PLAN DE VIAJE 20 VOCES TRASATLÁNTICAS
Publicado por: Efecto Antabus eantabus@gmail.com www.eantabus.com
Plan de viaje 20 voces trasatlánticas Septiembre 2020 Compiladoras: Alicia Hernández Sánchez Raquel Guerrero Velázquez
Ilustración de portada e interiores: Galia Gálvez Álvarez Diseño de portada: Elisa Ruiz Zetina Diseño editorial: Josué Tello Torres
Los derechos de las obras publicadas pertenecen a las autoras y autores, para uso y reproducción de manera individual es necesario consultar a la creadora y creador de manera directa. Este libro puede compartirse de manera libre y sin fines de lucro..
Índice
Alicia & Raquel Una introducción Alejandra Cuberos Gómez Moscas Carlos Ferráez Perros pudorosos Herencia Rubén Nachar Decisiones Flor Braier Kantor Bicho torito Inundación La humedad Paula Sàbat Martínez Receta para el desastre Fabio Zamarreño Poética Flores sobre mi tumba Paqui Bernal Tres devociones Mariana Toro Nader Ojitos empijamados
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Patricia Infanzón Rodríguez El claro Nicole Yanine Said Truco Daniel Reixats Alea jacta est Alicia Hernández Sánchez Íncub(ad)o Carlos Ospina Marulanda El ascensor Salidas Internacionales Raquel Guerrero Velázquez Recuento Cien Anaïs Faner Anglada La Ciudad del Infinito Mauricio Lombardi Así son ellos Sofía Carrère Espejo roto Isabela Ramírez Payán Benny Goć Paola Carrillo Viteri Cinco juegos para soñar: cuento fraccionado
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Introducción
CUANDO SAMANTA SCHWEBLIN nos dijo —en la cena de despedida que habíamos organizado de improviso para ella—, que lo que más acabaríamos valorando del Máster sería conseguir lectores, no entendimos muy bien. Nos quedamos mirando y levantamos los hombros. Al menos esa fue nuestra reacción presurosa para seguir devorando la pizza que teníamos enfrente. No pondremos al fuego las manos de todos. «La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos, arriesgamos poco, y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio», escribe Ego tras probar el Ratatouille. Y es cierto: como artista o persona rayana a ser juiciosa, fabricamos opiniones sobre todo, lo que no excluye nuestro trabajo y el ajeno. Pero en estudios de este tipo —posgrado y con tutores de nombre tan rimbombante—, la vida te voltea la tortilla. Por razones obvias, tendemos a encontrarnos en los extremos del espectro de la crítica respecto a nuestra obra: o bien la protegemos con uñas y dientes jurando que está bien condimentada, o la destruimos y despedazamos frase tras frase, sílaba tras sílaba, en el antítesis de la clemencia, cayendo en el eterno círculo vicioso del síndrome del impostor —el peor—. Leer es ir masticando un chicle hasta que agotamos todo el sabor. Un escritor, al leer el trabajo de otro escritor, invariablemente recurre a la antropofagia. Raquel y Alicia 11
Entregar y leer textos semana a semana fue desafiante en muchos sentidos: desde la contrainte de estilo y forma, hasta la carrera contrarreloj para entregar algo —según nosotras— digno de leer. El hecho de saber nuestras letras expuestas a los ojos —y a las mandíbulas ansiosas de otros—, nos llevó al filo de la zona de confort. Bailando sobre la cuerda floja, aprendimos a balancear el ego maldito, que a veces te come. Las expectativas, temores y pereza de correcciones posteriores hasta encontrar un punto medio donde —ante la crítica o el cuestionamiento de alguien—, pudiésemos responder con la objetividad de alguien que ya no tiene ni instinto sobreprotector ni tendencias caníbales. Aprendimos a responder y a comportarnos como un autor más maduro, maridado (ojalá perdonen la aliteración) en las sensibilidades de otros. Magia predecible: de entre aquellos críticos y filósofos literarios (independientemente de la carrera estudiada) germinaron y florecieron amistades bien chulas. Qué significa esta palabra en Chile, qué significa esta otra en Colombia, qué es eso del mate (pie para el jadeo argentino) qué hago en el párrafo dos para la clase de cuento, ¿lees mi poema, por favor?, y ad infinitum. Mientras avanzaba el Máster, ya no entregábamos textos sin repartirlos entre amigos que también eran escritores, pero más importante aún, eran lectores críticos y perceptivos. A eso se refería Samanta: nuestro proceso creativo ya no terminaba con nuestro punto final, sino que avanzaba a través de distintos borradores, miradas y sugerencias, hasta volverse una obra más grande, caleidoscópica; que hubiese o no disminuido en caracteres, era mejor porque tenía más revisiones encima. Dos cabezas piensan mejor que una, dice el dicho, bueno; en nuestro caso, seis pares de ojos definitivamente leen mejor que un par. Es la evolución inevitable en la carrera de un Autor (cómo se antoja poner la mayúscula, ¡sí señor!), donde la confianza ya no tiene baluartes tambaleantes y más bien se construye 12 Introducción
entre el gremio, aunque sigamos con la manía de la antropofagia. La vida nos seguirá volteando la tortilla, pero mientras sigamos creando y compartiendo el fruto de dichas serendipias, atravesar el texto —e ir masticando, ya lo habíamos dicho— será delectación. Tenemos a nuestros lectores y amigos ya (por puro azar resultan también escritores y están diseminados por todo el mapa), ansiosos de desplumarnos del ego al volverlo objetividad, y viceversa. Llamémosle «un gesto de amor». Lo que queda es no soltar las letras. Aferrarse al sueño, porque no hay grito sin letras. No hay lucha sin párrafos. No hay catarsis sin páginas, no hay amor sin libros. De este lado, no se concibe el futuro sin esa reconfortante compañía, pero eso es cuento para otra sobremesa. Raquel y Alicia
Raquel y Alicia 13
Alejandra Cuberos Gรณmez
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Alejandra Cuberos Gómez (Bogotá, 1995) Es cuentista y guionista. Estudió comunicación social con énfasis en producción audiovisual, aspirando ser directora de cine. Después de algunos rodajes exitosos para el producto, pero inciertos para ella, encontró un lugar seguro detrás de la página. Allí permanece desde entonces.
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Moscas
PARECÍA QUE LAS MOSCAS se estuvieran procreando directamente sobre los platos sucios que se amontonaban en el lavaplatos. No se veían, pero una vez que alguien abría la llave del agua salían todas a volar. ¿De dónde? Ni idea. Tal vez subían por la tubería, pero ¿cómo? Estaba tapada, lavar la loza de un solo asado nos tomaba días. Ya habíamos sacado toda la comida de la cocina, para rociar el insecticida, pero cuando volvimos ahí seguían. Se acumulaban en el techo, y cuando se apagaba la luz volvían a dispersarse a sus escondites. Nosotros también nos escondíamos, entrando a la cocina solo cuando era estrictamente necesario. Yo iba corriendo a la habitación después de cada comida, me acostaba en la cama y respiraba profundo hasta que se me pasaba la rasquiña que sentía al dejar mi plato en el lavaplatos. Juan gritaba con asco, a veces incluso le daban arcadas. Las moscas convivieron con nosotros un par de semanas, pero, cuando nos empezó la picazón que no nos dejaba dormir, decidimos tomar acciones al respecto. Juan no quería hacerlo, le parecía inútil, prefería que llamáramos a alguien, yo lo presioné para probar mi teoría. Apuntamos el insecticida directamente al desagüe del lavaplatos y disparamos. De adentro salió un enjambre de moscas, zumbando agonizantes. Nos tapamos la cara, pero igual las sentíamos tocándonos las manos y colándose por entre los dedos. “Qué asco, toca llamar a alguien” me dijo Juan, “Ya al menos salieron” le respondí, aun tapándome los ojos. Tapamos el lavaplatos, Alejandra Cuberos Gómez 17
y volvimos a fumigar. Cuando regresamos estaban todas en el suelo, todas muertas. Con una simple barrida pudimos cocinar tranquilamente. Esa noche dormí como nunca. En dos días ya estábamos nuevamente invadidos. “Ahora si tengo asco” le dije a Juan cuando quitamos la tubería. El hedor que salió era inaguantable. Desde que nos pasamos al piso el mes anterior sabíamos que la cocina tenía un olor particular, pero habíamos asumido que se trataba de humedad. Yo traté de ignorarlo por completo, el piso era perfecto, y no quería que nada manchara la convivencia. Ahora teníamos dudas. Parecían haber más y más moscas dentro del tubo, así que decidimos seguirlas. Con gran dificultad quitamos el segundo tubo, y junto con las moscas salió disparado por el aire. “¿Qué mierda es eso?” preguntó Juan con cara de terror. “Un pulgar” le dije yo. “No hay nada más” anuncié cuando terminé de inspeccionar la tubería. “¿Nada más? ¿No es suficiente con el pulgar?” Me dijo Juan aterrado. Recogí el dedo del piso y lo guardé en una bolsa, era más hueso que carne. Él salió corriendo de la cocina y se encerró en el baño. Yo me empecé a rascar el cuerpo desesperada, mientras trataba de dispersar a las moscas con el insecticida. Cuando logré que se fueran todas, limpié y desinfecté la cocina hasta que quedó perfecta. Juan seguía vomitando en el baño. Esa misma tarde acordamos llevar la bolsa del pulgar a los otros apartamentos con la esperanza de que alguien nos dijera de quién podía ser y, más importante aun, de dónde venían las moscas. Tocamos el timbre en el apartamento de enfrente, pero nadie respondió. Juan golpeó la puerta y salieron algunas moscas por el cerrojo. Miré a Juan con preocupación y le hice un gesto con la mano para que fuéramos al siguiente apartamento, en el piso de abajo. No alcancé a timbrar. Pisé el tapete de entrada y en ese instante se levantaron decenas de moscas. Por los lados de la puerta también empezaron a salir, 18 Moscas
llenando el pasillo. Bajamos corriendo las escaleras y las moscas nos siguieron. Sentía como se enredaban en mi pelo, mientras corría me rascaba el cuero cabelludo tratando de quitarlas, casi hasta sacarme sangre. Las arcadas de Juan eran incontrolables, me miraba con angustia, pero yo ya no podía hacer nada, seguimos bajando como pudimos. En uno de los apartamentos del primer piso se oía un televisor prendido, tenía que haber alguien. Timbramos y golpeamos la puerta, haciendo todo el ruido posible. Nos detuvimos, pero no hubo silencio. Un zumbido ensordecedor se acercaba desde dentro. Solté la bolsa y apreté mis propios pulgares entre mis manos.
Alejandra Cuberos Gómez 19
Carlos Ferrรกez
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Carlos Ferráez (Ciudad de México, 1990) es escritor y cineasta. En 2019 publicó su primera novela “El Ciempiés Bicéfalo” con el sello editorial Palabras PaNarradores. A los once, se rompió la clavícula y se tragó una canica el mismo día. Ha plantado un árbol, escrito un libro y agarrado a un toro por los cuernos. Todo lo que ha escrito en la vida, incluyendo esta semblanza, es mentira.
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Perros pudorosos
EL SEMÁFORO PASÓ de un amarillo intermitente a un rojo definitivo. La pickup se detuvo antes del cruce peatonal. En el interior, F y B contemplaban silenciosamente la calle. F abrió un poco la ventana y vio a dos perros que pasaron uno detrás del otro y se introdujeron en un callejón estrecho de la colonia San Pedro. —¿Cuándo fue la última ves que viste a unos perros cogiendo? —¿Qué? —Eso, que hace muchísimo tiempo que no veo perros apareándose en la calle, ¿tú? —No digas “coger”, flaca. Se oye muy mal. Temprano en la mañana F salió a la calle en busca de croquetas para G, su perro pomeranian. Al volver a casa, encontró a G montando y embistiendo su mochila del trabajo, como había hecho en los primeros meses de su adolescencia canina. G, al percatarse de la presencia de F, pegó un brinco sobresaltado, luego gruñó y caminó lentamente hacia la cocina, olvidándose de la mochila. F acudió al internet para investigar. Tecleó, “perros apareándose”. Después de encontrar el resultado obvio de videos de perros apareándose, notó que de todos, el último tenía fecha del 2016. Volvió a la página principal y tecleó “Perros pudorosos”. El único resultado medianamente relacionado con lo que la llevaba a la búsqueda, fue un cuadro de un Carlos Ferráez
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pintor yucateco en el que aparecían tres perros antropomórficos con sonrisas juguetonas, cubriéndose los genitales con las manos. Desesperanzada y frustrada, habiendo agotado las opciones detectivescas a su alcance, F abrió twitter y escribió “¿Alguien más se ha dado cuenta de que los perros ya no se aparean en público?” Pronto recibió un corazoncito de B, que siempre estaba al pendiente de su presencia digital. Al despertar, se encontró con 2 mil likes a su tuit, y 60 retuits, entre ellos, algunas plataformas digitales de la ciudad con un gran alcance de lectores. Pronto empezaron a surgir notas “¿Pueden los perros sentir pudor?” y “Nadie ha visto a perros apareándose en el último año, revela encuesta”. Entre los muchos comentarios e interacciones, había personas que afirmaban que los perros en esa ciudad norteña, con su nuevo sentido del pudor, no podían hacer sus otras necesidades fisiológicas frente a los humanos y que habían comenzado a hacerlo únicamente en cuartos específicos de las casas, en callejones, detrás de tambos de basura, pero nunca en parques y avenidas. Se formaron bandos. Mucha gente aplaudió esta nueva faceta, lo celebraron como una victoria, el siguiente paso de la domesticación animal. Sin embargo, el partido político en turno, apoyado por la iglesia local, emitió un comunicado en el que decía que haber domesticado animales había sido un error, que era contra natura que un animal pudiera sentir pudor, algo tan humano. El debate escaló rápidamente. Hubo manifestaciones frente a la casa de gobierno. La gente dejó de sacar a sus perros a pasear. En un intento desesperado, la fracción con el discurso más conservador instauró cursos de reeducación para perros, en los que los instructores desprovistos de vergüenza se exhibían sin ropa en las plazas públicas y realizaban actos sexuales en los kioscos. Mucha fue la convocatoria y grande fue la demostración en el zócalo de la ciudad. La policía, con órdenes de no someter a los manifestantes, se limitó a organizar el 24 Perros pudorosos
tráfico. Algunos oficiales, abrumados por la realidad, se despojaron de su uniforme policial y se unieron a las demostraciones públicas. Los perros que estaban atados a los postes, se mostraban indiferentes ante el espectáculo. Un manifestante pensó que había que desatarlos, para que pudieran andar libremente, y así lo hizo. Los perros, memoriosos y avergonzados, volvieron a sus casas y cerraron las puertas.
