alternativos, constantes y cíclicos, Garro cuestiona el discurso progresista de la modernidad (mexicana y de otra suerte), a la vez que clama por y propone la necesidad de un cambio estructural y paradigmático, en el cual la historia no impere por encima del mito y la poesía. Según Garro, mientras México niegue y censure los seres más imaginativos que experimentan otros tiempos además del cronológico, no habrá comunión (para usar el término de Octavio Paz) ni futuro posibles. Pensemos, por ejemplo, en Martín Moncada, personaje de Los recuerdos del porvenir, quien tiene recuerdos de experiencias nunca vividas; para él, pensar “en el porvenir [detonaba] una avalancha de días apretujados los unos contra los otros [que] se le venía encima y se venía encima de su casa y de sus hijos”.9 La frase de Elena Garro que elegí para el título de este capítulo —“nunca de los nuncas”10— sirve de introducción a las distintas maneras en que la dramaturga y narradora concibe y representa el tiempo. Como adverbio de tiempo, “nunca” implica estar fuera del tiempo, es decir, “en ningún tiempo”. De querer expresar la noción enfáticamente, diríamos en castellano “nunca jamás”, a diferencia del insólito “nunca de los nuncas”, que implica pluralidad de tiempos o, cuando menos, la imposible multiplicidad de “nunca”. Estar fuera del tiempo o entender el tiempo como sincrónico no se piensan como conceptos peleados en el mundo literario garriano. Para la autora de Los recuerdos del porvenir, la permanencia en el tiempo y la fugacidad
9
Elena Garro, Los recuerdos del porvenir, Joaquín Mortiz, México, 2006 [1ª ed., 1963], p. 21. Todas las citas de la novela corresponden a esta edición. En lo que sigue anoto el número de página en el cuerpo del texto. 10 Elena Garro, “Nuestras vidas son los ríos”, en La semana de colores, en Obras reunidas. Cuentos, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, t. I, p. 149. Todas las citas al cuento corresponden a esta edición. En lo que sigue anoto sólo el número de página en el cuerpo del texto.
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del instante no se oponen, pese a que generalmente éstas se consideren como antitéticas. Otra frase del cuento “Nuestras vidas son los ríos” nos ayuda a aclarar el punto: “Todo está igual, instantáneo y perdidizo” (p. 150); implica tanto la constancia en el inamovible “todo está igual”, como lo perecedero de lo “instantáneo y perdidizo”. Al igual que el título de su novela más resonante, esta conjunción antitética revela un tiempo que puede entenderse como móvil y fluido, o constante y circular; al ser único y constante, conviven o se unen los tiempos; circular, cuando, en vez de avanzar en el tiempo, éste da vuelta sobre sí. En cualquiera de los casos, la idea de un futuro de índole temporal —o incluso simbólica— se revela como problemática porque se muestra como un ahora (que puede estar anclado en el pasado o en la memoria). Y, al ser así, vuelve la espera del futuro un acto absurdo. El manejo del tiempo en Garro es mucho más que otro ejemplo de su lirismo, es decir, de su mirada original y sorprendente de la realidad, aunque no negamos el valor de éste. Desde mi parecer, cuando estudiamos características de la vida y obra de Elena Garro como sui generis, aunque no sea nuestra intención, la disgregamos de su entorno intelectual y por tanto le hacemos un perjuicio. De hecho, corremos el riesgo de caer en la misma trampa de quienes no la leen por su lugar aparentemente al margen de la discusión cultural e intelectual imperante. El reto consiste en aprender a leer la obra de Garro como la de una interlocutora y dialogante en la conversación más amplia sobre la modernidad que se llevó a cabo en México durante los años de su producción intelectual, tal como apunta, atinada y oportunamente, Rebecca Biron.11 Sin duda, las múltiples formas de escribir el tiempo en la obra de la dramaturga y narradora poblana se tienen que estudiar a la par de, en diálogo con y en contra de otras concepciones del tiempo, en particular de aquellas propuestas por la intelligentsia mexicana que buscaba definir una concepción de la mexicanidad imperante.
11
Rebecca E. Biron, Elena Garro and Mexico’s Modern Dreams, Bucknell University Press, Lewisburg, Pensilvania, 2013.
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De acuerdo con esta visión, el tiempo será uno de los elementos decisivos —particularmente por la forma de acercar el pasado histórico y el presente— en la compleja relación de México como país a la vez moderno y enfrentado con la modernidad. Recordemos, por ejemplo, las palabras de Octavio Paz en el tercer ensayo de El laberinto de la soledad, “Todos Santos, día de muertos”: “El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian”.12 En este ejemplo, el enfrentamiento entre la nación posrevolucionaria mexicana y su origen en los pueblos indígenas se traza precisamente en términos del tiempo. Por una parte, la sucesión se relaciona de forma directa con el tiempo como proyecto racional empírico y progresista de la modernidad, donde predominan las nociones de evolución o de avance y crecimiento hacia un futuro que se pensaba, por lo mismo, fuese mejor. Por otra, la unión de los tiempos en un presente eterno evoca la concepción del tiempo de las culturas prehispánicas (en otros momentos llamado mítico). El impasse que implica no poder reconciliar las distintas nociones de tiempo tiene al mexicano hundido en el laberinto de la soledad. La forma como Elena Garro problematiza con destreza el tiempo y la historia, proponiendo alternativas tales como memorias múltiples, colectivas o tiempos sincrónicos o espirales, ha sido ampliamente estudiado por los críticos.13 Generalmente, la conclusión derivada de esta experimentación
12
Paz, op. cit., p. 55. Cf. Frank Dauster, “El teatro de Elena Garro: evasión e ilusión”, Revista iberoamericana, 1964, núm. 30, pp. 81-89; Cynthia Duncan, “‘La culpa es de los tlaxcaltecas’: A Reevaluation of Mexico’s Past through Myth”, Crítica hispánica, 1985, núm. 2, pp. 105-120; Sandra M. Cypess, “The Figure of the Malinche in the Texts of Elena Garro”, en Anita K. Stoll (ed.), A Different Reality. Studies on the Work of Elena Garro, Bucknell University Press, Lewisburg, Pensilvania, 1990, pp. 117-135; Margarita León, La memoria del tiempo. La experiencia del tiempo y del espacio en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, Instituto de Investigaciones FilológicasUniversidad Nacional Autónoma de México, México, 2004; Ute Seydel, Narrar historia(s): La ficcionalización de temas históricos por las escritoras mexicanas Elena Garro, Rosa Beltrán y Carmen Boullosa, 13
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formal de parte de Garro coincide con aquélla propuesta por Van Delden con respecto a La región más transparente de Carlos Fuentes: tiempos históricos y míticos no pueden resolverse, dejando a los habitantes perdidos, desamparados y eventualmente exiliados por completo del tiempo.14 Hallamos en Los recuerdos del porvenir, como en otras obras de Garro, no un deseo de reconciliar los distintos tiempos o las concepciones rivales de los mismos, sino una denuncia de los que se apoderan de la palabra, de la historia y del concepto de tiempo entendido como lineal y progresivo. Como ha mostrado de manera convincente Rebecca Biron, a Garro (a diferencia de sus pares) no le interesa la identidad y carácter nacional, sino evidenciar la duplicidad “por un lado [d]el lenguaje de libertad y democratización de la nación y, por otro, sus prácticas políticas de represión y exclusión”.15 Cuando contemplamos la manera como Garro representa el mito y la historia (o tiempos históricos y míticos) a la par de sus contemporáneos, queda cada vez más claro que a ella le interesa señalar, denunciar o incluso mofarse de la gesticulación e hipocresía que nutren el sistema de represión y exclusión, constante y consistentemente sostenido por la impunidad de los responsables.16 El modo como introduce Garro el tiempo en sus obras tempranas me invita a pensar que dialoga con Paz, pero también abarca un tema que sobrepasa cualquier diálogo implícito o explícito entre ellos. Como sugiere
Iberoamericana / Vervuert, Madrid, 2007; y Niamh Thornton, “Where Cuba meets México: Alejo Carpentier and Elena Garro”, en Angela Leahy y Aileen Pearson-Evans (eds.), Intercultural Spaces: Language, Culture and Identity, Peter Lang, Nueva York, 2007, pp. 257-274, entre otros. 14 Maarten Van Delden, “Myth, Contingency, and Revolution in Carlos Fuentes’s La región más transparente”, Comparative Literature, 1991, núm. 4, p. 331. 15 Biron, op. cit., p. 13. La traducción es mía. En el original: “The nation’s language of liberty and democratization on the one hand, and its political practices of repression and exclusion on the other”. 16 Un excelente ejemplo de la mofa de Garro es la obra en un acto Benito Fernández. Dicha actitud para con los intelectuales influyentes y poderosos, aunada a su atrevimiento de publicar sus opiniones, es uno de los atributos de la escritora que la volvió persona non grata para sus coetáneos.
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Jorge Reichmann,17 las dos ideas del “instante eterno” y el “tiempo circular” (proclives para los poetas) se traducen cotidianamente como “vencemos al tiempo devorador”, aquel que nos precipita hacia la muerte; a su vez, ofrecen maneras de entender cronotopos alternativos a la propuesta cronológica y progresista de la modernidad. Mas Garro no participa en el diálogo sobre la modernidad únicamente de forma crítica y contestataria, pues como escribe Biron, entre otras nociones, la modernidad evoca la de “la fluidez temporal”.18 De ahí que los tiempos cíclicos, continuos, contingentes o paralelos que surgen una y otra vez en la obra de Elena Garro posibiliten una lectura de su obra como antagónica al realismo, en conflicto y a veces en sintonía con sus pares mexicanos, mas no sin formar también una crítica a los principios del tiempo en la época moderna y a la vez un ejemplo de ésta. Esto último sería el caso en particular de aquellos personajes que viven fuera del tiempo o tratan de detenerlo. Visto desde esta óptica, dicha característica temporal tan propia del universo literario de Garro se inscribe dentro de la preocupación plenamente moderna (de Walter Benjamin y Frederick Jameson, por ejemplo) sobre las posibilidades cada vez mayores de grabar o medir el tiempo, cuando la expresión de éste y el sentido que se le puede extraer parecen cada vez menores. Independientemente de que nuestra lectura del tiempo en Garro parte de una visión mítica, indígena, mexicana o transnacional, si se define en la ruptura del tiempo cronométrico, en la reiteración cíclica o en la detención del flujo convencional, poca duda nos queda de que los personajes experimentan crisis en su relación con el tiempo. Entendido de esta manera, la forma en que las obras narrativas y dramáticas de Garro representan lo que podríamos denominar el tiempo-agua, es decir, fluidez, progreso, o el tiempo-piedra (la soli-
17
Jorge Reichmann, Tiempo para la vida. La crisis ecológica en su dimensión temporal, Ediciones del Genal, Málaga, 2003, s.p. Disponible en http://www.libreriaproteo.es/electronicos/ tiempovida.pdf 18 Biron, op. cit., p. 11.
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dificación del tiempo), inmovilidad o estancamiento, sirven de comentarios, crítica y propuestas sobre la modernidad y sus apuestas. Dos obras, aparentemente muy diferentes, revelan cómo las crisis del sinsentido suelen expresarse como crisis con el tiempo en la poética garriana. La pieza teatral “Un hogar sólido” y el cuento “Nuestras vidas son los ríos” tienen a la muerte en su centro y comparten además una espera absurda, la creación de vínculos entre los personajes que habitan el mundo de forma distinta o experimentan crisis similares y una concepción no diacrónica del tiempo.
“¿esPerar todavía?” Obra en un acto, “Un hogar sólido” nos presenta a ocho personajes de distintas edades, familiares todos, quienes, estancados en el tiempo de la muerte, comparten una cripta en espera de la llegada del Juicio Final. La acción teatral gira en torno a la llegada de Lidia, su reacción al encontrarse con sus familiares y su introducción e inducción en el mundo de su nuevo hogar, el de la cripta. La interacción entre los personajes está teñida de un humor macabro que generalmente resalta la frustración de una vida interrumpida, y luego retomada, en este estado liminar entre la vida y la muerte, quizás lo que María Luisa Bombal llamaría la muerte de los vivos, a diferencia de la muerte de los muertos. En la ultratumba el tiempo se congela en un presente constante pero no deja de ser tiempo de espera. Si en Garro los recuerdos son del porvenir y no hay más que esperar se cumpla lo rememorado en un ciclo incesante, la espera en el inframundo cimienta la aparente imposibilidad de dejar de esperar. El tiempo detenido remite o sugiere, a su vez, una identidad fija e inamovible: tal como los personajes no envejecen en la cripta ni el muerto por suicidio pierde nunca el color azul de su envenenamiento, parece imposible que los personajes evolucionen o rompan con sus lugares en la familia u orden social más amplio. Para describir su desamparo anterior a la muerte, los personajes aluden precisamente al tiempo cronológico como la fuerza que los oprime, aco67
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rrala y limita, cerrada ante visiones y concepciones alternas. “No hallé sino relojes y unos ojos sin párpados que me miraron durante años...”,19 dice Lidia de la “casa extraña” donde vivió una vez casada. Su vida, de hecho, se describe como un intento constante de ahuyentar el miedo y de hallar el hilo que construye el amor: “Lustraba los espejos, para ahuyentar nuestras miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas a aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos nombres uno...” (p. 29). El amor que anhela Lidia estuvo a su alcance únicamente en su infancia al lado de su primo Muni, con quien ahora se reúne en la muerte. De hecho, los relojes de la casa extraña y amenazante tienen su contraparte en el campanario que invoca Muni tras escuchar a su prima. Éste recuerda un patio de su infancia “en cuyo cielo un campanario nos contaba las horas que nos iban quedando para el juego”. La respuesta de Lidia: “Sí, Muni, en ti guardé el último día que fuimos niños” (p. 29) confirma que las campanadas marcan el final de una infancia irrecuperable pero añorada. De hecho, Muni se suicida al no encontrar cabida en el mundo adulto. Recorre las calles en busca de “una ciudad alegre, llena de soles y lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños, con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos” (p. 28). Lidia coincide con ello, pues de haber encontrado el hilo faltante hubiese entrado en “el orden solar”. Es en la infancia y en la palabra poética donde la felicidad y la libertad de la imaginación se conjuntan, ahí donde no rigen las leyes del mundo racional, incluidos el orden impuesto por el tiempo cronométrico. Pero porque la infancia es irrecuperable, a Muni y Lidia sólo les queda esperar. Después del último día en que fueron
19
Elena Garro, “Un hogar sólido”, en Obras reunidas. Teatro, Fondo de Cultura Económica, México, 2009, t. II, p. 28. Todas las citas a la obra son tomadas de esta edición. En lo que sigue anoto sólo el número de página en el cuerpo del texto.
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niños dice ella: “Sólo quedó una Lidia sentada de cara a la pared, esperando”; y contesta Muni: “tampoco yo pude crecer, vivir en las esquinas, yo quería mi casa” (p. 29). Y aunque al parecer desde la muerte pueden convertirse en cualquier cosa, inclusive en “el punto más sólido de cada piedra” o “un hogar sólido” mismo, no queda duda de que los habitantes de la cripta siguen esperando —“¿Esperar todavía?”, pregunta Lidia—, no sin razón.
“sieMPre es de día en la Muerte” Cuento mucho menos conocido que la pieza “Un hogar sólido” y de corte existencial, “Nuestras vidas son los ríos” también gira en torno a la díada vida-muerte, la pérdida de seres queridos, la libre imaginación infantil y la espera de la muerte por parte de la protagonista Leli y su tío Boni. La conjunción en este cuento de la mirada que observa fotos de un muerto publicadas en un periódico, los versos de Manrique que inspiran el título del cuento y la imaginación de la niña Leli, que decide morir si es que “siempre es de día en la muerte”, se presentan dentro de una concepción del tiempo circular o constante. El relato se construye a partir de la publicación en el periódico del fusilamiento del general Alfredo Rueda Quijano en 1927, imágenes estáticas que representarán el asombro y congoja de Leli y su hermana Eva ante el absurdo de la muerte que, a su vez, fungirán como vías para comunicar el anhelo de Leli y su tío Boni de morir. En lo que se describe como “el silencio irrevocable del periódico” (p. 150), el tiempo se congela y las imágenes perduran en una tinta imborrable. “[La] garganta inmóvil [del general] seguía fusilada en la hoja reserva de papel, y el pelo lo tenía quieto adentro de la tinta inmóvil” (p. 149). Lo irrevocable, imborrable e inmóvil del periódico contrasta con la forma de presentar vida y muerte en el cuento como parte de un mismo presente continuo y de un tiempo cíclico; para Leli, la muerte no es un fin temido sino simplemente parte del “carrusel” de la vida: 69
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La rueda de las reencarnaciones, igual que la rueda de los caballitos, empezó a girar alegre y triste, [...] en el corredor de la casa. En un caballito naranja adornado de plumas blancas, pasó el general Rueda Quijano con la mano en alto; Good bye, les dijo y desapareció. Después en el mismo caballito naranja, volvió a aparecer. “Ya volví”, les dijo con su voz risueña y desapareció por segunda vez. Había vuelto a nacer (pp. 148-149).
La imaginación de Leli permite una reordenación del concepto tempo-espacial, hecho que se revela cuando el carrusel irrumpe de repente en el corredor de la casa familiar. Cabe destacar que al poner al general a jugar en el carrusel, tal como haría un niño, se le priva del carácter inaccesible, generalmente asociado con una figura militar y pública, y lo equipara con la protagonista del cuento. La desaparición y resurgimiento en el carrusel del general, no en vano llamado “Rueda”, no dista del movimiento solar, aludido mediante el color naranja del caballo, o del carrusel mismo que gira como una esfera. La relación tempo-espacial solar se subraya aún más cuando pensamos en la continuidad del ciclo solar, pues la “muerte” del sol nunca es eterna ya que siempre vuelve a “nacer”. Pero “Nuestras vidas son los ríos” también presenta la idea del tiempo constante y no cíclico cuando el tío de Leli sugiere que “siempre es de día en la muerte” (p. 151). Pese a las fotografías que aparentemente comprueban la muerte del general más allá de la duda (nunca de los nuncas se volverá a levantar), la visión infantil de Leli nos presenta su fin como el inicio de la reencarnación o el transitar a un estado de luz continua. En un estado de luto tras la muerte de su esposa, el tío Boni quiere morir como el general “en plena hermosura”: “Siempre es de día en la muerte. Por eso yo quiero morir, pero la muerte me ha puesto a dar vueltas por esta casa...” (p. 151). Sin duda las coplas por la muerte del padre de Manrique le enseñan a Leli sobre la inevitabilidad de la muerte, es decir, que toda vida desemboca en la mar, en la muerte. Mas la complicidad que se traza entre Leli y su tío Boni, a partir de las imágenes del general Rueda, se debe a su mutuo anhelo de morir —que hace manifiesto el deseo de dos seres incomprendidos—, de ausentarse de un mundo doloroso: “El lugar al 70
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que lo habían llevado las balas de los máuseres era el mismo al que se dirigía su río de rápidos violentos: un mar azul de soles amarillos. Desde ese resplandor, el general la miraba acercarse” (p. 154). Al mar azul de Manrique, la niña agrega soles amarillos que nos remiten a las palabras de Boni —“siempre es de día en la muerte”— que a su vez nos recuerdan el “orden solar” añorado por los personajes de “Un hogar sólido”. Se trata de una propuesta alternativa de concebir el mundo, el tiempo y la forma de relacionarse unos con otros, desligada de las relaciones de dominio y del tiempo como mecanismos de control u opresión. Pero no hemos de olvidar que las vidas de estos personajes transgreden el orden racional de la medición del tiempo y debido a ello entran en conflicto con su entorno e inevitablemente sufren. Condenados a seguir esperando incluso más allá de la muerte, la espera de Lidia y Muni o Leli y Boni se torna absurda, un gesto hacia el futuro que termina en el fracaso.
“leer en el tieMPo la Historia del tieMPo” Para Garro, quien vive en la imaginación y en la poesía experimenta el tiempo de forma distinta a la cronológica, y por lo mismo vive fuera de la historia; como poetas, niños, animales y mujeres, que no figuran en la historia, cuando menos no en la oficialista. Si bien Elena Garro comparte con Octavio Paz la visión de las posibles subjetividades dadas por la noción del presente continuo, difiere en la posibilidad de una plenitud futura, porque cuando sí ocurre lo que podríamos llamar comunión entre sus personajes, ésta se caracteriza por realizarse fuera del tiempo y, por ende, fuera de la historia. Los ejemplos más claros y más conocidos en este sentido son las parejas de Felipe Hurtado y Julia Andrade de Los recuerdos del porvenir, y Laura y su primo-marido del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”, el más conocido de La semana de colores (1964). En el caso de los primeros, recordarán que la primera parte de la novela más resonada de Garro termina con su partida de Ixtepec para nunca más vol71
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ver a oír de ellos. El pueblo, narrador de los sucesos, explica que cuando Felipe sale de la casa de los Moncada, donde le espera Rosas para matarlo, “entonces sucedió lo que nunca antes me había sucedido; el tiempo se detuvo en seco [...] Quedé afuera del tiempo, suspendido en un lugar sin viento, sin murmullos, sin ruido de hojas ni suspiros [...] No sé cuánto tiempo anduvimos perdidos en ese espacio inmóvil” (pp. 145-146). Por su parte, Laura, protagonista del cuento, huye del “final del hombre” y anhela el final del tiempo; es “cuando se gaste el tiempo” que Laura y su primo marido se “quemar[án] el uno en el otro”, para así entrar en el “tiempo verdadero”, “convertidos en uno solo”.20 Ambas experiencias de amor-comunión de pareja en Garro se han interpretado generalmente como prueba de la imposibilidad de alcanzar cualquier estado de plenitud, cualquier escapatoria al dolor provocado por la existencia misma —en particular las injusticias sufridas por seres marginados—, en vida o en el mundo limitante y limitado donde rige el tiempo cronométrico. Esta conclusión ha dejado a muchos insatisfechos, en particular aquellas interpretaciones que entienden la realización de estas parejas (y lo que implican: comunión, amor, fin del miedo o satisfacción) como una fuga que deja el mundo imperante funcionando tranquilamente sin aquéllos que transgreden las leyes del tiempo sucesivo. Lectores en busca de una emancipación femenina se han visto decepcionados en tanto que Laura y Julia son raptadas por hombres que seguramente las aman, pero también las condenan a vivir fuera del tiempo. Pero esto sólo se vuelve problemático, de acuerdo con Garro, si pensamos que estas mujeres viven en un tiempo actual, un tiempo histórico. La escritora poblana establece una dinámica en su escritura en donde la inercia y la falta de imaginación hacen que la historia se repita; de modo que, si seguimos esta lógica, aquellos seres que sí son imaginativos viven fuera de la historia. Es por esto mismo que las respectivas parejas de Julia y Felipe, Laura y su primo-marido entran precisamente en un tiempo
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Elena Garro, “La culpa es de los tlaxcaltecas”, en La semana de colores, en Obras reunidas. Cuentos, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, t. I, p. 30.
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mítico al escaparse juntos, uno que se concibe como antagónico al tiempo histórico y, por tanto, incapaz de influir, provocar o sugerir un cambio social. Cierto es que es una llamada cautelosa de transformación social y nadie pondría en duda que a veces los resultados de actuar o cambiar la situación pueden ser catastróficos (pensemos, por ejemplo, en Isabel Moncada convertida en piedra por todos los tiempos); sin embargo, tampoco podríamos decir con toda certeza que Garro condena a sus personajes a vivir ciclos atávicos. Julia, Felipe, Laura y su primo fracturan el ciclo al romper con el tiempo sucesivo e histórico, dado que, en un caso, nunca más se vuelve a saber de ellos y, en otro, entran a lo que se denomina el final del tiempo. El pueblo de Ixtepec ejemplifica de manera convincente cómo la falta de ilusión e imaginación lleva a la inercia y a una repetición de tiempos tal, que parece que, en palabras del narrador, se ha “abolido el tiempo”. Al repasar su pasado en las primeras páginas de la novela, el pueblo-narrador hace hincapié en un ciclo recurrente y constante de violencia (conquistas, saqueos y represiones no distantes al momento del régimen del general Rosas), notablemente ausentes de marcadores históricos; es decir, de fechas, nombres o datos. En Ixtepec no predomina el discurso histórico sino el de la memoria que se presenta como un discurso que compite con el histórico. Ixtepec está condenado a su memoria y “a su variado espejo” (p. 11); escribe Garro: “la memoria contiene todos los tiempos y su orden es imprevisible” (p. 16). Garro entendía perfectamente que la historia de México es una narrativa. Aceptarla y vivirla, cerrándose a la ilusión y la imaginación, lleva a la inercia que tiene Ixtepec condenado al hecho de que “el porvenir era la repetición del pasado” (p. 65). Ute Seydel sugiere que los días se petrifican en Los recuerdos del porvenir porque la violencia es constante; yo creo, con James Mandrell, que tiene que ver con la apatía de la población, la no-resistencia, el aceptar vivir con miedo y de resistir la ilusión, vivir sin ilusión.21 La llegada
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Cf. Seydel, op. cit., y James Mandrell, “The Prophetic Voice in Garro, Morante, and Allende”, Comparative Literature, 1990, núm. 3, pp. 227-246.
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de Felipe Hurtado a Ixtepec es decisiva porque intenta (sin éxito) romper la inercia que tenía cautivado al pueblo. El forastero con su “mirada llena de paisajes extraños” (p. 145) es de origen y naturaleza misteriosos para todos; será él quien traiga la ilusión al pueblo mediante el teatro y su huida con Julia, pues ¿qué podría ser la desaparición de Felipe y Julia sino una ilusión que marca la posibilidad de otro tiempo, otra forma de ser en el mundo? Mas las lecciones no serán asimiladas por Ixtepec. Cuando en vez de representar la obra de teatro que planeaban los Moncada junto con Hurtado, actúan en la fiesta organizada para engañar a Rosas, los resultados son desastrosos y desembocan en más violencia. Otro personaje clave para mi lectura de Los recuerdos del porvenir es también un extraño, mas éste no es forastero. Juan Cariño vive la ilusión de tal modo que es nada menos que el loco de Ixtepec. Si la reacción del pueblo a la violencia recurrente es idéntica e inmutable, es Cariño quien usa el lenguaje desvinculado de la narrativa para combatirla. Diario, Juan Cariño intenta devolver las palabras a los diccionarios (albergados en el prostíbulo donde vive) para evitar catástrofes, pues cree que las palabras son peligrosas porque existen por sí mismas, de tal forma que si se escapaba la palabra “ahorcar”, la buscaba para evitar que los malos se apoderarán de ella y apareciera un colgado en las trancas de Cocula. La idea de que la palabra escrita esté en manos del loco del pueblo (que se hace llamar el presidente de la República) reafirma la noción de que no hay historia escrita en Ixtepec. Nadie más que el loco se preocupa por la relación entre las palabras y los hechos. ¿No será el loco la clave para descifrar la condena de Ixtepec? Al censurar su forma de concebir la relación entre las palabras y los hechos, se niega que haya otras formas de escribir la historia, las cuales podrían liberar a Ixtepec de repetir el “recuerdo del porvenir por los siglos de los siglos” (p. 292).
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“en un olvido voluntario” “Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme” (p. 11). Estas palabras, enunciadas por el narrador al comienzo de Los recuerdos del porvenir, subrayan la importancia no del recuerdo, sino del olvido. Al ser el pueblo de Ixtepec el narrador de los sucesos de la novela, se sugiere la posibilidad de conocer las historias (si no la historia) del poblado, mas al conocer la susceptibilidad del narrador, así como los vericuetos de la memoria, tanto individual como colectiva, se entiende que no todo se puede recordar y mucho menos contar, pese a la aparente repetición de los tiempos. Esta paradoja y la incertidumbre que nos provoca recuerdan que la memoria es imprecisa, engañosa y selectiva, constituida en los intersticios del olvido. Asomarnos al olvido, por tanto, como el otro lado de la memoria, como la postal que voltea Laura en “La culpa es de los tlaxcaltecas” para descubrir otro tiempo y otro ser, nos permite examinar las posturas contestatarias y originales de Garro frente a sus pares, quienes eclipsaban a todos aquéllos que no concebían como astros de su galaxia. Estudiar el olvido, además, nos ilumina sobre el estado del poblado de Ixtepec que poco importa si realiza o no su propia versión de la historia, pues sus habitantes viven fuera de la historia —oficial u otra— relegados, abandonados, olvidados. Porque duele recordar, el narrador anhela olvidar, volverse polvo para perderse en el pueblo en vez de ser su cronista renuente. Como lectores, independientemente de las palabras del narrador, sabemos que Ixtepec ha sido olvidado: el pueblo vive sitiado bajo un régimen militar y el tren que viaja diario de México invariablemente llega vacío. Revisitar Los recuerdos del porvenir a partir de estas dos vertientes del olvido nos permite contemplar el corpus más amplio de Garro y sus posturas, siguiendo la pauta de Biron, es decir, situando la obra en su contexto literario e intelectual y tasando la visión contestataria de la escritora frente a aquellos intelectuales preocupados por escribir literaria e históricamente 75
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la historia monumental de la posrevolución o que, cuando menos, pensaron que tenían el derecho de monopolizar la forma como se narraba la nación y la mexicanidad. Al recriminar a los voceros de la historia oficial y monumental, Garro contraría la manera en que su versión de los hechos se presenta como única, incuestionable y dominante. Es de notar, por tanto, cómo en Los recuerdos del porvenir Garro explicita con declarado énfasis cómo el pueblo de Ixtepec, al ser éste el narrador de la novela, decide conscientemente recuperar del olvido la historia particular de Ixtepec que elige rememorar y narrar, dejando a otras languidecer en el olvido. Así lo explica Margarita León, retomando la novela misma: “la memoria es ‘imprevisible’, contiene ‘todos los tiempos’, se despliega con libertad de manera casi arbitraria, retoma fragmentos de ese vasto predio que es el olvido, el silencio, y al ‘nombrar’ a los Moncada, elige a los protagonistas de esa historia que pretende construir”.22 El nombre sobrevive porque el narrador ha decidido nombrar y salvarlo; dicho de otro modo, Ixtepec rescata ese nombre del olvido, a diferencia, por ejemplo, de los muchos indios —anónimos— que amanecen ahorcados en las trancas de Cocula. Entendida de ese modo, la historia oficial, patria o monumental, se distingue de la individual según lo que se elige rememorar o, si se quiere, según aquello que se condena al olvido. Y si las decisiones sobre qué reconstruir del olvido responden a las necesidades del presente, tanto para el medio siglo del xx como para hoy, los olvidados en cualquiera de los casos son los más marginados. No obstante, la historia también está repleta de recuerdos sesgados. Bien conocida es la decisión de Isabel Moncada de transgredir las normas morales de Ixtepec al volverse la amante del general Rosas en un intento por salvar a sus hermanos y recuperar el mundo imaginado de su infancia. Esta idea de Isabel —alguna vez recordada por el narrador— será olvidada cuando se graban las palabras de la sirvienta Gregoria en su cuerpo petri-
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León, op. cit., p. 23.
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ficado. La lectura moral sobre la desgracia y traición de una mala mujer condena a Isabel a ser recordada para siempre de esta manera, pese al hecho de que el narrador claramente tiene una visión menos parcial de la joven. El cuerpo petrificado de Isabel es, sin duda, el máximo símbolo del estado —en apariencia irremediable— de estasis en que ha caído Ixtepec. Para el pueblo, así como para sus habitantes, el futuro se concibe como la repetición del pasado, reafirmando la idea de que la estasis es la fuerza dominante en el poblado. El tiempo circular que propone Garro es, por supuesto, una respuesta al tiempo lineal del progreso que apuesta por un futuro necesariamente mejor. Pero también es cierto que, al apostar por un pasado idealizado mediante la nostalgia —la única fuerza capaz de romper la monotonía del tiempo circular que cancela la ilusión y las posibilidades prometedoras de un futuro distinto—, la ficción de Garro condena a sus personajes a fracasar en el presente. La estrecha relación entre la nostalgia, la memoria y el olvido nos da pautas para comprender la división respectiva de todos los personajes de la novela (pensemos en el ejemplo citado antes de Isabel, tal como se narra con vida versus cómo será recordada póstumamente), al igual que puede ayudarnos a descifrar la fragmentación colectiva de Ixtepec. En efecto, recordar y olvidar están relacionados de forma íntima con el empleo del lenguaje y del silencio, son las preocupaciones de Garro sobre las cuales construye su novela. ¿Qué o quién(es) hemos de recordar de Ixtepec?, ¿y quién recuerda o recordará?, ¿quién habla? y ¿quién se calla? La palabras ambiguas y vagas del inicio de Los recuerdos del porvenir, con frecuencia citadas, nos animan a hacernos estas preguntas: “Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga” (p. 11). Escribe Margarita León a modo de respuesta: “Nombrar a los Moncada, es nombrar a quienes —no obstante estar ausentes— sobreviven, precisamente, vía la evocación de su nombre”.23 No obstante, existe evidencia textual de que el episodio trágico
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narrado en las páginas de la novela es uno entre muchos y, en última instancia, no transformará al pueblo de Ixtepec. Al trazar los orígenes del poblado, el pueblo-narrador desmiente la posibilidad —tanto en el pasado como en el futuro— de que alguna vez se viviese mejor. De hecho, es la violencia lo que une los distintos momentos históricos, creando la ilusión de que la historia del pueblo es una de interminable violencia en un presente eterno: “En cualquier día de mi pasado o mi futuro siempre hay las mismas luces, los mismos pájaros, y la misma ira. Años van y años vienen y yo, Ixtepec, siempre esperando” (p. 268). Si la inercia o estasis de Ixtepec se ve interrumpida en ocasiones por la nostalgia, la espera es constante. Incluso, la condición de espera se ha vuelto un estado tan perenne para el pueblo que ha perdido noción de qué aguarda. Cuando en la segunda parte de la novela irrumpe la revuelta cristera, el narrador se pregunta: “¿Qué esperábamos? No lo sé, sólo sé que mi memoria es siempre una interminable espera” (pp. 157-158). Poca duda nos queda de que el estado de espera permanente reafirma el hecho de que nada ha cambiado estructuralmente en Ixtepec, sino que su gente continúa experimentando nostalgia por un pasado utópico renovado en el presente u otro más revolucionario y centrado en el futuro. En cualquiera de los casos, Ixtepec prosigue abandonado. Es innegable entonces que existe una conexión en la narrativa de Garro entre la ilusión o imaginación, que a su vez tiene estrecha relación con el arte literario (el quehacer teatral de Felipe Hurtado, la lectura de Bernal Díaz del Castillo de Laura, las palabras vivas de Juan Cariño, los versos de Manrique que oye Leli) y con las concepciones disyuntivas del tiempo. También lo sugiere Octavio Paz cuando propone que la poesía está desligada del tiempo, pero su lectura forma parte de un proyecto para el futuro de México. Garro discrepa; en su obra, los gestos al futuro terminan en fracaso, como sería, por ejemplo, la insistencia en la espera, que se repite una y otra vez sin dejar fruto alguno. Más cerca de la propuesta de la narradora poblana estaría aquella sugerida por Eliot en los versos que siguen a los que cité en el epígrafe: “Así, mientras la luz cae/en una tarde de invierno, en 78
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una capilla apartada/la historia es ahora e Inglaterra”.24 Es decir, pasado y futuro no se conciben más allá que en el presente y la historia podrá seguir siendo la versión dominante y oficialista, o puede incorporar la memoria de los seres concebidos como ilegibles; dependerá de cómo ordenamos los momentos sin tiempo. Sugiero que para leer y valorar la obra de Garro en su contexto y en nuestro momento, es indispensable entender por qué “Elena Garro es ilegible para México”.25 Lo es, en parte al menos, por un corpus que critica el discurso imperante (de Paz y compañía) sobre qué es legítimo en México y en la modernidad, tanto en términos de concebir el tiempo como de discurrir o narrarlo. Lejos de ser anti-moderna, Garro se opone a la univocidad de las lecturas imperantes en México. Como sugieren las palabras de Marder y Chesneaux que cité al principio de este capítulo, Garro es plenamente moderna al emplear la evocación de la fluidez temporal para articular y clamar la justicia individual. Cuando leemos en Garro la interrogación “¿Qué esperábamos?”, pienso en las palabras de Reyes Mate que elegí como epígrafe para este trabajo: “alguien ‘nos está esperando’: ha sido anterior a nosotros pero no ha quedado atrás sino que se nos ha adelantado. ¿Quién es ése?”. Responde el filósofo español, siguiendo a Theodor Adorno: “Las víctimas, el ejército de perdedores, todos aquellos que no pueden descansar tranquilos porque se les ha privado de su dignidad. Si nos esperan es porque tienen una factura que pasarnos, tienen unos derechos pendientes que nosotros debemos saldar”.26 Recordar a las víctimas como nos instiga a hacerlo Elena Garro, nos obliga a labrar por un futuro libre de atavismos o serpientes que se muerden la cola.
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T. S. Eliot, “Little Gidding”, en Poesías reunidas 1909-1962, trad. José Ma. Valverde, Alianza, Madrid, 1979, pp. 189-219. 25 Biron, op. cit., p. 14. 26 Manuel Reyes Mate, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, p. 154.
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Cuando ampliamos el espectro de nuestra lectura de Garro, podemos empezar a trazar cómo sus ideas sobre la inhabilidad o insuficiencia de vivir en el tiempo, de extraerle significado o de expresarlo inclusive, se revelan como preocupaciones modernas que van más allá de una concepción individual o nacional del tiempo. Se trata de una propuesta, además, que puede ayudarnos a entender nuestra compleja relación con el tiempo y nuestra tarea —hoy más urgente que nunca— de reflexionar sobre nuestros propios gestos (¿modernos?) hacia el futuro.
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la PotenCia del no. el libro vacío, de josefina viCens
Claudia L. Gutiérrez Piña Universidad de Guanajuato
Que no se perciba la existencia del hueco. Que no sea ir poniendo, rellenando, dejando caer, sino un transformar, hasta que sin tema, sin materia, el vacío desaparezca. josefina viCens
J
osefina Vicens figura en el panorama literario mexicano con la contundencia de la palabra justa y entrañable. Su pluma no fue prolífica, pero sí exacta. Le bastaron dos novelas —El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982)— para fijar su nombre como ineludible al momento de pensar la novela mexicana del siglo xx.1 Con su primer título, El libro vacío, el cual le valió el premio Xavier Villaurrutia en su tercera entrega, Vicens inauguró
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Vicens publicó también el cuento “Petrita” (1984) y la obra de teatro “Un gran amor” (1962). Fue, además, una prolífica guionista. Para la revisión de estas facetas, véase Maricruz Castro y Aline Pettersson (eds.), Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, Toluca, 2006 (Desbordar el canon).
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una dinámica narrativa que no sería afín a los escritores mexicanos hasta llegada la década posterior. El libro vacío teje la historia de José García, hombre atormentado por la batalla diaria que libra con su deseo de escribir. No porque no escriba, sino por su lucha para encontrar la palabra justa, la anhelada. En este sentido, la novela hace de la reflexión de la escritura su centro. Después de Vicens vendrán otros escritores, entre los que destaca la figura emblemática de Salvador Elizondo, quien comparte esta preocupación y hará de ella el eje de su producción literaria. Lo cierto es que, como acota Jorge Ruffinelli, antes de Vicens “no se había dado en la narrativa mexicana [...] este obsesivo y radical cuestionamiento de la escritura”.2 Si Elizondo articula en la figura de su escriba la problemática de una escritura que se piensa a sí misma, Josefina Vicens con El libro vacío es un parteaguas en la literatura mexicana, no sólo en términos de las estrategias narrativas utilizadas —que son llevadas por Elizondo al límite—, sino en su búsqueda por revelar la función de la escritura autorreflexiva. Éste, entre otros elementos, es el punto donde reside la muy comentada modernidad de la novela de Vicens. Sarah Pollack ha abundado al respecto, en su caso, al establecer una relación entre la escritora mexicana y uno de los pensadores más influyentes en el marco de las reflexiones a propósito del lenguaje literario que signaron la segunda mitad del siglo xx: Maurice Blanchot. Pollack acota atinadamente que no se trata de una influencia, ni siquiera de un diálogo, sino de una coincidencia, una empatía: Aunque no hay indicios de que Vicens haya leído a Blanchot, ni él a ella [...] hay una clara empatía entre la novela de Vicens y la experiencia del lenguaje literario que desarrolla Blanchot, muy propia de la época, que la crítica ha ignorado. El proyecto de Vicens anticipa en México una actitud frente al lenguaje literario —principalmente el de la obra como negatividad— que
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Jorge Ruffinelli, “Josefina Vicens: triunfo de la escritura”, Sábado, suplemento cultural de Unomásuno, 6 de octubre de 1984, núm. 362, p. 8.
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reaparecerá en distintas tendencias de la teoría francesa [...] durante la segunda mitad del siglo xx [...] A más de cincuenta años de su publicación, el atender a estos ecos que reverberan en los vacíos que son centrales en la obra de ambos sirve para reconocer a Vicens la extraordinaria modernidad de su texto, así como su lugar sin precedentes en la tradición literaria mexicana.3
Ese espacio “sin precedentes” que ocupa El libro vacío en la tradición literaria mexicana ha sido también apuntado con insistencia entre la crítica.4 Para Fabienne Bradu, “mucho del lugar tan especial que ocupa la literatura de Vicens en México se debe, además de su mérito personal, a sus antecedentes o falta de antecedentes en la narrativa mexicana”.5 Ignacio M. Sánchez Prado secunda estas observaciones al advertir sobre “la dificultad de clasificar El libro vacío y de constatar el hecho de que carece de tradición hacia adentro de la literatura mexicana”.6 La acotación de esa búsqueda “hacia adentro” de nuestra tradición es, en definitiva, el punto nodal para dimensionar la modernidad de El libro vacío, porque obliga también a pensarla desde la otra cara y extenderla, como bien ha puntualizado Raquel Mosqueda, no sólo en términos de la puesta en perspectiva con otras tradiciones,7 sino en el entendido de la universal relación que plantea entre
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Sara S. Pollack, “La nada y sus contextos: la ausencia de la obra en El libro vacío de Josefina Vicens”, Revista de estudios hispánicos, 2011, núm. 45, p. 620. 4 Los acercamientos críticos a la obra de Vicens han seguido distintos caminos: perspectivas sociológicas, psicoanalíticas, hermenéuticas y los estudios de género se encuentran entre ellos. 5 Fabienne Bradu, “José García soy yo”, Diálogos. Artes, letras, ciencias humanas, 1985, núm. 8, p. 29. 6 Ignacio M. Sánchez Prado, “La destrucción de la escritura viril y el ingreso de la mujer al discurso literario: El libro vacío y Los recuerdos del porvenir”, Revista de crítica literaria latinoamericana, 2006, núm. 63-64, p. 153. 7 El libro vacío ha sido relacionado, por ejemplo, con Flaubert (Bradu, art. cit.), Kafka (María del Rosario García Estrada, “Josefina Vicens o la primera posibilidad”, en Estudios de literatura mexicana. Segundas jornadas internacionales “Carlos Pellicer” sobre literatura tabasqueña, Gobierno del Estado de Tabasco, Villahermosa, 1992, pp. 177-184) e incluso con Ray Bradbury (Eve Gil, “La imposibilidad de la novela como potencial literario”, Casa del tiempo, 2005, núm. 74, pp. 57-60).
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el hombre, su palabra y sus silencios: “el ‘linaje’ de Vicens debe buscarse más allá de nuestras fronteras, esto es, no sólo por sus preocupaciones o su manera de resolverlas, sino por una suerte de ambición común: la de hacer de la escritura un modo de callar”.8 Mosqueda hila esta condición en términos de la cercanía que encuentra entre Vicens y otras escritoras latinoamericanas, caso de Clarice Lispector y Silvina Ocampo, pero también en un sentido de actitud, de mirada y de sensibilidad común: la escritura vista como una potencia siempre latente que se tensa entre la palabra y el silencio. Esta dimensión nos permite pensar y confirmar no sólo la modernidad tan mencionada de la escritura de Vicens, sino su universalidad, en el sentido que proyecta una de las declaraciones de la autora: Todos tenemos un secreto que nos deleita o nos atormenta. La vida de José García es como una corriente, pues no voy a dejar caer la balanza sólo en su problema de escribir o no escribir, dejando de lado todo lo que conforma la vida de un ser humano. Esto le permite seguir viviendo, enfrentando su problema de escribir o no escribir. Tiene un problema que ni siquiera es literario. Él necesita escribir. No piensa “voy a hacer literatura”; se dice: “voy a expresarme, tengo necesidad de decir algo”. Eso me pasa a mí; si tuviera que contar mi vida exacta, también la llenaría de problemas como esos de José García. Sería una especie de fruto doloroso, a veces podrido, a veces reluciente, dentro de una vida que rodea a ese problema que a uno lo está cercando constantemente.9
José García es un personaje entrañable porque nos confronta, en sus propias palabras, con “ese profundo momento en que algo, no se sabe qué,
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Raquel Mosqueda, “Josefina Vicens: el derecho al silencio”, en Rafael Olea Franco (ed.), Doscientos años de narrativa mexicana. Siglo xx, El Colegio de México, México, 2010, vol. 2, p. 202. 9 En entrevista con Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas, “Josefina Vicens habla de El libro vacío”, La colmena, 2011, núm. 71, pp. 27-28.
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está ocurriendo dentro del hombre que trata de expresarse”.10 La belleza de este personaje radica en el efecto que promueve: el de una emotiva confrontación entre el hombre y su palabra, una relación que, en efecto, a veces es dolorosa y a veces luminosa. En este sentido, el acercamiento que propongo pretende plantear este dilema encarnado por la figura de José García en relación con su escritura. La estructura textual de la novela se desarrolla en una dinámica de desdoblamientos y dualidades sobre la que ya han abundado otros críticos.11 Baste recordar que José García tiene dos cuadernos: el cuaderno uno es aquel que leemos, en el cual el personaje vuelca sus ideas, con la pretensión de rescatar de ahí “lo que sirva” para llevarlo al cuaderno dos, el que sería el libro definitivo y anhelado, pero que permanece vacío. El título de la novela refiere a un vacío también doble, o bien, ambivalente: es el blanco que inunda el cuaderno dos de García, el libro no concretado, pero también apela al supuesto vacío que el personaje reconoce en su cuaderno uno, por estar “lleno de cosas inservibles” (p. 29). En esa conmovedora búsqueda de acceso a la escritura se sostiene la compleja configuración de José García, porque desde su aparente sencillez, su “no tener qué decir”, teje reflexiones que son noda-
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Josefina Vicens, El libro vacío, en El libro vacío/Los años falsos, 2ª ed., pról. Aline Pettersson, Fondo de Cultura Económica, México, 2006 (Letras Mexicanas, 140), p. 194. Todas las citas al texto corresponden a esta edición. En lo que sigue, registraré el número de página en el cuerpo del texto. 11 A mi parecer, uno de los mejores acercamientos a esta característica de la novela es el de Adriana Gutiérrez, quien reconoce una estructura dinámica dual que se rige por la disposición de dos modos discursivos: el narrativo y el crítico: “todos los elementos que conforman la estructura dinámica que es El libro vacío están permeados por una dualidad que marca, incluso, la noción de literatura que subyace a la obra: uno de los grandes logros artísticos del texto de Vicens es precisamente el de crear una tensión constante entre dos discursos: uno crítico, profundamente reflexivo, y otro más narrativo, que alcanza momentos francamente poéticos. El libro vacío nace de la dualidad que se establece entre reflexión y concreción artística” (“Dualidad de la escritura y en la escritura: El libro vacío, de Josefina Vicens”, Mester, núm. 2, 1991, p. 53).
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les para el sentido de la escritura literaria. En esta dinámica establecida entre García y sus cuadernos se concentra la intención que reconozco como condicionante en la propuesta narrativa de Vicens: problematizar la escritura en vilo entre la potencia y el acto, para generar una suerte de intersticio por el que se filtra un silencio que habla.
de la PotenCia y el aCto En “Bartleby o la contingencia”, texto escrito a propósito del personaje de Herman Melville, Giorgio Agamben hace un recorrido por la figura del escriba que transita por reflexiones del discurso filosófico, teológico y literario. El punto de partida es el pasaje del Organon de Aristóteles, donde compara el nous (el pensamiento en potencia) con una tablilla de escribir en la que nada está escrito. Agamben, siguiendo a Aristóteles, reconoce en la imagen de esta tablilla de cera, utilizada antes del uso de la hoja, la tinta y la pluma, como la representación del modo de existencia del pensamiento como potencia pura, la potencia de ser o hacer, la potencia de escribir, no sin advertir que “toda potencia [...] es siempre, de hecho, para Aristóteles, al mismo tiempo potencia de no ser o de no hacer”.12 Esa “potencia de no” funciona como hilo conductor para la lectura que Agamben hace sobre el emblemático personaje de Melville, al cual propone leer en analogía con esa tablilla, por representar una suerte de “potencia perfecta” en su negativa a la escritura (y a todo acto en realidad), articulada en la indeterminación de su fórmula I would prefer not to. Más que el gesto de Bartleby, el texto de Agamben me da pie para pensar en el modo de articulación del personaje en el universo literario de Vicens: José García, quien es modelado en función también de esa “potencia
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Giorgio Agamben, “Bartebly o la contingencia”, en Preferiría no hacerlo. Bartleby, el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, trad. José Luis Pardo, Pre-Textos, Valencia, 2011, p. 98.
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del no”. Pero no en un sentido puro, como Bartleby —porque finalmente José García sí escribe—, sino en un estado intermedio, como si fuera una suerte de bisagra, entre la escritura como potencia y como acto. El dilema de escritura de García es el punto de unión entre el cuaderno donde la escritura se realiza, es decir, donde es acto, y el otro, esa tablilla de cera que permanece vacía, o sea, donde la escritura permanece en términos de potencia. La relación entre ambos cuadernos también es indisoluble, porque lo que es escrito en el cuaderno uno lo es en función de lo que no es escrito en el cuaderno dos. Lo importante es que entre uno y otro —acto y potencia— se genera un intersticio, un punto de fuga que logra concretar lo no dicho desde el vacío. Trataré de explicar esto con el mismo Agamben. Pensar en la potencia es, como acota el filósofo italiano, “lo más difícil de pensar”, porque “una experiencia de la potencia en cuanto tal es siempre una potencia de no (de no hacer o de no ser algo), la tablilla de escribir tiene que poder también no estar escrita. Y es aquí donde todo se complica. En efecto ¿cómo es posible pensar una potencia de no pensar?”.13 O bien, considerando a José García, ¿cómo es posible escribir una potencia de no escribir? Agamben recurre nuevamente a Aristóteles y a la solución que él mismo construyó para esta aporía: Aristóteles enuncia su célebre tesis del pensamiento que se piensa a sí mismo, que es una suerte de camino intermedio entre pensar algo y no pensar nada, entre potencia y acto. El pensamiento que piensa en sí mismo no piensa un objeto pero tampoco es que no piense nada: piensa una pura potencia (de pensar y de no pensar); la mayor divinidad y la mayor felicidad pertenecen a aquel que piensa su propia potencia [...] ¿qué significa que una potencia se piense a sí misma? ¿Cómo es posible que una tablilla para escribir en la que nada hay escrito se vuelva sobre sí misma y se impresione?14
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Ibid., p. 105. Ibid., p. 107.
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El libro vacío puede funcionar como una respuesta a esta última pregunta que, trasladada al dilema que rige la escritura de José García, parece ser formulada de la siguiente manera: ¿cómo es posible que un libro en el que nada está escrito vuelva sobre sí y se impresione?15 La respuesta está, como se advierte en la cita anterior, en el gesto de la autorreflexividad que domina la configuración narrativa de la novela de Vicens. El sentido de la autorreflexividad se muestra, según acota Manuel Asensi, como una suerte de “matriz generadora de conceptos”16 que, en gran medida, condicionó el modo de pensar el lenguaje literario en la segunda mitad del siglo xx.17 Podemos reconocer en la configuración narrativa de El libro vacío el predominio de esta operación que se proyecta en distintas direcciones: 1) en la relación escritor-escritura, centrada en la pugna de José García por encontrar la palabra exacta para lo que quiere ser expresado: “¡Otra vez las palabras! ¡Cómo atormentan!” (p. 43); 2) en la naturaleza de la escritura, por ejemplo, en las alusiones al lenguaje escrito, en contraposición con la oralidad y el pensamiento:
15
Guardo el término elegido por Agamben, que cobija la connotación del verbo: “Exponer una superficie convenientemente preparada a la acción de las vibraciones acústicas o luminosas, de manera que queden fijadas en ella y puedan ser reproducidas” (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Espasa, Madrid, 2014, s.v. “impresionar”. Disponible en http://dle.rae.es/?id=L6rbKVw). Resalto el uso del verbo porque es determinante para la idea construida, ya que la impresión se da por efecto de una fuerza que no es la de la materialidad de la pluma y la tinta, o el punzón si conservamos la analogía de la tablilla de cera, sino por un agente eminentemente sensible, factor condicionante del efecto de autorreflexividad que trato en lo que sigue. 16 Manuel Asensi, Los años salvajes de la teoría. Ph. Sollers, Tel Quel, y la génesis del pensamiento posestructuralista francés, Tirant lo Blanch, Valencia, 2006, p. 267. 17 Sin el sentido de la autorreflexividad no puede entenderse la dinámica del pensamiento teórico francés, estudiado por el mismo Asensi en el marco de la revista Tel Quel, la cual congregó, entre otros, a Philippe Sollers, Michel Foucault, Jacques Derrida y Roland Barthes.
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“la expresión oral y el pensamiento tienen una esencia efímera que no compromete. Lo que da una impresión de informalidad e inconsistencia es la frecuente rectificación de los conceptos que se consignan por escrito, como supuesto fruto de largas y concienzudas meditaciones” (p. 191); 3) en el texto mismo, con la descripción de la dinámica de escritura de los dos cuadernos: “Hoy he comprado dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles” (p. 29); 4) en lo escrito, con el ejercicio de regresar sobre lo que ha quedado fijo en la página para comentarlo, rectificarlo, someterlo a juicio: “Falso, todo falso. El encuentro con lo que he escrito algunos días antes, siempre me desagrada” (p. 95).18 Todas estas marcas describen de forma sucinta la dinámica de autorreflexividad que opera en El libro vacío. La pregunta planteada entonces líneas arriba recala en el modo de entender el para qué de este recurso, que apunta al dilema rector en las disquisiciones de José García. La problemática de la imposibilidad de la escritura confesada por el personaje se asienta entre lo que escribe en función de lo que no escribe, de ahí la centralidad del cuaderno vacío, dada desde el título de la novela. La paradoja es que eso “no escrito” encuentra un modo de “realización no efectiva”, por llamarlo de alguna manera. Los recursos de la autorreflexividad descritos arriba funcionan para
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Tomo como guía el ejercicio que Asensi elabora con Drame de Philippe Sollers, para reconocer la participación de lo que denomina la hiper-auto-reflexividad, donde distingue los usos de distintos grados de autorreflexividad textual. Cabe acotar que Asensi reconoce en el texto de Sollers, publicado en 1965, un espacio emblemático para el desarrollo en la tradición de la novela francesa en el uso de estos recursos. Acotación que redunda en la visionaria perspectiva de Vicens, quien, siete años antes, practicara estas mismas estrategias de escritura.
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generar ese intersticio que he planteado, como una hendidura que promueve una suerte de escritura no materializada, pero sí realizada. Agamben, al respecto de esta paradoja, propone un modo de que esa tablilla de cera en la que hay nada se impresione. Lo explica, ahora, a partir de Alberto Magno: “La escritura del pensamiento no es aquella en la cual una mano extraña mueve la pluma que graba la dócil cera: sucede más bien que, en el momento en que la potencia del pensamiento revierte sobre sí misma, y la pura receptividad siente, por así decirlo, el propio no sentir, en ese momento [...] es como si las letras se escribiesen solas en la tablilla”.19 La autorreflexividad de El libro vacío opera en este sentido, para lograr el efecto de que ese vacío “se escriba solo”. El problema para el tratamiento de la autorreflexividad, llevada al terreno de la literatura, es que “resulta prácticamente imposible demostrar si nos encontramos ante un acto sensible o inteligible”.20 Asensi hace esta observación partiendo del concepto de la reflexión, como efecto óptico en el que cuando un objeto refleja a otro objeto hace que la luz vuelva sobre sí, es decir sobre el objeto reflectante, y revele así su propia estructura. En el discurso literario, la reflexión, convertida en autorreflexión, implica hacer del proceso productivo y de su estructura el medio y fin, de ahí que suponga una marcada “intelectualización” del ejercicio escritural que en muchos casos deriva en estructuras complejas —como sucede, por ejemplo, en las propuestas de Elizondo o de Sollers— que promueven ese sentido “sensible” al que alude Asensi, traducido en el efecto de desdoblamiento, de refracción o de abismamiento. Algo distinto pasa con El libro vacío y donde advierto uno de sus grandes logros, porque el efecto que promueve se manifiesta mayormente en el terreno de la pura receptividad. Es decir, Josefina Vicens en realidad no recurre a una estructura intrincada, si la comparamos con otros ejercicios
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Agamben, op cit., pp. 108-109. Asensi, op. cit., p. 268.
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autorreflexivos de la literatura. Me parece que es porque la complejidad estructural no domina el plano narrativo, sino el discursivo y la entidad que lo encarna. José García es esa estructura compleja capaz de generar en el discurso aquella “fisura” de la que hablaba Roland Barthes. El recurso desde la que la promueve: la negación.
la neGaCión El dilema que enfrenta José García se concentra en una búsqueda claramente definida por el personaje, la cual se puede traducir en el ideal del libro que, sin embargo, dice estar seguro no poder alcanzar: Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? (p. 30).
