EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 64 JULIO 2021

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6

NRO 65 — juLio 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE EL ALA DE LA MARIPOSA

MARINA GÓMEZ ALAIS 7

memorias de ciudad LA RUTA DEL CUERVO

adán echeverría 12

MARÍA ALEJANDRA BALBI 17

NI UNA PALABRA

MÓNICA ALTOMARI 23

desde la sombra josé luis velarde 28 cuando el mar regrese

oswaldo castro alfaro 30

SALANDO LAS HERIDAS MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI 33 LAS SEMILLAS DE MAÍZ MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA 41 EL PUMA

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 47

la NOVIA DE QUIQUE

GUSTAVO VIGNERA 49

DESTINO INCIERTO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 55 LA EPOPEYA DEL PIE DERECHO DE JULIETA VALLADARES DANIEL FRINI 58 PASTOR DE NUBES

JOSÉ A.GARCÍA 63

UN OSCAR PARA MARINELL

CARLOS M.FEDERICI 68

TOFFEE Y EL EXTRAÑO CASO DE LA PLUMA ENCARNADA LIDIA LEZAMA 76 EL PISTOLERO

ALBERTO IRANZO SARGUERO 90

CORTEJO A LA INMORTALIDAD BRUNO CUEVA VILLAFUERTE 94 5


EL MISTERIO DE LA NOCHE QUE NO PUDE DORMIR ADRIANA RODRÍGUEZ 101 FRIJOLITOS DE PAPEL

ALEJANDRO MIGUELES 105

FACTURAS VIENESAS EL CASO LUCRETIA

YOLANDA SA 108

MÓNICA MARCHESKY 111

EL PESO DE LA POESÍA FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 117 FOTOMORFOSIS

JORGE TEVES 123

EL AROMA DE LA MUERTE GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO 125 EL ILUSIONISTA

MANUEL SERRANO 132

JUNTAS DE NOCHE STATUS QUO

J.R. SPINOZA 134

AIDA OLIETE LEÓN 136

LAS LÁGRIMAS DE ANDRÓMEDA

ROMEO LUCCHI 138

UNA MUERTE INSÓLITA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 142

SUPLEMENTO TRENES TIERRA COLORADA

JUAN IRIARTE MÉNDEZ 146

EL ANDÉN DE LOS SUEÑOS JULIO VILLARREAL GAVIRONDO 149

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C

inco rayos de sol dibujaron sobre la pared un pentagrama vacío. Errática, la sombra de una mariposa vuela entre las varillas de la persiana. Con el ala, parece empeñada en escribir música sobre las líneas desnudas. La ventana quedó toda la noche, apenas entornada.

Por seguridad, hace tiempo que ya no la dejamos apoyada al descuido. Un polvillo en suspensión tiñe la atmósfera diaria de amarillo opaco. Sin darnos cuenta, se nos ha pegado en la piel y andamos con el aspecto medio ajado del cartón viejo. A través de los años, las cosas fueron siendo un poco peor cada día. El desarrollo de nuestras vidas había sufrido un deterioro lento, pero nadie lo notaba por la sutileza de los cambios. Comparativamente, remontarse a ese pasado lejano pensando que las cosas pudieron ser mejores, habría sido un análisis deficiente. Al fin y al cabo, qué define el concepto de mejor o peor. Por aquellos tiempos, dormíamos con las ventanas abiertas de par en par y sin echar llave a la puerta, con la luna guardada entre las sábanas, iluminando los moretones en el cuerpo. Porque de chicos nos pegaban por no tomar la sopa o por bocasucias. Y la mayoría de las veces, porque Antonio cenaba con la damajuana apoyada en el piso, al lado de la silla, y el vino lo ponía malo. Mamá callaba y masticaba rápido. O se levantaba a lavar los platos para no ver. O a cerrar las ventanas para que no vieran los vecinos. Al acostarnos, las abría para que descansáramos frescos, plateados poéticamente, por la luz de la luna. Juliana y yo nos dormíamos agarrados de la mano, llorosos y sorbiéndonos los mocos. Odiábamos a Antonio, sin siquiera, saber que eso horrible que sentíamos por él tuviera nombre. Juramos matarlo, pero más adelante. Juliana decía que ella nunca se iba a poner de novia con alguien tan asqueroso y violento. No entendía cómo mamá lo había cambiado a papá por ese tipo de mierda. Y, de nuevo, el análisis erróneo, porque papá no había sido ningún santo. Era cierto que no nos ponía la mano encima, así como tampoco había traído, jamás, un peso a la casa. Papá era un vago. Y maltrataba a mamá, exigiendo que la comida estuviera lista, para cuando él volvía de jugar al billar con otros vagos. La sacudía del brazo y la insultaba y mamá tenía que hacer magia con tres papas y cuatro huevos que compraba de fiado en el almacén. Y de tanto fiar, un día Antonio reemplazó a papá. Yo no sé si ella accedió

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para saldar la deuda o, porque siendo el dueño del almacén del barrio, comida nunca nos iba a faltar. También tenía un auto con el que nos sacaba a pasear los domingos. Mamá se vestía bonita, Antonio se peinaba con gomina, nosotros olíamos a colonia. Parecíamos una familia. Esos paseos nos hacían vivir, por un rato, como en una película. Bajar las ventanillas, dejar que el viento nos diera en la cara y nos inflara los cachetes, despeinarnos, sacar la mano y chocar la brisa con la palma abierta... tan abierta como la manota de Antonio cuando revoleaba el cachetazo, ni bien nos veía por el espejito retrovisor, con la mitad del cuerpo fuera del auto, y llegaban a su fin la película, la diversión y la salida. Una tarde, le robamos unos caramelos del almacén y por no perder esa puta costumbre de pegarnos palizas, se quedó seco corriéndonos en el depósito del negocio. A Antonio nunca se le escapó nada. Salvo la vida. Con mi hermana siempre sentimos que lo habíamos asesinado de un infarto. A partir de ese día, se terminaron los golpes, pero volvió el hambre. Mamá entró en una fase de melancolía que no la dejaba salir de la cama, creo que más por desorientación, que por extrañarlo. Mi hermana y yo siempre hicimos un buen equipo y pensamos que, quizás, podríamos seguir atendiendo el negocio. Nuestro emprendimiento comercial duró unas horas, hasta que cayeron los parientes a reclamar su herencia. Y así, de la mañana a la noche, nos quedamos con un padre esfumado, un padrastro muerto y una madre que dormía como Blancanieves después de morder la manzana envenenada. Es decir, nos quedamos solos. Aunque no tardaron en llegar tías lejanas, vecinos piadosos y autoridades de minoridad. Allí recién mamá despertó de su sopor y luchó por nosotros, justo antes de que le entregaran la tutela a algún desconocido. No es que la situación fuera a mejorar demasiado, pero al menos no nos separaron. Ella se arremangó y limpió inodoros de extraños, trabajó en un quiosquito, vendió cosméticos a domicilio. Hasta que, de repente, ya fuimos grandes. Ninguno de los dos terminó el colegio. Juliana conoció a Oscar y rompió su promesa de no ponerse de novia con alguien asqueroso y violento. Resultó más mierda todavía que Antonio que, por lo menos, a mamá la trataba como a una reina. Oscar, un enfermo de celos, la hostigaba y la castigaba por cualquier fantasía que se cruzara en su mente retorcida. Yo pensé que este también, en algún momento, sería ajusticiado. Juliana insistía con

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eso de que cualquier precio que pagara sería una ganga, con tal de irse de casa y no limpiar inodoros cagados de otros. Se fue a vivir con él y empezó a espaciar las visitas a casa, hasta que dejó de venir. Yo conseguí trabajo como ayudante, en el taller mecánico de don Sergio. Me fue enseñando el oficio y terminé fanático de los fierros. Mamá, poco a poco, a partir de que mi hermana también nos abandonó, empezó a perder la memoria y, un día, ya no supo mi nombre ni quién era ella, aunque seguía marcando cualquier número en el teléfono para hablar con Juliana. Entonces decidí ir a lo de Oscar para pedirle que, aunque más no fuera, por compasión, la visitara. Me interceptó en la puerta, diciendo que ella no quería saber nada más con nosotros. Supe que él mentía, pero me fui manso. A mí no me gustan los líos y las discusiones me dan dolor de estómago. Su presencia intimidaba y me hacía muy cobarde. Imposible no ver en su mirada torva, los mismos ojos de diablo de Antonio. No es un recuerdo fácil de superar, haberte meado los pantalones de miedo. Con que clavara sus pupilas afiladas en mi debilidad de chico, bastaba para que, del terror, se me aflojara todo. Cuando llegué a casa, mamá no estaba. Desesperado, la busqué horas por las calles del barrio. Los hijos de aquellos vecinos piadosos de mi infancia, también ayudaron. Hice la denuncia por extravío de madre, en la comisaría. Necesitaba a mi hermana. Metí el cagazo en un bolsillo y, con el orgullo trabado en la garganta, esta vez fui dispuesto a rogarle. A unos metros de la entrada, ya se oían las trompadas de la bestia y los alaridos de Juliana. Salté la cerca y tiré abajo la puerta de atrás. Ella, tendida en el piso con la cara color azul; él, montado encima, estrangulándola con sus manazas de monstruo. Pude observar la escena, por un instante, con esa especie de calma con la que anestesia el espanto. Esa situación tan irreal tenía los ingredientes necesarios para que, finalmente, ocurriera un crimen. Había víctima y victimario. Los celos de Oscar y la emoción violenta. Un elemento contundente, apoyado en la silla. El odio acumulado hacia todos los que nos habían herido: papá, Antonio, Oscar. Y nuestras ganas de matar. Fugaz e interminable, como siempre sentí la vida. Empecinada en encadenar series ridículas de eslabones perdidos. Todo puede irse o llegar, de golpe. Podemos

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intervenir un segundo antes o uno después. Juliana podía estar muerta. Yo podía matar a Oscar y salvar a Juliana. Oscar podía matar a Juliana y yo, a Oscar. Oscar podía matarnos a los dos. Mama podría volver a abrirnos las ventanas. Ahora mismo, pienso que el odio es un sentimiento estúpido. Bostezo. No sé qué pasó. Estoy tirado boca arriba, en mi cama. El ala de la mariposa sube y baja, vuela entre líneas y espacios vacíos. Pestañeo con cada aleteo como si prendiera y apagara la luz. Sé que también va a desaparecer la mariposa, que la sombra se va a comer al pentagrama, que todo, pronto, va a ser un silencio frío, seco. Y sospecho que, tal vez, definitivamente, me haya quedado solo en este mundo.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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L

o observo mirarse al espejo mientras se rasura. Los ojos irritados con jabón, mala noche o el contagio masivo de la conjuntivitis que invade la ciudad. La navaja libre desgasta el vello hasta brotar puntos de sangre en el corte de los capilares. Enjuaga el rostro y se mira

derrotado. Las manos tiemblan; el miedo penetra su espina dorsal. Estira los brazos al espejo y grita el interno “auxilio” que eriza la nuca. El silencio inunda la desordenada y pequeña habitación. Recoge del suelo prendas que aún no tienen permiso de estar sucias, las lleva al rostro, olfatea, una, otra, todas a la vez, y, por un gradiente de olor, que ha permitido sea su estilo personal de discernimiento, escoge las que usará ese día. Mientras se injerta la ropa, por la ventana norte del apartamento sube el murmullo del colegio que se extiende bajo el edificio en que vive. El murmullo crece envuelto por el grito de niños que alzan las manos buscando el fruto de las nubes, corren desenfrenados por el patio de la primaria hasta detenerse en los raspones. De la ventana sur entra hasta su estudio, rebosante de libros y papeles, la voz de chicas de mirada adulta y falda sobre las rodillas, que llevan los libros bajo el brazo, arropadas con el sueño que escala piernas electrizantes hasta los rostros pálidos de la anorexia. Observa en ellas el consumismo indecoroso colgado de su cuerpo, entallando, asimilando el devenir de las miradas que caminan de puntillas sobre pieles a punto de maduración. Ellas, una por una, descienden del motor de los vehículos hacia las rejas de la preparatoria, con faldas a cuadros, blusas blancas y el escudo bordado sobre el pezón izquierdo que despunta milagros; las calcetas cubren las rodillas, cintas sosteniendo el cabello, y el maquillaje amontonado en el rostro, incitan el mordisqueo impúdico. El hombre, aún en su estudio, se amarra las botas industriales mientras, por la tubería del lavabo de su cocina, escala el aroma del café o el chocolate que preparan, en otros apartamentos, mujeres afanosas con ropa del diario y mandiles rojos, azules, verdes con cuadros blancos que cuecen los senos, marchitos, al calor de las estufas y sudan el desprecio a la pobreza, imaginando su infancia y contando cada mala decisión que las llevó hasta este punto, se adentran en las reflexiones del “si hubiera...” hasta que el grito de los niños las despierta de su ensoñación y piensan en el almuerzo y si alcanzará para la cena, ojalá que no vengan

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hoy los cobratarios. Tres pisos arriba, en el lavadero comunal, una joven de dieciséis, rompe el himen en la carne del vecino treintañero, fotógrafo frustrado que volvió apenas el mes pasado del distrito federal, con la etiqueta autoimpuesta de conquistador de provincianos; con acento cantadito, que representa su falta de imaginación, le habla del metro, las avenidas y el ángel, las marchas, el bara bara, los amontonamientos y la capacidad de sobrevivencia: estoy de regreso para desintoxicar los pulmones, porque el arte solo es posible en el d-f, y mientras le ensaliva el lóbulo de la oreja a la joven, se le llena el pensamiento con las interrogaciones sobre en qué momento perdió la dignidad en esa ciudad que ya no quiere alimentar extraños; este tipo, de apariencia ruda, llora con sus recuerdos, y el estómago se le pega a las costillas, porque ni ahí ni acá encuentra el reconocimiento a lo que él llama “su obra”, ha sido vilipendiado como un chilango más que no ha sabido hacerse de respeto en esa ciudad que a todos los desprecia; por eso aprieta, con rencor, las nalgas de la niña que le rinde tributo a sus ademanes de macho conocedor del bajo mundo. Sin desayunar, el hombre del espejo sale de su apartamento; y cuando se dispone a echar llave a la puerta de su cuarto, escucha el canturreo del vecino de enfrente, es el novio de la joven que raspa su cuerpo en busca de un ideal en el piso del lavadero; pobre chico, con esa felicidad idiota en la mirada, plancha su ropa para irse a trabajar mientras recuerda con cariño a su novia, pronto juntaremos para pagar el registro civil, nada más falta esperar que me aumenten el salario, por eso trabajo horas extras, no le hace que no pueda verte todo el tiempo, tú tranquila, dedícate a la escuela que yo me haré cargo de todo; al verlo, el hombre del espejo, se despide con una seña fraternal del chico que plancha y que lo mira sin inmutarse. El hombre de los ojos rojos, se acomoda los lentes oscuros, baja las escaleras, uno, dos, tres pisos, camina entre edificios del infonavit; cruza la calle, llega a la esquina, atraviesa un parque con su cuadro de arena y juegos oxidados, sitio de retos y enigmas en dedos de infantes anémicos, que no tienen lugar para pasar la noche, con la bolsita de cemento adherida a las manos, flexeando sobre la esperanza. Cuando termina de cruzar el complejo habitacional, observa a tres señoras gordas discutir el alza de la luz y la inseguridad, mientras, en bicicleta, se aleja el hombre que reparte el diario. Las mujeres, gallinas

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cacareadoras, detienen parloteo cuando el hombre las golpea con su sombra; una de las chismosas susurra al oído de otra: mira la facha de este tipo; el hombre sonríe sin voltear a verlas y entretiene su furia encendiendo un cigarro entre los labios. Cruza otra calle. Una pelirroja de blusa sastre, falda corta y medias raídas aborda un taxi. El camión de la basura, dos calles atrás, hiede el ambiente. La mezcla de los radios encendidos en todas las casas de la cuadra, dificultan entender melódicas redes de temerarios, caifanes, moby, cristina aguilera y los tigres del norte; de los labios de una jovencita rubia, sentada en un muro, vestida de uniforme, con las trenzas altas, cuya edad, y por la facha, no llega a los catorce, se puede leer “...antes ...de... que-nos... olvi-den...” la mira y ella aprieta en los muslos la piel de su coquetería, lanzando un hola entre los dientes; el hombre, agradecido, devuelve la sonrisa y continúa andando en la calle sin treparse a la escarpa. El camión de la basura pasa junto a él salpicando un charco en sus pantalones. La chica que continúa observándolo alejar, escupe una risa tenue. La camioneta del gas pasa sonando el claxon, y eleva el grito de palomas que descansan en la cablería, sobre la cabeza de los transeúntes. Una señora joven de lentes y bata de dormir le grita a su marido, quien, sentado en su moto encendida, se acomoda el casco con el rostro sobre el pavimento y los oídos cerrados en la mente visualizando el futuro. El hombre del espejo camina lento. Multitud de perros de todas razas y cruzas, detrás de rejas, se entretienen con las sobras que sus amos les avientan y, a él, se le llena el pensamiento con los depósitos de basura de la ciudad, donde, entre latas, fierros y papeles, los pepenadores están desempleados con las costillas tapiadas por plumas de zopilotes y ratas en los bolsillos, y viene a su mente aquel cuento de los gallinazos sin plumas que leyó hace apenas dos noches en el café, mientras esperaba a su amante, para despedirla; sumido en el recuerdo, el hombre se detiene y mira hacia atrás, consciente del destino de los niños que duermen en el parque. El humo del cigarro trepa a los ojos irritados que lagriman, y el camión que lo llevará al centro no llega. Una morena, con chaqueta y pantalón de mezclilla, camina en la acera de enfrente girando la cabeza de un lado a otro y arrastrando por la avenida sus deseos, parece sacada de alguna historia de burdeles y judiciales. El hombre del espejo extrae del bolsillo izquierdo de su pantalón un folleto de Oliverio