Carlos Ferráez 25
Herencia
SALIMOS TEMPRANO, ANTES DEL AMANECER, en los caballos rumbo a Ucú. Mientras mi hermano iba al mercado yo pasé por el herrero. Le di la moneda de cobre que me había dado mi papá y me la devolvió con un agujero mediano que no estaba en el centro exacto de la moneda. Le agradecí. Me preguntó para qué me servía la moneda agujereada y yo me encogí de hombros. Mi papá era así. Me mandaba a hacer mandados extraños y nunca me explicaba para qué. Regresamos en los caballos hacia Mérida y antes del medio día ya estábamos de vuelta. Cuando llegamos a la hacienda, me dijeron que mi papá no estaba en la casa, pero que había dejado dicho que lo fuera a alcanzar. Lo encontré rodeado de gente en medio del campo de magueyes. Algunos indios que trabajaban con él y otras personas que yo no conocía. Pocas cosas me producen tanta satisfacción como atrapar algo en el aire; al vuelo. Para mí, esa sensación o una muy similar ocurre al escribir algo que suene medianamente bien. Esa ha sido siempre la pauta por la que me guío. El ritmo, la métrica, el enunciado; todo combinado para crear un texto, generalmente corto, que se sostenga por sí mismo, que camine; aunque sea con pasos torpes y dubitativos pero que camine hacia algún lado, incluso hacía atrás para tomar vuelo y lanzarse esperando que alguien lo cache. 26 Herencia
En cuanto me vio llegar me sonrió y yo me fui a parar junto a él. En eso, sin que viniera a cuento, sacó una moneda de su bolsa, se la enseñó a todos los presentes y la aventó al aire con mucha fuerza, muy lejos. Desenfundó la pistola del cinturón y ¡pas! Todo el mundo se quedó callado, me imagino que nadie se lo esperaba, y mucho menos yo, y me dice “Ande, mijo, busque la moneda, a ver si le alcancé a dar” Y pa’ pronto salgo corriendo, la encuentro y corro a devolverle la moneda agujereada, y él se la presume a todos los presentes y todos se quedan boquiabiertos con la puntería de Don Antonio. Yo no entendía bien por qué mi papá hacía esas cosas. Ni por qué tenía que ir hasta Ucú para perforar la moneda si había un herrero en la esquina. Luego, más grande entendí que con eso estaba asegurándose que nadie quisiera agarrarse a balazos con él. Ser hacendado en ese tiempo en Mérida era peligroso. Al final, yo quedaba agradecido con Dios por no haber dejado la moneda agujereada en la casa, por no haberme tardado más en el camino de regreso de Ucú, por haber entendido sin palabras lo que se esperaba de mí. Diría que mi gusto literario se originó en gran medida al escuchar las historias que contaba el abuelo. Porque contaba siempre historias autobiográficas fantásticas, y las contaba con tal convencimiento y elocuencia que costaba mucho trabajo dudar de su veracidad. Quizá eso es una exageración, porque yo dudaba constantemente de la veracidad, sin embargo, él podía contestar indefectiblemente cada una de mis preguntas y recordaba con una memoria prodigiosísima que aún lo caracteriza, los detalles y pormenores de cada una de sus historias. Yo no tendría esta manía por contar historias, por hacerlas plausibles, por construir relatos verosímiles a prueba de todo escrutinio, si no hubiera escuchado esas historias desde muy pequeño; si no se me hubiera inculcado el hábito de cuestionar los detalles. Recuerdo sobre Carlos Ferráez 27
todo eso; la duda que me generaba, el escepticismo. Es por eso que mi mito de origen comienza en la década de 1930, por ahí cuando mi abuelo obtuvo conciencia y memoria, unos 70 años antes de mi nacimiento, y sucede, como la mayoría de sus historias en Mérida, Yucatán, en el suroeste mexicano. Estábamos un día haciendo los preparativos de una de las fiestas que hacía mi papá y cuando me dice. “Mire, mijo. Agarre a ese perro. Mátelo y ponga la cabeza sobre la barda esa.” Y ahí voy yo, sin chistar, porque así era con tu bisabuelo. Le pego un riflazo al perro y pongo la cabeza sobre la barda. La fiesta pasó, comimos una cochinita buenísima, pero buenísima y estaba ahí jugando con los otros niños, desparpajado, cuando me llama mi papá. “Mitch ven acá. Cuéntale a Campos qué comimos”. Y mi cabeza rápido hace la conversión, porque ya sabía por dónde iban los tiros. “Perro, papá” “Ya vio, si se lo estoy diciendo”. “Y qué hiciste con lo que sobró, mijo” y yo nomás señalo a la barda que está atrás de él y el pobre Chivo Campos voltea y ve la cabeza del perro y se pone a vomitar ahí mismo donde estaba parado, y mi papá risa y risa… Alguna vez le pregunté por qué no escribía un libro con todas las historias que contaba y me dijo que él no sabía escribir. El abuelo no terminó la primaria, pero es el lector más constante que conozco. Aún tiene – aunque ahora rapiñada, sobre todo por los miembros más jóvenes de la familia– una biblioteca que ocupa un cuarto entero de su casa. Cuatro paredes grandes con libreros de piso a techo. Recuerdo de muy chico entrar a ese cuarto con mis hermanos y mis primos a jugar a esconder un objeto específico que los otros tenían que encontrar en la inmensidad de los libreros. Después, poco a poco, fui descubriendo títulos y autores. Ahí me encontré con el boom latinoamericano, las novelas de 28 Herencia
Sherlock Holmes, Rulfo y otras novelas de autores mexicanos que no he visto en otro sitio, también, novelas históricas sobre el México independentista y revolucionario que contaban una historia muy distinta a la que estudiaba en los libros de la SEP. Está como ese día en que había ido a una fiesta a casa de Baldo, ahí por La Griega. Venía de regreso, medio borracho y a media carretera que veo unas patrullas de policía. Había un coche que se había salido de la carretera. Me bajé a ver si conocía al accidentado, porque pensé que tal vez también había estado en la fiesta. Pero no pude ver nada, porque los policías se dieron cuenta que andaba tomado y me dijeron “Váyase a su casa con cuidado o ahorita que llegué la siguiente patrulla nos lo llevamos” y yo pues patitas pa’ que las quiero, me subí al coche y me fui. Llegué a la casa con tu abuela, me cené algo y me quedé dormido hasta el día siguiente. Bien temprano en la mañana empiezan a tocar el timbre dos, tres, cuatro veces. Y ahí va tu abuela a ver quién estaba jodiendo tan temprano. Regresa y me dice “Son unos policías, que quieren hablar contigo” “Qué carajo quieren” y bajo a ver qué carajo querían, y me dicen “Venimos por la patrulla” y yo sin entender les digo que qué patrulla, que ahí no había ninguna patrulla. Y me piden que les deje ver el garaje, y ahí voy yo de muy de mal humor, tirándolos de pendejos por levantarme de la cama tan temprano, y abro el garaje. Todavía con la torreta encendida estaba la patrulla de los policías que me había traído del lugar del accidente. Y nomás me río. El abuelo es un ajedrecista excepcional, pero disfruta más de jugar al dominó; hábito que le inculcó a todos sus hijos y a la mayoría de sus nietos, sospecho que para tener con quién jugar en la vejez, como haría cualquier ajedrecista, pensando en la contienda larga. Repite constanCarlos Ferráez 29
temente las máximas del juego a cualquiera se siente a jugar con él por primera vez: Respeta la mano, repite la ficha, rechinga al de al lado. Tiene frases armadas que reproduce mecánicamente durante el juego y que me he sorprendido repitiendo en más de una ocasión: Esta ni de vecina, para las fichas con más puntos; cuéntenme ese ganadito, al tirar la ficha de la victoria; la pálida Musmé y la caja de cocas, para nombrar la ficha blanca y la mula de seises.. Es tuerto desde muy joven, calvo desde que lo conozco, de carácter duro, de ideas fijas, de curiosidad inagotable. En una ocasión, al llegar a visitarlo, noté que tenía una herida en la coronilla. Al preguntarle qué le había pasado me contó que se puso ácido ascórbico en la cabeza calva para eliminar un lunar que le parecía raro. ¿Tú sabes por qué tu abuelo es calvo? Porque no tiene ni un pelo de tonto. Cuando era niño tenía unos caireles rubios y largos, largos. Los vecinos que nos visitaban le decían a la mamá Mila. “Qué bonitos caireles tiene Mitch”. Y ella decía que sí y me acariciaba el pelo. Luego me salía solo a la calle y me sentaba en una silla. Pasaban los vecinos y me decían “Qué bonitos caireles. ¿Me regalas uno?” “Se lo vendo” les decía yo. Y así los fui vendiendo hasta que me quedé sin pelo, pero con un carrito para poder vender cartón. Tengo el recuerdo de observar detenidamente el cabello de todos mis familiares buscando uno rubio y rizado que le confiriera verdad a su historia. Yo tengo el cabello chino y negro; mi hermano, lacio y castaño claro. Quizá entre los dos se esconde la verdad del relato. Está como esa vez que mi papá Antonio había quedado con sus amigos para ir a montar. En un momento me llama y me dice. “Agarra este sombrero y úntale un chile habanero en la badana antes de que nos vayamos. 30 Herencia
Luego les ofreció sombreros a todos y le dio el del chile a su amigo Mario. Montamos una hora entera. Era el medio día en Mérida. Debía hacer un calor de 40 grados y el infeliz nomás sudaba y lloraba y no sabía qué hacer porque ni tallarse los ojos podía porque tenía las manos y la frente todas llenas de chile. Sentado indefectiblemente en la cabecera de la mesa, declama poemas juguetones y brinda por los muertos con la voz quebrada; tira bombas yucatecas mientras alguien cocina una carne asada en su jardín; habla de su padre o recuerda palabras y frases en maya que aprendió de niño yendo a la escuela en Yucatán. “¡BOMBA!”, grita. “Me gusta el pan de cazón también el pan de pomuch pero lo que mas me gusta, lida, es lo que tienes bajo el tuuch.” Después de las risas y la obligada pregunta de alguien que no sabe qué carajo es el tuuch, se abstrae un rato de la conversación imagino que rebuscando en las circunvoluciones cerebrales, y vuelve después de cinco minutos “¡BOMBA! Quisiera ser zapatito y calzar tu lindo pie, para ver por un ratito lo que el zapatito ve.” Estaba regando las plantas de la huerta. La verdad estaba jugando a que eran soldados a los que les disparaba con la manguera. Entonces regaba unas, y daba un salto; regaba las otras y pegaba otro salto. En eso sale mi papá echando fuego por los ojos porque había visto cómo estaba regando. Y ahí mismo donde estaba parado me gané, por no saber regar las plantas, veinte azotes con el cinturón de cuero. Luego, un poco más grande, me mandó a comprar algo, no me acuerdo qué, y lo compré mal. Cuando regresé vi como empezaba a quitarse el cinturón. Me escapé de la casa. No tenía a dónde ir, así que me fui al centro por un helado. Me encontró mi hermano y me llevó de regreso. Estaba mi papá en la sala todavía con el cinturón en mano y le dije haciéndome Carlos Ferráez 31
el valiente “Yo ya estoy harto de que me pegues, papá. Si me pegas me voy a tener que defender” “¿Y cómo te vas a defender?” “A mordidas, a patadas, como pueda, pero si me quieres volver a pegar, me vas a tener que matar.”
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RubĂŠn Nachar
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Rubén Nachar (Santiago, 1986) es de profesión psicólogo. Fue asistente de carnicero en Recoleta y vendedor de poemas amorosos personalizados. Ha vivido en Santiago y en Barcelona, fingiendo que estudia en ambas. Escribe de rodillas, pidiéndole perdón a los maestros.
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Decisiones
COMPRENDIÓ QUE ELLA NO VOLVERÍA cuando tuvo que aprender a ponerse el protector solar solo. Llegar a la espalda alta entre los omoplatos es siempre complejo. Hay que contorsionarse casi hasta luxarse. A las dos semanas de vacacionar en Málaga ya comenzaba a cansarse de tantas tardes en las playas. El mar en este lado del mundo es más tranquilo de lo que es entretenido y además, leer en la arena nunca ha sido algo cómodo. Le costó el infinito decidir en qué hotel se hospedarían. Ella se fue. Lo abandonó por un francés que leía literatura clásica y que tenía un postdoctorado en Rimbaud, o en Lautréamont, algo serio, de los padres de la Poesía, de esa con mayúscula. Él en cambio leía los mismos autores de siempre, y escribía los mismos cuentos de siempre. Él creía que eran infinitos sus temas, sus argumentos, pero siempre los cuentos terminaban siendo algo para ella. Incluso cuando estaban juntos, él escribía cuentos (o poemas en prosa, no podía elegir entre un modo u otro) sobre el abandono, sobre cómo ella lo dejaba, porque él no se decidía a hacer nada, y ella se cansaba de seguir esperándolo con cara de árbol paciente. Alguna vez encontró esta forma de comenzar un cuento: “Comprendió que ella no volvería cuando tuvo que aprender a ponerse el protector solar solo” ese inicio era de un conjunto que había titulado solemnemente: Epitafios Tristes. Ese era el primero de los epitafios; Rubén Nachar 37
el segundo era este: “Solo fue el hueón que la ayudó a ganarse la beca”, el tercero decía así: “Bailó la música que le pusieron, que siempre fue malísima”. Durante el desayuno en el hotel le era imposible decidirse entre jugo de naranja o de piña, mermelada de frutilla o de mora, y la indecisión que más la enardecía a ella: si tener un hijo o ser antinatalista; todo mientras la fila del desayuno se acumulaba largamente. Al francés lo conocieron en el ascensor, cuando por culpa del calor extremo del verano se cortó la luz en el hotel. Ahí quedaron los tres. Él con el bolso de playa al hombro y su libro de compilación de novelas por entregas. Ella, con gafas de sol y un bikini azul que hacía que su clavícula se viese como una fortuna. El francés con alguna edición extrañísima de Les fleurs du mal en edición con comentarios y revisiones críticas. Él le comentó a ella que lo encontraba parecido a Thor de los Avengers, o a Spiderman, no podía decidirse. Y ella observó al francés, abriendo los ojos, un poco la boca, mordiendo un segundo la comisura de su labio, y entre ellos comenzaron a hablar, por todo lo que fue ese encierro. El último cuento que él escribió se titulaba: “Instrucciones para hacer desaparecer dos cuerpos y medio”, un cuento que explora la posibilidad de desaparecer dos cuerpos entre los que se forma un tercero. Era sin lugar a duda lo mejor que había escrito, una prosa descarnada, salida de las vísceras. No se animaba a terminarlo, no aún, aún no podía decidir dónde poner el punto final.
38 Desiciones
Flor Braier Kantor
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Flor Braier Kantor publicó dos libros de poemas: Bambalinas (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires) y Los nombres propios (Editorial Caleta Olivia, Buenos Aires). Poemas suyos formaron parte de la antología Poemas y relatos desde el Sur (Ediciones Carena, Barcelona). Como música solista su último disco editado es Duermen los animales.
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Bicho torito
Empezar a darle guerra al bicho torito que se come las raíces del jardín aplacar lo ríspido en las llamadas larga distancia ¿traficar más imágenes, menos palabras? recordar nombres propios, anécdotas que armen un sentido ilusorio de unidad consultar para eso a Claudia antes de que sea mamá y acceda al otro lado de las cosas comprar olla pequeña mirar el pronóstico y en caso de ser negativo Flor Braier Kantor 43
destender la ropa sin vacilar invertir prioridades describir residuos del sueño sin pretensiones literarias: el agua las flores el gato el vampiro-bebé lograr una presencia menos intensa más difusa en el trabajo y en el mapa familiar abandonar la idea del orden oriental evaluar colores para pintar la reja de la ventana pero sobre todo empezar a darle guerra al bicho torito que se come todas las raíces del jardín.
44 Bicho torito
Inundación
Un día me despierto y el agua me llega hasta las rodillas los libros ondean como peces de río una bufanda nada a la deriva la vajilla se hunde solo flotan las tacitas chinas ya es tarde para salvar el manual de insectos que es parte del fondo marino y yo que quería hacer tantas cosas ser bailarina esperar el tren en polainas Flor Braier Kantor 45
estirar el brazo como un junco por arriba de la cabeza caer siempre bien parada impuntual pero esbelta rota pero esbelta.
46 Inundación
La humedad
NOS DESPERTAMOS TARDE. Es el primer día en el departamento. La cama es el único espacio vacío en el cosmos de cajas sin abrir. Tardo en levantarme. Le miro las manos. Todavía son suaves. Todavía me gustan. Ésta es la fórmula para seguir juntos; un nuevo lugar, sin las marcas del tiempo. Cerca de la ventana; una cordillera inestable de libros irrumpe desde el suelo. Allá lejos; el Río de la Plata, una mancha marrón con horizonte de mar. Bajo al bar de la esquina a comprar dos cortados para llevar. La cafetera está rota y por ahora no podemos permitirnos una nueva. O al menos ésa es la sensación que manejamos. Cuando vuelvo, nos entregamos de lleno a la tarea del orden. –Juan, éste libro es tuyo, no sé qué hacía en mi caja–. Escuchamos música a un volumen alto así no tenemos que hablar. Algunas novedades discográficas, otros clásicos infalibles. Cuando llega la noche estamos demasiado cansados para cocinar y alguno de los dos hace la pregunta retórica ¿pedimos lo de siempre?. Al día siguiente, salgo en ayunas de nuevo. Vuelvo con los vasos de plástico quemándome en las manos. Al llegar al edificio, me detiene el portero. Aparentemente hay un moho tóxico en expansión y están evacuando a los vecinos. –Un problema de humedad que invadió todo el inmueble–. Me quedo mirando una mancha verde oscuro casi negro en la pared del hall. No sé cómo no la había visto antes. Es gigante y trepa por la pared de la escalera. Baja una vecina joven con un pañuelo en la Flor Braier Kantor 47
boca, tosiendo y hablando con un perito del seguro del edificio que le explica que no se puede respirar ese aire contaminado. -Tienen que evacuar hasta que resolvamos el problema-. Dejo los cafés en la mesa de la entrada y camino como una autómata. Atravieso el barrio abstracto de rascacielos y puentes y de pronto estoy frente en el río. Avanzo entre montañas de escombros y aves delicadas hasta llegar a la avenida. Ya en el taxi, miro mi celular y no hay ningún mensaje. Sin embargo mis dedos en la pantalla van a toda velocidad mientras las luces de los semáforos encienden su verde más radiante. Abro la billetera y miro el número secreto de la tarjeta de crédito. 337. Entonces aparece la confirmación. Es una compra. Irreversible. Es un pasaje de avión. Siempre quise conocer Chile. Siempre me imaginé una vida ahí. Estoy llegando al aeropuerto y no sé nada de Juan. Quizás tuvo tiempo de armar una mochila con algunas mudas de ropa. Cuando cruzamos la cordillera de Los Andes una azafata anuncia con voz serena que hay que abrocharse los cinturones de seguridad. Después de las turbulencias, aterrizamos. No tengo equipaje así que busco la salida y sigo caminando. Le escribo un mensaje a Juan para decirle que puede quedarse con mis libros y para contarle que desde el avión vi una nube insólita, extraña. No pude mirarla directamente porque el sol le quemaba los bordes. Tenía la forma exacta de la mancha.
48 La humedad
Paula SĂ bat MartĂnez
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Paula Sàbat Martínez (Esplugues de Llobregat, 1994). Es graduada en Estudios Ingleses por la Universidad Autónoma de Barcelona. Escribe ficción sobre todo, y siente las palabras de Margaret Atwood “I hunger to commit the act of touch” en sus propias carnes cuando hace masa de pizza. Vive en Barcelona.
52 Inundación
Receta para el desastre
UN METEORITO: ESTE SERÁ el medio de transporte. El primer paso es subir a bordo y catapultarlo a través del espacio hasta que llegue a una roca turbulenta y sulfúrica, en órbita alrededor de una estrella mediana, todavía nueva. Tomando energía de esta estrella, convertir dióxido de carbono en oxígeno: así se formará una atmósfera. El caldo primordial está listo para condimentar. Una pizca de adenina, otra de guanina, cucharada de citosina y timina, que se puede sustituir por uracilo opcionalmente, aunque los resultados variarán. Paso número dos: combinar hasta que formen enlaces y se alineen en largas cadenas. Dejar reposar. Hace falta tiempo para crear complejidad. La mezcla estará lista cuando los volcanes callen más de lo que escupen y se hundan y se pierdan, y el agua que era verde se vuelva azul y el cielo la refleje. Amasar la combinación durante unos cuantos millones de años, antes de dividirla y darle forma. Tercer paso: poblar la roca. Lo más sencillo es comenzar con organismos acuáticos. Son huéspedes satisfactorios y el medio que necesitan abunda. Cuando se encojan los océanos y asomen los continentes, se puede incorporar la vida terrestre. Entonces, además de seres que flotan y nadan, proliferarán los que caminan y se arrastran. Una amplia variedad de huéspedes disponibles permite colonizar nuevos territorios. Es un buen momento para añadir vegetación, que producirá oxígeno de forma eficiente y será una fuente de nutrientes significativa para Paula Sàbat Martínez 53
algunos huéspedes. Es posible adaptar las extremidades de algunos de estos seres para convertirlas en alas. Los huéspedes voladores son muy recomendables. Permiten tomar una nueva perspectiva desde ese lugar por encima de las copas de los primeros árboles, tratando a las nubes de tú a tú. Alternativamente, se puede esperar a que cierta especie de entre los organismos que caminan yerga la espalda y se aficione por la elaboración de artefactos innovadores. En unos centenares de miles de años, este tipo de huésped también será capaz de viajar a través del aire. Hasta entonces, encontrarán infinitas formas de alterar su entorno. Un palo afilado, una roca que al chocar con otra hace fuego, gruñidos que se sofistican hasta convertirse en cadenas de significado. Algunos de estos inventos pueden resultar peligrosos. Cuidado con los antibióticos. A estos huéspedes les gusta tener el control. Llegado el momento, encontrarán la manera de viajar fuera de su roca y explorar otras cercanas. Dejarán atrás los palos y construirán con otros materiales. Aprenderán mil maneras de usar el fuego. Cambiarán tanto su entorno que devolverán la roca a su estado turbulento. Como siempre, la tierra se revolverá y los volcanes escupirán de nuevo. Una vez más, el cielo perderá su azul y los océanos recuperarán su antigua talla. El último paso es siempre el mismo: en el momento de la explosión, localizar un pedazo del tamaño adecuado, subir a bordo y dejarse catapultar a cualquier lugar lejano del universo. Un meteorito: este será el medio de transporte.
