GERMÁN GARCÍA ADRASTI
memorias del tiempo en que fueron construidas, serán un archivo visual para contar en el futuro lo que vivimos en el 2020. Didi Huberman dice que no se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto, no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Las imágenes forman parte de lo que usamos para registrar nuestros temblores (de deseo o de temor). El virus es biológico, pero también es semiótico. Lo que antes era visible y palpable se volvió apenas perceptible, incorpóreo, y lo que antes no percibíamos se vio con total crudeza. La pandemia puso negro sobre blanco lo que extrañábamos, lo que nos faltaba, las ausencias que sentíamos, el desastre ecológico a nivel planetario, la violenta desigualdad social. También puso de manifiesto que no podemos esperar a que otros u otras decidan cómo va a ser nuestro futuro.
Tuvimos que aprender velozmente a readaptarnos, reinventarnos. Vimos una vez más que lo que sostiene la vida es la solidaridad, que no hay salidas individuales, libradas a la “creatividad” del mercado, que estamos todos y todas interconectados, vital y biológicamente. El virus reacomodó mapas políticos, cambió las jugadas en tableros torcidos, reconfiguró resultados electorales. También sabemos que las fotografías no circularon solas. Lo visual siempre carga con historias previas. Por eso decimos que lo social es redefinido por y a través de las imágenes. En la intersección entre la capacidad de ver, las tecnologías disponibles y los discursos sociales vamos desandando qué y cómo vemos lo que nos sucede. Las imágenes nos dicen de algún modo a qué tiempo pertenecen: “Todo presente está determinado por aquellas imágenes que le son sincrónicas: todo ahora es el ahora de una determinada cognoscibilidad. En él, la