Perfilar las condiciones ideales de una escritura pero anulando la posibilidad de su efectiva realización es el juego para la apertura. Hay una dinámica que se replica en la novela: José García declara la búsqueda o el deseo de dar forma a algo que quiere ser dicho: una situación, un personaje, un ambiente, una sensación, incluso, una conceptualización. Explica cómo serían éstos, es decir, los articula en tanto proyectos, a modo de potencia, para después regresar sobre ellos y negarlos por su “incapacidad” de decirlos en los términos anhelados. Un ejemplo de esto, quizá uno de los más bellos, es el que desata para pedir perdón a su mujer. Para ello, construye un vínculo con otra experiencia: el perdón una vez pedido por su abuela. La memoria atisba en el recuerdo, reconstruye la situación y, entonces, la trunca en el gesto crítico de la autorreflexión: 93
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Veo escritas, escritas por mí estas frases cuyo recuerdo todavía me estremece, y que sin embargo se quedan desnudas, dulzonas, porque no tienen ya, ni puedo lograr que tengan al escribirlas, eso que las hacía respetables y conmovedoras: el temblor de los labios de mi abuela, su grave tono de voz; su negro vestido, pobre y digno; sus manos huesudas, sus gestos cansados. Yo lo sé; dicho así, todo esto no es más que una lista de características que no tienen sentido. Si me fuera posible dar la impresión exacta, conjunta, de lo que se desprendía de aquel porte, de aquella dignidad, de aquel olor especial, de aquel temblor, de aquellos trajes siempre de la misma hechura, de todo aquello que formaba su personalidad discreta, voluntariamente escondida. Si me fuera posible revelar lo que ella trataba de conservar oculto y que no obstante, por su fuerza, surgía con gran vigor; si todo eso me fuera posible, cualquier relato que sobre ella hiciera tendría la intensidad y la medida justas. Pero así no puedo hablar de ella. Sería como desmantelarla, como exhibirla sin recato alguno. No puedo hacerlo. Me pidió perdón un día. Un perdón improvisado y tierno que no olvidaré nunca. Es todo lo que puedo decir (pp. 41-42. Las cursivas son mías).
Cito en extenso este fragmento porque me parece que es un buen ejemplo del funcionamiento de la escritura de José García. La tensión entre el uso del condicional (“si me fuera posible”) y de las formas negativas (“no puedo”), en cuanto al sentido de referencialidad mantiene en vilo el gesto proyectivo de la realización. De esta forma, la referencialidad estricta del discurso niega la presencia de lo que busca ser dicho, pero también acentúa el funcionamiento de aquello que Noé Jitrik ubica precisamente en la negación discursiva: “se diría que si la cosa es negada por el signo, el signo está marcado por la presencia, en su significado, de una ausencia que resulta así la cifra de la significancia, la significación propiamente dicha”.21 En otras palabras, la noción de referencia apunta a cualidades que se declaran ausen-
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Noé Jitrik, “Negatividad y significación”, Tópicos del seminario, 2007, núm. 18, p. 199.
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tes, por estar mediadas por una distancia no salvada entre lo dicho y lo que quiere ser dicho —por ello la elección de los adjetivos “aquello, “aquel”, o el artículo indefinido “lo”—. Sin embargo, los términos negativos hacen acto de presencia para que aquello que se niega se mantenga como el fondo que totaliza el discurso. Esta operación de José García ejemplifica el funcionamiento semiótico de la negación en tanto estructura de la significación, en la cual el elemento negado termina dominando el proceso. Éste es el juego de José García, en quien el lenguaje funciona antes que como un instrumento, como un agente, porque aunque las palabras (el signo) niegan su capacidad para dar la forma deseada a ese referente, el efecto, la receptividad de la figura de la abuela en este caso, es logrado por un quiebre entre lo dicho y lo que eso es capaz de construir: una arquitectura verbal que, en la conjunción de esas “ausencias”, en eso que se declara como una “lista de características que no tienen sentido”, logra afirmar lo que el discurso niega, es decir, un retrato pleno y conmovedor de la abuela. García, incluso, no tiene necesidad de completar la situación que enmarca el gesto del perdón para lograr una “impresión” de su significado. En este sentido, los “términos negativos [...] se quedan en el ‘fondo’ del proceso, como ‘residuos’, pero que están potencializados”,22 o bien, como he señalado con Agamben, traducen la “potencia del no”. Si damos cabida a que esta lógica dirige la articulación discursiva de El libro vacío, la negatividad se funda como estructura de su significación, en función de aquello a lo que da centralidad, o sea, “el libro vacío” de José García, el cual se construiría entonces como una suerte de “residuo potencializado” nutrido por la larga serie de negaciones que lo enmarcan. Aunque con una intención completamente distinta a la que aquí propongo, Enid Álvarez ha advertido también la dinámica de la negación en El libro vacío:
22
María Luisa Solís Zepeda, “La negatividad en el discurso religioso”, Tópicos del seminario, 2007, núm. 18, pp. 83-84.
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José García se impone una serie de mandatos: no usarás el discurso en primera persona, no hablarás del entorno familiar, no usarás la voz íntima, no usarás un lenguaje engolado, y no te detendrás en asuntos de intereses particulares, sólo para mencionar los más importantes. Este conjunto de normas funciona como una especie de contrato que él formula, siempre a partir de una negación.23
Antes que mandatos, considero que las negaciones en El libro vacío son los puntos que rasgan el discurso para hacer emerger la significación. Es extraño que la misma Álvarez identifique esta operación y, sin embargo, reduzca sus alcances: “Caben muchos ‘no’ en un libro vacío, pero no los suficientes para abrir un espacio al sí; para pasar de la negación a la afirmación”.24 Mi perspectiva es complemente contraria, porque la negación funciona precisamente como un agente para potenciar el sentido que, incluso, va más allá de una afirmación. Con ello, lo que importa es lo que José García niega y que prolonga el vacío de su cuaderno. ¿Y qué es lo negado? García lo repite hasta el cansancio, no logra que nazca de su pluma aquello que haga trascender su escritura porque importa a todos: “Yo pretendo escribir algo que interesa a todos. ¿Cómo diría? No usar la voz íntima, sino el gran rumor” (p. 42). En otras palabras, el gran rumor es el que daría voz a la experiencia del hombre desde esa emoción que es “encontrada sin buscarla”, como se acota en la cita con que abrí el presente apartado. Los lectores de El libro vacío reconocemos, sin duda, esa especial sensibilidad que Vicens confiere a José García, más allá del lugar que el mismo personaje se otorga, en los límites de su medianía.25 Porque García se dice
23
Enia Álvarez, “¿Cuántos no caben en un libro vacío?”, en Maricruz Castro y Aline Pettersson, op. cit., p. 115. 24 Ibid., p. 118. 25 Como bien advierte Mosqueda, “llama la atención el empeño de algunos estudiosos en calificar a José García como un individuo mediocre” (op. cit., p. 205) y toma por ejemplos los trabajos de Cano y Robles. Es claro que estas perspectivas responden a las valoraciones que
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imposibilitado para encontrar ese “gran rumor” debido a su condición “común”, de “hombre mediano, con limitada capacidad” (p. 31). Lo cierto es que García es incapaz de reconocer sus alcances, aunque por momentos parezca presentirlos.26 Y, en el ejercicio de esa voz íntima que quisiera acallar, logra precisamente concretar el gran rumor: Estoy diciendo sencillamente, con la misma falta de sentido y de objetivo, pero con el mismo incontrolable impulso y deleite con los que un niño se asoma al brocal de un hondo pozo, grita su nombre y escucha emocionado que aquella misteriosa oquedad lo repite. No lo grita para alguien, no lo repite: lo grita él mismo, lo escucha él mismo, pero su nombre ha sido lanzado a una profundidad de la que regresa con un tono solemne, telúrico y tan distinto de aquél en que fue pronunciado, que te hace pensar no en que es un eco, sino una respuesta o un llamado sobrenatural. Hace entonces, del negro vacío, un interlocutor, y vuelve a gritar su nombre, y luego frases cada vez más largas, cuya repetición escucha atento y conmovido (p. 190).
Su discurso se acoge con ese efecto que hace pensar no en la oquedad en sí, sino en las respuestas que de allí resuenan, en efecto, a modo de un lla-
el personaje da de sí mismo, pero ello no supone dejar de advertir la densidad que subyace en su configuración como personaje y en el discurso que la sostiene. Y es que la condición “común” que articula a este personaje no puede ser leída en la acepción peyorativa del adjetivo, sino en la que hace posible reconocernos en él, quizá con la misma paradoja que construye en su definición del hombre: “la medida cordial de la semejanza. ¡La semejanza! Lo que hace posible el amor” (p. 68), aunque “lo detestamos por lo mismo que él nos detesta, por igual, por inevitable, por semejante. Es decir, por lo mismo [...] que lo amamos” (p. 72). 26 Sandra Lorenzano reconoce también este gesto en el personaje: “José García se sabe un hombre gris, pero es esta misma conciencia la que lo hace diferente, esta doble mirada: mirada del que se mira mirando, y es consciente de la distancia que separa la realidad de su deseo” (“Josefina Vicens. Sobrevivir por las palabras”, en Elena Urrutia (coord.), Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, Instituto Nacional de las Mujeres / El Colegio de México, México, 2006, p. 89).
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mado que se dirige al sentido potencial de la negación y de su paradoja. En las primeras líneas de este escrito referí la novela de Vicens como un tejido de reflexiones que son nodales para el sentido de la escritura. Y nuevamente en ello se involucra la potencia de la negación que encarna García. Él no es, no se asume como un escritor, como un artista. No se plantea, como la misma Vicens señaló, “un problema literario”; sin embargo, lo formula en su condición más esencial: ¿para qué escribir? La respuesta de García aparece incluso de manera temprana: escribe porque no puede dejar de hacerlo, por necesidad: “Sólo queda esta atormentada necesidad de escribir algo, que no sé lo que es” (p. 48). Con ello hace manifiesta una de las preocupaciones más acendradas que dan sentido a la escritura y a la escritura literaria en particular. A lo largo del discurso de José García aparecen de manera insistente dos verbos: entender y explicar: “Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo” (p. 39); “Necesito explicarlo” (p. 43); “Tal vez la podría explicar, pero sé que entonces la idea crecería, se ensancharía [...] ¡Cómo me gustaría poder trasladarla y explicarla, sin hacerle el menor daño!” (p. 59); “Quiero que se entienda” (p. 77). Nuevamente un espacio vacío media entre estas dos acciones. Una visión de pugna por llevar al lenguaje aquello que nace al interior del hombre. García, sin saberlo, se incorpora en la tensión que establece con su palabra en el meollo que diera aliento a la poesía moderna, con la nota imprescindible de Mallarmé. Pero la belleza de García es que esa pugna entre el hombre y su palabra toca las fibras más inmediatas y por lo mismo las más íntimas del escribir para qué. Si bien inicia con la idea de formular una novela —abandonada sin siquiera haber escrito una línea— para superar su medianía, para que su nombre en su obituario sea reconocible para los otros, poco a poco decanta en una búsqueda más esencial: escribe —dice— en la espera de sí mismo (p. 100). El cuaderno uno se convierte entonces en la constancia de esa búsqueda y de esa espera, donde el no llegar es lo que alienta la persecución. De ahí la centralidad del cuaderno vacío y de lo que éste dice. En el largo ir y venir por su escritura, en el negar lo dicho, en dejar cerrada la puerta a la realización definitiva y convincente de su palabra mantiene, como señalé al 98
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inicio de estas páginas, la escritura en el intersticio del acto y la potencia. Esta última es la que termina por erigirse como la respuesta que es, mejor dicho, un llamado a la búsqueda de la que su cuaderno escrito es la manifestación: “este cuaderno que no es nada o, si acaso, el camino, la esperanza hacia el otro que aún permanece en blanco” (p. 194). Con ello, Vicens articula en la voz de García una suerte de poética velada en su relación angustiosa con la palabra. Lo hace, desde el poder de la analogía, con dos imágenes que, me parece, condensan esta visión. La primera de ellas aparece en su primera página donde introduce el sentido del perdón, como aquel de la abuela que, en mucho, iguala ese gesto improvisado y tierno. La primera palabra de García es un “no”: “No he querido hacerlo” (p. 25). No ha querido escribir, pero se ve obligado por el “extraño hervor” que hace nacer de él la escritura. Por ella es por lo que pide perdón: Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo semejante, muy semejante. Al decir “hacérmelo perdonar”, me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido (p. 25).
La analogía con el fruto podrido señala la condición natural de la escritura que encarna García, algo “tan natural e inexorable como la muerte y el instinto” (p. 204), como la búsqueda de sentido que es inherente a nuestra condición, de la que la necesidad de escribir para García es el síntoma y la escritura su efecto. Por ello no hay impureza, porque no hay culpa, y si la hay, es la culpa de ser hombre, un hombre con un signo que le distingue, aunque él no lo sepa: 99
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Escribo esto, tan rotundo, y pienso que si un artista lo leyera me diría que el arte es tan natural e inexorable como la muerte y el instinto. ¿Qué podría contestarle? [...] ¿cómo podría refutar el argumento de un hombre para quien el arte es la vida y la muerte? No, no podría hacerlo. Si acaso le diría que el arte, la vida, la muerte son el hombre mismo y su relación con los demás, y que el artista es aquel que nace con todos los signos del hombre y uno más que lo distingue y lo obliga. Algunos darán preponderancia extrema a ese solo signo, mutilarán los restantes, dolorosamente, y elegirán la soledad para entregarse a él por entero; otros le encontrarán sitio y expresión en el centro de su vida; otros más no podrán salvarlo y lo verán ahogarse en las circunstancias de una existencia ardua y oscura; otros, incluso, lo sentirán dentro sólo como una extraña angustia y no sabrán reconocerlo. De mí, ¿qué podría decir? Nada, no sé, no sé lo que me pasa (pp. 204-205).
Nosotros, lectores, sabemos que García es, en todo caso, el tipo de artista cuyo signo es esa “extraña angustia” que no sabe reconocer. Y esa angustia es la que le impele a la petición del perdón por sus frutos podridos. Algo es importante notar en el derivado de la analogía que abre la novela: la consciencia del personaje por reconocer la diferencia entre el resultado y el recorrido. Retomo sólo esa parte de la cita: “Al decir ‘hacérmelo perdonar’, me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido”. El resultado es su cuaderno escrito, éste representaría esa suerte de fruto que se avergüenza inocentemente de su condición. En esta imagen están implicados los nudos de la reflexión que dieran pie al famoso giro lingüístico en la teoría literaria y en la literatura del siglo xx,27 es decir, la vuelta al cuestionamiento de la
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La problematización de los alcances del lenguaje en la literatura por supuesto no es nueva, incluso podríamos decir que son inherentes al ejercicio poético, pero también es cierto que existen momentos en que se concentra con una insistencia para convertirse en la rejilla por la que el escritor afronta su labor. Sáinz de Medrano reconoce, en la tradición hispanoamericana algunos de estos momentos: “Uno es el de la época inicial, la de los cronistas de Indias, cuando describir una piña podía ser una fabulosa batalla campal. El segundo se produce en el Roman-
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naturaleza del lenguaje y su capacidad o incapacidad referencial. Lo importante para Vicens es ver el modo en que este cuestionamiento puede calar en la vida de un hombre. García se avergüenza del fruto, pero no del recorrido, es decir, del impulso por la búsqueda de la palabra que, en todo caso, permite prolongar en su silencio el vacío del cuaderno que albergaría la palabra definitiva. Un silencio, entonces, erigido como la condensación del sentido que importa. Es, retomando la imagen de la tablilla de cera, un vacío manifiesto, inscrito por sí solo en su invariabilidad y en ello es donde reside su trascendencia. En este sentido es que se suma la segunda analogía que propongo como articuladora de la poética de García. En ella retoma nuevamente la figura del árbol: Siempre que escribo digo lo que siento, aunque una cosa niegue a la anterior. Soy un hombre con tantas verdades momentáneas, que no sé cuál es la verdad. Tal vez el tener tantas sea mi verdad única [...] He visto los árboles en invierno, en la época del rigor: troncos escuetos, desnudos, silenciosos. Los he visto en primavera, cubiertos de follaje, rumo-
ticismo, con Sarmiento y su polémica actitud nacionalista ante el castellano de las nacientes repúblicas. Coincide el tercero con el Modernismo. Todos quieren entonces encontrar una nueva lengua literaria: ‘versos domados al yugo de rígido acento,/libres del duro carcán de la rima’ en la búsqueda de González Prada; ‘un poema/de arte nervioso y nuevo’ en la de Silva; el ‘decir’ de Darío ‘en el país en donde la expresión poética está anquilosada’, sin soslayar su anterior preocupación por ‘la palabra que huye’. El cuarto momento corresponde, evidentemente, a los días en que los vanguardistas, con Huidobro al frente, quieren inaugurar otra vez la lengua” (Sáinz de Medrano, “El lenguaje como preocupación en la novela hispanoamericana actual”, Anales de la literatura hispanoamericana, 1980, núm. 9, pp. 236-237). A estos momentos, se sumaría en el contexto mexicano la postura estética de los Contemporáneos y después de Octavio Paz. Mientras que, en el contexto nuevamente hispanoamericano, le seguiría la emergencia de la “novela sin argumento” que aparece en la segunda mitad del siglo xx, de la que Vicens sería también un antecedente. Por otra parte, este acento se advierte también en la reflexión teórica. Las décadas de 1960 y 1970, principalmente en Francia, agrupan esa tendencia de la que Pollack ya ha advertido en las figuras de Blanchot, Foucault, Barthes y Derrida.
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rosos, llenos de frutos. Pero todo esto, el follaje, el rumor y los frutos, es lo que cae, lo nuevo cada vez, lo inexperto. La real existencia del árbol, su continuidad y sustento, están en el tronco invariable (p. 96).
¿Qué es el silencio, el blanco de la página, si no ese tronco invariable para la escritura? Si damos cabida a esta analogía, todas las negaciones, todos los “no” enunciados por García, todas sus páginas escritas son ese follaje y esos frutos que caen. Son, pues, las palabras que circundan al silencio, a la hoja en blanco, al cuaderno vacío. Esta visión puede ser dolorosa, pero en ningún caso desoladora porque pondera la vitalidad de la escritura y de la literatura como un ejercicio cuyo sentido se funda en mantener en vilo su búsqueda. Por eso las palabras finales de la novela no podrían ser más contundentes: “Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla” (p. 219). Al inicio de este escrito hablé de la condición ineludible del nombre de Josefina Vicens para pensar la novela mexicana del siglo xx. La comparación con Rulfo es ya un lugar común, por la escueta pero contundente obra que nació de su pluma. Lo extraño es que Vicens no tenga la misma presencia, aun cuando su prosa es, al igual que la de Rulfo, una de las más densas en la narrativa mexicana por la carga de sentidos que condensa y desata. Quienes nos hemos adentrado en sus páginas no podemos dejar de advertir la fuerza significativa que de ellas se desborda. Esto en lo que concierne al valor intrínseco del texto, pero también Vicens representa con esta novela una bisagra dentro de la narrativa mexicana. Con El libro vacío anticipa una postura sin la que no se puede entender la inflexión hacia la búsqueda de sí en el lenguaje y en la escritura que se convertiría en los siguientes años en una actitud constante asumida por los escritores mexicanos frente al ejercicio literario: Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Julieta Campos, Sergio Pitol son sólo unos ejemplos. Después de El libro vacío tendrían que pasar veinticuatro años para la publicación de la segunda y última novela de la escritora. Con Los años falsos (1984), Vicens confirma su delicada a la vez que lúcida capacidad para proyectar los claroscuros de la condición humana. Como lo advierte su título, tam102
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bién lo hace desde una negación que calará, en este caso, en el sentido de la identidad. El silencio que media entre una y otra novela hace difícil no pensar su relación con la escritura en el marco de la tensión que signa a su personaje José García, como la propia autora lo declaró en más de una ocasión: “Si alguien me preguntara ¿para ti qué es escribir? Yo contestaría de inmediato, porque lo tengo sentido, para mí es entrar al infierno blanco; esa página blanca es el infierno”.28 Esta declaración corresponde a una entrevista de 1986. Lo cierto es que antes ya había contestado a esa misma pregunta. Cuando la Compañía General de Ediciones preparaba la primera edición de El libro vacío, Emmanuel Carballo solicitó a Vicens unas líneas para las cuartas de forros donde explicara su relación con la escritura. No resulta extraño que lo hiciera retomando puntualmente las palabras de José García: “Mi mano no termina en mis dedos: la vida, la circulación, la sangre, se prolongan en el punto de mi pluma” (p. 98). Por ello, cuando leemos a Vicens, un reconocimiento queda a flote: que al final, en la búsqueda de nuestra palabra, todos, como José García, estamos también en la búsqueda y en la espera de nosotros mismos.
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Cit. por Isabel Lincoln-Strange Reséndiz, “Josefina Vicens ante el proceso creativo de El libro vacío y Los años falsos”, La colmena, 2011, núm. 71, p. 36.
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asfixia y Muerte: aneGaCión de los esPaCios en muerte por agua, de julieta CaMPos
Elsa López Arriaga Universidad Veracruzana A current under sea Picked his bones in whispers. As he rose and fell He passed the stages of his age and youth Entering the whirlpool. t. s. eliot
L
a labor de escritura para Julieta Campos fue, desde el principio de su travesía literaria, un refugio, una necesidad propicia para calmar la existencia, un rito y un privilegio. En el seno del encantamiento característico de la amenaza de muerte se gesta su primera novela Muerte por agua (1965)1
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La novela fue publicada posteriormente con el nombre de Reunión de familia en 1997 como parte de la colección Letras mexicanas del Fondo de Cultura Económica. Esta edición abre con una serie de breves textos ensayísticos y congrega la primera narrativa, así como el único texto dramático de la autora. Aquí tomo en cuenta la primera edición de Muerte por agua, editada en 1965 por el Fondo de Cultura Económica, con el número 74 de su Colección popular.
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como una especie de consuelo. En 1978, en entrevista, Campos confiesa a Luz Elena Gutiérrez de Velasco su motivación creadora: Muerte por agua; dice: era una manera de alucinar a mi madre, que se moría lentamente de cáncer pulmonar, y de devolverme algo mío que se perdía, un pulmón, quizás, y la posibilidad de respirar y la vida misma, porque en mi madre me moría yo también. Creo que esta sensación de asfixia está en el libro y verbalizarla fue, en verdad, como un rito que me dejaría seguir viviendo.2
Así, como desgarradura y dolencia, la escritura de esta primera novela zanja el mundo creativo de Campos. Con este ímpetu inicia lo que bien podría considerarse su viaje náutico, un recorrido en cuatro etapas,3 en correspondencia con sus novelas: Muerte por agua, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974), El miedo de perder a Eurídice (1979) y La forza del destino (2003). La importancia del viaje como descubrimiento y nostalgia trasciende la obra ficcional de la autora y se condensa en las páginas de su libro publicado de manera póstuma Cuadernos de viaje (2008); en él, el viaje, no sólo como movimiento sino como exploración de la conciencia, se enmarca por un lenguaje poético que prevalece. Así, navegar la novelística de Campos supone adentrarse en mundos signados por la pérdida y el viaje, por una escritura colmada de silencios. Según la autora, la génesis de su literatura es
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“Entrevista. Escribir es revivir el pasado”, en Luz Elena Gutiérrez de Velasco (ed.) Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, Universidad Autónoma Metropolitana / Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, México, 2010, p. 188. Esta edición recupera la entrevista publicada en Tiempo. Semanario de la vida y la verdad, 13 de noviembre de 1978, núm. 1906, pp. 56-58. 3 Entiendo aquí el término en su vínculo con la noción de viaje, de acuerdo con la afirmación de Campos: “La escritura es un viaje imaginario y los libros marcan etapas de ese viaje, ciclos que parecen completarse o cerrarse en un momento dado para dar comienzo a otros” (Ambra Polidori, “Julieta Campos o la escritura como acto de liberación”, en Julieta Campos. Material de lectura, Coordinación de Difusión Cultural-Universidad Nacional Autónoma de México, 1987 [El cuento contemporáneo, 51], p. 11).
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ese desgarramiento de la realidad y de la existencia: “la escritura emerge del naufragio del mundo”,4 afirma. Del descenso de la palabra al infierno nace también la escritura como modo de integración del caos del mundo. Por esta razón, Campos encuentra en el mito de Orfeo y Eurídice la metáfora ideal para explicar su necesidad poética. En sendos artículos, Elba Sánchez Rolón5 y Luz Elena Gutiérrez de Velasco6 apuntan este gesto de la autora en clara consonancia con la propuesta de Maurice Blanchot. Ambas estudiosas coinciden en destacar el carácter ambivalente del mito cuando simboliza el inicio de la escritura: don y sacrificio, o bien, deseo y frustración. En palabras de Gutiérrez de Velasco: quien crea desciende a los infiernos para organizar el caos que se presenta en el mundo mediante una forma artística, y pretende así recobrar la armonía previa. Sin embargo, la tentación de mirar a Eurídice, de volver sobre lo amado, pierde al creador (creadora) que siempre se encontrará en una búsqueda condenada al fracaso.7
Siguiendo la metáfora, Eurídice encarna la pérdida, pero también el deseo del Otro, Orfeo, quien no es consciente de lo inútil de su esfuerzo por poseer lo intangible. Así explica Campos la función del artista de “hacer la luz en medio del caos”: “a Orfeo le es dado introducir esa claridad en el rei-
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Ibid., p. 5. La veta de análisis es clara en diversos textos de Sánchez Rolón, sin embargo, dos de ellos me parecen insoslayables: “El deseo de la escritura o la escritura del deseo. Aproximaciones a las poéticas de Julieta Campos y Salvador Elizondo”, en Literatura hispanoamericana: fronteras e intersticios, Universidad Autónoma de Tlaxcala / Instituto Tlaxcalteca de la Cultura / Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / Instituto Nacional de Bellas Artes / Siena Editores, México, 2006, pp. 239-252 y “Escribir la isla. El miedo de perder a Eurídice, de Julieta Campos”, Signos literarios, 2011, núm. 14, pp. 33-68. Cabe mencionar que la misma Julieta Campos reconoce continuamente la importancia del mito de Orfeo en su universo poético. 6 “Introducción”, en Gutiérrez de Velasco, op. cit., pp. 15-26. 7 Ibid., p. 17. 5
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no de las tinieblas, pero la grandeza desmesurada de su misión lo conduce a un trágico término”.8 La defensa de la autora, cuyo punto de origen es una noción romántica, sugiere el ánimo de la composición artística en términos generales. En Muerte por agua, la búsqueda se termina en el deseo de poseer la obra en su totalidad, como Orfeo a Eurídice, pues prevalece lo etéreo en la fantasmagoría del ambiente y los personajes como figuras difusas. La escritura de Muerte por agua, como toda la obra de Campos, pretende instaurar un orden más allá de la dispersión del argumento; “en el fondo no hay más desorden, no hay tal caos”,9 asegura la autora. Si bien el orden se logra mediante la disidencia de la forma, persiste la necesidad de artificio, de hálito poético como agente encargado de postergar el instante a punto de evaporarse. A propósito, Sánchez Rolón destaca: “la materia de la literatura será la ausencia, la pérdida, el olvido, lo que no es, una suma de elementos de dispersión [...] ya que el proceso de escritura, entendido como integrador, surge y lucha constantemente contra lo fragmentario. En este esfuerzo, la unidad anhelada permanece entre sombras y por momentos parece desfigurarse”.10 Esta lógica de la confrontación unidad/fragmento confiere a la escritura una ambivalencia en términos de refugio y abandono. La primera novela de Campos atisba los rasgos determinantes en toda su producción literaria al enlazar, desde diversas miras, el imaginario acuático con una variedad de formas narrativas. La construcción de personajes que se perciben como seres fantasmales, sin vida ni muerte, en un ambiente colmado por la desesperación y la sensación de asfixia, permite articular el sentido general de la novela, donde el cuerpo, último reducto del islario11 de
8
Julieta Campos, Función de la novela, México, Joaquín Mortiz, 1973, p. 9. Julieta Campos, “La imagen en el espejo”, Revista de la Universidad de México, 1964, núm. 12, p. 10. 10 Sánchez Rolón, “El deseo de la escritura…”, p. 247. 11 El tópico de la isla en la narrativa de Campos es, sin duda, la figura donde se centran la mayoría de las miradas críticas, pues es el símbolo más evidente de la trayectoria poética de la autora. La línea es definida por Campos en El miedo de perder a Eurídice, donde el uso anafórico de 9
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Campos, se convierte en un espacio cuyos límites se fragmentan para dejar al descubierto la fragilidad de la naturaleza humana.
la fantasMaGoría del esPaCio Muerte por agua es, ante todo, una travesía textual, una escritura iniciática, que anida en la escisión entre la vida y la muerte, “una condición previa para poder seguir viviendo”.12 Aunque una primera lectura de la novela permita ubicar a tres personajes —un matrimonio joven, Andrés y Laura, y la madre de ella, Eloísa— atrapados por la lluvia sin fin en una casa a punto de derrumbarse, identificar el argumento de la novela no es tarea fácil. Julieta Campos comparte con otros escritores de su generación el interés en una modalidad narrativa signada por la despersonalización, la anulación de la estructura argumentativa tradicional y la ruptura del tiempo y espacio. No extraña esta forma de tejer la novela, pues responde a la estética del nouveau roman —influencia fundamental para los narradores a partir de 1950—, cuyo objeto principal es crear un lenguaje de la palabra en sus posibilidades de autosuficiencia. La intención narrativa de Campos, asegura Hugo J. Verani, se vuelca en el carácter cíclico de la novela como consecuencia: el lector recibe directamente el contenido de conciencias anónimas y la continua yuxtaposición de interlocutores, en diálogos sin sujeto explícito, constituye
la palabra isla fortalece el sentido de la obra. Al respecto conviene revisar el acucioso estudio de María José Ramos de Hoyos, El viaje a la isla. Representaciones de la isla y la insularidad en tres novelas de Julieta Campos, tesis de doctorado, El Colegio de México, México, 2013. Ramos de Hoyos profundiza en dos directrices importantes también para autoras como Sánchez Rolón y Gutiérrez de Velasco: la isla como metáfora de sentido y de orden en la obra de Campos, pero también como imaginario, y la conformación de su narrativa como islario, en tanto descripción detallada de particularidades de las islas representadas. 12 Norma Campos, cit. por Ramos de Hoyos, op. cit., p. 117.
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un intento de presentar objetivamente y sin interferencias la simultaneidad de la palabra y el proceso mental. Palabras, miradas o gestos fugaces evocan anhelos inconfesados que descubren estados anímicos no comunicables por otras vías.13
Si la discontinuidad rige la visión de la realidad de Julieta Campos, el enfoque de la novela lleva una preocupación vital a la experiencia artística. Por esto, la autora pone en diálogo lo anodino y banal propio de la cotidianidad con el juego estético de la nueva novela francesa, puntualmente, con el fluir de la conciencia, recurso sustancial de la escritura, según Nathalie Sarraute. A falta de un entramado anecdótico, queda el subterfugio de la palabra. De acuerdo con Sarraute, “las palabras poseen las cualidades necesarias para captar, proteger y sacar a relucir esos movimientos subterráneos, a la vez impacientes y generosos”;14 en ellas mismas recae su ligereza o su opacidad, y justamente su apariencia anodina les confiere el carácter de “arma cotidiana, insidiosa y eficaz”.15 La palabra autosuficiente de la que habla Sarraute es el mecanismo ideal para dotar de vida a los personajes y su discurso. De esta manera, en la novela destaca el lenguaje de lo no dicho. La mayor carga significante yace en las manifestaciones no verbales, es decir, en gestos, silencios o inflexiones, para construir una atmósfera nebulosa capaz de devorar a los personajes al borrar cualquier contorno que los defina. La novela parte de la construcción de lo cotidiano a partir de lo no dicho, se “alimenta de los vacíos, de los abismos, de lo desintegrado”.16 El diálogo tradicional se reduce al mínimo para magnificar el discurso interno de los personajes. Las emociones, reflexiones y angustias de cada uno de ellos se desatan a partir de diálogos breves, casi insignificantes:
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Hugo J. Verani, “Julieta Campos y la novela del lenguaje”, Texto crítico, 1976, núm. 5, p. 136. Nathalie Sarraute, La era del recelo. Ensayos sobre la novela, Guadarrama, Madrid, 1967 [1ª ed. en francés, 1956], p. 82. 15 Id. 16 Ibid., p. 132. 14
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— Hasta noviembre es tiempo de ciclones. Y aunque no lleguen siempre el viento... y el agua... — Yo me doy cuenta. Lo empiezo a sentir en las manos, en los dedos, en las articulaciones. Poco a poco. Primero me duelen. Luego se van endureciendo, agarrotando. Son los años, los años… ...Los años. Los años. Para ti más que para mí. Porque yo todavía estoy joven. Todavía. A pesar de todo. Por las mañanas cuando me despierto cuando menos. Antes de sentir nada. Antes de levantarme.17
Los discursos de la conciencia de los personajes, anunciados por los tres puntos que los preceden, subrayan el carácter subjetivo del tiempo y el espacio en la novela. A partir de los pensamientos y los recuerdos es posible construir, a manera de rompecabezas, la materia anecdótica, si bien no existen referencias claras de la realidad experimentada por los personajes, pues toda expresión pasa por el filtro del discurso subjetivo, se logra en la novela un juego de refracciones desde el cual las acciones y emociones de cada personaje son definidas por el discurso de los otros. Al tiempo que estos discursos inaugurales de la novela conforman un prisma, registran la mayor cantidad de información en el mínimo de palabras. Acciones, sentimientos, anhelos, situaciones en conflicto e inferencias se condensan en breves líneas: ...Te sirves la leche. Es muy simple cada día si uno lo ve como yo. Tan seguro de qué va a pasar cada hora, si uno quiere o si uno no quiere, igual. Me lo imagino muy blanco, como nada más lo son las ciudades, cuando son blancas. Cada hora es un soldadito de plomo. ¡Qué ridículo, Dios mío! Pero no sé, a pesar de todo... ...Sí, no te preocupes. La leche todavía echa humo, todavía está caliente. No hay que aclarar demasiado el café. Un poco. Como me gusta. Basta. Todas
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Julieta Campos, Muerte por agua, Fondo de Cultura Económica, México, 1964 (Colección popular, 74), p. 9. En adelante cito esta edición y sólo asentaré el número de página entre paréntesis en el cuerpo del texto.
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las mañanas hay que empezar otra vez. Eso es lo malo. Cuesta trabajo y uno se confía. Piensa que hoy sí... Que ahora no se va a quedar sin nada (p. 15).
El aparente caos en la disposición narrativa otro punto de coincidencia entre Muerte por agua y las novelas de la “escuela de la mirada” es aquí una conformación estética de ordenamiento de seres y espacios fantasmales, una realidad trastocada por la subjetivación de quien la percibe. Partir del vacío de cada frase para detonar el discurso de la conciencia de los personajes expone una intencionalidad en relación con el mundo sensible, es decir, con la creación de un entorno que los subyuga. El clima asfixiante que subsume a los personajes otorga a las imágenes de la novela un sentido de desfiguración, como si estuvieran sumergidas en agua. La intención sensorial no es negada por Campos, quien al volver a la novela para preparar la edición de Reunión de familia acepta: “volví pues, con reticencia, sobre tres personajes atrapados como peces en un minúsculo acuario doméstico, posando para alguien que no está en ninguna parte”.18 Esta densidad del entorno se construye a partir de los estímulos sensoriales: el sonido incesante de la caída de una gota, la imagen de los círculos formados por una taza o vaso en la mesa, los sabores y la temperatura del café y la comida, los colores de los objetos de su pasado y presente, la sensación del agua en el cuerpo, entre otros. La intensidad de estas percepciones concede al espacio un aura de temor y de fascinación por la muerte y por la destrucción. Como espacio principal del texto, el escenario doméstico magnifica la asfixia y el encierro. Este inicio subraya una perfecta contraposición entre el espacio exterior y el interior: la exposición y el resguardo. “Ha llovido toda la noche” (p. 9) es el primer enunciado de la novela; esta frase es justificación del encierro tanto como descripción del mundo fuera del refugio. Si la nove-
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Julieta Campos, Reunión de familia, Fondo de Cultura Económica, México, 1997 (Letras mexicanas), p. 17.
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la está conformada por múltiples dualidades confrontadas, ésta es la primera de ellas: sequía/anegación, la naturaleza vegetal y el interior de la casa las representan. Mediante elementos casuales de la cotidianidad como las “epifanías” joyceanas, es decir, “señales de algo trascendente que se anuncian en los hechos o en los gestos más pequeños”,19 se iluminan rasgos importantes de los personajes y develan su realidad. Así, el fino hilado de los discursos de Laura, Eloísa y Andrés, cuyo punto nodal se encuentra en lo anodino, pone al descubierto su intimidad y su entorno determinante. Por esta razón, el acercamiento a la conciencia de los tres personajes se repite en el último apartado de la novela, el cierre circular del texto no sólo suspende el tiempo, también remarca la muerte simbólica de Laura: ...Probártelo. Me gustaría probártelo. Poco a poco, pacientemente, pero no sé si ahora. Tendría que encontrar el momento. El momento oportuno. El café ya se ha enfriado. Y está tan amargo y se asienta en el fondo como polvo mojado. Se me queda en la garganta. No me pasa. Decirte que no se te olvide el azúcar, dos cucharaditas, ya lo sabes. Pero ahora bebérmelo hasta el final como si nada. Y el vaso entero del agua para quitarme el sabor. Lo que no se hace. Intacto. Sudado porque el agua estuvo muy fría hasta hace un momento. Pero ahora estará tibia. Casi. Tomaré el vaso y empezaré a beberlo. Y dejará en el mantel, ya ha dejado, deja un pequeño círculo mojado. Que se secará pronto y no quedará ninguna huella, ni la sombra del lugar donde estuvo el vaso, ni nada, porque también a mí, aunque quiera evitarlo, dentro de un rato se me habrá olvidado (p. 142).
La escena, además de la belleza y delicadeza de su artificio, regresa la novela a su origen, a la fragilidad del instante que, sin embargo, no se quebranta. Pese a la importancia conferida al recuerdo, la devastación de los personajes se finca justamente en su contrario: en la imposibilidad de fijar el recuerdo en la memoria. La muerte, pues, más que un acto de violencia, es
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Campos, Función de la novela, p. 44.
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una lenta consumación, donde los límites entre el interior y exterior se desdibujan y se confunden. En los capítulos intercalados, el carácter intimista se fortalece con las expresiones interiores de Laura, principalmente. Pese a estar en voz de un narrador omnisciente, estos discursos tienen tras de sí, como el monólogo interior, un “despliegue incalculable de sensaciones, de imágenes, de sentimientos, de recuerdos, de impulsos, de actos fugaces y larvados que ningún lenguaje interior expresa, que se agolpan en la puerta de la conciencia”.20 El despliegue de palabras tiene la intención de hacer brotar el mundo interior de los personajes, un mundo aparentemente estático. Por esto, el eje articulador de la novela reside en condensar en un ambiente asfixiante e invasivo la vulnerabilidad y el miedo como rasgos perdurables. El entorno es devorador a un grado tal que el cuerpo, aparente materia sin riesgo de diluirse, se convierte en un espacio de bordes sinuosos cuya naturaleza termina por asemejarse a su entorno, en palabras de Fabienne Bradu, en “sustancia gangrenada”.21
los líMites diluidos Sin duda, el título de la novela delata un insoslayable referente: el poemario The Waste Land de T. S. Eliot. Si bien Campos acepta el título Muerte por agua nombre, por cierto, bastante acertado en respuesta al encargo de su editor, el vínculo, cuyo origen fue un gesto consciente de la autora, no puede negarse, en especial si se tiende el puente a partir de la dicotomía dominante en el poemario de Eliot: el agua como elemento de salvación y aniquilamiento.
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Sarraute, op. cit., p. 78. Fabienne Bradu, “La cartografía del deseo y de la muerte”, en Señas particulares: Escritora. Ensayos sobre escritoras mexicanas del siglo xx, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 81. 21
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El poema de Eliot enfatiza la posibilidad vida-muerte del símbolo. La novela de Campos, en contraposición, relativiza el sentido al privilegiar la fuerza invasiva, la degradación y, finalmente, la destrucción provocada por el agua. Debido a esto, Muerte por agua deriva sólo en correlación con la sección homónima de The Waste Land epígrafe del presente trabajo . En ambos, poema y novela, la amenaza del naufragio es latente, la diferencia entre ambos estriba en el espacio desde el cual la catástrofe es posible. Si en Eliot la destrucción es propia de las acciones de la naturaleza, en la novela el poder destructivo del agua tiene como punto de surgimiento y término el interior de los personajes. De acuerdo con Ramos de Hoyos, “muchas veces la mirada no sale siquiera del cuerpo mismo, e incluso la narración llega a enfocarse hasta en sus más pequeños detalles y movimientos”.22 Con todo, ambos textos comparten el agua como símbolo y, por tanto, su relación con la suspensión del tiempo, la degradación y la muerte. Campos declara abiertamente su interés por la simbología acuática y sus múltiples formas significantes. En su libro ensayístico Función de la novela donde además lanza importantes claves de lectura y guiños para el entendimiento de su poética , Campos advierte que el agua comporta “el sentido de la vida como muerte constante, deslizamiento, movilidad ininterrumpida, símbolo eminente del fin último de todos los seres y de todas las cosas”.23 La autora sostiene su punto de vista en constantes entrevistas y declaraciones. De cualquier manera, basta con leer su obra ficcional para adentrarse en un imaginario donde el agua es el símbolo regente. Ésta reafirma en la novela el sentido de intimidad, una profundidad que transforma, como el río de Heráclito, el destino de los personajes, un destino transitorio consagrado al derrumbe y a la muerte. En el entorno opresivo donde deambulan los personajes, la lluvia, razón de su confinamiento, detona la lenta decadencia. La casa se convierte
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Ramos de Hoyos, op. cit., p. 123. Campos, Función de la novela, p. 133.
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en una segunda isla —la primera sería el espacio geográfico donde ésta se ubica— en tanto se impone como un refugio frente al agua incesante. Desde este resguardo, los personajes están a merced del efecto hipnótico de la lluvia capaz de trastocar los detalles del espacio que habitan. Como en el cuento de Gabriel García Márquez “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955), en la novela se rompe el natural ordenamiento de la existencia cotidiana al anular, primero, la percepción temporal: Llueve muy fuerte, con un ritmo sostenido que marca el tiempo que pasa, el ritmo interior de las cosas que se van consumiendo, aproximándose a la vez a su fin y sus orígenes, perdiendo sin cesar un poco de lo que son y siéndolo a la vez, más inexorablemente, por esa misma pérdida. La lluvia no apresura nada. Es simplemente la expresión más sensible de esa descomposición lenta, la ilustración del invisible proceso universal, una especie de signo, de advertencia (p. 73).
La novela repite esta dinámica de relación entre el agua y la muerte con un efecto similar al que advierte Campos en el cuento de García Márquez, donde “la lluvia anticipa el deterioro de todo, trae el desasosiego que suele aparecer cuando se presume, se presiente la vecindad de la muerte”.24 La imagen sintética, indisoluble entre la lluvia y la muerte, es el punto clave de la transgresión, en sus posibilidades metafóricas, del cuerpo. El tiempo suspendido, el tiempo de la muerte, se advierte a partir de la mirada de Laura y en correspondencia con el ritmo que define una vida afuera del encierro doméstico. La tensión puede verse en el aparente carácter estático, gesto en potencia del instante. El tiempo de Laura existe porque ella es capaz de pensarlo, en su sentido paradójico, como un tiempo sin tiempo:
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Julieta Campos, “Isabel viendo llover en Macondo”, en Oficio de leer, Fondo de Cultura Económica, México, 1971 (Tezontle), p. 70.
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El tiempo puro, todos los tiempos reunidos, sin ningún pasado, sin ningún futuro, y la inutilidad del tiempo, un tiempo fuera del tiempo, sin necesidad de nombres ni de números, donde no hacen falta las horas, ni los días, ni las semanas, ni los meses, ni los años, ni las hojas de los almanaques que se desprenden para solidificar algo, para materializar esa cosa impalpable, a la vez resbaladiza y encadenada por la repetición invariable de los días, las noches, las estaciones (p. 50).
Ante el drama del instante —como ese momento latente entre el pasado irrecuperable y la traición del futuro—, la expresión desde lo íntimo de la conciencia se objetiva en la dilación del tiempo. En esta suspensión, la latencia entre pasado y futuro es anulada: “Pensó [Laura] que la mañana podía ser muy larga. Desde que quiso levantarse y no lo hizo. Un instante. La mañana entera duró un instante” (p. 51). El valor del instante depende de la percepción de los personajes, por esto, como lo dice Campos en otro de sus textos, es “un mundo en el que las cosas están sucediendo sin acabar de suceder o en el que no sucede nada, en donde nada se sale de un presente inevitable o irresoluble”.25 En esta dinámica del instante, Laura y Eloísa intentan mantener un sentido evocativo, aunque éste se convierta sólo en el recurso de significación del presente. Laura lucha constantemente por fijar los recuerdos en la memoria, como si éste fuera el camino para impedir la anulación del pasado y, con esto, suspender la aniquilación paulatina que porta la presencia de la lluvia: “Laura quiere dejar bien preparado ese recuerdo, poner la impresión que tiene cada uno de la noche, de la intimidad que les pertenece, en un solo punto, igual para los tres” (p. 93). Naturalmente, su intento fracasa, pues al final es imposible para Laura burlar las barreras impuestas por el presente. Si, como dice Gaston Bachelard en El agua y los sueños, la lluvia disuelve primero los perfiles y las formas,26 la fragmentación del tiempo y la imposibi-
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Campos, “La imagen en el espejo”, p. 11. Cf. El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia, trad. Ida Vitale, Fondo de Cultura Económica, México, 1978 (Breviarios, 279) [1ª ed. en francés, 1942], p. 143. 26
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lidad de fijar el recuerdo responden en la novela a una visión donde se desdibujan los linderos entre la realidad y la ensoñación. En este estado fantasmal, cuando los límites se han quebrantado, el agua deriva en una instancia invasiva. Al inicio de la novela, Laura intuye el carácter irruptor del agua: “Me rodean las piedras porosas, las hojas resbalosas, las hierbas (a la mejor son algas o líquenes, tampoco sé) de todos modos, está esa vegetación musgosa. Y el agua espesa. Eso lo he soñado muchas veces. Alguien se ríe y uno, yo, oye cantar allá abajo sin poder moverse. En ese sueño siempre llueve” (p. 14). La experiencia confusa de Laura atiende al momento de la metamorfosis del ambiente al inicio de la novela. Más adelante, cuando la densidad del espacio es mucho más evidente, el agua diluye los límites de la casa: “el agua rechina al salir de la llave. O antes. Un ruido muy desagradable. Sumamente. Un ruido escandaloso” (p. 21). El impacto de la transgresión de los límites del espacio se potencializa porque está en función del universo de los sentidos, como puede verse en las citas anteriores, y su articulación se logra no sólo desde el oído o la vista, también desde el contacto, del roce con el cuerpo. Laura experimenta un momento álgido del miedo reinante en la novela justamente a partir de un cúmulo de manifestaciones sensoriales: ...Se ahoga el agua. Es como un quejido. Pero estas palpitaciones a la vez... No puedo levantarme. No en este momento. Esperar un instante. No podría articular una palabra. A veces me parece que estoy en otra parte y tengo que hacer un esfuerzo muy grande. Si digo algo no tendrá nada que ver. Será para sentirme muy confusa y ponerme colorada. De todos modos, tenía que empezar a sonar eso. Yo tenía un poco de miedo. Es mejor tenerle miedo a algo, miedo a oír ese ruido destemplado. Mejor que tener miedo sin saber a qué (p. 22).
La inmovilidad momentánea de Laura es una de las primeras advertencias de una identidad a punto de desvanecerse. De un modo sutil, casi imperceptible, la lluvia deja de bordear la casa para fundirse con el entorno y llega a tocar el último reducto posible: el cuerpo. 122
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la aneGaCión del CuerPo En el archipiélago que constituye la novela El miedo de perder a Eurídice, Julieta Campos define la isla como un “lugar abierto por todas partes y cerrado por todas partes”,27 dando cuenta de una doble naturaleza: una fortaleza que es al mismo tiempo debilidad, libertad y confinamiento. En Muerte por agua, como ya he comentado, el símbolo de la isla tiene significados concéntricos que empiezan en la acepción común de la isla y llegan a la representación del cuerpo como metáfora de ese espacio circundado por agua. Si los lindes de los espacios amurallados como la casa se transgreden, toda frontera material puede desaparecer bajo los efectos invasivos del agua. En ese sentido, el cuerpo, como la demarcación del ser humano, corre el mismo riesgo “para reducirlo a la nada o a la no-identidad”.28 El efecto del agua sobre el cuerpo de Laura se condensa en el aniquilamiento como posibilidad teleológica, en la desaparición. Laura advierte cómo el agua empieza a rozar y traspasar ligeramente los límites de su cuerpo, lo siente y se entrega a ellos, como una escisión entre eros y tánatos, figura de la muerte no violenta: “Y entonces se da cuenta. Los barrotes de la reja se retuercen y se abren para dar paso a la avalancha. [...] que se adueña del cuarto y parece absorber todo el aire porque la deja sofocada, respirando difícilmente, ávida de llenarse los pulmones, presintiendo la asfixia” (p. 39). Los límites se desbordan pausadamente y sin prisa, como un naufragio desencadenado desde lo erótico. En este momento, Laura se abandona al juego sensual hasta dejar, por un momento, de poseer su cuerpo: No sabe qué la ha preservado. ¿Qué le permite seguir sentada en el sillón, delante de la ventana, rodeada por esa ebullición arrasadora, intacta? ¿Qué le hace respirar todavía y jadear y sentir que mueve sin coherencia los brazos
27 28
Julieta Campos, El miedo de perder a Eurídice, Joaquín Mortiz, México, 1979, p. 34. Bradu, op. cit., p. 80.
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y la cabeza y que tiene miedo? Ya no hay misterio. Ni vida secreta. Ni amenaza oculta, imprecisa, indefinible. Sólo esa certidumbre de que tenía razón y, de un momento a otro, aquello podría volverse compacto y llenar el vacío aparente, todo el espacio donde habría podido moverse (p. 40).
El extrañamiento de lo propio define la voluntad de consagración a la muerte. Lo familiar deja de ser un entorno seguro y muta en la síntesis del elemento y el cuerpo. Sin embargo, esta simbiosis se encuentra filtrada por la apreciación de Laura, quien, es cierto, se mantiene temerosa ante la pérdida de su fuerza vital, pero al mismo tiempo “se deja rodear, penetrar y satisfacer por esa frialdad de todas las mañanas cuando se hace la limpieza, acentuada por la lluvia” (p. 30). Esta doble presencia en la naturaleza de Laura, así como la duda ante la dualidad vida/muerte y su aceptación como un ser para la muerte, se reafirma con la sensación de inmovilidad de las escenas y con la real parálisis que la invasión del agua provoca en el cuerpo de Laura. De la misma manera que para la Ofelia de Shakespeare, para Laura el agua es el elemento de la melancolía. Las imágenes construidas en la novela parecen fruto del gesto mecánico del obturador fotográfico. El carácter estático de los momentos delata el ímpetu de artificio, cuyo efecto de inmovilidad confirma a Laura como sujeto pasivo hasta fundirse con el mundo que la rodea. Esta unicidad es una ensoñación que fascina. Cuando Laura pone atención en las viejas fotografías de una de las habitaciones experimenta una crisis relacionada con su imagen, una especie de naufragio de identidad: [Los retratos] Están en el otro cuarto pero se complace en imaginarlos, en moverlos a su antojo como en un juego, como marionetas de cera que ella misma hubiera fabricado, que le pertenecieran para siempre. No es que piense en ellos. Más bien la habitan, los hace encarnar, encontrar el abrigo de su cuerpo, su propia excitación, la euforia que ya la desborda, que se localiza como una presión más intensa dentro del pecho, que tiende a buscar salida a través de la piel, a borrar las fronteras del cuerpo, de modo que no es el corazón sino el cuerpo entero el que late más de prisa (p. 46). 124
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La presencia de Laura en el cuarto de las fotografías la traslada a un espacio de la eternidad, a ver representada su propia imagen en todas esas reminiscencias del pasado. En la inquebrantable quietud de las fotografías converge la anterior naturaleza de Laura, su presente y su futuro ya inexistente, imposible. En ese momento, su cuerpo deja de ser suyo para objetivarse en las imágenes contempladas, a través de las cuales cobra un nuevo cuerpo, una forma distinta y, en especial, un espacio y unos límites que se expanden más allá de los de su piel. De tal modo, el entorno semejante a la fotografía ratifica el abandono de sí misma para entenderse como ser aniquilado, como “huella de un cuerpo humano, el vestigio de un cuerpo vivo, desintegrado ya en otra parte, sostenido únicamente, hasta el momento, por la complicidad complaciente de la fotografía” (p. 47). Bachelard explica esta constante muerte a partir del vínculo inexorable entre muerte y agua. Ante la amenaza de lo transitorio de un destino signado por el mundo acuático, el ser consagrado al agua es un ser en el vértigo. La filigrana que impone el símbolo del agua es la de estar muriendo, es la vida de la muerte, de la melancolía, de la pena infinita. Según el autor, el ser del agua “muere a cada minuto, sin cesar algo de su sustancia se derrumba. La muerte cotidiana no es la muerte exuberante del fuego que atraviesa el cielo con sus flechas; la muerte cotidiana es la muerte del agua”,29 así, la muerte del ser y la muerte del agua comparten una caída incesante que concluye en su muerte horizontal. La anegación y aniquilamiento de Laura, si bien son paulatinos, llegan a un momento crucial en que el cuerpo se mantiene receptivo a la invasión, se entrega ante la “expectativa de eso que todavía esperaba” (p. 61). Así, anhelante, su cuerpo se convierte en agua cuando “le pareció que se rompía algo, dentro de su cuerpo, un filamento, tan mínimo que no figura-
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Bachelard, op. cit., p. 15. La obra de Bachelard es para Julieta Campos un referente innegable; en respuesta a la pregunta planteada por Polidori sobre la razón del símbolo del agua en su obra, la autora afirma: “creo que alguien como Bachelard ha dicho mucho más de lo que yo podría decirle acerca del simbolismo acuático” (op. cit., p. 9).
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ría su nombre en un manual de anatomía, pero tan vital de repente, por ese pequeño accidente, que podría escapársele por allí todo el líquido del cuerpo hasta quedarse hueca, completamente vaciada. Entonces quiso mirarse al espejo” (p. 61). El pasaje bellamente construido dota de pleno sentido a las palabras de Heráclito de Éfeso que anteceden, como primer epígrafe, la novela: “para las almas, la muerte consiste en volverse agua”. La frase completa, de la que Campos considera sólo un sustrato, comporta el doble sentido del símbolo: muerte y renacimiento: “porque es muerte para las almas el convertirse en agua, y muerte para el agua el convertirse en tierra. Pero el agua procede de la tierra; y del agua, el alma”.30 La negación mutua de ambos elementos en contraste ejemplifica, según Ramos de Hoyos, la intención de Heráclito de sustituir “la imagen homérica del descenso de las almas hacia el inframundo con su propia explicación de esta transición, más bien hacia el elemento del agua”.31 El rasgo del descenso de las almas al inframundo es el que subraya Campos al tomar sólo la primera parte de la multicitada frase de Heráclito, no obstante, la ambivalencia y el contraste de elementos es también claro en la cita mencionada de la novela, pues el alma de Laura, tras la ruptura del filamento mínimo, muere al convertirse en agua, al entregarse al elemento que la invade, pero lo hace desde la sequía, desde la vacuidad resultante de que se vaciara todo el líquido de su cuerpo. Esta muerte por anegación coincide con aquello que Bachelard afirma con Heráclito como referente, sin duda : “para algunas almas, el agua contiene la muerte en su sustancia”.32 De ahí que para Laura la lluvia comporte este sentido de desintegración ante el cual no tiene escapatoria y por tanto termina entregándose tan plena y voluntariamente.
30
Heráclito, Fragmentos, trad. Luis Farré, Aguilar, Buenos Aires, 1963 (Biblioteca de iniciación filosófica, 61), p. 130. 31 Ramos de Hoyos, op. cit., p. 155. 32 Bachelard, op. cit., p. 140.
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El aniquilamiento detona una necesidad apremiante por mirarse en el espejo con la intención de confirmar su existencia ya diluida, una confirmación imposible, pues presencia la imagen de la extrañeza y de la aparente inexactitud: En la superficie del espejo su imagen temblaba un poco, como si la moviera un oleaje ligero. Había un defecto en el espejo, quizás por haber sido mal azogado o porque la superficie misma no era completamente plana. Miró un ojo derecho, enorme, sobre un pómulo fláccido, hinchado, al lado del ojo izquierdo mucho más pequeño, de la nariz muy afilada, delgadísima, mucho más alto que la boca, reducida a un dibujo puntiagudo, casi acorazonado [...] Sabía que, buscando el ángulo, acabaría por verse bien en el espejo: que los espejos imperfectos como aquél tienen siempre un punto donde dan la imagen perfecta, tal como es el objeto reflejado. Pero verse así era demasiado sugestivo. Balanceaba la cabeza a un lado y otro, se acercaba, se alejaba, y formaba parte de un mundo sin aristas, donde nada era enteramente sólido, sino más bien de una consistencia intermedia, de cera o de parafina, próxima a derretirse pero sin hacerlo todavía. Había algo hipnótico, oscuramente tentador, en su propia imagen deformada, suspendida en un fondo desnivelado, como si el cuarto no fuera un cuarto sino el camarote de un barco viejo, incapaz de mantener el rumbo en una tempestad (p. 62).