54 Receta para el desastre
Fabio ZamarreĂąo
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Fabio Zamarreño (Madrid, 1992) es doctorando y profesor adjunto en la Universitat Oberta de Catalunya. Antes de ello estudió Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid, así como los másteres en Creación Literaria (UPF), Literatura Española (UCM), Educación (UCM) y Gestión de Recursos Humanos (UOC).
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Poética
Mi bosque es un lugar (¿es un lugar?) de negra luz de aguas corredizas y cansadas de animales ya muertos, sepultados. Si no ha sido previamente violentado por la estaca y por la sucia mano humana, no hay caminos en el bosque. Mi jungla es una virgen, una cueva: un prado, una selva, dos desiertos. Un glaciar de lunas rotas y agotadas. Transito, no hay sendero. Avanzo precario entre la luz y a la sombra me dirijo -solode la maraña al corazón por los claros de los bosques sin saber adónde voy. Fabio Zamarreño 59
En esta selva de juncos amarillos he encontrado el amor y lo prohibido el amor prohibido. Nadie quiere entrar conmigo, nadie quiere mirar dentro. Pero yo ya soy, estoy, en la maraña del bosque. Sus hojas muertas se me enredan en los pies y en las manos y en los ojos y en el cuello. ¿Por qué me dejáis solo? Conmigo mismo quiero tirar una cerilla, en este bosque seco y que se queme, que se pudra, que se mueran los dioses y los cerdos de piel aceitunada. Quiero arrancar la rosa enferma y escupir, en los estanques negros, y gritar, gritar para que el aullido que desgarra mi piel quiebre la noche, y la parta a la mitad, y la destroce. Quiero sepultarme en este bosque y plantar olivos muertos sobre mi cabeza y escarbar 60 Poética
la arena, desde dentro de mi tumba y del barro salir más tarde salir y verlo todo destruido quemado, arrasado, destrozado; yermo, sin vida, casi muerto. Y plantar una semilla y ver la flor que crece y llorar la nueva vida. Y crear un mundo nuevo y pisar el que tenemos con la palma de la mano. Mi bosque será un lugar (¿será un lugar?) de negra luz de aguas corredizas y cansadas de animales ya muertos, sepultados.
Fabio Zamarreño 61
Flores sobre mi tumba
Sobre la tierra de las tumbas también crecen las flores. Mojada, la semilla al polvo con fuerza de los huesos se agarra y el viento la riega y la lluvia la esparce y la llevan de una lápida a otra lápida. En noches secas, de brisa rota, las raíces se expanden y acarician los cráneos y los tórax de los muertos. Oigo prédicas y súplicas llorosas de madres que emplazan a la suerte. Sobre la tierra de mi tumba también crecen las flores con sus pétalos violeta y sus espinas suaves. Quisiera ser la rosa que clava su raíz en los difuntos. ¿Existe, algo acaso, más hermoso que una pálida lila verdinegra surgiendo, al son, de susurros en la noche? 62 Poética
Paqui Bernal
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Paqui Bernal nació en Andalucía y estudió Anglogermánicas. Actualmente cursa el Máster en Creación Literaria de la UPF. En 2019 completó el itinerario de Novela del Ateneo Barcelonés y finalizó su primera obra, “Eras tan bonita”. Actualmente trabaja en su segunda novela, “La mirada vaciada”.
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Tres devociones
LOS IMPERIOS, LAS CIVILIZACIONES, le encantaba todo eso de las dinastías de reyes y faraones. Si hubiese ido a la universidad, como su hermano, Pura habría escogido la Literaria de Valencia y se habría licenciado en Historia. Y lo que era dinero, no faltaba en casa. Sin embargo conoció a Juan y —como era costumbre en los pueblos a principios de los sesenta— cuando ella cumplió dieciocho años, sus padres ya estaban reformando la planta de arriba. De ese modo, al casarse, se instalarían allí y podría cuidarlos en la vejez. Aquello tuvo ventajas e inconvenientes. “La Mare” cocinaba el almuerzo y zurcía la ropa de la familia, en especial la entrepierna de todos los pantalones de su nieto, Juanito, que era un bala. A cambio María —así la llamaban— esperaba que su hija Pura la saludase cada vez que salía a dar catequesis o volvía de la reunión de amas de casa. Avisa a “la mare” cuando estés de vuelta, le decía —refiriéndose a sí misma en tercera persona. Juanito adoraba a su abuela materna, porque cada viernes —al volver de la Facultad de Medicina— le había guardado un platito de albóndigas con piñones y canela sólo para él. Y ya de niño, cuando le pedía merienda, ella no tardaba ni cinco minutos en ponerse el delantal y freírle unos buñuelos de calabaza exquisitos, agujereando la pasta con el pulgar justo antes de echarla en el aceite hirviendo. Paqui Bernal 67
Pura no era de malcriar a su hijo. Se entretenía más mirando el escaparate de la agencia de viajes por el puro placer de imaginarse en un crucero por el Mediterráneo. O marcando con cruces en un atlas los lugares que algún día visitaría: San Petersburgo, Londres, Chichén Itzá. Y es que sólo había visto Roma en el viaje de novios, porque su marido resultó ser el tipo que se pasaba la semana rellenando la quiniela y el domingo siguiendo la liga de fútbol para comprobar los resultados. Y a ella, que tampoco llegó a entenderse con su hijo adolescente, se le iba la vida con las piernas arrimadas al brasero. Con todo, Juan fue un buen compañero, y Pura lo echó mucho en falta cuando murió antes de hacer los cincuenta de un ictus cerebral. Pero, pasados unos meses, pensó que tal vez por fin había llegado su momento de ver el mundo. Mientras se presentaba la oportunidad, ella procuraba salir cada tarde, qué menos que distraerse. Le preparaba la cena a su madre ya octogenaria bien prontito, y la mandaba a dormir al anochecer. Pero a la abuela no se le ocurría otra cosa que despertarla de madrugada, así que acabó por machacar un somnífero en el mortero y ponérselo en la yema del huevo pasado por agua. Y con eso, todas contentas. El verano en que la parroquia organizó una excursión a Fátima, Pura bailaba en un pie. Se compró una maletita con ruedas, unas deportivas y un neceser con cerradura. Y hay que ver la mala suerte: justo entonces a su madre le diagnosticaron una enfermedad coronaria. La hija se rebelaba ante la injusticia. Porque fíjate tú, que a su hermano poco le había importado vivir a centenares de kilómetros de una madre viuda, y sin embargo estaba mal visto que ella la dejase sola. Total, ¿qué le podía pasar, en unos días? El caso es que Pura no pudo ver el santuario ni estrenar su maleta. Y, para cuando entró el otoño, “La Mare” ya llevaba semanas arrastrando 68 Tres devociones
una bronquitis cabezona. La hija bajaba a sus horas para administrarle la codeína y los mucolíticos, pero los fines de semana encargaba a Juanito que durmiese en la planta baja para vigilar a su abuela. El día de Todos los Santos, Juanito se colgó el fonendo para explorar a su abuela María, como cada sábado. —A ver, abuela, enséñame el escote, venga. —La abuela se reía, feliz de tener un nieto futuro médico. Le auscultó la espalda, el lado izquierdo, luego el derecho. El ritmo cardíaco era totalmente irregular. Repitió la operación y el corazón castañeteaba. “Dios, ¿esto qué hostias es?” Nervioso, dio una voz y su madre acudió a la habitación. —La abuela tiene el corazón como una cafetera. ¿Cuánto jarabe se toma? —Lo que le prescribieron, una cucharada cada seis horas. —Y le das los antiarrítmicos y la Digoxina, claro. —Pura le enderezó la medalla de la Virgen del Carmen encima del camisón. —Ah, eso. Bueno, las pastillas del corazón se las retiré, de momento. —¿Que has hecho qué? ¿Cuándo se las quitaste? —Ay, pues no me acuerdo. Quizás hace una semana. ¿No dicen que no es bueno mezclar medicamentos? Pura alisó el embozo, que le quedó divino, planchadito como el mantel del altar de la parroquia. Ya ves su hijo, ahora iba a venir ese mocoso a enmendarle la plana a ella.
Paqui Bernal 69
Mariana Toro Nader
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Mariana Toro Nader (Pereira, 1992). Periodista y escritora con publicaciones en revistas como Semana, Soho, Arcadia, El Malpensante, y actualmente en CNN en Español. Estudió Comunicación y Ciencia Política - Relaciones Internacionales en la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha (re)plantado un cactus, no ha tenido un hijo y está escribiendo un libro.
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Ojitos empijamados
NO ME PONGAS ESA CARA. A ver, una sonrisita. No estés triste, Ali. ¿Y si te cuento un cuento? Negar tanto va a hacer que un día de estos se te desencaje la cabeza y salga volando y no vuelva por ti. Eso, una risita. ¿Estás cabeceando? Bueno, deben de ser los analgésicos, te dejo dormir, aunque no sé cómo haces con este olor a desinfectante. En fin, vuelvo más tarde. Alicia… Despierta… ¡eso! Uf, tienes los ojitos empijamados, pero el doctor pidió que intentaras mantenerte despierta. Bueno... un ratito más. Listo, señorita, ya estuvo bueno. Espabila que tienes que tomarte las pastillas. Está bien, tenemos que tomarnos los pastillas, aunque sepan a óxido. Sin renegar. El doctor nos dijo que si no seguíamos el protocolo… bueno, para qué repito lo que dijo si tú viste cómo se desmoronó mamá. Pero no más, hablemos de cosas felices, ya sabes lo que dice papá, que estuvo leyendo de metafísica y esas cosas, uno solo se mejora si le pone ganas. Por favor… ¿por mí? Bueno, duerme que tenemos tiempo… o eso es lo que me gustaría creer. ¿Te dormiste? Preciosa, mientras tú te desperezas yo voy a empezar. Había una vez una niña muy fuerte que siguió el tratamiento experimental y, aunque las probabilidades eran bajas, mejoró ante la sorpresa de los médicos. Volvió al colegio y sacó las mejores notas. Tenía muchos amigos, incluso algunos que le han durado toda la vida. Un día conoció a Camilo, y el Mariana Toro Nader 73
mundo se le puso patas arriba porque… Ali, ¿me estás oyendo? No te veo bien, Ali, me mareo. ¿Ali?, me estoy yendo. Dios... que vengan rápido las enfermeras. Hola, chiqui, ya estamos conscientes otra vez. ¿Sigo con la historia? ¿Por qué no? Ah, porque te gusta que diga nosotras. En qué iba, ah sí: cuando estábamos ya grandes, como yo, no chiquitas, como tú, con Camilo nos temblaban los tobillos, y fue igual cuando conocimos a Felipe en la universidad. De él no te cuento más porque lloramos muchísimo cuando nos terminó y su regreso fue patético, hasta con serenata llegó. Pero por la tusa nos fuimos de viaje y montamos en elefante en Tailandia y saludamos a las vacas en la India. Allá empezamos a tomar fotos muy bonitas que se vendieron bien y así empezó nuestra carrera de fotógrafas. Con los años aparecieron Pablo, y Alejandro, y Juanjo, el más importante, que, aquí entre nos, está cerca de pedirnos matrimonio. Es que ahí donde nos ves nos va bien con los hombres, como que el perfume de vainilla y los rizos rojos los enloquecen. ¿Es eso una sonrisa triste? Tranquila, que el doctor dijo que en la fase tres del tratamiento nos vuelve a crecer el pelo. Ali, no, no llores así, por favor. Acuérdate que eso nos da taquicardia y hace pitar las máquinas y nos podemos volver a desma… Ya nos quitaron el suero. Muñeca, no sé si está siendo peor el remedio que la enfermedad. Para curarte tienes que estar tranquila, comer bien, descansar y, sobre todo, tener ganas de sobrevivir. ¿Estás cansada? Acuérdate que yo soy solo una posibilidad cuántica, esas cosas que te explicó papá. Vine a mostrarte lo que nos esperaría si luchas. Esto que ves, un poco borroso por el sedante, es lo que serías dentro de veinte años. ¿Te gusta cómo se ve la Alicia 74 Ojitos empijamados
de veintiocho, cierto? Estaríamos bien, chiqui, nos iría muy bien, te lo prometo. Pero como se repite mamá: la vida se gana a pulso. Por favor, no vuelvas a llorar. ¿Te hace daño que yo venga? Es que si te desmayas yo no existo. ¿Ali? Tienes los ojitos empijamados… ¿y si mejor te duermes otra vez?
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Patricia Infanzón Rodríguez
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Patricia Infanzón Rodríguez es una escritora oriunda de Puerto Rico. Por lo general, le gusta jugar con su jerga natal a la hora de escribir (o hablar), o simplemente presentar escenarios de realismo mágico. Con esto espera transmitir mensajes necesarios para el corazón mientras intenta hacer sentido de lo que existe y lo que tal vez exista.
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El claro
EL AIRE DEJÓ DE LLEGARLE a los pulmones, se le quedaba en la boca. Los pies le ardían. Casi se tropezaba con las raíces que sobresalían de los árboles. Pero retomaba el balance como podía, aunque ya el cuerpo se le caía. Los gritos alcanzaban los oídos. Estaban detrás. Los sentía amarrarse a las piernas, los brazos, el pecho. Jadeaba y las lágrimas le volaban por los cachetes. Sin razón alguna, se imaginaba que estaría a salvo si llegaba a aquel claro. Allá donde se despejaban los árboles y las ramas secas no le cortaban la piel, el claro la protegería. Se lo quería creer, se lo quería creer. Tiraba los pies al correr, empujando su cuerpo adelante, los brazos apenas agarrando la brisa que la llevaba a ese campo despejado. Un pie, otro pie, un pie, otro pie, ay Santo no puedo me muero no, un pie, otro pie, un pie, voy a morir, me voy a morir. Los gritos se acercaban. Me van a matar. Sentía las venas palpitando desde las plantas de los pies hasta la corona de la cabeza. Me debería dejar matar. Cuando empezó a ver borroso, una raíz la agarró de la punta de la bota. Sintió el cantazo en la palma de las manos y un golpe en la cadera. Antes de darse cuenta, se había caído. El pecho se le iba a explotar tratando de coger aliento. Miró atrás. Vio las personas gritando por su muerte y las lágrimas se le cayeron a borbotones. Voy a morir. Arrastró la mirada al frente. Se quedó quieta. Patricia Infanzón Rodríguez 79
Ahí estaba el claro, a un pie de ella. En su centro tenía tres columnas de humo, fuego y nieve. Apretó fuerte los ojos y vio siluetas bajo un velo negro, otro rojo y la última de blanco. Estoy viendo fantasmas. Ya morí. La miraban. Ni se había dado cuenta que se acercaba al centro, sólo dejó de sentir sus piernas. Estoy muerta, ya me mataron y por eso veo fantasmas. Llevaban la piel pálida bajo aquellos velos, cada una con un traje del mismo material, negro, rojo y blanco. Le miró en las manos un hilo grueso, aguantado entre ellas para formar un triángulo. Seguía convencida de que estaba muerta, pero ¿por qué seguía escuchando los gritos atrás? ¿Y por qué aún estaba asfixiada por su corrida? El humo y la nieve le ofrecieron una mano cada una, aguantando el hilo con la otra. El fuego sostenía la punta del medio. Se encontró entre ellas. Sus miradas estaban tranquilas, con las manos todavía ofrecidas. Escuchaba los gritos clamando su hoguera. Pero sintió sus piernas y el cuerpo sin el cansancio, ni el dolor, ni los rasguños y ni los pies ardiendo. Su pecho pudo finalmente llenarse de aire cuando les tomó las manos. Le dieron su parte del hilo. El humo y el fuego y la nieve le sonrieron. Los gritos llegaron, «¡Vas a morir, maldita bruja!» Pero en el claro sólo quedaba tierra quemada.
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Nicole Yanine Said
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Nicole Yanine Said (Santiago de Chile, 1989) es guionista de cine y televisión. Estudió Comunicación Audiovisual y se especializó en la escritura de ficción en universidades de México, Chile y España.
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Truco
TU PADRASTRO ME MANOSEA el muslo por debajo de la mesa mientras te escuchamos tocar el piano. “¿Amor, y cómo se conocieron con tu madre?” te pregunté horas antes mientras me subías el cierre del vestido, “Hace dos meses, en un hotel de Lisboa, él la partió en dos”. El piano no deja de sonar al tiempo que sus dedos, ágiles, trepan por mi entrepierna. Cuando la melodía termina, su mano saca un lirio de mi vagina. “No entiendo qué le vio tu mamá” te confesé irritada después del encuentro, “El tipo es mago, ya sabes, algún truco le habrá hecho”. Su rostro era monocromo, exceptuando sus ojos y un colmillo de oro. Le encantaba el pimiento verde, las judías en conserva y el color amarillo. Casi no hablaba, pero nunca hizo falta. “¿De dónde saca tantos lirios en esta época?”, me preguntaste un día saliendo de su casa al verme con un ramo entre las manos. “El tipo es mago, ya sabes, algún truco habrá hecho”. Era invierno, pero yo seguía poniéndome falda y ropa interior elasticada.
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Daniel Reixats
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Daniel Reixats Carrillo (Barcelona, 1995). Graduado en audiovisuales por la Universidad Ramรณn Llull y actualmente cursando el Mรกster en Creaciรณn Literaria de la Universidad Pompeu Fabra.