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Girondo, regalo de su amante, la última noche que pasaron juntos. Un perro callejero, cargado con sarna, olisquea el poste donde el hombre se recarga para leer: “Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que liban las nalgas en un aleteo de mariposa...”. Que inteligente mujer era aquella, diez años mayor, regordeta pero agradable, aunque las lonjas escurrían, su agilidad y flexibilidad demandaban los orgasmos. La morena del pantalón de mezclilla se detiene a un costado de él, en espera del camión que no termina de llegar; el hombre la mira con disimulo, el olor de su perfume barato pica la nariz. El camión urbano se acerca; él, guarda el folleto, saca dos pesos para el pasaje; de la cartera extrae la credencial para el descuento. El camión se detiene chillando las gastadas ruedas, abre la puerta delantera, la morena aborda primero. Unos pasos atrás, en la esquina, la chica rubia, de trenzas altas, se asoma; tiene la mochila de la escuela al hombro y una tutsi pop enredada entre dientes y lengua. El hombre se detiene a verla y sonríe; ella lo mira, cruza los brazos retándolo a quedarse. Cuando el hombre intenta poner un pie en el estribo, el camión arranca. El hombre cae al pavimento justo cuando una llanta pasa sobre su mano derecha. Yo, pasajero del camión, lo observo por la ventanilla revolcarse de dolor, sin levantarme del asiento. La morena que acaba de abordar se sienta a mi izquierda; al oír los gritos, se levanta para asomarse también a la ventana; sus grandes senos cuelgan junto a mi nariz. El chofer del camión intenta ayudarlo con desesperación. Dejo de escribir el destino del hombre del espejo, y guardo lápiz y cuaderno en el portafolios, hasta que surja una nueva idea en que entretenerme.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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A

través del espejo retrovisor veo otro cuervo parado sobre un cable de electricidad. El abatimiento nos rebasa en la curva, se nos adelanta y llega antes que nosotros al hotel. Cruzando la ruta, se extingue una feria, apenas una vuelta al mundo pequeña y

esmirriada entre otros juegos que no comprendo. Querés ganar una piñata con forma de iguana, intentás pegar en la risueña cara del payaso negro pero fallás por mucho y vuelve a esconderse en la caja. No sé si es falta de puntería o el rifle de aire comprimido tiene la mira desviada. Aún caminamos abrazados y volvemos a sentirnos como antes, casi. Miramos los tapices y cacharros de las indias con un poco de interés. Me comprás un algodón de azúcar, no me conocés tanto como para saber que no me gusta, pero me lo meto en la boca igual como si fuera tu lengua. Una vieja pide unas monedas, no entiendo qué vende pero se las doy. Apenas escuchás ese acento cerrado, huís hacia un puesto de luthiers de Cuernavaca en el otro extremo, te pierdo, Diego, entre ocarinas, sicus y palos de lluvia. Los viajes siempre me hacen perder el sentido del tiempo. ¿Qué día es hoy...? 30 de octubre de 1995. ¿Pero qué día de la semana? ¿Martes o miércoles? Mientras abro la puerta de la habitación del hotel, pienso que hace poco más de quince días estábamos rindiendo nuestros últimos finales de Sociología. Estás tirado boca abajo en la cama, agitando mecánicamente un palo de lluvia. ¿Qué le compraste a la bruja? Una historia. Contáme. Me subo al borde de la ventana, me envuelvo con la cortina e intento caracterizar a la vieja. Se huele la lluvia que todavía no cae, cuando el joven tolteca parte lejos del círculo de su tótem para cazar el animal vivo. Ninguna india habla así. Ya lo sé, pero escuchá igual. La hechicera lo mira una y otra vez como era

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antes, cuando sus pupilas no estaban fijas, cuando su lengua era sabia pero no dulce. No me estás prestando atención. Sí, nena, te estoy escuchando. Bueno, ella recita los sortilegios protectores, realiza los ritos que los refuerzan y busca durante las noches los signos de sus proezas. Mientras cuenta las lunas del fin de la gesta, el ausente la lleva a las tierras donde se puede amar sin amaestrar. Estás inventando. No invento, en serio, es casi literal. Está bien, seguí. En la foresta mínima prosperan líquenes y esporas. La hechicera evoca el tacto del guerrero, transpira un dolor gozoso, siente un leve escalofrío, acuna su recuerdo entre los muslos, respira profundo, cierra los ojos, los abalorios se enervan, contiene la respiración, se arquea y viola el tabú del amor triste, grita y se deja ir, sobrevolando el acantilado. Salto sobre la cama e intento amoldarme a tu espalda. Ya no tenés ganas de jugar, no hay manera de alegrarte. Los turistas suelen estar más animados le digo a tu nuca. No somos turistas, querida, somos viajeros como dice Bowles. Tu mirada mi incrimina pero no sé por qué. Una vez te pedí que me acompañaras para siempre decís de pronto. Asiento con la cabeza, tal vez fue en la facultad aunque en realidad no lo recuerdo. Hasta el fin del mundo, eso dijiste. Te levantás rápido, encendés un cigarrillo y dejás el cuarto. En el bar del hotel, el bebedor acodado en el sucio mostrador se presenta: es profesor de la Universidad de Sonora. Supongo que es otro tonto que va a presumir su remota vinculación con el Ejército Nacional de Liberación Zapatista, pero en

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cambio, señala el televisor blanco y negro. En todas las series americanas, los delincuentes escapan a México. Asiento con la cabeza y sonrío con mi gesto de exiliada mientras vos, mudo, clavás la vista en la etiqueta de la botella de tequila. Como el profesor no continúa y tengo necesidad de hablar con alguien, le relato mi encuentro en la feria. Es un mito de iniciación, muy popular en las zonas rurales, tiene muchas versiones, a veces el joven guerrero se pierde en el camino o se convierte en lagartija y la hechicera en cuervo, o se los come el coyote o el joven vuelve pero mata a la hechicera por error; no pueden hallarse hasta que agoten todos los desencuentros. ¿Cuál es el verdadero final? No lo hay, los mitos no son ni verdaderos ni falsos. ¿Por qué la hechicera nunca acompaña al guerrero? ¿Eso no cambiaría el final? No me contesta, solo se encoge de hombros. Dibuja con su lapicera negra un pájaro en la servilleta de papel y escribe unas palabras que no consigo leer. Volcás el relleno del taco, manoteás la servilleta garabateada y sin apoyarla en tus labios, la arrugás en el bolsillo. Te escucho pelearte con otro borracho en el rellano de la escalera. Cuando llegas al cuarto, lleno de tequila, tropezás con la mochila que dejé delante de la cama. Finjo dormir porque sé que odias que sea testigo de tu debilidad. No podés volver a erguirte así que gateás hasta la cama. Me sacudís, querés hablar por primera vez en horas. Tengo deseos de amordazarte, te ofrezco sexo para que te calles. El desasosiego continúa aquí, estaqueando este improbable desierto mientras un cuervo embalsamado nos custodia desde el marco de la puerta. Nos levantamos después del mediodía. Cuesta hacer arrancar el Sierra alquilado. Estás tan fuera de este mundo que ponés la marcha atrás, hacés reventar una goma y atropellamos a una pobre india de la feria. La vieja se levanta con dificultad y se sacude el polvo. Desde una ventana del primer piso del hotel, el

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profesor nos mira con ojos de pájaro de mal agüero. Pateás la llanta desinflada. Un policía mexicano nos pide los documentos disgustado porque otro par de gringos pendejos interrumpen el sopor de su siesta. Quiero decir algo en tu descargo pero no puedo, Malinche extravía su voz, su cualidad lenguaraz. Cuando el oficial se ríe de tus documentos y te palpa de armas miro hacia otro lado para no verte tan indefenso. El cielo se destiñe en gris oscuro, gris perla, gris rata. Yo me contraigo en el asiento del acompañante y ya no ocupo más espacio que el de un equipaje de mano. Otra vez palpás la servilleta en el bolsillo como si fuera un amuleto. Este viaje nunca fue un mero deambular de turistas, ¿no? No me contestás. Contemplo la sonrisa atenuada en la comisura de tus labios. La tierra arenosa de las banquinas no se interrumpe mientras cruzamos las fronteras interiores. De a ratos mirás mis rodillas chuecas, la radio cruje y cantás bajito: Moi qui aimais tellement ton sourire je n’entends plus que tes soupirs j’espere ne plus jamais faire souffrir quelqu’un comme je t’ai fait souffrir y comienza una llovizna que no refresca. No hay nada más triste que una ruta anegada, tus muecas se empapan mientras el pavimento se escapa en tu indolencia y en la monotonía acuosa de la Panamericana mexicana. ¿Si siguiéramos por esta ruta podríamos llegar a San Isidro? Con creciente ansiedad, empiezo a creer que lo mejor es volver a casa, un lugar quieto, cálido y seco, sin campamentos ni armas. Podría tratar de disuadirte pero ahora entiendo que ser parte de esta revolución es más importante que tu familia, la facultad y yo. El asfalto quema las mujeres que fui y caldea a las que seré o no. Miro el mismo cactus con los brazos hacia arriba que estaba hace 100, 200, 300 kilómetros, pero esta vez bajo su sombra, lagartijas y cuervos comulgan en nuestros cuerpos, ahuecándolos con avidez. Confío en que la lluvia lave los horrendos espejismos de este recorrido.

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Nunca llegaremos al Distrito Federal, no veremos la casa de Frida Kahlo, ni romperemos piñatas abigarradas, ni escucharemos a los mariachis, tampoco comeremos huesos dulces el día de los muertos. Faltaré a una promesa que tal vez nunca hice y volveré a Guanajuato con mis amigos. Sé que voy a bajar en el próximo pueblo, me gustaría pensar que me vas a meter a golpes en el auto pero no es cierto. No vas a hacer nada para que me vaya, no vas a hacer nada para que me quede. Ahora conozco la peor versión de la historia de la vieja y del profesor: el peor de los desencuentros entre el guerrero y la hechicera, el más irremediable, es dejar de amarse. Te beso por última vez Diego, para que no te duermas en el camino, para que puedas terminar tu viaje.

MARÍA ALEJANDRA BALBI

Argentina

Twitter: @alejandrabalbi9

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L

as zapatillas se deslizan apuradas por las veredas oscuras del Barrio Inglés. Los árboles, amigables y protectores durante el día, se ven amenazantes por la noche y tapan los focos del alumbrado, creando una boca de lobo.

Mauro sigue a Nacho, ambos lucen aún el uniforme del colegio. Nacho no

para de hablar: La casa de Fioretti está rodeada de un parque y la ligustrina, si te subís a un árbol, es fácil de saltar... Mauro lo escucha desapasionadamente, no opina. No tiene ningún interés en ir a joderlo a Fioretti. No es el primer profesor que los aplaza, ni tampoco el último, y la idea de su amigo le parece pésima, pero Nacho está enfurecido y siempre lo convence. “Siempre fue así y siempre lo será”, se dice con la certeza de que ellos van a ser amigos para siempre. Yo creo que tendríamos que hacerlo en el garaje, tiene una puerta grande y se ve desde la calle. Yo voy con vos, pero no hago nada, si me mancho el uniforme mi vieja me mata. Nacho le lanza una mirada de reproche. No me mires así se ataja Mauro, no soy cagón, te estoy acompañando. Desde las aceras, se aprecian las siluetas de las casonas rodeadas de jardines. Mauro se pregunta si vivirá alguien ahí, porque hasta ahora no han visto más que perros que se acercan a las rejas para ladrarles. Este barrio es la muerte. Prefiero el nuestro. Por lo menos hay luces y pibes pateando la pelota en las veredas reflexiona Mauro y además, los perros son menos pelotudos. Nacho se sonríe. Pero las rubias del Santa Ana están re buenas. Yo creo que lo único que jode a este barrio es el gordo de mierda de Fioretti. A mí me encantaría vivir acá, tener pileta ¿Te imaginás? Mauro asiente y piensa en que Nacho va a ser rico cuando sea grande, porque le gustan la plata y los coches caros y siempre anda mirando a las chicas de los 24


colegios privados. Es en la próxima cuadra avisa Nacho y Mauro va pensando que quizás no es para tanto y que si los pescan, capaz que terminan repitiendo de nuevo. Como siempre que algo no le convence, mueve la cabeza en señal de desaprobación. Nacho lo sabe, lo mira de reojo, pero se hace el que no lo ve. Cruzan la calle y en la recta final uno va deteniendo al otro. Con paso lento llegan a la verja de hierro pero siguen de largo y se aseguran de que no haya nadie antes de acercarse a la ligustrina. Desde ahí divisan el chalet, que es mucho más humilde que las casas de su entorno. Calculan que desde la vereda hasta la entrada hay unos cuarenta metros. Un farol amarillo ilumina la puerta y todo el resto está a oscuras, con excepción de una ventana por la que se filtra luz. ¿Y si nos escucha? Nacho niega con la cabeza. Con el frío que hace tiene todo cerrado, seguro. Mauro, de mala gana, se trepa a un árbol y salta dentro del parque. Nacho lo sigue. Se quedan quietos, como esperando algo, y luego se deslizan hacia la casa de una corrida. Nacho se centra en su objetivo que es el garaje. Vigilá le dice a su amigo. Con el corazón latiéndole fuerte, Mauro se acerca a la única ventana iluminada, desde adentro se oye música. La reconoce, porque su padre también escucha jazz. Todas las nochecitas, su viejo se sienta a oscuras en el living, se fuma un cigarro y cierra los ojos. Dice que se transporta, como si ese embole de temas instrumentales interminables pudiera llevar hacia alguna parte. Mauro se pregunta si Fioretti hará lo mismo. Curioso, se acerca al vidrio y con disimulo espía, ve un dormitorio grande con una cama de dos plazas. El profesor está desnudo, sentado contra el respaldo de hierro, le sonríe a alguien. Mauro se desplaza un poco y ve que es una mujer, está de pie y lleva solo una tanga negra con encaje. Como hipnotizado, observa el pedazo de tela que lucha por sobrevivir entre unas nalgas un poco gorditas pero atractivas. Lleva el pelo largo suelto y algo en ella le parece familiar. Cuando la mujer se vuelve para encender un cigarrillo, la reconoce. Instintivamente mira a

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Nacho que ya sacó el aerosol y descarga con insultos su furia sobre la puerta del garaje. Con desaprobación, observa como la madre de su amigo se sube encima de Fioretti y como si una mano invisible lo empujara, abandona la ventana, va donde su amigo y le dice que se apure. Nacho ya terminó con la puerta y sigue con el auto. Mauro le toca el brazo: Hay que irse ya insiste. Emprenden la retirada y casi llegando a la ligustrina se llevan por delante un tacho que cae haciendo un gran estruendo. Se quedan quietos, cada uno temiendo a sus propios fantasmas, pero al final, no pasa nada. Vuelven a trepar el árbol y saltan hacia la calle, que está tan desierta como cuando habían entrado. Caminan a paso rápido, se alejan de la casa como quien huye de una gran tormenta. Estoy lleno de pintura se queja Nacho, enseñándole las manos rojas. Cuando nos alejemos un poco, te limpias. ¿Qué te quedaste mirando? Mauro camina más rápido. ¿Estaba Fioretti al final? ¿Lo viste? ¿Estaba solo? insiste Nacho con un tono entre ansioso y desesperado. No. Se escuchaba música, pero no vi a nadie. contesta Mauro mirando hacia el suelo. Nacho no le cree, y Mauro lo sabe, pero ninguno de los dos agrega una palabra. Marchan hacia la avenida que a lo lejos resplandece como un arbolito de navidad. Cuando llegan a la parada del colectivo, sacan un frasquito de thinner y un trapo de la mochila de Nacho. Mauro lo ayuda a limpiarse la pintura, además de las manos se enchastró el pelo. Dos pibes en moto, que están detenidos en el semáforo, los miran con sorna. Cuando se pone la luz verde arrancan y les gritan: ¡Putos! Nacho, que normalmente da pelea, no contesta. El 641 se aproxima y ellos suben y se desparraman uno en cada punta del último asiento que está vacío. Este no aplaza a nadie más dice Mauro y Nacho asiente y ensaya una 26


sonrisa que le sale mueca. Se quedan callados mientras el colectivo devora con rapidez las quince cuadras que hay entre el centro y los monoblocks en los que viven. Bajan en la misma parada, Nacho apurado se despide. Mauro con expresión insondable, lo ve alejarse cabizbajo, quiere consolarlo, convencerlo de que no vio nada, decirle cualquier cosa que necesite oír. Sin poder resistirse lo llama, pero solo atina a preguntarle: ¿Vas a gimnasia mañana?

MÓNICA ALTOMARI

Argentina

Twitter: @monicaaltomari

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E

l Caguamo Cruz va y viene toda la noche sin advertir los claroscuros extendidos por la piel ensombrecida. Huye del sol desde la tarde nublada en que se descubrió encandilado en el interior de una cantina. Desde entonces mira encenderse los

reflectores de la Arena Coliseo a cualquier hora. Parpadea y se frota los ojos como la noche en que se derrumbó sobre el ring por última vez. Ahora ya no se desploma. Sabe combatir el resplandor. Terquea apenas advierte el mareo que anticipa el malestar. Insiste e ignora la somnolencia. Sonríe. Pelea reiterado para sí mismo y contra quien se aproxime a destiempo. Practica el boxeo de sombra en los rincones de los bares y en las aceras abandonadas por la luz. Entiende que su obligación es mantenerse en forma. Salta. Baila sin ritmo. Trastabilla mientras lanza uppercuts, rectos y uno que otro crochet. Ignora los gritos lanzados por quienes pretende enfrentar. Interpreta una danza repleta de oscuros compases. Mira sin ver desde los ojos tenebrosos. Umbrío dice que no le gustan los reflectores, porque la fama tiene demasiados brillos. Jura que los apagará poco a poco para no sufrir tentaciones, malas mujeres y amigos como los que tuvo cuando era boxeador profesional. Sopla y resopla mientras afirma sin interlocutores: —Estoy entero referí. Me llamo Javier Cruz. Tengo cuarenta y dos años. Ya me levanté. No me chingue referí. Estoy entero. El boxeador cierra los ojos y se oculta en la sombra para esperar que la contienda se reanude. Aguarda. Bien sabe que lo suyo es el aguante. *Cuento publicado en el libro: "NOCAUTS" (2015)

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Blog: Literatura Virtual

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N

o sé si el acantilado soporte la furia del mar cuando regrese. Se asegura que las olas levantarán más de cien metros desde la rompiente. Al pie de los farallones se ubica el balneario local que vive intensamente en época veraniega. A un costado, alejado dos

kilómetros, el puerto que nos conecta con el mundo exterior a través del océano, se dibuja como una postal turística. El pueblo en sí, a sus espaldas, desarrolla ganadería y cultivos de exportación. Puedo decir que vivo en un sitio apacible y próspero. Hace más de cuatrocientos años, los acantilados y farallones fueron la defensa geográfica contra la incursión de piratas. Les fue imposible escalar los riscos porque el musgo natural que crecía lo impidió y las bombas lanzadas por cañones desde los galeones no llegaron a superar la altura defensiva. En un ataque, en una noche tormentosa, tres náufragos fueron rescatados por los colonos primigenios. Refirieron, tal como consta en los archivos históricos del municipio, que el bergantín del capitan Hamilton se hundió por el ataque feroz de un calamar gigante. A mi imaginación viene el Kraken de las leyendas nórdicas. Hoy, que el mar se ha ido, mi corazón adolescente se agita ante la posibilidad que retorne enfurecido, arrase el balneario y puerto, escale las faldas de los acantilados, inunde el pueblo y se lo lleve para siempre. Digo esto porque es el acontecimiento que remece el amanecer. Despertamos con la novedad de que el mar se fue. Vemos el lecho marino lleno de peces boqueando por falta de oxígeno. La luz amarillenta de la mañana muestra el cascarón podrido de los galeones piratas, los que exhiben el brillo oxidado de sus cañones y la opacidad de los esqueletos amarrados a las cubiertas. El cuerpo colosal de un destructor alemán de la primera guerra mundial chirria con el fango que trata de liberarlo. El calamar gigante de las supersticiones locales desplaza sus tentáculos descomunales en una danza pre mortem. Desde el fondo se escucha el canto de las sirenas y puedo comprobar que no son producto de la imaginación. Veo una alzando la voz en la melodía del adiós. De entre los abismos submarinos emergen los fantasmas de los ahogados. Simulan una marcha fúnebre y se pierden en lontananza. Es el primer día sin mar y no sé cuánto tiempo estaré sin él.