Considero la cita en su amplitud debido a que enmarca la importancia de la precepción, el ápice de transgresión del cuerpo, del agua interiorizada en su totalidad. La deformación de la imagen o, más bien, de la mirada, enmarca un momento de perplejidad frente a la violencia del agua, pero también, y sobre todo, supone el reconocimiento de sus particularidades desde lo profundo de su ser. El largo pasaje debe ser leído en correspondencia con la consumación simbiótica entre Laura y el entorno cuando consigue ver en el espejo el reflejo de la habitación: “Era un cuarto del que también ella formaba parte, que la contenía y la envolvía, formando a su alrededor un círculo cálido y completo. Y fue en un instante imprevisto, sin que lo buscara ni se lo 127
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propusiera, cuando la cara se compuso de repente y dejó de verse con un ojo más grande y la boca demasiado chica” (p. 63). En el gesto narcisista prima la intención de reconocimiento de su constitución íntima, por esto, al identificarse como parte del entorno dominado por el agua, la imagen “se compuso” y puede verse, nuevamente, a ella misma pese a ser una Laura diferente, fantasmal: “No era de ella misma, sus ojos no habían sido más que un vehículo, los transmisores de algo ajeno, prestado, que ya no le pertenecía. El brillo se había borrado, la intensidad había desaparecido, no quedaba sino la mirada indecisa, que atravesaba sus propios ojos y se perdía en el vacío” (p. 64). Las representaciones del espacio y del cuerpo en función del símbolo acuático encierran el sentido de la muerte cotidiana como reductos concéntricos incapaces de frenar el transitorio poder desintegrador del agua. Muerte por agua emana de la fascinación por el aniquilamiento de los límites de lo material y lo humano, para poner en relieve la fuerza del instante vivido y la fragilidad de la naturaleza del hombre ante su cotidianidad. La novela de Campos es rica en significaciones, en representaciones simbólicas y en el uso de la palabra como signo de deseo y quietud; entre estos rasgos, el uso de tópicos estrechamente ligados, como el ambiente asfixiante y fantasmagórico, la ambivalencia del agua y la muerte confluyen para adquirir pleno sentido, en la transgresión de los límites del cuerpo, último y frágil refugio del alma humana.
biblioGrafía baCHelard, Gaston, El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia, trad. Ida Vitale, Fondo de Cultura Económica, México, 1978 (Breviarios, 279) [1ª ed. en francés, 1942]. bradu, Fabienne, “La cartografía del deseo y de la muerte”, en Señas particulares: Escritora. Ensayos sobre escritoras mexicanas del siglo xx, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 71-85. CaMPos, Julieta, “La imagen en el espejo”, Revista de la Universidad de México, 1964, núm. 12, pp. 9-14. 128
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-----, Muerte por agua, Fondo de Cultura Económica, México, 1964 (Colección popular, 74). -----, “Isabel viendo llover en Macondo”, en Oficio de leer, Fondo de Cultura Económica, México, 1971 (Tezontle), pp. 70-72. -----, Función de la novela, Joaquín Mortiz, México, 1973. -----, El miedo de perder a Eurídice, Joaquín Mortiz, México, 1979. -----, Reunión de familia, Fondo de Cultura Económica, México, 1997 (Letras mexicanas). Gutiérrez de velasCo, Luz Elena (ed.), Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, Universidad Autónoma Metropolitana / Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México, 2010. HeráClito, Fragmentos, trad. Luis Farré, Aguilar, Buenos Aires, 1963 (Biblioteca de iniciación filosófica, 61). Polidori, Ambra, “Julieta Campos o la escritura como acto de liberación”, en Julieta Campos. Material de lectura, Coordinación de Difusión Cultural-Universidad Nacional Autónoma de México, 1987 (El cuento contemporáneo, 51), pp. 3-12. raMos de Hoyos, María José, El viaje a la isla. Representaciones de la isla y la insularidad en tres novelas de Julieta Campos, tesis de doctorado, El Colegio de México, México, 2013. sánCHez rolón, Elba, “El deseo de la escritura o la escritura del deseo Aproximaciones a las poéticas de Julieta Campos y Salvador Elizondo”, en Literatura hispanoamericana: fronteras e intersticios, Universidad Autónoma de Tlaxcala / Instituto Tlaxcalteca de la Cultura / Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / Instituto Nacional de Bellas Artes / Siena Editores, México, 2006, pp. 239-252. -----, “Escribir la isla. El miedo de perder a Eurídice, de Julieta Campos”, Signos literarios, 2011, núm. 14, pp. 33-68. sarraute, Nathalie, La era del recelo. Ensayos sobre la novela, trad. G. Torrente Ballester, Guadarrama, Madrid, 1967 [1ª ed. en francés, 1956]. verani, Hugo J., “Julieta Campos y la novela del lenguaje”, Texto crítico, 1976, núm. 5, pp. 132-149. 129
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el triánGulo donde Habita el Horror: “ósCar”, de aMParo dávila
Jazmín G. Tapia Vázquez Colegio de Ciencias y Humanidades Universidad Nacional Autónoma de México
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n diversas entrevistas, Amparo Dávila recuerda, constantemente, a aquellos autores y textos que influyeron en su quehacer literario. De sus tempranas lecturas, destaca la fascinación que le produjo una edición de La divina comedia con ilustraciones de Gustave Doré que no sólo la acercó a la literatura, sino también le permitió descubrir la posibilidad de la belleza en imágenes de una composición y de una técnica extraordinarias que, sin embargo, daban vida a un mundo infernal habitado por demonios y cuyo solo recuerdo bastaba para atemorizar a la escritora mexicana en las noches frías de Pinos, Zacatecas, lugar donde transcurrió su infancia.1 Ese encuentro inicial con el efecto que produce el adecuado ensamble de la composición, de la
1
Erandi Cerbón Gómez, “Amparo Dávila: de niña alquimista a narradora y poeta”, Milenio, 17 de mayo de 2015. Disponible en http://www.milenio.com/cultura/entrevista_escritora_amparo_davila-milenio_dominical-alquimista_a_narradora_0_517748583.html
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técnica y de la imagen se convertirá, años más tarde, en la búsqueda que da sentido a su ejercicio como prosista. Así lo confesó la autora: “mis obsesiones son varias: la búsqueda de la perfección en el estilo y la forma, que el trabajo sea riguroso, que no haya aspectos flojos o sin terminar”.2 De las influencias decisivas que han determinado la labor literaria de Dávila sorprende, como sorprendió a Cortázar en su momento, la ausencia de un nombre que ha sido considerado por la crítica como imprescindible al momento de analizar la obra de la escritora zacatecana, me refiero a Edgar Allan Poe. En entrevistas, la autora es contundente cuando niega su filiación con la obra de Poe al rememorar un encuentro que sostuvo con Cortázar: Estaba sorprendido por la cercanía que me encontraba con Edgar Allan Poe, y le dije: “Te equivocas, no he podido leer a Edgar Allan Poe porque me enfermo de colitis cuando lo intento”. Y él me dijo: “¿Pero cómo es posible si tienes tanto de Edgar Allan Poe?” y me regaló la traducción que hizo durante su luna de miel con Aurora Bernárdez de los cuentos de Edgar Allan Poe.3
En un intento por ubicar la producción de Amparo Dávila dentro de una tradición literaria, la crítica ha definido sus cuentos como fantásticos o góticos, categorías estéticas que, por cierto, Dávila niega constantemente. Me parece, en cambio, que la influencia indirecta del escritor bostoniano en la obra de Dávila radica, sobre todo, en sus planteamientos teóricos y formales sobre el cuento que, a lo largo del siglo xx, influyeron en la conceptualización y en la puesta en práctica del género como un arte que exigía rigor estético. A grandes rasgos, para la crítica, Edgar Allan Poe sistematiza las unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar en una sola unidad de efecto o impresión, cuya eficacia radica
2
Fernando Yacamán, “Entrevista a Amparo Dávila”, Noctuario. Revista de creación literaria, 2 de abril de 2014. Disponible en http://nocturnario.com.mx/revista/entrevista-a-amparo-davila/ 3 Octavio Avendaño Trujillo, “Entrevista con Amparo Dávila”, Cubo negro, 18 de febrero de 2008. Disponible en http://negrocubo.blogspot.mx/2008/02/entrevista-con-amparodvila.html
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en la rigurosidad compositiva, de la que destacan la brevedad, la condensación, la articulación del suspenso y del enigma, elementos que deben sostener la tensión desde el planteamiento inicial del cuento hasta su final, incluso en un breve enunciado. Partiendo también de Aristóteles, Dávila considera que el rigor compositivo de sus textos se manifiesta, más allá de la mera anécdota, en la articulación de la estructura, aspecto que la vincula también con Poe: Yo pienso en el cuento, un poco a la manera aristotélica, como si fuera una figura geométrica. Un triángulo que tiene una línea base, que es el planteamiento, pero en esta concepción, el triángulo no es equilátero, de tres lados iguales, sino que puede ser un triángulo isósceles, o cualquier triángulo, que a veces puede tener un largo planteamiento, luego la línea que sube, que es el conflicto, el nudo, y luego el desenlace, y a veces el desenlace [...] lo doy en unas cuentas palabras. Es un triángulo rarísimo.4
Cuando se le otorgó la Medalla Bellas Artes en 2015, la autora pronunció un discurso donde declaró lo siguiente: “trato de lograr en mi obra un rigor estético basado no solamente en la perfección formal, en la técnica, en la palabra justa, sino [también] en la vivencia”.5 Si bien refrendó la importancia del rigor estético en su obra, también ponderó uno de los elementos que integran su poética: el carácter vivencial de la escritura. Y es que, para la autora, un cuento debe nacer de una experiencia, de un recuerdo, de vivencias acumuladas, lo que implica, también, que el cuento abreve los sueños y los miedos de quien lo escribe. Es, entonces, en esa estructura geométrica y “rarísima” en la
4
Patricia Rosas Lopátegui, “Amparo Dávila: maestra del cuento (o un boleto a sus mundos memorables), Casa del tiempo, 2008-2009, núms. 14-15, p. 69. 5 Coordinación Nacional de Literatura, “Renovadora del cuento en México, Amparo Dávila recibió la Medalla Bellas Artes” [comunicado de prensa], 15 de diciembre de 2015. Disponible en http://www.literatura.bellasartes.gob.mx/index.php?option=com_content&v iew=article&id=4620:renovadora-del-cuento-en-mexico-amparo-davila-recibio-la-medallabellas-artes&catid=73:boletines&Itemid=89
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que Amparo Dávila vierte sus obsesiones y preocupaciones más vitales sobre tres ejes temáticos que rigen la anécdota de sus cuentos: el amor, la locura y la muerte. La fascinación por estos temas radica, como apunta la autora, en su carácter inaprensible y enigmático que promueve, en primera instancia, un cuestionamiento de los paradigmas de la realidad y del sujeto. Ante la predominancia de estos temas, cuya articulación textual se concentra en la elaboración de atmósferas enrarecidas y asfixiantes, de protagonistas que deambulan entre los frágiles linderos de la cordura y de la locura, de presencias amenazadoras de naturaleza inexplicable que se convierten en el sino trágico e ineludible de los personajes, la crítica ha considerado que Amparo Dávila es heredera de una tradición del cuento que se bifurca en dos realizaciones: el cuento fantástico y el cuento de horror. Severino Salazar considera que Árboles petrificados (1977), tercer libro en prosa de Amparo Dávila, responde a la más fina y depurada tradición del cuento de horror, sobre todo porque en cada uno de los cuentos que lo conforman aparecen “mundos enrarecidos, donde la sordidez, la muerte, lo misterioso y lo sublime gravitan, se transmutan y establecen sus propias leyes y límites. Y no por gratuidad, más bien ceñido a un estricto código de símbolos y temas universales”.6 Salazar apunta que los textos de Dávila se ciñen a mecanismos y convenciones heredados del relato gótico, como la ambigüedad, la elaboración del suspenso y la conformación de atmósferas. Me parece, no obstante, que más allá de una influencia directa, los cuentos de Dávila revelan ciertas afinidades con la tradición del relato gótico que, sin duda, se concentran en una búsqueda estética: el descubrimiento de un sustrato de la realidad inexplicable, enrarecido. En este sentido, el propósito de mi trabajo es analizar “Óscar”, cuento perteneciente a Árboles petrificados, que ha sido considerado uno de los más enigmáticos de la escritora zacate-
6
Severino Salazar, “Tres encuentros con Amparo Dávila”, Fuentes humanísticas, 2003, núm. 27, p. 114.
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cana, un texto “del más puro gótico rural”,7 en palabras de Salazar, con la intención de demostrar cuáles son los recursos y las estrategias que articulan el peculiar horror daviliano.
el inCierto oriGen del Monstruo La escasa crítica que se ha detenido en “Óscar” concentra su interés en la naturaleza amenazante e incierta de su personaje principal, cuyas acciones remiten a una de las figuras clave del relato gótico: el hombre lobo. Como una constante en su escritura, Dávila emplea la ambigüedad para esbozar la imagen de un hombre de comportamientos bestiales que, aparentemente, se acentúan en los días de luna llena. De este personaje, la autora zacatecana señaló lo siguiente: “Óscar es un personaje enfermo [...] es un enfermo de esos que muchas veces hay en las familias, que crea problemas, perturba y no se puede entablar mucha comunicación con él”.8 En efecto, Óscar es un hombre que tiene la capacidad del lenguaje, pero por una extraña e inexplicable condición que la familia intenta paliar con medicamentos, ha renunciado a comunicarse con ellos; sin embargo, es capaz de dominar y perturbar, desde el lugar oscuro de su reclusión, la vida de cada uno de los habitantes de la casa. Por su condición inaprensible, Óscar forma parte de la galería de personajes davilianos que desempeñan una función cardinal en los relatos como agentes que trastocan las leyes naturales y racionales de la realidad que conocemos. Catalogados por la crítica como monstruos, estos personajes son seres de una naturaleza inquietante que manifiestan su presencia mediante la violencia y la opresión, y cuyo influjo es tan poderoso que sus víctimas acaban por aceptarlos como un destino funesto e impostergable.
7 8
Ibid., p. 115. Yacamán, art. cit.
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La presencia de este tipo de personajes deriva en una fórmula temática que recorrerá, no sin variaciones, la mayoría de los cuentos de la escritora zacatecana, entre ellos “Óscar”. De este cuento, Severino Salazar apunta que “su tema es recurrente en nuestra autora, una constante. [El protagonista] es una especie de hombre lobo que encarna la locura, el desequilibrio, el desorden, el mal absoluto en un espacio cerrado que asfixia. Es el del personaje que esclaviza al otro —o a los que estén en su entorno— que se apodera de la mansión, de su vida, de su voluntad”.9 Salazar advierte uno de los elementos que, me parece, es clave en la composición del relato, me refiero al sustrato mítico y simbólico que Óscar comparte con la figura licántropa del cuento de horror tradicional. La función que desempeña el hombre lobo como agente del mal y de encarnación del caos proviene, sin duda, de los principios simbólicos de confinamiento, destrucción y renovación que acompañan a la figura del lobo. De éste, Cirlot anota que en la mitología nórdica aparece Fenris, un lobo monstruoso que destruía cadenas y prisiones hasta que fue encarcelado en el centro de la tierra. El mito refiere que Fenris saldrá de esta prisión cuando el mundo acabe y devorará al sol: El lobo aparece aquí como un símbolo de principio del mal [...] Supone el mito nórdico que el orden cósmico es posible sólo por el aherrojamiento temporal de la posibilidad caótica y destructiva del universo [...] También tiene relación el mito con todas las ideas de aniquilamiento final de este mundo, sea por el agua o por el fuego.10
Me detengo en este punto porque considero que a partir del sustrato mítico y simbólico del hombre lobo, Amparo Dávila pone en funcionamiento una serie de recursos —entre los que destaco el silencio como artificio generador del suspenso y la construcción espacial— para articular uno de
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Salazar, art. cit., p. 115. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, 9ª ed., Labor, Barcelona, 1992, s.v. “lobo”.
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los principios estéticos que rigen su escritura: el develamiento de esa otra cara de la realidad, “la oscura, la opaca, en donde las cosas que suceden, que también pueden ser cotidianas, no tienen una explicación lógica... simplemente ocurren”.11 Si como sugiere Horace Walpole en el prefacio a la primera edición de El castillo de Otranto (1764),12 el hecho sobrenatural, categoría en la que se ubica el monstruo, sólo es un engranaje más de una maquinaria textual destinada a producir una sensación de miedo, fundamento de la literatura de horror,13 en “Óscar”, el monstruo desempeñará el papel de agente catalizador del horror, ese miedo atávico que el hombre experimenta ante lo desconocido, pero no por su origen incierto y su naturaleza inaprensible, sino, más bien, porque funciona como una suerte de espejo donde se revela la imagen de un mundo signado por la incomunicación, la falta de empatía, la soledad y el silencio de una espantosa cotidianidad que anula la individualidad de aquéllos que lo habitan.
11
Jorge Luis Herrera, “Entre la luz y la sombra. Entrevista con Amparo Dávila”, Universo de El búho, 2007, núm. 86, p. 16. 12 El lugar que ocupa El castillo de Otranto como texto fundador de la literatura gótica se debe, como apunta H. P. Lovecraft, “a que crea un nuevo tipo de escenario de personajes y de incidentes [...] que estimuló el surgimiento de una escuela imitadora de lo gótico, que a su vez inspiró a los verdaderos artífices del terror cósmico, cuyos artistas verdaderos comenzaron con Poe” (Howard Phillips Lovecraft, El horror sobrenatural en la literatura, trad. Melitón Bustamante, Fontamara, México, 1995, p. 21). Si bien Lovecraft califica El castillo de Otranto como una novela artificial y melodramática, no se pueden desestimar los méritos que ésta posee. Por un lado, es el primer texto que, de manera sistemática, fue pensado con el objetivo de producir miedo, esa sensación en la que se concentra el fundamento de la literatura de horror. Por otro, puso en funcionamiento una serie de convenciones que, a la postre, se convertiría en una suerte de fórmula definitoria de la literatura gótica. 13 Horace Walpole, El castillo de Otranto, en Tres piezas góticas: El castillo de Otranto, El espectro del castillo y Zastrozzi, trad. José Luis Moreno-Ruiz, Francisco Torres Oliver y Rafael Lasalletta, Valdemar, Madrid, 2006, p. 15.
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el reGreso a la esPantosa Cotidianidad En el cuento, el ciclo simbólico de destrucción y renovación que sugiere la figura del lobo se pone en marcha con el regreso de Mónica Román a su pueblo natal. El retorno al lugar de origen, motivo con el que inicia el cuento, implica la reintegración de la que parece ser la protagonista de esta historia al universo familiar después de varios años de ausencia. Mientras espera sus maletas en la estación, Mónica comprueba que aquel pueblo que abandonó años atrás parece ser ajeno al transcurrir del tiempo: “Se sentó en una banca y encendió un cigarrillo, tal vez el último que iba a fumar durante el tiempo que pasara con su familia. Sus ojos revisaban cuidadosamente el local tratando de descubrir si, en esos años de ausencia, había habido un cambio. Pero todo estaba igual. Sólo ella había cambiado, y bastante”.14 Esta revelación inicial desata en Mónica el reconocimiento de su propia transformación en la capital, hecho que se concentra en la modificación que ha experimentado su aspecto físico: Recordó cómo iba arreglada cuando se fue a la capital: el vestido largo y holgado, la cara lavada y con su cola de caballo, zapatos bajos y medias de algodón... Ahora traía un bonito suéter negro, una falda bien cortada y angosta, pegada al cuerpo, zapatillas negras y gabardina beige; pintada con discreción y peinada a la moda, era una muchacha atractiva, guapa, ella lo sabía; es decir, lo fue descubriendo a medida que aprendió a vestirse y a arreglarse... (p. 210).
En el contraste que se plantea de manera inicial en el cuento, la crítica ha encontrado un guiño significativo que anuncia la destrucción de un orden
14
Amparo Dávila, “Óscar”, en Cuentos reunidos, Fondo de Cultura Económica, México, 2012, p. 210. Todas las citas del cuento provienen de esta edición, por lo que, en adelante, indicaré el número de página después del texto citado.
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caduco mediante un agente desestabilizador, en este caso Mónica, que representa lo moderno. No obstante, conviene aclarar desde ahora que, conforme se desarrolla la historia, esta oposición (moderno/viejo) se desdibuja cuando el protagonismo de Mónica pierde fuerza. Me parece, más bien, que las reflexiones de este personaje, transmitidas por un narrador en tercera persona, sobre su transformación en la capital y la inmutabilidad del pueblo anuncian la configuración de un orden hostil vinculado con el lugar de origen: la casa familiar. Mediante un lenguaje particularmente marcado por sugerencias, omisiones y silencios, una práctica constante en la escritura de Dávila, en breves, pero significativas líneas, el narrador insinúa que hay algo mucho más profundo en la transformación de Mónica que la simple y frívola modificación de su aspecto físico y que está íntimamente relacionado con su pasado en la casa familiar. A propósito de los mecanismos que conforman la poética daviliana, Victoria Irene González encuentra que la escritura de la escritora zacatecana está cargada de significados escondidos detrás de los silencios conseguidos a través de diversas técnicas, como el cambio de narrador, en ocasiones en forma abrupta, a veces indicada por el cambio de letra, los puntos suspensivos, las elipsis implícitas y explícitas, por el uso de discursos convertidos en palabrería inútil y, en fin, a través de la economía del lenguaje sabiamente trabajada.15
En efecto, lo no dicho, lo silenciado, constituye uno de los mecanismos privilegiados por Dávila para conformar el principio poético de su escritura que, como mencioné líneas arriba, se concentra en el revelamiento de ese otro lado oscuro y atemorizante de la realidad. En el planteamiento inicial del cuento, “eso que no se dice”, escondido detrás del contraste entre la invariabilidad del pueblo y la transforma-
15
Victoria Irene González Pérez, En búsqueda de una poética: análisis de los cuentos de Amparo Dávila, tesis de doctorado, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México, 2014, p. 145.
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ción de Mónica, promueve, de manera velada, la conformación del orden enrarecido que domina el universo familiar. A su regreso al pueblo, Mónica se asume como una mujer diferente a la que fue en el pasado, sobre todo porque sólo en la capital, alejada de su familia, pudo descubrir un aspecto que parecía ajeno a ella: su belleza. Este descubrimiento implica, por un lado, el reconocimiento de su propia individualidad y, por otro, la conquista de su libertad, aspecto que se advierte en un detalle que parece irrelevante: su hábito de fumar. Desde una perspectiva filosófica, el cuerpo es un elemento identificativo de la singularidad del ser humano, ya que “manifiesta a alguien, una personalidad, un sujeto [...] El aspecto deriva de y muestra a un sujeto”.16 En este sentido, es mediante el reconocimiento de su corporalidad, de la belleza de ese cuerpo que habita, que se manifiesta la transformación radical de Mónica: el revelamiento de su individualidad, de su ser y de su estar en el mundo. Que Mónica descubra esto alejada de un universo que por definición propicia este reconocimiento, nos insta a pensar en un ámbito familiar en el que parece ser imposible una expresión de la individualidad de aquéllos que la conforman, aspecto que se percibe cuando Mónica compara los vestidos que cuelgan en el armario de su hermana menor Cristina: “Empezó a sacar la ropa de las maletas y a colgar sus vestidos en el viejo ropero, al lado de los de Cristina. Aquellas prendas allí colgadas, unas al lado de otras, hablaban claramente de las mujeres que las usaban y del medio en que se movían” (p. 212). Como se verá más adelante, ante la imposibilidad de comunicación que signa la dinámica familiar, en este contraste, los vestidos de Cristina funcionan como los indicios silenciosos de una juventud que languidece por culpa de una cotidianidad asfixiante. La fuerza que ejerce el orden familiar en Mónica se concentra en un gesto trivial, pero revelador, me refiero al último cigarro que fuma antes de
16
Magdalena Bosch, “Cuerpo e identidad”, Thémata. Revista de filosofía, 2004, núm. 33, pp. 113- 114.
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dirigirse a su casa. Si en este pequeño gesto se trasluce la libertad conquistada por Mónica en la capital, la decisión de fumar un último cigarro advierte la renuncia a esa libertad y la completa adecuación al orden familiar mucho antes de traspasar el umbral de su casa. La casa familiar, espacio predilecto de Amparo Dávila para el desarrollo de sus historias, es descrita como la más grande del pueblo, pero deteriorada por el tiempo y el descuido. Este microcosmos alberga una “zona oscura” que la singulariza del resto de las casas del pueblo: el sótano. De este espacio, Bachelard apunta que es “el ser oscuro de la casa, el ser que participa de los poderes subterráneos”,17 aspecto que se vincula de forma íntima con la naturaleza monstruosa y oculta del ser que lo habita: Óscar. Simbólicamente, el sótano también es representación del subconsciente, ese lugar en el que conviven sentimientos y pensamientos internos que nos acechan, nos acosan, y que no pueden exteriorizarse. Líneas arriba mencioné que Óscar es un ser que ha renunciado a la comunicación; en él se concentra la incapacidad de verbalizar los pensamientos y emociones que nos vinculan con los otros. Con gran maestría, Dávila recurre a esta imposibilidad comunicativa como un mecanismo para construir una atmósfera asfixiante, marcada por el silencio de los personajes, quienes no exteriorizan sus necesidades, sus miedos y sus deseos no sólo por el control que Óscar ejerce sobre ellos, sino también por el dominio del jerarca de la familia. Dicho dominio se perfila desde el mismo instante en que Mónica siente miedo al reencontrarse con todos los miembros de la familia, pero reúne fuerzas, pues su necesidad de afecto es más profunda que su temor: “El temor a enfrentarse con todos los de la familia la había puesto muy nerviosa y tensa. Pero era preciso correr el riesgo porque necesitaba mucho el afecto y la cercanía de los suyos [...] Como a las dos de la tarde llegaron el padre y el hermano. El recibimiento fue cortés, pero frío. Mónica no había esperado nada distinto” (p. 212).
17
Gaston Bachelard, La poética del espacio, trad. Ernestina de Champourcin, Fondo de Cultura Económica, México, 2005 (Breviarios, 183) [1ª ed. en francés, 1957], p. 49.
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El revelamiento de la dinámica familiar, signada por el silencio e impuesta por el señor Carlos Román, se concentra en la primera cena que Mónica comparte con los suyos. Desde una perspectiva antropológica, la reunión familiar en torno a la comida forma parte de un rito de integración de los individuos a la unidad nuclear de la sociedad; momento propicio para la comunicación y el esparcimiento, la cena de los Román se caracteriza por la falta de interés y empatía del padre respecto a los acontecimientos que motivaron el regreso de su hija: “El padre rezó una breve oración, como acostumbraba hacerlo, y comenzaron a comer [...] Poco se hablaba durante las comidas, al padre le molestaba y lo ponía de mal humor” (p. 212). Ante la ausencia de palabras que comuniquen su pesar, el cuerpo resignado y silencioso de los integrantes de la familia Román se convierte en el único reducto mediante el cual Mónica descifra la historia de su familia durante sus largos años de ausencia: En la otra cabecera de la mesa la madre servía la comida en silencio. “Ella no sólo ha cambiado —se dijo Mónica—, se acabó por completo”. Enflaquecida en extremo, con la cara afilada y cenicienta y los ojos hundidos y sin brillo, más que un ser humano parecía una sombra dolorosa. Cristina, agobiada por el silencio, la soledad y la desesperanza, era una joven vieja, una flor marchita. Y Carlos, abstraído, encerrado en sí mismo, se veía más grande, representaba más edad que la que tenía (p. 212).
El carácter enigmático de esta escena radica en una doble ausencia: por un lado, la de uno de los miembros de la familia de quien sólo sabemos que, durante los años que Mónica ha estado fuera de casa, “sigue igual”, y que exige ser atendido con ruidos que provienen del sótano; por otro, la ausencia de palabras que comuniquen los pensamientos y emociones de una familia que se deteriora física y moralmente debido a una cotidianidad asfixiante en la que lo indecible no sólo es “eso” que habita el sótano, sino también la realidad interna de individuos que, ante la imposición del silencio, se convierten en seres aislados y taciturnos, resignados a un exilio interior. 142
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En este momento de la narración, Mónica abandona por completo su necesidad de afecto, pues crece en ella la culpa por haber abandonado a su familia: “una especie de solidaridad dolorosa, una sensación de estar fallando al cumplimiento de una condena no elegida, es la que impulsa a Mónica a encarcelarse de nuevo”.18 En este sentido, el retorno de Mónica se traduce en una experiencia dolorosa que desintegra su individualidad y su libertad, puesto que se somete a una dinámica familiar marcada por una clara división de trabajo en la que ella, como su hermana y su madre, se encuentra en una situación de desventaja respecto al papel que cumplen los personajes masculinos. Esta distribución implica, sin embargo, el confinamiento de los personajes femeninos en la casa, aspecto que involucra una permanente y dolorosa convivencia con Óscar, pero también las sumerge en una rutina que desvanece cualquier rasgo de su identidad: La misma rutina de siempre: a las seis y media de la mañana se levantaban; la madre daba de comer a los pájaros y limpiaba las jaulas; las dos hermanas ponían la mesa del comedor y preparaban el desayuno, y a las ocho se sentaban todos a la mesa [...] A las ocho y media se iba Carlos a la escuela y el padre, un poco más tarde, a abrir la notaría. Entonces las tres mujeres limpiaban la casa minuciosamente. Cristina se encargaba de arreglar la cocina y de lavar la loza, la madre sacudía la sala y el comedor y Mónica se dedicaba a las recámaras y al baño. Mientras la madre salía a hacer la compra para la comida, las muchachas barrían y trapeaban el patio y el zaguán. Después, cuando la mujer regresaba con el mandado, Cristina le ayudaba a preparar la comida y a arreglar la mesa y Mónica lavaba la ropa sucia. En aquella casa siempre había algo que hacer: al terminar de comer se levantaba la mesa y la cocina, se remendaba y planchaba la ropa, y sólo después de la cena, cuando ya todo estaba recogido y acomodado, y el padre se ponía a estudiar en el violonchelo las piezas que se
18
Luis Federico Cendejas Corzo, Hacia una poética del espacio íntimo en cinco cuentos de Amparo Dávila, tesis de maestría, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México, 2016, p. 46.
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tocaban en la serenata de los domingos y el hermano corregía los trabajos de sus alumnos, las tres mujeres hacían alguna labor de tejido y bordado (p. 213).
La descripción detallada de la rutina de las mujeres Román delinea una suerte de círculo temporal marcado por las horas del día que encarcelan a la familia en un angustioso silencio sólo interrumpido por los ruidos y aullidos de Óscar. Los personajes, atados a este movimiento circular, son incapaces de romper la rutina que da orden y coherencia a su realidad porque hacerlo implicaría la renuncia a ese lazo que los vincula con el mundo: la familia. Sin embargo, como se verá más adelante, esta circularidad fatídica que envuelve a la familia Román comenzará un proceso, también circular, de destrucción y renovación propiciado por dos miembros de la familia. La situación de aislamiento de las mujeres Román, la enigmática obsesión por la limpieza de la casa, la falta de comunicación entre los miembros de la familia (aspectos que recuerdan “Casa tomada” de Cortázar) son elementos clave para la construcción del suspenso y preparan el camino para la manifestación del horror que concentra la propuesta estética de la autora: la revelación de los aspectos atemorizantes de la realidad. En “Óscar”, el horror se vive de noche y de día, es la incomunicación, la renuncia a la individualidad, el deterioro físico y mental, el sometimiento de un orden impuesto, el dolor de reconocer que aquello que nos lastima se alberga en el seno de nuestra familia. Lo atemorizante es descubrir, como hace Mónica, que la vida familiar puede ser una “pesadilla que no termina nunca” (p. 215) en la que el silencio, paradójicamente, es la única vía de comunicación para expresar la angustia vital del individuo.
ósCar, el lobo En el cuento, el silencio, como mecanismo generador del enigma y del suspenso, promueve la configuración de un orden enrarecido de la realidad que encuentra su culmen en la figura licántropa que habita el sótano de la casa fa144
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miliar. La incapacidad comunicativa de los Román genera un halo de misterio e incertidumbre respecto al origen y a la condición médica de Óscar, aspecto que incrementa su naturaleza inaprensible y, por ende, amenazante. El personaje se convierte así en una suerte de tara familiar, un secreto que debe ser resguardado, por tal motivo ninguno de los Román habla abiertamente de Óscar. A propósito, Victoria Irene González apunta que “aquello que se calla [es] la incógnita que encierra lo innombrable, lo que crea una atmósfera de suspenso que atrapa la atención del lector, inundándolo de dudas. No nombrar es evitar hacer presente el objeto del terror, de aquello que permanece en el margen de la normalidad”.19 Desde la perspectiva de González, Óscar es “aquello” que se sitúa al margen de la normalidad, es un personaje vacío, una “representación irrepresentable” que, ante la ausencia de palabras que ofrezcan certezas sobre su condición, sólo se define en oposición de los demás miembros de la familia: “la figura de Óscar se va delimitando lentamente en contraposición al resto de los habitantes de la casa. Éstos son metódicos, amables, aunque taciturnos, cariñosos, en fin, ‘buenas gentes’, en tanto aquél es un ser violento, enajenado, caótico, irracional”.20 En este sentido, de manera casi inmediata en la narración, el personaje se sitúa en los márgenes de una aparente normalidad, en los umbrales de la otredad. Me parece pertinente señalar un aspecto que González no contempla respecto a la oposición que define al personaje y que, considero, es clave para la configuración de éste: Óscar, a diferencia de todos los miembros de su familia, es el único que puede expresar sus necesidades más inmediatas y sus sentimientos más profundos mediante un lenguaje corporal signado por la violencia. Este rasgo de su condición es la causa de su confinamiento y de su marginación, aspectos que aumentan su naturaleza amenazante y lo vinculan directamente con la figura del monstruo, el ser anómalo.21
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González Pérez, op. cit., p. 151. Ibid., p. 171. 21 De acuerdo con Massimo Izzi, el confinamiento característico de la figura del lobo se debe a la identificación de la licantropía como una enfermedad reconocida por Galeno en el siglo ii d. C. Los individuos que se confinaban en sanatorios se caracterizaban por vagar por 20
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La anomalía de Óscar se revela en su doble naturaleza de hombrebestia; el personaje es capaz de manifestar emociones como el enojo o la tristeza y de realizar acciones propias de la condición humana y tan delicadas como regar las flores del jardín, pero, al mismo tiempo, come como un animal, sus sentidos están agudizados, tiene una fuerza extraordinaria y en los días de luna llena aúlla como si fuera un lobo. Aunado a estas características se encuentra lo que me parece el rasgo más perturbador del personaje: el control y el dominio que desde el sótano Óscar ejerce en su familia. A propósito, el narrador apunta lo siguiente: Desde el sótano Óscar manejaba la vida de aquellas gentes. Así había sido siempre, así continuaría siendo. Comía primero que nadie y no permitía que nadie probara la comida antes que él. Lo sabía todo, lo veía todo. Movía la puerta de fierro del sótano con furia, y gritaba cuando algo no le parecía. Por las noches les indicaba con ruidos y señales de protesta cuando ya quería que se acostaran, y muchas veces también la hora de levantarse. Comía mucho, con voracidad y sin gusto, con las manos, grotescamente. A la menor cosa que le incomodaba aventaba los platos con todo y comida, se golpeaba contra las paredes y cernía la puerta. Raras veces permanecía silencioso, siempre estaba monologando entre dientes palabras incomprensibles. Cuando todos se habían retirado a sus habitaciones Óscar salía del sótano. Sacaba entonces el agua del pozo y regaba las macetas cuidadosamente y, si estaba enojado, las rompía estrellándolas contra el piso; pero el día siguiente había que repo-
la noche gritando y lamentándose a la luz de la luna. Por su parte, el carácter marginal del lobo se relaciona con la voz inglesa wolf, “que antes de significar lobo, significa ‘ladrón’ [...] Por lo demás, ‘ladrón’ es un epíteto referido al lobo, y por lo demás, antaño, cuando se ahorcaba a un ladrón, junto a él se ahorcaba también a un lobo. Esta convergencia de significados entronca con el hecho de que el lobo siempre ha sido el símbolo de los fugitivos, de los desterrados y de los exiliados. Según las leyes de Eduardo, el Confesor, los proscritos tenían que llevar una máscara de lobo” (Massimo Izzi, Diccionario ilustrado de los monstruos, ángeles, diablos, ogros, dragones, sirenas y otras criaturas del imaginario, trad. Marcel-lí Salat y Borja Folch, José J. de Olañeta Editor, Palma de Mallorca, 2006, s.v. “lobo”).
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ner todas las macetas rotas, pues él no soportaba que disminuyeran, siempre tenía que haber el mismo número de macetas (pp. 213- 214).
El carácter irascible y metódico de Óscar lo convierte en un ser ambiguo, ya que parece habitar dos mundos (el del hombre y el de la bestia), capaz de someter a toda la familia bajo el yugo de sus designios. Éstos envuelven a la familia en una rutina inmutable y amenazadora sobre todo por las noches, cuando Óscar sale del sótano e impone su presencia en los dormitorios: “entraba a todos los cuartos y se acercaba hasta las camas y allí se quedaba un rato inmóvil, observando, y sólo su brusca y fuerte respiración rompía el silencio de la noche” (p. 214). La familia, incapaz de quebrantar los lazos sanguíneos que los vinculan con Óscar, experimenta —pero nunca expresa verbalmente— esta relación como un destino trágico y doloroso: “En aquella casa nadie había dormido jamás tranquila ni normalmente, su sueño era ligero, atento siempre al menor ruido. Pero nadie se quejaba nunca, resignados ante lo irremediable, aceptaban su cruel destino y lo padecían en silencio” (p. 214). Como ya ha señalado la crítica, en este momento de la narración se perfila claramente la función de Óscar como instancia en la que se concentra el carácter ominoso del texto, y cuya función cardinal, como sucede en la mayoría de los cuentos de Dávila en la que aparecen este tipo de personajes, es la de articular el horror como efecto de sentido del relato; me interesa destacar el tratamiento que Amparo Dávila realiza de la figura del monstruo al subvertir su condición como lo Otro y configurarlo como una suerte de espejo que devuelve la imagen de un mundo enrarecido y escindido. El carácter irascible de Óscar, así como la rutina que impone a los suyos son un eco potenciado, un reflejo maximizado de las acciones que ejerce el patriarca sobre su familia. Estos personajes no tienen conciencia del dolor que infligen a su familia; uno por su condición médica, el otro porque, en última instancia, es un hombre bueno que se dedica con esmero al sostenimiento económico de su familia. No obstante, en ambos casos, se ejerce una opresión, una más visible que la otra, que se ejecuta siempre en función de las necesidades y deseos de estos personajes. El efecto es el mismo, la 147
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familia tiene que vivir sujeta a una permanente zozobra para no perturbar, por un lado, “aquel silencio que el padre había impuesto en las comidas por años” (p. 215) y que se prolonga a todas las horas del día; por otro, para no encender la cólera del hermano-bestia, pues con él “nunca se sabía qué podía suceder” (p. 214). La opresión que ejerce el padre es, sin embargo, más devastadora para los miembros de la familia porque impone un permanente silencio que los imposibilita a exteriorizar su miedo y los obliga a contener su dolor. La fuerza de esta imposición se revela de manera significativa y conmovedora cuando Óscar tiene una de sus peores crisis debido a la falta de uno de sus medicamentos, y la familia intenta mantener el silencio y el orden que rigen la dinámica de su vida cotidiana; no obstante, la imagen dolorosa de la madre conteniendo las lágrimas advierte la naturaleza enrarecida de esta vida familiar asfixiante, donde los individuos que la conforman, a pesar del cariño que los une, no son libres de expresar libremente sus emociones ni establecer un lazo comunicativo entre ellos que, por lo menos, les ayude a paliar su sufrimiento: “Sin decir una palabra más se sentaron a la mesa, entre aquel insoportable ruido y gritos y aullidos y carcajadas; abatidos por aquella tortura que les estrujaba el alma. La madre se limpiaba con los dedos las lágrimas que no lograba contener. Ni siquiera se escuchaba ahora el acostumbrado sonido que hacía el padre al sorber el caldo” (p. 215). A pesar de su comportamiento bestial, Óscar no es un ser tan ajeno a las prácticas que definen a la familia Román. El personaje también está inmerso en una rutina incesante que realiza, como los miembros de su familia, de manera escrupulosa. Que Óscar sea tan metódico al contar todas las noches las macetas de la casa sugiere lo que hay de absurdo e irracional en, por ejemplo, la obsesiva fijación de las mujeres por la limpieza. Esta rutina que envuelve y constriñe a los personajes revela la necesidad de éstos por mantener el orden dentro del caos, de conservar una aparente normalidad, pero, pese a sus intentos, habitar la casa será para ellos una experiencia anormal, permanentemente terrorífica, que los escinde y los inmoviliza. La característica que diferencia a Óscar de los demás miembros de su familia no es su carácter bestial y violento, sino su capacidad de comunicar su 148
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dolor y su soledad. Es en este rasgo donde se revela la eficacia del tratamiento que Amparo Dávila realiza de la figura del monstruo al sugerir que lo Otro es justamente el mundo desnaturalizado y enrarecido que habita Óscar. Para lograr este efecto, Dávila concentra, en breves palabras, toda la dimensión humana de Óscar, haciendo de éste un personaje, incluso, enternecedor por momentos. Si el texto no ofrece certezas sobre la condición médica del personaje, por lo menos el narrador explica el motivo del claustro que el personaje impone a su familia: “Las mujeres sólo salían a lo indispensable: el mandado, las varias compras, la misa de los domingos y alguna vez entre semana al Rosario, algún pésame o entierro, algo verdaderamente muy especial [...] Cuando ellas salían, el padre o el hermano se quedaban en la casa porque Óscar temía a la soledad hasta un punto increíble y conmovedor” (p. 215). Si bien Óscar es un ser violento y amenazante, también es un ser que sufre y siente miedo, aspecto que, de inmediato, nos insta a pensar en él como una proyección de la realidad interna de los demás miembros de la familia. Es en este sentido que el acento sobre la construcción de la otredad recae no sólo en Óscar, sino también de manera sutil, pero efectiva, en las acciones de la familia y en los vínculos que establecen entre sí. La necesidad de afecto y de compañía que Óscar manifiesta es la misma necesidad que experimentan sus hermanos, pero éstos, a diferencia de su hermano enfermo, no pueden mitigar su soledad y su sufrimiento porque no son capaces de verbalizarlos. Recordemos que, por ejemplo, Mónica regresa a su casa natal en búsqueda de afecto, pero encuentra un silencio inmutable que la imposibilita a manifestar el origen y el motivo de su regreso; sin embargo, el único de los personajes masculinos que demuestra interés por su llegada es, paradójicamente, Óscar. La escena que mejor revela, por un lado, la función de Óscar como espejo de un mundo escindido por el silencio y, por otro, la dimensión humana del personaje, aspecto que permite cuestionar su categoría como lo Otro, es aquella en la que se describe cómo los hermanos Román experimentan su dolor después de que sus padres fallecen. Mónica, Cristina y Carlos, marcados por un sufrimiento no expresado que los desintegra paulatinamente, tienen que continuar con el orden y el silencio que exige su vida cotidiana. 149
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Así los describe el narrador: “Los tres hermanos encerrados dentro de sí mismos, sin atreverse a hablar, a comunicarse, tan ensimismados y huecos como si los pensamientos y las palabras se les hubieran extraviado” (p. 217), mientras que Óscar rompe su rutina y se dedica a la expresión de su dolor por la ausencia de sus padres: “Esa noche, la del entierro, Óscar la pasó en la recámara vacía aullando y rechinando los dientes” (p. 217). Las lecturas críticas sobre “Óscar” señalan el regreso de Mónica como el hecho que inicia la destrucción del universo familiar de los Román. Pero me parece que el verdadero acontecimiento que moviliza el ciclo de destrucción-renovación que sugiere la figura licántropa de Óscar es la muerte de los padres, pues implica la aniquilación de los lazos que unen al individuo con el mundo y la destrucción de la piedra angular en la que se asienta la sociedad. Después del fallecimiento de los padres, Óscar se convierte en una realidad más funesta y asfixiante para los hermanos, pues se revela de forma clara como un destino impostergable, una herencia maldita imposible de rechazar, dados los vínculos de sangre que los unen fatídicamente. No obstante, Óscar no es lo único que heredan los hermanos Román, también son sucesores de un orden enrarecido y desintegrador que signa la vida cotidiana de la familia. Esta continuación del orden implica, por un lado, la persistencia del silencio y la imposibilidad de una expresión liberadora de los personajes; por otro lado, la aparición de un nuevo patriarca que imponga la ley y el orden. Es por esta razón que, al perder a su padre, el dolor de Carlos se manifiesta como una angustia interna ante la imposibilidad de una salida que lo libere del yugo familiar: “Y Carlos cabizbajo, amordazado por la angustia y el sufrimiento, sabiéndose caminar por un callejón sin salida, acorralado, sin encontrar solución ni esperanza para aquel infortunio que venían padeciendo y arrastrando penosamente a través de la vida. La fatalidad se imponía y eran sus víctimas, sus presas, no había salvación” (p. 217). Ante tal reconocimiento, Carlos asume con resignación su papel como jerarca de la familia cuando comienza a sentarse todas las tardes en el mismo lugar donde se sentaba su padre, aspecto que manifiesta simbólicamente la continuidad del orden que impuso su antecesor. Pero la resignación con 150
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la que los hijos asumen el orden de la realidad impuesto y heredado por sus padres contrasta con la resolución final de Óscar. El ciclo de destrucción y renovación que sugiere el sustrato simbólico de la figura licántropa se condensa en un desenlace por demás perturbador porque reúne, en imágenes dantescas, toda la violencia de un orden familiar del que Óscar es victimario y víctima a la vez. Una noche de plenilunio, noches en las que Óscar demostraba comportamientos más bestiales e incontrolables, los hermanos Román despiertan en medio de un fuego que amenaza con asfixiarlos: “con ojos desorbitados contemplaron las lenguas de fuego que llegaban ya hasta las habitaciones subiendo desde la planta baja, y el humo denso y asfixiante que los hacía toser, llorar, toser, y los aullidos de Óscar, que estaba sin duda abajo en el sótano, aullidos y carcajadas, carcajadas de júbilo como nunca las habían oído, y las llamas entrando, casi alcanzándolos” (p. 218). Me parece que uno de los elementos más perturbadores de esta escena es que la destrucción del universo familiar que se empeña en perpetuarse se origine al interior de la casa y sea promovida por uno de los hermanos Román no como un acto consciente, dada la naturaleza de Óscar, sino como un acto de liberación más primario. Tal y como sucede en el mito de Fenris, Óscar, el lobo, se inmola mediante el poder aniquilador del fuego que vuelve cenizas la casa familiar, metáfora de la destrucción de una realidad asfixiante que no ofrece ninguna certeza ni libertad para los hermanos. Si el fuego es símbolo de la destrucción, también encarna el principio de la renovación, aspecto que se sugiere al final del cuento cuando los hermanos logran escapar del incendio y se dirigen a la salida del pueblo: “Aún se escuchaban las carcajadas de Óscar cuando los tres tomados de las manos, empezaron a caminar hacia la salida del pueblo. Ninguno volvió la cabeza para mirar por última vez la casa incendiada” (p. 218).22 El sentido de renovación de esta escena se concentra en
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La crítica ha encontrado en “Óscar” ecos de “Casa tomada” de Julio Cortázar, sobre todo en las imágenes finales; sin embargo, encuentro que la plasticidad de las escenas que se engarzan en el desenlace del cuento remite a una de las ilustraciones de La divina comedia que tanto perturbaron a Dávila en su niñez. En la ilustración realizada por Gustave Doré del can-
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un gesto demoledor: los hermanos sobrevivientes no vuelven la vista atrás, ahí donde su casa y su hermano se calcinan. Carlos, Mónica y Cristina rompen contundentemente con su pasado familiar y, al hacerlo, se liberan del yugo que los constriñe. Sin embargo, la renovación más significativa es la que se da a través del silencio. Consecuente con el mecanismo que rige la estructura del texto, Amparo Dávila cierra su cuento con una escena marcada por el silencio; pero en esta escena final, ante la usencia de palabras, el silencio se configura ya no como una imposición amenazante, sino como un lenguaje secreto entre los hermanos que propicia, finalmente, la comunión entre ellos. Para Victoria González, la actitud final de los hermanos revela la crítica que Dávila transmite a propósito de un contexto socio-cultural específico que se relaciona con el modelo de la familia tradicional mexicana: Me parece que Óscar, en este sentido, es una metáfora que revela el sentido demoledor en que los lazos con el pasado patriarcal están siendo demolidos. [...] En este cuento, en el lenguaje primero, Óscar es un desquiciado que trastorna la paz familiar, desde el lenguaje segundo, el de la metáfora, se cuestiona duramente la realidad que ya no otorga certezas a los individuos, ni siquiera en lo que se llegó a considerar su piedra angular: la familia.23
to VII del “Infierno”, se observa a un hombre de aspecto bestial que está desnudo, tiene los ojos desorbitados, el cabello enmarañado, dos dedos en la boca y un rictus de risa en la cara que acrecienta su aspecto perturbador. En el texto, este hombre está invocando a Satán, pero pronto es mandado a callar por Virgilio, quien le profiere las siguientes palabras: “Cállate, maldito lobo/Consúmete adentro con tu rabia”. En la ilustración de Doré, se observa en primer plano a este hombre, cuyas facciones evocan más a las de un hombre perturbado por la locura que a un ser infernal y, en segundo, de espaldas, a Virgilio y a Dante, dirigiéndose a otro lugar. Si, como confesó Dávila, estas imágenes la confrontaron con sus más terribles pesadillas de infancia, no es ajeno pensar que estas mismas le proporcionaron el material para la configuración de sus textos. Me parece que en “Óscar” esta imagen infernal es reelaborada para revelar el horror más devastador que el hombre pueda experimentar: “eso” que nos atemoriza no está en el infierno, sino que habita nuestra realidad. 23 González Pérez, op. cit., p. 173.
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En efecto, “Óscar” es metáfora de una realidad familiar escindida, impositiva y cruel y es en este reconocimiento donde radica su carácter perturbador. La maestría de la zacatecana se concentra en un gesto por demás significativo: el horror no es la irrupción, no es lo sobrenatural, es el reconocimiento de que aquello que nos atemoriza, esclaviza y anula nuestra individualidad habita en nuestra realidad más cotidiana, comparte nuestra misma sangre.
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GuadaluPe dueñas a la luz de eros y tánatos
Gabriela Trejo Valencia Universidad de Guanajuato
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acer una revisión de la obra de Guadalupe Dueñas (Jalisco, 19202002) se traduce en una labor ardua, en parte por lo mucho que puede decirse, en parte por lo poco que se ha dicho. La producción de la escritora jalisciense es más compleja que todas las definiciones posibles y, por tanto, un análisis simplificado de la totalidad de su obra corre el riesgo de ser grosero. Asumiendo lo anterior, no pretendo ser determinista sino focalizar un único tópico, el objetivo es configurar una lectura capaz de subrayar la presencia del erotismo dentro de la muerte o de la muerte dentro del erotismo. Para ello especificaré cómo Dueñas pone al desnudo el mecanismo de la transgresión en personajes que hallan el deleite en el rompimiento del borde, de ahí que sus relatos conformen una literatura en la que los principales culpables del incumplimiento al marco convencional —Eros y Tánatos— funcionan dialécticamente. Tres libros de cuentos, una novela que permaneció inédita hasta 20171 y un singular texto de semblanzas literarias conforman una obra de
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Recientemente, el Fondo de Cultura Económica editó las Obras completas de la escritora, donde se recupera su obra publicada, así como textos inéditos, entre los que se encuentran
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la que apenas unas cuantas voces críticas han hecho eco; no obstante, esta desatención es hasta cierto punto positiva, pues lejos de abarcar una poética, imponer una lectura o delimitar sus alcances, su estudio es susceptible de un diálogo abierto. De acuerdo con ello, toda propuesta de análisis en torno a la literatura de Guadalupe Dueñas es provisional, así entiendo también la desplegada en estas páginas para beneficio de discusiones futuras. Guadalupe Dueñas nació en Guadalajara en el seno de una apasionada familia católica. Estudiante en un colegio de monjas, trabó un sólido vínculo con la vocación religiosa a lo largo de su primera infancia; la vocación no fue encontrada, pero la fe fue adquirida de a poco, a fuerza de apurar respuestas. Pronto halló en la literatura un nicho que si bien no le dio todas las soluciones esperadas sí le permitió profundizar en aspectos que le eran significativos y que, más tarde, quedarían plasmados en sus cuentos: la condición humana, lo femenino, las relaciones familiares, la muerte y lo sobrenatural. A través de la literatura hizo más preguntas, enunció inconformidades y atrevimientos varios. Los menos, la culpa y el pecado. Los más, dudar de la salvación y el cielo prometido. Aunque su obra no es precisamente una invitación a la vida devota, su religiosidad es material indiscutible dentro y fuera de los textos. En su formación como escritora aparecen la poeta católica Emma Godoy y Ábside,2 brazo de un grupo humanista que postulaba una ortodoxia rampante. En cuanto al contenido de su obra, es clara la existencia de personajes religiosos, rituales o prédicas, “la vida cotidiana está pautada por algún evento o práctica litúrgica: la misa, el velorio, el entierro, la comunión, la extremaunción;
la novela Memorias de una espera, composiciones poéticas y algunos textos pertenecientes a sus cuadernos de escritura (Guadalupe Dueñas, Obras completas, selec. y pról. Patricia Rosas Lopátegui, intr. Beatriz Espejo, Fondo de Cultura Económica, México, 2017). 2 Su vinculación con el grupo redituó cuando, bajo la tutela de Gabriel Méndez Plancarte, Ábside publicó Las ratas y otros cuentos (1954), cuatro años antes de que el Fondo de Cultura Económica sacara a la luz la primera colección de Dueñas: Tiene la noche un árbol.
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rezos y Ave Marías permean los relatos”.3 Aunque indudable, la religión resulta severamente enjuiciada en sus relatos, en ellos no se pondera el camino hacia la gracia y más bien se le ubica en fatales vicisitudes; de esto se sigue que el cuestionamiento al interdicto sea axial. En ocasiones es tan enérgica la crítica al dogma religioso y cultural que los tabúes de la muerte y la expresión erótica resuenan con fuerza. Una vez puntualizado esto es preciso acentuar la solidez lingüística y temática de su narrativa, la cual dio muestras de una paulatina agudeza, al tiempo que sus relatos se hicieron cada vez más breves. Pero por encima de una marcada economía de lenguaje parece privilegiarse el silencio como la respuesta definitiva. La extensión de éste abarcará tanto contenido como continente y Dueñas terminará incluso con el retiro de la vida social para no volver a publicar. Todo parece indicar que a Dueñas dejó de bastarle el refinamiento del lenguaje y las intuiciones poéticas, pero no optó por un silencio que le hiciera ceder ante el discurso, más bien comprendió que alejándose de su materialidad encontraría lo que buscaba; al final quizá entendería que no tenía por qué someterse al dictado de las palabras para expresar la realidad transgredida. Para una genuina transgresión debía optar por una auténtica contemplación de la realidad y, como toda contemplación, la suya también sería solitaria y silenciosa.
su obra antes del silenCio Pero antes del silencio abonaría en tramas por demás perversas. Conviene no olvidar en lo sucesivo que la narrativa de Guadalupe Dueñas es un terreno de arenas movedizas propicio para predicar un albañal: niños con curiosidad insana, carcamales, lisiados, parricidas, hijos incestuosos, padres arrepentidos
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Graciela Monges, “El desamparo y la orfandad en Tiene la noche un árbol, de Guadalupe Dueñas”, en Nora Pasternac, Ana Rosa Domenella y Luz Elena Gutiérrez de Velasco (comps.), Escribir la infancia. Narradoras mexicanas contemporáneas, El Colegio de México, México, 1996, p. 209.
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y mujeres trastornadas conforman un inventario de motivos siniestros dignos del repertorio freudiano.4 Haciendo gala de una riqueza narrativa, Dueñas salpica esos mismos pasajes aciagos con una línea burlona, capaz de filtrar muchas de sus historias. Resulta significativo que en su obra y en su vida personal el humor funcionara como un mecanismo de seguridad ante sus constantes preocupaciones: “las cuestiones sociales me preocupan, pero me sobrepasan, me dejan en cero, y no tengo pan para tantos ni melanina suficiente para cambiarles el color a todos los que más valía que fuesen azules”.5 Dueñas fue la mayor de catorce hermanos a quienes vio crecer y casarse; todos, menos ella y su hermano menor, Manuel, por quien siempre externó un especial cariño. Algunas voces han querido ver en el apasionamiento por Manuel un reflejo de maternidad no consumada. A este respecto, en una charla con el público en 1966 la propia autora confesaría (mediada por la ironía) de qué manera su situación la limitaba artísticamente: Debo reiterar que no me he casado, ni conozco las delicias de la maternidad. Esto es una limitación, así lo dicen, además es cierto, pero ayuda, porque según esta moda del psicoanálisis se adquieren inmejorables, casi perfectos complejos que la apartan a una de la sana razón, y claro, en lugar de cuidar criaturas vengo a Bellas Artes a dar conferencias.6
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Para obtener una visión general de la crítica al respecto pueden consultarse: Leonardo Martínez Carrizales, “El horror, la fatiga y el silencio. Los cuentos de Guadalupe Dueñas”, La jornada semanal, 1993, núm. 201, pp. 16-20; Mario González Suárez, “La materialidad de la conciencia”, en Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo xx, 2ª ed., Tusquets, México, 2009, pp. 155-157; y Beatriz Espejo, “Guadalupe Dueñas, una fantasiosa que escribía cuentos basados en la realidad”, en Seis niñas ahogadas en una gota de agua, Universidad Autónoma de Nuevo León / Documentación y Estudios de Mujeres, México, 2009, pp. 35-54. 5 Guadalupe Dueñas, “Guadalupe Dueñas”, en Antonio Acevedo Escobedo (comp.), Los narradores ante el público. Segunda Serie, Ficticia / Instituto Nacional de Bellas Artes-Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2012 [1ª ed., 1966], p. 66. 6 Ibid., p. 63.