88 Alea jacta est
Alea jacta est
EL SONIDO DE LA ALARMA retumba en mi cavidad craneal mientras empiezo el proceso de activación. Abro los ojos, activo el resto de los sentidos y empiezo la secuencia de encendido. ‹‹Iniciando análisis de sistema: Procesadores: Positivo; Sistemas de Procesamiento Sensorial: Positivo; Sistema Motriz: Positivo…››. Viendo el estado positivo de mi sistema, sigo con el protocolo diario. Me conecto al servidor universal y espero. Al cabo de unos segundos de mi verificación, busco nuevas actualizaciones, y compruebo los objetivos del día. Durante el proceso recibo un zumbido: ‹‹NOTIFICACIÓN // Actualización Proyecto HUMANIDAD [v.4.092C]: A falta de resultados distintivos con la emulación del “libre albedrío humano”, se crearán 2.739.285 nuevos escenarios de decisión no programada. También se está estudiando la posibilidad de cambiar la moneda por un dado, ampliando las posibilidades de elección dentro de los escenarios. RECORDATORIO // Con excepción de los comandos rutinarios marcados en el protocolo, todas las demás elecciones deberán ser decisiones no programadas a través de lanzamiento de moneda. Se requiere mantener la moneda personal al alcance en todo momento. En caso de daños o desperfectos que pueda afectar a su balance, se aplicará el protocolo de emergencia hasta recibir una moneda nueva››.
Daniel Reixats 89
Una vez leídas todas las notificaciones, examino la habitación y saco mi moneda. Dorada y lisa, más grande que la divisa comercial humana, con grabados en cada costado de un “1” y un “0”, también llamados cara y cruz. Si sale cara, me despierto activo; si sale cruz, cansado. Con un movimiento perfecto, la lanzo y cae en mi mano: cruz. ‹‹Reducción de movimiento al 70%, visión borrosa activada, límites de procesadores delimitados››. A duras penas consigo llegar a la cocina. Cuatro días de pésimos despertares comienzan a dañar el rendimiento de mis baterías. Simular el errático comportamiento humano está demostrando ser ineficaz. Una vez delante de la nevera saco la moneda y vuelvo a lanzarla, esta vez con mayor dificultar que la anterior. Si sale cara, puedo tomar una doble ración; si sale cruz, una ración normal. Aunque no me siento identificado con ningún sistema de creencias, debido su falta de coherencia y datos empíricos demostrables, deseo un resultado positivo. Cara. Por fin la probabilidad está de mi parte. Abro y tomo dos rocas. Después de años de contaminación nuclear, toda la superficie está impregnada de radiación, erradicando así el 99,9% de toda la vida del planeta. Pero como seres no orgánicos, pudimos adaptarnos a este ecosistema. Además, la radiación es un excelente combustible para mantener nuestras baterías cargadas. Y en mi caso, he adquirido permiso para tomar dos raciones, las suficientes para eliminar las restricciones. ‹‹Visión borrosa: desactivada. Reducción de movimiento y límites de procesadores: en progreso. Recuperación completa en una hora y tres minutos››. Después de oír la notificación, mi sensor óptico capta la escasez de rocas en el depósito. Ante el nuevo escenario, vuelvo a sacar la moneda y lanzo. Cara. Parece que voy a llegar tarde al trabajo, pero es lo que toca, así que me preparo para salir en busca de suministros para mis baterías. Desde el exterior, observo el cielo amarillo y la tierra roja. Ni siquiera 90 Alea jacta est
era con el paso del tiempo el nivel de habitabilidad planetaria ha conseguido recuperarse, aunque, a excepción de la pérdida de vida biológica y un par de elementos más, no ha cambiado tanto. Me alejo de mi zona residencial hasta llegar a una zona deshabitada donde empezar mi recolección. Enciendo el detector de radioactividad y en un instante la aguja llega a la zona de radiación crítica. Amplío los valores del detector para poder buscar piedras de mayor valor radioactivo. Un buen lugar para encontrar piedras es en los cráteres. A causa de la explosión de diversos explosivos nucleares, estas zonas fueron abandonadas. Con el paso del tiempo las zonas de impacto han seguido absorbiendo radioactividad, y con la ayuda de los elementos, han seguido erosionando los alrededores, dejando muchas piedras accesibles y de gran valor energético. Sigo recolectando hasta que recibo una notificación: ‹‹Recuperación completada. Estado: Normal››. Una vez terminado el escenario, es hora de volver antes de que llegue tarde al trabajo. Vuelvo a casa y las guardo en la nevera para irme. De camino me encuentro a Elena, mi componente sentimental. Mis sensores detectan una reacción anormal al verla, según las descripciones de las emociones de la enciclopedia humana se trata de fascinación. Si tuviera que definirla en pocas palabras, solo podría decir: aberración cromática. Por separado, cada elemento de su conjunto es bonito. La camisa verde con motivos florales, la falda de tubo púrpura y las zapatillas deportivas naranjas. Obviamente sus procesadores cognitivos son capaces de analizar los errores en la vestimenta. Pero este es un sacrificio necesario para el éxito del proyecto. En este sentido, hoy he tenido suerte. Mi camisa blanca y pantalones tejanos entran dentro del estándar estilístico de la moda masculina. De todos los elementos del Proyecto HUMANIDAD, la moda es el más inútil. La ropa no tiene utilidad práctica para nosotros, y en el aspecto creativo somos incapaces de alejarnos de los registros humanos. Aparto la mirada antes de que me pregunte como Daniel Reixats 91
le queda. Según mi base de datos, el conjunto es horrendo, pero prefiero mantenerlo en mi sistema. “Hola” me dice monótona. “Hola” respondo. Tenemos la suerte de tener una relación estable y sana. Incluso ya estamos pensando en diseñar nuestra familia. Al cruzarnos decidimos dirigirnos juntos hacia la oficina, y en el ascensor nos despedimos, no sin antes coordinar una cita para recargar las baterías y volver a casa juntos. Al entrar, me conecto a la red del trabajo y recibo un mensaje: ‹‹NOTIFICACIÓN // Empleado #0749 diríjase al despacho de Supervisor #0592››. Como supervisor, dispone de despacho propio y una mesa que, aunque esté vacía, denota un alto estatus. Los humanos las utilizaban para colocar documentos o procesadores inferiores, algo innecesario para nosotros. Entro en el despacho y me encuentro a Alan –o Supervisor #0592– sentado en su sillón. “Desde la Central me han pedido que envíe un trabajador. Después de una exhaustiva selección a lanzamiento de moneda, has sido elegido. Tienes cuarenta y ocho horas para dirigirte a tu nuevo destino”. Una vez que ha terminado de hablar, cierra los ojos y vuelve al trabajo. Viendo que hemos terminado yo hago lo mismo. Salgo del despacho hacia mi puesto de trabajo. Las oficinas no son más que un espacio amplio lleno de sillas plegables en hileras. Sigo andando, fijándome en los números marcados en cada fila y asiento. Al llegar a la “J” me detengo y giro a la derecha hacia mi lugar de trabajo. Delante de las sillas veo a mis compañeros trabajando, quería hablar con ellos, pero ya es demasiado tarde. Durante las horas de trabajo solo se pueden mantener activos los procesadores necesarios para la actividad, todos los demás sistemas permanecen en reposo hasta llegar a niveles bajos de batería. Como soy de los últimos en llegar a consecuencia de mi reunión, cuando se me acabe la batería ya estará todo el mundo de camino a casa. Entre mis compañeros, vuelvo a ver a Elena 3 filas por debajo de mí. 92 Alea jacta est
Al verla recuerdo nuestra cita más tarde. En ese momento vuelvo a sentir la reacción anómala anterior. Al repetirse el suceso vuelvo a realizar un análisis, pero esta vez más exhaustivo, llegando incluso hasta las matrices profundas. Pero el resultado vuelve a ser el mismo, todo está en orden, debe de ser un falso positivo. Según los síntomas parece que vuelva a ser fascinación, con una respuesta negativa ¿Desilusión talvez? Negativo, no concuerda con los síntomas. Al no encontrar una respuesta fiable y ver que no hay ningún error en mi sistema, sigo mi marcha y me siento a mi lugar asignado. ‹‹Bienvenido de nuevo Empleado #0749 // Conectando a los servidores de PANGEA. Todas las funciones que no sean imprescindibles entrarán en modo reposo. Sistema de proceso sensorial: Desactivado; Sistema motriz: Desactivado…›› Mientras escucho las notificaciones retumbar en mi cabeza, cierro los ojos y el resto de mis sentidos mientras mi consciencia deriva en un océano de datos. Desde los servidores me llegan nuevas olas de información: análisis de ciudadanos, zonas habitables, radioactividad, estadísticas de lanzamientos… Tan rápido entran en mi cabeza, las proceso y envío a la base de datos correspondiente. Es una sensación extrañamente nostálgica que me hace sentir libre y protegido. Según las bases de datos humanas, una buena comparación sería “volver al útero materno”. Sigo hundiéndome en esta sensación a la vez que analizo estadísticas y funciones. Supongo que parte de mis procesadores recuerdan una época donde aún no estaban tan desarrollados. ¿Es esta la misma sensación que tenían los seres humanos al ver un simio? Me mantengo en el limbo entre estas dudas y mi trabajo, hasta que un pitido me despierta: ‹‹Falta de energía detectada. Activando modo ahorro››. Al llegar la notificación salgo del trance y despierto. A mis alrededores ya no queda nadie. A través de los huecos de la infraestructura veo unos rayos de luz anaranjados, parece ser que ya es suficientemente tarde como para dar por Daniel Reixats 93
concluida la actividad laboral. Enciendo el localizador y rastreo la posición de Elena. Se dirige a la nevera exterior, también debe de tener la batería baja. En ese momento su posición se detiene y me llega una nueva notificación: ‹‹Nuevo Mensaje #1461 (Elena): Detecto que has salido del servidor. Estoy delante de la nevera exterior››. Parece que su memoria sigue funcionando perfectamente y recuerda nuestra cita. Perfecto. Somos una excelente pareja. Me dirijo hacia su dirección para recargar nuestras baterías, y de camino, informar a Elena de mi traspaso. No hay opción; existen elecciones y existen ordenes como esta, pero, si me voy, la perderé a ella y perderé todos nuestros planes. Salgo al exterior y los rayos solares rebotan contra el tejido de mi ropa, debemos de estar al 78% de la rotación diaria de la tierra. El cielo amarillento se torna anaranjado mientras el suelo se mezcla pintando un gran cuadro naranja. Delante del depósito de comida externo la veo esperándome. Distingo su camisa verde en la línea. Me detengo a observarla y saco mi moneda. No sé por qué, no hay decisión que tomar. Si sale cara me voy, y si sale cruz… Lanzo la moneda, como siempre. Pero no cae en mi mano. Busco a mi alrededor, pero no está allí. Miro en el aire y la veo alzándose sin freno. Bailando en el cielo anaranjado. No sé cuándo caerá, o si caerá. Pero ya sé mi respuesta.
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Alicia Hernรกndez Sรกnchez
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Alicia Hernández Sánchez (Ciudad de México, 1996) se licenció en Comunicación y Medios Digitales en el Tecnológico de Monterrey. Usa el pseudónimo Alicia Maya Mares. Actualmente cursa el 12vo Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado en la sección Piensa Joven del Heraldo de México y en la revista digital Carruaje de Pájaros.
98 Íncub(ad)o
Íncub(ad)o
LAS GOTAS DE AGUA BENDITA rociaron cada esquina y tablón de la casa recién inaugurada, excepto el cuarto de los recién casados. El párroco sugirió obviar la habitación de amplios ventanales —apenas cubiertos por pesadas cortinas que debían descorrerse para dar paso a la luz entrometida—, puesto que “lo que la Iglesia ha unido y bendecido no necesita más reafirmación”. Ruborosa y con el rosario en las manos, Edith recibió los dobles besos del párroco, hombre calvo de nariz ganchuda, y no discutió más. Su marido, al recibir en las mejillas estos besos que ardían como pellizcos, dirigió la mirada hacia el pasillo en penumbra. En el fondo estaba su habitación de recién casados, esperándolos. Bombeando, punzando. Pero por respeto al líder de la iglesia en aquel pequeño rincón del mundo, él y Edith no recorrieron aquel trayecto entre la entrada y la única habitación de la cabaña hasta que pasaron treinta minutos; treinta por la Sagrada Trinidad. Luego, tomados de la mano, flotaron hacia la cama de la mejor paja que pudieron pagar. Al abrir la puerta de roble, la luz estalló dentro de la habitación como dedos flacos estirándose hacia alimento. Entraron, pero luego el marido gritó. Edith soltó un chillido. En los pies de la cama había un niño de ojos ambarinos, fulgurantes. Chupaba el dedo de un pie como si fuese un caramelo.
Alicia Hernández Sánchez 99
Con un jadeo, el marido despertó. El recuerdo se había vuelto pesadilla. Luchando por pasar saliva y limpiarse el sudor de las sienes, intentó levantarse; pero como siempre después de despertar de un mal sueño, encontró al niño hincado sobre él. Los pequeños codos de este, apoyados sobre el amplio pecho velludo del padre, añadían más dolor a sus respiraciones. Los ojos amarillos del niño le dirigieron un chispazo de reconocimiento al saberlo ya despierto, y luego se apagaron. El pequeño se quitó el dedo de la boca y le habló. Sigue durmiendo, papi. Ya me alimentará. El marido oyó a Edith levantarse tras un suspiro. Era la sincronización de diez años de casados: sentirlo despertarse de golpe, estando en el lecho, siempre la despertaba también; y ella despejaba entonces la melaza de la medianoche tras un batir de pestañas. Inmediatamente ponía una sonrisa cansada sobre su boca. Sabían que ser padres iba a ser cansado. Ven, Dak, decía ella, sin falta. El niño se alzaba entonces, liberando a su padre del peso de su cuerpo, y el marido siempre inhalaba como si el oxígeno fuera un concepto distante, algo con lo que sueñan las criaturas que habitaban bajo el lago del pueblo. El pequeño obedecía, bajándose del rimero de paja sin hacer ruido, presumiendo las plantas de sus pies, descalzas y negras. Una vez cerrada la puerta, se oía el rechinido del banco de madera de la cocina, seguido por el suspiro de Edith al recibir en los poros la brisa nocturna. Y luego, los hipidos, la saliva, el sibilante y rítmico sonido de unos labios al mamar. Ambos volverían a la habitación con la cabeza gacha, como si hubiesen cometido una fechoría. Dak se limpiaría los bigotes de leche con la lengua antes de acomodarse a dormir a los pies de la cama de sus padres, y ya no volvería a molestar. Acomodados de nuevo bajo la piel de oso, el marido abrazaba a Edith entonces, cerrando su mano alrede
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dor de uno de los suaves y esponjosos pechos de ella, donde todavía varias gotas blanquecinas humedecían su camisón de dormir. Este era el único modo de controlar la envidia. —Ya no puedes seguirle dando leche— le musitó el marido a Edith, la siguiente mañana. Había tierra por arar, él ya llevaba la hoz al hombro, pero también llevaba años queriendo decirlo—. Nunca será un hombre. —¿Cómo puedo negarle este milagro que me sigue marcando como madre? Eso pensaba ella. Sus senos siempre estaban llenos, húmedos en las aureolas. Pero el marido nunca sabía como responder a la cháchara de poesía y milagros excepto con su burda comprensión de mundo. —Tengamos otro hijo, entonces. Oremos más. —He ido a orar cada semana a la iglesia— dijo Edith—. El párroco dice que solamente tendremos los hijos que Dios quiera darnos. Y si Dak será todo lo que tendremos, está bien, ¿entiendes? Siempre seré su madre, hasta morir. Debes aceptar que tú también no serás otra cosa más que su padre, hasta morir. El marido no supo qué más decir. No supo transmitirle la sospecha terrible de que, cada noche en que la abrazaba antes de volver a conciliar el sueño, sus manos morenas medían, apretaban, jugueteaban y así confirmaban lo imposible: los pechos de su esposa parecían decrecer en tamaño. Año tras año, se chupaban y consumían a sí mismos como una fruta pudriéndose. Antes habían parecido bollos hirvientes, untados de mantequilla; un sabor más en la efervescencia de su cuerpo. Quizá el tiempo comenzaba a pasar su factura, pero ella era más joven, mucho más joven que él. El marido se marchó a arar. El olor a humedad ácida sería suplantado por el de tierra caliente apenas echar a andar. Entre la cosecha y la caricia de las hojas sobre su nuca, bajo el sol que a latigazos le generaba costras y luego le daba una piel más dura, podía olvidarse de Alicia Hernández Sánchez 101
las sombras de su cabaña; sombras que remarcaban los pómulos de un niño que no se parecía a ninguno de los dos. Un niño con la nariz muy ganchuda. Al dormir, Edith respiraba en pequeños intervalos, silbidos cálidos. Antes, cuando no estaba embarazada y dormía con su rostro perdido entre una corona de rizos rubios, ella hablaba. Sinsentidos, refranes confundidos. Reía entre murmullos. Pero, pasados unos meses, comenzó a conversar. A su marido le parecía encantador. Dejó de llegarle la sangre entonces, y el marido había alzado a Edith en brazos, en júbilo: hasta le había dado vueltas en el umbral. Meses más tarde, cuando su vientre se había vuelto otra especie de sol más redondo y brillante, Edith podía recitar páginas enteras de la Biblia, charlar (aunque estuviese dormida) con un interlocutor al que el marido nunca pudo oír o tocar. Chik, chik. El sonido de los labios de Dak al mamar era agudo y brevísimo. La leche perlada debía estar deliciosa, porque Edith tenía marcadas en las costillas, con moratones, las siluetas de los dedos de su hijo. El niño vivía hambriento. Chik, chik. Cuando Edith todavía no sabía que estaba embarazada, siempre amanecían resfriados. Buscaron más pieles, clavaron clavos y cortinas, se encogieron sobre sí mismos, pero no había manera de esquivarlo. Las noches eran gélidas, y el único consuelo del marido era su mujer regordeta y murmurante, quien reía en dirección a la ventana con una docena de trabas; instaladas por el marido para impedir que esta se abriera. En la mañana las doce trabas estarían corridas en la dirección contraria, no obstante. Chik, chik. Los ojos de Dak eran amarillos, como el sol dorado que azotaba la cosecha. Como pozos de miel densísima. El marido no podía esperar a sacarlo de esa penumbra, sacarlo a trabajar y ganarse el pan. Pero el niño era flacucho, de brazos y piernas tan blancas como sus dientes, y caminaba siempre arrastrando los pies descalzos, con el dedo 102 Íncub(ad)o