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OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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La prensa mentirosa y cínica, lejos de mantener una sociedad libre, mantiene un público tal vil como ella. Joseph Pulitzer

E

1 dy se alegra por el trabajo que tiene. Dice que le deja tiempo libre, y aún trabajando, puede disfrutar de ciertos placeres. Por eso no le gusta que se piense de él, como de un simple buchón. No, su trabajo es algo más. Digamos que Edy vende información no oficial.

Su cliente dejó de ser el típico marido cornudo. Ahora está en contacto con

gente de poder, y eso ha mejorado sus ingresos. Les cuento. En la calle Billinghurst al 800 del barrio de El Abasto, un pasillo esconde al fondo un restaurante a la usanza rusa. Hace unos años, una amiga de Edy, que escribe sobre gastronomía, llevó a este hijo de puta a cenar por primera vez allí. Desde entonces, Edy fue con frecuencia. En ocasiones solo, otras con amigos, o con alguna señorita, como para impresionar con los exóticos y delicados stroganoff o golubtsí, de la casa. El reducto tiene además un condimento especial. Siempre se escucha música de Los Redonditos de Ricota. Una banda que lo tuvo como fiel seguidor, en su juventud. Eso lo llena de alegría. En el salón, hasta tiene “su” mesa. Está pegada al ventanal del patio interno, desde donde disfruta de una enamorada del muro, que se alza por las paredes hacia el cielo. Ahí conoció a un sujeto que empezó a frecuentar el restaurante. —Me llamo Sergei, ustedes dicen Sergio —le tradujo, como presentación, el muchacho alto, rubio, de unos treinta años y hablando bien español, pero con acento ruso. El asunto de la música ricotera, fue el inicio y motivo de conversación más de una vez. —Conocés a Los Redonditos —se admiraba Edy—. ¿Cómo mierda un ruso 34


puede conocer a Los Redondos? —le preguntó cuando, siendo vecinos de mesa, cayó en la cuenta de que Sergio canturreaba la música de fondo. —Tanya —dijo Sergio, señalando a la morocha de la bandeja—, me mostró cosas de ellos por Internet cuando yo vivía en Rusia. Me gustaron mucho. Yo aproveché para traducir sus letras en el academia de español. Hay una canción llamada “Ji, ji, ji”, ¿la conoce? La elegí quizás porque al final dice: “Olga sudorova... Vodka de Chernobil” y mi madre se llama Olga, y… —…Sí, sí, claro que la conozco. La cuestión es que ambos se cruzaron, almorzando o cenando, unas cuantas veces. Así que cuando Edy se enteró por puro azar, que cierta gente andaba atrás de alguien de las características de Sergio, decidió tirar las redes. Debía garantizar la entrega correcta. Estaba casi seguro de que el buscado era su nuevo amiguito ruso. Solo que esta vez, le molestaba estar conociendo íntimamente a quien sería su objetivo. De algo no tenía dudas: si sus clientes lo buscaban, no era para felicitarlo. Pero, un trabajo es un trabajo, se decía Edy. 2 Sergio, para su mal, en alguno de esos encuentros dio información que confirmaría la sospecha. Era una casualidad muy grande, pero tratándose de un ambiente gastronómico, el turro de Edy pensaba que le había venido servido en bandeja. —Lea por favor, lea ahí —le dijo Sergio, mientras le pasaba un diario. Edy notó que el diario no era del día. Con más detenimiento, pudo ver que era de hacía varias semanas. En un recuadro perdido, la noticia de Agence France-Presse, decía: RUSIA. Rostov del Don. Una pelea entre dos jóvenes, sobre la obra del filósofo alemán, Immanuel Kant, derivó ayer en un tiroteo en el que resultó muerto uno de ellos. Los hombres reunidos en un bar, comenzaron a discutir mientras se disponían a comprar cerveza, por ver quién de los dos lo admiraba más. / Afp

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—¿Conocidos tuyos? —preguntó Edy después de leer. —Misha y yo, somos esos “dos jóvenes” —dijo Sergio, haciendo con sus índices el gesto de las comillas. Edy intentó recordar al filósofo. —No he leído más que alguna frase suelta de Kant: El hombre —recitó, Edy— es celoso si ama; la mujer también, aunque no ame. ¿Esa es de Kan… —…La verdad, mi amigo, es que no estábamos comprando cerveza — interrumpió Sergio. Edy había querido eludir lo del tiroteo, pero la acotación de Sergio lo superó. —Entonces no compraban cerveza. —No comprábamos nada, señor —dijo Sergio dando un golpecito en la mesa. Y clavándole esas bolitas celestes que tenía por ojos agregó en un tono más bajo—: Estábamos vendiendo cocaína. Tres kilos de cocaína. A partir de allí, quedó claro el por qué lo buscaban tan lejos, y con tanto esmero. En los sucesivos encuentros, Sergio, fue contando su historia como en capítulos. A esos ricos platos de shaslik o solianka, el ruso los ambientaba como en una película. Y siempre con la música de fondo que prefería Edy. La cinematográfica huída de Sergio y Misha después de robar la merca, terminó en desastre al venderla desprolijamente. Cuando intentaban salir de aquel bar en su Rostov natal, unos tipos entraron, y empezó la balacera. Y entre tanto cristal hecho añicos, Misha cayó con un balazo en la panza, Sergei agarró el paquete con la plata que tenía Misha, y se escurrió por los fondos. En otra sobremesa, Sergio le revivió la fuga a Edy que no paraba de preguntar. Le contó que corrió por las calles angostas del suburbio ferroviario. Después, con una bicicleta robada a la pasada, cruzó calles y avenidas hacia el parque Rostovsky, ahí abandonó la bici, y otra vez corriendo, por fin perdió a los chicos malos. Así llegó a su barrio, un complejo de edificios para trabajadores del puerto. Fue a su departamento, armó un bolso con algo de ropa, el pasaporte, y le dio un beso a su abuela, con quien vivía. Salió a buscar un taxi y marchó al aeropuerto. No podía quedarse un minuto más.

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—¿Y qué te hizo decidir por Argentina? —preguntó Edy. —La madre de Tanya, la moza —contaba Sergio resoplando aliento a cerveza—, fue novia de mi papá cuando eran jóvenes. Ellos se comunicaban, y por eso Tanya y yo terminamos conociéndonos por facebook. Primero por el tema de nuestros padres, y después por la música. Como ya le dije, somos fans del grupo que usted está escuchando. —Decime, Sergio —dijo Edy—, ¿vos trajiste mucha guita? Sergio se tiro para atrás en su silla, y tomó un trago de cerveza. Edy pensó que no le iba a contestar, pero… —¿Qué, sos policía? ¡Já! —Curioso nomás —dijo Edy—. ¿Qué son, euros, dólares…? —En Rusia, no sé bien por qué, la mafia prefiere estos billetes a los euros — dijo Sergio mientras metía la mano en el bolsillo. Le mostró dos billetes arrugados de veinte dólares con unas manchas amarronadas. Bien podían ser sangre de Misha—, tengo suficiente para irme a un lugar que Tanya me mostró por internet. Lindo mar, muchos pinos. Pampas de mar… o algo así. —Mar de las Pampas —corrigió Edy. —Eso, señor, Mar de las Pampas. Si tengo suerte. —¿Y querés vender los dólares? —No, no, no. Tanya me cambió algo para moverme cómodo. No quiero vender nada, no quiero más escapar. Sergio relojeó la puerta por segunda vez, y agregó: —Mi amigo, sé que voy a tener suerte. —¿Pensás que te siguieron hasta acá? —preguntó Edy con cara de boludo. Y aquel encuentro terminó con Sergei clavándole esas bolitas celestes, otra vez, por toda repuesta. 3 A Edy se le estaba terminando el tiempo. En este rubro no hay lugar para satisfacer curiosidades personales. Y si bien era interesante escuchar al rubiecito, tenía

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que ponerle el moño. Si el final era como Edy imaginaba, hoy sería la última oportunidad para salir de la duda. Como dijimos, Edy se vanagloria de conjugar trabajo y placer: Buena comida, la alegría de los recuerdos musicales y además, buena guita. Con un llamado a la mañana confirmó la dirección y la hora en la que iba a hacer la entrega. Buscó en la pequeña biblioteca un libro que le sería útil, y poco antes del mediodía salió para el restaurante. —¡Hola Sergio! —dijo ni bien lo vio. —Hola amigo mío —contestó el ruso haciéndole un lugar en su mesa. —¡Qué banda! —Edy señaló el techo, subrayando la música que flotaba. El rubiecito alzó su vaso para brindar. Edy se sentó a su mesa y llamó a Tanya, la moza de ojos verdes y flequillo renegrido. —Hoy dejame invitarte a comer, ¿Qué te parece si pedimos mi plato favorito Sergei? —Bueno, amigo, ¿por qué no? Edy hizo marchar dos goulash al vino tinto, agua mineral para él, y cerveza para Sergio. Lo quería con la lengua suelta. Mientras esperaban la comida, Sergio preguntó por el libro que Edy dejó al lado de los cubiertos, como herramienta de trabajo. —Después te cuento, Sergio. Tanya llegó con el pedido, el agua y la cerveza. A Sergio le brillaron los ojos celestes como a un nene con juguete nuevo. El aroma del goulash, le hacía agua la boca a Edy. Cortó un poco de pan y empezó a comer. —Te quiero preguntar algo pibe —dijo Edy, mientras mojaba el pancito en la salsa—. Tengo una duda que me viene dando vueltas, y por una cosa o por otra, no te he preguntado antes. Me contaste del robo de la merca, la venta, la persecución y tu viaje hasta acá. Pero… —… ¿No me crees? ¿Es eso? Edy se metió otro bocado, y con la boca llena le dijo: —No es eso. Te creo, te creo. Es otra cosa lo que quiero saber —tomó un

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poco de agua, y siguió—. En la noticia que me mostraste hablaban del filósofo alemán: ¡¿Qué carajo tiene que ver en esto, Kant?! —No sé, no se amigo mío —Sergei, saboreaba la cerveza con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Sería invento de la policía para ocultar sus conexiones con la mafia. Y algo tenían que escribir los periodistas que compiten por mejorar las ventas ¡ja! Y cuanto más estúpido mejor. Misha ese día tenía puesta una remera con la inscripción “I love Kant”. Nunca lo olvidaré. Pero yo sí he leído a Kant ¿eh? La respuesta dejó a Edy con sabor a poco, pero no el almuerzo, así que le pasó un pancito al plato, se enderezó y brindó a su suerte. —Bueno, todo muy rico pero, tengo que seguir salando las heridas, jodiendo Cristos. Mi trabajo. —Eso que dice, amigo, es de otra canción de los Redonditos. —Sí, así es —le dijo nuestro Judas, preparando el montaje final—. Y este libro, “Gasolina”, es de Gregory Corso. A Los Redonditos les inspiró más de una canción. Tomá, te lo regalo. Llamó a Tanya, pagó la cuenta y salió. Por el pasillo, se decía: ruso ricotero. Y jugando con esas dos palabras se reía con un ji, ji, ji, burlón. En la calle buscó con la mirada. Allá estaban. Caminó hasta la esquina, y metió la cabeza por la ventanilla de la camioneta. —Está adentro —le dijo a los dos osos—. Tiene un libro: “Gasolina”. Agarró el sobre con la guita, y se fue a la mierda. 4 Al día siguiente, como todas las mañanas, Edy se preparó un café que tomó lento mientras leía la sección policiales. A este carancho, los avisos clasificados no le rinden, sin embargo policiales, suele proporcionarle trabajo. Pero esta vez, fue distinto. La noticia en un recuadro perdido, con la que se topó Edy, le daba toda la

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razón a Sergei: Los periodistas siempre en busca de ventas, algo tienen que decir, y cuanto más estúpido, mejor. ALMAGRO. Una violenta discusión entre jóvenes en un restaurante de la colectividad rusa, terminó en tragedia y se llevó la vida de uno de ellos. Los dos agresores se dieron a la fuga. Los hombres se disponían a comprar cerveza cuando empezaron a discutir sobre las letras del grupo de rock, Los Redonditos de Ricota. / DyN

MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI

Argentina

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H

acía tiempo que la sequía había terminado con las últimas semillas de la familia Jiménez. El puñado de esperanzas de resistir la falta de lluvia se malogró y en su lugar los condenó a vivir a expensas de un viejo condensador, cuyo rendimiento para

sostener un sistema de plantas de baja humedad era mínimo. La falta de mantenimiento lo dejó al borde de la inutilidad con el paso de los años. Robi, el robot de la familia, lo vigilaba esperando que no llegara el día en que se apagara. Juntos eran un par de antiguos dispositivos que llevaban mucho tiempo con los Jiménez y eran la razón que les mantenía en este mundo. El condensador tomaba la escasa humedad del aire y la convertía en el suministro de las plantas, que eran especies modificadas para resistir el ambiente seco. Estas plantas daban algunos frutos, insuficientes para satisfacer la demanda nutrimental de los habitantes de la casa. Robi era quien cosechaba estos alimentos y ayudaba a la madre de familia a prepararlos para que los pudieran ingerir. El tesoro más preciado de los Jiménez y el nutrimento por excelencia de la casa eran las semillas de maíz, las cuales se iban terminando con cada temporada de sequía. Eran un regalo de la abuela fallecida, que por herencia les dejó una tonelada de semillas años atrás, antes de marcharse. Los Jiménez sembraban una parte y comían la otra. Poco a poco el montón se redujo, hasta que quedó una mísera porción que destinaron al pedazo de tierra que tenían como patio. La lluvia estuvo ausente otra vez y las semillas se perdieron en el suelo, bajo el calor y el viento infértiles. El maíz era, además de alimento, sustento espiritual. Significaba una conexión con la abuela, con su legado y con sus ancestros, gente que jamás conocieron. Personas que habitaron esos lugares mucho antes de que ellos nacieran, que trabajaron la tierra, que comieron maíz y otros productos obtenidos con gran esfuerzo. Personas que contaban historias sobre entidades divinas que crearon al maíz para proveer al ser humano de lo necesario para poblar el mundo y que su deber era corresponder con su cuidado, el del agua y los recursos para producirlo. Esas historias solo las contaba Robi, el robot que perteneció a la abuela durante sesenta años y escuchó muchas otras cosas que ningún otro miembro de la familia recordaba.

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Ante la amarga realidad de perder el maíz, los Jiménez se aferraron a mantener la conexión con lo espiritual y, con las pocas fuerzas anímicas para volver a trabajar su jardín, comieron lo que pudieron del condensador destartalado para disponerse a comenzar. Consigue más semillas dijo Sofía, la madre, a la más pequeña de la casa, Jazmín. Sin agua el resultado será el mismo le respondió Jazmín, acurrucada junto a la puerta; además, se acabó el dinero. Vende al robot o intercámbialo continuó la madre, señalando al androide que retiraba las semillas maltrechas del exterior de la vivienda. Robi aún sirve interpeló la niña, con visible molestia, la abuela jamás hubiera permitido que lo vendieran. Tu abuela se fue hace tiempo objetó Tomas, el padre, caminando apoyado en su bastón. Es lo que podemos hacer. ¡La sequía va a continuar y las semillas morirán otra vez! ¿Y qué más da? Los tres tenemos un pie en la tumba. Con lo que producen las plantas que nos entregaron los invernaderos del gobierno solo comemos una vez al día. Si de algo vamos a vivir, que sea de unas pocas semillas de maíz que podamos obtener, ¡Robi! El robot hizo su aparición en la estancia. Se quedó en la entrada, junto a Jazmín, a la espera de indicaciones. Vayan al mercado, encuentren a alguien dispuesto a hacer trueque con un kilo de semillas ordenó Sofía. Enseguida, señora contestó el ser mecánico, dándose la vuelta y empezando a caminar. ¡Robi! exclamó la niña, corriendo tras él. Lo alcanzó a la mitad de la calle, él iba resuelto sabiendo que pronto dejaría la casa de los Jiménez, a pesar de haber sido el compañero de la abuela por tantos años. Por supuesto, un robot carece de sentimientos y su programación se limita a seguir 43


órdenes. Los humanos sufren, sobre todo aquellos que dependen de estos armatostes para subsistir y, como en el caso de la abuela, los que los utilizan como compañía. Jazmín, la hija de trece años de los Jiménez, lo consideraba muy importante: Era su compañero de juegos y cómplice de aventuras. Era la remembranza de su abuela y el libro de historias sobre su pasado. Si él se iba, se marcharía la abuela, olvidaría quien era y, como le costaba relacionarse con otros humanos, tendría dificultades para hacer amigos. Quédate con nosotros dijo Jazmín con lágrimas en los ojos. Debo cumplir las órdenes de tus padres, el maíz es más importante para ustedes. ¡Ellos ya saben que por la falta de agua no servirá! ¡Ya son cinco años sin ella, desde que empezaron a desviarla a los campos de cultivo de la empresa extranjera y que lo poco que llueve tiene un precio que es imposible pagar! Las desigualdades del acceso al agua siempre han existido explicó el robot. Pero el maíz resiste, como la humanidad. Por eso es tan relevante para tus padres. Les recuerda que poseerlo es un sustento más profundo que la necesidad fisiológica de alimentarse; es parte de su espíritu, sin importar vida o muerte. Es trascendencia. Es una herencia milenaria de los pueblos que caminaron por estas tierras, son sus raíces y su identidad, lo crearon los dioses y eso es algo que nunca les podrán quitar. Reflexionando sobre las palabras de Robi, Jazmín concluyó que aquello lo había dicho la abuela y, por lo tanto, tenía razón. Caminó a su lado, lo tomó de la mano y sintió el tacto frío de los circuitos que lo conformaban. Para los Jiménez valía más la esperanza de algo que albergaba vida en su interior, esperando por el momento exacto para liberarse, que algo que no necesitaba oxígeno para moverse. Entendía. Dieron unos cuantos pasos, hasta que una voz proveniente de algún lugar cercano los perturbó: Interesante, un robot modelo 6K27. El tono de voz era siniestro, quien les habló estaba oculto en las sombras de 44


un callejón contiguo. Jazmín y Robi se giraron, la total oscuridad del callejón sugería que se mantuvieran alejados. Por mucho tiempo he buscado a uno de los tuyos declaró una figura envuelta en una capa negra. Portaba un sombrero sobre la cabeza y un par lentes de cristales rojos le cubrían la mirada. Abandonó las sombras del callejón y parecía llevarlas con él. ¿Quién eres? preguntó la niña, con temor. Se pegó al cuerpo de Robi, pues el hombre inspiraba desconfianza. Llámame Magnifique, con eso será suficiente dijo con malicia. Necesito a tu robot. Verás, trabajo en un programa de energías alternas y reúno androides para que sirvan de base en el diseño del prototipo generador. Escaneando un rayo azul surgido de los ojos de Robi recorrió a Magnifique. Tu nombre no aparece en ninguna base de datos. Debe ser falso. ¡Mi querido amigo robótico! ¿Qué importa quien soy? ¡Ven conmigo y salvemos al mundo! Seguramente eres un ladrón o un contrabandista. Quizás un Ladrón del Suministro de Energías. Creí que todos estaban tras las rejas. Magnifique les devolvió una sonrisa sin dientes bajo sus anteojos. ¡Estás loco! Deberíamos denunciarte. Vámonos, Robi dijo la niña, mientras tiraba de la mano de su compañero. Por las buenas o las malas, niñita, tú decide amenazó el hombre, más siniestro que al inicio. ¡Aléjate! Por las malas será el hombre sacó de su capa un dispositivo de choques eléctricos, listo para atacar a Jazmín. En ese instante, la mano derecha de Robi se transformó en un pequeño cañón láser que descargó un disparo contra Magnifique, antes de que este pudiera hacerle algún daño a la niña. En medio de una lluvia de chispas y un estallido, el hombre se elevó bruscamente y chocó con la pared del callejón. Su sombrero se encendió y la 45


capa envolvió su cuerpo humeante, quedando inmóvil en el suelo. El rostro chamuscado quedó oculto entre la capa. Ni Jazmín ni Robi vieron su expresión. Fue la sorpresa que sacó a Jazmín del estupor cuando del interior de la capa de Magnifique surgió una pequeña bolsa de cuero. ¡Maíz! exclamó Jazmín al abrir la bolsa. Los Ladrones del Suministro de Energía son conocidos por sus tratos con los productores agrícolas extranjeros. Ellos les dan energía y les pagan con parte de la cosecha le contó el robot. ¡Te podrás quedar con nosotros! ella estaba alegre por evitar el mercado . Y cuando mis papás vean que nos puedes proteger te querrán más. Te lo tenías muy bien guardado. Tu abuela instaló un sistema de seguridad en mí por si algún día lo requerían. Me prohibió decirlo. Volvamos a casa, quiero contarles todo. Así, mientras recorrían las calles de vuelta al hogar, Jazmín sostenía la bolsa con el maíz. Portaba entre sus manos una oportunidad más para su familia y a su vez, recorría la ciudad con alguien que además de ser su compañero de juegos, la protegía. “¿Qué más se guardará este robot?” pensó fascinada mientras seguían caminando.