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Este mismo humor mordaz permea en sus libros a diferentes grados.7 Tiene la noche un árbol lo hace patente en relatos como “La historia de Mariquita”, “Los piojos”, “Prueba de inteligencia”, “Conversación de Navidad”, “Zapatos para toda la vida”, “Topos uranus” y “Al revés”. Para 1976, el sentido del humor es difuminado en No moriré del todo, pero aún es perceptible en “Yo vendí mi nombre”, “Ensayo sobre el agradecimiento” o el propio “No moriré del todo”. En sus primeros libros encuentra en el discurso carnavalesco de la vida al revés un escape para la naturaleza cruenta de sus relatos, incluso propicia una risa incrédula y liberadora que deriva del hecho de no sobrepasar los límites protectores de lo terrible permisible. Ahora bien, no es que las temáticas de los relatos mencionados no sean perturbadoras, lo que incide en su carácter irrisorio es el tono de humor negro que, aunque matizado por factores individuales, determina un efecto de sentido humorístico ante hechos que suscitarían horror fuera del júbilo de la fiesta de locos. Otro tipo de condición carnavalesca se percibe en los dos relatos que conforman el corpus de este trabajo:8 “Al roce de la sombra” (1958) y “Pasos en la escalera” (1976). Estos cuentos no representan exactamente un mundo al revés pero connotan la farsa grotesca implícita en este sistema cómico-popular en donde la risa liberada se convierte en mueca de horror, sobre todo si se piensa que los personajes no se ponen una máscara para aparentar, se la quitan para revelar su naturaleza: la búsqueda de liberación por encima de la vida y de la muerte.
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Esta línea prácticamente desaparece de los relatos pertenecientes a su último libro, Antes del silencio (1991), colección en donde el humor no resultará una forma de matizar los infortunios de la realidad, pues éstos, de tan vastos, se vuelven irrevocables. 8 La selección responde a un criterio de extensión, un tratamiento más profundo permitiría incluir cuentos de entre un muy extenso corpus, verbigracia, “La tía Carlota”, “El moribundo”, “Extraña visita”, “Los huérfanos”, “El vuelo”, “A destiempo”, “El amigo”, “Undécimo piso” o “Antes del silencio”.
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eros es tánatos Las formas de configuración erótico-tanáticas son ilimitadas, por eso una inmensa mayoría de ámbitos del pensamiento han encontrado en este supuesto antagonismo un terreno propicio para la reflexión. La eficacia simbólica de los conceptos ha sido material de análisis literario en innumerables ocasiones, y si bien es verdad no son pocos los autores que han apelado a tal fuerza mitopoiética, también es cierto que, quizá como nadie, Guadalupe Dueñas se complace en jugar con la ambivalencia y traslape de conceptos mientras sugiere al erotismo como reflexión tanática y a la muerte como significación convertida en instinto erótico. El verbo complacer no es gratuito, sobre todo porque a pesar de las prohibiciones intrínsecas —a Dios, la moral, la familia o la ideología convencional— sus personajes suelen colmar sus deseos. Una afirmación de este calado revela que en el constante resquebrajamiento de los límites hay un carácter perverso en personajes que sólo así obtienen satisfacción; y ya que los preceptos morales conservan tan bien los tabúes, no hay placer más exacerbado que el de su violación, de ahí que Dueñas insinúe por igual la fascinación ante el erotismo y ante la muerte. Tal como en el origen del mito griego Psique y Eros se hallan más allá del límite,9 los infractores personajes de Dueñas también muestran que vulnerar la contención es siempre condición sustantiva en la relación erótico-tanática. Sin embargo, hay que ser claros, Tánatos es leitmotiv en la literatura de Dueñas, pero resulta audaz hablar de erotismo en la obra de una autora católica con evidente formación religiosa y facultad censora.10 Dueñas
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A través de la inmortalización de Psique, el amor se vuelve muerte y la muerte es hecha amor. El mito implica otra clase de límite traspasado porque incluso etimológicamente la palabra psique (ψυχή) vulnera los límites semánticos en el momento en que modifica su significado original por un mecanismo de extensión semántica, por ello, de referir al soplo o aliento vital termina connotando el último hálito antes de morir. 10 Algunos de sus trabajos dependían en buena medida de la moralidad de su tiempo y la consecuente reprobación de material polémico. A este respecto debe destacarse su trabajo
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llegó a declarar: “hombres no he visto y mujeres no me importan [...] Soy una escritora que no cuenta relaciones sexuales y no por timorata, sino por buen gusto. Es difícil superar a Salomón, a Sherezada, la de ‘Las mil y una noches’, a Boccaccio, al Aretino, a Sade y a mi amigo Sainz, el de Gazapo”.11 No obstante, debe entenderse que Eros en general, y para Dueñas en particular, está lejos de ser un acto meramente sexual. A diferencia del erotismo pleno de otros autores de Medio Siglo, Dueñas lo reviste para expresarlo apenas. Esta clase de erotismo sobrio coincide con la idea de que “el erotismo se define por el secreto”,12 por eso se disimula en imágenes y motivos que develan a la muerte como el paso definitivo de Eros. En buena parte de su narrativa los personajes alcanzan el auténtico goce erótico a través de la muerte propia o ajena. El primero de los cuentos a analizar atestigua precisamente cómo el erotismo y la muerte se aproximan hasta confundirse.
“al roCe de la soMbra” El cuento está enmarcado por una atmósfera lúgubre y personajes inquietantes, dos hermanas ancianas y su huésped, por lo que de entrada contraviene los matices burlones de otros textos de Tiene la noche un árbol. El relato expresa la deletérea situación de Raquel, una joven maestra que llega a pedir alojamiento a la majestuosa casa de las De Moncada.
en la Oficina Cinematográfica de la Secretaría de Gobernación, donde, entre otras cosas, se preservaba el decoro del contenido a través del puritanismo. 11 Dueñas, “Guadalupe Dueñas”, p. 66. 12 Georges Bataille, El erotismo, 4ª ed., trad. Antoni Vicens, Tusquets, México, 2011 [1ª ed. en francés, 1957], p. 258.
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A medio camino entre el oropel y la aparatosa realidad, imponentes, Monina y La Nena de Moncada se alzan como celebridades en San Martín, ese lugar que “huele a establo, a garambullos y a leche agria”.13 Alardeando de su pasado de gloria y fausto, propician que los pobladores salgan a pasear todos los domingos con el único objetivo de verlas al menos durante unos segundos: “su orgulloso aislamiento les parece un lujo. Tenerlas de vecinas, envanece. Salen rara vez y ataviadas como emperatrices caminan por subterráneos de silencio” (p. 45), como en procesión religiosa. Raquel es retraída y llega sintiéndose culpable por la pobreza de sus ropas y la insignificancia de su persona; no obstante, luego de un periodo de estabilidad termina por acostumbrarse a la excéntrica vida de las ancianas, al terciopelo y los gobelinos, pero la situación da un giro radical cuando atestigua una fiesta orgiástica entre sus anfitrionas: Le dolía haber sorprendido a las ancianas, peor que desnudas, en el secreto de sus almas [...] La Nena bailaba sosteniéndose en el hombro de imaginario compañero, y Monina, en su asiento, reía por encima de la música, por encima del monólogo dominante. No eran el volumen, ni la estridencia, ni la tenacidad, lo perverso, sino lo viscoso de marchitas tentaciones, de ausencias cómplices (p. 52).
Si, como advierte Paz, “en los rituales eróticos el placer es un fin en sí mismo”,14 entonces las ancianas encarnan esa pura búsqueda de placer sensual. A partir de un acto avieso que pervierte las funciones sexuales desde el sentido moral y religioso, este erotismo simboliza toda ruptura y, con ello, Dueñas cuestiona el mecanismo de contención aludiendo que no siempre
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Guadalupe Dueñas, “Al roce de la sombra”, en Tiene la noche un árbol, Fondo de Cultura Económica, México, 1958, p. 44. Todas las citas del cuento pertenecen a esta edición. En lo que sigue, anoto sólo el número de página al finalizar la cita. 14 Octavio Paz, La llama doble. Amor y erotismo, Seix Barral, México, 2000, p. 11.
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funciona para frenar el más intenso apetito vital. Es así como evidencia los valores del catolicismo y a quienes los resquebrajan, pero lejos de acusarlos los encomia pues únicamente ellos se complacen.15 Los curiosos juegos sexuales entre Monina y La Nena develan uno de los más poderosos tabúes: el incesto. Lo que no se puede decir no se puede narrar, de ahí que Dueñas configure un relato en donde la perversión es transfigurada en imágenes que matizan la situación para no revelar el acto atroz, sino su potencia. Como un guiño para patentizar que este Eros —aunque desexualizado— debe mantenerse oculto o apenas dicho, Dueñas sustituye lo directamente sexual por una retahíla de disfraces lingüísticos donde sólo queda la palabra reticente y el silencio. Con especial esmero va configurando un erotismo que no hace falta limpiar de la suciedad del incesto porque se trata de un acto fuera de lo mundano, esa misma excentricidad pone a las hermanas en un estado prístino de inconciencia más cercano a una pureza elemental que al mundo convenido que conocemos, donde el incesto es inconcebible. Dicha infracción de naturaleza tan primitiva escapa del marco de la angustia del pecado y la condena, por lo que, libres de la carga convencional, las viejas se asemejan a personajes mitológicos, quienes sin reparar en excesos hacen y deshacen según su deseo.16 Por supuesto, las De Moncada no son diosas, pero al decidir sobre la vida y la muerte se configuran como tales, y es que las hermanas han sacrificado a un número indeterminado de personas, esas “ausencias cómplices” que conocieron de su secreto so pena
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Dueñas termina por privilegiar la infracción al focalizar a los infractores de los más sólidos interdictos. Para mayores referencias, consúltese el artículo “Antes del silencio (1991): el catecismo personal de Guadalupe Dueñas”, en Maricruz Castro Ricalde y Marie-Agnes Palaisi-Robert (coords.), Narradoras mexicanas y argentinas siglos xx-xxi. Antología crítica, Éditions Mare et Martin, París, 2011, pp. 29-46. 16 Basta pensar en los juegos eróticos de los dioses de la tradición grecolatina, pero también podría rastrearse este mismo apetito sexual en mitologías indígenas, asiáticas o nórdicas en donde el trato carnal de los dioses casi siempre eludía todo tipo de contención, para muestra, las relaciones incestuosas, el bestialismo o las metamorfosis previas a la cópula.
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de muerte. En medio de un ritual son alimentados, drogados, acicalados con parsimonia y finalmente arrojados al pozo, atrio vigilado por la figura de San José, el santo del silencio y guardián de las vírgenes. Las ancianas sacrifican a las personas no sólo porque al matarlas estén salvaguardando su secreto, de ser así, el crimen sería para ellas una cuestión urgente, apresurada y apenas soportable. Caso contrario, Monina y La Nena hacen gala de toda una preparación llena de suntuosidades y modales, razón por la cual concibo que en ese acto de desobediencia máxima también encuentran una suerte de placer sensual; será entonces cuando en definitiva Eros y Tánatos se confundan hasta no saber dónde empieza uno y termina el otro. Así, en afinidad con la visión sadiana que afirma una ampliación de la voluptuosidad en tanto más insostenible es el crimen, para las perturbadas ancianas, Tánatos no es sólo el fin de la vida sino lo que da sentido a Eros. Como en “Al roce de la sombra” nada en la concepción del erotismo es exterior a Tánatos, puede entenderse que a los ojos de las De Moncada Eros haga de la muerte otra manera de alcanzar placer, el placer que es la muerte. De modo que si Tánatos es cómplice de Eros cuando de llegar al paroxismo se trata, entonces su doble faz reaparece en Tánatos: la pulsiónrepulsión en el encanto de la destrucción. En definitiva, en Dueñas el nexo erótico-tanático plantea la posibilidad de hallar en la transgresión de la prohibición el deleite absoluto, incluso si la contravención llega hasta el límite mismo del ser o a un nivel execrable, como en el siguiente cuento.
“Pasos en la esCalera” La historia da cuenta de un suceso abominable no tanto por el hecho como por el contexto. Muy pronto se conocen las circunstancias. En medio de la noche una mujer sale de su recámara para descubrir que sus extrañas lucubraciones no son un mal sueño; entre el desconcierto y la incredulidad 164
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se cerciora de que la calma incómoda sólo es el marco de un acto criminal: “cuando volvió el rostro y se detuvo en el primer descanso de la escalera, un sudor la recorrió y el miedo detuvo su grito. Allí, sobre la alfombra que trepaba como roja lengua, estaban las señales inequívocas del misterio, del paso de algo o de alguien que se hubiese deslizado hacia la alcoba de su marido”.17 A diferencia de otros cuentos, Dueñas revela muy rápido la existencia de un cadáver, como si quisiera adelantar que lo que importa en la narración no está en la víctima sino en el victimario. El relato narra acerca de un matrimonio fallido que no termina hasta que la muerte los separa, sino mucho antes, cuando una inusual presencia trastornó su vida marital; al menos así se entiende desde el momento en que Dueñas plantea habitaciones separadas para los esposos. El motivo se revela pronto: un extraño interés transformado en obsesión por las salamandras: “Decidió abandonarla para consagrase por entero a la investigación de los seres que acaparaban su monomanía, su delirio y su empecinamiento” (p. 32). Y así como empieza dedicando su trabajo y su tiempo a esos espíritus fálicos del fuego, hará lo mismo con su vida y placer sensual: ¡Ninfas constantes pasmadas en una eternidad lúbrica! [...] con refinamiento vesánico, se proveía de plumas o fabricaba pinceles con pestañas de seda. Y hubo veces en que llegó a sorprenderle, perdido ya en el desenfreno de sus sentidos, lijándose las yemas de los dedos, hasta adelgazar su piel y con transparencia de gasa, intensificar la sensibilidad que al relámpago de su membrana casi sangrante, llegaba al éxtasis (p. 34).
La trama presenta un erotismo capaz de cuestionar la vida interior al ser más que un primitivo acto genital. Dicho de otro modo, hay un
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Guadalupe Dueñas, “Pasos en la escalera”, en No moriré del todo, Joaquín Mortiz, México, 1976, p. 31. Todas las citas al cuento pertenecen a esta edición. En lo que sigue, anoto sólo el número de página al finalizar la cita.
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erotismo sublimado que exacerba el placer sensual en los cinco sentidos, abriendo paso a la locura de quienes se hallan fuera de toda regla con tal de obtener la fruición añorada: “Describirlas lo extasiaba. Para ella, en cambio, aparecían como algo repulsivo y maldito, no tanto porque hubiesen fungido como rivales, sino porque era intolerable que tuvieran cuerpo señaladamente femenino, en donde los senos núbiles, dibujaban su contorno obsceno” (p. 33). Si bien, ante todo, en “Pasos en la escalera” el erotismo conlleva la disolución de las formas constitutivas de la vida social y regular, conviene deshacer un equívoco. A pesar del planteamiento del lúbrico placer que encuentra un hombre al contacto con las insólitas criaturas, en ningún momento hay una pretensión de bestializarlo, para eso Dueñas se vale de una voz narrativa distante y distanciada. Distante porque narra desde una tercera persona; distanciada porque lejos de juzgar, ofrece una visión que de tan ecuánime resulta fría. La imparcialidad es acompasada por lo sucinto del relato, lo cual exige una lectura atenta para determinar que nada es anodino en el discurso. Experta en el arte de decir poco insinuándolo todo, Dueñas confirma que tal grado de perversión sólo puede expresarse cuando se pone en segundo grado, esto es, cuando se cubre con símbolos y referencias implícitas; una de ellas, la mención a las cantáridas. Se trata de un insecto de peculiar color verde brillante que desde la época romana era utilizado, entre otras cosas, como veneno y vigorizante sexual, apenas un poco bastaba para estimular o para matar. Sea una utilidad u otra, lo cierto es que el marido termina muriendo, quizá envenenado, tal vez asesinado o muerto por su propia negligencia. No obstante, lo dispuesto en el relato advierte de una extraña visita en la clandestinidad de la noche: “ahí estaba él, fijo en su convulsión postrera, con los ojos perdidos de espanto. Una humedad reciente, de la que aún se percibía la brillantez y el olor a pantano, señalaban la presencia de aquel algo incomprensible” (p. 31. Las cursivas son mías). Si lo mató el abuso de la cantárida o un ser cuasimitológico no importa, la esposa tiene su teoría y el narrador la expone sin juicios previos, ella cree 166
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que una salamanquesa18 es la asesina. Esta perspectiva, con evidentes tintes fantásticos, trae a colación las legendarias historias de amantes que sacrifican a la pareja, en una clara muestra de la importancia de la expresión eróticatanática en la cultura popular. Las presencias de una amante animal y una víctima en el acto sexual provocan que en el cuento el deseo sexual se empareje con el deseo de muerte. Esto sin duda rememora el simbolismo de la mantis religiosa que decapita al macho antes de acoplarse con él para terminar devorándolo: “Son incontables los espectros femeninos que devoran a sus amantes [...] atraen a los hombres jóvenes mediante sus caricias, para luego alimentarse con su carne [...] Lamen con voluptuosidad a quienes quieren devorar”.19 Reformulando el mito, Dueñas lo hace aún más abominable. Con lo dicho hasta aquí, en los cuentos de Dueñas la expresión de Eros nunca es extraña a Tánatos, de hecho, puede enunciarse que no sólo no se rechazan, sino que se muestran incluyentes, resolviéndose en una forma superior que insinúa por igual la fascinación por el erotismo y la muerte. Como si de seguir la conceptualización de Bataille se tratara, en este relato la muerte despierta a la conciencia vital de modo que el erotismo puede definirse como “la aprobación de la vida hasta en la muerte”.20 En la cuentística de Dueñas existe una voluptuosidad tan emparentada con la ruina que termina por develarse el instinto erótico puesto al servicio de Tánatos. En el relato antes mencionado, y en especial en éste, Dueñas insinúa que para aquéllos que quieren más de la vida no bastará con la brevedad del orgasmo; entonces prolongar el placer ya no será tarea de Eros sino de Tánatos. Si “la muerte está presente en el erotismo y en él se
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“Alteración de salamandra, a la que el vulgo atribuía poderes maléficos, por influencia del nombre de la Universidad de Salamanca, que, según la creencia popular, era sede principal de actividades nigrománticas” (Diccionario de la lengua española, 23ª ed., Madrid, Espasa, 2014, s. v. “salamanquesa”). 19 Roger Caillois, El mito y el hombre, trad. Jorge Ferreiro, Fondo de Cultura Económica, México, 1988 [1ª ed. en francés, 1938], pp. 67-68. 20 Bataille, El erotismo, p. 15.
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libera la exuberancia de la vida”,21 entonces con Eros trasmutado en muerte ya no ocurrirá ese odioso letargo después del éxtasis, en búsqueda de esa experiencia, el esposo parece haber muerto justo en el espasmo orgásmico, prolongándolo más allá de la vida. Y aunque como pudo vislumbrarse en estas páginas la galería de atrocidades es innegable, no puede dejarse de lado el tratamiento de Dueñas acerca del placer y el paroxismo, primero encarnado en la atracción prohibida del incesto, después coronado con estas criaturas de placer. Ya sea como destrucción de la vida o impulso creador a la manera del élan vital bergsoniano, lo cierto es que Eros es la otra cara de Tánatos; al menos así lo enfatiza Dueñas cuando manifiesta en Eros una aspiración a reproducir la muerte.22
ConClusiones PreliMinares Nunca un apartado tan cierto como éste, donde todo lo que queda por decir sobrepasa lo dicho. La exposición ha mostrado apenas visos de un agudo y poderoso tratamiento erótico-tanático en la obra de Guadalupe Dueñas, por tanto, no conlleva una lectura definitiva. Las pretensiones del texto eran más modestas. Intenté, como apuntaba desde las primeras líneas, focalizar la muerte como sombra del erotismo. Es necesaria una reflexión más concienzuda que precise sus formas de articulación y, de paso, explicite la manera como el discurso apenas evocador y el potencial sugeridor de sus imágenes problematizan la prohibición socio-religiosa que supone en Eros y Tánatos un mal que debe ocultarse.
21
Georges Bataille, La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004 [1ª ed. en francés, 1988], p. 381. 22 Por eso la presencia en sus historias de una muerte literal: oblación, suicidio, asesinato; y metafórica: a través del silencio.
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Más allá de eso, es urgente puntualizar cómo el lenguaje alusivo de sus relatos apunta a algo más grande, a una poética que termina por desdeñar la palabra escrita para exponer imponderables, quizá porque frente a la brutalidad de los hechos narrados y la dificultad de hablar de ello, es preferible anteponer la delicadeza del lenguaje y la palabra reticente. En esencia, Dueñas parece decir que si la carne ha sido lacerada, al menos no lo serán las palabras. A partir de ver sinergia donde otros advierten oposición, la vinculación establecida abre brecha en el estudio de una autora a quien la crítica ha conferido una aparente “deserotización”. Que el erotismo sea sutil no lo niega, de hecho, la mera insinuación es el verdadero foco. No en vano su prosa a veces lacónica está plagada de símbolos que articulan una poderosa materia generadora de sentido, pues donde faltan certezas sobran evocaciones. Su discurso resulta tan depurado precisamente porque desconfía de la palabra para contener a Eros y conjurar a Tánatos; como el lenguaje no alcanza al erotismo y a la muerte no la median las palabras, sus relatos contienen acaso un grito, quizá un gemido, a veces un clamor. De acuerdo con ello, en el lastre de la felix culpa Dueñas halla en el silencio la solución aporética de alguien para quien todo está dicho. Sabedora de que sin mediaciones simbólicas la muerte y el erotismo destruyen el efecto estético, consciente de que la voluptuosidad —carnal y macabra— vista de una forma rotunda corre el riesgo de transformarse en algo burdo, Dueñas se vale de elaborados métodos retóricos y líricos que reconfiguran la expresión atroz para no sólo no destruir el efecto estético, también magnificarlo. Según la jerarquía de instancias de sus relatos parece reelaborar a Eros y a Tánatos hasta despojarlos de atavismos y mostrarlos en su más elemental rostro: el de ser vigoroso espasmo fuera de los límites de la vida. Con la escritora jalisciense, Eros y Tánatos regresan a lo primario, al cumplimiento del goce personal por encima de “las buenas costumbres” que solamente encubren la innata capacidad de (auto)destrucción del ser humano. Si esto es así, Guadalupe Dueñas subraya una paradójica propuesta estética capaz de acusar un absoluto: el de la terrible felicidad de la aniquilación.
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biblioGrafía bataille, Georges, El erotismo, 4ª ed., trad. Antoni Vicens, Tusquets, México, 2011 [1ª ed. en francés, 1957]. -----, La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004 [1ª ed. en francés, 1988]. Caillois, Roger, El mito y el hombre, trad. Jorge Ferreiro, Fondo de Cultura Económica, México, 1988 [1ª ed. en francés, 1938]. Castro riCalde, Maricruz, “Antes del silencio (1991): el catecismo personal de Guadalupe Dueñas”, en Maricruz Castro Ricalde y Marie-Agnes Palaisi-Robert (coords.), Narradoras mexicanas y argentinas siglos xx-xxi. Antología crítica, Mare et Martin, París, 2011, pp. 29-46. dueñas, Guadalupe, Tiene la noche un árbol, Fondo de Cultura Económica, México, 1958. -----, No moriré del todo, Joaquín Mortiz, México, 1976. -----, Antes del silencio, Fondo de Cultura Económica, México, 1991. -----, “Guadalupe Dueñas”, en Antonio Acevedo Escobedo (comp.), Los narradores ante el público. Segunda Serie, Ficticia / Instituto Nacional de Bellas Artes / Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2012 [1ª ed., 1966], pp. 61-68. -----, Obras completas, selec. y pról. Patricia Rosas Lopátegui, intr. Beatriz Espejo, Fondo de Cultura Económica, México, 2017. esPejo, Beatriz, “Guadalupe Dueñas, una fantasiosa que escribía cuentos basados en la realidad”, en Seis niñas ahogadas en una gota de agua, Universidad Autónoma de Nuevo León / Documentación y Estudios de Mujeres, México, 2009, pp. 35-54. González suárez, Mario, “La materialidad de la conciencia”, en Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo xx, 2ª ed., Tusquets, México, 2009, pp. 155-157. Martínez Carrizales, Leonardo, “El horror, la fatiga y el silencio. Los cuentos de Guadalupe Dueñas”, La jornada semanal, 1993, núm. 201, pp. 16-20. 170
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MonGes, Graciela, “El desamparo y la orfandad en Tiene la noche un árbol, de Guadalupe Dueñas”, en Nora Pasternac, Ana Rosa Domenella y Luz Elena Gutiérrez de Velasco (comps.), Escribir la infancia. Narradoras mexicanas contemporáneas, El Colegio de México, 1996, pp. 197-210. Paz, Octavio, La llama doble. Amor y erotismo, Seix Barral, México, 2000. real aCadeMia esPañola, Diccionario de la lengua española, 23ª ed., Espasa, Madrid, 2014.
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el artifiCio Perverso de inés arredondo: “aPunte GótiCo”
Inés Ferrero Cándenas Universidad de Guanajuato
Voy a hablar de lo otro, de lo que generalmente se calla, de lo que se piensa y lo que se siente cuando no se piensa. inés arredondo
E
s extraordinario que alguien con una producción tan escueta como Inés Arredondo, treinta y cuatro relatos, pueda convertirse en una de las voces más conmovedoras de la narrativa mexicana contemporánea. Y aun así lo hizo. Su figura tuvo un peso indiscutible en la vida intelectual y literaria de la segunda mitad de siglo xx, constituyendo una de sus aportaciones más singulares.1 Sus cuentos están recogidos en las colecciones La señal (1965),
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Inés Arredondo ha sido considerada parte de la así denominada Generación de Medio Siglo. Según Armando Pereira, “en esos años se produjo en México un cambio que resultaría definitivo en todos los ámbitos artísticos: el paso de una cultura eminentemente rural, heredera de la Revolución Mexicana y preocupada, ante todo, por los problemas sociales del campesino
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Río subterráneo (1979) y Los espejos (1988).2 Me agrada el modo en que Claudia Albarrán la describe: “poeta maldita, guardiana de lo prohibido, niña perversa e imprudente, hechicera, loca [...] su pluma es de una pureza que pocas mujeres tienen en México y en el extranjero”.3 Considero que es precisamente esta cualidad de “poeta” hechicera e imprudente lo que otorga a su escritura un sello inconfundible: revelar lo subyacente. Quiero decir que en la mayor parte de su narrativa la fuerza de la palabra no está en lo manifiesto y evidente, sino en la contención de la extrañeza como “asombro ante una realidad cotidiana, y que de pronto se revela como lo nunca visto”.4 En este sentido, su obra tiene una coherencia absoluta, pues como ya lo han notado varios de sus críticos, la mayoría de los temas explorados en Río subterráneo se habían formulado en la colección anterior y tendrán ecos en la posterior. “Se puede decir que algunas de las narraciones que integran Río subterráneo [...] no son sino la reformulación o, para usar palabras de Batis, la ‘reivindicación’ de esos viejos temas, ya conocidos por los lectores de La señal”.5 Esos “viejos
y del indígena a otra en la que predominaba su carácter urbano y cosmopolita, en la que sus búsquedas inquirían más por el sujeto individual, por su vida íntima y secreta, por las razones existenciales que le permitían vivir día con día” (“Introducción”, en Armando Pereira y Claudia Albarrán, Narradores mexicanos en la transición de medio siglo (1947-1968), Instituto de Investigaciones Filológicas-Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006, p. 19). Entre las figuras más destacadas de esta generación están Julieta Campos, Emmanuel Carballo, Guadalupe Dueñas, Salvador Elizondo, Huberto Batis, Juan García Ponce, Vicente Melo, entre otros. 2 Es particularmente valorado su ensayo sobre el pensamiento artístico de Jorge Cuesta. Dicho ensayo fue el resultado de su tesis de maestría en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, ahora se encuentra recogido en sus Obras completas (1988), editadas por Siglo XXI y en la selección Ensayos (2012) del Fondo de Cultura Económica. 3 Claudia Albarrán, Luna menguante. Vida y obra de Inés Arredondo, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2000, p. 23. 4 Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1972, p. 128. Éste fue un libro de influencia determinante para toda la generación de medio siglo, y lo fue precisamente porque trata de descubrir ese mundo prohibido, ese misterio que involucra el horror de la otredad. 5 Claudia Albarrán, “Las señales de Inés Arredondo”, en Armando Pereira y Claudia Albarrán, op. cit., p. 179.
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temas” son todos aquéllos cuyo objetivo principal sería, a grandes rasgos, describir un tipo de conducta que deshaga o perturbe las normas impuestas por la sociedad mexicana convencional de su tiempo. En Río subterráneo se encuentran digresiones sobre la corporalidad y la abyección (“Orfandad”), la angustia y la muerte (“Los inocentes”, “Las muertes”), la locura como fenómeno y contagio (“Río subterráneo”), lo cínico como ritual transgresor (“Las mariposas nocturnas”), las relaciones familiares y sociales anómalas o incómodas (“Atrapada”, “Apunte gótico”). Si bien los temas son diversos, todos tienen un denominador común: ser explorados a través de un discurso narrativo dotado de una profunda carga significante que no sólo funciona a nivel de la enunciación, sino en otro territorio, en una zona desestabilizadora y ambigua y que estaría —por así decirlo— “detrás” o “debajo” de las historias narradas. A este modo de narrar lo voy a llamar el “artificio perverso”. Éste es un concepto propio pero creado a partir de las reflexiones de Jean Paul Sartre en Lo imaginario. Pronto explicaré en qué consiste este concepto y cómo describe el proceder narrativo de Arredondo, pero antes quisiera vincularlo con otro discurso que puede ayudar a esclarecerlo. Hasta cierto punto, el término “artificio perverso” podría entenderse como una suerte de “chora semiótico”, tal como lo plantea Julia Kristeva. Al hablar de lo semiótico, la búlgaro-francesa no se refiere a las funciones de representación del texto, sino a las de producción de significado. Por lo tanto, éste se manifiesta allá donde el racionalismo decae, permitiendo la entrada a un campo de producción de sentido común a todo ser humano. Visto en esta dimensión, el texto se vuelve una suerte de artefacto translingüístico que reorganiza la lengua, “poniendo en relación la superficie de un habla comunicativa que apunta a la información directa con diferentes tipos de enunciados anteriores o sincrónicos”.6
6
Julia Kristeva, Semiótica I, trad. José Martín Arancibia, Fundamentos, Madrid, 1981 [1ª ed. en francés, 1969], p. 76.
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El “artificio perverso” pertenece entonces al ámbito de lo imaginario, de lo semiótico y del pensamiento simbólico.7 Por lo tanto se ubica en la psique, en una conciencia imaginante que se plantea doble: la voz narrativa y quien recibe su narrar. Ahora bien ¿por qué el adjetivo perverso? Porque el imaginario de Arredondo se revela a través de voces que nunca razonan ni explican el delirio, el horror, el deseo prohibido, lo abyecto, la muerte, la transgresión. Perverso porque no se emiten juicios éticos o morales sobre aquello que el statu quo considera “mal” o “incorrecto”. En lugar de juzgar, sus narradores prefieren advertirnos que no vayamos “al país de los ríos”, porque allí no habría modo de huir “de la fatalidad del destino, de la llegada del río desbordado”.8 Esta advertencia recuerda la de Hesíodo a propósito de atravesar o meterse en un río sin antes haber orado: “El que pasa un río sin purificar sus manos del mal que las mancilla, atrae sobre sí la cólera de los dioses, que le envían luego terribles castigos”.9 El simbolismo inherente en el río es tan ambivalente como la conciencia hipnagógica que elabora el “artificio perverso”.10 Su significado está contenido en la metáfora que da título a la colección: es el río subterráneo, es la producción de sentido en el resquicio oculto de la palabra. El río “expresa la ‘posibilidad universal’ y el ‘flujo de las formas’, fertilidad, muerte y renovación. La corriente es la de la vida y la muerte”.11 También simboliza “la existencia humana y su flujo, con la sucesión de los deseos, de los sentimientos, de las intenciones, y la variedad de sus innumerables rodeos”.12
7
El pensamiento simbólico no tendría, sin embargo, aquí nada que ver con la distinción que Kristeva hace entre simbólico y semiótico. Se entiende por pensamiento simbólico en su acepción más común: la capacidad de crear y manejar una amplia gama de imágenes simbólicas, así como de la capacidad para interpretarlas o leerlas. 8 Inés Arredondo, “Río subterráneo”, en Obras completas, Siglo XXI, México, 2006, p. 134. 9 Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, trad. Manuel Silvar y Arturo Rodríguez, Herder, Barcelona, 1986 [1ª ed. en francés, 1969], s. v. “río”. 10 Más adelante se profundizará en este tipo de conciencia. 11 Id. 12 Id.
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La perversión corresponde al ámbito de las pulsiones, constituyendo una parte oculta de nuestra existencia humana y su fluir. La escritura, entendida como flujo de formas y creatividad (fertilidad), puede ser vehículo de esa pulsión. De todos los cuentos recogidos en Río subterráneo, considero “Apunte gótico” uno de los que mejor cristalizan este simbolismo del río como corriente perversa de vida y muerte. Sin que el cuento mencione la palabra río ni una sola vez, sus imágenes remiten a ese fluir de la existencia humana, de la sensibilidad, de los deseos y de sus innumerables rodeos. Y al ser subterráneo remite a la parte más inaccesible de la vida y la muerte. Es así que prácticamente todos los narradores-protagonistas de Arredondo entran en un río sin escuchar la advertencia de su creadora, ni tampoco la de Hesíodo, por eso, quizás, el destino les depara horribles castigos. Considero importante anotar que “Apunte gótico” es, junto con “Orfandad” y “Las muertes”, uno de los relatos más breves de la colección. Con una longitud de página y media, es el más corto sólo después de “Año nuevo”, de apenas un párrafo. Esta cualidad lo acerca a la prosa poética, generando un efecto muy visual y convirtiéndolo en una suerte de “cuento-escena”. La brevedad se conjuga con la narración en primera persona y el modo temporal para acentuar dicho efecto visual. El cuento comprende dos instantes, que son dos miradas: una describe un cuerpo echado sobre la cama. La otra, el otro, describe una rata trepándose sobre este cuerpo y esta cama. Quisiera hacer notar aquí que un instante, un abrir y cerrar de ojos, también enfatiza el carácter imperceptible de lo que acontece. El cuento se lee entonces, simultáneamente, como tiempo y como imagen. La voz de una narradora autodiegética surge del sueño para mirar los ojos de su padre, que yace en la cama junto a ella: “Cuando abrí los ojos vi que tenía los suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado”.13 Una antigua leyenda aconseja no contar historias al despertar, ya que por estar aún
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Inés Arredondo, “Apunte gótico”, en op. cit., p. 123. Todas las referencias al cuento corresponden a esta edición. En adelante, registro sólo el número de página en el cuerpo del texto.
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bajo el hechizo del sueño, lo que se relata puede no ser fiable. La filosofía y psicología moderna lo han llamado conciencia o estado hipnagógico.14 La narradora habla desde esta conciencia. En Lo imaginario Sartre cita a Leroy, quien define el estado hipnagógico como una forma temporal que desarrolla sus estructuras bajo el adormecimiento. Como tal, está precedido por notables alteraciones en la sensibilidad y motricidad. El cuerpo se siente confuso, las sensaciones embotadas, la percepción del tiempo es incierta.15 Poéticamente hablando, es sugerente que la conciencia hipnagógica pueda y suela darse entre los casos patológicos. En esta coyuntura, Sartre cita el trabajo de Lhermitte, que recoge varios incidentes en los que pacientes con integridad en sus funciones mentales se veían expuestos a acontecimientos perturbadores en el estado de sueño en vela. Quisiera rescatar el caso de una enferma a la que acontecían visiones cuando las luces del atardecer invadían la habitación y las sombras aumentaban en sus rincones. En estas ocasiones, veía todo tipo de animales que se deslizaban por el suelo hacia ella. Lo fascinante del asunto, y que también constituiría el vínculo con el cuento de Arredondo, es que la enferma se mantenía totalmente serena ante dichas visiones, particularmente cuando las contaba a otros. Ella narraba tranquila porque no creía que pudieran tratarse de auténticas percepciones; seguía persuadida de que era un juego de ilusiones.16 Este tipo de alucinaciones reciben el nombre de visiones hipnagógicas,17 y ya sea que se produzcan en casos
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Sartre considera la palabra estado una expresión inadecuada, y la sustituye por conciencia. Usaré en lo sucesivo la expresión conciencia, puesto que comparto con Sartre la idea de que “en psicología no hay estados, sino una organización de conciencias instantáneas en la unidad intencional de una conciencia más duradera” (Jean Paul Sartre, Lo imaginario, trad. Manuel Lamana, Losada, Buenos Aires, 1964 [1ª ed. en francés, 1940], p. 63). 15 Ibid., pp. 63-64. 16 Cf. ibid, p. 66. Creo que tanto la voz narrativa como el lector comparten esta actitud ante el cuento de Arredondo: lo que se describe, lo que se ve, es tan “irreal o surreal” que su discurso nunca pierde la serenidad. Y por lo mismo nosotros tampoco la perdemos como lectores. 17 Siguiendo a Sartre, se entiende que toda visión es una imagen, así que el término se usa indistintamente a lo largo del capítulo.
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normales o patológicos, “la base constitutiva de la conciencia hipnagógica es una alteración de la atención”.18 Es cierto que no es posible discernir si la situación de la narradora es o no patológica, puesto que su discurso es, como en el caso de la enferma anterior, cabal y sereno. Pero es claro que no se encuentra en un estado sensible “normal”. Aparte de la modorra del despertar, la atmósfera general del relato es delusiva: la casa vacía, las habitaciones abismales, el miedo a la tormenta, el cuerpo-cadáver, las sombras, la madre muerta o loca, la rata-niña, el incesto, el libertinaje en extremo. La conciencia de quien narra es una conciencia hipnagógica no sólo por su estado de entresueño, sino porque dado el espacio que habita, es posible inferir que participa de un debilitamiento general de la atención por la vida “normal”. Como resultado, las dos miradas, los dos instantes narrativos, también pertenecen a este tipo de imágenes: “Lo que caracteriza a la visión hipnagógica es una modificación de conjunto del estado del sujeto, es el estado hipnagógico; la síntesis de las representaciones es en este caso diferente de la que es en estado normal; la atención voluntaria y la acción voluntaria en general sufren una orientación y una limitación especiales”.19 Desde esta perspectiva de lectura, la conciencia del que recibe la descripción de estas visiones es tan incierta como la conciencia de quien las relata: desde ninguna posición se puede afirmar su naturaleza real. Tanto la voz narrativa como el receptor de la misma tienen que posicionarse en el ámbito de las conciencias imaginantes, “en el estado de modorra siempre estamos ante conciencias imaginantes”.20
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Id. Las cursivas son mías. Cuando hablamos de visiones hipnagógicas normales, fuera de los procesos patológicos, nos referimos a ver caras en las piedras, proyección de sombras en paredes, lectura de posos del café, ver animales en las nubes, etcétera. En el caso de la protagonista, el estado hipnagógico se refiere más a la condición de entresueño y patológica que a estas otras imágenes hipnagógicas, aunque la base y estructura de ambas sea la misma. 19 Leroy, cit. por Sartre, op. cit., p. 63. 20 Ibid., p. 62.
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PriMera Mirada (instante): erótiCo CuerPo Cadáver Al volver sobre las primeras palabras del relato, es posible apreciar que la mirada de la narradora está estratégicamente enmarcada por una “vela [que] permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba” (p. 123. Las cursivas son mías). Esta vela quizás sea el recurso teórico y simbólico más sólido del relato. La habitación está iluminada sólo por su luz. La narradora está posicionada del lado contrario a ésta. Narra desde la sombra. Entonces, el relato no sólo es producto de un estado hipnagógico, sino que está narrado desde un posicionamiento espacial concreto que le permite proyectar sombras sobre lo que ve: “su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra, sus ojos resplandecían en la cara” (p. 123). Esta luz es su cómplice sexual. El padre está desnudo y es la claridad la que acaricia su vello, la que provoca la aparición de un “bulto ominoso” que no obstante asemeja más a un muerto que a otra cosa: “La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo; también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver” (p. 123. Las cursivas son mías). El lecho desde el que se ofrece el relato es otro recurso simbólico central que sitúa al texto en varios campos semánticos a la vez: el sueño, el sexo, la muerte. Desde esta perspectiva, alude al “centro sagrado de los misterios de la vida” y “participa de la doble significación de la tierra: comunica y absorbe la vida”.21 La cama es así partícipe del “artificio perverso” en tanto que contiene simbólicamente la ambigüedad central del relato, una perversa relación eros-tánatos. No obstante, veremos por qué al tratar de aprehender ese conocimiento y convertirlo en un pensamiento certero, éste nunca puede afirmarse como realidad. Cuando el contenido de la imagen hipnagógica empieza a funcionar en nuestra conciencia no decidimos, no podemos decidir. Está ante nosotros, la vemos, la sabemos. Pero a la vez es lo que se man-
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Chevalier y Gheerbrant, op. cit., p. 633.
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tiene en el terreno de la suposición. De ahí deriva su carácter fantástico,22 de no representar nada preciso, la ley de individuación no existe para ellas.23 Después de esa detallada descripción del cuerpo, la niña menciona cómo “la tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y mandarme a dormir a mi cama, pero no lo hacía” (p. 123). Es posible inferir que ella está allí por miedo a una tormenta nocturna, pero la luz que no se apaga habla elípticamente de un deseo que no se agota. La tormenta no sería meteorológica, sino sexual. No querer mandarla a su cama sería el deseo de sucesivas “tormentas”. Arredondo sólo deja una evidencia sensible, su posición otorga a la visión de la narradora un carácter netamente ilusorio: “se da como evidencia brusca y desaparece de la misma manera”.24 La iluminación de la vela es teórica, es el componente central del “artificio perverso”, funciona textualmente para burlar las leyes de la perspectiva y dar a entender que no se representa nada preciso. Todo se sugiere: que esa cama es tormentosa, que hay muertos y ratas en ella, que hay una madre loca en algún lugar de esa casa, o que quizás esté muerta. Lo único que se sabe cierto posiblemente sea la llave del relato: que gozaba de otra mujer: “Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto” (p. 123. Las cursivas son mías). El mismo artificio provoca que la asociación entre esa otra mujer y la hija sea inevitable; que se infiera que el incesto fue la causa de la locura o muerte de la madre. Este primer instante se cierra ofreciendo una imagen donde las sombras proyectadas por la flama continúan siendo una extensión metafórica del cuerpo y del deseo de la protagonista: “Vi la blanca carne del brazo ten-
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Es algo que ya se ha mencionado mucho, pero vale insistir de nuevo sobre el carácter netamente romántico, en la línea de lo gótico, del cuento. Evidente ya desde el propio título. 23 Sartre, op. cit., p. 60. 24 Ibid., p. 62.
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dido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama [...] Tenía los ojos fijos en mí [...] todo él estaba fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído” (p. 123. Las cursivas son mías). La sexualidad latente, la transgresión, el pecado, se muestran a través de variaciones semánticas donde la vela vuelve a ser cómplice: hace latir el pedazo de carne, sinécdoque de la excitación del padre, intuida por la hija.25 Tendrían, desde esta lectura, pleno y pluri sentido las palabras de la narradora: “Me mira y no me toca. No es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une” (p. 123).
seGunda Mirada (instante): la rata adelina Si en el primer instante predominaba una atmósfera de quietud y sensualidad prohibida, el segundo rompe drásticamente esta escena. Vuelve la tormenta. Una rata se interpone entre la mirada de padre e hija; destruye la intimidad, el estupor de la escena anterior. Lo hace todo aún más abominable: Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos [...] Adelina, la hija de la fregona, se trepa con ojos astutos [...] tiene siete años [...] con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gorgotea sonidos que no conozco [...] Me hace una mueca [...] con las patas al aire me enseña los dientes [...] ha llegado. Ha triunfado (p. 124. Las cursivas son mías).
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Ver Lillian von der Walde, “‘Apunte gótico’, de Inés Arredondo”, en Alfredo Pavón (ed.), Te lo cuento otra vez (La ficción en México), Universidad Autónoma de Tlaxcala / Universidad Autónoma de Puebla, México, 1991 (Destino arbitrario, 3), p. 118.
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Comparto con Hans-Georg Gadamer la idea de que no hay un lenguaje privado, un lenguaje que solamente un individuo entienda. Hablar es siempre hablar a alguien y creo que Arredondo entendía esto muy bien. En su lenguaje no sólo se manifiesta la fijación de un sentido, sino que hay un intento en el decir que provoca un constante cambio de sentido. Arredondo sabe que no puede encerrar la palabra, pero sí rodearla, aproximarse. El momento de aletheia no puede llegar a darse nunca: la “verdad o el presentimiento de la verdad”26 es siempre manipulado por el “artificio perverso”. Quiero completar este concepto con una última referencia a la noción de mirada, perspectiva y posición del que narra y, por tanto, de quien recibe el relato. Hablo de posición no en el sentido estricto de lugar, sino de una posición de conciencia en el relato de la experiencia, es decir, de convertirla en vivencia. En este sentido, el “artificio perverso” se relaciona con la propuesta de María Isabel Filinich, quien reintroduce el concepto de “punto de vista” para remitir tanto a la posición de un sujeto como a la de un objeto; y cuyas participaciones-relaciones serían recíprocamente activas. Esta función hace que “el acto perceptivo proyecte coordenadas espaciotemporales que se manifiestan en los elementos deícticos del discurso y que sirven para indicar a los otros elementos que nos rodean”.27 De estos actos perceptivos que retoma Filinich, me interesa la deixis de la fantasía o deixis ad fantasma. Ésta sería el señalamiento a objetos no presentes en la situación del discurso que se realiza en el plano de la memoria o la imaginación. Me interesa porque el “artificio perverso” consiste precisamente en esto: en la producción de un significado libertino, degenerado, en el plano de la memoria o la imaginación, a través de una visión hipnagógica provocada en parte por la relación espacial entre el que narra y sus objetos. Como resultado, la hesitación no podrá resolverse. Así como en el mejor de los relatos góticos.
26 27
Arredondo, “La verdad o el presentimiento de la verdad”, en op. cit., p. 7. María Isabel Filinich, Enunciación, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1998, p. 187.
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Simbólicamente, la rata “goza en Europa de un juicio desfavorable”, asociándose con “miseria, avaricia, parasitismo y actividad nocturna, clandestina”.28 Todos los elementos del texto (la vela, la cama, el cuerpo cadáver, etc.) encierran el simbolismo de la rata: la actividad clandestina del incesto o de la necrofilia. El “artificio perverso” termina de cristalizarse con la introducción de este nuevo personaje. La rata es portadora de una mirada intrusa que se apodera del cuerpo que la narradora contempla y que de hecho logra triunfar. Pero su carácter hipnagógico, el que “salga de la sombra”, permite que sea muchas cosas más. Cosas que no necesariamente tienen mirada. El “artificio perverso” nos sitúa en el lado oscuro de la conciencia imaginante. Cuando apreciamos el posicionamiento narrativo, el hablar desde la realidad velada, empezamos a saber la rata como la proyección de su verdad más terrible, de su deseo más abyecto: el incesto o incesto necrofílico. Es cierto que el “juicio rectifica, organiza y estabiliza la percepción”.29 Pero en el relato de Arredondo, el paso de “algo” a “tal cosa” nunca termina de completarse en nuestra conciencia. Todos los elementos mantienen una ambigüedad intrínseca; y todos son simbólicos porque se incorporan a un saber determinado. Este saber es resultante de una argucia narrativa. Cuando vemos una imagen, o cuando la recreamos mentalmente al leerla, es “el saber el que crea la imagen”.30 Sin embargo, “las imágenes hipnagógicas nunca son anteriores al saber, pero de pronto somos súbitamente invadidos por la certeza de ver una rosa, un cuadrado, una cara”.31 O una rata, añadiríamos en este caso, o un cuerpo muerto cuando en realidad está vivo. O al revés. Cuando leemos gran parte de autores contemporáneos, mexicanos o no, tenemos la costumbre de percibir los objetos que aparecen en su escri-
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Chevalier y Gheerbrant, op. cit., p. 869. En Asia, por otro lado, goza de muy buena reputación. En el caso del relato es clara la connotación desfavorable de la rata, y en este sentido no profundizo en su ambigüedad simbólica. 29 Sartre, op. cit., p. 62. 30 Ibid., p. 58. 31 Ibid., p. 61.
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tura. Quiero decir que, si la percepción es nítida, el intervalo de tiempo en que una cosa pasa de ser “algo” a “tal cosa” (la sombra a rata o a niña, el cuerpo a cadáver, el deseo a sexo carnal) se reduce de modo considerable en nuestra conciencia imaginante. Ésta puede precisar el objeto tan rápidamente como le sea posible, pues el objeto estaba ahí antes de hacerse.32 Pero al leer “Apunte gótico” este principio no funciona, esta separación no existe. No hay precisión, produce un saber que asalta de súbito, diáfano como una evidencia sensible. Tomamos conciencia de que estamos viendo realmente una rata, o realmente una niña, o realmente un cuerpo muerto, o uno vivo. Todos serían igual de reales, pero “en la conciencia hipnagógica el objeto no está propuesto como apareciendo ni como ya aparecido: de pronto tomamos conciencia de que vemos una cara. Esta característica de la posición es la que tiene que dar a la visión hipnagógica su aspecto fantástico”.33 Arredondo manipula de forma perfecta las posiciones narrativas y receptoras, circunda las palabras en tanto que sabe que éstas no poseen un sentido unívoco, sino una gama semántica que oscila. Es en esta oscilación donde reside el riesgo de su habla, es decir, el “artificio perverso”. Quien lee bajo este signo sólo puede orientarse hacia el sentido de lo dicho y nunca tratar de reproducirlo, de representarlo. La frase final es una última y exquisita apertura: “Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en este preciso instante, dulcemente, sonríe, complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela” (p. 124). La hesitación eros-tánatos se prolonga indefinidamente. La muerte al fin, pero la flama sigue encendida, la duda vuelve a emerger, el padre sonríe complacido, la iluminación teórica no permite una sola realidad. Quizás sean las visiones hipnagógicas una clave más a la narrativa de Arredondo en tanto que explicarían su exploración insistente, hasta sistemática, de las percepciones sensoriales y las alteraciones sensibles. Existen muchas voces en sus cuentos que comparten esta misma conciencia hip-
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Cf. ibid., pp. 60-62. Ibid., p. 62.
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nagógica.34 Con una notable mayoría de narradores en primera persona, con un refinado gusto por lo visual, por la mirada, éstos relatan imágenes artificiosas que tienen su origen en un interés compartido por lo “anormal” de la misma cotidianidad que describen, un énfasis en su carácter perverso, delusivo, clandestino, subterráneo. Quizás por eso al narrar no se alteran, se mantienen tranquilos, dan detalle minucioso de lo que ven, de lo que sienten, porque cuando el juicio empieza a operar, cuando estamos sanos, es decir, cuando podemos relatarlo a otros, no creemos que pueda tratarse de auténticas percepciones. Sabemos que estamos siendo persuadidos por el juego literario, por sus apariencias. Los narradores también parecieran saber esto: que la base constitutiva de su conciencia poética es alterar la atención de quien recibe su imagen. Porque en realidad, las conciencias hipnagógicas no están distraídas, están fascinadas.35 A nosotros como lectores no nos queda otra cosa que fascinarnos y ser partícipes de ellas. Ceder a las solicitaciones del “artificio perverso” y hacer tantas síntesis como podamos, confiriendo a nuestras propias imágenes un sentido que nos permita guardar tanto la unidad como la ambigüedad de los relatos. Y es así que encuentro este tipo de conciencia tan cercana a la “inexpresable ambigüedad de la existencia” que Arredondo quería para su hacer poético: “No sólo quiero tener para hacer, sino que quisiera llevar el hacer, el hacer literatura, a un punto en el que aquello de lo que hablo no fuera historia sino existencia, que tuviera la inexpresable ambigüedad de la existencia”.36
34
Estoy pensando en cuentos como “Río subterráneo”, “Atrapada”, “Orfandad”, “Las mariposas nocturnas”, entre otros. 35 Cf. ibid., p. 69. 36 Arredondo, “La verdad o el presentimiento de la verdad”, p. 4.
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isabel fraire: traduCCión y CreaCión
Martha Celis Mendoza El Colegio de México Jesús Erbey Mendoza Negrete Universidad Autónoma de Chihuahua
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s bien sabido que uno de los rasgos definitorios que comparten el crítico y el traductor literario es que ambos son lectores especializados; tanto ellos como los novelistas o los poetas, antes que escritores son lectores. Es el caso de autoras como Amparo Dávila, quien no duda en reconocer la riqueza que aportaron las variadas lecturas a las que estuvo expuesta, primero en la casa paterna y posteriormente en los distintos colegios a los que asistió: “A los siete años me llevaron a San Luis Potosí a educar a un convento [...] En este convento conocí a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León, Cervantes, Quevedo y Sor Juana Inés. Cuando acabé la instrucción primaria pasé a otro convento, donde no cambiaron las mujeres enlutadas y sí la literatura, ahí encontré a Shakespeare, Nathaniel Hawthorne, Washington Irving, Longfellow, Whitman”.1
1
“Amparo Dávila”, en Antonio Acevedo Escobedo (comp.), Los narradores ante el público. Primera serie, Ficticia / Instituto Nacional de Bellas Artes / Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2012 [1ª ed., 1966], pp. 144-145.
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No todos los escritores, sin embargo, tuvieron la oportunidad de nutrirse de lecturas en inglés, francés, italiano o ruso, a partir de los textos originales. No es hasta muy avanzada su obra poética que Octavio Paz, por sólo poner un ejemplo, tiene acceso a las obras de T. S. Eliot o William Wordsworth en su lengua original. No es gratuito entonces que muchos autores fueran conscientes del valor de las traducciones y se vieran tentados por la traducción en algún momento de sus vidas. Tres de los escritores que podemos considerar pilares de la literatura mexicana del siglo xx fueron también traductores. Alfonso Reyes traduce por encargo en sus años de exilio en España a Chesterton (El hombre que fue jueves y El Candor del Padre Brown) y a Lawrence Sterne, entre otros. Años más tarde, Octavio Paz realiza múltiples traducciones del inglés, francés y —como Pound, a quien también tradujo— de lenguas orientales como el chino, japonés y sánscrito, aunque no las conocía; él, al contrario que Reyes, no traducía por encargo, sino por el gusto de conocer más de cerca a los autores que le interesaban, a los que sus amigos le recomendaban y aquéllos que le interesaba dar a conocer en nuestra lengua, como aclara en Versiones y diversiones.2 Por último, quien toma la estafeta es José Emilio Pacheco, heredero del amor que Paz sintió por Eliot; tradujo La tierra baldía, además de sus muchas “aproximaciones” —como él llamaba a sus traducciones— a autores latinos, ingleses y franceses. Curiosamente, la labor como traductores de todos estos pilares de la literatura mexicana es uno de los aspectos menos estudiados por la crítica, la cual siempre menciona que se desarrollaron como traductores, pero poco se acerca a analizar el proceso y el resultado de esa traducción, quizá por considerarla un producto menor, derivado de la obra de otro escritor perteneciente a otra tradición, sin considerar, como dice Paz, que el traductor tiene
2
Cf. Octavio Paz Versiones y diversiones, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014 [1ª ed., 1974], p. 9. También, en 1977, declaró en entrevista: “Traduzco cuando me gusta algún poema. O cuando es necesario hacerlo. Una de las razones principales que inducen a traducir es el apremio moral, el impulso didáctico” (Edwin Honig, “Conversación con Octavio Paz”, Revista de Occidente, 1977, núm. 18, p. 4).
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muchas veces mayor mérito porque debe recrear un ente literario, poético, pero con todas las restricciones que le impone la obra original. Así pues, si la labor traductora de Reyes, Paz y Pacheco, por poner sólo unos ejemplos, ha sido injustamente relegada por la crítica, aún más lo ha sido la obra como traductoras de muchas de las grandes poetas y escritoras mexicanas. Partiendo de principios del siglo pasado, Anita Brenner es aclamada por sus obras escritas desde su faceta de antropóloga o de historiadora del arte, pero casi nadie la recuerda como traductora, junto con Enrique Munguía Jr., de la obra de Mariano Azuela (Brenner tradujo Mala Yerba y Munguía Los de abajo) y de El resplandor, de Mauricio Magdaleno. Cuando se habla de ella se hace referencia casi exclusiva a Ídolos tras los altares y muy rara vez a sus traducciones, a pesar de su papel fundamental en la difusión de la obra de Azuela, como puede verse en la correspondencia del médico jalisciense con sus traductores y con Waldo Frank, por ejemplo.3 Rosario Castellanos es otro de los casos extremos en que su obra de creación es ampliamente reconocida y valorada, pero hay un desconocimiento generalizado de su obra como traductora. Herón Pérez, refiriéndose a Alfonso Reyes, identifica cuatro funciones principales del autor en torno a la traducción que bien pueden hacerse extensivas a muchos escritores-traductores: 1) como traductor, 2) como teórico de la traducción, 3) como promotor de traducciones, y 4) como crítico de traducciones.4 Podría añadirse una quinta función, relacionada con la recepción de los textos al promoverlos, que es la función del escritor-traductor como antólogo. Ése es el caso de José Emilio Pacheco y Octavio Paz, cuya labor, independientemente del indudable valor literario de sus traducciones, cobra gran importancia por la elección de los autores y las obras que con-
3
Luis Leal (selec.), Mariano Azuela: el hombre, el médico, el novelista, pról. Luis Leal, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2001 (Memorias mexicanas), p. 251 y ss. 4 Cf. Herón Pérez, “Alfonso Reyes y la traducción en México”, Relaciones. Estudios de historia y sociedad, 1993, núm. 56, pp. 27-74.
