Cría cuervos Gabriela Jauregui
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omo para muchas otras personas, para mí durante años el 11 de septiembre ha sido el recordatorio de los nefastos resultados de la intervención imperialista en el mundo. Y después del 2001, siguió siéndolo todavía más. Esto hablando en un plano sociopolítico. Pero la memoria histórica, siempre en disputa, se manifiesta de formas distintas en los cuerpos, se recuerda de formas diversas, con memorias propias y otras adquiridas o impuestas. A lo que voy es a que evidentemente yo vivo distinto el 11 de septiembre que una persona palestina recordando el atroz 11 de septiembre de 1922, o que alguien del territorio llamado Chile. Y dos personas chilenas lo viven distinto dependiendo si una tenía veinte años en 1971 y una veinte años en 2021. ¿Ustedes se acordaban que el 11 de septiembre de 1990 George Bush, el primero (porque sí, son como una especie de dinastía de muerte), declaró la guerra a Irak? Lo mismo sucede cuando la gente recuerda el 11 de septiembre de 2001. ¿Qué estabas haciendo cuando los aviones se estrellaron en las torres? ¿Estabas en Nueva York? ¿En Kabul? ¿En la periferia de la cdmx? Dependiendo de dónde estabas y qué edad tenías, las respuestas a esa memoria cambian radicalmente. Yo estaba dormitando. Tenía veintidós años y vivía en Los Ángeles. En una casa con pisos grises de madera, aglomerada, pintada con paredes color verde pistache, en la que le salía moho a los zapatos en el clóset y crecía jengibre junto a la puerta de entrada. Afuera vendían red tops y blue tops y se oían
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balazos y los helicópteros volaban bajo con su luz hurgando en mi recámara más seguido de lo que nadie quisiera. Era otra ciudad, pero con una guerra reconocible. Les cuento esto tratando de encarnar a esa yo de hace veinte años, procurando no corregirme a la luz de los horrores que sabemos sucedieron. Mi yo de entonces llegaba de setenta y dos horas de fiesta ininterrumpida en Tijuana. Había tocado Nortec en el Jai-Alai y como que acabamos encerrados allí un resto de banda, con lo que parece era un único dealer, o quizás eran varios, pero con la misma merca. La tacha nos explotó a docenas de personas al mismo tiempo, la música y la euforia química se acompañaban a la perfección. La verdad, la tacha estaba llena de anfetamina, estaba malaza, pero gritábamos de emoción cuando subían los beats. De allí, en vivo, manejamos de regreso a Los Ángeles, pasando migración con una sonrisa amable para disimular las pupilas más dilatadas que el ano de Tom of Finland en popper. No podía dormir ni descansar. Tampoco comer, que es siempre mi antídoto para todo. Suena banal, no quisiera trivializar el horror, solo quisiera que se entienda cómo es que incluso la vida más pedestre de una estudiante de veintidós años cambió de un momento a otro. ¿Cómo iba imaginar que el mundo entero se estaba reconfigurado en esos momentos? Empecé a dormitar y era muy temprano cuando empezó a sonar el teléfono de casa con insistencia (entre Nueva York y Los Ángeles hay cuatro horas de diferencia). Era China, mi amiga más madrugadora, gritando: «¡Prende las noticias! ¡Prende las noticias! ¡Un avión se estrelló en el World Trade Center!». En las noticias, las dos torres humeaban. Las torres no se habían colapsado todavía pero el tiempo sí, o solo en la memoria: al mismo tiempo que humeaban, yo recuerdo ver tomas de un avión y luego otro estrellándose en una torre y la otra. Pero eso no es verdad. Hay incluso una prueba psicológica sobre la memoria que
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