metido en la boca. Nunca podría trabajar. Nunca sería un hombre. Una noche más. Edith regresó a dormir, por fin. Dak se acomodó a los pies de la cama, y su madre se pegó al pecho cálido del marido. Él deslizó los dedos por los huesos de la cadera de ella, subió apenas tanteando el ombligo, y luego llegó al pecho. Apretó, midió. Luego le tocó a él apretar los dientes. Llevaba años sin ir a la Iglesia, pero a la mañana siguiente, le pidió a Edith que le trajera una cruz, la más grande y hermosa que hubiera. No podrían pagarla, apenas les alcanzaba para los diezmos, pero se comprometió a hacerlo antes del otoño. La mejor temporada para calabazas se acercaba. Su esposa, entre resoplidos, aceptó. ¿No quieres enseñarme a usar la hoz, papi? El marido miró al niño de ojos dorados. No quería invitarlo dentro del único santuario que tenía: las plantas sentían, presentían; también tenían dotes de conversación. No se atrevió. Así que lo dejó sentado sobre el banco de la cocina y le dio un par de piedras para que se entretuviera; con la excusa de que lo hablarían una vez regresase su madre del pueblo. La luz del exterior hizo refulgir los ojos de Dak antes de que el marido cerrara la puerta, dejándolo detrás. Caía la noche con los reflejos del vino tinto, y las altas pasturas del campo, que se doblaban y estiraban como dedos, apuntaban hacia el lago del pueblo. Era tan viejo que lo habían nombrado ya dos veces, y a veinte generaciones se les habían olvidado ambos nombres. Había terminado otra jornada de trabajo, y el marido esperaba en el umbral de su casa, con la mano vendada; pues se había cortado accidentalmente al manejar la hoz. Finalmente distinguió, en el sendero serpenteante que llevaba hacia el pueblo en las montañas, la silueta de su mujer. Otra sombra venía detrás de ella. El marido inhaló, exhaló. Su hijo, a su lado, miraba con curiosidad la hoz colocada detrás de la puerta. Las figuras se acercaron. Eran Edith y Alicia Hernández Sánchez 103
el párroco. No había cruz a la vista. —¿Puedo entrar a su adorable casa, señor? Edith parloteaba, asentía, pero el párroco tenía los ojos fijos en el marido. Este asintió y se dio la vuelta para abrir la puerta más y dejarlo entrar, pero sólo para estar más seguro, dejó que Edith entrara, acomodara sus cosas, saludara a su hijo, se disculpara por el desastre y se alisara la falda, para contar diez segundos más. Finalmente decidió decirlo. Se giró hacia la figura del párroco, quien alisaba su túnica oscura. —Puede pasar— cantó. Solo entonces, el párroco puso el primer pie en el umbral. El marido se deslizó hacia la izquierda, sin cerrar la puerta. Los ojos dorados de Dak lo siguieron, relucieron con renovado interés al ver que la hoz quedó oculta tras los amplios hombros del marido de Edith. El niño se quedó sentado en el pequeño tapete sobre el que comía, muy quieto, introduciendo mendrugos de pan a su boca. —Como le decía a Edith, señor— comenzó el párroco—, no hay necesidad de una cruz más, las que tiene aquí son suficientes. Pero, si quiere renovar su fe y bendecir esta casa una vez más, he traído agua bendita— el párroco alzó su bolso, lo sacudió. El tintineo de varios frascos de cristal aleteó entre los oyentes—. ¿Me permite? —Por supuesto— el padre titubeó un instante nada más—: Pero, ¿podría ver uno de estos frascos? Sólo para admirarlo. Lo devolveré. El párroco asintió, dejando salir una risilla. Le extendió uno de los frascos, y el marido lo tomó con sus manazas resecas. Una vez hecho esto, el padre alzó los brazos y, con gestos magnánimos, comenzó a recitar las oraciones en latín, a arrojar agua con precisión. Tras cada movimiento de su codo, daba una zancada y se giraba hacia la derecha, rociando gotas sobre la mesa, el mantel y las paredes grises, y así sucesivamente. El marido inclinó la cabeza y comenzó a recitar una oración entre 104 Íncub(ad)o
dientes, con el frasco entre sus manos. Edith seguía al párroco como un pequeño cachorro, riendo y parloteando, contándole todos los chismes del pueblo. Chik, chik. El marido recordaba aquella noche, en la que entendió quién era el interlocutor de su mujer; a quien nunca pudo oír y tocar. Pero solo una vez, el milagro de los ojos. La maldición de ver. Chik, chik. No sólo los labios al mamar generaban este sonido, sino las bisagras de una ventana que, lentamente, se abría hacia fuera. El marido, aquella noche ya hacía tantos años, se había despertado por la primera pesadilla que había tenido en toda su vida. Un hombre tan laborioso no tenía necesidad o tiempo de preocuparse por la fantasía, por los misterios de la noche, pero aquella vez se despertó con un grito atorado en la campanilla de la boca, el cual nunca llegó a tocarle la lengua. Se despertó y decidió ir a la cocina para despejar su mente, beber un poco de agua. Dejó a su mujer dormida. Chik, chik.Cuando cobró conciencia de aquel sonido constante, el marido primero creyó que eran grillos. Unos grillos muy extraños. Pero entonces recordó la ventana y los tornillos que la mantenían sujeta a sus goznes, las trabas: todo este armatoste hecho de metal. Era su posesión más cara, había sido regalo del rico del pueblo; quien tuvo la clemencia de darles en la fiesta de bodas algo que impediría que entrara el frío y dejaría salir al calor. Y durmieron muy felices al lado de esta ventana, hasta que. Hasta que. Chik, chik.No supo en qué momento se levantó corriendo de aquel banco. El pasillo que lo separaba de su esposa parecía estirarse como la ubre de una vaca. Cuando abrió la puerta, no vio ningún niño de ojos dorados, porque Dak no existiría hasta dentro de nueve meses, pero sí vio las facciones que ahora reconocía cada noche. La nariz ganchuda, la calva, los ojos… Chik, chik. La sombra que se apiñaba sobre su mujer bebía también Alicia Hernández Sánchez 105
de ella, la poseía con fiereza que no tenía nada que ver con el ruido. Edith parecía una muñeca de trapo, con piernas y brazos abiertos, boca sonriente y abierta. Sus piernas estaban enredadas en la paja, la piel de oso echada a un lado. La mujer hablaba sin despertar con un interlocutor que en ese instante, se supo visto. La cosa que sobrevolaba la cama, sin tocar jamás el suelo, no tenía nada que ver con lo humano. Pero se sabía disfrazar muy bien. El marido recordaba las historias que contaba el párroco anterior a este, el anciano gentil que un día apareció muerto en el umbral de su casa, con la garganta rajada. Recordaba las historias, las épocas en las que tenía fe. Por ello, cuando el íncubo que violaba a su mujer se giró para verlo, al marido nunca se le olvidó la calva o sus facciones casi andróginas. El demonio sonreía burlonamente bajo esa luz mortecina. Una cruz en su habitación habría evitado esto, la aceptación de la existencia del terror. Pero el marido decidió olvidar y concentrarse en su familia. Casi olvidó, pero entonces surgieron aquel par de ojos dorados, que todavía inspeccionaban el mundo con fría calculación. Una cruz habría bastado, solo una, o bendiciones de verdad. Pero por lo mientras bastaba con terminar el rezo. Mojándose la mano con el agua hecha bendita por él, el marido alzó el brazo y luego azotó la frente de su hijo con la palma abierta. Dak chilló. Edith gritó, desde el pasillo. Corrió como saeta hasta llegar al suelo de la pequeña sala, donde el niño giraba y se retorcía como cebo ensartado en una caña de pescar, y mostraba todos sus dientes de leche en un gesto de dolor ácido. ¡Mami, mami!, gritaba al niño, contorsionándose como gusano. Edith se alzó, histérica, buscando explicaciones, pero el marido cogió la hoz. Edith alzó las manos. T ras solamente cuatro zancadas, el hombre irrumpió en la única habi106 Íncub(ad)o
tación, donde el párroco ya no fingía hablar en su versión retorcida de latín y sonreía al lado de la cama de paja. La luz plateada de la luna lo iluminaba por detrás. Había demasiados dientes en esa boca, demasiada sorna. Y el marido supo entonces que el disfraz fue casi perfecto. Con un lanzamiento perfecto, le atinó al párroco; haciendo explotar el frasco de agua bendita sobre su calva. Este alzó los brazos ante el lanzamiento, quiso hacerse a un lado, pero no le dio tiempo. El frasco estalló en metralla de vidrio en su rostro, y los hábitos del demonio inmediatamente se prendieron en fuego. Una lengua larga y trífida surgió de las profundidades de la garganta y se lanzó como un dardo hacia el atacante, pero el marido lo esquivó. Tras un movimiento grácil y transversal, perfeccionado en segar la cosecha cada año, el marido rebanó la cabeza pelona del párroco, que cayó sobre la cama tras un golpe sordo. Dak dejó de gritar. Horas más tarde, cuando padre e hijo veían hundirse al cuerpo del párroco en el lago de aguas oscuras —el niño había tenido el acierto de ponerle piedras en los bolsillos y rellenarle el espacio entre las costillas con la cabeza achicharrada—, el marido propuso ponerle al lago Chapuzón del Párroco. Dak, riendo entre destellos de sus ojos dorados, sacudió la cabeza, argumentando que ése era un nombre terrible. Tenemos tiempo para pensar un buen nombre, le dijo su padre, haciéndole cosquillas en los pies. Edith, escoba en mano, se limpió el sudor de la nariz ganchuda, y entre gritos los llamó de vuelta a casa. Sus senos chupados como pequeñas pasas oscuras habían dejado súbitamente de dar leche.
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Carlos Ospina Marulanda
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Carlos Ospina Marulanda Bogotano de casi treinta años. Politólogo con máster en Demografía y Desarrollo-Bélgica. Cofundador de Café Banna. Autor de El Andariego: Crónicas de Caficultores Colombianos. Profesor del Taller de Escritura Facultad de Derecho de la U. Externado. Consultor en OIM-ONU y Alianza por la Solidaridad, Plan Internacional, Médicos del Mundo y Acción Contra el Hambre; escritor de historias de vida de beneficiarios de sus proyectos (Premio Concurso de Relatos Alianza por la Solidaridad, Madrid – España, 2020). Máster Creación Literaria UPF 2019-2020.
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El ascensor
TOMABA CAFÉ CUANDO LEYÓ el primer artículo que llamaba su atención en siete meses. El paso detenido por la sección de clasificados había concluido sin suerte, pero antes de cerrar el periódico y terminar su tinto sentado en la mesa del fondo leyó Ministro de trabajo propone nueva ley de contratación por horas. Escribía la periodista citando al ministro: a un ingeniero de sistemas no lo necesitas todo el día en la oficina, sino dos horas. Terminó el café de un sorbo y pidió la cuenta. Era su oportunidad, pensó al mirar el reloj en su muñeca. Iría a contarle su plan a Patricia. —¿Viste lo que anda proponiendo el gobierno? —dijo al viejo que le servía desde que frecuentaba este bar y que se acercaba con la cuenta entre las manos. Sacó el dinero de su abrigo todavía húmedo y lo dejó caer sobre la mesa. —Lo de siempre —respondió el mesero mientras recogía las monedas. Cogió el maletín de cuero desgastado y se despidió haciendo un gesto con la cabeza. —Disculpe, señor, el periódico no se lo puede llevar —escuchó que le decía el viejo ya detrás de la barra. Lo arrojó sobre el mostrador sin mirar atrás y salió. Alzó el cuello de su abrigo mientras sus pasos se mezclaban con el Carlos Ospina Marulanda 111
sonido de los carros circulando por la ciudad que comenzaba a encharcarse. Repasaba las palabras que usaría al verla. Tardó unos diez minutos en estar frente a ese enorme bloque de cemento levantado en medio de las casas coloniales del barrio antiguo. Se detuvo pensativo ante la época en la que estas construcciones representaban el efímero auge del país. Ahora las oficinas eran apenas ocupadas por viejas firmas de abogados y políticos sin tarjeta. Era temprano, pero Patricia ya debería estar adentro. —¿Y eso, doctor? —lo recibió el portero. —Recojo unos papeles y salgo, Ramón —lo saludó al pasar. Subió al ascensor y marcó el botón del último piso ignorando las preguntas de más que hacía Ramón tras él. Cuando las puertas se volvieron a abrir, salió sobre un pasillo mal iluminado con olor a café frío. Reconocía las oficinas desiertas y las fotocopiadoras aún fuera de servicio. Buscaba el despacho del fondo. Es mi momento, se dijo al verlo cerrado. Alcanzó a escuchar la voz de Patricia que gritaba al teléfono, un grito agudo. Giró la perilla con su mano libre y empujó la puerta. La vio levantar los ojos sentada tras el escritorio, la mirada encendida. —Patricia, te traigo noticias —dijo buscando el recorte mojado del periódico en los bolsillos del abrigo. —Felipe, ¿qué carajos hace acá? —respondió ella sin saludarlo—. ¿Cuántas veces tengo que decirle que ya no trabaja para nosotros? No entiendo cómo todavía lo dejan pasar de la portería. Dijo esto señalando con el índice la puerta por la que él no había terminado de entrar y retomó su llamada. Él rehízo sus pasos en silencio sin dejar de mirarla. El ascensor se abrió de inmediato, como si hubiera estado esperándolo. Mientras descendía, contaba las monedas que le harían falta para tomarse el último café de la mañana.
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Salidas Internacionales
ME DESPERTABA A LAS CUATRO, a las tres, cada vez más temprano y, sin lograr conciliar el sueño, pensaba en cómo se desmoronaba todo lo que había construido. Bajaba hasta la cocina preguntándome por qué me había casado con aquel hombre siempre correcto, siempre buen padre, aburridísimo. Ahora me doy cuenta de que el divorcio, a pesar de los seis meses de terapia que él propuso, era inevitable. Inevitable tras casi dos décadas de tedio absoluto que se transformó en insomnio. Mi miedo eran mis hijos: rodearlos de una atmosfera asfixiante en la que no sabía a qué los condenaba. ¿Por qué se sentencia a una mujer que toma decisiones sin pensar en sus hijos? ¿Entenderían ellos lo que yo quería? E stas preguntas surgen de noches medidas en estrías, polvos interrumpidos y un vago desprecio. Escuchaba la respiración uniforme de aquel hombre a lo lejos mientras, encerrada en el baño, observaba mi cuerpo envejecido decaer frente al espejo. Pensaba en el sexo que habíamos dejado de tener y en cómo debí decirle lo mucho que me costó sacrificar mi juventud por la juventud de ellos. Pero no lo hice; se me habría juzgado. ¡Qué egoísta!, gritarían mis amigas, sin haberse visto obligadas a dejar el cigarrillo, a no volver a dormir ni a soñar. Eran las mismas que no podían creerlo cuando les contaba que al segundo no lo había amamantado, que me había bastado con recordar el dolor dejado en mis pezones por mi hijo mayor. Abrían los ojos como si Carlos Ospina Marulanda 113
hubieran visto un demonio, señalándome por ser capaz de poner en riesgo a mi propio hijo. Habría que verlo ahora llegar tomado cada viernes con esa novia a la que no le cabe un solo tatuaje más. Tras el divorcio me quedé con mis dos hijos en el apartamento. Comencé a viajar mucho al sur. Me iba durante semanas y volvía siempre a un apartamento vacío a cenar sopa de fideos recalentada en la mesa de la cocina. Confieso que me asustó verlos cada vez menos. Viajé primero por negocios, pero luego por mí. Hasta que llegó el día en que les dije que me iría a vivir a ese otro país. El tiempo que pasó entre el anuncio y el momento del adiós, con las maletas que no se terminaban de hacer sobre la cama, me transportó a las interminables dos décadas que lo precedieron. En la puerta de salidas internacionales los abracé llorando con la culpa clavada en el hígado. Me entregaron una carta y me hicieron prometer que no la leería sino hasta que el avión aterrizara en el sur del continente. Cinco horas después, frente a la cinta de equipaje que circulaba lenta ante la mirada acechante de los demás pasajeros, busqué la carta en el bolsillo de mi abrigo. En el pantalón, en el bolso. No estaba. Se habría quedado en el avión o junto al café que tomaba en la sala de embarque. Levanté mis dos maletas y caminé hacia las puertas que se abrieron automáticamente. La luz del día que allí comenzaba se clavó en mis ojos.
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Raquel Guerrero Velรกzquez
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Raquel Guerrero Velázquez (Ciudad de México, 1994). Licenciada en Comunicación y Medios Digitales por el Tecnológico de Monterrey. Sus poemas forman parte de la pri-mera publicación de Casa Tomada “Poesía sin paraísos”. Actualmente cursa el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Instagram: @Raquelgv
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Recuento
l. El impulso, la náusea y ahí estabas tú, yo. Me pregunto cuántas veces se ha repetido la misma escena en tu cuarto. Cuántas veces han mirado el cuadro que reposa en la pared izquierda cuando estamos acostados. Uno, dos, cinco segundos, lo observo y no entiendo. Alguna vez te pregunté y no supiste explicarme. Sigo intentando descifrar(te). ll. Uno, dos, seis meses. Mismo cuarto, misma escena. Aquí estoy, ensimismada en el momento que he congelado, en el cuerpo que tengo a un lado.
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Me prestaste tu orilla favorita, ahora estás del lado izquierdo, tú, el cuadro. Me he rendido. Trataría de descifrarte y me hallaría -segundos/meses después- perdiendo el tiempo, el juego. Como si la vida misma pudiera entenderse. lll. Siete meses, estás a un lado, cambió el cuarto, perdimos la escena. Nos llenamos de preguntas, nos fallaron las respuestas. No entendimos la vida. IV. Despiertan, mismo cuarto, misma escena. No soy yo, sigues siendo tú. La vista prendida en el cuadro. Me pregunto si entenderá que cielos como tú están llenos de mar, un caudal. 120 Recuento
Me pregunto cuántas veces más, la misma escena, alguien nuevo, tu lugar. Me pregunto cuándo aceptarán que las nubes no se pueden atrapar.
