Reporte SP 63

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que Gorbachov subió al poder, se avecinan grandes cambios en la dirección del país y de la misma urss. Por eso, le dice a su marido que invite un día a Zossimov, pues el ruso, por su relación con la embajada soviética, debe de estar al tanto de muchas cosas que ellos ignoran. A Pencroff no le gusta recibir a nadie, así que se hace el desentendido, pero Sabine insiste en que le pregunte a Zossimov si quiere venir a cenar con su novia, y Pencroff, al fin, cede. El ruso acepta gustoso la invitación, y desde el momento en que llega a su casa, Pencroff siente un agudo malestar. Hombre celoso, descubre, cuando le abre a Zossimov, que el ruso es un joven muy atractivo. En los túneles, debido a la luz mortecina de las lámparas, a los cubrebocas con los que los miembros de las cuadrillas se protegen del polvo y a los cascos que les tapan la frente, ha visto su rostro a medias, y solo ahora, al abrirle la puerta, repara en su hermosura. Se siente desfallecer. Sabine, que es quince años más joven que él, tiene aproximadamente la edad del ruso. Este, por añadidura, viene sin su novia, pues Katiusha, explica, amaneció con fiebre. Además de guapo, Zossimov se muestra dueño de una charla cautivadora que lo convierte en el centro de la velada. Sabine ha invitado a Karla, una compañera de la fábrica de quien se ha vuelto inseparable, y Pencroff queda relegado a un segundo plano, mejor dicho a un tercero, ya que el segundo lo ocupan Sabine y Karla, que penden de los labios de Zossimov y lo bombardean de preguntas sobre el laberinto del subsuelo, sobre Gorbachov, sobre el futuro del comunismo mundial, sobre cómo se visten las mujeres de su país y un sinnúmero de otros temas. Durante toda la noche el dueño de la casa no deja de sentirse menos que una castaña marchita. Evita mirar a su mujer para no tener que comprobar la expresión de arrobamiento con que ella no deja de mirar un solo instante a su invitado, y pasa una de las noches más amargas de su vida. Al día siguiente, en los túneles, la sola vista del joven ruso le produce una aversión tan violenta, que no logra dirigirle una sola palabra amistosa. Cuando Zossimov le pregunta qué tiene, le contesta que ha despertado con una fuerte migraña. El otro le entrega la tarjeta de un médico de la embajada rusa, amigo suyo, de nombre Kobeliev, que por cierta cantidad de dinero redacta certificados que permiten

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ausentarse del trabajo y, si la cantidad es mayor, obtener incluso una licencia indefinida, y le cuenta a Pencroff que a un conocido suyo que trabajaba en una cadena de montaje, Kobeliev le había extendido un certificado en el cual se hacía constar que el tipo sufría de una artritis severa que lo incapacitaba para cierto tipo de movimientos, con lo cual el hombre había conseguido que lo trasladaran de la cadena de montaje a un escritorio del departamento de contabilidad. Pencroff se guarda la tarjeta y le da las gracias. Al día siguiente Sabine tiene uno de los ataques de vértigo que padece a menudo y avisa por teléfono que no podrá acudir a trabajar. Cuando Pencroff ingresa en los túneles y sube a la vagoneta, ve que Zossimov no está, pregunta por él y el líder de la cuadrilla le dice que se reportó enfermo. Pencroff sospecha un encuentro secreto entre Zossimov y su mujer y se contiene a duras penas para no bajarse de la vagoneta y correr a su casa. Esa fantasía lo persigue durante todo el día mientras hunde el pico en la tierra. Trabaja con tal encarnizamiento que sus compañeros se burlan de él. Uno de ellos le pregunta si no se ha peleado con su esposa, los demás se ríen y Pencroff interpreta esas palabras como la prueba de que la cuadrilla está al tanto del contubernio entre su mujer y el joven ruso. Se abalanza contra el tipo que ha pronunciado esa frase y los otros tienen que intervenir para separarlos. En las horas siguientes se apartan de él y nadie vuelve a dirigirle la palabra. De vuelta a su casa encuentra a Sabine repuesta de su ataque de vértigo y busca algún indicio de la presencia de Zossimov en el departamento. No encuentra nada y le pregunta a Sabine si salió, pensando que tal vez ella y el ruso se citaron en otro sitio, a lo que ella le contesta enfadada que cómo cree que con semejante ataque de vértigo se le pudo ocurrir salir de la casa. Al día siguiente Pencroff procura sentarse al lado de Zossimov en la vagoneta que los conduce donde tienen que excavar. Quiere saber si se enfermó de verdad, y cuando se lo pregunta, el ruso, tal como lo había sospechado, le contesta que no. Se tomó el día libre pretextando un malestar estomacal, y le muestra una copia del certificado médico redactado por Kobeliev que avala su padecimiento. Le explica que, como son amigos, el médico no le cobra nada, y a continuación, sin que Pencroff se lo haya preguntado, le susurra al oído que visitó a la esposa de un alto funcionario que está loca por él. Pencroff se esfuerza por sonreír, mientras siente crecer su aborrecimiento hacia el joven, ahora que sabe que es un libertino. Más tarde, platicando con otro miembro de la cuadrilla, el ruso se entera del pleito que Pencroff tuvo el día anterior con uno de los trabajadores y en la pausa del almuerzo lo busca para preguntarle el motivo de la pelea. Pencroff hace un gesto de la mano para dar a entender que no quiere hablar del tema. Llevas un par de días malencarado, le dice Zossimov, y le pregunta si está enfadado con él. Pencroff está a punto de dejar salir el peso que lo agobia desde el día de la cena y echarle en cara el comportamiento engreído que tuvo en su casa, pavoneándose con su esposa y con la amiga de esta, pero en la mirada gélida del ruso no encuentra ningún asidero


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