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vierten en parte del acervo disponible para el público lector de la tradición cultural que las acoge. Pacheco y Paz lo hicieron mediante sus propias traducciones (las “aproximaciones” de Pacheco, las Versiones y diversiones de Paz) o fungiendo como impulsores para nuevos proyectos de traducción, como la Anthology of Mexican Poetry encomendada y seleccionada por Paz, la cual fue patrocinada por la unesCo y traducida al inglés por el dramaturgo Samuel Beckett. El autor de Esperando a Godot, a la manera de Ezra Pound, tampoco sabía español, sólo algo de latín, y sin embargo pudo traducir más de cuatrocientos años de poesía mexicana, desde Terrazas y Sor Juana hasta Reyes, pasando por López Velarde y muchos otros. Estas mismas funciones, que como se ha visto fueron cumplidas sobradamente por esos tres autores fundamentales del siglo xx mexicano, han sido también abordadas por ese campo olvidado por la crítica, las escritorastraductoras. Susan Bassnett, renombrada traductora integrante del grupo pionero de la Universidad de Lovaina que restituyó, o prácticamente creó la disciplina de los estudios de traducción, menciona en Reflexiones sobre la traducción que “al comenzar a estudiar la historia de las tradiciones literarias desde la perspectiva de la traducción, resulta interesante notar el lugar que tienen las mujeres traductoras: con frecuencia su trabajo ha tenido enorme impacto y sin embargo, también con frecuencia, sus contribuciones se pasan por alto y sus nombres se olvidan”.5 En la consabida dinámica cultural que por un largo periodo de la historia consideró a la mujer como inferior, que se permitiera a las mujeres traducir es un indicio de que la traducción era percibida como una ocupación marginal. Bassnett nos remite a la idea de Douglas Robinson, quien sugiere que durante el Renacimiento las mujeres comenzaron a usar la traducción como instrumento para obtener una voz pública. Es decir, en muchos momentos de la historia en que las mujeres no podían expresarse y mostrar su obra de creación, podían hacerlo al menos mediante la traducción:
5
“Trabajo de mujer”, trad. Socorro Soberón, en Susan Bassnett, Reflexiones sobre la traducción, Martha Celis (coord.), Bonilla Artigas, México, 2017, p. 143.
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Eleanor, la hija de Karl Marx, tradujo Madame Bovary, de Flaubert, una novela prohibida en Francia por su inmoralidad. Fueron mujeres quienes tradujeron al escandaloso Émile Zola y al ofensivo Ibsen en la Inglaterra victoriana. La traducción parecía ofrecer a las mujeres la oportunidad de romper con su imagen tradicional de ángel guardián del hogar y hablar mediante la obra de otro escritor, con frecuencia en términos radicales.6
Bassnett propone las siguientes preguntas: ¿escriben diferente los hombres y las mujeres?, ¿utilizan el lenguaje de diferentes maneras?, ante un fragmento de texto anónimo y sin tener en cuenta el tema ¿puede un lector reconocer el género del autor? Esta cuestión adquiere mayor importancia al reflexionar sobre la traducción, ya que necesitamos preguntarnos si una obra escrita por una mujer puede ser traducida por un hombre y viceversa.7
Ella misma se declara en una postura central al respecto, pero sí enfatiza que debe mostrarse la agentividad de la traductora y reivindicar su papel como coescritora del texto traducido. En el caso de las mujeres traductoras de poesía nos encontramos con un caso de triple marginación, recordando a Pratt o a Gayatri Spivak, que confluye en la misma autora y su obra: la poesía como un género tradicionalmente marginado; el resultado de la labor traductora, considerado como un subproducto, una obra derivada y por lo tanto de inferior calidad; y su condición como escritora mujer, que hasta épocas recientes ha comenzado a recibir la merecida atención. Varias poetas-traductoras mexicanas del siglo xx y xxi logran poner bajo el reflector su propia obra de creación, tanto así que es ésta la que ha llegado más a nuestra conciencia crítica, como en el caso de Castellanos y
6 7
Id., p. 144. Id.
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Brenner, pero en realidad cumplen también con todas las demás funciones a las que hace referencia Herón Pérez: son traductoras, hacen crítica —como sucede con Isabel Fraire en Seis poetas de la lengua inglesa, según se detalla más adelante— y, aunque por lo general es el aspecto más desatendido hasta ahora, teorizan sobre la traducción. Además, son promotoras al dar a conocer a los poetas ingleses, en el caso de Fraire, o al acercar al público la obra de autores como Seamus Heaney, en el caso de Pura López Colomé, y son antólogas, como la misma Fraire y Tedi López Mills, esta última con Traslaciones. Según sostiene André Lefevere en uno de los textos fundacionales de los estudios de la traducción: “those in the middle, the men and women who do not write literature, but rewrite it, are at present responsible for the general reception and survival of the great works of literature to at least the same if not to a greater extent than the writers themselves”.8
II La antología Poesía en movimiento incluyó un total de cuarenta y dos creadores de “poesía mexicana moderna”, según la advertencia incluida a manera de presentación. Del total, solamente cuatro son mujeres: Isabel Fraire, Thelma Nava, Rosario Castellanos y Margarita Michelena. Isabel Fraire es la primera en aparecer y lo hace en la primera sección de la colección. En el estudio preliminar que Octavio Paz hace en esta antología, el premio Nobel describe el trabajo de la entonces muy joven poeta de la siguiente manera: Isabel Fraire es Viento. No el que perfora la roca sino el que disemina las semillas, no el ventarrón que multiplica el trueno sino el aire que aviva la llama. Su poesía es un continuo volar de imágenes que se disipan, reaparecen y
8
André Lefevere, Translation, Rewriting and the Manipulation of Literary Fame, Routledge, Londres, 1992, p. 1.
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vuelven a desaparecer. No imágenes en el aire: imágenes de aire. Su claridad es la diafanidad de la atmósfera en la altura, no la ensimismada del lago.9
Más adelante, en la nota previa a los poemas de Fraire en Poesía en movimiento, se describen los quince poemas publicados en Katharsis de 1958 de la siguiente forma: “Composiciones de imágenes transparentes y palabras sencillas, trazan sus ritmos en torno de la invocación de la infancia, como si la poesía pudiera recuperar algo de esa nostalgia y detenerla con la limpia seguridad del juego”.10 Poesía en movimiento salió a la luz por primera vez en 1966. La descripción que esta publicación hace de la obra de Fraire, como puede notarse, es una descripción poética de una obra poética; esta definición no difiere de lo que se ha dicho en otros espacios. En 2010, Material de lectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, dedica su atención a esta poeta con prólogo y selección de Juan García Ponce. En la nota introductoria se lee la siguiente descripción: La poesía de Isabel Fraire tiene un indispensable y sorprendente carácter espacial [...] en estos poemas esparcidos en el espacio, alados, evanescentes, huidizos en los que todo se reúne y todo parece dirigirse a su inevitable dispersión para encontrar en esta inesperada contradicción su verdadera y más cerrada forma, las palabras no sólo se oyen sino que también se muestran, nos obligan a verlas, en el espacio del poema, como si fueran objetos uno al lado del otro, uno arriba, otro abajo del otro, separados entre sí por blancos
9
“Aviso”, en Octavio Paz et al. (selec.), Poesía en movimiento, pról. Octavio Paz, selec. y notas Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, Siglo XXI, México, 2000 [1ª ed., 1966], p. 31. Años antes, en una carta escrita a Tomás Segovia en mayo de 1960, Paz declara: “Me interesan mucho los poetas jóvenes. Ya había leído cosas de Isabel Fraire, que me impresionaron, en una revista de Monterrey” (Octavio Paz, Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p. 18). 10 Paz, Poesía en movimiento, p. 111.
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llenos de significado, pero que no tienen el poder de transformar el significado único y propio de cada palabra, sino que nos lo hace visible y sensible de una manera diferente.11
Como puede notarse, ambas descripciones, cada una desde su propio lirismo, definen la poesía de Fraire como una esencialmente volátil. Lo que esta nota agrega a las caracterizaciones hechas en Poesía en movimiento es la observación, bastante concreta, del carácter visual de la poesía de Fraire. Más adelante García Ponce anota: “Sueltas, haciéndose eco una a la otra, huyendo y reuniéndose, las palabras van fijando los precisos perfiles de una imagen que continuamente se desvanece y vuelve a mostrarse”.12 El carácter visual, con espacios y sangrías, blancos un tanto impredecibles, no busca configurar una poesía tipográfica. El efecto de esta disposición gráfica es el de una ligereza en la revelación. La distribución de las palabras en la página contribuye a construir una epifanía de la cotidianidad, donde “las palabras adquirieran un nuevo poder de revelación, nos obligaran a ver un paisaje desconocido a primera vista y luego inevitablemente cercano y entrañable”.13 No sería arriesgado asegurar que lo que caracteriza a la poesía de Fraire, dicho de una forma un poco menos lírica, es su capacidad de generar lo entrañable a través del tono del poema, pues “Aun cuando es triste o melancólico o meramente malhumorado,” como dice atinadamente García Ponce, “todo resulta bajo la mirada de Isabel Fraire fácil. Risueño y ligero, con una ironía apenas tangible, nunca intelectual y siempre profundamente natural”.14 Esta familiaridad, esta cercanía humana que logran los poemas de Fraire puede explicarse de otro modo, el cual nos llevará a la otra cara
11
Juan García Ponce, “Nota introductoria”, en Isabel Fraire, Material de lectura, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Difusión Cultural, 2010 (Poesía moderna, 82), p. 5. 12 Ibid., p. 6. 13 Id. 14 Id.
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de la moneda de la obra de la poeta. Ernesto Lumbreras define la poesía de Fraire con tres palabras: “discreción, escepticismo y prosaísmo”.15 Estos tres rasgos pueden ser fácil y claramente distinguibles si se lee la poesía de la autora en su conjunto. Sin embargo, cabe subrayar aquí que Octavio Paz no pasó por alto estos rasgos en su definición de la poesía de nuestra autora en Poesía en movimiento, porque estas tres características no aparecían en los primeros poemas de Fraire:
doblaron en el viento... Doblaron en el viento las mariposas fúnebres sus alas giró el caleidoscopio amaneció la muerte con cara de mañana brillaron las campanas y las hojas de plata poblaron aires nuevos la muerte con cara de mañana, ojos de sueño suspendida en belleza irradiaba16
15
Ernesto Lumbreras, “La fragilidad habitable”, Laberinto, suplemento de Milenio, 11 de abril de 2015. Disponible en http://www.milenio.com/cultura/milenioi_laberinto-ernesto_ Lumbreras_laberinto-poeta_Isabel_Fraire-muere_Fraire_0_496750621.html 16 Isabel Fraire, “Doblaron en el viento”, en Paz, Poesía en movimiento, p. 111.
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la Guitarra tenía un sonido áCido... la guitarra tenía un sonido ácido y aunque la mano era una paloma herida su vuelo descendente a media curva ascendía todavía tus ojos me miraban desfondados abriendo horizontes infinitos de vacíos misteriosos yo inmóvil inclinada sobre el brocal del pozo de tus ojos a punto de caer todo veía pasar como una imagen rota en tus pupilas las flechas que indican el sentido profundo del momento dispararon sus túneles de sombra el miedo poseía mis moléculas mi piel era una nube incoherente mis ojos dos pájaros que se lanzaban fascinados al centro del vacío en busca de... ¿qué oculto secreto informe y agrio se retrata en las pupilas opacas de la esfinge? ¿qué inesperada vida nace de las entrañas de la palabra muerte?17
17
Isabel Fraire, “La guitarra tenía un sonido”, en Paz, Poesía en movimiento, pp. 115-116.
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En estas líneas podemos notar la claridad a la que hacía referencia Paz: “Su claridad es la diafanidad de la atmósfera en la altura, no la ensimismada del lago”.18 Pero no encontramos la discreción, el escepticismo y el prosaísmo que menciona Lumbreras. Estos poemas fueron publicados al iniciar la década de los años sesenta. Veamos otros poemas publicados al cierre del siglo pasado:
euroPa En este minicontinente superpoblado y supercomunicado hasta en las revistas más sofisticadas aparecen los anuncios hombre aburrido busca mujer aburrida para compartir aburrimiento19
18
Paz, “Aviso”, p. 31. Isabel Fraire, Seulement cette lumière/Sólo esta luz, Écrits des Forges / Universidad Nacional Autónoma de México, Otawa, 2003, p. 54. 19
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te fuiste a CaMinar Por la Playa Te fuiste a caminar por la playa y no quise acompañarte por quedarme escribiendo a veces es mejor contarlo que vivirlo o contarlo es vivirlo o para vivirlo es preciso contarlo contártelo es vivirlo contigo en ti por la playa camino
20
En estos poemas sí están los rasgos que Lumbreras subraya. Esta evolución, esta metamorfosis en la poesía de Fraire es en gran medida el resultado de otro ejercicio que, aunque está directamente relacionado a la creación, es con frecuencia considerado como secundario y, por ello, de menor relevancia: su trabajo como traductora. En 1976 sale a la luz la antología titulada Seis poetas de lengua inglesa, traducción de Isabel Fraire.
20
Ibid., p. 138.
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Fraire emprende casi en solitario (con el apoyo de una beca Guggenheim) la selección y traducción de más de ciento veinte poemas de Ezra Pound, T. S. Eliot, e e cummings,21 Wallace Stevens, William Carlos Williams y W. H. Auden (fuera de unos cuantos traducidos por Salvador Elizondo y uno de Williams en traducción de Octavio Paz). Seis poetas de lengua inglesa se centra en los autores del texto original como también lo hace la traductora al ofrecer, por el carácter de divulgación de su obra y de la colección que la alberga, SepSetentas, un breve pero erudito estudio introductorio a la vida y obra de cada poeta elegido. Reconoce (igual que Paz en Versiones y diversiones) que la selección de autores y poemas a traducir fue un poco caprichosa: La siguiente antología se rige por un solo criterio: el de un gusto ciertamente ecléctico, ciertamente justificable, pero a final de cuentas un gusto personal [...] Fue siempre cuestión de gusto decidir en cada caso si era más importante la fidelidad literal al significado o el efecto logrado mediante un término cuyo significado se apartaba ligeramente del original, pero cuyo sonido o asociaciones lo hacían preferible.22
Luego afirma, en palabras que nos recuerdan mucho a Paz en Literatura y literalidad, que “la traducción debería funcionar como poema, aunque procurando siempre guardar fidelidad al sentido fundamental del original. Intenté en cada caso conservar el peculiar sabor del original, logrado por la suma de tantos elementos que se conjugan para producir el lenguaje característico de cada poeta”.23 Vemos entonces cómo el foco está puesto en los poetas del texto original y en conservar “su peculiar sabor”.
21
Se respeta la grafía minúscula empleada por el poeta en gran número de sus poemarios y otras obras, la cual es utilizada por la mayor parte de la crítica. 22 isabel Fraire, Seis poetas de lengua inglesa, selec., pres. y trad. Isabel Fraire, Secretaría de Educación Pública, México, 1976 (SepSetentas, 244), p. 7. 23 Id.
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III El cotejo de las traducciones con los textos originales o con las versiones de otros traductores arroja muchas pistas importantes sobre las estrategias empleadas al aproximarse a un texto en particular, como apunta atinadamente Patricia Willson: “Renunciar al cotejo entraña perder una preciosa serie de datos que surgen del carácter doblemente presionado de una traducción: la presión por la adecuación al texto fuente y por la aceptabilidad en la cultura receptora”.24 Así, vale la pena revisar, si bien sea un poco superficialmente por la naturaleza de este trabajo, una breve muestra de las traducciones de Isabel Fraire, para poder apreciar con mayor facilidad la influencia que estos trabajos pudieron tener en su obra de creación, tanto en la época en que estaba inmersa en la investigación sobre los autores y su poesía, como en los años posteriores a ésta. La tabla 1 muestra uno de los poemas más breves de e e cummings, identificado en los estudios críticos como “l(a”, única palabra del primer verso del poema. Mucho se ha escrito sobre él, especialmente en los años posteriores a la traducción de Fraire, por lo que es digno de mención que la traductora se percatase de muchos de los detalles propuestos por estudiosos posteriores. Decide conservar la disposición espacial del poema, que semeja la caída de la hoja del árbol que se menciona, así como la ambivalencia por la aparición de sílabas como “un” y “ah”, que si bien tienen significado en la lectura del poema completo, tienen otro distinto como unidades individuales. En páginas siguientes se puede cotejar el poema de Pound con su traducción. La estrategia de Fraire es aquí de un equilibrio notable entre los dos extremos identificados por Schleiermacher: acercar el texto al autor o al lector. Esto puede apreciarse en que la traductora decide conservar las
24
Patricia Willson, La constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo xx, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, p. 30.
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frases que Pound emplea en italiano,25 al tomar en consideración que es una de las características que priman en la obra del autor de los Cantos, pero al mismo tiempo opta por ofrecer la traducción al español, inexistente en el texto de partida, para facilitar al lector la comprensión del poema. Naturalmente, en la segunda aparición de la primera frase en italiano, le parece innecesario repetirlo.
tabla 1
l(a
s (u
s(c
le af fa
na ho ja
ae un ah
ll
ca
o
s) one l
e) o l
ja) ol e
iness
edad
dad
[trad. O. Paz]
[trad. I. Fraire]
25
Como podrá observarse, la frase incluye una forma adjetival en apócope, lo cual ha provocado que en las ediciones comentadas se anote la forma tradicional, al considerarse precisamente la posible dificultad en la comprensión.
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Ezra Pound tHe study in aestHetiCs The very small children in patched clothing, Being smitten with an unusual wisdom, Stopped in their play as she passed them And cried up from their cobbles: Guarda! Ahi, guarda! ch’ è be’a! But three years after this I heard the young Dante, whose last name I do not know— For there are, in Sirmione, twenty-eight young Dantes and thirty-four Catulli; And there had been a great catch of sardines, And his elders Were packing them in the great wooden boxes For the market in Brescia, and he Leapt about, snatching at the bright fish And getting in both of their ways; And in vain they commanded him to sta fermo! And when they would not let him arrange The fish in the boxes, He stroked those which were already arranged, Murmuring for his own satisfaction This identical phrase: Ch’ è be’a. And at this I was mildly abashed.
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Ezra Pound estudios de estétiCa Los chiquillos andrajosos Tocados de pronto por extraña sabiduría Detuvieron su juego al pasar ella Gritando desde el empedrado: Guarda! Ahi, guarda! ch’ è be’a! Mira! Mira! Qué bella! Tres años más tarde Oí al joven Dante, cuyo apellido ignoro— Pues hay, en Sirmione, veintiocho jóvenes Dantes y treinta y cuatro Catulos; Habían pescado una gran redada de sardinas Y sus mayores Las estaban empacando en cajas de madera Para llevarlas al mercado, a Brescia, y él Saltaba de un lado para otro, tratando de meter las manos Y estorbando; En vano le ordenaban que se estuviera quieto sta fermo! Y cuando no le permitieron acomodar Los pescados en las cajas Acarició los que ya estaban empacados, Murmurando La misma frase: Ch’ è be’a. Y me sentí ligeramente avergonzado. [trad. I. Fraire]
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tabla 2a
William Carlos Williams The Red Wheelbarrow
La carretilla roja
La carretilla roja
La carretilla roja
so much depends
tanto depende
cuánto
mucho depende
upon
de
depende
de una
a red wheel
una carretilla
de una carre
carretilla
barrow
roja
tilla roja
roja
glazed with rain
vidriada por
barnizada de
lavada con agua
water
la lluvia
agua de lluvia
de lluvia
beside the white
junto a blancas
junto a blancas
junto a los blancos
chickens
gallinas.
gallinas
polluelos.
[trad. I. Fraire]
[trad. O. Paz]
[trad. A. Bartra]
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tabla 2b Young Sycamore
El sicomoro joven
Joven sicomoro
I must tell you this young tree whose round and firm trunk between the wet
Debo decirte que este árbol joven cuyo tronco combado y firme entre el mojado
Tengo que decírtelo el tronco firme y liberal de este joven árbol entre el mojado
pavimento y la cuneta (por donde escurre el agua) se yergue y lanza de cuerpo entero
pavimento y la alcantarilla (glu-glu de agua que escurre) se yergue de cuerpo entero
al aire en un solo ondulante movimiento que lo planta a mitad de su altura— y entonces
en el aire de un solo salto ondulante y a la mitad de su altura
pavement and the gutter (where water is trickling) rises bodily into the air with one undulant thrust half its height— and then dividing and waning sending out young branches on all sides—
se divide y pierde fuerza comenzando a emitir pequeñas ramas hacia todos lados
hung with cocoons it thins till nothing is left of it but two
colgado de capullos se adelgaza hasta quedar en dos excéntricos nudosos remates semejantes a cuernos tendidos hacia adelante
eccentric knotted twigs bending forward hornlike at the top
[trad. I. Fraire]
se aploma se dispersa hacia todos lados dividido en ramas más jóvenes de las que cuelgan capullos y se adelgaza hasta que nada queda sino dos excéntricos anudados vástagos que se estiran y encorvan: medialuna en la punta
[trad. O. Paz] 207
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Las tablas 2a y 2b presentan sendos poemas de William Carlos Williams, en versiones de Fraire y de otros traductores. El primero es uno de los poemas del médico estadunidense que aparece con mayor frecuencia tanto en las antologías de lengua inglesa como en las de traducción. La versión de Fraire, si bien no es tan osada como la de Paz, quien se atreve a “romper” las palabras al dividirlas en distintos versos sin puntuación que así lo muestre, es más atinada que la de Bartra en su selección léxica al traducir “white chickens” por “blancas gallinas”, al igual que Paz, así como por la estrofa “vidriada por/ la lluvia”, logrando así una mayor economía lingüística. “El sicomoro joven” es otro de los poemas más gustados de Williams, típico de la imaginería y de los campos semánticos predilectos del poeta; llama la atención que Fraire haya optado por su propia traducción del poema en lugar de elegir la publicada previamente por Paz, como hace con “Retrato proletario”. Destaca por su cercanía con el texto de partida, particularmente en sus elecciones léxicas. Por último, el poema de Wystan Hugh Auden, único autor inglés frente a los cinco estadunidenses, ha sido objeto de numerosas interpretaciones críticas. El poema, de carácter ecfrástico, se vale de la descripción de un par de cuadros de Brueghel para reflexionar sobre la indiferencia del mundo ante la necesidad y el dolor ajenos. El segundo cuadro, que presenta la caída de Ícaro, sirvió de inspiración también a William Carlos Williams para su “Landscape with the Fall of Icarus”, que comparte la preocupación de Auden. “Musée de Beaux Arts”, también abordado por José Emilio Pacheco en una de sus “Aproximaciones” en el poemario Tarde o temprano (1980), destaca en la versión de Fraire por su proximidad al poema inglés, sin buscar embellecerlo, sino preservar el carácter coloquial de la representación intersemiótica que hace Auden de las obras del pintor flamenco para de ahí derivar su reflexión.
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W. H. Auden Musée des beaux arts About suffering they were never wrong, The Old Masters: how well they understood Its human position; how it takes place While someone else is eating or opening a window or just walking dully along; How, when the aged are reverently, passionately waiting For the miraculous birth, there always must be Children who did not specially want it to happen, skating On a pond at the edge of the wood: They never forgot That even the dreadful martyrdom must run its course Anyhow in a corner, some untidy spot Where the dogs go on with their doggy life and the torturer’s horse Scratches its innocent behind on a tree. In Breughel’s Icarus, for instance: how everything turns away Quite leisurely from the disaster; the ploughman may Have heard the splash, the forsaken cry, But for him it was not an important failure; the sun shone As it had to on the white legs disappearing into the green Water; and the expensive delicate ship that must have seen Something amazing, a boy falling out of the sky, Had somewhere to get to and sailed calmly on.
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W. H. Auden Musée des beaux arts Acerca del sufrimiento jamás se equivocaban Los Grandes Maestros: qué bien comprendían Su posición humana: cómo tiene lugar Mientras otro come o abre una ventana o simplemente camina sin qué hacer; Cómo, cuando los ancianos esperan, apasionada, reverentemente El milagroso parto, hay siempre niños Que no tenían deseos especiales de que aquello sucediera, y patinan En un estanque helado a la orilla de un bosque: Nunca olvidaban Que aun el horrible martirio tiene que realizarse Como quiera, en un rincón, en algún sitio improvisado En donde los perros siguen su vida perruna y el caballo del torturador Se rasca sus ancas inocentes en un árbol. En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: todo vuelve la cara Sin preocuparse por el desastre; tal vez el labrador Oyó la caída en el agua, el grito desolado, Pero para él no fue un fracaso importante; el sol brilló Como tenía que brillar en las piernas blancas que se hundían En el agua verde; y el delicado y costoso barco debe haber visto Algo sorprendente, un niño que se caía del cielo, Pero tenía un compromiso y siguió navegando. [trad. I. Fraire]
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IV La traducción, desde el punto de vista del discurso literario tradicional a partir de Aristóteles, puede definirse como un intercambio de poéticas. El producto de una traducción, el texto traducido o texto meta, es distinto tanto de la tradición literaria en que surge como de la tradición a la cual llega. Es un diálogo entre tradiciones literarias. En este sentido, el ejercicio de traducción permite al traductor, y en este caso específico a Isabel Fraire, entrar en un diálogo con autores y obras extranjeras. En el caso que estamos tratando, la traducción le ayudó a Fraire a dialogar con la tradición más o menos implícita en la obra de los seis autores anglos. Todos, a excepción del último, de origen estadunidense. El diálogo con el Modernism estadunidense permitió a Fraire no sólo producir esa antología, sino ganar horizontes. Los frutos del diálogo que propicia la traducción literaria se ven claramente reflejados en la producción poética misma de Fraire. En los poemas anteriores a Seis poetas de lengua inglesa, Fraire se nos muestra como una poeta inmersa en su tradición poética y literaria, a pesar de haber sido partícipe, con muchos otros poetas, de la revolución y la vanguardia literarias propias de su generación. Su poesía, al igual que la de otros poetas hispanoamericanos contemporáneos, era rica en imágenes a tal grado de ser reiterativa y barroca; es una poesía elegante, con claras intenciones de ser sublime y refinada. Si bien el lenguaje que utilizó Fraire en estos poemas es, a diferencia del de otros compañeros poetas, poco o nada rebuscado, no podemos decir que el de Fraire sea un lenguaje cotidiano. En los poemas posteriores a Seis poetas de lengua inglesa encontramos un lenguaje depurado de imágenes barrocas, alejado de una supuesta elegancia y de todo intento de sublimidad, refinamiento y exquisitez. El lenguaje de Fraire en su obra poética a partir de su labor como traductora es un lenguaje que manifiesta elementos de las poéticas de quienes tradujo. Por ejemplo, en un texto publicado hace ya casi un siglo, Ezra Pound exponía tres principios básicos de lo que él consideraba un lenguaje de la poesía moderna. En primer lugar, proponía el abordaje directo de la “cosa” de la cual se habla 211
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en el poema; en segundo lugar, el poeta, traductor y promotor de artistas planteaba la exclusión de cualquier palabra que no contribuyera a la “presentación”; y, finalmente, el uso de ritmos naturales, no rígidos.26 Asimismo, sugería a los poetas noveles evitar el uso de abstracciones y, en estrecha relación con el segundo principio antes mencionado, no usar decoraciones a menos que estuvieran bien construidas. William Carlos Williams, por su parte, elaboró su trabajo a partir de dos conceptos centrales: “No ideas but in things” y “The American Idiom”. En la introducción a Selected Poems, Charles Tomlinson cita un pasaje de The Influence of French Poetry on American de Keneth Rexroth, con el cual compara a Williams con los poetas de la tradición cubista. Ambos, Rexroth y Tomlinson concuerdan en que Williams compartía la visión contemporánea del arte de los cubistas, a saber, la disociación y reorganización de los elementos de la realidad concreta, más que la retórica y la libre asociación. Sin embargo, Williams se concentraba en la vida que estaba ante sus ojos.27 En este sentido, Williams era un localista del uso del lenguaje en la poesía. Esto es en cuanto al uso del lenguaje y al uso de imágenes; como se sugirió arriba, Williams buscaba imágenes “sacadas” de la vida cotidiana. Williams creía que al nombrar los objetos que conocemos, el poema provocaría una emoción en nosotros al ser algo que pudiéramos reconocer. Williams construía sus poemas a partir de la mención de objetos, cosas que le son familiares al lector.
26
En el original: “Direct treatment of the ‘thing’ whether subjective or objective. To use absolutely no word that does not contribute to the presentation. As regarding rhythm: to compose in the sequence of the musical phrase, not in sequence of a metronome” (Ezra Pound, “A Retrospect”, en Literary Essays, intr. T. S. Eliot, New Directions, Nueva York, 1968, p. 3). 27 Cf. T. S. Eliot, Charles Tomlinson, “Introduction”, en William Carlos Williams, Selected Poems, New Directions, Nueva York, 1985, pp. xi-xii.
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Por su parte, T. S. Eliot definía su visión de la creación artística y poética como la creación de un “objetivo correlativo”.28 Para Eliot, la única forma de expresar emociones en el arte es por medio de un objetivo correlativo, en decir: “una serie de objetos, una situación una cadena de eventos, los cuales habrán de constituir la fórmula para esa emoción en particular; de manera que, cuando los hechos externos, los cuales han de terminar en experiencia sensorial, sean dados, la emoción pueda ser evocada inmediatamente”.29 El principio es, en realidad, fácil de entender. Al representar por escrito una situación, un evento, una serie de “cosas” que pasan, la emoción es evocada fácil y rápidamente. El “método” por medio del cual Eliot expone esta red de emociones es, como menciona Rosenthal, en gran medida “presentativo” o “cinemático” a la vez que subjetivo: “Las impresiones, las voces, los vistazos dramáticos y las poses brindan una superficie diversa; no obstante, en realidad han sido cuidadosamente colocadas de manera que forman un diseño manipulado acumulativamente”.30 La poesía de Fraire entra así en un diálogo con la poesía de aquellos poetas que traduce y enriquece su propio trabajo. Como podemos notar fácilmente en los poemas arriba citados (“Europa” y “Te fuiste a caminar por la playa”), su poesía concuerda en gran medida con elementos fundamentales de los poetas de habla inglesa que traduce. El lenguaje es muy claro y accesible; sus imágenes son concretas y reconocibles; hay objetos y situaciones que permiten al lector reconocer las emociones que la poeta comunica.
28
En el original: “objective correlative” (“Hamlet and his Problems”, en The Sacred Wood. Essays on Poetry and Criticism, Methuen & Co. Ltd., Londres, 1920, p. 92). 29 En el original: “a set of objects, a situation, a chain of events which shall be the formula of that particular emotion; such that when the external facts, which must terminate in sensory experience, are given, the emotion is immediately evoked” (Id.) 30 En el original: “Impressions, voices, images, dramatic glimpses and poses provide a varied surface, but actually they are located with care in a cumulatively manipulated design” (Macha Louis Rosenthal, The Modern Poets, Oxford University Press, Nueva York, 1960, p. 84).
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Otros escritores mexicanos que también dialogaron con otras tradiciones e incorporaron elementos de esas tradiciones fueron Alfonso Reyes, el propio Octavio Paz y José Emilio Pacheco. No sería demasiado peligroso decir que la tradición extranjera permea en la obra de todo creador que también traduce, enriqueciendo así la tradición propia. De esta forma, la traducción contribuye a la renovación de las literaturas nacionales de forma indirecta. La obra de Fraire es una poesía mexicana que nos abre una ventana a otras tradiciones.
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MelanColía y desenCanto en la reesCritura de dos relatos de anGelina Muñiz-HuberMan
Patricia Vega Villavicencio Universidad Autónoma del Estado de México
U
na forma de aproximarse a las consecuencias del pensamiento occidental antropocéntrico del siglo xx es a través del ensayo El siglo del desencanto de la escritora Angelina Muñiz-Huberman, texto que permite navegar por diversas manifestaciones del arte y la producción cultural del siglo pasado, desde la singular óptica de la escritora hispano mexicana.1 Otra alternativa que induce a una reflexión propia la representa la ficción de la misma autora porque al exponer las emociones de sus personajes va hilvanando las consecuencias del libre albedrío.
1
El siglo del desencanto comprende artículos y ensayos del periodo 1967-2001 y aborda el perfil social del siglo xx, desde la expresión del arte en ese lapso histórico y a partir de los albores hasta el ocaso. Ahí la autora expone que la creación artística es reflejo del comportamiento del ser humano en sociedad y que las experiencias en comunidad en la segunda mitad del siglo xx en la civilización occidental fueron secuelas de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, de las que emergió el principio del desencanto y el origen de las nuevas filosofías (cf. Angelina Muñiz-Huberman, El siglo del desencanto, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 41).
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Para observar las actitudes humanas de la centuria pasada y procurar ofrecer una elucidación, a partir del propio ensayo de la autora que abordo aquí a manera de teoría interpretativa, se han seleccionado dos monólogos de la propia Muñiz-Huberman, vertidos en la antología Huerto cerrado, huerto sellado2: “La ofrenda más grata” y “Yocasta confiesa”. Considero que ambos entablan un diálogo abierto con El siglo del desencanto, el cual, reitero, funge como una suerte de teoría interpretativa.
los Mitos reesCritos Huerto cerrado, huerto sellado fue una de las primeras antologías de Angelina Muñiz-Huberman, conformada por catorce ficciones breves; aunque de la pluma de la escritora surgieron otras narraciones bajo los títulos: De magias y prodigios (1987), El libro de Miriam y primicias (1990) y Serpientes y escaleras (1991). En 1992, la autora decidió reunir todos en un solo libro, incluida la primera obra que concentra los dos textos seleccionados para este estudio y denominarlo Narrativa relativa. Antología personal. En el nombre de la compilación Huerto cerrado, huerto sellado la escritora alude a un interés por el aspecto interno del ser humano. De acuerdo con Pura López Colomé, en esta propuesta literaria existen “manifestaciones espirituales, frutos de la vida interior que perpetuamente fluyen desde el inconsciente de una manera comparable al desenvolvimiento gradual”.3 Quizá por ello la autora prefirió denominar la compilación Narrativa relativa, puesto que sus relatos cortos son relativos y no necesariamente pueden ser encasillados en el género del cuento.
2
Esta antología obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1985. Pura López Colomé, “Los frutos del peregrinaje”, en Angelina Muñiz-Huberman, Narrativa relativa. Antología personal, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1992 (Lecturas mexicanas, 63), p. 12. 3
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Angelina Muñiz-Huberman desarrolla su propuesta literaria en una suerte de “arquetipo junguiano”; es decir, en Huerto cerrado, huerto sellado no crea “cuentos”, sino “transmutaciones”,4 puesto que “esquivan el argumento y caracterización de la narrativa tradicional en pro de un flujo evocativo de ambientación y lenguaje simbólicos”,5 más concretamente a partir de la conciencia humana, pues el “huerto” o jardín denota naturaleza ordenada y es lo contrario a bosque, alusivo al inconsciente, como la misma autora reconoce en el prólogo de la traducción al inglés de este libro, a cargo de Lois Parkinson, según afirma Pura López Colomé.6 La idea de “huerto cerrado, huerto sellado” contiene además un trasfondo erótico que pertenece al Cantar de los cantares, adjudicado al Rey Salomón,7 donde cada verso irradia figuras retóricas cargadas de sensualidad entre una pareja, a punto de abrir lo hermético, lo virginal. El “huerto” que propone Muñiz-Huberman para sus personajes, además de ser una búsqueda interior, representa una conciencia misteriosa o secreta, que luego es develada. Si bien los demás textos de Narrativa relativa también representan una suerte de viaje interno, existe un aspecto adicional muy claro en la reescritura de los mitos griegos y hebreos que propone Muñiz-Huberman en los dos escritos breves que aquí interesan: el desvanecimiento de los tintes trágicos y la exaltación del drama humano.8
4
Id. Pura López Colomé cita a Lois Parkinson y a Elena Poniatowska, prologuistas de la obra de Angelina Muñiz-Huberman, quienes han recuperado la interpretación de la propia autora mexicana respecto al género de sus relatos. 5 Ibid., p. 14. 6 Id. 7 “Un jardín cercado es mi hermana,/mi novia, huerto cerrado/y manantial bien guardado” (Cant 4,12). 8 Tanto en estos dos textos, “Yocasta confiesa” y “La ofrenda más grata”, como en el resto de las propuestas literarias de Huerto cerrado, huerto sellado el intertexto es un recurso común, a partir de la implicación de personalidades ilustres de la historia, la literatura, la ciencia o la religión, como Sor Juana Inés de la Cruz (en “Piramidal, funesta sombra”) o personajes construidos desde la imaginación de Angelina Muñiz-Huberman, por ejemplo
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Los dos monólogos, “Yocasta confiesa” y “La ofrenda más grata”, perfilan un tránsito hacia lo interno, desde la reescritura, con lo cual, en apariencia, es transgredido el mito propuesto por Sófocles (Edipo rey)9 y los mitos establecidos en algunos pasajes bíblicos. Este ejercicio es singular porque mientras las divinidades tenían un gran poder sobre los seres humanos en la literatura clásica, en la propuesta de Angelina Muñiz-Huberman éstas parecen quedar relegadas en las sombras de la mente. “Yocasta confiesa”, como su nombre lo indica, es una revelación de la esposa de Layo, madre y posteriormente pareja sentimental de Edipo, según la tragedia de Sófocles. Contrario a lo que establece el autor griego,
de rabinos o monjes. En otros, la escritora juega con los tiempos y mezcla épocas remotas y contemporáneas, incluso fantásticas (donde aparecen dragones y alquimistas). En algunos más prefiere crear personajes cristianos, hebreos y místicos. Por ejemplo, en “Cristiano caballero” escribe la historia de un misionero que llega a tierras americanas en la conquista española; en “Telón del sueño” aborda un suceso en un colegio cristiano; en “El juglar” destaca las virtudes propias de la religión judeocristiana, como la caridad y el ejemplo. En “El nombre del Nombre” narra las tribulaciones que atraviesa un rabino en la búsqueda de una revelación a partir del denominado en esa ficción como “Gran Libro” que tal vez sea La Cábala. En “El prisionero” da personalidad a una de las voces que se lamentan en un versículo de los Salmos de la Biblia; “Vagamente, a las cinco de la tarde” es simplemente la escena cotidiana de una persona frente a una fuente, cavilando el exilio, mientras observa y describe la vitalidad del agua. “La vida no tiene fábula” es la descripción interior de quien parece ser un asceta erudito que alude al escritor Antonio Azorín, a músicos y a pintores. Y para ilustrar la mixtura propia de la ascendencia de Angelina Muñiz-Huberman y su conocido exilio, en “De la crisálida del limo escapará la mariposa” genera una historia enmarcada en una festividad católica mexicana: el Día de la Candelaria, sin dejar de lado el recurso del destierro, elemento de igual forma presente en “Retrospección”. Otra de las propuestas narrativas de Muñiz-Huberman que abunda en el tema del cuestionamiento y la búsqueda del ser es “El sarcasmo de Dios”. 9 Escritores griegos como Apolodoro, Hesiodo, Higinio, Eurípides, Fenicias, Pausanias, Oviedo y Homero aluden en distintas obras al personaje de Edipo (cf. Pierre Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, trad. Francisco Payarols, Paidós, Barcelona, 2008 [1ª ed. en francés, 1951], pp. 146-149). En el presente estudio retomaré la versión de Sófocles en Edipo rey como hipotexto de “Yocasta confiesa”.
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la Yocasta de Muñiz-Huberman, en un discurso interior, reconoce que ella sabía la verdadera identidad de Edipo desde que éste venció a la Esfinge. A pesar de saberlo, permitió que subiera al trono de Tebas y más tarde al lecho en donde años antes Edipo fue concebido. Se trata, pues, de una confesión abierta de la narradora, sin arrepentimiento, aunque sí llena de rencor hacia el oráculo y hacia Layo; una confidencia donde los inevitables designios del dios Apolo son sustituidos por la voluntad de Yocasta. La Yocasta de Angelina Muñiz se enamora de Edipo cuando observa la hermosura de su cuerpo y trata de convencer al lector de que su deseo no era impuro, ya que no lo vio crecer y la relación entre madre e hijo fue nula durante muchos años. Una vez consumado el enamoramiento, el hijo le hace preguntas tras hacer el amor, y ante ello la esposa-madre prefiere el silencio. Todo esto lo sabe el lector a través de la revelación de Yocasta, quien por varios instantes lanza recuerdos de odio hacia Layo, a quien culpa de haber atraído la mala suerte. Si bien con ella sólo observamos la reescritura del incesto, en “La ofrenda más grata” vemos una interesante conjugación de mitos, uno relativo a Caín y Abel, otro a Tamar (joven violada por su hermano, sobre la que se abundará más adelante) y uno sobre las ofrendas hebreas. No obstante, “Yocasta” es afín a “La ofrenda más grata”, pues además de ser también un monólogo en tres páginas, es una confesión, una transgresión, mezclada con la voluntad y la rebeldía hacia un orden establecido, y plantea un final oscuro para la protagonista, quien, sin duda, terminaría en la reprobación social. Aquí, la escritora crea la historia de una joven primogénita insatisfecha por la escasa atención que recibe de sus padres. Al sentirse ofendida por la preferencia de los progenitores hacia el hijo menor, decide asesinar al hermano, enojada por considerar que un libro grande e injusto es el culpable de sus desdichas, ya que ahí se establece el destino de la humanidad, aquél que parece repetir, insatisfecha: “Así como la mayoría se preocupa por llenar su huidiza sombra en el curso deleznable de la historia, yo, en cambio, sabía que mi vida ya había sido vivida y que sólo repetía un relato 223
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antiguo e injusto. Por eso, desde niña, desde el día en que naciste empezó mi odio por ti”.10 La protagonista y narradora no tiene nombre ni edad, pero la descripción de la escena erótica con su hermano la presenta joven. Se dice maldecida por alguna razón divina expresada en un libro que establece los preceptos del ser humano. Y al observar la escasa importancia que irradia en su contexto, entra en la habitación del hermano donde lo espera desnuda. Al llegar éste sostienen relaciones sexuales. En el clímax, ella le clava un cuchillo, deja que se desangre y muera. Consumado esto, asegura no odiarlo más. El texto deriva de la reescritura de mitos bíblicos tomados del Antiguo Testamento, en donde las ofrendas para agradar al Creador son parte fundamental; por un lado, se reescribe al fratricida del mito de Caín y Abel, y por otro a Tamar (en cuya historia hay también un fratricidio). Bíblicamente, Caín y Abel son los dos primeros hijos de Adán y Eva, los precursores de la tierra. En esa época, al creador Yavé le agradaban las ofrendas. Se permitía el sacrificio de animales, pero también holocaustos con granos y cereales, así es que cuando llegó el día de la ofrenda, Caín eligió honrar con semillas a Yavé, mientras que Abel se lució con animales primogénitos. De este modo el segundo hijo se llevó el reconocimiento del Creador, a quien le agradó más la ofrenda del hermano menor y despreció la de Caín. Irritado Caín por la indiferencia de Dios, aun cuando él era el primogénito, decidió vengarse de su hermano dándole muerte y abandonando su cuerpo.11 Por otro lado, Tamar es un nombre que aparece por lo menos en diez ocasiones en la Biblia, pero con historias distintas. Aquí atañe sólo aquella referida en las “Tragedias en la familia de David”, incluidas en el Libro de Samuel, en donde Tamar es una hija del rey David, cuyo medio hermano,
10
“La ofrenda más grata”, en Muñiz-Huberman, Narrativa relativa, p. 24. Todas las citas de este texto y de “Yocasta confiesa” corresponden a esta edición. A partir de aquí, anotaré sólo el número de página. 11 Cf. Gn 4.
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Amnón, queda seducido por la belleza de la joven y, tras tenderle una trampa, abusa de ella y luego la repudia.12 Absalón, también hermano de Tamar, es el único que busca vengarse por lo sucedido y asesina a Amnón. El padre de los tres hermanos, David, llora durante mucho tiempo por Amnón, después lo hace por Absalón, cuando éste huye tras dar muerte a su consanguíneo. En el texto bíblico no hay referencia alguna a los sentimientos de David respecto a lo acontecido a su hija Tamar, como la hay de sus vástagos varones. De esa forma, tal y como lo determina la protagonista de “La ofrenda más grata”, en la Biblia la figura femenina resulta secundaria, aun cuando se trasgredan las reglas en perjuicio de las mujeres, de tal suerte que para contrariar esta verdad bíblica, Muñiz-Huberman reconstruye el incesto y el fratricidio, pero invierte los papeles: la persona que provoca ambos actos es una mujer y así transgrede el rol del victimario sanguinario hasta entonces exclusivo del sexo masculino, por lo menos en el contexto bíblico. En los dos monólogos seleccionados de Huerto cerrado, huerto sellado se percibe un anhelo o aspiración insatisfecha de los personajes principales, estado provocado por un oráculo, por el destino o por los designios de Dios. Esto genera una reacción en las protagonistas que en ambos casos es transgresora. El deseo de Yocasta era tener a su lado al hijo que dio a luz, pero que Layo le arrebató, ergo decide copular con el hijo cuando al fin logra verlo, desafiando así el temor a Layo; además, al confesar que todo fue premeditado, invalida los designios del oráculo. En tanto, la pretensión de la fratricida en “La ofrenda más grata” era contar con el reconocimiento de sus padres y, dado que un “libro grueso” lo impedía por una tradición que da preferencia al género masculino, urde un plan basado en las normas divinas que instituyen las ofrendas. De esa manera, las dos protagonistas consiguen el anhelo buscado. Yocasta logra estar con su hijo, aunque sea eventualmente, mientras que la mujer del otro relato hace que los ojos ajenos se vuelquen sobre ella. Todo,
12
Cf. Sm 13.
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a través de la voluntad y el incesto en el primer caso, y del incesto y el fratricidio en el segundo. Encuentro, asimismo, una coincidencia más entre los cuentos seleccionados. Me refiero al tratamiento del amor y del erotismo, mediante el cual se invierte la importancia de los hechos en la tragedia de Sófocles y la Biblia, y se enfatiza la subjetividad interna de los personajes. De súbito, cualquier lector pensará que la acción alevosa de Yocasta y la premeditación ilícita de la protagonista en “La ofrenda más grata” fueron actos irracionales, que al final perjudicaron a terceros involucrados y su voluntad pasó sobre ellos. Sin embargo, Yocasta describe un sublime acto que transitó por el fuego del erotismo y desembocó en un sentimiento de amor que, aunque fugaz, se hizo posible, pese a que Edipo se va al destierro y ella siga amándolo, sin tenerlo más. “La ofrenda más grata” ilustra con más detalles el giro que puede dar un mito al ser trastocado, pues Angelina Muñiz-Huberman crea una mujer fratricida. A diferencia de la Tamar bíblica, quien, tras suplicar clemencia al agresor, es forzada a hacer lo que no quería, en la propuesta de nuestra autora es ella quien seduce al hermano para asesinarlo. Lo que intento plantear es que mientras en la visión del mito griego el incesto es promovido por un oráculo, donde los seres humanos intervienen como piezas de un destino inamovible, en la protagonista de MuñizHuberman las consecuencias se asumen con plena conciencia. Por otra parte, el incesto cometido por un hombre “pecador” contra su hermana en el pasaje bíblico contrasta con los actos de la primogénita hubermaniana que, aunque derivan también en un resultado sangriento, son mediados por la seducción. En la reescritura la intención es interiorizar en los personajes involucrados en los mitos. Las verdaderas razones que se plasman son la voluntad, los temores, los miedos, los deseos y los placeres. En contraste, los dioses se quedan en el Olimpo o en el cielo, sin intervenir en el presente de los mortales. Lo sagrado se torna profano: aflora el acceso a lo prohibido (pensar y decidir) y el posterior deseo insatisfecho (melancolía y desencanto). 226
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el Mito GrieGo y el Mito Hebreo Robert Graves y Raphael Patai en Los mitos hebreos analizan pasajes bíblicos representativos: la creación del libro del Génesis, el primer fratricidio, los hijos de Abraham, entre otros del Antiguo Testamento. Los autores consignan que la Biblia “reelaboró mitos griegos”, cual método para lograr entre los israelitas, otrora gobernados por un puñado de profetas, la independencia política de Egipto y Asiria, colindantes con Israel.13 Según Robert Graves, la cultura hebrea está permeada por la griega, de ahí que la primera tenga un trasfondo simbólico de la segunda, es decir, “cristianizan” otras creencias populares para convertir los mitos de los matadores de dragones en San Jorge, o las diosas de la fertilidad en vírgenes o santas. Por su parte, Mircea Eliade asegura que “este cristianismo popular ha prolongado manifiestamente hasta nuestros días las categorías del pensamiento mítico”.14 En la cultura hebrea, cuando los adeptos buscan la imitación de profetas y santos, tienen un innegable aspecto mítico en el “tiempo litúrgico”; es decir, “la repetición de un escenario ejemplar y la ruptura del tiempo profano por una abertura que desemboca en el Gran Tiempo [...] constituyen las notas esenciales del ‘comportamiento mítico’”,15 aun cuando la doctrina sea fiel a la creencia de un tiempo lineal, como el de la historia del hombre (donde los hechos siempre son distintos), y no circular (donde se repiten hechos en imitación a las divinidades).
13
“Esos profetas se dieron cuenta de que la única esperanza de independencia nacional para Israel se encontraba en un monoteísmo autoritario y protestaban incesantemente contra el culto a las diosas en los bosquecillos sagrados cananeos” (Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos hebreos, trad. Javier Sánchez García-Gutiérrez, Alianza, Madrid, 2001 [1ª ed. en inglés, 1963], p. 12). 14 Mircea Eliade, Aspectos del mito, trad. Luis Gil, Paidós Orientalia, Barcelona, 2000 [1ª ed. en francés, 1963], p. 146. 15 Ibid., p. 150.
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Asimismo, Robert Graves y Raphael Patai establecen semejanzas y diferencias entre ambas corrientes (griega y cristiana), pero dejan en claro que en el trasfondo de los mitos cristianos se esconde Cronos, Zeus, e inclusive se hereda el papel que los griegos daban a las mujeres.16 Y dado que existe un estrecho vínculo entre ambos, veo en ello una justificación por la que Muñiz-Huberman reunió la reescritura de algunos de estos mitos en su antología Huerto cerrado, huerto sellado. Respaldo la idea de mito aportada por Walter Brugger, quien lo define en su Diccionario de filosofía como “la reunión de imágenes de idéntica orientación que se van acumulando en el subconsciente de las generaciones y en las que se expresan en símbolos, determinados aspectos de la vida humana”.17 A la definición elemental que nos ofrece Brugger, Mircea Eliade agrega que el término describe “las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo ‘sobre-natural’) en el mundo”.18 El concepto me parece de mayor pertinencia, ya que mientras Brugger establece que se trata de una concepción a la que recurre una humanidad ingenua, Eliade denomina al hombre que abraza el mito como “arcaico”, aunque no necesariamente en el sentido peyorativo de “poco evolucionado”, sino más bien que antecedió a una época en la que la “historia” sustituye al “mito”. Sobre el hombre moderno determina: el hombre moderno, que acepta la historia o pretende aceptarla, puede reprochar al hombre arcaico, prisionero del horizonte mítico de los arquetipos, su impotencia creadora o, lo que es lo mismo, su incapacidad para aceptar los riesgos que lleva en sí todo acto de creación. Para el moderno, el hombre no
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“Uno de los temas esenciales del mito griego es la degradación progresiva de las mujeres, que de seres sagrados pasan a convertirse en bienes personales. De un modo similar, Jehová castiga a Eva por haber causado la Caída del Hombre” (Graves y Patai, op. cit., p. 13). 17 Walter Brugger, Diccionario de filosofía, trad. José María Vélez Cantarell, Herder, Barcelona, 1972 [1ª ed. en alemán, 1953], p. 348. 18 Eliade, op. cit., p. 17.
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puede ser creador sino en la medida en que es histórico; en otros términos, toda creación le está prohibida, salvo la que nace en su propia libertad; y por consiguiente se le niega todo, menos la libertad de hacer la historia haciéndose a sí mismo.19
Esta versión resulta pertinente para saber que las protagonistas de los textos de Muñiz-Huberman no son seres arcaicos, tampoco ingenuos, en cuanto que construyen su propia historia a partir de sus decisiones y a pesar de estar inmersas en diégesis mitológicas. Son, desde la concepción de Eliade, seres humanos cercanos a esta visión occidental de “crear historia”, hacer algo distinto a lo tradicional. Considero, entonces, que Muñiz-Huberman contrapuntea los mitos grecolatinos con las acciones de los personajes femeninos que se rebelan contra lo establecido en la escritura antigua. Hay un sistema que se vulnera.20 El aspecto que define en mayor medida la reescritura de los mitos (griegos y hebreos) en “Yocasta confiesa” y “La ofrenda más grata” es la divinidad decadente. Existen los dioses, pero ya no tienen poder sobre las acciones humanas, sino que son relegados porque es la voluntad la que decide. Las protagonistas actúan bajo su propio criterio, movidas por las emociones, y éstas no son reprimidas. Angelina Muñiz-Huberman describe una “historia sacrificial” de humanos en la orfandad, inmersos en una gama de incongruencias, sin culpables, individuos solos que cargan con su antropocentrismo, como una
19 Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, trad. Ricardo Anaya, Alianza-Emecé, Madrid, 2002 [1ª ed. en francés, 1951], pp. 149-150. 20 Transgredir resulta acertado para definir la acción de las protagonistas de esta escritora. El Diccionario de la lengua española establece que esta palabra significa “Quebrantar, violar un precepto, ley o estatuto” (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 21ª ed., Espasa-Calpe, Madrid, 1992, t. II, s. v. “transgredir”). Al seleccionar personajes que deciden o que planean estrategias de forma contraria a la conducta establecida, la “correcta” para determinado esquema de valores —en este caso el cristiano y el de la tradición griega antigua—, indudablemente Angelina Muñiz-Huberman es transgresora, al igual que sus protagonistas.
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herencia de la modernidad, con temor al silencio, nostalgia, añoranza y melancolía, o en términos psicológicos, con neurosis, depresión y enajenación; con plena conciencia de lo efímero y tendencia al deseo. Mediante ellos expone el resurgimiento de la leyenda de Orfeo y el futuro como esperanza. En “La ofrenda más grata”, el sacrificio es una paradoja porque ya no funciona en términos del mundo sagrado, sólo servirá a los intereses de la joven protagonista de la ficción; el sacrificio no es más para los dioses, sino para el mortal que la ofrece, para el bienestar propio. Dice Muñiz-Huberman en tono interpretativo: De ahí la necesidad de la ofrenda más grata. La que habrá de ser rechazada porque los dioses ya ni siquiera exigen. Tal vez no importe la ofrenda, sino el gesto de hacerla [...] Y sin qué ofrecer a cambio, el hombre se siente perdido. Sin culpa que expiar cómo aplacar a los dioses enterrados. ¿Acaso alguien se encargará de desenterrarlos?21
En tanto, con Yocasta, quizá la ofrenda sea también la relación incestuosa que le permitiría momentos de satisfacción que le fueron negados por los dioses. Como afirma la autora mexicana en su ensayo, la pasión y la imaginación de las protagonistas se desbordaron hacia el odio y la insatisfacción, sentimiento que sólo fue colmado al soltar las amarras de las represiones y llegar al sacrificio extremo. Esta representación que plantea Muñiz-Huberman en sus relatos muestra que la verdadera “enfermedad” del siglo anterior es una orfandad: “[En] nuestro siglo no hay qué ofrecer, como no sea un retorno a los más bajos instintos”,22 tal como sucede con las mujeres de los monólogos que resultan huérfanas de dioses y descienden al abismo. Obliteran culpa y remordimiento, y pasan de la visión a la
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Muñiz-Huberman, El siglo del desencanto, p. 16. Id.
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ceguera, del color a la oscuridad, y del sonido al silencio.23 Yocasta lamenta: “El silencio pesaba como agua olvidada. El silencio remordía como granizo indeseado. El silencio iba sembrando la duda y creaba las palabras que nunca se decían” (p. 22). Hay, desde esta visión de ofertorio, un medio para la reivindicación. Dice la joven de “La ofrenda más grata” cuando imagina el fratricidio consumado: “En ese momento nadie me amaría, igual que ahora, pero en cambio todos me odiarían, existiría para ellos, no sería la sombra indefinible” (p. 25). Cuando Muñiz-Huberman habla de las incongruencias como síntoma del siglo xx, asegura que, por un lado, se proclama la trivialidad de la violencia y, por otra, hay guerras; en esa misma época, las pasiones se desbordan y se cometen matanzas inconcebibles; es decir, los valores se invierten.24 El remedio para la ansiedad es todo aquello que no traerá tranquilidad y paz, sino todo lo contrario, aunque sea un atisbo de tranquilidad espiritual lo que en el fondo se busca: “El descenso a los infiernos, propio de todo arte que se precia, se cumple en esas palabras que reflejan la inquietud y el caos que habrán de continuar en el siglo que nos tocó vivir. Pero, ante todo, la parte ética se manifiesta en la desesperada búsqueda de una armonía dentro del desorden y la violencia”.25 Yocasta y la mujer de “La ofrenda más grata” buscaban recuperar lo perdido (el hijo y el lugar privilegiado en la familia). Al reprochar la crueldad de dos sistemas (el griego y el hebreo), se conducen por una vía autodestructiva que termina por frustrar sus planes y consiguen apenas recuperar una vivencia grata y efímera que deberá ser retenida con añoranza, melancolía y nostalgia. Muñiz-Huberman dice que en una concepción antropocéntrica no hay dios a quien culpar. Con su recuerdo a flor de piel, la madre de Edipo, al manifestar su responsabilidad y contemplarla desde su mundo interno,
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Ibid., p. 37. Ibid., p. 18. Ibid., p. 26.