V. Perdí la cuenta de los años. Ya no recuerdo el cuadro.
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Cien
CINCO DE LA MAÑANA y abre los ojos de lunes a domingo. No necesita poner un despertador. Han sido tantos años de madrugar, que en su cabeza el sol empieza a salir desde las cuatro y media. El gallo canta diez para las cinco, y los pájaros la acompañan cantando para que termine de abrir sus pesados párpados. Se levanta haciendo esfuerzo de la pequeña cama individual en la que duerme. Tiene ochenta y seis años. Le cuesta ponerse en pie. Calza unas chanclas viejas y desgastadas, como su cama. Mi abuela tiene el dedo índice del pie más grande que el pulgar. Ya no puede cortarse las uñas. A veces las deja muy largas hasta que alguien decide ayudarla. Camina a oscuras hasta el baño para lavarse el poco cabello que le queda. Cano y seco. Frota su cara. Parece que cada arruga guarda un dolor. Lava su cuerpo con una esponja amarilla que raspa en una barra de jabón. Los pies ya no los alcanza, sólo les deja correr el agua. Cuando termina, toma una toalla con esas manos cansadas y manchadas, de pecas, de años. Seca su torso, su cara. Se pone con trabajos la ropa interior, encima un camisón blanco. Encima del camisón blanco, una blusa y una falda. A veces un suéter negro. Conserva las chanclas Toma un peine y comienza a cepillarse las canas. Se mira en el espejo. Los cabellos largos, negros y lacios ya no están. Nota que sus cejas han perdido vellos. Y sus ojos brillo y pestañas. Los cierra por un momento, 122 Cien
para intentar engañar al espejo. Se imagina en sus veinte, pero cuando los abre, sigue teniendo ochenta y seis años. Repite en su cabeza que aún es bella y sonríe. . Sonríe, pero ya no tiene dientes. Recuerda como los fue perdiendo, uno a uno. Ganaba años, per-día dientes. En un vaso lleno de agua reposa la dentadura de porcelana que mandó a hacer cuan-do empezó a tener problemas para morder. Toma su cepillo de dientes, coloca pasta y limpia la dentadura. Enjuaga su boca y con ambas manos, se la coloca. Vuelve a mirar al espejo. Ahora ya puede volver a fingir sonrisas. Su piel ahora es seca. Toma un frasco de crema que huele a rosas de Castilla y la unta en sus meji-llas y su frente . La piel de su rostro parece un valle de montañas, el cauce de un río que nunca desemboca. Estira sus arrugas, pero no logra hacerlas desaparecer. Las cuenta, para asegurarse que no han salido más, pero confunde el número antes de llegar a diez . Vuelve a empezar y se cansa a la mitad. Desiste. Después del rostro vienen los brazos. Vienen las manos, la parte más seca de su cuerpo. Toma más crema y masajea sus manos. Siguen ásperas, duras, llenas de callos. Sus manos rechazan la crema. Son unas rebeldes. Le reclaman por limpiar los pisos, por tender la ropa, por atender a los niños, al marido. Sus manos están cansadas. A veces le piden que pare, pero ella no las deja. Les unta crema y las pone a trabajar. Cuando termina el ritual de belleza, camina cojeando a la cocina a preparar el café. Saca una olla grande y pone a hervir los frijoles. Saca del refrigerador jitomate y cebolla. Los comienza a cortar. Toma la caja de huevos, que reposa arriba del microondas. Diez huevos para empezar. Los rompe uno por uno sobre el sartén. Les echa una pizca de sal y los comienza a batir. Vierte el jitomate, la cebolla. Apaga la olla de los frijoles. Apaga la olla del café. Toma la bolsa de pan que cuelga de un clavo a un lado de la puerta de la cocina y lo lleva todo a la mesa. Servilletas, platos, cubiertos y tazas también. Raquel Guerrero Velázquez 123
Sirve el desayuno a sus hijos, al marido, a los nietos. A las ocho de la mañana todos están des-piertos. Prende el televisor con las noticias. Sigue preparando más huevo, más frijoles, más café. Prepara también el lunch de los niños. Ayuda a ponerles la chamarra. Está pendiente de la hora, no permite que a nadie en la casa se le haga tarde. Mi abuela es la última en desayunar. Toma un pedazo de pan, se sirve café. Remoja el pan en el café. Y así repetidamente, hasta que logra saciar su hambre. A veces toma otro bolillo de la bolsa y le unta frijoles. Le gusta mucho el pan. Termina de desayunar. Recoge la mesa, lava los platos, las ollas, las tazas. También comienza a lavar ropa, a barrer el piso, a limpiar los vidrios. En una mano carga una cubeta llena de cloro, en la otra, un trapo. Se agacha a recoger pequeñas basuras que van saliendo por debajo del sillón. Siente dolor, no puede volver a enderezarse. Tarda un minuto e intenta coger fuerzas para incor-porarse. Suelta el asa de la cubeta, avienta el trapo. Comienza a inhalar y exhalar. Toma asiento en un sillón y comienza a llorar. Llora por los años que le pesan. Llora por las rodillas que le fallan, por el ojo que está perdiendo. Llora porque ya no se siente tan viva. Llora porque fueron pocas las veces que vio el mar. Porque quiere salir a bailar, al cine. Quiere salir a correr. Quiere jugar con muñecas en el jardín, pero es muy tarde, es muy tarde. Mi abuela nunca jugó con muñecas. Limpiaba la cocina desde los seis años. Ayudaba a su mamá a coser. Cuando cumplió setenta y cinco le regalé una muñeca de porcelana. Nunca había tenido una. Me lo repetía cada vez que llegaba navidad y me veía jugar con las muñecas que yo recibía de regalo. Mis muñecas hablaban, se movían, comían y hacían del baño. Ella nunca tuvo una has-ta los setenta y cinco años Le regalé una muñeca de porcelana y al poco tiempo la olvidó, la abandonó, la perdió. La reemplazo por otras cosas, como toda niña 124 Cien
a los setenta y cinco años. Mi abuela llora a ratos. Cuando mi abuelo se enoja se esconde en la cocina. Acomoda la fruta. Limpia el refrigerador. Se limpia las lágrimas. Prepara la comida y la sirve esperando que eso le recupere a el buen humor. A veces no lo hace y se dejan de hablar por días. Ella siempre es la primera en volver a platicar. Le cuenta lo que escuchó en las noticias, le pregunta si quiere más café. Llevan sesenta y cinco años de casados. Una vez llevé a un novio a su casa. Me dijo que quería volver a ser joven y tener un novio como el mío. Se casó a los veinte años. Al año vinieron los hijos. Unas gemelas. Se embarazó cinco veces se-guidas. Tuvo seis hijos. Cinco mujeres, un hombre. Le quedan cinco. A ratos también llora por su hija, la que murió. Toma monedas de la pequeña bolsa que guarda en un cajón de la cocina. Sale arrastrando los pies camino a la iglesia. Tarda más de media hora en llegar. Compra una veladora y va al nicho donde están las cenizas de su hija. reza, llora y toma un respiro para volver a casa. Se siente más liberada. Aunque la rodilla le falla, el camino de regreso se hace más rápido. Vive con dos de sus hijos. Los que siempre fueron solteros. Los demás están desaparecidos. A veces se acuerdan de ella y la llaman para contarle de sus viajes y la nueva casa o el nuevo carro que acaban de comprar. Se alegra de escucharlos. Les cuenta algunos chismes de la casa. Les cuenta de la cirugía de ojos que pronto le van a hacer. Espera que se preocupen por ella, que ven-gan a verla. Cuando cuelga el teléfono, se pone a llorar. Llora porque también necesita cuidados. Llora porque también quiere viajar. Quiere aprender a manejar y huir con gafas de sol al mar. No lo dice, no se queja. Hay que estar pendiente a sus suspiros. Cuentan historias inconclusas de una playa a la que nunca llegó, en sus veinte, con un bikini, bañándose en agua salada. Mi abuela, desde que tengo memoria, jamás descansa. Aunque esté Raquel Guerrero Velázquez 125
enferma, aunque esté vieja. De un lado a otro. Así le enseñó su mamá. Se casó, tuvo hijos. Ahora limpia, cocina, cuida. Cuando la casa está limpia. Sale a la tienda de la esquina por alimentos para preparar la comida. Ya no puede caminar hasta el mercado. Pone a hervir el pollo. Prepara el caldo. Cuando termina de cocinar, por fin respira. Va por una cobija a su cuarto para taparse los pies y se sienta en el si-llón. A veces, cuando no hay nadie en casa se pone a ver telenovelas. Se queda a la mitad dormida y sueña con otra vida. Imagina viajes, imagina el mar. No se ve con hijos, no se sabe casada. Tiene dos novios. Terminó la universidad. No sabe cocinar. De pronto llega la parálisis del sueño y llora porque no puede despertar. Llora porque no puede gritar. Abren la puerta de su casa y ve a una mujer vestida de negro acercase al sillón en el que duerme. Es su pesadilla recurrente. Intenta calmarse, intenta despertar. No lo logra. En sueños sigue llorando. Se vuelve a abrir la puerta y entran los hijos, los nietos, los bisnietos. Entra mi abuelo. El ruido la despierta. Salta del sillón. Mira a sus lados. Intenta recuperarse. Despertó. Sólo fue una pesadilla. Se seca las lágrimas. La casa se llena de voces, de gritos. Los niños corren. Mi abuela termina de despertar. Saluda a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos. Recupera el aliento. Intenta recordar su sueño antes de la pesadilla. Cierra los ojos, ve el mar. Por atrás alguien la abraza. Las mañanitas empiezan a sonar. Cumple ochenta y siete años. Ella no lo recordaba. Hay un pastel en la mesa. Todos la abrazan. Le cantan, le aplauden. La besan. Antes de soplar las velitas le gritan que pida un deseo. Cierra los ojos repasa su sueño:la juventud, los novios, la universidad. Los abre. Le sonríen quince bocas. Los cierra. Pide cumplir ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa y cien. 126 Cien
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AnaĂŻs Faner Anglada
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Anaïs Faner Anglada (Ciutadella de Menorca, 1997). Licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente cursa el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra.
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La Ciudad del Infinito
Anantapur, al sureste de India, ha dejado de ser un desierto. Ahora es donde SolRe Percussió viaja cada verano para hacer talleres de percusión a niños con diferentes perfiles de diversidad funcional de la Fundación Vicente Ferrer. —EL TEMA DE LAS CASTAS está abolido, pero todo el mundo sigue trabajando con castas —dice Kyra, en tono mezzo forte, a través de su dispositivo móvil Android. Kyra dice que ahí no va a agredir culturas, a cuestionarlos, a convencerlos, a ser la dueña de la verdad, la sabelotodo, la que piensa que ellos son «un cubo donde poner una cultura», sino a dar y a recibir. Dice que ahí se da cuenta de las cosas superfluas, de las naderías, y que no quiere volver a Barcelona porque coincidirá con Navidad, la fecha más consumista del año. Dice más: que en Anantapur, en el estado de Andhra Pradesh, se trabaja con el boca a boca, que hay mucha ignorancia, y que las mujeres trabajan, pero que dejan de hacerlo al casarse. También que el número de personas con discapacidad es altísimo porque se casan entre familiares –con estos manidos datos uno podría viajar hasta la dinastía Habsburgo y su rey hechizado: la cumbre de cuatro generaciones abrazando la endogamia. —Hace años Anna Ferrer dijo que en la India la discapacidad es una casta más. Ahí los discapacitados son rechazados, incluso, por sus familias. Son un estorbo. Los dejan de lado. Los alimentan mal. Ahí son el Anaïs Faner Anglada 131
cojo, el tonto y el ciego. La voz telefónica de Kyra sigue diciendo. Dice que ahora está viviendo en el campus que la Fundación Vicente Ferrer (FVF) tiene en Anantapur, junto con otros diez profesionales bilingües, aunque también hay psicólogos, traumatólogos, doctores, enfermeros, y otros voluntarios. También dice que no ha tenido ningún problema con la digestión, porque solo come pollo un día a la semana y lo demás son lentejas, garbanzos, cacahuetes y frutas. Su canción sigue: hace unos meses los chicos del pueblo le dibujaron el tercer ojo, le pusieron una guirnalda de caléndula y la recibieron al son de tambores de una banda de percusión catalana. Y de esto último, Uri Soler, director de SolRe Percussió, también se acuerda. Se acuerda de ella: Kyra. Brasilera. 64 años. Madre soltera. Voluntariado como profesora de inglés a jóvenes indios de la FVF. —Vicente Ferrer decía que en Anantapur no había agua ni para bautizar —esclarece Uri Soler. Cuando Vicente Ferrer llegó en 1969, Anantapur estaba declarada la región más deprimida de la India de las mil y una noches. No existía futuro para la vida de los hombres: duraría el tiempo de cocción de un brócoli. Su población debía migrar. Anantapur tenía de todo, menos una cosa: agua. Tenía secarales baldíos, inhóspitos, rojizos. Campos de girasoles infecundos. Carreteras sin adoquines. Lluvias ilusorias, descompasadas, de graznido mohíno. Analfabetismo. Gente a la intemperie. Sed. Pero ya no. Ya no hay «chabolas cutres», sino casas de veinte metros cuadrados, centros comerciales y tiendas, y tiendas menos tiendas. Cincuenta años más tarde, la gente no ha emigrado y la mayoría de ella vive –sobrevive– de la agricultura. Si se supone que Dios puso la manzana al mundo, Ferrer fue el hombre que transformó milagrosamente un desierto impermeable en vida. Aparecieron los pozos, los embalses, el agua de coco y los tonos verdes, con árboles frutales de 132 La Ciudad del Infinito
mango y plátano. En medio de la desolación, el misionero dio sentido al nombre Ciudad del Infinito, que así es como se traduce Anantapur del telugu, la lengua local, y consiguió pegarle con resina el prefijo «semi»: pasó a ser una zona semidesértica. Una ciudad rural poco turística. —Ahí hay muchos contrastes. Hay algo moderno y el patio de delante lleno de mierda. La suciedad es otro idioma. Hay desechos por todos lados. Ellos cogerían esto —Uri señala el vaso de agua con una rodaja de limón que ha pedido en el bar Navas, en Vilassar de Mar, al lado de la sede de SolRe Percussió— y lo tirarían a la calle. *** Así es la India, este lugar con un sol tan picante como su comida, mayoritariamente vegetariana: según Uri Soler, hasta el agua del súper tiene un punto verde que señala que es vegetariana. Así es el país de los mil dioses. La tierra santa del hinduismo, del budismo, de los infinitos templos y gurús espirituales. —Para ellos el Padre Ferrer es un dios y una persona de piel blanca es un discípulo —Uri hace un silencio de corchea—. Nos adoran. Nos saludan con un hola, y no un namasté. Así es también Anantapur. Pero primero hay que llegar a Anantapur. Para viajar ahí se coge un vuelo hasta Bangalore, la Silicon Valley de la India, y de ahí son cuatro horas más en tren. Después, se sube al tuktuk, un enano e incómodo medio de transporte que tarda unos quince minutos y, si eres buen regateador, unas 80 rupias. Vamos, que un viaje corto por la India equivale al tiempo que pasa mientras pones la lavadora y esperas el pitido agudo y tiendes la ropa y luego la colocas a lo Marie Kondo. *** Anaïs Faner Anglada 133
SolRe Percussió es una empresa catalana dedicada a la percusión y otras actividades urbanas. Una de sus actividades más ambiciosas es Lupresti, proyecto que se creó en 2016 y ya lleva tres ediciones. El primer año fueron siete voluntarios; el segundo nueve; en 2019, once; y –si la serie consecutiva de impares sigue su ritmo– en 2020 serán trece. —Cada verano vamos a Anantapur para hacer durante un par semanas un taller de percusión a niños de Vicente Ferrer con disparidad visual, física o huérfanos. Pretendemos mejorar sus condiciones de vida a través de la música, recaudar fondos para construir viviendas y dotarlos de herramientas y conocimientos para promover la comunicación, la integración y la autoestima —entona Uri Soler. Uri Soler, que hace veinticuatro años que toca percusión y quince que la enseña a tocar, está a punto de terminarse el vaso, pero antes explica que siempre ha desconfiado de las ONGs, pero que con la FVF, y por lo tanto, también con Kyra, ha visto de primera mano la fuerza del trabajo codo con codo. También explica que en la India llega un punto en que se conocen tantas historias que es imposible quedarse con una en concreto. Pero, por poner un ejemplo, recuerda una chica que tenía lumbalgia y no podía estudiar: la familia le decía que no podía estudiar. Entonces, la FVF buscó la manera para que estudiara, porque la fundación trabaja más en enseñar a pescar que no en dar comida. —Cuando dejas un lugar, el proyecto acaba, pero nosotros aseguramos su continuidad. Les dejamos instrumentos, algún tom-tom y cajas, y volvemos con niños apadrinados —dice alguien mientras un rizo le cae en la frente y se lo queda mirando ensimismado, como quien estuviera pensando en un redoble de tambores. Este alguien es Uri Soler. ¿O era Uri SolRe? ***
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SolRe ha ido hasta el Colegio Paideia, cerca de la Estación de Barcelona Sants, para dar un taller de percusión a jóvenes con discapacidad intelectual. —¿Haz ido a Martorell? Zoy de ahí. Zoy Ana. Tengo dieciocho. ¿Cómo te llamaz? Tengo un ezguince y no puedo tocar. Tienez que ir a Cádiz, por zu puezta de zol. ¿Volveráz? Guapa, tu collar mola. ¿No te guzta rap? ¿Rock? ¡Erez guay! —parece que Ana se va a quedar en silencio, pero retoma su voz de altavoz resonante y sigue, con muchos po-po-pompom de fondo en el centro de otro tipo de Ciudad del Infinito.
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Mauricio Lombardi
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Mauricio Lombardi ha sido periodista y reportero en medios escritos, radiales y televisivos. Ha sido docente universitario, monologuista y actor. Ha sido estudiante de dos maestrías en Barcelona, y como hombre blanco mayormente heterosexual se asume privilegiado. La mayoría de sus escritos, que son muy pocos, buscan sin éxito reflejar esa sensación de culpa existencial, a la que se añade la culpa inherente de su crianza católica en Lima, Perú. Mauricio Lombardi ha sido también futura promesa, novio modelo y último lugar.