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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l puma comenzó a tambalearse y profirió varios alaridos. La herida que le habían propinado era profunda. Intentó lamérsela, pero la sangre que manaba de esta era muy abundante y no pudo detenerla. Respiraba con dificultad y su corazón latía con lentitud.

Poco a poco, sintió que le fallaba esa fortaleza y vigor que tanto le habían

caracterizado. Era guerrero y quería luchar, pero estaba muy debilitado. Lágrimas amargas discurrieron por su rostro al reconocer su derrota. Su cabeza, siempre erguida y majestuosa, se inclinó a uno y otro lado, titubeando, antes de caer con todo su peso al suelo. Le siguió su lomo fuerte y poderoso y su larga cola. Sus patas se quedaron tiesas y estiradas. Un frío se apoderó de la robusta fiera en tan solo unos segundos. Sus huesos y carnes fueron un bien muy preciado, que no tardaron en aprovechar los hombres blancos y barbudos, como aves carroñeras ávidas de su botín: con sus restos dieron forma y vida a un nuevo y bello animal, que bautizaron y cubrieron de oro y piedras preciosas por diferentes partes de su cuerpo. Muchos se apenaron por la ventura del felino y lloraron su muerte. Pero lo cierto es que, pese al esfuerzo de los nuevos moradores por eliminar cualquier huella de este, nunca desapareció. Su espíritu siguió viviendo durante años dentro de la nueva criatura dorada, insuflándole un aura especial. Al fin y al cabo, esta se había formado a partir de su cuerpo y gracias a él se alimentó y prosperó. Si uno está atento, puede sentirlo en las noches más quietas y silenciosas de Cuzco. Sus gruñidos y lamentos se escuchan en Sacsayhuamán. Rasguños y arañazos recorren las paredes de piedra de las calles centrales. Sus latidos retumban por todos los rincones de la Plaza de Armas y la Catedral. Y desde Qoricancha sus testículos fecundan nueva tristeza y reproducen su dolorido lamento. Nota de la autora: Los incas construyeron la ciudad de Cuzco dándole la forma de un puma. Las diferentes partes de la ciudad que se mencionan en el relato son los lugares donde los incas construyeron edificios con las formas de este animal (la cabeza, los testículos, el corazón, etc.). Fueron edificios hechos de oro y piedras que aprovecharon los españoles para la construcción de la nueva ciudad.

LUCÍA OLIVAN SANTALIESTRA

España

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A

penas tomábamos la ruta dos para ir a Mar del Plata nos cambiaba el ánimo. A papi le encantaba manejar, pero mucho más le encantaban esas dos semanas respirando en familia el aire de “La Feliz”. El hermano de mamá había quedado viudo hacía

muchísimos años, ya ni lo recuerdo, creo que ese fue el motivo por el cual desde muy chiquitos llevábamos a Quique de vacaciones con nosotros. Ir con mi primo era un programa espectacular, era el compañero de juegos ideal, siempre pegados como culo y calzón. Él era más que un amigo, más que un hermano, él era lo más. Desde que tengo uso de razón, nos moríamos de risa jugando a las escondidas en la casa que alquilábamos en el barrio de los pescadores. La Tana se iba a vivir al garaje, con una cocinita a gas y un colchón inflable y nos dejaba toda la casa para nosotros. A papá no le gustaba dejar el auto estacionado en la puerta, pero lo barato que nos dejaba el alquiler justificaba todo. Las competencias de castillos de arena en las playas de Punta Mogotes e ir a comer cornalitos al puerto eran mis grandes disfrutes. Era feliz. —¿Mamá los primos se pueden casar? —Le pregunté con la inocencia de mis nueve añitos. —No, querida. Si los primos se casan pueden tener hijos bobos, malformados, o deficientes mentales, es por los genes iguales, ¿entendés? ¡Se mezclan y sale todo mal! —me había contestado categóricamente mamá sin el mínimo fundamento científico. Y el tiempo pasa… y nos vamos volviendo boludos. ¡Sí! ¡Boludos grandotes! Recuerdo que, varios años después, aquella primavera en la que me había hecho señorita, no deseaba otra cosa que volver a Mar del Plata para reencontrarme con mi primito, el cual, sin lugar a duda, para esa época, también se habría convertido en un hombrecito. Siempre había estado enamorada de esos ojos color mar sin darme cuenta. A pesar de mi cambio hormonal, es el día de hoy que soy lo que comúnmente llaman una tabla, pero no una tabla glamorosa de surf, sino una tabla de planchar tanto de frente como de espalda, pero a pesar de todo mi mirada hacia Quique había empezado a cambiar de perspectiva. Era otra mirada… una mirada prohibida. Yo

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deseaba verlo, deseaba tenerlo cerca, lo deseaba. Esa tarde, mi tío lo vino a dejar en casa con la intención de que pudiéramos salir bien tempranito, pasar por el Atalaya para desayunar con esas medialunas tremendas y llegar bien tranquilos a Mardel para la hora del almuerzo. Quique estaba raro, no me daba bola como los años anteriores, había llevado unas cuantas revistas que ni siquiera me prestaba. A las seis de la mañana subimos al auto. Cuatrocientos kilómetros sin dirigirme la palabra y mirando como un idiota por la ventanilla. Papá hacía bromas para romper el hielo y Quique ni se mosqueaba. Cuando llegamos al chalet, la Tana había dejado todo una pinturita. Mamá preparó unos sanguchitos, yo me puse la enteriza con voladitos medio desteñida del año anterior, las ojotas y nos fuimos directo a la playa para poder alquilar la carpa como todos los años. Yo no sé por qué estúpida razón llevé la palita y el baldecito, sin duda son esas pequeñas taras que no tienen explicación. Imagino que uno no quiere desprenderse de una rama sin antes alcanzar la otra, ¡como hacen los monos! La niñez y la adolescencia están juntas pero también separadas. Papá se fue a dormir la siesta, ya que estaba rendido de tanto manejar y yo no sabía qué hacer para que mi primo Quique pusiera uno de sus hermosos ojos en mí. En la carpa de enfrente estaban los vecinos habituales, que al igual que papá alquilaban el mismo número de carpa que jugarían a la ruleta con la ilusión de poder sacar un pleno y salvarse las vacaciones. Al correrse la cortina de la carpa de enfrente, una melena rubia exuberante me dejó muda. No podía ser otra que Paulita, con un minúsculo bikini que no sé cómo hacía para que no se le desparramaran sus tremendas tetas. ¡Sí! Paulita, la misma que el año anterior mi mamá le había recomendado a la suya un nutricionista porque estaba muy preocupada por su delgadez y los supuestos desórdenes alimenticios que sufría la nenita. ¿Pero cómo había desarrollado de esa manera? ¿Qué vitamina le habrían recetado para haberse convertido en esa bomba sexual? De inmediato volteé mi cara para ver la expresión de Quique que, como poseído por un espíritu del más allá, dejó caer su revista en la arena y se quedó petrificado mirando la escultural figura de la que, en ese mismo instante, se convertiría en mi nueva rival. No puedo describir el dolor que me causó

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la reacción del marmota de mi primito. Dio un salto y fue corriendo a saludarla, pero no con un besito seco en la mejilla, como era de esperar a niños como nosotros, sino con un abrazo que sin duda la habría dejado sin aire a mi desleal competidora. A partir de ese día mi vida se había convertido en un Vía Crucis. Quique en el desayuno ni me miraba, en la playa iba con la fulana a jugar al vóley y a mí me hacían a un lado. Yo me ponía relleno en mis partes para llamarle la atención y apenas me metía al mar los algodones salían a flote dejándome como una pendeja ridícula. No soportaba a los dos tortolitos dibujando corazoncitos en la arena y escribiendo sus iniciales a cada lado de la flecha que los atravesaban. Yo siempre estaba sola, con mi baldecito maldiciendo el día y la hora en la que Quique había sido flechado por esa perra. Pero, así y todo, yo no me daba por vencida, los seguía a sol y a sombra, recuerdo cómo me quemaban las plantas de los pies cuando, olvidándome las ojotas, los seguía para interrumpir sus sesiones de lengüetazos detrás del depósito donde se guardan las sombrillas del balneario. Y… a cartón lleno, como todos los años… llegó el día, en el que papá hace un asado en la casa para festejar el cumple de mi mamá. Como de costumbre invita a las familias de las carpas vecinas, y como no podía ser de otra manera, invitó especialmente a nuestros vecinos de enfrente. La Tana decía que se iba a visitar a una sobrina que cumplía años ese mismo día. Lo cierto era que no le gustaba molestar, ni ser molestada por el barullo que siempre hacíamos. Esa tarde, después de ducharme, me puse el vestido rojo que me había regalado mi madrina para Navidad. Sin dudarlo también lo rellené con muchos algodones. A escondidas, le robé el labial a mami y con mucho esmero me pinté los labios como para sorprender hasta un cadáver. Quique ya estaba en el patio junto a la parrilla, noté que estaba nervioso porque la familia de Paulita no había llegado. Yo quise aprovechar la oportunidad y fui a su encuentro. Estaba convencida de que podía gustarle, él me miró tiernamente con sus ojos color mar, y casi me hago pis encima. Papá fue a buscar la carne y en ese instante aproveché para robarle un beso. Aún puedo palpitar la comisura de su labio que apenas pude alcanzar ya que el sonido del timbre lo salvó como la campana al boxeador que está a punto de caer en la lona. Él salió corriendo a ver quién venía, y

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como la suerte no estaba de mi lado, Paulita y sus dos mamotretos de padres llegaron con dos potes de helado. Prendieron las luces del patio y mamá llamó a la mesa. Chorizo va, morcilla viene, me doy cuenta de que mi primito y Paulita habían desaparecido. Miré para todos lados, hasta por debajo de la mesa. Me levanté, fui a ver a los cuartos, al baño, a la terraza, a la vereda y no estaban por ningún lado. De pronto, se me ocurre ir a ver al garaje. Hubo algo en mí que me censuró de abrir la puerta de una. Mamá me había advertido que ni loca se me ocurriera entrar al garaje ya que ese lugarcito era muy privado para la Tana y que se podía enojar mucho. El garaje tenía una pequeña ventanita como a dos metros, por tal motivo, fui a buscar un banquito y me subí. Tambaleando, miré para adentro, y entre la penumbra del cuarto pude distinguir que mi querido primo Quique estaba sobre la rubia, como Dios los trajo al mundo, en el colchón inflable a punto de explotar en cualquier momento. Volví a la mesa, de más está decir que no probé nada más… ni siquiera el postre. Me fui a la pieza a llorar. A nadie le importó mi ausencia, yo escuchaba los gritos y las risas que producían los chistes guarangos de papá. Cuando se fueron los invitados mamá tuvo que llamar al doctor porque estaba volando de fiebre. Había alcanzado como cuarenta y pico. El médico dijo que estaba insolada, pero yo sabía que no era eso, simplemente se me había roto el corazón. Al año siguiente, me había hecho la ilusión de que mi primo hubiese olvidado a Paulita, y así poder tener una nueva oportunidad. Pero esta vez él no vino de vacaciones con nosotros. El tío lo justificó porque se había llevado muchas materias a marzo, pero yo imaginé que eso era solo una excusa. Salimos como siempre bien temprano, desayunamos en el Atalaya con las estupendas medialunas de siempre, llegamos al mediodía, me puse la enteriza con voladitos esta vez más desteñida y las ojotas nuevas que me habían regalado mi madrina para Navidad. Llegamos a la playa y nuestros vecinos de enfrente ya estaban establecidos. Mamá y papá se acercaron para saludar. Yo los seguía por detrás a regañadientes. Paulita estaba más linda que el año pasado pero su rostro tenía una expresión rara que no pude definir. En el fondo de la carpa, bien a la sombra, había uno de esos moisés portátiles para la playa. Un nuevo integrante se había sumado a la familia.

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—Se llama Agustín, nació de 4 kilos en setiembre —comentó la vieja que nunca me había caído bien. —¡Pero qué hermoso bebé!—respondió mamá, mientras lo subía a upa. —¡Un divino! y Paulita a pesar de haber perdido el trono de hija única, no está celosa y ayuda un montón con el cuidado —remarcó el viejo que recién se levantaba de dormir. Yo la miré a Paulita, mi archienemiga, miré al baboso del papá y le di un beso al chiquito, que empezó a llorar como un marrano para que le dieran la mamadera. Despacito, me volví arrastrando mis ojotas nuevas a mi carpa, mientras los viejos se ponían al día con los chimentos. El hermanito de Paula era un bebé hermoso. Me tiré en la reposera y tragué saliva con gusto a hiel, porque más hermosos eran esos ojos color mar que acababa de mirar.

GUSTAVO VIGNERA

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l barbijo era lo suficientemente holgado, pero el calor, intenso. Si lo bajaba, se sentía como una bufanda; si lo colgaba de una oreja, se podía volar; no estaba permitido circular sin él, así que no había escapatoria. Barbijo sí o sí. Ana terminó convenciéndose que

debería soportar al objeto en cuestión. Así salió a la calle, tenía su primera entrevista laboral en una hora y como la dirección era a veinte cuadras de su casa, iría caminando. El termómetro marcaba 25°, pero corría aire y en la vereda había buena sombra. El entusiasmo imprimió energía en el arranque de la marcha. A la quinta cuadra, las pelusas de la fibra del barbijo comenzaron a humedecerse con la transpiración de la cara, se adhería a la piel y le costaba inspirar. Trató de ignorar la incomodidad refugiándose en la alegría que le provocaba la cercanía de su entrevista, pero también comenzaba a picarle la nariz. Se hizo a un costado en la vereda, bajó un instante el barbijo para rascarse y secarse, volvió a acomodarlo y continuó a paso firme. No había tomado conciencia de la reducción en la visibilidad, hasta que trastabilló en una baldosa floja, miró hacia abajo y se encontró con el borde del barbijo. Claro, pensó, debería haber tomado un taxi y ahorrar tanto trastorno, aunque ya no, porque estaba a cinco cuadras del lugar, sería ridículo, se conformó. Al mismo tiempo notó que los elásticos le irritaban detrás de las orejas. Volvió a hacerse a un costado, se acomodó para aliviar un poco la presión. Siguió unos metros y advirtió que se le había pegado un papel, posiblemente con un chicle, a la suela del calzado. Se acuclilló para liberarse del pegote y cuando se levantó experimentó un mareo que la desestabilizó y comenzó a toser porque le picaba la garganta y volvía a faltarle el aire. También al bajar la cabeza, se le habían empañado los anteojos y se incomodó aún más. Una travesía fatal, opinó. ¡Cómo soportan los cirujanos, los maestros, los repartidores de alimentos, lo recolectores de residuos moverse con esto en la cara! ¡Es insoportable! Ya le quedaban dos cuadras, se tranquilizó. Además observó que se habían espaciado las casas, que no había veredas, ni gente circulando. Era como si hubiese abandonado la urbanización. Ya casi llegaba al sitio indicado pero solo se veía una antena de telefonía móvil. Bueno, preguntaría. Decidió volver sobre sus pasos para

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preguntar. Giró. Estaba en medio de un campo sembrado, sola. Ya le quedaban dos cuadras. Llegaría a tiempo, eso la tranquilizó, llegó a la última bocacalle casi al frente de donde iba y en su concentración con tanta cuestión que interfería, no advirtió el bólido que puso fin a sus expectativas.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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l pie derecho de Julieta Valladares perdió al resto del cuerpo de Julieta Valladares en un grave accidente de autos en el que estuvo involucrada —sepan disculpar la insistencia— Julieta Valladares. Ocurrió al amanecer de un lunes lluvioso de finales del mes de

abril, en que la luz del día se demoraba en llegar. Hubo policías, bomberos y ambulancias; que trabajaron más de una hora para sacar a los heridos de entre la maraña de hierros retorcidos. Desde uno de los vehículos involucrados, la radio amenizó las tareas de rescate con el dembow machacoso de un programa reggaetonero. Eventualmente, se llevaron a los fallecidos, a los heridos —a la dueña del pie entre ellos— y a los despojos de los autos. Personal de la autopista limpió la calzada, esparció minerales absorbentes sobre las manchas de aceite y naftas, y se rehabilitó la circulación. Aunque parezca mentira, y de esto se lamentarían los cirujanos que hubieran juzgado posible el reimplante, nadie reparó en el pie derecho de Julieta Valladares, que quedó, agonizante, a unos cuantos metros del lugar del accidente, entre un bidón vacío que alguna vez contuvo agua destilada, y una caja de cartón casi deshecha; calzado, aún, con los restos de una panty Satin Touch de Wolford, cercenada, junto con el pie, a la altura del tobillo; pero sin el stiletto derecho de Gianvito Rosssi, de color beige; que, de manera tan elegante, lo había vestido. El caso es que —los hados actúan de maneras misteriosas— el pie derecho de Julieta Valladares sobrevivió a las inclemencias del tiempo y a las alimañas; y se repuso lo suficiente como para plantearse, de manera seria, buscar al resto de su cuerpo que, decía, le habían amputado. Este punto del relato amerita una aclaración: el narrador menciona «el pie derecho de Julieta Valladares», y la preposición «de» parece indicar la pertenencia del pie a su, digamos, dueña, la señorita Julieta Valladares. Sin embargo, para el pie, esto no era así; sino, más bien, todo lo contrario; y el resto de Julieta Valladares era una parte de él. Se había deslumbrado con este descubrimiento después de las experiencias con algunos amantes fetichistas que frecuentaba Julieta, y que le dedicaban más tiempo a besarlo y acariciarlo a él que a todo el resto de la señorita