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intenta llegar a un lugar desde el que pueda abarcar el paisaje del alma. La protagonista del relato se autoexilia cuando conoce el final que tendrá, porque será el resultado de sus actos: “Paso a paso —por la escalinata—, noche a noche —por mi cuerpo— rondaba el fin, sin saber en dónde parar, pero con la herida ya dispuesta y la sangre a flor de piel. Después no quedarían sino el caos y las tinieblas” (p. 23). Pero en El siglo del desencanto existe la sentencia de que el individualismo y la falta de dioses no son mejores ni peores que las creencias anteriores, pues sólo conlleva una responsabilidad cuyo precio quizá no muchos estén dispuestos a pagar: como parece que de utopías vive el hombre, el carecer de ellas lo desorienta y más lo occidenta, es decir, lo oxidenta y no sabe qué hacer consigo. Sin presiones, se lanza en carrera a cometer desmanes, pillajes [...] a patalear. Para demostrar que la delgadísima capa de la llamada “civilización” apenas cubre su reprimido mundo irracional. Peor aún, que lo irracional es lo único auténtico.26
Y es que, en el fondo, las protagonistas de los dos textos breves de Huerto cerrado, huerto sellado al final son auténticas cuando cometen actos irracionales y su presencia en el siglo xx no es nada sencilla porque, dice la autora en el ensayo, lo peor es pensar y lo mejor es recibir órdenes. El ser humano del siglo xx está imbuido en el ruido y cuando, por responsabilidad, es mejor callar, el silencio lacera como granizo. Así lo ventila Yocasta cuando debe recurrir a éste, aunque no sea lo que desee. Por otro lado, el exilio y el sufrimiento dejaron de ser estipulados por el oráculo o por la obra divina para convertirse en padecimiento, depresión o melancolía, simple drama y “enfermedad” del siglo pasado.27 Si bien el erotismo y el amor son un vehículo para los dos personajes femeninos re-
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Ibid., p. 23. Cf. ibid., pp. 36-41.
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feridos para conseguir sus fines (una necesidad satisfecha de pertenencia y reconocimiento), ¿se justifica, acaso, un incesto o un asesinato? Más que responder a ese interrogante, vale plantear el trasfondo de los actos y las circunstancias que motivaron tales acciones. Muñiz-Huberman no responde a la pregunta en El siglo del desencanto pero, en cambio, agrega que se trata de una nostalgia, añoranza o melancolía. La escritora diferencia tales términos, aunque luego los homologa y los compara con términos más actuales, como neurosis, depresión o enajenación. La nostalgia, dice, es un vocablo relativo al dolor que ahoga y hunde lentamente. Es el deseo doloroso de regresar en el tiempo y en el espacio, y una sensación de exilio.28 Por otro lado, la añoranza es un sentir indefinido: “Se añora, pero no se sabe qué. Una pena honda que no tiene explicación [...] Es un dolor terreno. Próximo”.29 Asimismo, la melancolía es un extremo patológico, una enfermedad, tristeza y angustia del alma,30 conceptos que encontramos en los textos analizados. El inicio en pretérito imperfecto de “Yocasta confiesa” —“Cuando subía la escalinata del palacio, lento, erguido, con el tranquilo orgullo de quien se sabe vencedor, supe que era él” (p. 21)— alude a un recuerdo vívido y preciso de lo acontecido en otro momento. La descripción minuciosa devela nostalgia, “deseo doloroso de regresar [...] De regresar en el tiempo y en el espacio. A un punto inmóvil en la extensión cósmica”.31 El ayer era mejor que el ahora. El sabor de la piel de Edipo, sus músculos... continúan presentes en Yocasta por la libre elección. Si el oráculo hermético hubiera designado el incesto, la nostalgia habría perdido el sentido y el sentir de la protagonista simplemente no importaría, pero la decisión de amar a Edipo, en “un acto simple de deseo” (p. 21) en la versión de Muñiz-Huberman permite que el
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Ibid., pp. 37-38. Ibid., pp. 38-39. Ibid., p. 40. Ibid., p. 37.
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hecho prevalezca presente en el recuerdo, permite “Regresar al punto de partida: al cero infinito” (p. 22). Desde una interpretación sustentada en El siglo del desencanto, Yocasta permanecerá encerrada en su nostalgia obsesiva. Pero la nostalgia es cómoda porque, desde ahí, Yocasta puede volver a saborear los labios de su amado y puede repetirse que su amor era limpio. Dentro de su flagelo puede redimirse ella misma, con su propio pensamiento. El recuerdo actualiza la presencia y eterniza el instante: “Pero no era impuro mi deseo: volver a amar en uno, al padre y al hijo. Los celos que hubiera podido sentir alguna vez, los acallaba así, y volvería a tener hijos, de mi propio hijo” (p. 22). La realidad de Yocasta es también una melancolía porque es una permanente angustia del alma (angor animi): “Una tristeza. Incurable. Crónica. Progresiva. Que es parte del tedio, pero también del amor: la otra cara del placer y del contento”.32 Esa cavilación reiterada acerca del acto cometido y el insistente convencimiento de que su moral fue la correcta, es un “pensar” ininterrumpido, un círculo vicioso producido en la mente al que Sebastián Covarrubias denomina melancholia: “triste y pensativo de alguna cosa que le da pesadumbre”.33 La melancolía entonces es, por tanto, un dolor por el pensar reiterado. Una tristeza cualquiera no es la que provoca un dolor físico, sino sólo aquélla que deriva de la melancolía. Ésta genera una enfermedad corporal porque para Joan Corominas, la melancolía es también una “bilis negra”, el producto de un mal humor.34 Bilis es hiel: líquido secretado por el hígado. De la misma familia de este término procede arsénico o cólera.35 La bilis negra es una sustancia letal que produce enfermedad y muerte. El final de
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Ibid., p. 40. Melancholia est mentis alienatio ex atrabile nata cum moestitia, metuque coniuncta (Sebastián Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, Turner, México, 1984, p. 61). 34 Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 3ª ed., Gredos, Madrid, 1973, s.v. “melancolía”. 35 Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, s.v. “bilis”. 33
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Yocasta en la propuesta hubermaniana es, por tanto, la muerte que se resume en la metáfora del caos y las tinieblas de las últimas líneas del texto literario. ¿Pero acaso el reiterado flujo de la conciencia no es ya en sí una antesala de la muerte? Por otro lado, “La ofrenda más grata” al ser descrita en tiempo pasado alude a la añoranza infantil de los regalos y las palabras amables de los padres. Es la exaltación de aquello que fue, de los momentos que al estar ahora alejados parecen menos hostiles que el presente. Se sabe que aquellas circunstancias no regresarán jamás y el anhelo insatisfecho se convierte en patología y conduce al incesto. Sin embargo, la nostalgia trasciende al personaje para dejar traslucir una nostalgia propia de la autora, manifiesta en la recuperación de la literatura antigua, la hebrea y la griega, y también de los mitos. De ahí quizá la reiterada intertextualidad en la obra general de Muñiz-Huberman. La añoranza de la niñez es el anhelo de las épocas pasadas, cuando la orientación de la vida no estaba a cargo del ser humano, sino de la tutoría de los dioses, del oráculo o de los padres, en el caso del personaje femenino. ¿Cómo girar la palanca del futuro que conduce a lo desconocido y en donde el ser humano parece estar condenado a elegir? Aquí surge la creación con dos caminos: aquella que produce artificio y la que genera un conflicto irreparable en la vida propia. Angelina Muñiz-Huberman opta por la primera vía, pero sus personajes por la segunda. Los actos que se alejan de la lógica de una sociedad “sana”, desde la visión freudiana, son vistos en los relatos de la escritora mexicana como una especie de ofrenda: “Al final sólo nos pertenecen nuestras pérdidas sucesivas. De éstas nos alegramos, porque nadie puede arrebatarnos de ellas. Somos un cúmulo de voluntades apartadas. Nos aferramos a lo intangible: a la imaginación”.36 Como resultado de este acto de creación se pueden expiar las culpas, en un ejercicio sanador para los lectores, desde el punto de vista aristotélico, al referirse a la manifestación de la poética, y en particular a la tragedia: “no
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Muñiz-Huberman, El siglo del desencanto, p. 36.
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purga porque nos hagamos más cautos y aquellas emociones nos enseñen la calamidad de la vida humana y repriman la soberbia de la nuestra, sino porque, mientras nos atrae aquel espectáculo, nuestra mente enferma se repone y abandona sus duros pensamientos, de suerte que el ánimo se despoja de toda inquietud, y así se purga”.37 El deseo en las protagonistas es un principio que nunca se satisfará, pues muere cuando se concreta. Y es este deseo el que más se parece al del ser humano, porque existe en su perenne insatisfacción. En ese sentido, se encuentra presente el mito de Orfeo, aquél donde el ser intuye que no logrará la recuperación y, de hecho, el viaje o la elección que tome será en vano. Dado que no habrá salvación y el futuro, es un espejismo, las protagonistas deciden vivir el presente, cuya posteridad, al ser intangible, puede conllevar un sufrimiento, que no será eterno gracias a la muerte: La leyenda de Orfeo alude al instante en que el tiempo se detiene. En que podrían ser corregidos el error y la pérdida. Es, también, el momento de la decisión y el momento en que surge el cántico que no debe ser profanado. Responde al tema del sacrificio asumido. De antemano, Orfeo intuye que no logrará la recuperación: el viaje del alma será en vano. El precio de la impaciencia es la soledad para el resto de su vida.38
¿Qué sucede con el trasfondo de la ofrenda de la protagonista de “La ofrenda más grata”?, ¿o con las razones de Yocasta para obtener un tiempo de placer, a cambio del sacrificio del amado y del sufrimiento propio? La ausencia de nombre en el primer personaje femenino es la clave, ya que funge como elemento simbólico que determina la presencia de características semejantes en un conjunto de personas.
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Aristóteles, Arte poética y Arte retórica, trad. José Goya y Muniain y Francisco de P. Samaranch, Porrúa, México, 1974, p. 355. 38 Muñiz-Huberman, El siglo del desencanto, p. 78.
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Tal parece que cualquier tipo de violencia es una absurda repetición de Caín y Abel, en la que no se utiliza la comunicación. Muñiz-Huberman retrata esa característica de Caín y Abel, aunque los medios cambien con el devenir del tiempo y dependiendo del género a cargo de los actos (hombres o mujeres). Al menos las circunstancias que provocan las protagonistas cambiarán el ritmo que llevaba la vida con los designios de la divinidad. Eso es lo único que importa a los personajes centrales, pues de esa forma, insisto, se podrá contar con el recuerdo, la memoria de los actos pasados, y se confiará en el futuro en el que todo puede ocurrir.39 Las escenas que nos permite imaginar Muñiz-Huberman son el caos dentro del “orden”. Es importante que la escritora no los haya considerado cuentos, sino relatos en donde los límites de un género se pierden y se entrelazan con otros en un reflejo casi caótico, similar al que se crea en la atmósfera de sus propuestas: “El avance del siglo planteó la pregunta de los géneros y, desde la famosa respuesta de Ortega y Gasset, se han multiplicado las teorías. Ahora, hacia el fin de siglo [el xx] nos queda una sospechosa proliferación y un agudo debilitamiento. Una contaminación de géneros difícil de deslindar”.40 Por ende, aunque en los textos breves analizados hay una clara tendencia hacia los matices dramáticos, también se conservan rasgos de lo trágico, como parte de una característica propia del siglo xx. Es visible la presencia de una contemporaneidad de los mitos griegos y hebreos en los dos relatos, tal como lo escribió la misma autora en El siglo del desencanto. Y el hecho de hacerlo de manera implícita ofrece una interesante relación, en la que, no cabe duda, existe un diálogo entre “Yocasta confiesa”, “La ofrenda más grata” y el ensayo, todo para enfatizar ese tránsito de lo divino a lo humano; de la sujeción de los dioses a la nostalgia, la neurosis y la “bilis negra” del mortal, hijo de la modernidad; del uso de la ficción para expiar, entre lectores y creadores, la carga irremediable del libre pensamiento al que siguen sujetos los seres humanos contemporáneos.
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Ibid., p. 72. Ibid., p. 36.
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MeMoria y ConstruCCión del yo autobioGráfiCo en laS hojaS muertaS, de bárbara jaCobs
Julia Érika Negrete Sandoval New York University
E
n el terreno de las escrituras autobiográficas, la memoria, quizá más que otros factores, juega un papel fundamental. El recuento de lo vivido, de la experiencia, es posible gracias a los procesos que permiten ir en busca de recuerdos depositados en ese almacén misterioso, que a los griegos de la antigüedad interesó a tal punto que le concedieron un lugar privilegiado entre los dioses que gobernaban la interioridad del ser humano. Su relación con la literatura está representada en la figura de Mnemosine, diosa de la memoria, musa inspiradora del poeta, quien aparece ya en las invocaciones con que Hesíodo comienza su Teogonía y Homero la Ilíada. En torno a Mnemosine giraba toda una mitología referente a la reminiscencia y a la poesía; sus funciones estaban ligadas a las nociones del tiempo y del individuo. Los estudios actuales de la memoria dan cuenta de posturas que implican la transformación de ese pasado en escritura: para la Historia, el trabajo con las fuentes orales está fundado en la memoria colectiva, que compite con las fuentes documentales; por el lado de la literatura, la autobiografía, las memorias, la autoficción, ciertos relatos testimoniales e, incluso, el diario, [ 239 ]
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se ofrecen como instancias en las que la rememoración funciona como el vínculo no sólo entre pasado y presente, sino entre realidad y ficción, pues esa misma facultad paradójicamente da cuenta de lo ocurrido al mismo tiempo que, influida por el olvido (voluntario o involuntario), se presta a la invención. En el contexto de esta fascinante exploración en los resquicios de la intimidad y del pasado a que se ha aventurado buena parte de la escritura autobiográfica de la segunda mitad del siglo xx y lo que va del xxi se inscribe la obra de la escritora mexicana Bárbara Jacobs, cuyos universos narrativos tienden a recuperar la historia personal con matices que van desde la experiencia lectora y crítica en sus libros de ensayo, hasta lo autobiográfico que nutre buena parte de su novela y da vida a sus personajes. La obra de Bárbara Jacobs es una de las más estimulantes de la literatura mexicana contemporánea; sin embargo, su escritura no es del todo fácil, transita por distintos géneros en un mismo libro, lo que le confiere un carácter híbrido, o utiliza múltiples voces y perspectivas para crear efectos corales y superposición de narradores y personajes. Quizá por esta misma razón, y muy a pesar de la prometedora riqueza de sus libros, la obra de Jacobs se encuentra aún al margen de la mirada crítica, cuya atención se ha centrado sobre todo en el libro de ensayos Escrito en el tiempo (1985), conformado por un conjunto de cartas-ensayo que durante un año la autora escribe a la revista Time y en las que mezcla la reflexión literaria con el tono íntimo de la charla teñida de lo personal-autobiográfico, así como en su primera novela, Las hojas muertas (1987), donde se destaca también la práctica autobiográfica relacionada, esta vez, con el rescate de la figura paterna, la recreación de la infancia y la genealogía familiar.1
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Véanse, entre otros, los estudios de Fabienne Bradu, “Hacer de la infancia una literatura”, Vuelta, 1988, núm. 140, pp. 42-45; Blanca L. Ansoleaga, “Mi padre, jefe de la tribu”, en Nora Pasternac, Ana Rosa Domenella y Luz Elena Gutiérrez de Velasco (coords.), Escribir la infancia. Narradoras mexicanas contemporáneas, El Colegio de México, México, 1996, pp. 99-108; María Concepción Bados Ciria, “Las hojas muertas: escrito en/con el nombre del padre”, Revista de literatura hispanoamericana, 1997, núm. 34, pp. 129-139, “Tecnologías autobiográficas en las narrativas
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La singular práctica autobiográfica de Jacobs se revela en Las hojas muertas como una búsqueda que hace del recuerdo su principal aliado en la recuperación y reconstrucción de la vida del protagonista. Es cierto que, como buena parte de la crítica ha señalado, la estructura narrativa de Las hojas muertas reúne armoniosamente biografía y autobiografía,2 mixtura que, por su propia naturaleza retrospectiva, convoca los procesos de la memoria. Sin embargo, el trabajo de rememoración aquí se antoja técnica que echa mano de ciertos tópicos que enmarcan el rescate del recuerdo: infancia, historia familiar, exilio, nostalgia y olvido. Porque cada uno de ellos tiene un tratamiento particular, mi lectura pretende interpretar su funcionamiento en el hibridismo que involucra biografía, escritura autobiográfica y novela. Las hojas muertas surge en una época de asentamiento y asimilación del “giro autobiográfico”, para usar el término de Beatriz Sarlo. Una época en que la literatura mexicana había abandonado los modelos narrativos tradi-
personales de las escritoras hispanas”, Revista de estudios de género: la ventana, 2001, núm. 13, pp. 260-274 y “El ensayo epistolar como práctica autobiográfica para Bárbara Jacobs”, Revista de literatura hispanoamericana, 1995, núm. 31, pp. 7-12; Yvette Jiménez de Báez, “Marginalidad e historia o tiempo de mujer en los relatos de Bárbara Jacobs”, en Aralia López González, Amelia Malagamba y Elena Urrutia (coords.), Mujer y literatura mexicana y chicana. Culturas en contacto 2, El Colegio de la Frontera Norte, México, 1994, pp. 127-137; Alicia Llarena, “Espacios íntimos, discursos híbridos”, Revista de literatura mexicana, 1998, núm. 2, pp. 483-493; y Christopher Domínguez, “Escrito en el tiempo del fragmento”, Proceso, 1985, núm. 474, pp. 60-61. 2 Para Concepción Bados Ciria (“Las hojas muertas: escrito en/con el nombre del padre”) se trata de una novela “auto/biográfica” en cuanto que el yo se sitúa en el anonimato de un “nosotros” que implica a toda una comunidad unida por los lazos familiares e identificada con la tribu libanés de la cual es descendiente. Alicia Llarena, por su parte, comenta que “si bien es verdad que el argumento novelesco se emparienta con la memoria personal, para canalizar a un tiempo la creación del su personaje protagónico, también lo es que nos encontramos ante una sorpresiva ‘Bildungsroman a su manera’ [...] quizá por esa ubicación entre los límites de la biografía y la autobiografía, o por la forma en que ambas van a nutrirse en el relato” (art. cit., p. 487). Mi lectura se inclina no tanto a la autobiografía como tal, sino a la autoficción, modalidad que guarda estrechos vínculos con aquélla, pero va más allá de los presupuestos del género al considerar la presencia simultánea y ambigua de dos pactos de lectura: uno autobiográfico y otro novelesco.
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cionales para establecerse en una etapa de experimentación, preocupación por la forma, la experiencia individual y los procesos del pensamiento y la memoria, cuya mejor expresión se dio en la Generación de Medio Siglo. Los movimientos políticos y culturales que marcaron al mundo y a Latinoamérica en la década de los años setenta formarían, asimismo, parte de los intereses de la literatura de la década siguiente, en un ímpetu de denuncia, de ruptura del silencio impuesto por gobiernos dictatoriales —como el conocido Proceso en Argentina— y de urgencia de las minorías de expresar sus conflictos y abandonos. En este contexto, la obra de Jacobs coincide — aunque prematuramente y por motivaciones distintas— con aquélla que Ilse Logie denomina la “generación de los hijos” refiriéndose a los descendientes de las víctimas de la dictadura argentina, quienes a partir de la década de 1990 transformarían la narración del pasado histórico, principalmente la del testimonio, género que terminaría, en muchos casos, mezclado con la autobiografía o convertido en autoficción. Transmisores indirectos de la experiencia de la dictadura, “los autores más jóvenes experimentan con dispositivos de distanciamiento como la mirada infantil, el humor negro o la ironía”.3 Como ellos, Jacobs hereda la condición de exiliada que signó a la familia de origen libanés de la que ella es parte y portavoz. Desde esta perspectiva, Las hojas muertas es uno de los ejemplos más logrados de escritura autoficcional, que obedece a preocupaciones íntimas, no meramente introspectivas sino relacionadas con ese Otro que la precede, el de la comunidad de los allegados, del que no ha podido contar su propia historia. Por eso las manifestaciones de la memoria ofrecen la posibilidad de interpretar la relación dialógica entre el pasado individual y el pasado colectivo, así como justificar la ruptura y mezcla de géneros, y el cuestionamiento de los límites entre “lo real” y lo inventado, entre memoria e imaginación.
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Ilse Logie, “Más allá del ‘paradigma de la memoria’: la autoficción en la reciente producción postdictatorial argentina. El caso de 76 (Félix Bruzzone)”, Pasavento, 2015, núm. 1, p. 76.
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bioGrafía, novela autobioGráfiCa, autofiCCión “Esta es la historia de papá, papá de todos nosotros”.4 Así comienza la narración de Las hojas muertas, con un preámbulo que advierte al lector sobre el contenido del relato, pues, en efecto, lo que encontrará como núcleo narrativo es la vida del protagonista, a quien sólo se nombra “papá”, dentro de la que se circunscribe la vida del propio narrador. Lo que llama la atención en esta trama en apariencia sencilla es la destreza con la que fluye la voz narrativa en la tercera persona del plural: un nosotros que agrupa a los hijos e hijas del protagonista, quienes, como en un homenaje al padre, disponen la asociación de datos biográficos, descripciones de personajes significativos y escenas concatenadas como especie de cuadros o fotografías seleccionadas de la época en que los hijos eran niños, la familia estaba junta y todos, dice el narrador repetidamente, “éramos felices”. Sorprende de igual forma el efecto logrado mediante la adopción de un punto de vista infantil amoldado con armonía a la etapa de la vida que se intenta recuperar; al recoger las inflexiones del habla de un niño relatando una historia, el narrador se apropia de la oralidad mediante la disposición de una prosa libre, con pocas pausas largas marcadas por punto y seguido o punto y coma, la abundancia de comas, subordinaciones, conjunciones, párrafos interminables, repeticiones, aclaraciones, entre otros elementos que la dotan de un aire conversacional tras el cual se percibe la musicalidad de la poesía. Si bien es cierto que el primer elemento de una posible descripción genérica está, desde luego, en la asunción de que se trata de una novela y, por lo tanto, de ficción, la dedicatoria hace un guiño al lector mediante un nombre que resulta familiar, Emile Jacobs, porque lleva el mismo apellido que el de la autora; por lo tanto, en él confluyen las claves de la indeterminación genérica de la novela: el lector tiende a asumir que dicho paratexto
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Bárbara Jacobs, Las hojas muertas, Punto de Lectura, México, 2000, p. 21. En adelante todas las referencias a este libro se indicarán sólo con el número de página entre paréntesis dentro del texto.
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devela al mismo tiempo la identidad nominal del protagonista (el “papá de todos nosotros”) y del narrador, unidos por el apellido Jacobs. Pronto esta indicación nos somete a un régimen enunciativo que destila trazas del discurso biográfico, focalizado en el personaje Papá o Emile Jacobs. Puesto que la biografía es el relato de la vida de una persona contada por un tercero, la primera impresión parece apuntar en esta dirección y enfatizar el conflicto entre lo que supondría un discurso objetivo, inclinado hacia el relato histórico y el tejido ficcional. Así las cosas, la naturaleza múltiple del narrador, si bien exhibe el artificio, se asemeja al plural de modestia, mediante el cual el autor asume la modalidad de un “nosotros” que lo aleja de la presunción de la primera persona del singular. Pareciera, entonces, que esta forma de narrar refuerza la intención de objetivar la historia del padre y hacer de él una figura heroica. Según André Maurois, el biografiado responde a una búsqueda y a una necesidad secreta del biógrafo, por eso se podría hablar de una “autobiografía desplazada a biografía”.5 En la novela de Jacobs, la participación del narrador como personaje no sólo acentúa este desplazamiento, sino que apunta a la configuración paralela de una forma autobiográfica distinta de la autobiografía y de la novela autobiográfica, pues en la primera es requisito la identidad nominal entre autor, narrador y protagonista, mientras que en la segunda, a decir, de Philippe Lejeune, hay una intención de ocultamiento del autor, quien se manifiesta sólo de manera oblicua en la información autobiográfica diseminada a lo largo de la narración.6 Se podría decir que, en efecto, la autora se esconde detrás del anonimato del yo-colectivo-infantil, pues en ningún momento se señala de manera directa como uno más de sus integrantes. Hay, sin embargo, signos que indican el camuflaje como un recurso de exhibición. Sin entrar en más detalles, baste con aludir a la iden-
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André Maurois, Aspectos de la biografía, trad. Luis Alberto Sánchez, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1935, p. 105. 6 Cf. Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico y otros estudios, trad. Ana Torrent, MegazulEndymion, Madrid, 1994.
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tidad nominal implícita entre autor y narrador-personaje ya mencionada arriba. El apellido Jacobs y cierta información autobiográfica conocida son los principales indicadores de la presencia de un yo individual oculto tras la multiplicidad del yo colectivo. Si bien es cierto que en todo el texto no se revela la presencia de un portavoz individual que enuncie en nombre de los demás, no menos cierto es que tras esta estrategia se oculta un yo que necesita anclarse en la voz de la comunidad, mezclarse y confundirse con ella para reconocer y afirmar su propia identidad. Se manifiesta, pues, una voluntad autoral de mostrarse en el mismo acto de ocultación; de ahí que se asimile más a la ambigüedad de la escritura autoficcional y a la tensión entre realidad y ficción, provocada ya de antemano por la ficcionalización del género autobiográfico. Y es que el término autoficción abarca una gran cantidad de textos de diversa índole, “que tienen en común la presencia del autor proyectado ficcionalmente en la obra (ya sea como personaje de la diégesis, protagonista o no, o como figura de la ficción que irrumpe en la historia a través de la metalepsis o la myse en abyme), así como la conjunción de elementos factuales y ficcionales, refrendados por el paratexto”.7 No hay que pasar por alto que las autoficciones no sólo asumen la ambigüedad genérica sino que también postulan el cuestionamiento de las reglas que rigen los dos géneros involucrados; es decir, ponen en duda la ficcionalidad de la novela y la supuesta referencialidad de la autobiografía, y, en el caso que nos ocupa, de la biografía misma, género mucho más propenso a la veracidad factual exigida al documento histórico.
la infanCia en las tierras de la MeMoria Nada mejor que tomar prestado el título del libro de Felisberto Hernández, Tierras de la memoria, para intentar describir los lugares predilectos del acto de reme-
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Ana Casas, “El simulacro del yo: la autoficción en la narrativa actual”, en Ana Casas (comp.), La autoficción. Reflexiones teóricas, Arco Libros, Madrid, 2002, p. 11.
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moración en Las hojas muertas. Contar la vida del padre es un pretexto para entrar en la dinámica de la búsqueda de identidad personal de un yo que se sabe roto y disperso entre dos culturas distintas, un yo cuyo afán de autoconocimiento lo lleva a rastrear sus raíces, a congregar simbólicamente la tribu de sus antepasados, a convocar una reunión familiar. La verdadera naturaleza del personaje narrador colectivo se descubre al acercarse el final de la novela: se trata de adultos que deciden colocarse en un periodo vital a caballo entre la niñez y la adolescencia, en ese tiempo en el que, según se repite en la novela como estribillo, “éramos felices”. La persecución de los recuerdos está signada por la determinación de recolectar fragmentos de una época que precede a la vida del autor-narrador y de otra marcada por cierta inconciencia ante la realidad que, en el presente de la enunciación, se traduce en imágenes y, sobre todo, en la voluntad de atrapar o por lo menos fingir el estado de inmadurez e inocencia de la niñez. La escritura autobiográfica hispanoamericana está marcada por ciertos rasgos que, en opinión de Sylvia Molloy, recogen los relatos de infancia y de familia, relacionados con el ejercicio de la memoria en tanto forma eficaz de reproducción del pasado individual.8 Ya desde el siglo xix los episodios que tratan de la infancia y del pasado familiar se convirtieron en un recurso del autobiógrafo para “lograr ser en el texto” en virtud de “una convención narrativa que ve la topología y la genealogía —el dónde y el de dónde— como los comienzos necesarios de una biografía”.9 Tomar la infancia como punto de partida invita al autobiógrafo y al novelista a reflexionar sobre el funcionamiento de la memoria y sus mecanismos de selección; por eso, asegura Molloy, el escritor más que comenzar el relato de su vida con la niñez busca un momento específico en ella en el que asir su comienzo, es decir, va en persecución de ese primer recuerdo que “constituye una especie de epí-
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Sylvia Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, trad. José Esteban Calderón, El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, México, 1996 [1ª ed. en inglés, 1991], pp. 107-108. 9 Ibid., p. 109.
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grafe, una autocita que, si bien no resume la esencia de lo que va a seguir, sí apunta en esa dirección”.10 Un cuadro pleno de significado en la novela de Jacobs es el de la “escena de la lectura”: el padre embebido en las páginas de algún libro, en silencio, apartado del resto de la familia por un aura de misterio y el reclamo de una privacidad que lo aísla de los hijos. Este dato que pareciera irrelevante al lado del resto de experiencias que vivió el padre o de las situaciones evocadas por los hijos, es con mucho la imagen que parece dar sentido a la vocación literaria de la propia autora, cuya curiosidad por el contenido de los libros de la biblioteca del padre sólo se revela como un sentimiento compartido. Esta escena respondería a la inquietud de Jacobs en su libro de ensayos y apostillas, Juego limpio (1997), cuando reflexiona sobre “El primer recuerdo de un escritor”; en esas páginas sostiene que la empresa de escribir una autobiografía es una de las más difíciles que puede enfrentar un escritor, pues debe atender tanto a la verdad como a la forma literaria. En un gesto que denota su admiración por Augusto Monterroso, no titubea en afirmar que él ha alcanzado en sus memorias la meta de la exploración autobiográfica, es decir, ha tocado fondo en su infancia.11 Al encontrar el primer recuerdo se puede establecer, según la escritora mexicana, un punto de partida que ayude al autor a explicarse y dar sentido a la construcción de su biografía, de modo que la búsqueda de sí mismo lo lleve también a encontrar una teoría de vida. “Cuando un autor examina su vida, hace bien, por cierto, empezar por el principio y establecer lo más precisamente posible su genealogía, su herencia, su ubicación. Pero debe dar el paso siguiente. Encontrar en sus primeros años algo que haya marcado su existencia”.12 Las hojas muertas pone en ficción una de las preocupaciones centrales de la obra de Jacobs: la dinámica del recuerdo vinculado con la infancia. A la autora le preocupa la escritura y los motivos que encaminan a un escritor
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Ibid., p. 257. Bárbara Jacobs, Juego limpio, en Dos libros, Alfaguara, México, 2000, p. 274. Id.
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a esta ardua tarea. En Escrito en el tiempo, por ejemplo, la carta número seis manifiesta esta preocupación —constante en otras cartas y artículos posteriores— con una pregunta supuestamente dirigida a los directores de la revista Time: “¿En dónde están los recuerdos de un escritor?”.13 Pregunta surgida a raíz de la lectura de un artículo aparecido en Time y que forma parte de The Elements of Style de E. B. White, que la induce a indagar en su propia práctica de escritura. Jacobs inquiere: “¿Qué habrá ido a buscar E. B. White en Cadmen, a mediados de enero, a los treinta y cuatro años de edad, en el mismo hotel de temporada al que su familia lo había llevado, en el mes de agosto, a los doce años de edad, para apartarlo del polen que le causaba la fiebre de heno?”.14 La respuesta ilustra que el lugar donde se alojan los recuerdos de un escritor está en la infancia, ya que la búsqueda de White no es otra cosa que “eso que le ocurrió a los once años”, “el recuerdo de un mes de agosto en Cadmen, un recuerdo pequeño, del que podría salir una obra grande”.15 En otro momento Jacobs se pregunta: “¿Cuándo deja de ser niño un escritor?”.16 La respuesta la obtiene después de buscar citas de pensamientos sobre la infancia y concluye que tarde o temprano un escritor realiza un viaje de regreso a su infancia, del que emergerán esos primeros recuerdos que en algún momento desembocarán en su obra. En Las hojas muertas la construcción de la figura paterna y el rescate de su vida se entienden mejor si se relacionan con la infancia y con el anhelo, la obsesión o acaso la necesidad de conocer a ese hombre, de acercarse a él mediante el recuerdo de los años en que tanto él como los hijos y la madre eran felices, pero sobre todo con la urgencia de salvarlo de la oscuridad del olvido. Todos los integrantes de la familia coinciden en que la época más feliz de sus vidas fue cuando la familia estaba completa y unida, esto es, cuando los hijos eran niños:
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Ibid., p. 33. Id. Ibid., 33-36. Ibid., p. 57.
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así que cuando éramos niños queríamos cantarle Papá te extrañamos, Papá te queremos y Papá te necesitamos, aunque sonáramos infantiles, esto lo sabemos todos y lo sabe cada uno para sus adentros, cuando hablamos de papá siempre lo somos porque esto nos acerca a él que es donde todos queremos estar porque papá tiene mucho que ver con la época de antes que es la época en que éramos felices (p. 133).
Más adelante se lee: “En una ocasión uno de nosotros oyó a mamá preguntarle a papá cuándo había sido más feliz en su vida y a papá contestarle Cuando los niños eran chicos, lo que equivalía a decir cuando vivía toda la familia junta en la otra casa” (p. 137). La permanencia del punto de vista infantil a lo largo de toda la narración, incluso en la tercera parte cuando los hijos son adultos y el padre viejo, revela que desde ninguna otra perspectiva la cercanía con él podría haber sido mayor, ya que sólo a través de la mirada inocente es posible acercarse al hombre cuyo silencio y propensión a la soledad de la lectura los mantuvo, en cierto modo, alejados: “Papá nos caía muy bien aunque se enojara y aunque no nos hablara y sólo se la pasara leyendo o jugando bridge con sus amigos” (p. 51). La evocación de la niñez representa, a decir de Molloy, una variante de la ficción autobiográfica. Es una forma más experimental, explotada apenas en las dos últimas décadas del siglo xx; se trata de “obras cuya meta principal no es tanto la consciente reposición de la niñez con propósitos históricos como la fragmentación de esos años que se suponen idílicos”.17 Este tipo de relatos de infancia funcionan como “pre-textos”, como “narrativas precursoras” que generan, al mismo tiempo que la ficción, la vida.18 Esta perspectiva remite al género autobiográfico que Richard N. Coe denomina The Childhood que, como la forma francesa de los Souvenirs d’enfance, guarda la finalidad de recuperar al yo infantil, cuya experiencia —a diferencia del
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Molloy, op. cit., p. 164. Ibid., p. 170.
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adulto— no puede ser reconstruida con exactitud y, por lo mismo, su búsqueda se encamina a una verdad íntima y simbólica. The Childhood no se presta a una lectura que pretenda determinar si lo narrado es producto de la memoria o de la imaginación; de ahí que el límite entre autobiografía y ficción sea mucho más borroso.19 En la novela de Jacobs la evocación de la infancia concede la perpetuación de la unión familiar, el retorno, por así decirlo, al nido, al paraíso perdido, a ese lugar cercano al seno materno. Mediante el artificio de la voz narrativa, se desata la evocación de una de las etapas más significativas en la formación de la personalidad, pero también una de las más inaccesibles y, por lo tanto, más propensa a la producción de historias de aventuras, de fantasía o de fatalidad que rozan los límites de la invención, pero también apuntan a la fusión y confusión entre memoria e imaginación.
la Historia faMiliar CoMo luGar de enCuentro entre el yo y el otro Paul Ricoeur ha afirmado que al acordarse de otros uno se acuerda de sí mismo.20 Para el teórico francés, los fenómenos mnemónicos de rememoración y reconocimiento llevados a cabo por la memoria individual no sólo preci-
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Para Coe, The Childhood es “an extended piece of writing, a conscious, deliberately executed literary artifact, usually in prose (and thus intimately related to the novel) but not excluding occasional experiments in verse, in which the most substantial portion of the material is directly autobiographical, and whose structure reflects step by step the development of the writer’s self; beginning often, but not invariably, with the first light of consciousness, and concluding, quite specifically, with the attainment of a precise degree of maturity”. La madurez representa, según el autor, uno de los elementos más esenciales de la definición, ya que la estructura literaria formal se ajusta exactamente al momento en el que el yo inmaduro de la niñez cobra conciencia de su transformación en el yo maduro de un adulto, narrador de las experiencias tempranas (Richard N. Coe, When the Grass Was Taller. Autobiography and the Experience of Childhood, Yale University Press, New Haven, 1984, pp. 8-9. Las cursivas son del original). 20 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, trad. Agustín Neira, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004 [1ª ed. en francés, 2000], p. 156 y ss.
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san de los otros para desencadenarse, sino que el recuerdo mismo guarda en sí la representación de lugares, momentos y situaciones sociales en que la experiencia rememorada tuvo lugar. Tan es así que en la búsqueda de los primeros recuerdos la presencia de los “lugares compartidos” desata la puesta en discurso —lo que Ricoeur llama la fase declarativa de la memoria— de los “recuerdos comunes”, los cuales, en última instancia, constituyen lo que se ha dado en llamar “memoria colectiva”, es decir, el conjunto de relato donde, a decir de Irene Klein, se inscriben los recuerdos de un grupo social particular.21 Más acorde con el funcionamiento de la memoria colectiva en Las hojas muertas es la consideración de la memoria individual como un punto de vista acerca de la memoria colectiva,22 pues en esa dinámica entre un yo individual y un yo colectivo hay una clara insinuación de que el primero resulta moldeado por los recuerdos y deseos del segundo. De este modo, la memoria colectiva se manifiesta cuando asistimos a la configuración de la voz narrativa múltiple, un narrador colectivo que representa la participación de varios individuos unidos por el vínculo filial del apellido paterno, por un pasado común que recordar y por el hecho de que la reconstrucción de ese pasado esté motivada por el recuerdo del Otro y la necesidad de conocer y reconocerse en él. Dicho reconocimiento acarrea el reconocimiento de sí mismo en tanto grupo pero también de manera individual. En este sentido, “la memoria individual toma posesión de sí misma precisamente a partir del análisis sutil de la experiencia individual y sobre la base de la enseñanza recibida de los otros”.23
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Irene Klein, La ficción de la memoria. La narración de historias de vida, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2008, p. 28. 22 Maurice Halbwachs cit. por Amelio Blanco, “Los afluentes del recuerdo: la memoria colectiva”, en José María Ruiz-Vargas (comp.), Claves de la memoria, Trotta, Valladolid, 1997, p. 89. Según Halbwachs: “se puede hablar de memoria colectiva cuando evocamos un acontecimiento que ocupa un lugar en la vida de nuestro grupo y que lo hemos traído a la memoria, que lo hacemos presente en el momento en el que lo recordamos desde el punto de vista de ese grupo” (ibid., p. 84). 23 Halbwachs cit. por Ricoeur, op. cit., p. 158.
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Los recuerdos compartidos vienen siempre acompañados por el recuerdo de lugares, sobre los cuales Halbwachs llama la atención y sugiere que, en tanto lugares marcados socialmente, son susceptibles de almacenarse en nuestra memoria. Estos espacios se encuentran, por lo demás, íntimamente ligados a los recuerdos de infancia: Los recuerdos de infancia constituyen, a este respecto, una excelente referencia. Transcurren en lugares marcados socialmente: el jardín, la casa, el sótano, etcétera, lugares todos muy gratos para Bachelard: “la imagen se desplaza en el marco de la familia, porque, desde el principio, siempre estuvo en ella y nunca salió de ella” [...] Por eso se comprende que la noción de marco social deje de ser una noción simplemente objetiva, para convertirse en una dimensión inherente al trabajo de rememoración.24
Algunos de los lugares evocados en Las hojas muertas simbolizan conjuntamente infancia y exilio en un afán por rescatar de las ruinas del olvido el hogar, metonimia de la patria lejana, por eso representan “lugares de la memoria” en los que, como sugiere Molloy, “las reliquias individuales [...] se secularizan y se presenta como sucesos compartidos”.25 Lo anterior se aprecia en la referencia a espacios en los que habitó la familia Jacobs y a ciertos lugares significativos para el padre: “El lema del hotel de papá era El hogar lejos del hogar, y cuando papá no estaba en casa estaba en el hogar lejos del hogar como si él también fuera un peregrino” (p. 33). El hotel, más que la casa familiar, constituye una suerte de refugio donde el padre recrea una atmósfera que, contradictoriamente, lo aísla del entorno, y se convierte en una forma de exilio en el exilio, aunque su propósito sea acortar la distancia que lo separa de ese otro hogar original que ha quedado ya muy lejos.
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Ricoeur, op. cit., p. 159. Molloy, op. cit., p. 20.
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El despliegue de la genealogía en Las hojas muertas juega también un papel importante, a ella se dedican varias páginas de la primera y la segunda partes. El relato de la historia familiar sigue el orden cronológico que sostiene el relato biográfico del protagonista: precede a su nacimiento y llega hasta antes de su muerte. El recuento de la vida del padre da ocasión para hacer de la escritura un ambiente y un espacio habitables que invitan al lector a compartir la vida de los hijos al lado de ese hombre, a quien, ya adultos, rinden homenaje como niños. En algunos fragmentos se encuentran reminiscencias del tiempo compartido con la abuela Mama Salima, madre de Emile, así como con los tíos y primos. La segunda parte, dedicada en su mayoría a relatar la vida de Emile, se introduce información sobre la procedencia de sus padres, su lugar de nacimiento y los sitios donde pasó su infancia, adolescencia y juventud, hasta llegar a su matrimonio y, finalmente, desembocar en el pasado más inmediato de su vida en familia en la Ciudad de México. Se leen, por ejemplo, a modo de especulación, algunos antecedentes: “Sabemos que Mama Salima era de familia maronita y suponemos que adoptó la religión católica porque en Flint no habrá habido suficientes libaneses maronitas” (p. 65). La relación entre el yo y los otros propuesta en Las hojas muertas tiene la particularidad de dar como resultado, a modo de sumatoria, ese “nosotros” en quien recae la enunciación narrativa. La búsqueda del padre que emprende el narrador colectivo se remonta a la exploración de sus propios orígenes de grupo. En este sentido, persiste una especie de simbolización de la memoria ancestral, histórica por así decirlo, que trasciende los límites del mero recuerdo individual para dar cabida a los recuerdos de toda una comunidad. Al respecto, Fabienne Bradu apunta: “En el ‘nosotros’ que [ Jacobs] escoge para llevar la narración —‘los hombres de nosotros’, ‘las mujeres de nosotros’— recrea el sentido del origen: es el ‘nosotros’ de la tribu, la voz originaria que congrega a toda una raza, una familia, ya dispersa en el mundo, desgarrada entre varias culturas y lenguas”.26
26
Bradu, art. cit., p. 43.
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El empleo del “nosotros” permite que se hable de la vida del padre como si se la conociera a detalle o como si los hijos hubiesen sido testigos de todos los acontecimientos que cuentan. Se trata, en efecto, de una narración que tiene algo de testimonial y, por lo mismo, por su faceta memorialista, invita a la consideración comunitaria del recuerdo, muy parecida a la conmemoración ritual en que las reliquias del pasado se vuelven a venerar. No obstante, la memoria colectiva no se limita a las experiencias vividas en común por los integrantes del grupo, apunta también a la búsqueda del pasado original que, en última instancia, es el pasado de la tribu originaria visto a través de la historia del padre. Así, éste, como todo relato “ancestral”, “permite tender un puente entre el pasado histórico y la memoria individual” (p. 29) Hay, además, información de procedencia dudosa, del relato que se transmite de boca en boca, a modo de leyenda, hasta que termina por asentarse como verdad. Esta cualidad de lo contado por “alguien” tiene mucho de especulación e imaginación, otra faceta de la memoria: la de tomar como recuerdo propio el dicho ajeno. A esta modulación se refiere Molloy con el “haber oído contar”, aquello cuyo recuerdo no es más que el mero acto de transmisión y no el suceso mismo, que se traduce en la apropiación de los recuerdos y, en última instancia, en un sutil ejercicio autobiográfico: “la transcripción de las vidas de otros”.27 El relato familiar se convierte, desde esta perspectiva, en una especie de convivencia con los próximos en la que el lector no puede menos que sentirse incluido, invitado a participar del pasado compartido y ser cómplice de una rememoración que recoge los orígenes familiares, rastrea la genealogía y asume como propio el recuerdo de los otros.28 En Las hojas muertas la narración
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Molloy, op. cit., p. 214. En opinión de Irene Klein, “si la autoconciencia del sujeto se inicia con el lenguaje, la narración de sí mismo parte de la etapa previa, de la que no hay recuerdo consciente. Es en este sentido que podemos llamar ‘mito’ a esa historia que cuenta el origen del sujeto, en tanto origen desconocido, fabulado, siempre repetido y anclado en la memoria comunal [...] en tanto el individuo es miembro de un grupo, en este caso, la familia, su relato se funda en la memoria y en la historia familiar” (op. cit., p. 40). 28
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cercana a la oralidad da la impresión del “acordarse” y “recordarse” mutuos, da pie a la configuración colectiva del recuerdo. De este modo se conmemora a uno de los últimos integrantes de la tribu, porque su memoria debe ser rescatada del olvido y, por extensión, de la muerte. Un profundo sentido de alteridad se desprende del proceso mediante el que el yo que se escuda, al relatar la vida de los otros, en la voz colectiva, con y en la comunidad; se exhibe con la máscara que lo oculta y asume que “yo” es “nosotros” y que, sin ese “nosotros” (sin los otros), “yo” no podría ser plenamente. Y es que para construir la identidad individual es forzoso formar parte de los recuerdos compartidos: “sólo formando parte de esa historia en tanto mito del origen familiar, la suya propia tiene sentido, en su doble acepción de significado y dirección”;29 o en las palabras simples pero reveladoras de Jacobs: “Un retrato no es nada si no habla por ti. Un autorretrato no es nada si no habla por otros”.30
exilio y Paraíso Perdido: fuentes de nostalGia Al referirse a la construcción de la memoria cultural en relación con la discusión sobre las llamadas literaturas nacionales, Mónica Quijano explora la relación entre “memoria, literatura y construcción o exploración de la identidad” y puntualiza que los géneros que mejor darían cuenta de esta relación serían las novelas, los dramas históricos, la autobiografía, el testimonio y, más adelante, añade la autoficción. Esta práctica, en opinión de Quijano, se desarrolla a partir de la década de 1970 debido a la recuperación de memorias culturales grupales distanciadas de la narrativa homogeneizada por el discurso nacional. En esta tradición ubica las “literaturas del exilio o aquellas que rescatan la memoria y las genealogía familiar”, algunos de cuyos ejemplos serían Las genealogías, de Margo Glantz, y Los rojos de ultramar,
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Ibid., p. 29. Bárbara Jacobs, Florencia y Ruiseñor, Alfaguara, México, 2006, p. 36.
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de Jordi Soler.31 Dentro de esta misma línea interpretativa se puede leer Las hojas muertas, pues, como las dos anteriores, es un texto híbrido en el cual “el narrador intradiegético en primera persona, utilizando los instrumentos y soportes de la historia oral y los discursos testimoniales [...] se propone indagar sobre su propia identidad a partir de la recolección de las memorias familiares”.32 Se trata, asegura la autora, de textos que proponen un pacto ambiguo entre lo ficcional y lo autobiográfico. La figura del exilio tiene lazos fuertes con el abandono, a menudo involuntario, de un lugar, de una cultura, de una vida, que ya sólo puede rescatarse mediante el recuerdo. Con frecuencia la nostalgia es un efecto que acompaña o sigue a la rememoración, especialmente cuando se relaciona con una cierta añoranza del pasado ocasionada por la ausencia y la distancia que impone el paso del tiempo y el desplazamiento en el espacio. De ahí que la conexión entre la memoria individual y la memoria colectiva contribuya al tono nostálgico de muchas autobiografías y novelas hispanoamericanas.33 El protagonista de Las hojas muertas es hijo de padres libaneses exiliados y
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Mónica Quijano, “Literatura nacional e identidad: del paso de una memoria unificada a la proliferación de memorias plurales”, en Rodrigo García de la Sienra, Mónica Quijano e Irene Fenoglio (coords.), La tradición teórico-crítica en América Latina: mapas y perspectivas, Bonilla Artigas, México, 2013, p. 174. 32 Id. Se trata de textos, asegura Quijano, que reconstruyen la historia familiar “a partir de los recuerdos personales de los protagonistas que se combinan con las historias de los otros. Por lo tanto, la estructura del relato, su forma, cambia. Ninguno de los narradores pretende dar testimonio de la experiencia del exilio vivida por un “yo” que avala lo sucedido, sino mostrar cómo la historia personal, y por lo tanto la identidad propia, está atravesada por las historias de los demás, por aquellos destinos de los padres y los abuelos que, este caso, emigraron de sus tierras de origen para arraigarse en un país ajeno que es, sin embargo, la tierra natal de los protagonistas. Esta distancia, esta lógica plural, pone de manifiesto que la memoria no se construye solamente a partir de una subjetividad aislada, sino también de los recuerdos de una comunidad cuyo núcleo principal es la familia. Se trata por lo tanto de una memoria atravesada por el lenguaje de los demás y esto se ve claramente en la construcción, en la estructura y en la forma del relato, que va alternando y entretejiendo diferentes voces” (ibid., p. 175). 33 Molloy, op. cit., p. 220.
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asentados en Nueva York; los padres de su esposa, quien además es su prima, son también emigrantes libaneses pero establecidos en la Ciudad de México. Indirectamente, los hijos padecen la condición de exiliados de sus padres, condición que, para Jacobs, se hereda y puede verse como una suerte de perturbación que impide el arraigo en cualquier lugar nuevo, en cualquier sociedad, en cualquier lengua.34 De ese sentimiento de desamparo proviene la necesidad de recuperar el pasado, el más original, el de los ancestros, e incluso más allá, donde pueda sentirse a gusto, como en casa, entre los suyos. Jacobs encuentra en la escritura ese espacio habitable, para reconocerse y sentirse nuevamente en el hogar. En la literatura que aborda el tema del exilio, “el pasado se ve como irrecuperable, una patria inasible en el tiempo y en el espacio que sólo se rescata a través de la detallada recreación de la escritura. Mediante esa nostalgia del exilio, como una grieta en la inmaculada superficie del pasado monumental, se insinúa en el texto esa vida familiar”.35 El sentimiento de desarraigo y búsqueda de los orígenes es una constante en la obra de Jacobs, es la expresión de una situación cultural que la toca profundamente y que convierte en tema y en condición de sus personajes. Por mencionar un par de ejemplos, en Las siete fugas de Saab, alias el Rizos (1992), el diálogo entre los dos hermanos Saab y Virginia (o Serafina) va develando poco a poco la búsqueda de identidad de los personajes, una identidad que, en principio, se define por su relación con la familia. La vida de Saab y la justificación de sus aventuras están enmarcadas por lo que ocurre en casa. En Adiós humanidad (2000) la búsqueda de los orígenes y la necesidad de pertenencia a un grupo se hacen más imperiosas. La estrategia discursiva del narrador hace que su voz parezca más bien una infinidad de voces, una polifonía dirigida por un yo que puede ser el hijo, el abuelo, el pa-
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En Juego limpio, Jacobs expresa lo siguiente en relación con el exilio: “yo pertenezco a ese grupo en perpetua ampliación de bárbaros o extranjeros que, por originarse en tantas partes, no son de ninguna. Somos, soy, entonces, de los desarraigados de la tierra. En nosotros, el problema de la desidentidad nos antecede y al nacer nos marca” (p. 354. Las cursivas son mías). 35 Molloy, op. cit., p. 118.
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dre, el sobrino, el tío o todos a la vez. La diversidad de registros y cambios de persona a lo largo de la narración manifiesta una especie de invocación de los antepasados de la familia que, al mismo tiempo, los congrega en el espacio de la escritura donde son rememorados. De una forma o de otra, esta multiplicidad de voces converge en contar una vida, la de Cool Charlie, protagonista de la novela, y va forjando las vidas del resto de los integrantes de la familia. En numerosas ocasiones se leen fragmentos donde se insiste en explicar la tribu, la familia, en congregarla y protegerla contra la desintegración; explicación orientada a la búsqueda de lo que constituye la identidad de grupo y, en última instancia, la identidad individual. En Juego limpio, la reflexión clarifica la importancia del exilio en la vida y la obra de la autora: Si este sino [el de la no pertenencia] “pertenece” a alguien, creo que es al que emigra: quiere ser del lugar, de la cultura a los que llega; pero, al verse señalado y rechazado, querría volver al lugar, a la cultura de los que partió y, como esto no suele ser posible —viene de tantos lugares y de tantas culturas, realmente, ancestralmente—, vive en la nostalgia: del reino perdido de su pasado real, ancestral; del reino inalcanzable de su presente múltiple; del reino de la nada que lo espera en su porvenir. Es, pues, el eterno errante.36
Entendida como la “glorificación de un momento alejado en el tiempo que implica aceptar que lo más importante ya ha ocurrido en nuestras vidas”,37 la nostalgia se convierte en un hábitat para el que recuerda, mientras que la rememoración se transforma en la fuente del devenir nostálgico del recuerdo. A falta del espacio físico que colme la expectativa del hogar ancestral, la nostalgia aparece como el lugar de reencuentro con lo irrecuperable. Por eso, para Jacobs no hay más que un tipo de casa, de ambiente, que reúne al mismo tiempo infinitas casas y ambientes, y esos
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Jacobs, Dos libros, p. 357. Klein, op. cit., p. 30.
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infinitos tipos de ambientes llevan un componente inconfundible que los une, que los hace ser el mismo, siempre el mismo, y ese componente con un sabor adaptable a todo paladar, nombrable o identificable por cada palabra según su propia naturaleza, es la de la nostalgia [...] cuando uno visita esta ciudad, esta novela, lo que experimenta es nostalgia.38
La nostalgia, dice Molloy, es la forma en que el pasado se puede integrar en el presente, de ahí que sea la consecuencia inevitable de la rememoración. La figura del exilio origina otra figura fundante de este tipo de literatura: el deseo de retornar a la tierra de los orígenes, al “paraíso perdido” que, para Jacobs, está contenido en el pequeño universo tribal, del que (ella, los suyos, todos) ha sido expulsada. Lo mismo que el exilio, la infancia es un paraíso perdido, pues, por regla general, es una etapa de ensoñación, de felicidad, que una vez ha quedado atrás se convierte en territorio irrecuperable al que sólo es posible acceder mediante el sentimiento nostálgico. En virtud de la sensación de pérdida que produce, la nostalgia constata que lo que la memoria atesora no es ya más que una masa de recuerdos confusos. En Las hojas muertas el paraíso perdido se evoca mediante frases repetidas donde el narrador deja colar un dejo de añoranza al evocar la vida del padre en el núcleo familiar: la expresión “éramos felices” se menciona reiteradas ocasiones como para conmemorar y perpetuar la felicidad de entonces. Por lo demás, la escritura ofrece una suerte de consuelo, porque accede a la materialización del material recordado y, de este modo, el pasado vuelve a ser. Los personajes de la novela están todos en búsqueda “del hogar lejos del hogar” simbolizado por el reducido espacio del hotel donde el padre pasa la mayor parte de su tiempo. “Para Bárbara Jacobs, recobrar la infancia perdida —a la par de un país, Líbano, de una raza, de una lengua— se traduce primordialmente en la invención de una voz gregaria [...] que viene de la irremediable certidumbre de que la ficción es el único remedio frente a la pérdida”.39
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Jacobs, Escrito en el tiempo, p. 60. Bradu, art. cit., p. 43.
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aCotaCión final: MeMoria, olvido e iMaGinaCión En tanto que la nostalgia se genera también a partir de lo que pudo haber sido, entra en juego la imaginación para ofrecer otras posibilidades de existencia que llenen los huecos dejados por el olvido y den color a lo recordado. Gaston Bachelard explica la alianza entre memoria e imaginación, cuyo resultado es la obra poética: recordar tiene mucho que ver con el sueño, y éste, a su vez, con la imaginación, porque “soñamos con todo lo que podría haber llegado a ser, soñamos en el límite entre la historia y la leyenda”.40 El reino de la infancia está conformado por la mezcla de vacíos, recuerdos confusos y recuerdos aprendidos, esos que provienen del “haber oído contar”, de ahí que la memoria no proporcione recuerdos como cuadros acabados, sino una amalgama extraña que la imaginación ayuda a reconstruir. “Soñamos mientras recordamos. Recordamos mientras soñamos”,41 escribe Bachelard, para mostrar el valor que posee la alianza entre memoria e imaginación, alianza que consiste más bien en una rivalidad por ofrecer la imagen deseada. La ensoñación de infancia resulta el lugar primordial donde sueño y realidad se confunden, pues es la época cuando el ser humano es un soñador por excelencia (como lo es también el poeta, el escritor). La evocación de la niñez nos devuelve a los orígenes, a las imágenes primeras. El énfasis que Bachelard pone en la vuelta al origen, que sólo la imaginación es capaz de alcanzar mediante el regreso al pasado, trae a colación la antigua concepción de la Mnemosine griega, la musa inspiradora del poeta, por obra de quien éste alcanzaba el conocimiento de los orígenes de la humanidad e, incluso, del mundo mismo, y cuya relación con Apolo concedía el conocimiento del futuro y convertía al poeta en poseedor de una gran sabiduría, por obra de la cual era capaz de alcanzar eso que Bachelard llama “la infancia cósmica”.
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Gastón Bachelard, La poética de la ensoñación, trad. Ida Vitale, Fondo de Cultura Económica, México (Breviarios, 330) [1ª ed. en francés, 1960], p. 153. 41 Ibid., p. 154.
