José A. García —Somos seres de tradición —saludó el prelado. —Lo seremos por siempre —respondió el hombre sin dejar de trabajar la tierra. Lo había descubierto acercándose desde la distancia, a pesar de lo cual, no dejó de remover la vieja pala, mellada y oxidada, que se encontraba en el cobertizo del pueblo. No le preocupaba nada más. —¿Cómo va tu día? —preguntó el prelado. —Igual que los anteriores. —¿Cuánto has avanzado hoy? —Te acercas a mis tierras todos los días, casi siempre al momento del crepúsculo, y haces la misma pregunta —dijo el hombre mirando al prelado por sobre su hombro, sin girarse por completo. No era resentimiento lo que cargaban sus palabras, sino otra cosa más difícil de definir—. Intercambiamos algunas frases y luego regresas a tus libros, tus historias y tu retórica como si nada. No me interesa que eso se transforme en nuestra tradición particular, no hagamos de una fórmula convencional para saludarse, una realidad. —Clavó la pala en la tierra y se volvió—. Además, ambos sabemos que en verdad poco te importa lo que haga o deje de hacer. Lo que te preocupa es otra cosa. En silencio, el prelado miró los surcos de la tierra y la humedad que se evaporaba poco a poco bajo el inclemente sol de tan inusual otoño. —Me preocupa que algo te suceda —Admitió. —Antes de que cumpla. Dilo, ambos lo sabemos. —Eso también es cierto —Reconoció el prelado—. Tampoco hace falta que lo señales ni que lo hagas ver como algo tan atroz. Piensa, en cambio, que es… —Necesario —Interrumpió el hombre mirando hacia los lados. —Cierto —respondió el prelado sin notar el tono en que se pronunciaba aquella palabra. Ninguno dijo nada durante varios minutos. El hombre tomó nuevamente la pala, hizo un pequeño pero profundo pozo antes de arrojar una diminuta, casi invisible, semilla y volver a taparlo. Cuando la tierra formó un montículo sobre la semilla, la mojó con un poco de agua de una cantimplora casi vacía. 18