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Valladares. Como el pie carecía de nombre —cosa en absoluto intrascendente para él—, el narrador no encuentra manera de soslayar este inexistente sentido de pertenencia que parece deducirse en la manera de nombrarlo; y el lector debe tener presente, siempre, este comentario. Por otra parte, el lector entenderá que lo que se relata de manera continua le llevó, al pie derecho de Julieta Valladares, mucho tiempo de pensamiento y preparación; y le demandó un increíble esfuerzo de supervivencia. Él, un pie fino y distinguido de la Alta Sociedad, nunca había estado solo —entiéndase sin el resto de su cuerpo—, con heridas tan graves y enfrentándose a un mundo tan hostil para alguien de su estatus. Entonces, todas sus vivencias eran nuevas y sabía que tenía, además, un solo intento. Debía pensar y repensar cada paso e imaginarse su viaje varias jugadas más adelante. Mencionamos más arriba que el pie derecho de Julieta Valladares se planteó buscar al resto de su cuerpo que, decía él, le habían amputado. Claro que una cosa es pensarlo y otra muy distinta —lo supo enseguida—, encarar tamaña empresa. La movilidad, aunque escasa, no era un inconveniente serio; puesto que Julieta Valladares solía jugar, descalza, en la alfombra Interlude de Beaulieu que cubría todo el piso del penthouse de Puerto Madero, moviendo sus dedos sobre la fibra de la alfombra, tal como se mueven los ciempiés. Esto había ejercitado a los dedos del pie derecho de Julieta Valladares para hacer, casi sin esfuerzo, ese movimiento de «estira y trae», por llamarlo de alguna manera, que, a la postre, le permitía avanzar. Superada la etapa de mantener la vertical, por culpa de una dureza en el talón, lo que le llevó uno o dos días, el pie derecho de Julieta Valladares comprobó que la gramilla escasa, rala y amarilla del costado de la autopista se comportaba casi de la misma manera que la fibra antron lumena de la alfombra del departamento. Le costó algo más adecuarse a la carpeta de asfalto irregular del límite de la banquina; pero la superficie rugosa le recordó, vagamente, las arenas de Huahine, en la Polinesia Francesa, por las que había caminado hacía cinco o seis años; y se sintió más seguro. Pero carecía de vista; y este no era un problema menor. ¿Cómo se orienta un

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pie que había pasado la mayoría de su vida cubierto por stilettos, ankles strap, pumps, algún mary janes, muy rara vez un slip-on, o botas de cuero de búfalo cuando Julieta Valladares hacía equitación en la estancia; y que, salvo por algunos veranos con scarpins o pepp toes, nunca habían visto el exterior? Descubrió, sin embargo, que sí podía sentir el calor del sol. No era un pie ignorante. Sabía algunas cosas: que el sol sale por el este y se esconde en el oeste. Puerto Madero está al este. Hasta ahí, todo bien. Sabía que el sol avanza, en su camino diario, según el paso de las horas; y que, por ejemplo, el sol del mediodía lo calentaría desde «arriba» y desde el norte, porque estamos en el hemisferio sur. Él era un pie de piel sensible y que había sido cuidado con las mejores cremas, por lo que podía, a la perfección detectar cuándo el sol estaba a un lado u otro, o cuando era el mediodía. Eso le bastaba. Sabía que los vehículos serían un problema; pero no aquí, en la autopista — podría moverse en la zona de pastos ralos, al costado de la banquina—. Pensaría en algo cuando entrase a la ciudad. El alcantarillado, quizá. Ya vería. Por otra parte, estaban las noches y el hecho de que, por aquí, el invierno es bastante húmedo, y no son raras las sudestadas y los días nublados. No quedaba más que armarse de paciencia y esperar las jornadas de sol para moverse. El dolor se soportaba. El frío también. El agua no era un problema serio. Pero el hambre sí. Pronto, para su beneplácito, percibió el olor nauseabundo de los basurales cercanos, y el del agua estancada. Y descubrió —sintió— las moscas y mosquitos que venían a picotearlo. Se alimentaría de insectos. Con todo pensado, planeado y repasado hasta el cansancio; cayó la noche, se dijo «mañana» y durmió con la esperanza y la incertidumbre de quien está en la víspera de iniciar el viaje deseado. Lo despertó el calor del sol, que sintió sobre su piel. Intentó un resoplido, como de quien toma coraje, se dijo «Hacia allá», y dio la orden a sus dedos para comenzar a reptar. No sintió nada cuando lo destrozó el Scania T113, que mordió la banquina y lo pisó con cuatro de sus catorce ruedas.

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Quedó regado sobre la línea demarcatoria, confundido con los pedazos de un gato, que un Vento había atropellado dos días antes. Hasta hace poco tiempo, con el rocío de la madrugada, la uña del dedo gordo, que quedó apoyada en un soporte del guardarrail, solía reflejar las últimas luces de los autos.

DANIEL FRINI

Argentina

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E

l pequeño solitario cerro quedaba en las afueras del pueblo, aunque también podríamos decir que el pueblo crecía a los pies del cerro y que ambos eran una misma cosa siendo pocos los que se percataban de tal unidad. Al contrario de lo que se decía del pueblo,

sobre el cerro se contaban muchas historias y leyendas acontecidas en él o en sus cercanías. Se decía que no era un cerro natural sino que alguien lo había construido allí para ocultar algo más, pero si preguntabas qué ocultaba nadie sabía responder. Eran los típicos cuentos de misterio y fantasía que se repiten para entretener a los extranjeros o para que se hable del pueblo en los diarios capitalinos en la época de turismo. Del pastor de nubes, en cambio, nunca se hablaba. Al menos no en voz alta. Nadie conocía su verdadero nombre ni el por qué de su presencia allí, en lo alto del cerro, día tras días. Ni siquiera se sabía dónde vivía, porque o no era del pueblo o no quedaba nadie que lo recordara; parecía haber estado siempre allí, en el mismo lugar, en cada atardecer, en cada noche, en cada amanecer, en cada recuerdo. Si alguien miraba hacia el cerro por mera casualidad, o curiosidad, lo hacía sabiendo que siempre lo encontraría. Por mi parte lo intenté infinita cantidad de veces desde que tuve uso de razón, desde que era ese niño inquieto que recorría los sembradíos y los corrales de las granjas comunitarias preguntando de todo a todos, entre la impaciencia y el fastidio. Ninguna respuesta me satisfacía y siempre quería saber más. El pastor de nubes era el mayor de los misterios los que hablábamos los pocos niños nacidos en el pueblo, pero nadie nos decía nada. Con el tiempo comprendí que esa falta de respuesta se debía a la ignorancia a la que los adultos temen reconocer como propia. Los niños crecieron, se juntaron, formaron familias, se fueron del pueblo, otros niños vinieron a crecer con nosotros y se quedaron aprendiendo lo que había que saber sobre las semillas y los animales. Pero nada resultaba de mi interés porque sin importar lo que estuviera haciendo, mi mirada se desviaba una y otra vez hacia el

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cerro, una y otra vez hacia las alturas, una y otra vez hacia el pastor de nubes. Y fue así hasta que inevitablemente la curiosidad ganó la batalla en un atardecer en las que mis tareas resultaron lo suficientemente livianas como para dejarme algunas horas de descanso. Sin disimulo, sin dar largos rodeos innecesarios, sin esconder lo que me proponía, me encaminé hacia el cerro. Luego de la última casa del pueblo me encontré en el cerro, tan cerca la una del otro que la pared de la casa era parte de las rocas del cerro. Subí los pocos metros hasta la cima y me encontré con la espalda del pastor de nubes, encorvado, con el cuerpo casi vencido, sosteniéndose por un bastón de madera tan vieja y ajada como su piel. Me quedé sin palabras al verlo, no supe qué hacer a continuación. —Ya era hora —dijo con una voz tan ajada como su piel. —¿Nos conocemos? —Conozco tu mirada sobre mí. Con un gesto me invitó a acercarme; sin poder o querer detenerme así lo hice. —Es un bastón —dijo tendiéndomelo— pero también es un cayado, un báculo, o lo que tú quieras que sea. Lo tomé en mis manos como si se tratara de una reliquia. El pastor de nubes me miró y notó mi desconcierto. —Aprenderás lo que debes hacer con la práctica, es la única forma. No importa lo que te diga en este momento, lo olvidarás y solo sabrás lo que aprendas por ti mismo. —No comprendo —dije, pero sí lo hacía. —Sí, sí lo haces. Como también lo comprendí yo, y como lo comprenderá quien llegue después —respondió el viejo—. Mi momento llegó, también llegará el tuyo. Solo espero que debas esperar un poco menos de lo que yo esperé mi relevo. —Pero es que no…—intenté detenerlo. —Nuestra labor es extremadamente necesaria aquí —dijo mirándome a los ojos. Y esos ojos, los suyos, inyectados en sangre, cargados de cansancio y con todo aquello que había visto a lo largo de su vida, me impresionaron lo suficiente como

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para no interrumpirlo—. Habrá quien diga lo contrario, pero sabrás que no es verdad. Como yo lo supe en su momento y continué adelante. Así lo harás también tú. Lo sé. Por el peso de tu mirada te conozco, y sé que así lo harás. Comenzó a alejarse en la dirección contraria al pueblo, como si fuera a bajar del cerro por el lado más escarpado, el más difícil, el menos visitado. A medida que se alejaba lo vi caminar más recto, sin dudar sobre dónde apoyar los pies, con la seguridad de la juventud que yo ya no sentía mientras silbaba una melodía de antaño. Miré mis manos sosteniendo el bastón y las encontré avejentadas, con la piel ajada y cuarteada por el sol. Mi voz carecía de la fuerza suficiente para llamarlo y exigirle su regreso; además, algo llamó mi atención. Hacia el oeste, a varios kilómetros de distancia, pero acercándose al pueblo, divisé una formación de nimbostratos. Un instante antes no sabía lo que eran ni sus nombres, al verlas supe ambas cosas. Levanté el bastón señalando hacia el este y hacia allí se fueron. Los cumulonimbos que aparecieron más tarde los envié al norte. Los cirros que surgieron casi en medio de la noche dejé que se acercaran y decoraran el cielo sobre el poblado antes de que siguieran su camino hacia el sur. No podía detenerme ni un segundo, siempre había nubes para guiar, tormentas que desarmar o que formar, lluvias torrenciales y estacionales que enviar hacia otras regiones, temporales de viento y polvo, junto con un largo etcétera que me entretuvo más años de los que podría recordar. Una cantidad innumerable de nubes después sentí, por fin, en mi espalda, el peso de una mirada. No eran simples ojos paseándose sobre mí, era diferente. Era una mirada atenta, de sorpresa, de extrañeza, de maravilla. La mirada de un futuro relevo. Aunque faltaban años para que la curiosidad de esa mirada creciera lo suficiente para acercarse a mí, sabía que el final de mi tarea era una realidad. Con eso en mente, continuar esperando para dejar de ser el pastor de nubes ya no se parecía tanto a una tortura. Aun cuando no dejara de serlo.

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JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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B

asta una sola gota, suele decirse, para hacer rebosar el vaso. En el caso de Marinell Borghese, la gota fue de sangre. Brotó de un corte que le produjo el desportillado borde de una cazuela en el dedo pulgar, en julio de 1963.

Chupóse la herida, maquinalmente, y sus azules pupilas se cubrieron con un

velo. El ambiente de la cocina de aquella pequeña cafeteria hollywoodense —el aluminio brillante del calentador eléctrico; las paredes verdes; el café hirviendo y los huevos cocinándose; el odioso tono amarillo de la cortina que separaba la cocina del mostrador—, pareció esfumarse hasta desaparecer. —Seis años... —los labios modularon las palabras de manera inconsciente—. Toda una vida… Toda una vida desde aquel instante, ahora brumoso, en que la rubia y sonrosada muchachita, nacida en la calle Rivera, Montevideo, Uruguay, Sudamérica, apretara entre los brazos desnudos la dorada copa, en tanto sus labios sonrientes sorbían las lágrimas que descendían desde los ojos celestes. Seis años... “¡Ganadora del Concurso ‘Miss Universo’!”… “¡Por primera vez se lleva el Cetro de la Belleza una joven uruguaya!”, vociferaban los órganos de prensa del mundo. ¡Era la gloria! Mimos, halagos…; la admiración brillando en las pupilas masculinas y la envidia enturbiando las del otro sexo. La gloria, la gloria, le decían los latidos de su corazón alborozado. O. . . ¿nada más que el principio? —susurrábale un travieso geniecillo, desde algún sitio debajo de los dorados bucles. La culpa la tuvo el hombre del contrato, repetíase ahora Marinell. Les había hablado de un modo… ¡Les había prometido tales cosas, desplegándoles ante los ojos inexpertos un futuro tan deslumbrador!... ¿Cómo no iba a hacerlas caer en el mismo lazo, a ella y a la madre? —¡El hombre dice que tenés condiciones! —¡El hombre asegura que los arrebatarás! —¡Dice que Hollywood es tuyo, si firmamos! —¡Fama, contratos fabulosos, dice el hombre! —Hasta un Oscar… ¿Por qué no?

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Y el geniecillo tentador, allá, bajo la maraña de oro de su cabellera, insistía, bajito: “¿Por qué no?” Y así quedó sembrada la semilla. El sueño obsesionante, desde entonces, dormida o despierta, fue siempre el mismo: aquella estatuilla que Rock o Burt o Charlton o Marlon le pondrían algún día en las manos temblorosas. —Lo conseguiremos, querida; ¡tú y yo solas lo conseguiremos! Ella y su madre y nadie más… Marinell recordaba vagamente a su padre como a un hombre silencioso y pesado que salía de su casa muy de mañana, para regresar a la hora de la cena. A veces le sonreía un poco, o la acariciaba, pensativo. Una noche (Marinell tenía siete años), el hombre no se presentó a cenar. Días después, la niña vio llorar a su madre; sin embargo, esta no vestía de negro… No lo entendió. Más tarde, ya adolescente, supo que el padre había muerto realmente. Y desde aquel momento la madre y la hija fueron una sola voluntad, en las alegrías, en las desdichas, en los sueños. Hasta en el sueño supremo de la gloria total: Oscar. Un Oscar para Marinell. El Oscar que las dos conseguirían. —Hey, girl! What ’boutty eggs? Huevos, naturalmente. Huevos fritos con tocino y café bien caliente. Huevos que se quemaban cuando ella se distraía, como ahora. Huevos, café… y el gusto de su propia sangre en la boca. Las paredes verdes…, las cortinas, las horribles cortinas amarillas. De pronto sintió Marinell que sus fuerzas se habían terminado. Vio mentalmente una larga fila de Marinells, cada una con una arruga y una cana más que la precedente, chupando, chupando la sangre de sus pulgares heridos, entre el brillo chillón de las cortinas y el olor de huevos fritos y café hirviendo. Una fila interminable, a través de los años y los años… Y odió como nunca todo aquello. Le pareció increíble haber podido soportarlo tanto tiempo; imposible continuar soportándolo. —Hurry up, girl! I ’vn’t got all day long! —volvió el apremio desde el mostrador. —Just a minute, sir. Se apresuró. Echó el café en el pocillo, frió otro huevo más. Colocó el pocillo, los terrones de azúcar, los huevos y el tocino en la reluciente bandeja y se los

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llevó al cliente que aguardaba acodado en el rojo mostrador. Sin necesidad de verla —no levantó los ojos—, sintió la mirada del hombre recorriéndole el cuerpo y elevó un hombro. El individuo era gordo y tenía una verruga en la oreja derecha. Comía como un cerdo, pensó Marinell. Todos eran unos cerdos, pero tenía que inclinarse ante ellos y servirlos. Era la única alternativa. Una historia vulgar, reflexionó. Las revistas estaban llenas de historias así. Una madre y una hija obsesionadas por un sueño imposible. Una realidad cruel. La madre, cuya fortaleza habíase alimentado esencialmente de sueños y de orgullos, no puede afrontarla. Se quebranta y cede. La hija, librada a sí misma, debe salir de su crisálida algodonosa de niña mimada, para transformarse en mujer. Con sus escasas fuerzas, la hija, la niña, tiene que luchar por la subsistencia de las dos. Resultado inmediato: huevos y cafés. Una historia vulgar, sí... pero dolorosamente real. No podían volver. Marinell recordaba con nostalgia infinita las arenas doradas de Pocitos, la Plaza Independencia, la aguja erecta del Obelisco y la armonía llorona de los tangos… Pero era imposible volverse así. El viaje, ahora, resultaría fatal para la madre (un cuerpo con apenas una chispa de vida); y además… volver así, llevando aquel fracaso a cuestas… Aún les quedaba orgullo, por desgracia. —Good evening… —saludó un joven que entraba en ese instante, y los pensamientos de Marinell se interrumpieron. Tenía que trabajar. —What ’d you like t’have, sir? A fuerza de repetir una y otra vez la misma pregunta, Marinell había llegado a adquirir la exacta pronunciación “americana”. —Just a coke and a sandwich, miss —fue la respuesta. Bueno. El chico cuidaba la línea, por lo menos. Nada más que un sándwich y una “Coca”. Le sirvió, distraída. El hombre gordo, en tanto, terminaba sus huevos. Pagó y salió apresuradamente. El restaurante quedó vacío, a excepción de Marinell y el joven. Eran horas de poco trabajo, que el dueño de la cafeteria aprovechaba para salir a jugarse su diaria partida de dados, dejando todo a cargo de Marinell hasta el anochecer. Ya entonces, aumentada la concurrencia de clientes, ambos atendían a la vez. Pero hasta ese instante, Marinell disfrutaba de una relativa intimidad y podía dedicarse a sus

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evocaciones. El verde del Prado... Peñarol y Nacional... Aquel Río de la Plata, tan azul a veces… Las reuniones mundanas en el Carrasco Polo Club... Y los tangos, melancólicos, nostálgicos... Se le detuvo el corazón. Palideció. ¡No podía ser!... ¡Tenía que haber sido una ilusión! ¿O acaso…? Prestó oído. —Del barrio “La Mondiola” sos el más rana, y te llaman “Garufa”, por lo bacán… ¡Si, no cabía duda! ¡Una voz, de puro acento uruguayo, canturreaba quedamente un tango! ¡La voz del joven, del cual ella se había olvidado por completo, mientras miraba sin verlas, a través de la ventana, las verdes colinas de Hollywood y la carretera que conducía a Beverly Hills!… A punto estuvo de saltar, en su gozosa incredulidad. Extendió los brazos por encima del mostrador, aferrándose a las solapas del sorprendido joven, e hizo la pregunta, temblándole la voz: —¿U-usted es. . . uruguayo? —¿Eh? Ah. . . Sí, señorita. ¿Usted también? Las lágrimas de Marinell se mezclaron con su risa; no supo lo que dijo ni lo que hizo. Él le ofreció un pañuelo. Tras algunos balbuceos de parte de ella (“Es que estoy tan emocionada…” “Nunca esperé encontrar. . .”), quedó inaugurada la conversación. —¿Hace mucho que está aquí? —preguntó ella. —Dos meses. Tengo una beca… Soy estudiante de arte, sabe. —Ah, qué bien. Y... ¿qué le parece…? Digo, ¿extraña?... —Mucho —la miró a los ojos—. Usted también, ¿verdad? Era demasiada soledad la de Marinell. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino abrir por entero su corazón, allí, a través del mostrador, en la cafeteria solitaria? Contó todo. Aquel primer triunfo, tan, tan lejano. Sus sueños…, el contrato. La obsesión del Oscar, Oscar, Oscar. Los papeles de “relleno” en filmes de tercera categoría. Las ilusiones, que se fueron derrumbando una a una tras cada desengaño, arrastrando a la madre con ellas. Después, ella sola para hacer frente a todo…,

