La emoción que llaman literatura Roberto Calasso
H
ubo un día, en 1961, en que se dio la noticia del Premio Formentor concedido a Borges y a Beckett. Recuerdo aquel día y la impresión de que era un premio iluminado, aun si ningún ex aequo es justo. Y parecía evidente el fundamento de la elección: la literatura. Esta palabra singular, después de haber pasado por tantas aventuras, y por mucho tiempo haber sido considerada molesta o solo funcional, en un cierto punto de su vida, en el tiempo de Hölderlin y de Novalis, se convirtió en el genio que sale de la botella y, sustraída a toda constricción, había comenzado a vagar, mezclándose con todo, sin prejuicios y sin exclusiones. Escondiéndose en cada hueco de aquello que aparece, aceptaba una vida clandestina, de la que sin embargo salía después de haber absorbido en sí todo aquello que había atravesado. ¿Bajo qué condición? Vista desde fuera, no cambiaba demasiado, tan solo una cierta torsión de las formas. Los sonetos podían permanecer como sonetos, pero si los escribía Baudelaire transmitían aquello que Hugo llamó «un frisson nouveau». ¿Se trataba solo de un estremecimiento aleatorio y efímero? ¿O la literatura misma corría el riesgo de convertirse en un único y gran estremecimiento? De hecho, una vez sumergido aquel ordo rerum que garantizaba la retórica, era posible reconocer la literatura, al menos por un siglo, gracias a ese estremecimiento nuevo. Fue en aquel periodo cuando ocurrió otra conquista, más discreta. Nadie la reivindicó, pero algunos la practicaron con suma pericia. La conquista consistía en este precepto: todo puede ser considerado literatura. Borges fue el inigualable maestro y practicante. Fue una gran liberación y una inmensa expansión de territorio, que iba junto con otro precepto, implícito, según el cual la literatura misma no debía ser definida. Entre junio y julio de este año ocurrió —en la siempre útil sección de cartas del Times Literary Supplement— una curiosa discusión: se debatía si Platón podía ser considerado «gran literatura». Evidentemente a uno de los dos interlocutores no le había llegado la noticia de aquella remota conquista de la que estoy hablando, según la cual no solo Platón, de manera evidente, sino también aquel arcaico objeto, la guía telefónica, puede ser considerado como literatura. Lo sabía bien Georges Simenon, que la hojeaba como si fuesen poemas épicos, buscando los nombres para los personajes de sus novelas.
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