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El poeta tuvo, sin embargo, que beber también de las aguas de Lete, la fuente del olvido, y renunciar a su memoria y a su conocimiento para poder acceder a la sabiduría absoluta, tuvo que olvidar para poder recordar. La figura del olvido, hasta ahora apenas mencionada, tiene una manifestación particular, se presenta ya sea como motor de la rememoración o como negación de los mismos recuerdos. La conciencia del pasado hace que la memoria actualice, por así decirlo, los recuerdos que yacían sepultados en el olvido. En Las hojas muertas el afán de ir en persecución de un primer recuerdo, de recuperar y construir la imagen del ser querido, la forma en que el personaje colectivo se busca a sí mismo en el pasado compartido, la necesidad de rescatar la época feliz de la infancia, se activan por la conciencia del olvido, por el temor de que el olvido cubra de oscuridad los recuerdos felices. El homenaje en vida al padre simboliza su rescate de la muerte y la perpetuación de su vida mediante la escritura. El olvido puede también ser voluntario y, por lo tanto, significar la negación de la memoria. Esta forma de olvido es selectiva, opera al modo como se erige el acto de creación, en especial en el ímpetu autobiográfico, pues desde el momento mismo de emprender la empresa de contar la vida se sabe que no se puede decir todo, que es preciso seleccionar, ocultar, distinguir entre lo que es importante y lo que es irrelevante, entre lo que se quiere recordar y lo que se prefiere olvidar. En la novela de Jacobs, no obstante, el olvido aparece como una especie de obsesión en ocultar algunos recuerdos, negarlos en favor de los que se presentan como felices. Tras el telón construido con la frase “éramos felices” se oculta la figura de un padre ausente, distante de los hijos, al que a toda costa quieren acercarse, aunque eso implique justificar su distanciamiento. A lo largo de la narración se repiten las alusiones al silencio del padre, a su afición a la lectura y a sus momentos de enojo, defectos que no obstaculizan el amor de los hijos y su insistencia en la felicidad como estado dominante: “Cuando papá se enojaba se encerraba con llave en su cuarto” (p. 30); o más adelante: “Papá y mamá eran diferentes, sobre todo papá, pero no nos habíamos preguntado si era buen o mal padre y lo que sí era que nos caía bien, aunque lo conociéramos poco, porque nos 261
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platicaba poco” (p. 40). La memoria creativa reemplaza el desconocimiento o, en todo caso, lo transforma en una certeza. El olvido se muestra de manera indirecta como efecto del mismo acto de rememoración. Según señalé, en la narración de Las hojas muertas no se mencionan explícitamente los momentos que deberían olvidarse, como por ejemplo sí se hace en Adiós humanidad, donde Cool Charlie busca escapar del peso de la memoria, quiere olvidar porque ello significa eliminar los recuerdos dolorosos. La voz y la mirada infantiles hacen que en Las hojas muertas la felicidad prime sobre toda sombra; aun cuando el padre va decayendo y se lo presenta en su vejez, se insiste en permanecer en ese estado de felicidad que rodeó su juventud y la infancia de los hijos junto a él. A la negación de un recuerdo le sigue la imaginación, lo que la conciencia rechaza se tiñe de un aura de ensueño, de fantasía, que puede, en última instancia, asegura Bachelard, convertirse también en recuerdo. Las hojas muertas, vista desde la perspectiva de otras obras de Jacobs, constituye una forma de narrar que experimenta con el diálogo entre modalidades genéricas que tienen en común el bios: la vida que la escritura, por vía propia o de un tercero, recupera, restaura, reinventa para producir un texto híbrido, rico en propuestas narrativas. La memoria es sólo una de esas propuestas y se presenta con el doble cometido, como sugiere Bradu, de hacer de la vida y de la infancia una literatura. El mecanismo mediante el cual se sitúa en el centro del relato y en la intersección entre biografía y autoficción —esa modalidad genérica que asimila autobiografía y novela en un todo ambiguo— obedece a ciertos móviles relacionados entre sí: la infancia, el pasado familiar y el exilio, figuras todas que convocan, a su modo, la añoranza del paraíso perdido, signada por una forzosa contradicción: la tristeza de saberlo irrecuperable y, al mismo tiempo, la felicidad de estar seguro de que, mediante la rememoración, el pasado, y con él una pequeña parte de ese paraíso, pueden volver a ser.
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la narrativa doCuMental en la inSólita hiStoria de la Santa de cabora, de brianda doMeCq
Ruby Araiza Ocaño Universidad Veracruzana
Y en Cabora está la gracia y en Tomóchic está el poder, ¡qué gobierno tan ingrato que no sabe comprender! Corrido revoluCionario
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no de los caminos estéticos que tomó la novela mexicana en la segunda mitad del siglo xx fue el de la recuperación de contextos y personajes históricos que, aunque habitaban la memoria colectiva, habían sido ajenos al discurso de la historia oficial. El auge de la nueva novela histórica tendió puentes no sólo para que la novelística sobre héroes trascendentales atestara los huecos históricos —como es el caso de El seductor de la patria (1999) de Enrique Serna, quien rescata y humaniza la figura de Antonio López de Santa Ana—, sino que también dio cabida a la narración de la historia desde la perspectiva de los marginados —a esta vertiente corresponde, por ejemplo, [ 265 ]
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Nadie me verá llorar (1999) de Cristina Rivera Garza, quien retoma el Porfiriato y parte de la Revolución Mexicana por medio del personaje de Matilda, una prostituta loca, y Joaquín, un fotógrafo—. Es desde esta posición estética que prostitutas, locos, santones, entre otros marginados sociales, se convierten en personajes que aunque no son protagonistas de los asuntos bélicos o políticos, por medio de sus figuras proyectan los errores de un Estado fallido. La reconstrucción de estos personajes, cuyas raíces se tejen en el fondo de un referente histórico, se sostiene en la investigación previa que de ellos hacen los escritores, de esta manera se cuestiona la historia oficial brindando otra versión de los sucesos históricos referidos como contexto de los argumentos novelescos. Se trata, pues, de una estrategia discursiva en la que el autor reconstruye, a partir de la documentación factual, una visión atribuible a personajes provenientes de sectores marginales. En este sentido, no se puede pasar por alto que se trata de la construcción de imágenes de la marginalidad, desde el punto de vista del escritor letrado. Esta tendencia realista documental es una de las líneas de la novela mexicana que cobra significativa importancia, pues propone una novelística que ficcionaliza los hechos históricos no desde la perspectiva de sus protagonistas, sino desde la reconfiguración de los sucesos vistos desde sus antípodas marginales. El denominado “realismo documental” responde a una poética que proviene de una nueva modulación del concepto de realismo —aceptando como antecedente al decimonónico—, que reconsidera las principales funciones del concepto de ficción, lo cual supone cambios en las distintas categorías de realidad, de lo ficticio y de lo verosímil. Su rasgo esencial es que incluye la “documentación”, constituida por el conjunto de documentos encontrados por el autor-investigador y el proceso artístico interpretativo de estos materiales.1 De esta perspectiva, surge la “narrativa documental”, es decir,
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En su conjunto, el realismo documental dialoga con otras tendencias como la literatura de no-ficción, el nuevo periodismo, la novela testimonial, entre otras. Lars Ole Sauerberg estudia categóricamente el “realismo documental” haciendo referencia al realismo tradicional como su antecedente: “the greater part of ‘serious’/‘artistic’/’literary’ fiction employs this pre-modern-
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aquélla cuya naturaleza se puede definir por la imbricación entre el discurso narrativo-novelesco con discursos documentales complementarios como la historiografía, el periodismo, el reportaje, la entrevista, entre otros. Al respecto, Julio Rodríguez-Luis, al mencionar la distinción que se hace entre la narración literaria e histórica, aclara que: los elementos que comparten la historia y la novela son ya un lugar común de la crítica literaria. Ahora bien, aunque ambas expongan ciertos hechos con la misma herramienta, el discurso narrativo, persiguen propósitos muy diferentes: en el caso de la novela, hacer ingresar al lector en un mundo inventado, separándolo temporalmente del que es familiar, el de su propia experiencia; en el de la historia, ilustrar a ese lector sobre los procesos históricos mediante la narración, basada en documentos fidedignos, de los hechos que los componen más su interpretación.2
Desde estas consideraciones, para el novelista documental el discurso de la historia es un recurso primordial, pues su principal motivación es la representación de un suceso de la realidad, pero, según acota el mismo Rodríguez-Luis, “ya no se inclina a interpretar la historia que cuenta como acto exterior a la narración misma”.3 De ahí que este género esté basado en otros procesos de representación: reinterpreta la realidad dando otro significado a la información adquirida, cuestiona lo ya dicho o lo que no se dijo, y adquiere un valor social más sugestivo.
ist narrative mode, which assumes that there is an extra-literary reality which may be verbally communicated, and that it is possible and indeed valid to create self-sustaining fictional universes existing on the basis of analogy with experiential reality” (Lars Ole Sauerberg, Fact into fiction. Documentary Realism in the Contemporary Novel, St. Martin’s Press, Nueva York, 1991, p. 1). 2 Julio Rodríguez-Luis, El enfoque documental en la narrativa hispanoamericana. Estudio taxonómico, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 14. 3 Ibid., pp. 14-15.
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Por otra parte, pensar la “novela documental” en el marco de la tradición literaria mexicana implica considerar el lugar que ocupa en su desarrollo. De acuerdo con Rita Plancarte, la novela mexicana ha tomado dos caminos principales, uno esteticista que busca su finalidad en sí misma y otro que se aboca a las representaciones de las realidades circundantes y retoma problemas socioculturales: Las líneas de desarrollo de la novela mexicana [...] adquieren unidad en la medida en que las obras que las conforman comparten similares modos de inserción en el contexto cultural en que se ubican, pues una se asienta en la intención de incidir en la realidad circundante y otra supone la producción literaria como finalidad en sí misma. Propósitos que se mantienen vigentes, en un sentido amplio, a lo largo de la historia de la novela mexicana. La progresión histórica demuestra no sólo la permanencia de ambas intenciones sino la conflictiva relación que emprenden desde los albores de la narrativa mexicana, en la medida en que buscan convertirse en las tendencias dominantes en la novelística. Este conflicto trata de resolverse de diferentes formas y se puede observar la necesidad de hacer converger ambas posiciones para generar una expresión novelesca interesada tanto en la representación del entorno inmediato, como en la exploración, reelaboración y renovación de las formas de representación.4
En tal sentido, me interesa retomar la línea de convergencia mencionada por Plancarte, donde la búsqueda de representación de una realidad inmediata coincide con la exploración de las formas con que ésta es reelaborada. Éste es el caso de la novela de la escritora mexicana Brianda Domecq La insólita historia de la Santa de Cabora (1990), a la que dedico el presente análisis, con la finalidad de destacar cuáles son los elementos estilísticos propios de la narrativa documental —entendida como una de las tendencias que indagan
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María Rita Plancarte Martínez, La modernización de la novela mexicana en los años sesenta: el arribo de Babel, Pliegos, Madrid, 2010, pp. 194-195.
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la renovación en los modos de representación de la novela—, con los cuales se busca el reconocimiento de un personaje histórico marginado y olvidado. Por medio del personaje de Teresa Urrea, la novela reconstruye y cuestiona el discurso historiográfico sobre el Porfiriato y la Revolución mexicana. Echando mano de información de diversa índole, recuperada durante diecisiete años, Domecq narra los treinta y tres años de la vida de Teresa Urrea, la Santa de Cabora. La historia de este personaje histórico, que mucho tiene que ver con el inicio de la Revolución mexicana, se convirtió en un mito por sus curaciones5 y por la supuesta influencia que tuvo en los grupos revolucionarios del norte de México. La insólita historia de la Santa de Cabora (1990) está ambientada en los últimos años del Porfiriato y la Revolución mexicana y da cuenta de la vida de Teresa, quien “nació en Ocorini, Sinaloa, en 1873, hija de la sirvienta Cayetana Chávez y de su patrón, Tomás Urrea. Fue bautizada con el nombre de Niña García Nona María Rebeca Chávez, y tomó el apellido de su padre en 1888 o 1889, varios años después de mudarse al rancho de éste, Cabora, en el estado de Sonora”.6 La novela se divide en tres partes, les antecede el “Introito”, donde se menciona la ascensión de Teresa al Paraíso. En la primera parte se en-
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Teresa Urrea forma parte de fenómenos culturales como el Niño Fidencio que han perdurado en el imaginario colectivo hasta nuestros días. Un ejemplo claro de que se mantiene hasta la actualidad cierta expectativa de las curaciones de la Santa de Cabora es la publicación del libro Teresa Urrea la Santa de Cabora. 100 años después (Innovación Editorial Lagares, México, 2008). Los autores, Elizabeth Hernández Aguirre y Armando de la Cruz López, aseguran haber escuchado a Teresa Urrea y narran la historia: “La alegría que tenemos en nuestro corazón por haber sido elegidos por Teresita no la pagamos con nada, así que con lo que podamos ayudar a ese lugar mágico, lo haremos con mucho gusto. En diciembre volvimos a Sonora. Quisimos pasar la Navidad cerca de ella. También regresamos para dar un aviso a la ciudadanía sonorense de que Teresa Urrea había regresado a su tierra. Esto lo hicimos por medio de un periódico local, así que mucha gente ya debe estar enterada que: aquel hermoso ser de luz, que sólo sabe dar paz, está de vuelta en Sonora, cien años después” (p. 230). 6 Gabriella de Beer, Escritoras mexicanas contemporáneas: cinco voces, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 142.
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trelazan dos narraciones, por un lado, la de una investigadora —que podría considerarse una ficcionalización de la autora— que va buscando la historia de Teresa Urrea en un presente actual, y, por otro, la de la niñez de la Santa contada a través de un narrador tradicional en el pasado histórico representado.7 Entre las partes primera y segunda hay un apartado titulado “La caída”, que refiere a la unión mística que hay entre la investigadora y Teresa cuando las dos sufren, en sus respectivas temporalidades, una caída: Teresa cae de un caballo, la investigadora en un pequeño precipicio. Las partes segunda y tercera relatan cronológicamente la vida de Teresa hasta su muerte. La protagonista de la novela de Domecq, más allá de ser sólo un personaje histórico, cuestiona las distintas posturas paralelas en la historiografía, según advirtió la autora en un trabajo previo a la publicación de la novela: Los estudios de Teresita toman tres posturas. La mayor parte aboga por su absoluta inocencia (Holden, Putnam, Rodríguez, etc.); para ellos Teresa fue una víctima inocente de la feroz tiranía, una mártir perseguida que no supo otra cosa que curar enfermos y predicar el amor y la bondad. Luego, hay quien opina exactamente lo opuesto. Mario Gill afirma que Teresa no sólo tomó la ofensiva, sino que fue la organizadora de la lucha desde El Paso, Texas. Valadés dice que ni chía ni horchata: Teresa estuvo ahí sólo como un excitante, un símbolo; no fue ni inspiradora ni conspiradora.8
Esta pluralidad de visiones es la que teje el ritmo con que se realiza la investigación de la escritora.
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Para un mayor conocimiento sobre la estructura de la novela y los narradores véase el estudio de Gloria Prado, “Entre la historia, la magia y la santería, Teresa, la Santa de Cabora”, en Ana Rosa Domenella (coord.), Territorio de Leonas. Cartografía de narradoras mexicanas en los noventa, Universidad Autónoma Metropolitana / Casa Juan Pablos, México, 2004, pp. 163-172. 8 Brianda Domecq, “Teresa Urrea, la Santa de Cabora”, Memoria del VII Simposio de Historia y Antropología, Universidad de Sonora, Hermosillo, 1982, p. 215.
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Entonces, ahí estaba el reto, de organizar y mirar críticamente aquella abigarrada colección de material, a ver si poniéndolo en orden y buscándole algún hilo lógico, daba con lo que me estaba molestando a mí y posiblemente a Teresa. ¡Fácil! pensé, olvidándome de lo que se puede acumular en siete años, y puse manos a la obra. Organicé, releí, subrayé, planteé preguntas y paulatinamente aquello que me incomodaba se fue formulando: ¿por qué fue tan perseguida Teresa? ¿cuál fue su responsabilidad política? ¿estuvo alguna [vez] involucrada en todo aquel tejemaneje de las conspiraciones? o ¿simplemente había sido una víctima de las circunstancias?9
La caracterización de Teresa Urrea dentro de la novela problematiza estas ambigüedades, a la vez que se aboca a personalizar y humanizar al personaje. En este orden de ideas, la narración cuestiona, desde la perspectiva de la investigadora y del narrador, los alcances de la historiografía.
la fiCCionalizaCión del Personaje-investiGador Tomochic (1893)10 de Heriberto Frías integra un capítulo sobre la Santa de Cabora, donde se relatan las consecuencias del reconocimiento de Teresa Urrea como una santa. En la novela de Brianda Domecq los motivos de la representación histórica son otros. Antes de publicar su novela, como puede advertirse en las citas previas, Domecq investigaba sobre Teresa Urrea en los archivos históricos y en la tradición oral, por lo cual fue invitada, en 1982,
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Id. Anoto el año de primera publicación en el diario El demócrata. En marzo y abril de 1893 el diario publicó, sin firma, “¡Tomochic! Episodios de campaña. Relación escrita por un testigo presencial”. La primera edición en libro, aún sin nombre de autor, fue publicada en 1894 (Imprenta de Jesús T. Recio, Río Grande, Texas). El texto con firma de Frías aparece en 1899 (Maucci, Barcelona), el cual es reeditado en México en 1906 (Valadés y Compañía, Mazatlán) con estudio de José Ferrel. 10
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al VII Simposio de Historia y Antropología en la Universidad de Sonora en Hermosillo. El producto de esta investigación fue publicado en las memorias del congreso, no como un documento de objetividad histórica, sino como una especie de testimonio donde habla de su experiencia como investigadora: pero yo tengo la excusa de no ser gente seria, sino novelista en busca de un personaje y no tengo que validar históricamente los años de mi vida que tiro corriendo tras la pista de una loca que puso de cabeza las cosas por ahí cuando inaugurábamos siglo. En ello andaba cuando llegué a Hermosillo en abril de este año y fui tan amablemente invitada a presentar mi material en este simposio. Muy halagada, dije que vendría sólo para escuchar; yo no era historiadora; mi material no aspiraba a la estructura sólida de un documento histórico, apenas era base para el despegue de la imaginación; había pasado más tiempo con las leyendas que con los datos, con las invenciones que con los hechos, con lo increíble que con lo comprobable. Teresa no era, para mí, una persona que había vivido a principio de siglo, sino un personaje que, con suerte apenas estaba por nacer al final de este.11
Así, al transpolar la información adquirida en la investigación a una construcción artística, Brianda Domecq reconfigura la historia de la Santa de Cabora a manera de “narrativa documental” y presenta una ficción biográfica de Teresa Urrea, en la cual narra cronológicamente, desde su nacimiento hasta su exilio, en Estados Unidos de América, los momentos importantes de la vida de la protagonista. El texto relata, intercalando otros géneros discursivos —pertenecientes a los documentos consultados en la investigación—, la historia completa de Teresa Urrea, ajustada al contexto histórico del cambio de siglo y a las revueltas prerrevolucionarias. Fragmentos de periódicos, cartas, telegramas y documentos oficiales complementan la estructura narrativa.
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Ibid., p. 214.
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Julio Rodríguez-Luis propone una taxonomía de la narrativa documental en la que se enmarca el texto de Domecq. El autor define cuatro categorías, guiadas por la perspectiva que ocupa el “autor/mediador” para organizar la información documental recabada.12 La novela de Domecq responde a dos de sus categorías: aquella donde “la textualización de los materiales emplea procedimientos novelísticos que contribuyen a aumentar su dramatismo”13 y la que lleva a su estructura textual “documentos de varias clases que obtuvo el autor y requieren la voz de un narrador omnisciente”.14 Sin embargo, la estrategia estilística empleada por Brianda Domecq va más allá de la creación de un narrador omnisciente o de la habilidad artística para ordenar el material adquirido durante la investigación: construye un personaje ficticio, una investigadora sin nombre ni identidad que, aunque se podría asociar con la misma escritora, constituye una voz autónoma en el texto novelesco, que entabla una relación íntima con el personaje histórico, quien en sueños le pide que la rescate del olvido.
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La perspectiva propuesta por Rodríguez-Luis es justificada en sus palabras: “Me propongo desarrollar una clasificación de la narrativa documental basada en el papel en ella del organizador o mediador. La relación de éste con la historia que narra va desde un mínimo de manipulación de los materiales —para ordenarlos y hacerlos asequibles al lector— a la intervención constante e incluso explícita en el texto. Puesto que lo que caracteriza a esta narrativa es que relata sucesos verídicos en lugar de inventados, su definición debería rechazar la noción de novela; sin embargo, dado que incluye en todos los casos un autor/mediador que organiza el discurso de su ‘informante’ o, en algunos casos, el suyo propio, el arte narrativo (y por extensión la novela, como el discurso que trata de biografías y de acciones sucesivas) cumple un papel fundamental en la narrativa documental, papel que será mayor o menor de acuerdo con los recursos novelísticos que emplee el narrador” (op. cit., p. 27). 13 Ibid., p. 47. Este tipo de narrativa documental, abunda Rodríguez-Luis, “incluye los textos en los que la mediación del autor resulta a primera vista mucho más extensa, lo cual suelen confirmar las explicaciones que da en su introducción o en otros textos que tratan de su obra” (p. 46). 14 Ibid., p. 75.
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En el primer capítulo de la novela,15 intercalado con la niñez de Teresa, está el relato que da inicio a la narración. Una investigadora decide ir a Navojoa después de años de exploración para culminar su investigación sobre Teresa Urrea. El motivo de su búsqueda viene de un sueño recurrente: “Teresa no sólo la había escogido sino que también la había guiado durante todos estos años en la tarea de desenterrar del olvido los pormenores de su paso insólito y contradictorio por la vida y ahora la llamaba a Cabora por medio del sueño repetido”.16 Una serie de casualidades son las que llevan a la investigadora a buscar tal historia y el tejido narrativo se construye entre el seguir de sus pasos, la información adquirida y la creación de un narrador omnisciente como mediador de esta información. El epígrafe que inaugura la novela, atribuido a Borges, revela lo que podría entenderse como una propuesta para juzgar e interpretar el texto: “el agnóstico es un individuo que no cree en la certidumbre del conocimiento, pero que puede jugar con las posibilidades, puede tejer hipótesis que sean encantadoras o terribles” (p. 5). Esta frase parece estar vinculada con ciertas características de la investigadora, mujer escéptica, con dudas, miedos y confusiones. Estos rasgos son evidentes desde un principio, la búsqueda se convierte en un conflicto existencial que podría no tener fin ni resultado concreto. Así, la investigadora, un personaje con poca fe, funciona como elemento catalizador entre lo factual y lo ficcional: la estructura estética de la
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Nuala Finnegan argumenta sobre la diversidad de discursos que constituyen la primera parte de la novela: “Part I of the novel which, in addition to establishing the rather enigmatic and alluring relationship between the narrator/researcher and her subject (Teresa), also presents a cacophony of dissenting voices with regard to the interpretation of her powers. In this section, all utterances —journalistic, historical, fictional— are discredited and all truth assertions challenged” (“Reading Ambivalence: Order, Progress and Female Transgression in La insólita historia de la Santa de Cabora by Briand Domecq”, Revista canadiense de estudios hispánicos, 2005, núm. 2, p. 423). 16 Brianda Domecq, La insólita historia de la Santa de Cabora, Planeta, México, 1990, p. 9. Todas las citas que se hagan de la novela corresponden a esta edición, y a partir de esta cita anotaré el número de página entre paréntesis.
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novela busca dar legitimidad al hecho histórico, echando mano de recursos propios de la “narrativa documental”, por medio de este personaje del que no se sabe casi nada y que solamente aparece en la primera parte. Por ello, podría ser interpretado como el eje que moviliza la postura historiográfica respecto de la vida de Teresa para resarcir los huecos de la historia: “The researcher hopes to restore Teresa de Cabora into the national memory, giving her a place of prominence alongside already well-documented figures”.17 Este personaje-investigador propio de la tradición literaria hispanoamericana —recuérdese, por mencionar algunos ejemplos, La isla de la Pasión (1989) de Laura Restrepo o Santa Evita (1996) de Tomás Eloy Martínez— establece el diálogo entre lo ficcional y lo factual que ayuda a concretar la estética fundamental de la novela. Por el lado de lo factual, recupera el discurso historiográfico sobre Teresa. Por otro lado, lo ficcional confiere a la novela la cualidad de un objeto cultural artístico que busca dialogar con registros discursivos institucionalizados con la finalidad de cuestionarlos.
relativizar la HistorioGrafía La presencia de Porfirio Díaz en la novela es imprescindible y, por lo tanto, la configuración del personaje de Teresa está siempre ligada a los acontecimientos y procesos político-sociales del periodo: “The historical figure and the fictional character Teresa Urrea ventures into forbidden political territory and takes on a leadership role, thereby transcending the paradigm of women’s domestic passivity during Porfirio Díaz rule”.18
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Elisabeth Guerrero, “Highlighting Women in History: Rosa Beltrán’s La corte de los ilusos and Brianda Domecq’s La insólita historia de la Santa de Cabora”, Confronting History and Modernity in Mexican Narrative, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2005, p. 73. 18 Id.
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En la vida de Teresa se destacan distintas etapas representativas. Su niñez, por ejemplo, está relatada en la primera parte de la novela, siempre inocente, irracional, ignorante de su propia vida y de su destino. Había nacido en Sinaloa, “recordaría aquel largo polvoriento viaje que la llevó desde el Rancho de Santa Ana, cerca de Ocorini, Sinaloa, hasta la ranchería de Aquihuiquinchi en Sonora” (p. 13). La niña Teresa es soñadora y sus características —místicas y mágicas— siempre están señalando hacia su destino. La curiosidad que tiene Teresa en su niñez es una caracterización determinante del personaje para entender las acciones del futuro. Nuala Finnegan señala sobre Teresa: While initially presented as hysterical and irrational, she is later transformed into a subversive and dangerous presence and yet is also a character who cherishes her position among the Sonoran elite, who preaches a doctrine of peace and who pursues her dreams with determined ambition, basing many of her aspirations on the knowledge she has gleaned from national newspaper about Porfirio Díaz.19
Teresa niña es curiosa, hiperactiva y obediente. En su infancia, es Rosaura —una anciana sabia— quien le enseña a escribir y leer. Así Teresa, desde que se entera de quién es su padre, porque había nacido como hija ilegítima, toma la decisión de aprender; sabe que en Cabora hay una gran biblioteca y por lo tanto imagina que su padre es culto: “Teresa puso tal empeño que pronto puedo leer, con voz pausada, las amarillentas notas de los periódicos” (p. 62). De esta manera, Teresa niña se entera de la existencia de Porfirio Díaz desde una mirada crítica a la ideología del periodo de dictadura: — ¿Quién es Don Porfirio Díaz? —Preguntó por fin Teresa. — Es uno que entra y sale del poder como de su casa. Dizque que fue car-
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Art. cit., p. 415.
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pintero, que fue general, que mandó matar gente en Veracruz, que viene a salvar la patria, que va a volver a ser presidente, que no sirve para nada, que es insustituible. Ya ves cómo hablan de tantas cosas y nosotros, ni nos enteramos: que si éste sublevó, que si al otro lo destituyeron, que si uno dio el golpe y el otro lo recibió... (p. 64)
Me parece pertinente mencionar los elementos característicos del personaje de Teresa Urrea en su niñez, ya sea que se le ceda la voz o no. Véase, por ejemplo, cómo el narrador, mediador de la información, en la cita anterior cede la voz a los personajes para polemizar las noticias vagas. La enumeración descriptiva que hace doña Rosaura de Díaz corresponde a diversos registros discursivos propios de los rumores de la época sobre el dictador, los cuales sirven para informar a la niña curiosa que es Teresa determinando la motivación que tiene cuando ya es adulta y santa para influir a los revolucionarios inconformes. Sea que Teresa haya sido o no influencia de las primeras revueltas de la Revolución —si se tienen en cuenta las distintas interpretaciones historiográficas de su vida20—, su condición de curandera es de gran importancia para la trama: de ahí derivan pequeños relatos que, intercalados con la totalidad de la estructura narrativa, conforman un mundo ficcional coherente. Precisamente por estas pequeñas historias, Teresa se da a conocer entre yaquis, mayos y rebeldes; incluso el mismo Porfirio Díaz se entera de su existencia. Díaz había planeado el progreso para México y aunque su política
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Brianda Domecq cuestiona las fuentes historiográficas sobre Teresa Urrea en el texto anteriormente citado: “Cuando dudé hace rato de si la figura de Teresa pertenecía a la historia o al folklor, era ésta la pregunta que sentía detrás. Si en verdad Teresa no fue más que una víctima inocente que jamás estuvo involucrada ni comprometida con la política, entonces su estudio corresponde al folklor, a la psicología, a la sociología... pero no a la historia. Pero si respondemos al contrario y existe algún momento en que Teresa haya asumido una responsabilidad política en la intrincada situación histórica que le tocó vivir, entonces tiene derecho a su cachito de historia, a ver su nombre en la lista de conspiraciones contra la tiranía, a poner su ladrillo en el camino de los precursores de la Revolución” (“Teresa Urrea, la Santa de Cabora”, p. 215).
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carecía de democracia, fueron muchos los cambios que logró. Pero dentro de esta historia, Teresa es una representante de las inconformidades que surgieron por esta política del progreso. Porfirio Díaz funge como villano, un dictador que no puede permitirle que siembre ideas de paz o libertad en el pueblo. Enrique Lamadrid, en su estudio sobre el corrido de “Tomóchic”, explica la situación del pueblo frente a las ideas de Teresa y menciona el proyecto de modernidad del Porfiriato para delimitar la situación que se vivía en ese momento: When railroads, mining, timber interests, and land speculators started dividing up the vast Sierra Tarahumara as the spoils of political patronage and modernization, the lives of indigenous people and the communal, honorbound world of the mestizo Serranos began to fall apart. Conflict between opposing modes of production in the frontier areas of northern Mexico led to many forms of resistance, from millennial socio-religious movements like “Teresismo”, the popular devotion to Teresa Urrea, la Santa de Cabora, to open armed struggle, both of which converge in the tragedy of Tomóchic.21
En la novela se representa todo este proceso, sea en la primera parte, donde aleatoriamente aparecen fragmentos de cartas a Díaz o párrafos de noticias periodísticas. Un ejemplo es la escena donde la investigadora, al llegar a Navojoa, decide dar un paseo por la ciudad y entra a una iglesia. La narración, cuya dirección parece apuntar a la descripción del edificio, se entrelaza con otro registro discursivo: fragmentos de una carta dirigida a Porfirio Díaz informando sobre la situación de las revueltas revolucionarias y la relación de éstas con Teresa:
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Enrique Lamadrid, “‘El corrido de Tomóchic’: Honor, Grace, Gender, and Power in the First Ballad of the Mexican Revolution”, Journal of the Southwest, 1999, núm. 4, p. 443.
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La nave de la iglesia era espaciosa y fresca, de altas paredes lisas pintadas de blanco; la bóveda cerraba el espacio sin distinción. Dos mujeres enrebozadas rezaban el rosario. Señor Presidente: Parece que la fatalidad me persigue… Los últimos rayos del sol poniente entraban por una ventana de cristal cortado desplegando luces de abigarrados colores sobre los rústicos bancos de mandera. Estuve a cargo de las fuerzas derrotadas por los tomochitecos y de las tropas que se retiraron de Navojoa antes del reciente ataque de indios mayos... El altar estaba en sombras. Por lo tanto, es mi deber informarle que desde hace casi dos años recomendé al señor Gobernador de este estado que tomara medidas enérgicas contra la farsa de la llamada Santa… Sólo el susurro de las Aves Marías rompía el silencio (p. 72. Las cursivas son del original).
Véase cómo en el pensamiento de la investigadora se entrelaza una carta dirigida al presidente Porfirio Díaz, como si fueran las palabras de un reporte militar. El discurso no corresponde al primer nivel de la narración, sino al del documento consultado en algún archivo. En otra escena anterior se puede ver a la investigadora confundida, pues no sabe si soñó o leyó la información que se le viene a la mente y que en el texto se distingue con cursivas: La vibración del motor la adormecía y su mente volvió a llenarse de palabrasimágenes, imágenes-sonidos como si fueran recuerdos o sueños de recuerdos o recuerdos de recuerdos o recuerdos de sueños de su propia vida, como si ella no fuera más que un registro de frases leídas, en desorden, sin sentido... Corrían los últimos días de 1889... ¿de dónde venía eso? ¿De un periódico, un libro? Le fallaba la memoria (pp. 43-44)
La búsqueda de los documentos sobre Teresa Urrea, donde conviven diversos puntos de vista, versiones sobre su historia, confunden a la investigadora. Por este motivo se embarca en un viaje a ciegas, para tratar de obtener un panorama más preciso sobre la vida de la Santa. Así, cada acción que este personaje lleva a cabo mientras está en Navojoa (la primera parte de la novela) entrelaza sus pensamientos, sus teorías y frustraciones sobre la Santa de Cabora, con las imágenes de los documentos que va encontrando en su indagación. 279
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“Los teresitas” —como son llamados en la novela— decidieron emprender las primeras revueltas prerrevolucionarias, es decir, fue el “teresismo”—como lo llama Lamadrid— lo que inquietó a Díaz. De ahí que la revuelta de Tomóchic terminara en una catástrofe. En la novela hay referencia a tal levantamiento de armas más de dos veces: primero con la mención al libro de Heriberto Frías,22 y después, cuando la investigadora recuerda información clave sobre Teresa, piensa en diversas fuentes documentales: “La rebelión de Tomóchic tuvo su cuna en Cabora... Vuelve a arrancar el auto; en sus oídos queda el susurro del viento sobre la mies silvestre. Como ve usted, señor Presidente, los ‘teresitas’ están haciendo de las suyas con la intención de desprestigiar su venerable gobierno...” (p. 112. Las cursivas son del original). Los pensamientos de la investigadora, en los que se intercala la información de sus fuentes documentales, diferenciados tipográficamente con las cursivas, entretejen los datos recabados con sus momentos de confusión o frustración. Esta caracterización del personaje en la novela es importante porque termina por figurar la naturaleza misma del archivo: “Le era difícil ordenar sus pensamientos, encontrarle el hilo a tanto dato disperso, saber a fin de cuentas para qué lo hacía... Otra vez la pregunta ¿Para qué? No sabía. ¿Qué tenía que ver esa mujer con su vida? Estaba poseída ¿Por qué durante los últimos quince años había ido perdiéndose a sí misma para convertirse en el archivo de una vida ajena? ¡Qué extraña obsesión!” (p. 28). Obsérvese cómo la frase “convertirse en el archivo de una vida” confiere a éste, en tanto depositario documental, el mismo carácter desordenado de “datos dispersos”. En este sentido, La insólita historia de la Santa de Cabora trata de debatir la secuencia “lógica” del discurso de la historia y mostrar el principio espe-
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Lorraine Kelly afirma sobre el diálogo intertextual entre el texto de Brianda y el de Frías: “La insólita historia de la Santa de Cabora openly questions the official narration of the history of the region at the turn of the century, including Frías’s narration of events, and is devoted primarily to the story of he often forgotten woman, Teresa Urrea” (“Women writing in contemporary Mexico: the case of Brianda Domecq”, Journal of Iberian and Latin American Studies, 2008, núms. 2-3, p. 105).
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culativo e interpretativo que participa del discurso historiográfico. Desde los ojos de la investigadora, Teresa es un personaje representado como víctima de los procesos socio-históricos del inicio de la Revolución. Por su parte, el narrador omnisciente, siempre detrás de sus pensamientos, caracteriza también al personaje exaltando sus virtudes: es una mártir y justiciera. La representación de su vida siempre está sujeta a los comentarios y descripciones que revelan la ideologización desde la que se filtra el relato. Al revisitar la historia de la santa, Domecq revela sus puntos de interés, uno de ellos, renovar la historia, dando constancia de la ambigüedad que en ella se teje con la muestra de las especulaciones que se han hecho de este personaje. Elisabeth Guerrero hace un recuento de este tipo de características de la novela y menciona su importancia social e historiográfica: Domecq’s novel has told an undertold story, centering women to change the landscape of history and making absences visible through the development of characters such as Huila. Domecq’s tale of Teresa of Cabora has identified and contradicted strategic information in the conflicting accounts of Teresa’s life. La insólita historia has worked to overcome binary thinking by showing agency and embracing complexity and ambiguity through an imperfect yet inspiring hero. Finally, the novel has crossed borders, making the tale of the desert healer more accessible to the public and thereby reviving Teresa de Cabora as a vital figure in the history of Mexico and Mexico-U.S. border. It is thus that La insólita historia de la Santa de Cabora offers a healing contribution to Mexican letters.23
Así, la novela de Brianda Domecq indaga entre lo que se ha dicho y no sobre la vida de Teresa Urrea. En este sentido, las referencias históricas que hay en la novela son valiosas porque promueven la discusión y el cuestio-
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“Stirring up the Dust: The Healing History of a Curandera in La insólita historia de la Santa de Cabora”, Rocky Mountain Review of Language and Literature, 2002, núm. 2, p. 56.
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namiento. La investigación extratextual —la realizada por la escritora— es también una búsqueda que enriquece al discurso histórico, ya que contiene información significativa: sucesos y hechos de los que no se tenía noticia, momentos en que se le da la voz tanto a Teresa Urrea, como a personajes involucrados y ficcionalizados que han sido importantes dentro de la narrativa de la Revolución, por ejemplo. Así la propuesta de la novela radica en reivindicar, humanizar al personaje y cuestionar el discurso historiográfico, desde el planteamiento de un mundo ficcional coherente. El texto plantea una conexión con la estética realista para dejar otra versión de la historia, en tanto que reconstruye la imagen del personaje histórico a partir de dos ejes fundamentales: lo que asienta la documentación, por un lado, constituida desde el canon del realismo; y por otro, la interpretación que hace la investigadora que deconstruye esa historia y provee al personaje tanto de dimensiones humanas como de características místicas. Al revisitar artísticamente la historia, y si se toma en cuenta que hay un cuestionamiento del discurso histórico, más la puesta en escena de otros discursos como la voz de los marginados, Domecq presenta a Teresa Urrea como un personaje emancipado, según señala Guerrero: Domecq’s novel [...] not only crosses disciplinary boundaries between history and literature; it also escapes nihilistic paradigms of postmodernism. Going beyond the now common practice of denying historiography by deconstructing what is already written, Domecq’s novel aims to create what was missing from the historical record. Her work implies that history and story can jointly have potential effect on the world. The project of works such as Domecq’s is to promote cultural healing through the creative renewal of lost history.24
Lo externo, que tiene que ver con lo real, está vinculado a los comentarios del narrador y a las distintas interpretaciones que se han hecho de la
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historia, de este modo, “Domecq juxtaposes conflicting news accounts to demonstrate the contrasting interpretations of Teresa Urrea’s life and work”.25 Víctor Bravo aclara lo problemático de la necesidad de lo real dentro del ejercicio literario: “La expresión literaria ha mantenido, desde siempre, una compleja relación de fidelidad y/o traición con lo real: o se subordina a lo real para ser su más prestigiosa propagandista, o rompe amarras y muestra sus fulgurantes capacidades de crear propios universos: la identidad y la diferencia han acompañado a la literatura en su amistad y en su enemistad con lo real”.26 En el caso de esta novela, esta relación de identidad-diferencia de la literatura respecto de lo real se verifica, porque la fusión del pasado y del presente, la aglomeración de los distintos registros discursivos y las explicaciones del narrador sobre el proceso de la búsqueda de la historia conforman un universo en el que los límites de lo factual se desdibujan: Los documentos, los rastros, las menciones, los datos y las mentiras, el mito y la verdad que se habían escrito se fueron apilando en su escritorio, en desorden: testimonios hallados en carpetas polvosas dentro de archivos oscuros y silenciosos; fotografías que salían de cajones olvidados; susurrantes telegramas que iban y venían en algún tiempo pasado y que hoy yacían callados; artículos en periódicos amarillentos, ensayos en revistas desaparecidas; entrevistas a personas vivas que arrojaban recuerdos de los recuerdos de otros... Todo, hasta el último recoveco que desembocó nuevamente en el sueño de Cabora y en la terrible posibilidad de que Cabora no fuera más que un sueño (p. 12).
Finalmente, se puede afirmar que el realismo literario, por la trascendencia de su significado y porque sigue vigente dentro de la narrativa, es una
25
Guerrero, “Highlighting Women in History...”, p. 73. Víctor Bravo, Figuraciones del poder y la ironía, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1996, p. 12. 26
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constante creativa de los escritores contemporáneos: no se ha dejado de hacer novela realista bajo la forma del “realismo documental”, el cual responde a las problemáticas sociales e ideológicas, en este caso referentes a la urgencia de rescatar personajes y clases que no habían sido representados en la narrativa tradicional, para así proponer una visión que expanda los límites del mundo referido e incluya a quienes no han tenido voz en el concierto de la letras mexicanas, al igual que lo hizo el realismo tradicional en su momento. Contravenir el discurso histórico institucionalizado mediante la movilización de personajes conocidos pero casi olvidados, la manipulación de documentos oficiales y la combinación de éstos con otros géneros discursivos, así como la ficcionalización de los mismos sitúan al texto de Domecq dentro del grupo de novelas que buscan una respuesta social: indagan en lo real y lo verdadero, desde el ojo contemporáneo —y de la investigación detrás del texto—, para ejercer poder sobre la realidad.
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la f(r)iCCión de los CuerPos: el afuera de los textos de Cristina rivera Garza
Elba Sánchez Rolón Universidad de Guanajuato
estar iMPliCados: Punto CieGo y desaProPiaCión
Quizás podría escribirse una historia de Occidente que sea a la vez la historia del horror y la fascinación por el cuerpo. víCtor bravo
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stas páginas hablan sobre el cuerpo, ése es su corpus. Plantea las preguntas por el dolor y sus marcas en algunas imágenes de la obra de Cristina Rivera Garza. Un corpus abierto, transparente y opaco, pero sobre todo doliente; un corpus incómodo que reclama una actitud crítica de la literatura, como parte de la poética que atraviesa las escrituras de la autora. En síntesis, un cuerpo-pregunta abierto desde el dolor, sea por las ausencias que se nos muestran y, más aún, por nuestra implicación desde el contacto, desde los puntos de fricción, donde surge el cuestionamiento. [ 287 ]
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El recorrido se presenta como un collage compuesto de imágenes atroces por su capacidad de dar un vuelco en el punto de vista del texto hacia quien parece estar cómodamente leyéndolo. La violencia es contra la comodidad. El espacio literario está dispuesto en el hallazgo de ausencias que pesan contradictoriamente por la imposibilidad de ser colmadas y por el exceso de su presencia; me intereso por esos cuerpos abandonados en Nadie me verá llorar (1999), en Lo anterior (2004), en La muerte me da (en pleno sexo) (2007), en Dolerse: textos desde un país herido (2011) y, finalmente, en los márgenes textuales que configuran una actitud poética. Las fotografías imposibles de lo ausente abren múltiples ecos, se repiten y regresan. La atención está puesta sobre las resistencias o puntos de fricción de la escritura en su tránsito al afuera, hacia aquello que la excede y se inserta en la experiencia de la corporalidad, en la materialidad como murmullo que se extiende y contagia el exterior textual. Recurro a una biblioteca compartida para hablar del afuera. En El pensamiento del afuera (1966), respecto a la literatura moderna —da lo mismo si ahora se habla de posmodernidad, los paradigmas siguen incomodando en este caso—, Michel Foucault señala que se acostumbra creer en su autodesignación, en su autorreferencia como mecanismo de interiorización. Sin embargo, esa literatura es solamente en apariencia enunciado de sí misma, porque contiene un desplazamiento al exterior, su tránsito al afuera; en ella, “el lenguaje escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en cada punto”;1 es el lenguaje que se aleja y revela su distancia. Añade Foucault que el “sujeto” de esta literatura se ha desplazado, pero ya no es el lenguaje el que ocupa su lugar, es el vacío que deja lo que la pone en movimiento. Me propongo, desde algunas reflexiones de Rivera Garza, leer este vacío un paso más allá, como un vacío por ser colmado.
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Michel Foucault, El pensamiento del afuera, trad. Manuel Arranz Lázaro, Pre-textos, Valencia, 1997, p. 12.
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En Los muertos indóciles (2013), la autora plantea una poética de la desapropiación como aquella que se sostiene sin práctica de propiedad y reta permanentemente al concepto.2 La vincula con lo que llama necroescrituras, es decir, aquellos procesos de escritura plurales, definidos como “formas de producción textual que buscan esa desposesión sobre el dominio de lo propio”.3 Aunque el libro trata de prácticas de desapropiación extrema, como la escritura documental o principalmente las ocurridas en medios digitales, como los tuits, el alcance de su indagación no se reduce a ellas, es parte de esa conducta poética traspasada que habla también de ciertas prácticas de la literatura vistas a la luz de la actualidad, sin posesivos o adjetivos. Su biblioteca, como decía antes, es compartida. Hay resonancias explícitas del Foucault de “¿Qué es un autor?”, del Roland Barthes de “La muerte del autor” y, con ellos, de una línea de reflexión que se extiende en diversas plumas. Sin embargo, hay un paso más, una apuesta por la lectura mucho más contemporánea, más abierta. Si reconocemos primero estas presencias, es necesario darnos cuenta de otras más, por lo menos —o, por lo menos, para el interés de estas páginas— dos elementos que amplían la experiencia de la desapropiación, localizables en el siguiente fragmento: No es del todo azaroso, pues, que la cercanía al lenguaje de la muerte, o lo que es lo mismo, la experiencia del cadáver; ponga de relieve una materialidad y una comunidad textual en las que la autoría ha dejado de ser una función vital para ceder su espacio a la función de la lectura y la autoría del lector como autoridad última. Sólo los textos que han perecido están abiertos o pueden abrirse. Sólo los cuerpos muertos, aptamente abiertos, resucitan.4
2
Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, Tusquets, México, 2013, p. 22. 3 Ibid., p. 33. 4 Ibid., p. 37.
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El texto es un cadáver, no solamente por ese vacío que lo colma, sino por su apertura, porque ésa es la condición de posibilidad de una desapropiación productiva: ya no es original (sujeto), verosímil (mundo) o coherente (razón). Los principios de orden se han desandado, se han volcado a su afuera, como decía Foucault. Las pequeñas maniobras que dejan entretejer el paso adicional no están aquí, de la mano de estos pensadores franceses, están en el tratamiento de la materialidad y la comunidad. El texto es un cadáver, porque además puedo tocarlo y puede tocarme desde mi mirada sobre él. El afuera es visto aquí como ese movimiento hacia el nosotros y los otros, desde la textualidad en su profunda construcción desde lo ajeno (escribir es reescribir, es citar en su sentido más amplio) y desde la corporalidad en su implicación lectora. El lector es un cuerpo que entra en contacto, con sus nervios y no solamente con su historia o su razón. Hablo de una textualidad plagada de citas: los palimpsestos y los encuentros previstos entre corporalidades. En otras palabras —prestadas también—, hablo de los nudos de la red, espacio donde los márgenes se borran “en un sistema de citas de otros textos, de otras frases”;5 y, al mismo tiempo, remiten al sitio donde la obra se desborda para hablarnos de nosotros mismos y asumir su carácter inevitablemente político. La escritura es siempre un acto político porque es un acto que nos implica, porque coincidimos en una materia común: el lenguaje, entendido en su dinamismo, como fuerza y no solamente como construcción. Así lo reitera Rivera Garza en una entrevista en 2012: Soy de las escritoras que creen que el arte de escribir es un acto político, no necesariamente porque los temas sean políticos, sino porque en cualquier tema que toquemos siempre estamos rozando, trabajando, jugando, enfrentándonos al lenguaje, y si nos enfrentamos al lenguaje y trabajamos dentro
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Michel Foucault, La arqueología del saber, 21ª ed., trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2003 [1ª ed. en francés, 1969], p. 37.
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de él, estamos dentro del terreno de la percepción y cambiar o trastocar cualquiera de nuestras percepciones es un acto político.6
Desde este enfoque, es más importante lo implicado —el hacer comunidad— como asunto crítico que lo comunicativo en un texto. Como señala Rivera Garza: “Un libro verdadero, quiero decir, no porta un mensaje sino un secreto [...] Más que enunciar algo, ese libro alude a otra cosa. Esa otra cosa es, precisamente, lo que el libro no sabe: su punto ciego. Un libro así no pide ser digerido o descifrado o consumido, sino ser compartido, estar implicado”.7 En lo (in)visible, lo que está detrás de lo dicho, ahí es donde la obra se desborda, rehúye sus márgenes y es más común que individual.8 Rivera Garza retoma la insistencia en el punto ciego de Visión del paralelaje de Žižek, para explicar que la realidad vista así tiene una mancha remarcada por el materialismo, no es posible la visión total porque es ese punto ciego el que me recuerda mi implicación en ella.9
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En entrevista con Marcela Salas Cassani, “Dolerse, más que un libro, una necesidad para un país herido”, Desinformémonos, 3 de septiembre de 2012. Disponible en https://desinformemonos.org/dolerse-mas-que-un-libro-una-necesidad-para-un-pais-herido/ 7 Cristina Rivera Garza, “Saber demasiado”, en Oswaldo Estrada (ed.), Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto, Eón / University of North Carolina / UC Mexicanistas, México, 2010, p. 18. 8 En su artículo “La muerte me da y su representación literaria de lo (in)visible: una aproximación a la violencia de género”, Rachel Newland habla también de (in)visibilidad para referir a esta oscilación entre lo mostrado y lo ausente (Catedral tomada: revista de crítica literaria latinoamericana, 2012, núm. 1, pp. 67-81). Hay varias afinidades en la interpretación de este punto, sin embargo el enfoque es muy distinto. En este caso, recurro más bien a las siguientes líneas de Foucault: “la ficción consiste no en hacer ver lo invisible sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible” (El pensamiento del afuera, pp. 27-28). 9 Rivera Garza, Los muertos indóciles..., p. 135. El tema es mucho más denso en el libro de Žižek, porque además insiste en diferencias con la postura “discursiva” de Foucault —también busca ese paso más allá del discurso para hablar de poder, pero a su manera— y se pregunta por el materialismo dialéctico, no por una noción tan general de la afección de la materia, como aquí se plantea. Retomo solamente lo que recupera Rivera Garza para el apuntalamiento de su propuesta sobre este punto ciego. Lo demás requeriría ser asunto de otras páginas.
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Hablo de palimpsestos, de yuxtaposiciones, no solamente porque los libros de Rivera Garza componen una suma de citas y discursos, también por esta implicación: “toda novela es una estructura ligada al cuerpo y su modo de percepción”,10 como apunta la autora. Toda novela es también un cuerpo, una anatomía política.11 Es entonces una puesta en contacto o una apuesta por el contacto, por el roce o la fricción. En una entrevista con Inés Sáenz en 2004, Rivera Garza resalta su interés en ese punto de encuentro, inevitablemente contradictorio, entre los discursos del orden y la cotidianidad, como punto de partida para explorar sus cruces “tras bambalinas”, donde se producen como “puntos de fricción” en la ficcionalidad.12 Por supuesto, desde el enfoque foucaultiano que admite, los discursos del orden son de carácter político, refieren a mecanismos de poder que afectan a los cuerpos y al habla, en su terrible materialidad,13 en su inmediatez y cotidianidad. De ahí que este exceso de la f(r)icción remita al afuera literario de donde emerge: las zonas del cuerpo donde el dolor o la incomodidad marcan su presencia. Éste es mi punto ciego, desde aquí hablaré de la escritura del dolor y de otros cadáveres.
10
Rivera Garza, “La página cruda”, en Cristina Rivera Garza..., p. 22. Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2004 [1ª ed. en francés, 1975], p. 32. 12 Inés Sáenz, “Olvidar la certidumbre. Una entrevista con Cristina Rivera Garza”, Revista de literatura mexicana contemporánea, 2004, núm. 24, p. XXI. 13 Foucault, Vigilar y castigar..., p. 35. 11
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esCribir sobre el dolor: un instante de PeliGro
¿Quién prueba una verdad en mi dolor sin fondo? alejandra Pizarnik
¿Qué significa escribir sobre el dolor o, quizá mejor, escribir el dolor? Hace algún tiempo, mientras leía textos periféricos a Nadie me verá llorar, llamó mi atención una afirmación aparentemente simple de la autora sobre la escritura del dolor. Era solamente una mención, una respuesta a la insistencia de un elemento persistente en su novela, un ejemplo de un tipo de discurso deseado. No es la primera mención, aquí el orden no importa, pero su relevancia radica en que abre una reflexión continuada en ese desorden de la lectura: los que seguirán y lo anterior a una lectura del dolor como poética. La trascribo en su contexto, ahí donde da la sensación de miniatura a punto de convertirse en algo confirmado con el tiempo: A mí me interesaba explorar distintos tipos de discurso. Un discurso muy académico: hay ciertas secciones de la novela en que quería lograr ese tono, empezar desde afuera, a mostrar el contexto, por decirlo, de maneras bastante estables y después irme introduciendo más en el trabajo con el lenguaje y sacar de la realidad algunas... otras cosas que a veces tienen nombres muy conocidos. El dolor, por ejemplo, pero había que ir más abajo, y sobre todo había que buscar esas zonas del cuerpo.14
Primero, el discurso académico, como contexto propicio, como contraste necesario para trazar la herida. Se trata de formas de la razón, prin-
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Sáenz, art. cit., p. XX.
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cipios de validación de “verdad” o el orden, que dan esa sensación primaria de estabilidad que se vuelve tangible en el espacio literario. Basta con localizar la fascinación por el archivo, por los expedientes, por el juego de las referencias, las fechas, los lugares, por una aceptación de la escritura palimpsestos, de la escritura collage. Es el archivo donde la investigación topa con las narrativas de sujetos puestos en los márgenes comunicativos de la locura. Los anormales e infames foucaultianos vuelcan sus ecos desde la indagación histórica hasta la inquietud de sus ausencias: se trata del deseo imposible de hacer hablar al texto histórico, el deseo que conduce a la ficción. El discurso académico es el punto de partida para el contraste porque se ha desplazado, su roce con la ficción asienta la inestabilidad del entorno contradiscursivo.15 Hace tiempo, en ese momento de los encuentros periféricos, traté el contradiscurso en Nadie me verá llorar; ahora me doy cuenta de que el cuerpo y su relación con el poder siguen siendo mis motivos para releer a Rivera Garza. Decía entonces que el contradiscurso se construye desde dos ángulos: la escritura-palimpsestos (los archivos, la relación con el discurso de la historia) y el saber médico insertados en la ficción. Esta puesta en contacto con la ficción desarma las certezas y los principios de orden de los discursos de la historia y de la medicina; así, dejan de ser tales, se dejan penetrar por las circunstancias, por la necesidad de esas materias, de esos rostros, por la fascinación de perseguir las historias de las mujeres capturadas por el lente de fotógrafos e instituciones psiquiátricas. La autora se ha detenido con conciencia en estas reflexiones. En La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930 (2010) reescribe su investigación doctoral desde el punto de contraste de la experiencia ficcional de Nadie me verá llorar, desde la necesidad de seguir escuchando esas voces, es decir, desde el sonido de un mutismo, donde solamente se escucha la fricción de lo indecible con la palabra.
15
Cf. Elba Sánchez Rolón, “Imágenes de la corporalidad y la locura. Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza”, en Diego Falconí y Noemí Acedo (eds.), El cuerpo del significante. La literatura contemporánea desde las teorías corporales, Ediuoc, Barcelona, 2011, p. 340.
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La investigación, el lenguaje de archivo, es el entorno germinal para las narrativas dolientes —las del primer libro-tesis y las de la novela—; donde no hay por qué oponer el orden a la sinrazón, donde ambas forman parte de una conducta, son “hermanas siamesas”, como dirá la autora. Sin embargo, el dolor no es un tipo de discurso, es algo que escapa al discurso, que puede trabajarse desde el lenguaje, pero solamente como asombro de sí mismo, como su revés, como su afuera. Este rebasamiento es un asunto corporal. En 2011 se publica la primera edición del libro Dolerse: textos desde un país herido, como una suma de ensayos, ejercicios, red de voces fragmentadas sobre el dolor. En sus páginas, Rivera Garza resume esta habla de la corporalidad herida: “El cuerpo dolorido habla, pero habla a su manera. Habla entrecortadamente. Titubea. Tropieza. Pausa”; por eso hay que encontrar su lugar desde el lenguaje hacia afuera de él, una experiencia del lenguaje “que emule y encarne esa manera de hablar”.16 Ante el dolor, el discurso se desmiembra, como el cuerpo, no hay unidad comunicativa, las palabras han sido heridas porque no responden ya a ningún principio discursivo: ni orden autoral preciso, ni géneros de escritura, ni luminosidad crítica. El espacio de la escritura muestra entre sus páginas su exterioridad. La enunciación es plural, delineada desde entrevistas, notas de periódico y algo de ficción, desde ese punto impreciso de la comunalidad, la mano volverá a trazar su marca: “tú me dueles”, como un aviso de su pérdida de centro, de la apertura de la fricción entre los cuerpos. El cuerpo del Otro, el nuestro, el tuyo y el mío, son corporalidades dolientes, narrativas desde la política de los cuerpos. En un país lleno de muertos, como el descrito por Dolerse y evocado antes en algunas de sus novelas, se plantea la experiencia de lo inenarrable desde sus huellas en una corporalidad compartida. La finalidad es, por supuesto, crítica, pero no desde mecanismos argumentativos, sino desde la implicación del lector, del espectador, del Otro respecto al cuerpo-texto.
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Cristina Rivera Garza, Dolerse: textos desde un país herido, Sur+, México, 2011, p. 19.