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hasta que se le agotaran las fuerzas. El joven la escuchaba en silencio, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza, grave. —¡Tantas ilusiones que nos habíamos hecho! Yo había actuado en televisión en Montevideo, y en grupos vocacionales de teatro… Todos decían que lo hacía muy bien… —Seguro que sí. Ella sonrió tristemente ante el cumplido. —Tal vez. Y después, cuando el concurso de belleza…, y aquel hombre, que me prometió tanto… Llegué a creerlo, ¿sabe? Me pareció..., ¡si hasta da risa!..., que podría ganar el Oscar. Debo de haber estado loca... Todo el tiempo pensando en lo mismo, en ganarme un Oscar… ¡Yo! Volver a mi país, después, triunfante... —bajó los párpados, moviendo la cabeza. —Quizás si... — aventuró él. Pero ella lo detuvo, triste, definitiva: —Ya no. Es duro… Es... como si hubiera estado toda la vida deseando saborear champagne…, y, cuando por fin alguien me tendiese una copa llena..., me encontrase con que aquello no era más que vinagre. .. No sé si me entenderá. Es muy duro, sí. Pero así es la realidad. Como vinagre. Se sorprendía oyendo esas palabras tan amargas; le parecía mentira que brotaran de sus propios labios. Pero sabía que estaba diciendo la verdad, aquella verdad que había tratado de ocultar, incluso de sí misma, tanto tiempo. —¿Por qué habla así? —había algo de reproche en la voz masculina. —Porque así son las cosas. Mire en qué terminaron mis sueños: huevos, tocino y café —las comisuras de su boca se torcieron—. Y soledad. Él la contempló. —Comprendo —dijo—. Pero su mamá. . . —¡Pobrecita! No es lo que fue. . . Alguna cosa murió dentro de ella… ¡Pobrecita! Él se quedó un instante silencioso. Después dijo:

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—Usted esperaba champagne y no lo encontró. Bien. Pero, ¿por qué tiene que ser vinagre todo lo demás? —Señaló la botella vacía, a su lado—. Queda la “Coca”. —No comprendo… —Dice usted que se siente sola y fracasada. No puedo ofrecerle el éxito: no soy productor cinematográfico. Si necesita un amigo, aquí me tiene. Sé que no soy muy entretenido que digamos, pero haré lo posible por alegrarla —sonrió brevemente—, como alegran las burbujas de la “Coca”. Marinell no pudo contestarle en seguida; se lo impedía la apretada garganta. Pero puso la mano sobre el brazo del joven. —Gracias... — consiguió pronunciar por fin. Y cuatro manos se unieron sobre un mostrador de plástico, y dos pupilas azules miráronse en otras pardas. Y un par de corazones, por un instante, palpitaron juntos. El “cucú” estridente del reloj les sobresaltó, y al darse cuenta de ello rieron como chiquillos. En seguida se pusieron serios. Las manos se soltaron y los ojos se desviaron. El muchacho se aclaró la garganta. Hubo un silencio. Al cabo, él preguntó: —¿A qué hora termina su trabajo? —A las once. ¿Por qué? —¿Puedo venir a esperarla? —¿A esperarme? —Para acompañarla a su casa... Si me lo permite. —¡Claro que sí! ¡Encantada! —A las once, entonces — dijo él y se dirigió hacia la puerta. Ya con un pie fuera, volvióse de súbito, como asaltado por una idea repentina. Regresó junto al mostrador. —¡Nos olvidábamos de lo principal! —exclamó. —¿Cómo…? Él sonreía ampliamente.

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—Hay que hacer las cosas bien. Aunque somos uruguayos, no debemos olvidar que estamos en los Estados Unidos. Y aquí no está bien visto salir juntos sin presentarse antes. Así que… ¿puedo saber, señorita, a quién tendré el honor de escoltar esta noche? Ella rió como una niñita. —Me llamo Marinell Borghese, caballero. El joven alzó una ceja. —Un poco retumbante, ¿no? —Un poquito, sí. Cosas de mamá. . . —Mi nombre, en cambio, es de lo más vulgar. —¿Ah, sí? ¿Cómo se llama? —Fuentes —sonrió él—. Óscar Fuentes. Y sin saber por qué, Marinell se acordó del geniecillo.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

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-A

Primera parte veces la vida te juega rudo cuando menos te lo esperas ― pensaba Toffee mientras cruzaba elegantemente de un salto la cerca que separaba su casa del jardín siguiente, en donde lo esperaba su vecino y compañero de correrías Motas.

—Y bien mi apreciado Motas ¿qué tal te fue en tu chequeo trimestral? —

preguntó acercándose con felino paso, al cojín en donde Motas se encontraba esa mañana tomando el sol. —Como siempre que voy Toff, ¡horrible cosa!, pero necesaria, esta vez el pinchazo no dolió tanto. —Vaya Motas, cualquiera diría que a estas alturas ya no debería doler en absoluto, considerando las veces que te han vacunado en el cogote. —¡Nah! ¡Igual siempre duele!, y la espera se te hace eteeerna mientras el Doc atiende a otros que están antes, pero dime ¿a qué has venido?, además de a interesarte por mi control de vacunas. —Pues obviamente a ponerte al día de los últimos acontecimientos del vecindario, antes de salir en nuestra acostumbrada ronda nocturna. —¡Vaya! Y según tú ¿qué tanto puede haber pasado en el tiempo que he estado fuera? —Muchas cosas Motas, muchas cosas —dijo con aire distraído Toffee, observando un punto por encima de la casa de Motas. —Pero viendo tu disposición argumentativa, creo que mejor te lo digo más tarde, cuando estés más receptivo, ahora iré a dar un recorrido matutino, ¡hasta esta tarde! —Concluyó Toffee mientras salía en carrerilla hacia la parte frontal de la casa, dejando a Motas nuevamente solo en el jardín. —¡Arrrgh! cómo me molesta cuando hace eso, viene y me deja con la intriga, condenado Toffee. —Mientras tanto Toffee salía corriendo por debajo del portón de la casa, y se enfilaba de manera veloz calle abajo, hacia el parque del vecindario, evitando al mismo tiempo a los perros vecinos que habían salido a... bueno, a lo que hacen en las mañanas todos los perros y que los gatos hacen de forma menos obvia. 77


—¡Te digo que no he sido yo querida! —le decía una ardilla macho a su pareja, mientras esta lo reñía. —¡Cómo que no!, dime ¿a parte de ti quien más sabía en donde estaban escondidas las semillas? ¡Ahora habrá que empezar a recolectar otra vez!, como si fuera tan fácil, so ¡glotón! —Con este espectáculo se encontró Toffee nada más llegar al parque. —¡Pero bueno señora ardilla! ¿Por qué tanto disturbio a tan temprana hora? —preguntó como quien no quiere realmente enterarse de nada— Mire que los vecinos pueden llamar a la patrulla antimotines. —¡Antimotines! ¡Que los llamen si quieren! a ver si se llevan al glotón de mi marido. Además Señor gato Caramelo, ¿qué le puede interesar a usted una discusión entre marido y mujer? —Toffee, señora ardilla, mi nombre es Toffee no Caramelo —le acotó con desgano, dando una mirada general al sitio. —Caramelo, Toffee da igual ¿no?, a ver responda de una vez, y no me distraiga del arreglo de cuentas con mi marido, ¡la gula con patas aquí presente! —Pero querida ya te dije que no fui yo, bajé temprano del árbol para recoger semillas y cuando vine a guardarlas ¡todo estaba así!, y... ¡entonces llegaste tú y te pusiste a gritar! —¡Tcht! aguante un momento ahí señora ardilla —intervino Toffee levantando una pata antes de que la ardilla se abalanzara sobre su marido con intenciones asesinas. —Para responder a su pregunta, de verdad me interesa esta discusión entre ustedes, ya que actualmente estoy investigando una serie de hurtos que han ocurrido en el vecindario, y según lo que puedo apreciar este podría ser otro de ellos. —Esto sí logró atraer la atención de la señora ardilla parando los intentos de alcanzar a su marido y estrangularlo. —¡Hurtos dice usted! —dijo poniendo los ojos como platos— ¡Aquí en el vecindario! ¿Desde cuándo?, pero si eso nunca ha pasado antes. —Exactamente, ese es el punto mí apreciada señora, como es algo que nunca

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antes habíamos vivido, no estamos conscientes de las señales que debemos notar, especialmente para no culpar a inocentes, como en este caso el señor Redondito aquí a mi lado. —¡Toffee, tu sabes que no me llamo Redondito!, es Rondo, ¡Rondo E. Ardilla! —Intervino la ardilla macho con tono de queja. —Bueno señora ardilla, como le venía diciendo—continuo mientras ignoraba la intervención de Redondito—estos hurtos se iniciaron hace aproximadamente dos días, y desde entonces estoy a cargo de la investigación, comisionado por una de las víctimas, a la que no voy a mencionar en consideración a los privilegios entre un detective privado y su cliente —explicaba Toffee, mientras le pasaba una pata a Redondito por encima de los hombros y lo alejaba del alcance de su señora, solo en caso de que esta retomara el interés en su figura pachoncita. —¿Y cómo puede usted estar tan seguro que fue un hurto y no Rondo que se comió las semillas? —intervino la señora Ardilla poco convencida con la explicación. —¡Elemental mi querida señora!, por las huellas presentes en la escena del crimen, observe cuidadosamente donde se encontraban las semillas, ¿ve algo extraño?, ¿fuera de lugar tal vez? —¡Claro que veo algo fuera de lugar! ¡Todas las semillas están fuera del lugar!, están desaparecidas, solo quedaron las cáscaras. ¡Epa! ¿Qué es eso que revoloteó allí? —Permítame —dijo Toffee soltando a Redondito y dirigiéndose al sitio donde revoloteaba el objeto visto por la señora ardilla. —Mmmm, ¡justo como pensaba!, una pluma encarnada, esta ya es la tercera que encuentro en las escenas del crimen que he visitado —se volteó mostrando la pluma a Redondito y señora. —¿Y con eso piensa usted demostrarme que no fue Rondo? una pluma puede llegar de cualquier lado. —No señora, hay otros indicios, ¡fíjese usted!, para llegar a las semillas se arrancaron partes para agrandar el agujero de entrada, además de los ligeros rasguños, y la forma misma en que se comieron las semillas. Ambos sabemos que Redondito no come así, las otras pruebas son que no hay

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migas en el pelaje de su esposo, las cuales debería tener, si usted lo encontró casi que con las manos en la masa, y la última pero no menos reveladora, es que aparte de las cáscaras y la pluma, la zona está limpia, ¡no hay caca de perro! —¡¿Caca de perro, y eso que tiene que ver?! —intervino irritada la señora Ardilla. —Pues si se fija usted bien —y me sorprende que no lo haya notado— Redondito aquí ¡¿quién sabe por dónde anduvo buscando semillas?! el hecho es, que allí donde estuvo había caca de perro, la cual todavía tiene pegada en las patas traseras y anda dejando las mini muestras cada vez que da un paso—terminó Toffee al tiempo que señalaba con una de sus uñas a las patas de Redondito. —¡So cochino! y así ibas a subir a guardar semillas en el escondite, menos mal que tengo la nariz tapada por la gripe. —¡Uy!, no me había dado cuenta querida, ¡yo también tengo la nariz tapada!, ahora mismo corro a lavarme las patas —exclamó Redondito aprovechando para salir disparado hasta la fuente del parque y escapar a las atenciones de su esposa. —¡No tan rápido Redondito! creo que voy a acompañarte para hacerte algunas preguntas, con su permiso señora —se despidió Toffee tomando la dirección en que su amigo salió a lavarse las patas. —Bueno Redondito, si ya terminaste de higienizarte, me gustaría que me dijeras lo que no le dijiste a tu esposa. —¿Lo que no le dije?, ¡pero si les dije todo a los dos! —No..., ¡sabes que no lo has dicho todo!, cuando comentaste lo de los gritos de tu señora, dudaste en decir algo, algo que viste o algo que en definitiva hiciste, así que ¡déjate de rodeos y habla!; no me obligues a emplear métodos que implicarían una gran cantidad de dolor para ti, —decía mientras se inspeccionaba las uñas de una de sus patas. —¡Toffee, amigo! ¿De verdad me lastimarías?, ¿después de tanto tiempo de conocernos?—le preguntó en tono afligido la ardilla. —¡Uf! mi apreciado Redondo, sabes bien que soy un pacifista, estoy contra la violencia en todas sus manifestaciones, pero eso no me impide contar a tu señora

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esposa cierto secretillo tuyo, a eso me refiero cuando digo que implicaría una gran cantidad de dolor, no infringido por mí, sino por ella. —¡No se hable más! te diré todo lo que quieras saber —dijo Redondo temblando visiblemente. Esta mañana me levanté muy temprano y salí hacia la zona de la feria de comida, ¡tú sabes donde!, cuando venía de regreso me desvié a recoger semillas para guardarlas en el escondite, venía silbando despreocupadamente por el camino cuando pasó una sombra muy grande, escuché un chillido horripilante ¡del susto solo se me ocurrió correr hacia el almacén de las semillas para esconderme!, ¡me quede de una pieza cuando vi el estado en que se encontraba!, no había terminado de asimilar todo cuando se apareció mi señora, comenzó a gritarme y fue allí que llegaste tú. —Bueno, Redondito, ¡viste que no fue tan difícil! —¿Tu si me crees, verdad Toffee? —Claro Redondito, ya dije que no creí por ningún momento que te hubieras comido las semillas, sobre todo sabiendo que venías de tu paseo matutino, por cierto, ¡toma! deshazte de este pedazo de cotufa con caramelo que tenías pegado en el pelaje—dijo entregándole la miga incriminadora a la ardilla. —¡Ah!, te recomiendo que te sacudas muy bien antes de llegar a tu casa después de tu paseo matutino, o tu señora se dará cuenta porque nunca rebajas, a pesar de la comida sana que te hace comer, y hasta ese día llegará tu secretillo. —¡Gracias Toffee! ¡Tú sí que eres un buen amigo! —¡Sí, sí!, nos estamos viendo Redondito —se despidió Toffee saliendo del parque en dirección al distrito comercial. —Así que, tres plumas encarnadas, en escenas del crimen diferentes, en horas diferentes, todas dentro del rango del vecindario, le unimos una sombra grande y un chillido horripilante, que no se había escuchado antes por estos lados, ya que Redondito puede reconocer fácilmente a varios tipos de aves depredadoras, mas la sombra que yo también vi de reojo cuando estaba en el jardín conversando con Motas —repasaba mentalmente Toffee, mientras continuaba su recorrido por las calles del vecindario.

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—Creo que me voy acercando a resolver este caso y recuperar lo hurtado, ¡si señor! —¿Cómo esta mi mejor cliente el día de hoy? —lo saludo un ratón asomado en un cubo de basura ubicado en un callejón. —Pues para serte sincero podría estar mejor —le respondió Toffee— ¿y tú, qué me dices Rat? ¿Qué tal la familia, alguna baja reciente? —No, para nada, todos estamos bien y completos, bueno hasta el último recuento de la mañana. Mmmm, ¿de casualidad vienes a alquilar otro cadáver convincente?, la prima Dela necesita algunos ingresos extras y es una de las mejores actrices que tenemos. —¡Enhorabuena, me alegro por tu familia! pero no, esta vez vengo por información, ¿aplica la misma tarifa? —¡Eso sí que es novedad!, ¿sobre qué o quién quieres información? — preguntó el ratón, con un brillo de interés en sus ojillos. —Verás, necesito saber todo lo que manejen sobre desapariciones de objetos, o comestibles, aquí en el vecindario durante los pasados dos días; y si alguien ha encontrado plumas encarnadas en los sitios donde han desaparecido las cosas. —Bien, bien, ¡eso requiere que active la R.E.D!, pásate por aquí durante la ronda nocturna, por esta vez tendremos un reporte completo por la misma tarifa. ¡Recuerda traer la paga!, por algo nuestro lema es ¡si su solicitud está a nuestro alcance, tenga la paga lista! —decía frotándose las patitas delanteras; al finalizar saltó del cubo y se internó en el callejón. —Creo que por hoy he cubierto varios aspectos de la investigación, es hora de regresar a casa, y cumplir con la inspección de rutina —dijo Toffee, saliendo del callejón. Segunda parte En la ronda nocturna —¡Pero bueno Motas, cada día te tardas más!, no me digas que descubrieron tu salida de emergencia —le increpó Toffee a Motas, en cuanto este último se acercó al alfeizar de una ventana donde lo esperaba cómodamente sentado. 82


—¡No, para nada!, mi salida está bien oculta, lo que pasa es que hoy tardaron más en irse a dormir, y sabes que debo cumplir con mi ronda de vigilancia antes de salir contigo. —Sí, sí, ¡vamos pues, que se hace tarde!, hoy tenemos que pasar primero por el distrito comercial, debo ir a cerrar un trato con la R.E.D de Rat —le dijo Toffee saltando hacia la acera y comenzando a caminar. —¡Ah!, ya me preguntaba yo, para qué era el paquete que llevas —acotó Motas, mirando con interés la carga que transportaba Toffee. —La paga, ya sabes, se ponen frenéticos si no la tienen a la vista a la hora de cerrar el trato. —¿Otro acto de gran cazador de ratones? —preguntó Motas con interés. —Pues no, esta vez se trata de información, pura y simple. —¿Información? —¡Uju!, eso mismo, si no hubieses estado tan quisquilloso esta mañana ya te habría contado todo. —¡Es verdad! esta mañana me ibas a dar un recuento de lo que ha pasado en el vecindario mientras estaba en lo del Doc; y bien, cuéntame tu primero, que yo también tengo algunas cosas que comentarte. —Pues veras, todo comenzó hace aproximadamente dos días... —Pero hace dos días yo aun no había salido a mi control. —¡Shhh, no me interrumpas! —¡Perdón! —A la primera víctima, le hurtaron un objeto de gran valor... —¡Hurtos! quieres decirme que ha habido hurtos en el vecindario.... —¡Por favor Motas!, ¡¿quieres o no que te diga lo que ha pasado?! —¡Perdón!, otra vez. —Esta primera víctima se encontraba en la terraza de su casa junto al mencionado objeto, se tomó un momento para satisfacer una necesidad biológica personal, al regresar no encontró el objeto y en la escena del crimen en su lugar estaba una pluma encarnada.

