Introducción
CUANDO SAMANTA SCHWEBLIN nos dijo —en la cena de despedida que habíamos organizado de improviso para ella—, que lo que más acabaríamos valorando del Máster sería conseguir lectores, no entendimos muy bien. Nos quedamos mirando y levantamos los hombros. Al menos esa fue nuestra reacción presurosa para seguir devorando la pizza que teníamos enfrente. No pondremos al fuego las manos de todos. «La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos, arriesgamos poco, y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio», escribe Ego tras probar el Ratatouille. Y es cierto: como artista o persona rayana a ser juiciosa, fabricamos opiniones sobre todo, lo que no excluye nuestro trabajo y el ajeno. Pero en estudios de este tipo —posgrado y con tutores de nombre tan rimbombante—, la vida te voltea la tortilla. Por razones obvias, tendemos a encontrarnos en los extremos del espectro de la crítica respecto a nuestra obra: o bien la protegemos con uñas y dientes jurando que está bien condimentada, o la destruimos y despedazamos frase tras frase, sílaba tras sílaba, en el antítesis de la clemencia, cayendo en el eterno círculo vicioso del síndrome del impostor —el peor—. Leer es ir masticando un chicle hasta que agotamos todo el sabor. Un escritor, al leer el trabajo de otro escritor, invariablemente recurre a la antropofagia. Raquel y Alicia 11