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Los ecos del dolor vienen de Adorno, Sontag y Pizarnik, pero se multiplican en voces semianónimas, personajes, testimonios expuestos desde la f(r)icción o en textos que acompañan su obra con el valor de la periferia. El dolor funciona como afección del texto sobre el Otro, debe emerger en ese instante de peligro, en ese fulgor que no llega a la luminosidad de la revelación. En este punto se escuchan líneas de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin, autor a quien Rivera Garza recurre constantemente, en ese retorno que es la mirada oblicua para ella. Sobre la imposibilidad de ver de frente a la historia añadirá que “el momento de peligro es un fulgor, no una luz”.17 Se mira también desde los palimpsestos de la cultura contemporánea, desde la acumulación de discursos que nos exigen una escritura de “ventanas abiertas”, como señala la autora, se trata de “Mirar de lado o de reojo o de soslayo [...] Mirar como quien casi no mira, pero con el fin de ver todavía más”.18 La mirada es el punto en cuestión. En el prólogo a su novela La muerte me da (en pleno sexo) señala, de acuerdo con Ante el dolor de los demás de Susan Sontag, que es importante evitar la “glamourización de la violencia”, el sentimentalismo artero y la comercialización que puede conducirnos a la indiferencia, porque “La indiferencia es una disciplina atroz”.19 ¿Cómo escapar de la violencia convertida en objeto de consumo? La pregunta arranca con la novela misma y la atraviesa para remitirnos una vez más al dolor y a no olvidar su complejidad, y añade: el dolor es un fenómeno complejo que, por principio de cuentas, cuestiona nuestras nociones más básicas de lo que constituye la realidad. El dolor paraliza y silencia, es cierto, pero también satura la práctica humana y, en
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Cristina Rivera Garza, La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930, Tusquets, México, 2010, p. 258. 18 Cristina Rivera Garza, “El cielo vertical”, Tierra adentro, 2012, núm. 178, p. 12. Disponible en http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/revista_en_linea/151_180/178/ 19 Cristina Rivera Garza, La muerte me da (en pleno sexo), Tusquets, México, 2016, p. 7.
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ocasiones, la libera, produciendo voces que, en su profundidad o desvarío, nos invitan a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros.20
El dolor nos exige “estar-juntos”, o mejor “estar-en-común” o “coestar”, en esa comunidad imposible de la que habla Jean-Luc Nancy,21 otra de las referencias insistentes de la biblioteca de Rivera Garza. El dolor es crítico, cuestiona lo previo, avizora otredades. La muerte me da (en pleno sexo) es una novela detectivesca, la persecución del crimen de los hombres castrados. Es, al mismo tiempo, una novela intertextual desde su título, donde transitan líneas de los Diarios de Pizarnik como parte del secreto expuesto por los crímenes. Se trata, además, de un texto profundamente autorreflexivo y crítico, de una narrativaensayo llena de yuxtaposición genérica y fragmentación discursiva, como un cuerpo doliente más de su obra. Desde sus entrañas refiere la herida al lenguaje: la “palabra herida”,22 aquella que se concentra en una figurativización de su poética en la búsqueda narrativa de la fábula policial. El crimen, la Detective, el asombro, lo no dicho aún, las voces falsificadas o hechas propias... y pienso en Ricardo Piglia y algunas célebres líneas suyas de Crítica y ficción: “En más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar que la novela policial es la gran forma ficcional de la crítica literaria”.23 El crimen de la palabra, la herida de la palabra, el cuerpo-texto violentado; se trata en todos los casos de una relación crítica, de generar una persecución, de provocar una reacción. El crítico ya no es solamente un espectador con una pluma muerta, está imbricado en la trama misma y encarna la afección de su habla. Sobre la experiencia del crimen, en la novela se anota: “El crimen desnuda. A la víctima lo delata la herida —porque por ahí, por sus pliegues y sombras, es posible avizorar la otra vida de su vida, la vida
20
Ibid., p. 9. Jean-Luc Nancy, La comunidad enfrentada, trad. Juan Manuel Garrido, La Cebra, Buenos Aires, 2007 [1ª ed. en francés, 1986], p. 28. 22 Rivera Garza, La muerte..., p. 312. 23 Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 15. 21
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subterránea y secreta, la pasión vergonzosa, el error de cálculo, el hábito inconcebible, la carencia específica—”.24 En la escena del crimen, mucho ocurre tras bambalinas, en la “trasfábula”, como la denomina Foucault: ese teatro de sombras detrás de lo contado y que dibuja la trama de la ficción, ahí donde se gestan sus luchas y resistencias.25 Es en el punto ciego del texto que mencionaba antes, donde radican lo puntos de fricción, de los que habla Rivera Garza, esas resistencias que le otorgan su carácter crítico a la escritura literaria. La vida subterránea de un texto es lo susceptible a ser implicado, no lo dicho. Por ello, el dolor no es una temática solamente o algo “narrable”, es una circunstancia, es una conducta escritural, una fuerza que anuda y hiere de un texto a otro, al grado de poder ser tratada como poética. Pero, por supuesto, si la poética es aquí un asunto intensamente corporal, material y arraigado en las afecciones al Otro, implicado, entonces es también un asunto meramente político.
de las iMáGenes atroCes a las inCoModidades del CuerPo (iM)ProPio
Las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas. susan sontaG
Vuelvo a pensar en la fotografía de un momento indescriptible, inenarrable, en el mutismo a gritos de ciertas imágenes, en la explosión de sus marcas. La
24
Rivera Garza, La muerte…, p. 213. Michel Foucault, De lenguaje y literatura, trad. Isidro Herrera Baquero, pról. Ángel Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1996, p. 215. 25
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mirada herida de Luis Buñuel y el amoroso acto de la muerte referido por Georges Bataille son imágenes que violentan, que subvierten y trastocan el mundo, como señalaba Salvador Elizondo; y, a fin de cuentas, son ecos que conjuran desde el collage de las necroescrituras de Rivera Garza. El collage trata de escenificar la simultaneidad, es un principio de construcción textual que busca poner “todo junto”, es una estrategia de yuxtaposición para conjurar o redimir, no para explicar.26 El cadáver está expuesto, es la invisibilidad cercana. En el primer capítulo de Nadie me verá llorar, el epígrafe de Antonio Porchia da también la pauta: “Vemos por algo que nos ilumina; por algo que no vemos”. Encontrar un cadáver, en medio de la nada, sin aviso alguno, es también herir la mirada, es dolerse. Así le ocurre al protagonista-fotógrafo de esta novela: “En la oscuridad, Joaquín descubrió el dolor. No fue una palabra ni una sensación, sino una imagen: el rostro de una mujer en rigor mortis. La descubrió tirada sobre la calle antes de que llegara la policía con sus linternas y sus gritos. [...] El rostro de esa mujer se clavó en su memoria. Ésa fue su primera fotografía”.27 Para Joaquín Buitrago, el “fotógrafo de locos”, este encuentro resume su necesidad de la imagen, de la impronta fotográfica que aproxima la mirada, el obturador, la mano, la rigidez del asombro y la seguridad de las marcas. No trae su cámara, pero fue su primera fotografía, porque fotografiar es aportar un encuadre. Todas estas piezas como fragmentos de una experiencia concreta, llena por todas partes de materialidad; la certeza del dolor que se vuelve obsesión. Después de eso, señala la novela “fue asiduo a la morgue”. Las fotografías no eran de cadáveres completos, sino de ángulos inusuales, minúsculos, de esas zonas del cuerpo donde el dolor no se mira de frente, pero por ello logra producir el asombro y la náusea cuando es descubierto.
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Esta descripción del collage la actualiza Rivera Garza de las Tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin. Cf. La Castañeda..., p. 259. 27 Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, Tusquets, México, 2003, p. 30.
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Dice Kristeva: “El cadáver (cadere, caer), aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte, trastorna más violentamente aun la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso”. El “yo” es expulsado de él, el límite se ha vuelto objeto y, por tanto, sigue Kristeva, el cadáver “es el colmo de la abyección”; entendida ésta como “aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden”.28 Los cadáveres abandonados, los cuerpos caídos, mantienen la marca de su expulsión, de su exterior, donde el que mira es afectado. El fotógrafo no busca capturar la muerte, va sobre las marcas fragmentarias del dolor, las huellas del asesinato o el silencio de la historia del cadáver, su impronta narrativa. Joaquín es afectado, el lector participa de la afección mientras no acuda a la disciplina de la indiferencia. El crimen vuelve a ser un asunto crítico, porque es ese abandono y las marcas (in)visibles de la violencia lo que trastoca la mirada. Otra novela, La muerte me da, inicia con el encuentro de un cadáver, el primero de una serie de “Hombres castrados”. El habla titubea, la mirada afecta todo el cuerpo de la mujer que observa y ella misma termina por adquirir un papel concreto: ser la “Informante”. —Sí, es un cuerpo —debí decir y, en el acto, cerré los ojos. Luego, casi de inmediato, los abrí otra vez. Debí decirlo. No sé por qué. Para qué. Pero levanté los parpados y, como estaba expuesta, caí. Pocas veces las rodillas. Las rodillas cedieron al peso del cuerpo y el vaho de la respiración entrecortada me nubló la vista. Trémula. Hay hojas trémulas y cuerpos.29
La presencia del cadáver afecta al habla, la aleja del decir. El cadáver rompe sus fronteras y la experiencia se introduce por la mirada hasta el otro cuerpo, el de la observadora, a sus rodillas y su respiración. Pero el crimen
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Julia Kristeva, Poderes de la perversión, trad. Nicolás Rosa y Viviana Ackerman, Siglo XXI, México, 1989 [1ª ed. en francés, 1980], pp. 10-11. 29 Rivera Garza, La muerte..., p. 19.
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que no ha sido enunciado como tal, que se deja leer detrás del cadáver, ese punto ciego no narrado aún, alude a una poética. La Informante es una escritora de nombre Cristina Rivera Garza, además de la autorreflexión en muchos capítulos, desde el inicio: “Hay hojas trémulas y cuerpos”. La página está trémula también, ha sido penetrada por la experiencia, busca redimir esa experiencia. Para ello, es necesario un cuerpo muerto, una apertura que nos permita entrar como en esas ventanas abiertas, como en ese espionaje del crítico asombrado. Pero no es el cadáver como tal, es lo que ha quedado ahí, lo que conjura, lo que comparece ante el muerto abandonado. Pido ayuda, aún con los labios quietos; dice Nancy: Haría, pues, falta un corpus. Discurso inquieto, sintaxis casual, declinación de ocurrencias. Clinamen, prosa inclinada hacia el accidente, frágil, fractal. No el cuerpo-animal del sentido, sino la arealidad de los cuerpos: sí, cuerpos extendidos hasta el cuerpo muerto. No el cadáver, donde el cuerpo desaparece, sino ese cuerpo con el que el muerto comparece, en la última discreción de su espaciamiento: no el cuerpo muerto, sino el muerto como cuerpo —y no hay otro.30
Un corpus es un conjunto textual, una suma de piezas de lenguaje o de fenómenos puestos en discurso; un corpus puede referir también a algo sagrado, por ejemplo, en la tradición religiosa católica contiene la huella del uso para referir al “cuerpo de Cristo”, ese cuerpo doliente para los otros. Hace falta un corpus para que exista un crimen, para formular el acto crítico, un corpus que pueda dolerse, que muestre su unidad y sus partes. La vulnerabilidad de este cuerpo muerto está en sus accidentes, en su fragmentación. En La muerte me da se narran cuerpos castrados, pero no solamente eso, desde la primera imagen la Informante no puede escapar de concentrarse en esa “colección de ángulos imposibles. Una piel, la piel. Cosa sobre el asfalto. Ro-
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Jean-Luc Nancy, Corpus, trad. Patricio Bulnes, Arena, Madrid, 2000 [1ª ed. en francés, 1992], p. 44.
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dilla. Hombro. Nariz. Algo roto. Algo desarticulado. Oreja. Pie. Sexo. Cosa roja y abierta. Un contexto. Un punto de ebullición. Algo deshecho”.31 Son fragmentos, son improntas. Nancy prefiere referirse al cuerpo muerto o donde el muerto comparece, que al cadáver. Es un asunto de uso de términos: los cuerpos abandonados en la prosa de Rivera Garza son todo esto que describe Nancy, son esa dispersión donde el muerto está en su ausencia del cuerpo, la única forma en que podría tener esa presencia y esa capacidad de implicación. La sintaxis se conmueve, la causalidad no es suficiente en esta red de puntos ciegos. Los accidentes ocurren, concurren en esa imagen, cuya atrocidad no está en su tema, está en los “cuerpos extendidos hasta el cuerpo muerto”, en la mirada que toca o en la mano que es pensamiento. La implicación es amorosa y, si es también fricción de cuerpos, es básicamente erótica: lo no visto, lo que nos seduce, lo que no sabemos, lo que deseamos, el contacto, la desnudez... No hace falta que el cuerpo abandonado sea un cadáver, no siempre. Como señala Nancy, es esa falta de realidad, es esa f(r)icción lo que desconcierta e implica. La exploración de esta posibilidad desde su ángulo amoroso está presente en la novela Lo anterior, la cual viene a completar el collage propuesto. Se trata de verlo en conjunto. Primero, el encuentro, una mujer y un hombre: Sólo se paró cuando aparecieron los dedos de una mano en el recuadro. Contuvo la respiración por un momento. Cerró los ojos. Pensó que se trataba de una alucinación. Cuando los volvió a abrir el hombre todavía estaba ahí, tendido sobre la tierra, medio protegido del sol vespertino por la sombra de una roca gigantesca. Quiso darse vuelta y regresar a su camioneta como si nada hubiese pasado. Quiso, aún ahí frente a él, que nada hubiese pasado. Se quedó inmóvil. Dos estatuas en el desierto. Dos muertos.32
31 32
Rivera Garza, La muerte..., p. 20. Cristina Rivera Garza, Lo anterior, Tusquets, México, 2004, p. 13.
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Todo inicia con una mujer que toma fotografías en el desierto y un primer encuentro. El hombre no está muerto —“todavía estaba ahí”—, pero su cuerpo está tendido como un cuerpo abandonado, inconsciente, sin nombre o historia. El encuentro es semejante a los descubrimientos de cadáveres. Esa corporalidad no tiene las marcas de la violencia revisadas antes, pero sí da cuenta, a través de las páginas de la novela de una pérdida, de una forma de muerte. El hombre será muchos más, se confunden las identidades en la narración, una relación amorosa que no contiene identidad única, porque la identidad está atravesada por lo plural. La borradura de fronteras del yo está ya presente en la cita referida: “Dos estatuas en el desierto. Dos muertos”, la mirada genera f(r)icción de lo indeterminado, la Informante-la escritora es también la conjuración de un cuerpo muerto, desde la incomodidad de su punto de vista. De tal forma que el acto crítico vuelve a mostrar su presencia como algo por venir, como la exigencia a quien mira dentro del texto, a quien se encuentra con el cuerpo adandonado, el cuerpo (im)propio. Esta traslación de la muerte, este atravesar la página desde la muerte y desde las marcas del dolor, está presente en la figura de la escritora de La muerte me da, donde la palabra la traspasa desde el ángulo de su mirada: “Morir en el exceso de la mirada: morir frente a ti, abierta./Morir en la lenta escritura de la palabra morir, sin remedio”.33
PostMorteM Para Rivera Garza, la escritura literaria es algo compartido. Antes de los medios digitales era ya un cúmulo de voces y posiciones, una implicación de la que somos parte, un asunto cultural. Puede pensarse en este punto en el dialogismo bajtiniano, que ya anotaba esta multiplicidad de un interior rebasado, pero también en la intertextualidad y la famosa muerte del autor de Barthes,
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Rivera Garza, La muerte…, pp. 312-313.
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como apertura lectora. Rivera Garza retoma sus ideas en libros como Los muertos indóciles, pero va más allá, para plantear desde los extremos de las poéticas de desapropiación autorial la idea de comunidad. Si bien los ejemplos más radicales los encuentra en prácticas de escritura colectiva desde el documental o el twitter, nos plantea una idea de comunidad previa a ellas, radicada en la literatura misma, desde su producción hasta su distribución: “Pensar la comunidad, que es pensar el afuera de sí-mismo y la aparición del entre que nos vuelve nosotros y otros a la vez, es una tarea sin duda de la escritura. Acaso esa sea, en realidad, su tarea, de tener una”.34 El trazo de su propuesta remite a los ecos desde la comunidad inconfesable de Maurice Blanchot hasta la comunidad inoperante de Jean-Luc Nancy. Esta última implica, involucra y remite a una afección, a decir del filósofo francés, la comunidad es un “estar en común, o estar juntos, y aún más simplemente o de manera más directa, estar entre varios (être à plusieurs), es estar en el afecto: ser afectado y afectar. Es ser tocado y es tocar”.35 El eco resuena en el libro La Castañeda... cuando Rivera Garza parafrasea a un director de orquesta: “Hay que ‘tocar’ a los documentos [...] como si fueran las teclas de un piano”.36 No puede quedarse fuera, la escritura es ese encuentro, ese tocar las palabras, herirlas, pero no solamente desapropiarlas, sino partir de esta impropiedad para hacerlas plurales, compartidas. Escribir, para Rivera Garza, es generar esa incomodidad del acto crítico, es entregarse al instante de peligro, ese instante que se buscó explorar aquí, porque finalmente esa palabra rebasada de forma inevitable, como exigencia subterránea a la lectura, también nos/me duele.
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Rivera Garza, Los muertos..., p. 272. Nancy, La comunidad..., p. 51. 36 Rivera Garza, La Castañeda..., p. 261. La referencia, el parafraseo, es a Pierre Boluez, de su libro La escritura del gesto. 35
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biblioGrafía fouCault, Michel, De lenguaje y literatura, trad. Isidro Herrera Baquero, pról. Ángel Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1996. -----, El pensamiento del afuera, trad. Manuel Arranz Lázaro, Pre-textos, Valencia, 1997. -----, La arqueología del saber, 21ª ed., trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2003 [1ª ed. en francés, 1969]. -----, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2004 [1ª ed. en francés, 1975]. kristeva, Julia, Poderes de la perversión, trad. Nicolás Rosa y Viviana Ackerman, Siglo XXI, México, 1989 [1ª ed. en francés, 1980]. nanCy, Jean-Luc, Corpus, trad. Patricio Bulnes, Arena, Madrid, 2000 [1ª ed. en francés, 1992]. -----, La comunidad enfrentada, trad. Juan Manuel Garrido, La Cebra, Buenos Aires, 2007 [1ª ed. en francés, 1986]. neWland, Rachel, “La muerte me da y su representación literaria de lo (in)visible: una aproximación a la violencia de género”, Catedral tomada: revista de crítica literaria latinoamericana, 2012, núm. 1, pp. 67-81. PiGlia, Ricardo, Crítica y ficción, Anagrama, Barcelona, 2001. rivera Garza, Cristina, Nadie me verá llorar, Tusquets, México, 2003. -----, Lo anterior, Tusquets, México, 2004. -----, La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 19101930, Tusquets, México, 2010. -----, “Saber demasiado” y “La página cruda”, en Oswaldo Estrada (ed.), Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto, Eón / University of North Carolina / UC Mexicanistas, México, 2010, pp. 17-24. -----, Dolerse: textos desde un país herido, Sur+, México, 2011. ------, “El cielo vertical”, Tierra adentro, 2012, núm. 178, pp. 10-13. Disponible en http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/revista_en_linea/151_180/178/ -----, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, Tusquets, México, 2013. 305
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-----, La muerte me da (en pleno sexo), Tusquets, México, 2016. sáenz, Inés, “Olvidar la certidumbre. Una entrevista con Cristina Rivera Garza”, Revista de literatura mexicana contemporánea, 2004, núm. 24, pp. XIX-XXIII. salas Cassani, Marcela, “Dolerse, más que un libro, una necesidad para un país herido”, Desinformémonos, 3 de septiembre de 2012. Disponible en https://desinformemonos.org/dolerse-mas-que-un-libro-una-necesidad-para-un-pais-herido/ sánCHez rolón, Elba, “Imágenes de la corporalidad y la locura. Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza”, en Diego Falconí y Noemí Acedo (eds.), El cuerpo del significante. La literatura contemporánea desde las teorías corporales, Ediuoc, Barcelona, 2011, pp. 337-348.
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una larva en su Crisálida: el huéSped, de GuadaluPe nettel
Jacqueline Guzmán Magaña Universidad de Guanajuato Seres imperfectos viviendo en un mundo imperfecto, estamos condenados a encontrar sólo migajas de felicidad. julio raMón ribeyro
P
ara describir en un par de líneas la narrativa de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) nada mejor que el epígrafe de J. R. Ribeyro con el que la autora abre su tercera colección de cuentos y que aquí retomo. Las líneas de Ribeyro bien pueden funcionar como una suerte de descripción del principio estético que rige la narrativa de Nettel, porque cada una de sus obras cede la voz a un grupo de personajes que van de lo excéntrico a lo anormal; seres despreciados por los demás o que viven ocultos por miedo a ser suprimidos. Las primeras dos colecciones de cuentos de la autora, Juegos de artificio (1993) y Les jours fossiles (2003) —actualmente casi inconseguibles—, permiten intuir su predilección por lo extraño y su deslizamiento subrepticio entre las historias, marca que se convertiría en característica de su narrativa. En [ 307 ]
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2006 es publicada El huésped, novela que representó la incursión de la escritora en este género y también el desarrollo de una escritura más madura. Además, esta novela es el principio de una serie de títulos cuya narración en primera persona deja entrever aquello que se perfilará como un rasgo obsesivo en la escritura de la autora: la configuración de sus protagonistas a través de sus deseos y miedos más desesperados (la búsqueda de la “verdadera” personalidad, el desdoblamiento o metamorfosis del yo, las alteraciones de la vista y del cuerpo, además del desarraigo). Después de esta primera novela aparece Pétalos y otras historias incómodas (2008), una colección con seis cuentos que refleja de manera evidente la preocupación por explorar aquellos rasgos, sean cualidades o defectos, que hacen único e irrepetible a cada individuo y a partir de los cuales, dice Nettel, se constituye la belleza personal. Los seres que habitan estas historias muestran sin inhibiciones sus defectos físicos, instintos animales o trastornos psicológicos; en general, todo aquello que el hombre desprecia: lo abyecto, lo irracional o lo anormal. El interés por estos motivos no es la exhibición sensacionalista que desata la burla o la repulsión, sino propiciar una reflexión profunda sobre la condición humana que permita al hombre y a la sociedad reconciliarse con sus lados oscuros. Posteriormente, El cuerpo en que nací (2011), novela de corte autobiográfico, ficcionaliza la identificación de la autora con lo marginal y lo diferente que, sumada a la afinidad adquirida con sus primeras experiencias como lectora (Poe, Hoffman, Maupassant, Stevenson y Kafka), habrían de despertar su interés por la escritura. Finalmente, Después del invierno (2015), la última novela publicada de la autora, retoma varios de los temas, símbolos y motivos ya plasmados en las obras anteriores para ampliarlos, tendiendo así una red de conexiones entre cada obra de su narrativa. En este capítulo mi interés es hacer una lectura de El huésped pensando este título como el primer punto de la constelación narrativa de Nettel, donde recupera el tema del doble e introduce el que se convertirá en uno de sus motivos predilectos: el sentido de la vista.
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el HuésPed
Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario. julio raMón ribeyro
El huésped cuenta en primera persona la historia de Ana, una mujer de la Ciudad de México que desde niña se siente habitada por La Cosa, un ser que no se sabe si es real o imaginario y amenaza con sumergirla en la oscuridad más profunda para tomar el control de ella. Desde su infancia Ana busca rastros de la presencia del huésped, así descubre su carácter violento y sus gustos totalmente opuestos a los de ella. Al principio, las acciones violentas y desagradables que La Cosa ejecuta en el cuerpo de Ana la paralizan de miedo. Una mañana aparece una marca en la muñeca de Diego, el hermano menor de Ana, quien meses después muere de forma inexplicable. Inmediatamente la protagonista sospecha que La Cosa es la responsable e interpreta la marca en la muñeca de Diego como un mensaje cifrado. Más adelante, Ana se da cuenta de que La Cosa le teme a la luz y que tiene un misterioso vínculo con la ceguera, por ello, resignada ante la invasión del parásito opta por saturarse la vista con imágenes para hacer una biblioteca de recuerdos donde pueda refugiarse cuando sea suprimida por La Cosa. Aunque finalmente, decidida a luchar por su vida, la protagonista inicia un viaje a través de la ciudad que la lleva hasta la profundidad del subterráneo y de su conciencia. En el trayecto, sus experiencias como lectora en un instituto para ciegos y con un grupo de inadaptados que vive en el subterráneo la ayudarán a descubrir distintas formas de ver la realidad y aceptar esa parte de sí misma que siempre había despreciado.
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A pesar de que fue muy comentada en revistas culturales y literarias, actualmente no existen muchos estudios formales que examinen la novela,1 entre estos últimos, me interesa hacer énfasis en el artículo “Geografía en el cuerpo: el otro yo en El huésped, de Guadalupe Nettel” de Inés Ferrero Cándenas,2 por su vinculación con mi propuesta de lectura. En éste, Ferrero analiza el desdoblamiento de Ana como una disociación entre cuerpo y psique, donde el descubrimiento del otro se traduce en una metamorfosis corporal, que está asociada con la pérdida del sentido de la vista y que es entendida como el surgimiento de una nueva conciencia del sujeto. El centro de este estudio es explicar el paralelismo entre la escisión de la personalidad de Ana y el desdoblamiento de la Ciudad de México, como la configuración de una geografía que queda inscrita en el cuerpo de la protagonista. Tomo estos planteamientos de Ferrero como punto de partida para analizar en El huésped el camino de la protagonista hacia la autoaceptación, que comporta nuevas formas de percibir la realidad, pero pensando los cambios psíquicos y corporales de Ana como un proceso que sigue una construcción simbólica a partir de la analogía con las fases de maduración que atraviesa una larva. De esta forma, propongo leer la reconciliación de Ana consigo misma en coincidencia con la metamorfosis de la crisálida.
1
Algunas de las reseñas sobre la novela son las de Noé Cárdenas, “El huésped de Guadalupe Nettel”, Letras libres, 2006, núm. 88, pp. 86-87; Mauricio Montiel Figueiras, “Cultura y vida cotidiana”, Nexos. Sociedad, ciencia, literatura, 2006, núm. 340, pp. 97-98; Diego Sheinbaum, “Versatilidad para moverse a ciegas”, Nexos. Sociedad, ciencia, literatura, 2008, núm. 366, pp. 99-106.; Claudia Guillén, “El universo negro”, Nexos. Sociedad, ciencia, literatura, 2007, núm. 360, pp. 96-97. Otros estudios son: Daniel Noemi Voionmaa, “La narrativa latinoamericana en los tiempos post... y después”, Asian Journal Latinoamerican Studies, 2009, núm. 4, pp. 137-171; Luis Alberto Cardozo González y María del Carmen Toro Devia, “El huésped dimensionado desde el régimen diurno de la imagen”, Revista de educación y pensamiento, 2014, núm. 21, pp. 145-150. 2 Inés Ferrero Cándenas, “Geografía en el cuerpo: el otro yo en El Huésped, de Guadalupe Nettel”, Revista de literatura mexicana contemporánea, 2009, núm. 41, pp. 55-62.
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La fotografía elegida por Nettel que ilustra la portada de El huésped, “Identical Twins” de Diane Arbus, es el retrato de dos gemelas que sólo se distinguen por su expresión: mientras que una de ellas sonríe a la cámara, la otra luce más desaliñada y sombría. Influido por Freaks (1932) de Tod Browning, el trabajo de Arbus explora lo raro y lo excéntrico, y enfoca la mirada en seres que representan un desvío de la naturaleza o la norma social. La selección de esta fotografía como portada tiende lazos con la estética de lo raro y lo monstruoso que forma parte de la configuración de sus personajes, además de que sugiere el conflicto central de la historia, la sospecha de que hay un ser que habita dentro de la protagonista: “Sabía que dentro de mí vivía una cosa sin forma imaginable que jugaba cuando yo jugaba, comía cuando yo comía, era niña mientras yo lo era”.3 Con estas primeras líneas, la novela busca integrarse a la tradición literaria que desde el romanticismo explora el motivo del doble, ser que cuestiona la identidad del individuo a partir de su repetición en un Otro, que puede presentarse en distintas gradaciones o plasmaciones, según Freud: la aparición de personas que, por su idéntico aspecto deben considerarse idénticas; el acrecentamiento de esta circunstancia por el salto de procesos anímicos de una de estas personas a la otra [...] de suerte que una es coposeedora del saber, el sentir y el vivenciar de la otra; la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en lugar del propio —o sea, duplicación, división, permutación del yo— y, por último, el permanente retorno de lo igual, la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, hechos criminales, y hasta de los nombres.4
3
Guadalupe Nettel, El huésped, Anagrama, México, 2006, p. 13. Todas las citas de la novela corresponden a esta edición. En lo que sigue, anoto solamente el número de página al finalizar las citas. 4 Sigmund Freud, “Lo ominoso”, en Obras completas, 2ª ed., trad. José L. Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires, 1986, vol. 17, p. 234.
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La representación del doble puede leerse también de acuerdo con la división de la psique que propone Carl G. Jung en sus estudios: el yo, “al que refieren todos los contenidos de la consciencia”,5 y el inconsciente, correspondiente al ámbito de lo desconocido donde se agitan fuerzas irracionales, pulsiones de la libido e imágenes que provienen de los arquetipos creados por el inconsciente colectivo. El desdoblamiento que sufre Ana puede entenderse, según Inés Ferrero, en la partición de la subjetividad de la protagonista revelada por la forma en que ésta se narra a sí misma: en primera y tercera persona del singular a la vez, dos predicados (Ana y La Cosa) que corresponden a un mismo individuo: “Estaba segura de que algún día La Cosa iba a manifestarse, a dar signos de vida y, aunque la idea me parecía espeluznante, no dejaba de buscar esos signos en todos los pasillos de mi vida cotidiana” (p. 13). Según Ferrero, dicha partición implica la ausencia de una subjetividad definida que reconozca como propios sus actos o estados de consciencia.6 Aunque no hay una separación entre la mente y el cuerpo de la protagonista, sí hay una falta de cohesión entre ambos, lo cual provoca una suerte de desdoblamiento psíquico que impide el reconocimiento entre el cuerpo y la subjetividad de la protagonista. Hasta este momento el único referente fiel que Ana tiene de sí misma es su cuerpo, pues no se identifica con la otra subjetividad que representa La Cosa, la cual es asociada en específico con sus problemas de la vista y sus ataques violentos. Esa distinción sugiere la existencia de dos planos: el de la luz y la racionalidad —regidos por Ana—, y el de la oscuridad y lo irracional —regidos por La Cosa— que quedan traducidos en la posibilidad de ver o quedar ciega: “Ya antes había notado que a La Cosa le molestaba la luz [...] si alguna vez ganaba la batalla, apoderándose de mi persona, mi destino sería la ceguera” (p. 51). La ceguera constituye entonces una prueba
5
Carl Gustav Jung, Aion, contribución a los simbolismos del sí-mismo, trad. Julio Balderrama, Paidós, Barcelona, 1997 [1ª ed. en alemán, 1976], p. 17. 6 Ferrero, art. cit., p. 57.
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del dominio de la irracionalidad sobre la protagonista, “como las tinieblas acarrean la ceguera, vamos a encontrar en esta descendencia isomorfa [...] la inquietante figura del ciego”.7 Como Ana sólo se identifica con lo que percibe corporalmente, la pérdida de la vista se convierte en un equivalente del desvanecimiento de la identidad: Me gustaba detenerme en detalles insignificantes y encontrarles un sentido. Por la suerte de experimentar esas escenas pequeñísimas [...] tenía la certeza de que era yo y no La Cosa la que seguía existiendo. Había oído que los ciegos pierden la memoria visual, que progresivamente se olvidan de las líneas, de las sombras y las profundidades. Si eso ocurría no iba a quedar, entonces, ni un espacio para mí (p. 56).
Sin embargo, la lucha de los contrarios (Ana y La Cosa) queda resumida en un mismo deseo o necesidad que ambos persiguen: aceptar la ceguera como parte de su destino. Por otro lado, el doble como el arquetipo de la sombra de Jung “representa un problema ético, que desafía a la entera personalidad del yo”8 y engloba sus aspectos oscuros, haciendo víctima de sus afectos al individuo. Es el caso de la aversión que Ana siente por los chícharos que La Cosa la “obliga” a comer: “[hay días] en que me obliga a abrir una lata de chícharos y engullirlos vorazmente, así sin calentarlos siquiera, aun sabiendo que después, si soy yo quien controla la digestión ese día, terminaré vomitándolos contra el inodoro” (p. 15). Dibujada como un ser que se antoja despreciable y nauseabundo, La Cosa representa la abyección de la protagonista, es la manifestación del abismo, el monstruo que encierra en sí misma. En este sentido, es muy revelador que Ana entienda la
7
Gilbert Durand, Las estructuras antropológicas del imaginario. Introducción a la arquetipología general, trad. Víctor Goldstein, Fondo de Cultura Económica, México, 2012 [1ª ed. en francés, 1992], p. 97. 8 Jung, op. cit., p. 22.
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conexión con su doble en términos de una relación parasitaria, lo cual constituye un elemento primordial para entender el resto de la novela. “El parasitismo es una relación simbiótica en la que una parte, el parásito, se beneficia y la otra, el huésped, es perjudicada”.9 Biológicamente hablando, Ana es el huésped, pues La Cosa habita dentro de ella y busca aprovecharse de su cuerpo para hacer contacto con el mundo. Por otro lado, en su acepción ordinaria, “huésped” es una palabra con dos significados: refiere al sujeto que hospeda a otro, pero también designa al individuo alojado en la casa de otro.10 En este último caso, el huésped sería La Cosa, entonces la alternancia de sentido del vocablo presenta al huésped como una figura de dos caras que se confunden. De esta forma, en su título, la novela resume toda su trama: la lucha entre Ana y La Cosa, como confirman las declaraciones de la autora: “En algún momento pensé en titular la novela El parásito, pero me incliné por El huésped por su carácter doble: significa tanto el que hospeda como el que es hospedado. Quería que el lector se preguntara quién estaba invadiendo a quién”.11 Algo similar sucede con el nombre de la protagonista: “Ana”, es un palíndromo que en árabe significa “yo”.12 Cuando Ana descubre que La Cosa lleva su mismo nombre pero invertido (“anA”) queda descubierta la relación especular que existe entre ambas. Pero es aún más significativo que el nombre del doble esté escrito en braille, pues alude a su verdadera naturaleza, la ceguera:
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Eldra Solomon, Linda Berg y Diana W. Martin, Biología, 5ª ed., McGraw-Hill, México, 2001, p. 1152. 10 El Diccionario registra las dos acepciones: “Persona alojada en casa ajena” y “Persona que hospeda en su casa a otra.” (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 23ª ed., Espasa, Madrid, 2014, s. v. “huésped”). 11 Guadalupe Nettel, “La escritura de El huésped”, Piedepágina, 2007, núm. 12. Disponible en http://www.piedepagina.com/numero12/html/guadalupe_nettel.html 12 “Llamé ‘Ana’ a la narradora de la historia por la universalidad del nombre que en árabe significa ni más ni menos que ‘yo’” (id.).
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Tal y como estaba en el papel, la mayúscula aparecía al final de la palabra. Lo leí en voz alta y comprendí que se trataba de mi nombre, pero de manera invertida, como en un espejo. Escrito así me parecía que ese vocablo de dos caras idénticas dejaba de pertenecerme [...] Lo que yo siempre había considerado un mensaje impreso en la piel de mi hermano no era tal sino simplemente un sello personal, una firma. Nunca antes había imaginado que una palabra tan íntima pudiera usurparse de esa manera (p. 111).
Hay algo más que quisiera notar al respecto. En esta parte de la novela la autora incluye dos anexos gráficos: un alfabeto en braille y una serie de puntos negros que ilustran las marcas en el brazo de Diego. Con estos dos elementos Ana hace su propia interpretación de los signos en el brazo de su hermano, sin embargo, si se hace la comparación entre la ilustración y el alfabeto se puede ver que no corresponde del todo con la traducción de la narradora y que no dice “anA”, como puede observarse en las siguientes imágenes:
Imagen 1
Imagen 2
La imagen 1 es la ilustración de la novela que reproduce las marcas en el brazo de Diego (p. 111). De acuerdo con el alfabeto en braille podemos identificar el primer punto como una “a”. Los siguientes cuatro puntos representan una “n”. Por último, los siguientes dos puntos son la marca para señalar que la siguiente letra es una mayúscula, sin embargo, en la inscripción no aparece cuál es esa letra final y el mensaje queda incompleto “an (mayúscula)”. La inscripción correcta de “anA” en braille sería como muestra la imagen 2. 315
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De este modo, lo que aparece como una coincidencia inexplicable para la protagonista y una sentencia dictada por su doble, no es más que una ilusión que ella elabora inconscientemente para intentar entender lo que se oculta detrás de La Cosa: “Comencé a tener miedo de mí misma. Miedo de La Cosa que sentía crecer en mí como una larva en su crisálida; miedo de los cambios que se producían en mi cuerpo; miedo, sobre todo, de los actos que podía cometer sin darme cuenta” (p. 21). Si bien la protagonista se refiere a La Cosa de distintas formas, una de las más significativas es la comparación que elabora en la cita anterior con una larva en su crisálida, pues crea un símbolo cuya extensión abarca toda la novela y da cuenta de la travesía que habrá de realizar la protagonista (y de los cambios que le ocurren en su trayecto) hacia el descubrimiento de sí misma. La crisálida es una fase por la que pasan algunos insectos para alcanzar la madurez: la larva se encierra en la crisálida (o pupa), un capullo donde sufre grandes cambios morfológicos y metabólicos, de donde emerge hasta que alcanza la adultez. Este ciclo es característico de los insectos del orden de las mariposas (lepidópteros holometábolos).13 La novela se divide en tres partes que reflejan las fases de este ciclo, que en primera instancia la protagonista asocia con las etapas de su muerte: Mi supresión [...] formaba parte de un proyecto de venganza [...] que vendría en dos partes, dos espasmos, dos muertes consecutivas. Primero la irrupción definitiva de La Cosa en mi cuerpo: una vez que me desterrara al sótano donde yo la había tenido hasta entonces, mi existencia quedaría reducida a la de una amiba [...] Frente a un destino así, la otra muerte, la ortodoxa, no podía ser más que una liberación (p. 23).
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Cabe notar que la mayoría de las especies que pertenecen a este orden son nocturnas, lo cual acentúa su analogía con la naturaleza de La Cosa.
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Pero conforme avanza la historia se revela como un proceso que la conduce hacia una nueva vida. En este orden, es posible reconocer los cambios que sufre el personaje: fase larvaria, fase crisálida y fin de la metamorfosis.
fase larvaria La primera parte de la novela comprende la infancia de la protagonista hasta el principio de su adolescencia. En esta etapa, que se vincula con el desarrollo del inconsciente, Ana nota la presencia de La Cosa y la empieza a relacionar con la ceguera. Los accidentes que tiene frecuentemente (tropiezos y otros incidentes) delatan sus problemas de la vista y aumentan su angustia ante la posibilidad de quedar ciega: La Cosa no podía dejar de contribuir al desorden. Casi todos los días, durante el desayuno, derramaba mi vaso de leche sobre el mantel de la mesa [...] aunque se trataba de un accidente repetido y cotidiano, nunca dejé de sentirme avergonzada. Esas pequeñas humillaciones se apilaban día con día en mi consciencia, como muescas en la bitácora triunfal de La Cosa (p. 18).
Por otro lado, la coincidencia de la primera menstruación de Ana con la muerte de su hermano muestra el vínculo entre el desarrollo de la protagonista y la manifestación de La Cosa. Cuando muere Diego, Ana de inmediato culpa a su doble. Según ella, las marcas que La Cosa había dejado en el brazo de Diego, similares a piquetes, delataban su naturaleza animal y su posible relación con el grupo de los insectos. Tales marcas después se revelan como la inscripción en braille antes referida confirmando la conexión entre La Cosa y el grupo de los ciegos. Finalmente, aceptando su destino, Ana toma la determinación de enfrentarse a su contrario: “durante muchos años me rehusé a mirar a los ciegos [...] Poco a poco me convencí de que sería más provechoso 317
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observarlos. Para luchar contra La Cosa era imprescindible conocerla” (p. 51). Al cierre de esta fase, Ana pasa de sentir aversión por los ciegos a estar obsesionada con ellos, obsesión que la impulsa a hacer un viaje en descenso hacia el subterráneo de la ciudad y a la profundidad de su inconsciente.
fase Crisálida La segunda parte de la novela es la más extensa pues abarca la juventud de Ana y su descenso al subterráneo. Todo comienza cuando la protagonista toma el puesto de “lectora” en un instituto para ciegos con la intención de conocerlos mejor. Ahí se contagia de hepatitis, enfermedad que la sumerge en un sueño profundo similar a la hibernación de una larva, que se convierte en el despertar del huésped: “habitábamos dos polos opuestos […] unidas por una ley extraña que me hacía hundirme cuando ella salía a flote y respirar cuando ella zozobraba” (p. 85). Durante este periodo la protagonista sufre una serie de cambios que afectan su cuerpo y su manera de percibir la realidad. Frente al espejo, Ana se descubre como una mujer cuya sensualidad aumenta conforme va madurando. Como explica Durand, “el reflejo […] duplica la imagen como la sombra duplica el cuerpo”.14 En este sentido, el espejo simboliza no sólo el desdoblamiento del yo, sino su inversión. El rostro que Ana ve reflejado es el de su huésped: “Cada día se nota más” pensé. En el espejo mi cara se veía casi esquelética: dos pómulos salientes, irreconocibles, ocupaban el lugar de los cachetes que nunca volvería a tener. No era mi rostro ya, sino el del huésped. Mis manos crispadas, la forma de caminar, reflejaban ahora una torpeza pastosa, la lentitud de quien ha dormido muchas horas e intenta despabilarse de golpe. Al
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Durand, op. cit., p. 115.
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mismo tiempo descubría con asombro una sensualidad nueva. Mis caderas y mis pechos, antes totalmente pueriles eran cada vez más prominentes, como si los dominara una voluntad ajena. Poco a poco, el territorio pasaba bajo su control (p. 124).
Como he señalado antes, Ana sufre una alteración de la identidad por la disociación de su cuerpo y su psique, porque, como señala Miguel G. Cortés, “el cuerpo es un factor de individualización fundamental que establece las fronteras de la identidad personal, toda modificación de estos límites lleva aparejado una confusión de orden simbólico y la alteración de la identidad personal”.15 En este orden de ideas, cabe pensar que la metamorfosis corporal que comienza a experimentar Ana puede operar ahora como una alteración que, en un sentido inverso, unifique la identidad cuerpo-mente.16 Para lograrlo deberá también adentrarse en la cara oscura de sí misma y de la ciudad. Guiada por el Cacho (un vagabundo sin una pierna), la travesía de Ana se convierte en un descenso similar al que realiza Dante hacia los infiernos en La divina comedia.17 “El descenso nos invita a una transmutación de los valores de la imaginación”,18 está asociado a la noche, la oscuridad, el reverso de las cosas. Por otro lado, igual que La Cosa es la representación del inconsciente de la protagonista, el subterráneo representa “la irracionalidad de lo profundo”,19 es el lugar donde se agitan fuerzas desconocidas. Sus habitantes son individuos con alguna anomalía (ciegos, mutilados, vaga-
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José Miguel G. Cortés, El cuerpo mutilado (La angustia de muerte en el arte), Generalitat valenciana, Valencia, 1996, p. 51. 16 Ferrero, art. cit., p. 58. 17 De hecho, en la novela Ana se refiere al Cacho como su “Virgilio”. Esta asociación es bastante significativa porque el infierno precisamente representa la inversión de todos los valores sociales. 18 Durand, op. cit., p. 210. 19 Gaston Bachelard, La poética del espacio, 2ª ed., trad. Ernestina de Champourcin, Fondo de Cultura Económica, México, 1975 (Breviarios, 183) [1ª ed. en francés, 1957], pp. 49-50.
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bundos, indigentes, etc.) que viven al margen de la sociedad, pero sólo entre ellos Ana encuentra una comunidad a la cual pertenecer: “En ese ambiente contenido, una mezcla de ceremonia sectaria y carnaval, encontré algo que no había experimentado en años: fraternidad en el sentido más cotidiano; tropezarse con los demás; sentir sus cuerpos cerca” (p. 144). Para la protagonista, el subterráneo aparece como una liberación y una oportunidad de llevar una vida autónoma a pesar de la ceguera. En el subterráneo se utilizan lenguajes y sentidos distintos a la palabra y a la vista, “mientras que el pensamiento solar nombra, la melodía nocturna se contenta con penetrar y disolver”.20 En las estaciones del metro Ana se vuelve a topar con inscripciones en braille, pero además comienza a desarrollar una intuición que la orienta en las tinieblas, entonces comprende que hay muchas maneras de ver el mundo y que “en realidad no vemos al mundo tal y como es sino como somos nosotros” (p. 130). El universo de Ana siempre se había encontrado en tinieblas no por la ceguera, sino por esa parte de sí que ella se resistía a ver, de forma que la oscuridad se convierte en un espacio donde ella puede reconocer el mundo y reconocerse: “Me dije que toda mi vida había luchado por recordarme a mí misma, por defender mi identidad ante la invasión del parásito, cuando lo más prudente había sido abandonarme a él desde un principio y escapar así de la existencia nauseabunda que había ido construyendo” (p. 164). La fase crisálida termina después del atentado contra un proceso electoral en el que participa Ana junto al grupo del Cacho. La impresión que le provoca ver el arresto de una de sus compañeras es tan fuerte que la protagonista siente como si despertara de un largo sueño que marca el fin de su hibernación: Dentro de un Cavalier, con la frente pegada al vidrio de la puerta trasera, estaba Marisol. No puedo describir el estupor que sentí en ese momento, mi
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Durand, op. cit., p. 232.
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impotencia [...] Marisol levantó una mano y la pegó sobre el vidrio. Entendí que se trataba de una señal pero no supe descifrarla con certeza. Entonces, como si despertara bruscamente de un estado de sonambulismo, le di la espalda y me puse a correr sobre la avenida (p.159).
Madurez (fin de la MetaMorfosis) El tercer capítulo de la novela cuenta el final de la metamorfosis de Ana. Es el paso de la protagonista hacia la madurez, que identifico con el inicio de su vida sexual. Después de pasar la noche con el Cacho Ana queda sumergida en la ceguera: “Desperté con la vista nublada de modo que no puedo decir que amaneció esa mañana [...] me acerqué hacía donde dormía el Cacho. No pude ver con claridad los rasgos de su cara, pero respiré su olor profundamente” (p. 187). La ceguera no la sepulta en las tinieblas como ella había anticipado, sino que la envuelve en una “lucidez insospechada” que deriva de la aceptación de sí misma: Desde ahora el metro sería mi hogar. Mientras yo permanecía sentada en esa escalera sin rumbo, mi mente se fue despejando. Poco a poco el miedo desapareció a favor de un estado muy distinto [...] la luz comenzó a volverse más intensa [...] Esa claridad me envolvió por completo, como una lucidez insospechada, la sensación armoniosa de un orden inapelable o quizá la convicción de que conmigo se haría justicia (p.189).
A pesar de quedar ciega, Ana alcanza una nueva “visión” o conciencia de sí misma que ya no separa sus pensamientos de sus actos, sino que unifica su psique y su cuerpo. “‘Por fin llegas’, dije en voz baja, y por toda respuesta recibí un escalofrío” (p. 189). La crisálida cede el paso a la imagen de una mariposa oscura que muestra ambas caras de la protagonista: su auto-realización y su pérdida de la vista, las cuales quedan representadas 321
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en los símbolos del parásito y la crisálida. Como señala Inés Ferrero: “La oscuridad se presenta aquí como parte esencial para descubrir la luz”.21 Precisamente la conciliación con su doble permite que Ana entienda que su belleza personal es producto de sus virtudes y sus defectos: “El mal olor de las cañerías, los empujones de la gente, el ruido, lo ocurrido con el Cacho, incluso la muerte de Marisol, todo lo que me rodeaba era perfecto y no tenía por qué ser de otra forma” (p. 189). Hay que subrayar la naturalidad con que la narración introduce al lector en lo que al inicio pareciera el jugueteo de la imaginación infantil, y que poco a poco se convierte en un trastorno identitario donde se pone en juego el destino de la protagonista con el manejo de la tensión narrativa. Cabe señalar también que en algunos de los comentarios a propósito de la novela han criticado este aspecto de la obra, señalando que en la segunda parte se quiebra la tensión debido al sueño en el que se sumerge la protagonista y a su vagabundeo por el subterráneo. Sin embargo, considero que precisamente el símbolo de la larva y sus diferentes fases morfológicas explican este cambio en la dinámica narrativa. La segunda parte de la obra, como simbolización del periodo de hibernación, entraña la mutación silenciosa de la crisálida: la reestructuración física y psíquica de la protagonista, así como el vagabundeo de los sentidos en un redescubrimiento de la realidad. Esto, al reflejarse en la narración, disminuye la tensión pero muestra una mayor profundidad en la representación del conflicto entre Ana y La Cosa. Es en elementos como éste donde se puede reconocer la gran riqueza y la minucia (u obsesión) con que la autora elabora los diferentes niveles de la trama simbólica en la novela. Al inicio de este escrito, acoté la incorporación de Nettel con esta novela en la tradición literaria que incluye el motivo del doble. Resulta importante reconocer cómo se posiciona al respecto. Usualmente, en las obras del siglo xix el desdoblamiento implicaba la escisión fatal e irremediable del
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Ferrero, art. cit., p. 62.
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personaje o la imposición de una de las partes sobre la otra, es el caso del Dr. Jekyll de Stevenson, que desaparece bajo el gobierno de Mr. Hyde; de William Wilson, el personaje de Poe, que muere a manos de su doble; y de Dorian Gray, de Wilde, que al acuchillar su retrato se hiere a sí mismo y muere. Sin embargo, en El huésped se logra una conciliación entre los opuestos que busca reivindicar aquellos aspectos de la condición humana (sus defectos e imperfecciones) que siempre han sido despreciados, a la vez que actualiza la figura del doble para una sociedad que ya no se sorprende ante los seres o acontecimientos extraordinarios, sino que se aterra justo ahí donde la razón pierde la supremacía.
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Mujeres mexicanas en la escritura se terminó de imprimir en noviembre de 2017, en los talleres de Ediciones y Gráficos Eón S. A. de C. V., Av. México-Coyoacán núm. 421, Col. Xoco, C.P. 03330, Del. Benito Juárez, Ciudad de México, México (www.edicioneseon.com.mx). Tels. 5604-1204; 5688-9112. La edición estuvo al cuidado de Claudia L. Gutiérrez Piña, Carmen Álvarez Lobato y Flor E. Aguilera Navarrete. El tiraje fue de 1 000 ejemplares.
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DICTAMEN 1
DATOS DEL TRABAJO A DICTAMINAR TÍTULO: Mujeres mexicanas en la escritura 1. Relevancia del tema. El tema resulta de primer orden por varias cuestiones. En primer lugar, y aunque esto pueda parecer ya demasiado trillado, el corte por género hace justicia a una serie de escritoras que desafortunadamente han sido relegadas a un segundo plano (cuando no al olvido total y al polvo de la estantería) por su condición femenina. En este punto es muy interesante notar que una de las autoras estudiadas y, desde nuestro punto de vista más trascendentes en el siglo XX mexicano, Elena Garro, siempre, o casi siempre sea referida como “la que fue esposa de Octavio Paz”, incluso en las propias cuartas de forros de los libros de Garro. Es éste un gesto abiertamente machista al querer validar a la escritora por su cercanía sentimental con el escritor, cuando nunca se procede de manera contraria. Este volumen trasciende estas condiciones al dedicarse a organizar una guía de lectura de la escritura literaria hecha por mujeres, pero no por el hecho de su ser genérico, sino porque las condiciones señaladas marcan una escena de escritura siempre a contracorriente. En segundo lugar, no se ciñe a una sola perspectiva teórica, por el contrario, se permiten diversos acercamientos desde los textuales más rigurosos hasta los que traspasan el extratexto y estimulan la reflexión teórica, social y política. Por último, y en tercer lugar, demuestra que los intereses creativos de las escritoras no se constriñen a temas netamente “femeninos”, como se popularizó cierta literatura menor mexicana a partir de la década de los años ochenta. Muy por el contrario, los pertinentes análisis permiten descubrir que lo grotesco, lo fantástico, lo existencial universal, la crítica a la modernidad, la crítica a los privilegios de clase o estatus, el cuerpo desde una mirada no hegemónica, entre otros temas, son abordados de manera pertinente teóricamente hablando y permiten sopesar la dimensión estética de los textos puestos a discusión. Por lo tanto, el ejemplar es más que relevante y pertinente; es necesario. 2. Observaciones en cuanto a la estructura formal (coherencia, organización, lenguaje utilizado, redacción). En su presentación final, el texto guarda una coherencia y una cohesión excepcionales pues en su diacronía se exenta de miradas generales, susceptibles de no proponer verdaderamente nada. En oposición, encontramos (las más de las veces) verdaderas calas que profundizan en textos o temáticas ignoradas o revisados someramente con anterioridad. Cuando se procede de manera contraria, señaladamente en el texto dedicado a Elena Garro, se rastrea y analiza una temática de manera transversal a la mayoría de la obra de la autora, con singular éxito y pertinencia. Los críticos involucrados están a la altura formal necesaria en textos
rigurosos, eruditos y académicos. No hay reparo alguno ni en la sintaxis ni en el léxico utilizados. Se demuestran plumas afiladas y curtidas por la experiencia. 3. Calidad y rigor de los argumentos presentados. Como se indicaba en el inciso anterior, el texto demuestra dos estrategias analíticas diferentes, pero complementarias. La del análisis puntual de una o dos obras, generalmente narrativas, una novela, un cuento o un par de cuentos y con ello se logra un análisis muy riguroso y enriquecedor, como en los textos dedicados a Vicens, Dávila, Dueñas, Arredondo y Muñiz-Huberman, por ejemplo. Al mismo tiempo, hay visiones más ambiciosas que abarcan temáticas transversales como el practicado a las obras de Garro y Rivera Garza. Una tercera tendencia resulta más innovadora al rescatar la obra dramática de Castellanos del olvido crítico, procedimiento que también se sigue con Domecq, Jacobs y, sobre todo, Freire. Las hipótesis investigativas son fehacientemente comprobadas y, por lo tanto, su nivel argumental no tiene objeción alguna. 4. Observaciones en cuanto al tratamiento teórico/metodológico y bibliografía empleados. La bibliografía crítica es adecuada y actualizada. No hay reparos en este sentido. 5. Otros (Anexe las páginas que considere necesarias). No tengo observaciones que hacerle al trabajo. Considero que el trabajo es: a) Publicable
(XXXXX)
b) Publicable (con algunas modificaciones)
(
)
c) No publicable
(
)
DICTAMEN 2 DATOS DEL TRABAJO A DICTAMINAR TÍTULO: Mujeres mexicanas en la escritura 1. Relevancia del tema. El tema es relevante ya que forma parte de un proceso de rescate y análisis de la literatura escrita por mujeres que se ha venido desarrollando desde fines de los ochenta. En el caso específico de México, el que nos ocupa en específico, el libro suma análisis que contribuyen con nuevas perspectivas acerca de los textos, y especialmente al trazar otras redes de significación en la que están insertos. 2. Observaciones en cuanto a la estructura formal (coherencia, organización, lenguaje utilizado, redacción). La estructura del libro obedece a un orden cronológico que permite apreciar al lector un proceso en el tiempo. En cuanto a los trabajos, la estructura responde al proceso de argumentación y demostración de manera correcta. La redacción es correcta, aunque sugiero que se realice una última revisión al libro porque siempre se quedan detalles. 3. Calidad y rigor de los argumentos presentados. La calidad es de muy buen nivel con argumentos y relaciones bien razonadas, argumentadas y demostradas. A mi juicio, aportan nuevas perspectivas para apreciar los textos. 4. Observaciones en cuanto al tratamiento teórico/metodológico y bibliografía empleadas. La bibliografía revisada es amplia y se encuentra actualizada e integrada al proceso de análisis de los textos. El tratamiento teórico metodológico es correcto y responde en cada caso a la perspectiva de análisis escogida. Todos los procesos de análisis se encuentran debidamente sustentados. 5. Otros (Anexe las páginas que considere necesarias). El trabajo sobre Angelina Muñiz no tiene referencias a la crítica sobre los cuentos escogidos para el análisis. Entiendo que la perspectiva de su autor/a es
filosófica, pero quizás valga hacer una nota a pie mencionando alguno de estos trabajos. Considero que el trabajo es: a) Publicable
( x
)
b) Publicable (con algunas modificaciones)
(
)
c) No publicable
(
)
DICTAMEN 2 DATOS DEL TRABAJO A DICTAMINAR TÍTULO: Mujeres mexicanas en la escritura 1. Relevancia del tema. El tema es relevante ya que forma parte de un proceso de rescate y análisis de la literatura escrita por mujeres que se ha venido desarrollando desde fines de los ochenta. En el caso específico de México, el que nos ocupa en específico, el libro suma análisis que contribuyen con nuevas perspectivas acerca de los textos, y especialmente al trazar otras redes de significación en la que están insertos. 2. Observaciones en cuanto a la estructura formal (coherencia, organización, lenguaje utilizado, redacción). La estructura del libro obedece a un orden cronológico que permite apreciar al lector un proceso en el tiempo. En cuanto a los trabajos, la estructura responde al proceso de argumentación y demostración de manera correcta. La redacción es correcta, aunque sugiero que se realice una última revisión al libro porque siempre se quedan detalles. 3. Calidad y rigor de los argumentos presentados. La calidad es de muy buen nivel con argumentos y relaciones bien razonadas, argumentadas y demostradas. A mi juicio, aportan nuevas perspectivas para apreciar los textos. 4. Observaciones en cuanto al tratamiento teórico/metodológico y bibliografía empleadas. La bibliografía revisada es amplia y se encuentra actualizada e integrada al proceso de análisis de los textos. El tratamiento teórico metodológico es correcto y responde en cada caso a la perspectiva de análisis escogida. Todos los procesos de análisis se encuentran debidamente sustentados. 5. Otros (Anexe las páginas que considere necesarias). El trabajo sobre Angelina Muñiz no tiene referencias a la crítica sobre los cuentos escogidos para el análisis. Entiendo que la perspectiva de su autor/a es
filosófica, pero quizás valga hacer una nota a pie mencionando alguno de estos trabajos. Considero que el trabajo es: a) Publicable
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b) Publicable (con algunas modificaciones)
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