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—¡Una pluma encarnada! oye Toffee... —¡Shhh!, interrumpes otra vez y no te cuento nada. —Está bien —dijo compungido Motas. —Desde ese momento y a solicitud de la parte interesada asumí la investigación de los hechos. El siguiente hurto se llevo a cabo en los galpones del distrito comercial, a las víctimas, una pareja de palomas, se les sustrajo parte del material que habían acumulado para armar su nido y allí también se encontró una pluma encarnada. El último de los hurtos se produjo esta misma mañana, a Redondito y señora les hurtaron, ¡no!, más bien les comieron todo su alijo de semillas directamente de su escondite, con la diferencia que esta vez sí hubo un testigo y aunque este no logró ver directamente al perpetrador, si lo escuchó claramente. —Y déjame adivinar Toffee, allí también se encontró una pluma encarnada, ¿no? —¡Exactamente, mi querido Motas!, fui yo mismo el que la encontró, ya que llegué al lugar de los hechos siguiendo una pista fresca, y déjame decirte que si no llego cuando lo hice, en este momento estaríamos en el velatorio de nuestro amigo Redondito, su señora lo acusaba de haberse comido todas las semillas almacenadas. —¡Pero si Redondito a esas horas ya viene relleno de chucherías! —Bueno, eso lo sabemos tú, yo y el resto de los madrugadores que van a la zona de comidas, pero no lo sabe su señora esposa. —Bien ahora es mi turno de contarte.... —Un momento Motas, que ya llegamos al callejón de Rat, déjame primero finalizar el trato y después te presto toda mi atención. —¡Pero!...., ok... está bien —¡Salve, oh gato curioso que aun sigues con vida! —dijo una voz desde uno de los cubos de basura del callejón. —Rat, déjate de payasadas, vine a cerrar el trato, aquí traigo la paga acordada. —Está bien Toffee, ¡no aguantas una pequeña broma!, bueno toma, aquí está el reporte con los datos recopilados por la R.E.D —diciendo esto le entregó algunos

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trozos de papel con la información en ellos y le quitó el paquete a Toffee en menos de lo que canta un gallo. —A ver, a ver, mmmm, ¡ey Rat!, la mayor parte de esta información ya la conocía, ¡no me estas aportando mucho! —¡Pues eso es lo que hay hasta ahora!, pero si quieres mantener los radares activos, podemos establecer los términos de un contrato a largo plazo. —No creo, me las arreglare de algún modo con los pocos datos nuevos que hay aquí. —Bueno, tú te lo pierdes, ¡te tenía una oferta especial! —¡No, no, dejémoslo así por ahora! —acotó Toffee mientras salía del callejón. —¿Y bien, alguna información nueva, Toffee? —No mucho Motas, al parecer el perpetrador tiene un rango de acción específico, y un gusto algo raro en cuanto a comidas. —¿A qué te refieres? —Pues, los incidentes, que de acuerdo a esto serian cinco y no tres como pensaba, se concentran alrededor de unas tres cuadras de la zona residencial, de los cinco, tres están asociados a hurto de comida, y solo dos a hurto de objetos. En los dos incidentes que desconocía también encontraron plumas encarnadas, y ambos sucedieron en el mercado de agricultores, en uno destrozaron un aguacate resultando incriminada la R.E.D y en el otro mordieron varias tortillas desapareciendo algunas de ellas, en este último incriminaron a tu amigo el falderillo. —¡¿A Muffin?! No lo creo, ¡pero si es alérgico al maíz!, esto es el colmo, hay que detener esta cadena de eventos a como dé lugar. Por cierto Toffee, ¿qué fue lo que hurtaron a la primera víctima?, no me lo has dicho. —Ah, bueno..., eso es información clasificada mi apreciado Motas, ya sabes, confidencialidad entre cliente y detective privado. ¡Uf, pero que tarde se ha hecho! corre Motas, o vamos a llegar tarde al pase de revista —diciendo esto Toffee salió corriendo en dirección a su casa sin esperar a Motas. —¡Toffee, Toffeee!, ¡espérame!, todavía no te he contado.....

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—¡No hay tiempo Motas!, llego tarde a la revista nocturna, nos vemos mañana temprano —dijo Toffee, al tiempo que trepaba hasta la ventana del segundo piso de su casa e ingresaba a su interior. —¡¿Dónde estabas mi Toffee?! Aquí está tu bocadillo de antes de dormir —se escuchó una voz mimosa desde el interior de la casa, seguida del maullido y ronroneo de Toffee. —¡Mañana será otro día!, espero que se solucione toda esta situación para bien, ¡a primera hora hablo con Toffee! —murmuraba Motas mientras entraba a su casa a través de una tabla suelta de la cerca, la cual volvió a su lugar una vez que este había pasado. Tercera parte El otro día temprano en la mañana —¡Toffee, Toffeee, Toooffeeee, Toooofffff! —¡Ya te oí Motas! deja de hacer tanto ruido, ¡vas a despertar a toda la cuadra! —Baja Toff, tengo que mostrarte una cosa y decirte algo importante. —Muy bien, ¡Motas allá voy!, muévete un poco si no quieres que te caiga encima —y diciendo esto aterrizó como solo pueden hacerlo los gatos, justo al lado de Motas. —Realmente te envidio Toffee, ¡la manera que tienes de saltar y siempre caer de pie! —Que te puedo decir Motas, es cosa de genes y nada más. ¿Y bien, qué es eso tan importante que tienes que mostrarme? —¡Mira aquí! —dijo Motas, mientras señalaba con la pata un sitio debajo de un árbol del jardín. —¡Plumas encarnadas! ¡Vaya, vaya!, ¿Motas, se ha llevado algo del jardín?, ¿alguno de tus juguetes, tu comida?, ¿has visto algo? —preguntó ansiosamente Toffee. —Pues.., es decir.., bueno ¡no sé!, en cuanto las vi corrí a llamarte y no pensé en revisar si faltaba algo, pero eso no me preocupa mucho realmente, ¡siempre tengo mucha comida y el jardín está repleto de tantas cosas! 86


—¡Que no te preocupa, dices!, que tal si falta algo y te culpan de su desaparición, ¿qué me dices de las otras víctimas, de las cosas que les hurtaron? —Mmmm, no creo que mi Laura me culpe de nada, sabes ¡ella me adora, no puede vivir sin mí!, siempre me lo dice cuando llega a casa y me rasca la panza. Aunque tienes razón en un punto, se me habían olvidado las cosas que se llevaron, sobre todo lo que tu cliente te encargó recuperar. —¡Motas, tenemos que buscar un rastro!, presiento que estamos cerca de descubrir al que ha estado hurtando cosas en el vecindario. —Está bien Toff, pero sabes que tan temprano por la mañana no funciona muy bien mi olfato, hay que esperar a más tarde, ¡oye! lo que te quería contar, es que mi Laura está cuidando una Cosa Tusca, se la trajo la prima antes de ayer, yo no la pude ver, venía en una caja cuadrada tapada con un paño y después me dejaron donde el Doc; te quería preguntar ¿tu sabes qué es una Cosa Tusca? —¡No Motas, no tengo ni idea de qué es una Cosa Tusca!, y ahora realmente no es mi prioridad, porque no vas con la Laura a que te la muestre, así sales de esa duda tu solito —dijo Toffee en un tono algo molesto. —Es que me da repelús, la guardó en el cuarto del medio, el que recién pintó, ¿por qué no me acompañas? —¡Ja! ya te dije que ni muerto vuelvo a entrar a la pesadilla rosa de la Laura...... —¡Eeeeck! ¡Eeeeck! —en ese momento se dejaron escuchar unos chillidos provenientes del cuarto del medio. —¿Qué ha sido eso? —dijo sobresaltándose Toffee. —Ahí vamos otra vez!, por eso también me da repelús, cuando estoy más ¡relax, relax! sobre mi cojín, la Cosa Tusca pega esos chillidos, tú no te has dado cuenta porque no paras pie en tu casa, pero la iguana de al lado me dijo que hace eso desde que llegó hace dos días. —¡Y hasta ahora me dices que hay una Cosa Tusca en tu casa desde hace dos días, que además pega esos chillidos! ¡Motas eres un desorientado! —Pero... Pero, si trate de contarte todo ayer y tu no...... —¡Vamos, quieras o no hay que entrar a la pesadilla rosa! —expresó Toffee

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mientras corría veloz hacia la puerta de la cocina de la casa. —¡Espérame Toffee! —Motas, ¡alto ahí, no vayas a subir la escalera como siempre lo haces!, puedes alertar a la Cosa lo que sea y tenemos que evitar que huya —Le dijo Toffee a Motas desde el rellano de la escalera. —Ok, Toff, subo con paso silencioso —Una vez frente a la puerta del cuarto del medio, Toffee comenzó a empujarla lentamente para no hacer ningún ruido que alertase al ocupante. —¡Qué bueno que mi Laura no cierra la puerta de este cuarto! —¡Shhh, Motas! —¡Ajá, alto ahí malandrín! ¡Así te quería encontrar! —le gritó Toffee a un pájaro de plumaje encarnado, que en ese preciso momento estaba quitando el seguro de la jaula donde se encontraba. —¡Eeeeck, eeeeck!, ¡que alguien llame al 911, eeeeck! —¡Silencio Cosa Tusca! o me veré obligado a silenciarte yo mismo —expresó Toffee mientras se ubicaba de tal forma que bloqueaba la puerta de la jaula, desplegando simultáneamente todas sus garras retráctiles. —Pero Toff, ¡no le puedes hacer nada a la Cosa Tusca de la prima.....! —¡Quieto Motas!, hay que arreglar de una vez este feo asunto de los hurtos. —¡Vaya! así que el lindo minino sí que tiene garras —Intervino el pájaro encarnado en tono de mofa. —Muy bien Cosa Tusca entrégame lo que hurtaste a las palomas y a mi cliente. —¡Uy!, pero cuanto barullo por una madejita de hilo, ¿o más bien será por ese cascabelito tan cuchi? —¡Ni una palabra más Cosa Tusca! —dijo Toffee amenazadoramente. —¿Cascabelito cuchi? oye Toff... —comenzó a decir Motas —Bueno, la madejita de hilo de las palomas se la puedes pedir a los canaritos, si es que tienes corazón para eso, creo que ya la usaron en su nido, ahí en el árbol, ¡ese sí que fue un buen canje! —dijo despreocupadamente el pájaro. En ese momento

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se escuchó abrir la puerta de la planta baja y una voz que decía— ¡Motas, llegué temprano! vine con la prima, hoy se lleva su Cacatúa, ¿Dónde está mi Motitass? —Rápido, tú pájaro ladrón ¿dónde está el cascabel? —preguntó ansioso Toffee. —Ok, ok, tienes suerte gato, nadie quiso cambiarlo, ¡ni siquiera el ratón ese del callejón!, una cosa muy cursi con poca salida, fue lo que dijo, ¡ahí esta!, debajo de los periódicos. —¡Por fin! —dijo Toffee, dando un brinco hasta los periódicos tomó el cascabel, y salió corriendo del cuarto con Motas pisándole los talones. Se escondieron detrás de las cortinas de la ventana del pasillo mientras la Laura y su prima entraban al cuarto del medio. —¡Ayyy, que bello te quedó el cuarto prima Laura! este tono de rosa combina exacto con las plumas de mi Catucki, no te dio problema alguno, ¿verdad? —Para nada prima, tu Cacatúa es un tesoro, cuando quieras te la cuido otra vez. —¿Qué raro? Motitas no vino a saludar, debe estar profundo, vigila toda la noche —conversaban mientras bajaba las escaleras— bueno ¡adiós prima! —se escuchó al cerrar la puerta, mientras la prima se llevaba la jaula con su Cacatúa.

LIDIA J.LEZAMA

Venezuela

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E

ntra en el bar sabiendo que es suyo. Todos la miran. Observan cada uno de sus pasos. Puede notar sus lenguas lamiéndola de arriba abajo. Son animales y la adoran.

Se sienta junto a la barra del bar. Hay una mesa redonda de madera. La única

de madera. El resto son de plástico, vulgar plástico verde oscuro, como sus vidas. Vulgares. No la suya, ella es especial y perdurará, como su belleza. ¿Se engaña a si misma? No. Hizo un pacto con el diablo, dejó que la penetrara y prometió darle un hijo a cambio de una belleza eterna, de la cual disfrutar hasta el fin de sus días. En su mesa hay una vela con olor a canela. No paran de intentarlo, vienen la tientan, le ofrecen fuego, ella se deja querer, pero no cede más pasos de los que debe. Aquí está la frontera. Puedes olerme, puedes verme, puedes creer que te deseo, pero tú en tu país y yo en el mío. No sin visado, y no lo cuñaré amigo, no lo haré, porque tu solo eres parte de mi maquillaje. Entra un hombre en el bar. Con pasos seguros y firmes, ve en sus ojos una dureza sin igual. Podría beber ácido y sus labios no cambiarían de forma. Sabe lo que quiere y no es a ella. Eso la disgusta. Deja caer uno de los tirantes de su vestido de seda rosa, mostrando su hombro desnudo. Lo hace cuando él pasa junto a su mesa. Pero no se percata. La ignora, no admira su belleza. ¿Cómo se atreve? Frunce el ceño y eso la afea, no puede permitirlo. Así que se levanta y se abre paso entre la marea de los que la desean. Todos ellos no importan. Solo la intriga él. El hombre de la mirada férrea y pasos como estacas. Está apoyado en la barra. Ha pedido un whisky con hielo, no, no lo ha pedido, ha lanzado una orden. Orden que es cumplida en el mismo instante en que la luna reparte polvo de estrellas sobre la noche. Ella se acerca a él, le lanza una mirada desafiante. Solo mírame, le dice, solo mírame y caerás rendido a mis pies. Como todos los demás. Pero él no la mira, y pega otro trago de su whisky, mientras la mujer que está a

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su lado hace que sus labios brillen con un rojo más intenso que el de la propia sangre. Bebe y sus ojos siguen sin agarrarse a los de ella. ¿Cómo puede ser? No es real. Ese hombre no lo es de verdad. Es una caricatura de hombre, un estúpido, un pretencioso, un… ¿quién es? Alguien más entra en el bar, lo hace dando un gran portazo, y atrayendo cientos de interrogantes sazonados con miradas del resto de la gente que puebla aquel antro de mala muerte. El nuevo hombre sí la mira, siente punzones de deseo en sus ojos, y eso la satisface, pero no del todo. Hay algo más. Odio, furia y decadencia. Dice un nombre en voz alta y la mujer se gira, el nombre es lanzado como un dardo a la sombra férrea que ha estado bebiendo whisky sin tan siquiera mirarla. Y la sombra férrea se gira, y por primera vez la mira. Y su mirada significa dolor, no para ella, sino dolor dentro de él. Hay algo en ese dolor que el hombre no puede controlar, ni huir de él, solo vivir con él. Un desafío es pronunciado por el nuevo jugador. El recién llegado lanza gritos y amenazas a la sombra rellena de whisky y este no las ignora. Las afronta y le señala con su dedo índice, dispuesto a hablar en su misma lengua. Ambos se miran, se miden, observan la distancia que les separa. Y piensan quien ganaría de los dos, si cruzaran ese puente. Entonces una sonrisa de victoria es esculpida en el rostro que lleva el odio pegado a la frente y avanza, y ataca. Un revólver restalla en el bar, seguido de un gemelo. Dos balas se cruzan. Una penetra en carne, la otra muerde madera. El odio que vivía, se deshace, cae el suelo convertido en un grupo de hormigas que se separan, huyen, se distancian, del charco de sangre que mana del pecho del hombre que vino a matar. La sombra férrea queda en pie, guarda su arma, termina su whisky y por segunda y última vez mira a la mujer. Algo en la mirada del hombre, le provoca tristeza y amargura. El hombre parece querer llorar, pero no puede, ya no hay lágrimas en ese pozo, solo un vacío que rellenar, hoy por whisky, mañana quién sabe. Y se marcha. Se marcha dejando un alma abatida y un corazón roto. Eso es todo lo que tiene. Vacío y camino por recorrer.

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ALBERTO IRANZO SARGUERO

España

Goodreads: Alberto Iranzo Sarguero | Goodreads Instagram: @jerryclade Twitter:@JerryClade

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I

Verano de 1947, 2 de julio, 9:37 a. m. ba a una velocidad superior a la del sonido y sus pensamientos se fundían en turbulencias apremiantes. Su nave de categoría caza le cortaba las pieles al viento por la fricción, y no dejaba ninguna estela a su paso como para saber que algo estaba ultrajando los cielos de la Tierra.

