Plan de viaje. 20 voces trasatlánticas

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El claro

EL AIRE DEJÓ DE LLEGARLE a los pulmones, se le quedaba en la boca. Los pies le ardían. Casi se tropezaba con las raíces que sobresalían de los árboles. Pero retomaba el balance como podía, aunque ya el cuerpo se le caía. Los gritos alcanzaban los oídos. Estaban detrás. Los sentía amarrarse a las piernas, los brazos, el pecho. Jadeaba y las lágrimas le volaban por los cachetes. Sin razón alguna, se imaginaba que estaría a salvo si llegaba a aquel claro. Allá donde se despejaban los árboles y las ramas secas no le cortaban la piel, el claro la protegería. Se lo quería creer, se lo quería creer. Tiraba los pies al correr, empujando su cuerpo adelante, los brazos apenas agarrando la brisa que la llevaba a ese campo despejado. Un pie, otro pie, un pie, otro pie, ay Santo no puedo me muero no, un pie, otro pie, un pie, voy a morir, me voy a morir. Los gritos se acercaban. Me van a matar. Sentía las venas palpitando desde las plantas de los pies hasta la corona de la cabeza. Me debería dejar matar. Cuando empezó a ver borroso, una raíz la agarró de la punta de la bota. Sintió el cantazo en la palma de las manos y un golpe en la cadera. Antes de darse cuenta, se había caído. El pecho se le iba a explotar tratando de coger aliento. Miró atrás. Vio las personas gritando por su muerte y las lágrimas se le cayeron a borbotones. Voy a morir. Arrastró la mirada al frente. Se quedó quieta. Patricia Infanzón Rodríguez 79


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