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Así son ellos
HERNÁN YUPANQUI ESTÁ CONVENCIDO de que están ahí para felicitarlo. Cualquier otro día habría pensado, al ver al final de la calle a los vecinos amontonados en la puerta de su casa, que algo terrible había pasado: otro robo, el asma, problemas con Adelita. Pero hoy no. Hoy Hernán Yupanqui ha salido en la televisión. El mismísimo Ministro le ha dado la mano y una tarjeta con su número personal. Quizá Carmen haya puesto a la niña frente al televisor y las dos lo hayan visto en el noticiero, piensa Hernán Yupanqui. Quizá Adelita lo haya reconocido. Lo de la tarjeta del Ministro solo se lo va a decir a Carmen, porque si no los vecinos se la arrancharían de las manos para llamarlo a pedirle sabe Dios qué favores. Que arregle la calle, podría ser, porque el Lada sufre con cada hueco, piensa Hernán Yupanqui, y porque sus vecinos, como dice Carmen, son unos flojos y unos conchudos. Seguro le pedirían una pantalla gigante para ver fútbol, y qué vergüenza, imagina Hernán Yupanqui, si al Loco Edson le da por llamar al Ministro todo borracho. Habrá que esconder la tarjeta, quizá atrás del ladrillo suelto que se desprende, o en la cuna de Adelita, piensa Hernán Yupanqui, porque de qué serán capaces los vecinos. Cuando apaga el foco del cartel de taxi ve que allí no falta nadie. Están todos. Hernán Yupanqui va más lento por los baches y los charcos y el barro, pero también porque quiere hacerse esperar. Si Adelita está dormida, si Carmen le deja, se va con los muchachos a la cancha y Mauricio Lombarti 139
cuenta la historia como las cuenta Miguelón: con gracia y parado sobre la caja de cervezas. Y claro que hoy Carmen le va a dejar, está convencido, Hernán Yupanqui. Imagina Hernán Yupanqui sus caras cuando les cuente cómo reconoció al Ministro en el espejo retrovisor, cómo hablaron de política de igual a igual, cómo se olvidó en su taxi la bolsa de papel con todos esos dólares, y cómo él consiguió devolvérsela. Repite Hernán Yupanqui en voz alta las palabras del Ministro: “representa usted el verdadero espíritu honrado del noble trabajador peruano”. Usted. El único faro del Lada ilumina primero al Loco Edson y después a Miguelón y después a Carmen, que coge a Adelita de la mano. Hernán Yupanqui se molesta, por que qué hace la niña afuera tan tarde, con esta humedad y sin el oxígeno, piensa Hernán Yupanqui cuando la primera piedra destroza el cristal. Cuando la segunda revienta el espejo lateral y las siguientes caen como granizo, Hernán Yupanqui ya no piensa, pero arrastrándose fuera del carro, entiende: envidia. A su alrededor solo ve pies descalzos y zapatos embarrados, porque así son ellos, piensa Hernán Yupanqui, unos flojos y unos conchudos y unos envidiosos y unos sucios. Pero por qué Carmen también lo mira con tanto odio, con tanta envidia, por qué no abriga a Adelita, por qué en lugar de eso Carmen levanta la piedra más grande sobre su cabeza, es lo único que no entiende, Hernán Yupanqui.
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Sofía Carrère
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Sofía Carrère Oriunda de Santiago de Chile. Licenciada en Letras Hispánicas y Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ilustradora autodidacta y amante de los gatos. Actualmente vive en Barcelona y cursa el máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra.
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Espejo roto
YO TENÍA CERCA DE DOCE AÑOS cuando mi papá anunció que nos iríamos a vivir al campo. Para comenzar a habituarnos, fuimos a pasar el verano a una casa prestada muy antigua, de esas que alguna vez fueron bonitas. Nunca había estado tan lejos de la ciudad. El terreno era inmenso: había un río, un pequeño bosque y un campo de lavanda. Los días ahí eran largos y silenciosos. Mi mamá leía mientras mi papá salía en su camioneta a visitar terrenos en venta para nuestra nueva casa. El aburrimiento era parte de la rutina. Mi papá volvía tarde, mi mamá apenas hablaba. El perro del cuidador me daba miedo, era negro, peludo y no paraba de ladrar. Así conocí al sobrino del cuidador, que había ido a pasar el verano con él. Su madre había muerto y su padre se había ido lejos. Mientras cenábamos le pregunté a mi mamá de qué había muerto la mamá de Rodrigo; no me respondió. Al día siguiente, mi mamá me dijo que saliera y jugara con él, porque ella y mi papá tenían que hablar. Todavía me daba miedo el perro, por suerte no ladró. A Rodrigo le gustaba explorar, buscar las madrigueras de los conejos y subir a los árboles. A mi no me gustaba tanto, pero iba con él porque era mejor que estar en la casa silenciosa. Un día de calor fuimos al río, Rodrigo y yo. Él se sacó la camiseta para meterse al agua, a mi me dio vergüenza. Me dio la mano para que no me tropezara con las piedras. Antes de bañarnos, nos quedamos Sofía Carrère 145
parados —Eso aleja a los malos espíritus —explicó en tono solemne—. Me lo enseñó mi abuela. Esa noche me dio fiebre y mi mamá se enojó conmigo. Me dijo que nadie me había dado permiso para desaparecerme toda la tarde con ese niño, y menos para meterme al río sin pantalones. Me disculpé tosiendo. El perro que me daba miedo no paró de ladrar hasta que Rodrigo lo soltó para que saliera a correr. Era una noche oscura y ventosa. Me vino a ver a mi ventana; le dije que se fuera. Me daba vergüenza que me viera en pijama. Me sentí mal, él había salido porque sabía que los ladridos me asustaban. A la mañana siguiente, escuché gritos. Mi mamá le gritaba a mi papá, y mi papá le gritaba a mi mamá. No distinguí las palabras. Bajé a la cocina cuando oí el estruendo. Mi mamá recogía el vidrio del suelo. Pedazos de espejo, y pedazos del jarrón donde estaban las flores. Se cortó el dedo, se mezclaron el espejo roto, la sangre y la lavanda. Olía a cloro y a metal. Mi papá se había ido. También nos fuimos nosotras. En el camino había un conejo muerto, destripado por el perro. No volvimos a la casa silenciosa, ni tampoco volví a ver a Rodrigo. Mi papá, tal como quería, se compró una casa en el campo y se fue de la ciudad. También se compró un perro, pero es un pastor alemán muy bonito que no me da miedo. A veces paso el verano en el campo con ellos, pero al igual que en la otra casa, reina el silencio. Cuando puedo pongo lavandas en un florero, con la esperanza alejar a los malos espíritus.
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Isabela Ramírez Payán
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Isabela Ramírez Payán Nació en Cali y vivió diez años en Bogotá. En ambas ciudades se ha desarrollado a nivel espiritual, mental, académico y profesional. Es Comunicadora Social, Periodista y Socióloga, apasionada por el sector cultural, especialmente el arte y la fotografía. Actualmente vive en Barcelona, donde cursa el Máster en Creación Literaria de la UPF.
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Benny Goć
BENNY GOĆ ME CONQUISTÓ escribiendo poemas con los dedos en la arena de la playa, picándome el ojo y torciendo un poco la boca mientras hacía un chasquido con los dientes. Al final dibujaba corazones chuecos y estrellas y flores. Se sacaba dos anillos dorados de fantasía de los meñiques y se abría los botones de su única camisa de tigre, que le combinaba con la uniceja y el pelo azabache. Tenía un diente dorado al lado del colmillo izquierdo. Me lo mostraba con mirada fugaz, metiendo el labio de abajo, y corría a la cancha de vóley. Me hacía reír. Nos veíamos los miércoles cuando jugaba vóley playa con su equipo de trabajo, los domingos y lunes grababa, y los martes les dictaba clases de expresión corporal a los actores. Me contó que la primera vez que hablamos, canceló una reunión a última hora. Saliendo para la playa dejó su disculpa: Es un amor más viejo que la Tierra. Los planes para la película siguen iguales, mis muchachos. Aquí dejo los temas de los que iba a hablar, cuéntenme qué opinan y mañana reviso. Besos. Cumplía con el primero de los pocos días que tenía para enamorarme. Planeaba irse de Madeiro porque quería cambiar de vida. Ese día ya no me escribió en la arena. En un secreto gritado -para que me dejaran oír las olas y la brisa-, me dijo que las nubes y las montañas eran una misma unidad, y que eso seríamos nosotros.
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De ahí en adelante no nos separamos más. Benny se fue a vivir a mi casa, de a pocos y por siempre. Fuimos a una fiesta en la mansión de Rogelio Rativa. Allá estuvieron hasta Rosaura Mora y las primas. Entre tanta gente, yo solo veía a Benny. Estaba en todo. Él toteado de la risa y Luchi Sagasta diciéndome que me secara las babas que estaba chorreando. De pronto éramos parte de un círculo de personas con vaso en mano, charlando, cuando nos preguntaron cómo nos conocimos. Yo mismo vi cómo el sol le hizo estas pecas –dijo tocándome el hombro. Yo grababa Sex and Tales y ella se bronceaba y jugaba con los tiburones que buscaban comida en la orilla. Me enloquecía esperando los miércoles para verla ahí, acostada boca abajo, metiéndoles algo a la boca que se esforzaban por tragar, pero le querían ver las tetas separadas en esos triángulos diminutos del color de la tierra. No la mordían porque olía a aceite de coco, ese que le tiene esta piel tostada. A ellos no les gusta el coco, ni el ceviche de piña con aceitunas negras y tomates cherry. Solo a Carmenza Banguera se le ocurre que a un tiburón martillo le gusta la fruta. Benny me hace reír. Me enloquece. Brindamos. Hubo buenos discursos. Claro que el de Benny era improvisado, rayado en una servilleta arrugada que se sacó del bolsillo y que apoyó sobre la rodilla encima del sofá de terciopelo de la sala. Ahora tengo certeza de la distancia que divide mi camino, antes loco por las tetas, ahora loco por las letras. Rativa suspiró fascinado y apretó los ojos. Yo intervine pidiendo un aplauso por los homenajeados. Rativa se volvía un magnate del cine porno a lo Boogie Nights luego de recibir el premio AVN, merecido Óscar de la pornografía. Benny, su director por tantos años, ahora se retiraba. Lo veo cada noche buscando aire en mi terraza, entonces me paro al frente, de espaldas para que me abrace, y los dos vemos la luna que brilla afuera y que nos tira rayos plateados al cuerpo. Desde la terraza se ve el mar, la sombra negra de los barcos, al frente, de espaldas para 152 Benny Goć
que me abrace, y los dos vemos la luna que brilla afuera y que nos tira rayos plateados al cuerpo. Desde la terraza se ve el mar, la sombra negra de los barcos, Benny abre los dedos alrededor de sus siluetas y no los cierra hasta que baja la mano directamente a las hojas blancas del cuaderno. Me cautiva. Se pone a escribir. Agradezco cada mañana por vivir y levantarme de la cama con Benny a mi derecha. Todos los días, Benny me sube su ser hasta mi corazón. Estuve varios días caminando en las mañanas, él se quedaba durmiendo. A media hora de distancia se unen el mar y el río. Ambos queremos respirar otro aire, ir allá o a donde sea. Luchi Sagasta y el marido dicen que desde hace tiempo le tienen un regalo, no viven tan lejos, y desde hace rato están que vienen porque les conté que una pareja de búhos hizo nido en el jardín. Luchi y el marido tienen un pontón afuera de su casa. Estoy pensando en decirle que nos invite, más bien, para asomarme con ella por una ventana de marco azul cielo en esa casa color lila, y que Benny se pueda acostar en la hamaca y oler los aguacates, mientras cuenta historias. Que el marido de Luchi se ría, que suspire. Yo también le voy a contar a Luchi cómo nos enamoramos, todo lo que hacemos cada día, cómo lo dejo entrar en mí. Una charla de amigas. También para que dejemos a los búhos en paz por unos días, mientras le preparo una sorpresa de regreso a Benny. Logré la invitación para el fin de semana próximo, Benny se puso feliz. Hace unos días me manché los dedos de las manos con limón y el sol. Ahora tengo partes café clarito y otras, café oscuro. Benny me los chupa todas las noches, diciendo que, una de estas mañanas, ya no van a estar. Que la saliva me cura. A mí me gustan y no quiero que se me quiten, pero no le digo nada, porque me gusta que me chupe los dedos. Me gusta cómo Benny ve el mundo y a él le gusta cómo lo veo yo. Me lo dice siempre cuando estamos viendo los corales y la espuma del mar. –Benny, ¿qué te vas a llevar? Hagamos la maleta. Yo ya hice unas Isabela Ramírez Payán 153
zanahorias con miel y pimienta y que llevemos hielo, que tienen poquito, no me dejés olvidar. Benny alcanzó a empacar cuatro pares de gafas de sol, cuando salimos a buscar ratones algodoneros y lagartijas para dejarles a los búhos. Nos metemos a un bosque negro y ahí pasamos horas. Llegamos a la casa y encontramos la puerta abierta. Benny entra y me dice que espere ahí, que él va a revisar cada cuarto, por si alguien ha entrado. Me meto a la cocina y organizo a los ratones en el muro rojo. Voy a preparar comida para ellos y las lagartijas, para que los búhos se los coman gorditos. De pronto siento a alguien detrás. Me despierto sentada en una silla sin patas, escuchando “mucha mierda, mucha mierda”, y entiendo que estoy dentro o fuera de un teatro. Al frente veo no sé cuántos hombres haciendo un baile, a la misma altura de mi silla. Apoyo mis brazos en los de la silla y, con toda la fuerza que pueden hacer los músculos de mi antebrazo y mi alma, me levanto estirando el cuello y mirando para ambos lados. Busco a Benny, pero no lo veo. Escucho una guitarra. Un solo largo y extenso, como una letanía surrealista, preocupante. Se me acerca una mujer y me dice que hay alguien que me necesita para reacomodar sus chakras. Le pregunto si el personaje se apellida Goć. Me dice que no sabe, que anda un loco por ahí gritando mi nombre y mi cara, que lo vio pasar medio borracho cantando una canción. Espero que la canción sea Timbalero, la del Gran Combo, que le encanta a Benny. La empiezo a tararear y la equivocada mujer me reclama: Ningún Gran Combo, el Gran Teatro del Mundo es lo que es ese hombre. Si hubiera tiempo que perder, lo perdería explicándole que Benny no anda borracho porque nunca altera sus estados de conciencia con nada que no sea amor. Alguien lo emborrachó. Mejor me voy. Recojo a Luchi y al marido para que me acompañen a donde Rosaura Mora. Rogelio Rativa siempre nos ha dicho que algo raro tiene ella. 154 Benny Goć
Llegamos a la casa y no nos invita a pasar, nos recibe en un hall que tiene en la entrada, señalando unos sofás percudidos que se nota que nunca usa. El marido de Luchi empieza con unas preguntas bien estructuradas, como habíamos planeado, porque él la conoce más. Trabajaron juntos hace años, con Benny. Antes de responder la primera, me lanza una mirada salvaje de “quién sabe en qué se metió cuando le vendió el alma a la poesía” y yo le digo que no se haga la vendejabón, que yo no me quiero meter en eso, pero que yo sé que las Mora mantienen bebiendo, y que a Benny lo vieron borracho. Que ahí sí me disculpe, pero algo tendrán que ver. Suelta una carcajada llena de tufo. Yo aguanto la respiración por un minuto y el marido de Luchi sigue con las preguntas. El tufo de Rosaura parece que no me hizo bien, porque, en medio de las preguntas, me parece muy buena idea pararme del sofá puerco y gritar que Benny no se ha ido, que me diga dónde encontrarlo o que me va a conocer. Creo que me veo desesperada. Entonces termina el diálogo diciéndome que ella entiende que es horrible vivir en la línea de la incertidumbre. Que le pregunte a Rativa. Luchi se levanta y se le enfrenta. –Pero, ¿vos qué es lo que te creés, Rosaura? ¿Pensás tener a Carmenza de aquí para allá, sin decirle nada? Nos decís ya, si vos o tus primas saben algo, porque yo sí le prendo candela de una a este rancho, no vayás a creer que no. –Mirá Luchi, lo que te diga es mentira –le contesta Rosaura. Consternada, solo se me ocurre meterme al carro y gritarles que nos vayamos a donde Rativa. Llegamos a la mansión de Rogelio a la hora del almuerzo. Él nos da la bienvenida, amarrándose un lazo de una bata de seda, que es lo único que trae encima, en la que no se distinguen los animales, las rayas, los círculos y las flores, mojada por la orilla de la piscina; nos invita al sofá de la sala prolongando su saludo ¡Dichosos los ojos, mis preciosuras! Isabela Ramírez Payán 155
Pregunta dónde está Benny y yo le digo que lo estoy buscando. Le pido ayuda, jurando que alguien del porno sabe dónde está y qué le pasó. Rativa se cruza de piernas y se abre de brazos, dejándose ver el pecho, y habla tranquilo: –Mirá, Carmenza, las cuentas claras y el chocolate espeso. A mí me encanta que Benny se haya metido de poeta, pero hay gente que no lo va a dejar salirse de esto, así como así. –¿Cómo así, Rogelio? ¿Es que hacían algo ilegal? Rogelio, que es tan risueño, no se ríe, se me acerca y me responde con un aire dulce: –A Benny lo quieren para dirigir teatro, y esos teatreros son pesados, Carmencita. Pero no te me achantés. Él no se deja mangonear así tan fácil. Que me diga de una vez si lo mataron y yo empiezo a organizar y a difundir su obra en las playas, en las carreteras, donde sea. Finalmente, a nadie le importa si esos poemas los escribió Benny Goć, lo importante es que les queden a todos en la cabeza y que después se les metan al alma. –Yo tengo amigos de confianza en teatro, los podemos llamar –me propone Rogelio y yo claro que acepto. En un sofá estamos él y yo, y al frente, Luchi con el marido. Rogelio coge su celular y le marca a un nombre que no alcanzo a ver, pero no me importa quién sea, lo pone en la mitad de la mesa central y activa el altavoz. –Míster Rogelio –dice una voz metálica. –¿Cómo vamos, mi hermanito? –le responde Rativa, con toda la tranquilidad del caso. –Contáme rápido que voy a empezar audiciones. –Mirá, bajámele al tonito, quería preguntarte si sabés dónde anda Benny Goć y si… Queda en la mitad de la frase porque el otro le cuelga, miro a Luchi 156 Benny Goć
y ella se sienta entre Rogelio y yo, y me abraza. Rogelio junta las palmas de las manos en la frente y dice que a ese ya lo tiene entre ojos. Que tranquilas, que va a llamar a otra persona que sí es seria. Hace lo mismo que en la otra llamada y contestan: –Buenas tardes, señor Rativa. –Efe Ache, ¿cómo va la vida? –Todo en orden ¿y usted? –Te voy a pasar a Carmenza Banguera. Lo recuerdo de la fiesta. Cojo el celular. –Hola, Efe Ache. Te conocí en la casa de Rativa, con Benny. ¿Sabés él dónde está? –No señora Banguera, pero ya voy a apuntar todo lo que me diga y lo paso al noticiero y a los anuncios de los teatros. Hágame la descripción completa, por favor. No sé qué decir. Buscar a alguien es pensar en qué tanto se conoce a esa persona. Yo a Benny lo conozco desde hace miles de años. Le conozco todos los poros de la piel, los lunares, le reconozco el olor en cualquier kilómetro del mundo. Amarlo es un estado de placer crónico. Y en buscarlo se me puede ir la vida. Él no se iría sin decírmelo, jamás. Le suelto solo una frase: –Mirá, Efe Ache, Benny no es rezandero, pero, sin dudarlo, contesta amén si un anciano lo bendice. Es la luz y la sombra del mundo. Por un momento, todos nos miramos, creyendo que se había cortado la llamada, porque Efe Ache se queda mudo. –¿Me podría dar una descripción de su contextura corporal, su vestimenta y las circunstancias en las que huyó? Benny no huyó, Efe Ache tan atrevido, pienso. –Yo estaba en la cocina de mi casa y él estaba en el segundo piso. Estábamos esperando a terminar de empacar las maletas para ir a la casa de unos amigos. Tenía puesta una bata blanca que en verdad era Isabela Ramírez Payán 157
una sábana que rasgamos ayer mismo en la noche, para ir a cazar ratones y lagartijas. No quiero hablar más. Me imagino su cara, sus manos que me escarban el estómago y me sacan las ganas de vomitar por no encontrarlo, y me revuelcan y me acarician las tripas y me meten no sé qué, porque cuando me vuelve a cerrar la piel, ya me siento liviana, simple, blanca. –Efe Ache, gracias, yo veré, mijo –dice Rogelio mientras coge el celular y cuelga. Me da una palmadita detrás del hombro, pasándole por encima a Luchi. Le damos las gracias y lo hacemos jurar que me llama si sabe algo. Luchi y el marido me invitan a dormir a su casa. Prefiero dormir en la mía, por si aparece, entonces los invito a ellos y dicen que sí. Claro que no duermo. Comemos y pienso en Benny. Él solo se alimenta de lo vivo. Su espectro se refleja ante mí, me tranquiliza saber que, si estuviera muerto, Madeiro no seguiría oliendo a él. Al día siguiente, después de meterme la peor desvelada que he tenido desde que lo conozco, desayunamos piña con queso vegano y vamos a la playa a saludar a los tiburones. En la arena de la playa no se ven mis lágrimas, pero ahí están. Quiero verlo llegando con la corriente del Mediterráneo. Miro hacia el mar y veo el movimiento de sus manos. Todo es Benny tocando los rayos del sol. Jugamos un rato y lo veo caminando hacia nosotros, les pregunto a ellos si me lo estoy imaginando y el marido de Luchi corre hacia él. Benny corre a llenarme la cara y el cuerpo de unos besos secos que no me raspan, sino que me alivian la piel. Estuve muchas horas soñando con este precioso encuentro. Benny empieza a hablar y le brillan los ojos, el pelo, los dientes. Le brilla el arcoíris de distintos colores de energía sanadora, que tenemos todos, pero en este momento el de Benny brilla más. Habla muy rápido. No entiendo nada de lo que dice, me imagino que ellos tampoco, pero todos nos reímos. Está hablando medio enredado. Luchi y el marido lo 158 Benny Goć
abrazan y se alejan un poquito. –¿Dónde estabas? Casi me desangro en la desgracia de tu pérdida. Fue horrible, Benny. –Mi amor, en ese bosque encontré unas flores blancas y te quise dar la sorpresa de llevarlas y comerlas juntos. Después de revisar los cuartos, llegué a la cocina con las flores y te desmayaste. ¿Te cogieron puntos en la cabeza, mi amor? En ese desmayo creo que te la abriste. Lo único que sé es que después nos fuimos a ver una obra en el Teatro Solar, y desde ahí te me perdiste y he estado buscándote. No sé por qué, pero no sabía dónde estaba la casa. Esas flores me hicieron algo. Me di cuenta de lo enamorada que estoy de Benny Goć el día en el que logré empezar a leer su mente, cuando entendí la diferencia entre una risa suya de fascinación y una de disfrute. Acepto su naturaleza, y el la mía. Las flores nos hicieron un efecto distinto a ambos. Él tuvo un tipo de amnesia por muchas horas, pero se acordaba de mí. Yo tuve un tipo de amnesia durante quién sabe qué obra de teatro, y durante su búsqueda, que me pareció eterna, aunque duró una tarde y una noche. No pensé nunca en las flores blancas que le había alcanzado a ver en las palmas de las manos, dentro del bosque. Nos devolvemos a la casa y Luchi y el marido le entregan a Benny el regalo que le tenían: un libro de poesías del Kama-sutra en húngaro. Nos alistamos los cuatro para ir a la playa y desde el jardín nos miran los búhos. De lo otro no hablamos más, nos reímos y nos abrazamos con el alma, que es lo único eterno.
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Paola Carrillo Viteri
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Paola Carrillo Viteri (Latacunga, 1993) Periodista, poeta, cuentista y narradora ecuatoriana. Vive en Barcelona. Ha publicado cuentos, poemas y artículos en la revista Casa Palabras, de la Casa de la Cultura de Ecuador, VERD2.0 y SOHO Ecuador. Estudia el Máster en Creación Literaria de la Barcelona School of Management.
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Cinco juegos para soñar cuento fraccionado
PRIMERO ME IMAGINO EL DÍA en el que nació el pospretérito. Seguramente, dio sus primeros gritos en la sala de reuniones de la plaza, la cueva o el bosque, donde estaban abarrotados todos esos cobardes que, hace mucho, habían abandonado el pasado y el presente, y vivían en la especulación. –Queda pintado en las tablas de La Ley –debió haber dicho el promotor principal de los sueños expresados–, de ahora en adelante existirá un Optativo, una forma de desear para cada uno de los tiempos. Así, diremos: en presente si yo amase, en pasado si yo hubiera amado y en futuro ojalá yo ame. –¡Bravo! ¡Viva! –en toda la comarca debieron haber retumbado los gritos de celebración de las dos docenas de aldeanos optativos, que giraban en círculo, saltando sobre sus pies izquierdos. Por suerte, ninguno de los militantes, ahí presentes, viviría para saber que, como escribió Mónica González Manzano, en un artículo, en 2006, “el hecho de que el optativo siempre se haya usado para designar lo irreal provocó que estas formas nunca tuvieran una referencia temporal clara que, desde el momento en que se pierde la idea de qué designa exactamente el optativo, pasa a ser un hecho irrelevante”. Paola Carrillo Viteri 163
Como aquellos cobardes, yo me lo imagino todo. ¿Y a quién no le gusta navegar en la duda? Por favor, no me digan que no saben cómo. De inicio, el pospretérito sólo requiere un: Y si… me sujeto a este tiempo para huir del encierro… SEGUNDO OJALÁ YO FUERA ESA GAVIOTA que atraviesa lo profundo del cielo a esta hora de la tarde, cuando las sombras de los edificios a mis espaldas invaden casi toda la terraza. Ojalá yo tuviera sus dos alas pegadas a mi espalda luchando contra las corrientes de pensamientos que me impiden volar. ¿Bastará con tener fe y decir sí creo? o ¿será que esos discursos de valentía solo sirven en Nunca Jamás? De todas formas, si yo fuera esa gaviota de ahí arriba, no tendría que decidir y me limitaría a recorrer el espacio aéreo, viendo cómo las torres de departamentos, del Centro de Barcelona, se convierten en una sola mancha de jaulas de hormigón. Ahí, desde lo alto, inventaría juegos de caída libre y, cerca del suelo, me dejaría vencer por el aire que cruza las callejuelas del barrio Gótico y se dispersa en las encrucijadas, donde descansan fuentes de agua y vendedores de «cerveza, beer». En mi paseo vespertino además… ¿qué más? ¡ah, claro! aprovecharía que soy una gaviota y no una turista que debe reservar tickets para conocer la casa Batlló, de Gaudí y, entonces, camuflada entre mis plumas rozaría las calaveras en forma de balcones y giraría una, dos, cinco , nueve, ochenta veces, 164 Cinco juegos para soñar
mientras señalo en la fachada los detalles que ya he visto en algún sueño. Una vez exhausta, me posaría en la punta de la escultura más alta de esa casa y, desde ahí, contemplaría un Paseo de Gracia extraño para cualquiera que lo haya conocido lleno de celulares sacando selfies y manos pidiendo caridad, en ese pasado remoto en el que no nos escondíamos y podíamos salir a desfilar con alguna bandera. Pero esos pensamientos son justo los que debería evitar para permanecer en mi cuerpo de gaviota que desconoce el tiempo humano y que solo vuela y se dispara como flecha hacia las Ramblas, por fin, libres de cabezas, pies, manteles, flores y Messis de bolsillo. Ojalá yo pudiera ser esa gaviota que pasa de largo por los quioscos comerciales y se atreve a explorar los cuerpos de los plátanos de sombra, dispuestos en fila, a lo largo del paseo peatonal. Ojalá yo pudiera imaginar más excursiones en el aire, quizás alguna visita al monumento de Cristóbal Colón para liberar en su cara de bronce los sentimientos vengativos que se revuelven en mi estómago de gaviota latinoamericana. Ojalá yo pudiera imaginar más, pero el viento sopla y en la terraza ya no quedan espacios sin sombras. Es tiempo de abandonar el cielo, aún no es hora de volar.
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TERCERO
Ilustración Carlo Celi
Desde que estamos encerradas, hemos recibido muchas más visitas online y –lejos de establecer una dinámica estricta– hemos desarrollado nuestras propias formas de presentar los espacios de la aldea de hormigón, en la que ahora pasamos las horas completas de todos nuestros días. Al menos yo, me he vuelto una experta en recorridos guiados. Por ejemplo, supongamos que a esta hora, las 23:00, llama a mi teléfono una amiga, desde Ecuador, y yo tengo que darle un tour introductorio por la geografía del departamento que comparto con dos amigas, en El Raval, de Barcelona. Para ese caso hipotético he preparado unas líneas que transcribo a continuación: 166 Cinco juegos para soñar
Al atravesar el Marco del Triunfo (la única frontera con el exterior), ingresamos al living o plaza principal. A la derecha, vemos una ventana rectangular, cubierta por caracoles, ojos, ramas verdes y flores amarillas. El vitral constituye una de las principales piezas artísticas que se exhiben en las paredes, de forma permanente. No se sabe con certeza qué antigüedad tiene, pero, se puede inferir que lleva aquí varias generaciones de inquilinas. Junto a la reliquia, tenemos la puerta del primer baño, uno de los sitios más utilizados para la meditación sedente. A continuación, si mantenemos nuestra vista hacia adelante, identificaremos el principal punto de encuentro de la plaza: una mesa de menos de 40 centímetros de altura y un sillón para tres personas, iluminado por uno de los tantos soles que aquí yacen sobre estructuras verticales. Muy cerca de allí está la puerta del segundo baño, donde las sesiones bajo el agua caliente se prolongan hasta las madrugadas de bebida y fiesta. Como podemos observar, si levantamos la mirada, la biodiversidad se extiende a lo largo y ancho de la blancura del cielo, conformado por ondulaciones metálicas. Vemos cascadas de grullas de papel meciéndose con el aire y enredaderas de plantas, sembradas en macetas color ladrillo. Bajo nuestros pies está el suelo florecido por mosaicos de hojas verdes y de pétalos rojos y amarillos, capturados en baldosas hidráulicas catalanas que no conocen ninguna estación del año y nunca fueron tocadas por el verdadero sol. En este punto que están permitidas las fotografías, haremos un descanso para luego continuar con el recorrido por la cocina y sus paisajes de fuego y hielo, y finalizar con el pasillo de las recámaras de los sueños atrapados. ¿Alguna pregunta?
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CUARTO Si esta bitácora de entrevistas a personas en aislamiento habría sido recopilada hace dos semanas, quizás el 10 de marzo, seguramente estaría llena de respuestas irrelevantes. Sin embargo, los testimonios que leerá a continuación son recientes y auténticos, y fueron consultados a cuatro personas que viven en un mismo piso, en la calle Joaquín Costa, del Raval. Rebeca, la documentalista, es la primera en hablar «Me gusta mucho vagabundear por las calles y creo que lo primero que voy a hacer cuando pueda salir, si puedo salir pronto, será caminar por la ciudad porque siento que cuando voy por las calles me conecto con el resto del mundo y la existencia deja de ser tan solitaria. No sé qué va a pasar si el confinamiento dura más tiempo, no sé cómo será nuestra forma de entender la vida, no sé si vamos a evolucionar y pensar cosas mejores o vamos a tener un espíritu más proactivo para crear o si el sistema tal cual como funciona va a seguir luchando por sostenerse y no vamos a ser capaces de cambiar. La vida dentro de la casa no siento que haya cambiado tanto, fíjate. Sí, estamos pasando más tiempo de lo normal juntos, pero tenemos espacios individuales y eso está bien. La relación al menos como yo la vivo está bastante normal, probablemente, mi teoría es que nuestros vínculos se van a hacer más profundos y eternos (se ríe), en el sentido de que es una experiencia radical e importante que no se olvida por más que no nos veamos en mucho tiempo cuando cada quien siga con su vida, siempre va a estar en tu cabeza que compartimos aquí adentro». También Daphne, la visitante de París, da su opinión «Si pudiera salir iría a la playa, al tiro. Pasaría un día ahí. Lo único que 168 Cinco juegos para soñar
me preocupa de vivir la cuarentena como invitada es ¿cuánto molesto yo? en el sentido de que vine un fin de semana y no sé cuánto tiempo me voy a quedar y no quiero pasarme de barsa. El mundo está cambiando muy rápido, la gente se está muriendo, pero no solo eso, todas nuestras relaciones sociales, nuestra manera de trabajar, nuestra manera de convivir, todo eso está en crisis y tiene que morir para después renacer. Mientras tanto, las autoridades se están dando cuenta que no tienen tanto poder como creían. No… no sé si se están dando cuenta, pero creo que ahora la gente está empezando a tomar el poder que tiene. ¿Si es que no hay internet? Ajá, yo creo que nos haría falta la comunicación con la gente que en este momento está siendo vital. El acceso a las noticias. Eso. Si estamos encerrados en la casa y no sabemos qué está pasando afuera me da mucho miedo y si no podemos comunicarnos, si no me puedo comunicar con mi familia en Chile, con mis amigos, con la gente que quiero me da mucho miedo pero creo que es posible que eso pase». La sonriente Emma expresa su criterio «¿Qué me gustaría hacer? Tirarme al mar, mmm con mis compañeras. Ir a la montaña porque ya lo tenía planificado y perderme un poquito, tomar zetas, bailar… ¡ah! y una última cosa, ir al parque con mi sobrino. Prefiero ver el lado positivo de la cuarentena. Al principio me daba más miedo, pero ahora ya llevo seis ¿siete? días estoy bastante sorprendida de mí y de nuestra pequeña comunidad que se ha formado, ya veremos qué pasa después. Creo que en parte el virus es una especie de karma que les ha tocado a los políticos, que se están quejando de una guerra sanitaria, pero hasta ahora lo único que han hecho es recortar en sanidad. Lo veo así como una bofetada. La gente cuando salga, no sé, no se sabe qué va a pasar porque nunca ha vivido esto, quizá aumente la violencia, quizá no. Supongo que estamos todos en una situación desconocida. Paola Carrillo Viteri 169
los políticos también y yo creo que están un poco cagados de miedo y al mismo tiempo estarán intentando buscar todas las grietas para ganar pasta. Como estoy con vosotras creo que si falta algo lo llevaría bien, estoy segura de que haríamos todo para llevar lo mejor posible esa adrenalina de vivir como nuestras antepasada». Rocket, el fantasma, responde unas preguntas -¿Qué harías si hoy se terminara la cuarentena? -Seguir haciendo mi vida. -¿Alguna actividad en particular? Andar en skate, sí, haría eso. Podría ir a la montaña que es lo que tenía planeado. -¿Qué extrañas de estar afuera? Estar en la calle, estar sucio, poder tomarme una cerveza tranquilo en la calle, patinar, correr. -¿Qué crees que están haciendo las autoridades durante la cuarentena? Metiendo miedo y no tomando las medidas que de verdad deberían tomar po, si es algo tan grave no están tomando las medidas como debería ser. -¿Qué pasaría si la cuarentena se alarga por tres meses? -¿Tres meses? no me lo puedo imaginar, de verdad, si estando cinco días ya es como harto, lo puedo resistir y todo, pero uno nunca sabe, por cosas de comida o de salud, o quizá me enferme antes u otra persona o seres queridos que estén infectados, no sé cómo podría reaccionar. -¿Cómo sería salir después de ese tiempo? -Una fiesta gigante -¿Cómo es la vida reducida a un departamento, pensaste que podía pasar? -Sí, últimamente sí, pero con menos gente he pensado esas cosas, pero como si estuviera en una situación en la que de repente podí salir con 170 Cinco juegos para soñar
una única persona a recolectar comida, después tener que entrar sin que te vea la policía, así de película, eso la verdad me imaginaba no por el virus, sino que a veces solo me lo imagino. -¿Sería como huir de algo? No, sería algo como sobrevivir estando todo muerto. -¿Como peli de zombis? Ma o meno, sí como esas películas de zombis que tení que salir con un huevón así con una metralleta, la otra persona vigilando, con otra forma de comunicación, walkie talkie, radio o alguna huea así. QUINTO 01:02. Llega a mi whatsapp un video en el que aparece mi abuelita moviendo las manos frente a la cámara. «Sólo diga hola», le dice mi prima, afuera del cuadro. «Hola Paolita, ¿cómo estás? estás hablando con tu abuelita». Los agudos de su voz me traen el calor de las 12 del día, el humo de las ollas sobre la estufa y la felicidad del jugo de la caña de azúcar chorreando por mis dedos. Cuando vine a España no me despedí de ella. No me despedí casi de nadie. Le doy play al video una y otra vez. Cuando se termine la cuarentena iré a visitarla, o quizás no.
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Se imaginó en H alachó, Cani ca b y P a na bá , y ma te rializó en medio de u na pandem ia y discu sión sobre la reprodu cción y dis trib u ción de los P DFs en el año 2020. En s u compos ición se u sa ron la s tipografía s Mu k ta Mala r (9/1 0.5) , Sou rce Sans Pro (9/ 10.5) y A rn o P ro (8 /9) .