Mogul echó un vistazo al radar. Una intensa sacudida le recorrió el espinazo,

arrancándole casi del asiento autoajustable. Lo había perdido de vista en el panel de operaciones. Dip, un hábil combatiente aéreo de la facción irruptora, segundos antes, tiró las palancas de mando al nivel máximo, se dirigió de inmediato a las nubes con carga eléctrica en lontananza y realizó una maniobra peligrosa en U para regresar a los pequeños centros poblados desde donde era perseguido. Apostando a su instinto, y desdeñando así, por primera vez, el protocolo principal de cualquier piloto experimentado, Mogul emprendió de nuevo la marcha y disparó tres misiles rastreadores, dos a los flancos y uno en línea recta, esperando a que Dip los evadiera y revelara su posición en el radar. En menos de diez segundos, el caza enemigo se elevó por encima de las montañas, detuvo la huida, como mostrando los dientes caninos en la corona de un pico, desafiante. Pasado el reto intrínseco, Dip siguió otro trayecto al sureste rompiendo los colchones nubosos. —No puedo perderlo otra vez —se dijo Mogul, capitán de rastreo—. Si escapa, será imparable. Antes de que ese desgraciado se anime a aterrizar, va a hacer explotar el desierto desde los aires, ¡o incluso un pueblo entero! Luego, correrá como nunca, activando el camuflaje temporal de su traje, y depositará el cilindro con la mutación del elemento 11 al centro del cráter. Mientras oprimía los interruptores de velocidad semi-asistida, su dilatado rostro, reflejado infinitamente en los prismas que encapsulaban cada fracción de cielo, se anticipaba a la resignación. —Ha recibido órdenes de modificar la composición química de la atmósfera —Mogul golpeó la caja de mando, imaginándose qué hubiese sucedido si sus espías no le daban la noticia—: creo que no tengo más que una opción, no, no, ¡no quiero ni 95


pensarlo! Y entonces sus evocaciones retornaron quebrándole las sienes como ráfagas de una aguda cefalea. Mientras canalizaba su odio hacia Dip, le llegaban imágenes evanescentes, farragosas, desde el condado de Socorro en Nuevo México. Las aves migratorias volaban al norte en primavera. Volteó al ser empujado por un cuerpito a su izquierda; no era un movimiento violento, sino cargado de emoción. Era Taloc, su hija de cinco años, motivada por el espectáculo estacional. —Cariño —escuchó Mogul, de pronto—: ¿celebraremos mañana, domingo, que ya dominas el idioma español? Bueno, ya te entiendo casi por completo — después sintió las manos tersas de una mujer enredarse en las suyas— Vamos con Taloc a visitar la periferia del Observatorio Radioastronómico VLA, donde se grabó la película Contacto de Carl Sagan. ¿Recuerdas por qué nos gustaba tanto Carl Sagan? —Claro que sí, Rosario —le dijo a su esposa, no tan seguro de sí mismo—. No olvides que en tres días iremos también a Río Grande, allí nos conocimos, cumpliremos diez años juntos, aunque a mí me parezcan más. —¿Diez años soportando a esta mujer? —Diez años de haberlo abandonado todo por ti —repuso Mogul, sosteniendo su mirada en el alto horizonte, hacia las primeras manchas discontinuas de la silueta lunar—. Rosario, merezco otro trato social. Sabes, no me interesan las burlas callejeras, ya no ocultaré mi rostro, diremos que nací con una malformación y pacientemente los vecinos irán aceptándome. Taloc elevó su algodón de azúcar, flexionó sus rodillas y saltó como un gato dispuesto a subirse a una mesa para que su padre probase el sabor, pero él escondió los labios. —¿En serio lo quieres? —Rosario hizo una larga pausa—. Entiendo, Mogul, lo siento… Seré sincera de nuevo, no sé cuándo podrás dejar de usar esa bufanda que recubre tu nariz y boca. Pero, al menos, en casa te la puedes quitar... —No arruinemos el momento. Hemos superado miles de cosas para estar juntos —dijo Mogul—. No solo me parece que aquí me condenarían por el simple hecho de ser diferente a ustedes, sino porque no aceptarían que yo sea el verdadero

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padre de Taloc, ella no tiene mis rasgos, es una extrañeza; no es que dude de la... —La palabra es ‘paternidad’. Tú siempre serás su protector, Mogul. Yo te amo —Rosario le abrazó la espalda—. Fuiste el primero y serás el último en tener intimidad conmigo. Tú la engendraste, lleva tu espíritu. —Y yo… te amo, sí. No tengo dudas de eso —el capitán de rastreo había enmudecido un rato. Su estentórea respiración se había entrecortado—. ¿Y si nos largamos a mi ciudad? Allá no hay prejuicios por tener el color de piel diferente, a ti no te condenarán si observan la composición de tu rostro. La escena comenzó a decolorarse como una pintura bajo la lluvia. Mogul se encogió de hombros y apretó los ojos. Se liberó del ambiente evanescente, vencía a las seducciones de la memoria. Su radar parpadeaba otra vez. Efectivamente, la posición de Dip estaba marcada, y esa suerte debía ser aprovechada porque misiles ya no le quedaban. Recargado al nivel cinco, el campo ultracelular defendería, a escudo de titán, la escurridiza nave de Dip de cualquier impacto adicional. —Es la única opción, Mogul. La vida en la Tierra depende de ti —se dijo el piloto espía. Taloc, Rosario… Sigan soñando con que algún día, en algún siglo o en miles de años nadie deba esconderse como hoy. ¡La unión de las razas traerá la prosperidad! ¡Basta ya de ocultarnos! Activando los controles de urgencia extrema, Mogul trató de centrar la mira en la intermitente señal del caza adversario. «¡Dip, maldito Dip, no conseguirás contaminar esta atmósfera. ¡Yo sí amo este planeta! ¡No te referirás a él como una incubadora de laboratorio!», gritó en perfecto castellano. El sacrificio se iguala a un cortejo a la inmortalidad. Su esposa y su única hija sabían que el capitán de las estrellas entregaría la vida si la situación empeoraba. Y ellas lo entenderían, sin reprocharle nada en absoluto. Rosario lo comprendió: involucrarse con Mogul tenía una fecha de partida, pero día a día se despertaría de la cama elucubrando en una posible disección familiar. Siempre valiente y fiel a sus convicciones militares, Mogul agachó la cabeza, retomó la velocidad del sonido ingresando la contraseña de vuelo automático.

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Enseguida, abrió los brazos todo lo que pudo, acribillado por un resplandor dorado dentro de la aeronave, hasta que sus venas se marcaron como los afluentes de un río y su caza explosionó junto con el enemigo. Se oyó un cañonazo en las alturas. Un gran halo multicolor se expandió desde los cielos, como el hongo de una bomba nuclear, y la onda generada lanzó residuos de múltiples tamaños a direcciones anárquicas. No obstante, la cabina de mando de Mogul cayó a dos kilómetros de un rancho, envuelta en llamas azules, donde cientos de animales de granja murieron al instante.

*** Verano de 1947, 2 de julio, 10:52 a. m. —¡Oigan, oigan! ¿Hay alguien allí? —Mac Brazel se aferraba a su viejo rastrillo ante lo desconocido—. ¡Santa madre de Jesús!, entre tanto escombro no debería haber nadie quien cuente este desastre. De segurito, los militares están probando sus últimos juguetes de destrucción; tan tontos son que chocaron dos modelos de prueba. La bóveda lateral de una nave oscura cayó a tierra levantando el polvo y una mano gris con dos dedos tantearon la escalerilla de salida. —¡Hey, usted! ¡Llamaré a la base militar, no tengo los medios para ayudarlo! —exclamó Mac. Sin embargo, su sangre se congeló al atisbar el rostro y la parcial anatomía del sobreviviente. Tenía los ojos oblicuos, desmedidos y sin pupilas. El granjero vio, de la misma manera, que solo quedaba el pectoral, la cabeza de legumbre y el brazo izquierdo del ser desnudo, pues el supuesto accidente le había cercenado lo demás. Alrededor del cuello, aquel moribundo llevaba una clase de collar, como el grueso pelaje de un yeti. —De-sa-pa-ré-ce-me— pronunció el ser. —¿Ah? ¿Qué estás pidiendo?— farfulló Brazel. A lo lejos, el granjero escuchó el navajeo de rotores: se aproximaba una 98


avanzadilla militar en helicópteros. Brazel atinó a amenazar al moribundo apuntándolo con el rastrillo. Estaba pasmado de miedo. El ruido se hizo más intenso. En pleno vuelo, el equipo castrense disparó a discreción, sin miramientos, rabiosos, mientras el granjero,

gritando de

incertidumbre, se escondía detrás de los restos de la aeronave precipitada. Al fin y al cabo, él no era el objetivo. Se puso de pie a pedido de una voz autoritaria. Volteó para confirmar que le habían estado apuntando a la criatura malherida. Después, giró su visión y el claro matutino se apagó cuando un miembro de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos le propinó un culatazo con su rifle. Brazel sintió que le meneaban la cabeza, y como no volvía en sí, lo cachetearon. —Estás en frente del comandante Jesse Marcel. A ver, sería fácil desaparecer a una persona como tú de la faz terrestre. Colabora. En principio, te lo solicitaremos educadamente. —Pero, jefe, ¿qué he hecho yo?, ¿adónde me han traído? —a través de los barrotes, tres rayos de luz le enjugaban la cara a Brazel. —No nos estamos entendiendo —replicó Marcel—. Nuestro proyecto es secreto. Si alguien se entera de nuestros globos espías allá arriba, los rusos tomarán ventaja, acabarán con el orgullo americano. ¿Querrá ser testigo de eso? —Muy señor mío, no diré nada de sus vehículos, ¡déjenme ir! Marcel estrelló sus puños contra la mesa y la espuma salida de una lata de cerveza malteada cayó al lado de sus botas. Cuatro militares custodiaban la puerta metálica. Ellos disimularon cualquier reacción. —¡Que son globos, le digo! —espetó Marcel—. Usted vio globos espías — puso la boca del rifle en la sien del granjero—. Última oportunidad, ¿usted que vio? —¡Globos, señor! —dijo Brazel, quien sudaba de nuevo a cántaros. —Muy bien, eso me gusta. Y ahora, como usted, sucio granjero, ya entendió qué sucedió esta mañana de julio, iremos a visitarlo cada mes para recordarle esta información. No le dirá nada a la prensa de Nuevo México si lo abordan, ¿correcto? —Correcto, comandante, se lo juro —musitó Mac Brazel.

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—¡Más fuerte, pedazo de mierda! —¡Correcto, comandante, lo juro! —Muy bien, eso me gusta. Antes de olvidarlo, repita esto mil veces o no verá nunca el rancho, por su puta madre: «En Roswell nunca pasan cosas raras, aquí hay armonía». —En Roswell nunca pasan cosas raras, aquí hay armonía. En Roswell nunca pasan cosas, cosas raras, solo armonía...

BRUNO CUEVA VILLAFUERTE

Perú

Instagram: https://www.instagram.com/bernchamberlain/

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-¡R

ing, ring! ¡Aló! Todo comenzó con una llamada. La noche había caído ya, mi cuerpo ralentizado llevaba todo el peso de la mano al sonido del teléfono, con la voz modorra en

medio de la madrugada se rompía el silencio del ambiente. Unos segundos al auricular y ¡Nada! Justo después, el sonido de unos pasos acercándose, terminaron la llamada. Quisiera decir al igual que en las películas policiales, que reconocí las pisadas, que podría relatar con lujo de detalle el peso, complexión, edad y hasta si se había teñido el cabello mi interlocutor, pero, no, solo fue una llamada inesperada en medio del sueño, quizá marcación equivocada o una digitación al azar, tal vez un niño jugando con el teléfono de alguien más, ¿Por qué no? También pudiese ser un asesino o un ladrón verificando que no estuviera en casa para poder atacar, de igual manera, había perdido el sueño, miré la hora en el reloj, me puse en pie, sentada al filo de la cama, solo podía pensar ¿¡Qué carajos haría despierta a las 3:00 am!? Así que como buen omnívoro, me decidí por un bocadillo de medianoche, a mitad de la madrugada, me dirigí a la cocina, pasando por el pasillo. Cuando iba cruzando noté que la ventana estaba abierta, me regresé a verificar, las cortinas ondeaban hacia el interior, delatando la entrada del viento de otoño, unas hojas secas crujieron bajo mis pies. Pensé: «¿Quién habrá dejado la ventana abierta?» Una plática introspectiva surgió a voz alta: ¿Quién más? ¡Vivo sola! extrañada por el descuido, pensaba «¡No recuerdo haberla abierto» pero, últimamente la carga de trabajo, me hacía olvidar cosas simples, detalles imperceptibles los anulaba, lujos que no podía darme, pero que surgían. Bajé la ventana, cuando sonó el seguro del cierre, ví hacia afuera, me pareció extraño ver en la esquina de la calle, al lado del único farol que no encendía, la silueta blanca de una persona de pie, al parecer un hombre, que simulaba ver en dirección de mi casa. Lo observé por un par de minutos, disimulando por el costado de la cortina tan solo un instante, cuando ví un perro enorme también blanco, acercándose. Se paró a su lado y se sentó, sé que suena raro, pero, podría jurar que el animal me 102


observaba fijamente a través de las cortinas, pensé «¡Debo estar delirando! ¡Esto de la interrupción del sueño es nocivo para la salud!». Me estiré un poco alzando los brazos, el crujido de un cuerpo agotado me hacían mofarme de mí, ¡habrase visto! Menos de cuarenta años y ya tronaban huesos que ni siquiera sabía que existían, un tirón de más y me lesioné el cuello. —¡Carajos! —solo eso me faltaba, desvelada, agotada, con el cuello torcido y con un hambre que ya estaba calando. Llegué por fin a la cocina, abrí el frigorífico y ví las sobras de la comida, recordé un programa de cocina, donde las personas se ponían creativas con las sobras e intenté recrearlo ¡No lo hagan en casa! Esas personas tienen años de preparación, yo obtuve una muestra gastronómica expuesta que simulaba el enternecedor vómito infantil, para nada apetecible, lo tiré a la basura y me prepare un emparedado. ¡Ah mi buena mermelada de fresa y mantequilla de maní, nunca falten! Tomé un poco de leche del refrigerador y degusté esa exquisitez. Estaba de espaldas hacia la puerta trasera, no habían pasado más de cinco minutos sentada en la cocina, cuando se escuchó el pestillo de la puerta que se abrió sin más. Sorprendida, me giré hacia ella y me confundí completamente, una puerta cerrada a tres llaves y un pasador ¿Abrirse de la nada? Me paré de un salto y me acerqué a la puerta empujando mi peso contra ella, el viento arreciaba. La cerré trabando cada uno de los candados, me di la vuelta para volver a mi sandwich, cuando se escuchó otro seguro, giré inmediatamente a la puerta, pero, esta vez, fue la ventana. «¿¡Es en serio!?» miré a través de ella el cielo, esperando encontrar algún rastro de nubarrones que manifestarán el inicio de alguna tormenta, pero no, el cielo azul con estrellas brillantes, libre de nubes, me hacía pensar que alguien me estaba jugando una mala broma ¿Pero quién diablos estaría tan enfermo como para molestarme con boberías infantiles a semejante hora? Me dirigí a la ventana que se había abierto, la que estaba sobre el lavabo y la cerré, la curiosidad me llevó a asomarme por ella. Estaba ahí, de nueva cuenta, la silueta del hombre vestido de blanco, se paraba justo debajo del árbol de eucalipto que juré quitaría hace más de diez años. Me escondí por un costado, mirando con disimulo qué es lo que hacía. Cuando llegó el perro, que les juro volteó a verme, un escalofrío me recorrió el cuerpo, sus ojos brillantes tenían

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una fuerza que daba miedo. «¿Quiénes eran el hombre y el animal?» comenzaba a alterarme, una a una me fui por toda la casa revisando que las ventanas, las puertas y cualquier acceso al domicilio, las entradas de mi perro y mi gato, también, estuvieran cerradas con candado. Ya no pude terminar mi bocadillo, el nerviosismo comenzó a hacer estragos en mi estómago, que víctima del estrés sufría retortijones, literalmente ¡Me estaba cagando de miedo! Así que fui al baño, una orquesta de viento resopló en el retrete, mi colitis nerviosa estaba a punto de hacerme explotar las tripas, mientras yo solo pensaba «¡Que pena con lo que fuese que estuviera afuera, si es que había escuchado todo aquello! Si era un asesino ¿Aún querría entrar y matarme? O si era un demonio ¿Que pensara un demonio de ello?». Es absurdo lo sé, pero pensar así me tranquilizó de alguna manera, salí del cuarto de baño. Cuando ví que todos y cada uno de los accesos al interior de mi casa, estaban abiertos, mi sorpresa fue mayor, cuando alcancé a vislumbrar, una mancha blanca pasando rápidamente por el pasillo, dirigiéndose hacia mi dormitorio, tomé un cuchillo. me dirigí hacia allá, caminaba a pasos dudosos, me temblaban las manos y el pulso acelerado, hacía sentir los latidos del corazón a mitad de garganta. Estaba a unos cuantos pasos de la puerta a entrar, cuando di un salto para sorprender a quien fuere que estuviera ahí. La sorprendida fui yo, cuando ví que no había nadie, encendí la luz, para revisar cada rincón, estaba vacío. Con cautela salí hacia el pasillo, apuntando con el cuchillo sujeto con ambas manos. Me dirigí de nuevo a la cocina, al llegar puertas y ventanas, estaban cerradas. Revisé toda la casa, de arriba a abajo, por todos los rincones, debajo de los muebles, dentro de los guardarropas ¡Nada, no había nadie! Antes de ir a dormir de nuevo, me asomé por la ventana del pasillo que daba hacia la calle, pero no estaba lo que buscaba. Fui a la cocina me asomé por la ventana hacia el viejo eucalipto, no había nada, ni nadie. Esa noche me acosté, no pude dormir, pasé la noche pensando ¿Qué sería aquello? ¿Tan solo un sueño? ¿O era el exceso de trabajo que me estaba jugando una mala pasada?

ADRIANA RODRÍGUEZ

México

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M

edia docena de frijoles en un bote bastaban para hacer un par, pero habría que congelarlos, no se puede hacer un alebrije cuando el ambiente supera los dos grados Celsius —solía contarme mi abuelita mientras me cepillaba el cabello. Tenía

apenas seis años, y cada que regresaba de la escuela, ella, me contaba estas historias mientras preparábamos la cena. A decir verdad, jamás pensé que esas historias fueran realidad, y un día decidí probar; me robé seis frijolitos de la escuela, los habíamos llevado para un experimento así que los escondí en mi boca, fue una misión difícil, si me llegaba a comer uno por error una planta crecería en mi estómago y me convertiría en un árbol pero valía la pena. Al llegar a casa tomé un frasquito de pastillas y los guardé, le puse un chorrito de agua y corrí a meterlos al refrigerador mientras nadie me veía. Aún era de noche y me comían las ansias por saber si algo pasaba. Mi decepción fue mucha al despertar al otro día y ver el frasco con seis negros frijoles congelados, y nada más, un pedazo de hielo con puntos negros. Después, ya en la tarde le pregunté a mi abuela y solo sonrió, me siguió contando que solo funcionaba en luna llena pero estos curiosos monitos no duraban más que el hielo, apenas este volviera a ser agua, mis amiguitos desaparecerían. Y volví a intentarlo, esperé y esperé hasta ver en el cielo una luna grande y roja, de esas que a veces hasta miedo dan y a la mañana siguiente ahí estaban, eran tres animalitos rojos con manchitas de jaguar, muy pequeños que solo bajo una lupa eran visibles, parecían hermanos porque siempre estaban muy juntitos, muy esponjosos, parecían bombones, con un cuello largo como de jirafa, unos ojos grandes como de tecolote, de sus cabecitas salían orejas largas de conejo y tenían un pico de colibrí además de espinotas en sus espaldas. Eran como muchos animales en uno, como esos que les llaman alebrijes. Así pase todo el día viéndolos, a los tres les puse nombre, el mayor de ellos se llamaba Raúl, se veía muy serio, parecía que solo cuidaba de los otros dos, los veía jugar y revolcarse entre la escarcha pero siempre desde lejos yo digo que era alérgico a la diversión, el de en medio, el más delgado, fue nombrado Venecia. Le gustaba mucho nadar en el hielo que se había descongelado, y siempre se la pasaba

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correteando con el más pequeño, al que nombré Moris, era muy gordito y juguetón, saltaba de un lado a otro sin parecer cansarse, subían la colina y se deslizaban como si fuera un tobogán. Me dio mucha tristeza cuando ya más tarde el hielo desaparecía, mis monitos estaban enfermos, se veían con frío, temblaban abrazados mientras flotaban en un pedacito de hielo, ya ninguno parecía contento, no sabían que pasaba y yo podía jurar que sentía como si me miraran. El sol se iba metiendo, la poca luz no me dejaba ver bien, fui con mi abuela para ver si ella sabía qué hacer, pero cuando tomó la lupa era tarde, ya no pudo ver nada, en sus manos solo estaba el frasco de agua fría que tiró en el fregadero.

ALEJANDRO MIGUELES

México

Twitter: @alexmigueles Instagram: alejandro_migueles

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M

i padre tenía un reparto de lácteos y prácticamente no paraba en casa. Mi madre estaba muy delicada del corazón y por mandato familiar estaba a mi cargo. Durante sus horas de siesta, aprendí

de todo, en la única Escuela de Gastronomía de Tordillo. Me gradué con honores en el rubro de las facturas vienesas. Continué con su fabricación en casa. Dos panaderías importantes, me las compraban los domingos. Vida monótona, sin sobresaltos. Conocí a un flaco alto y después un pelirrojo simpático, que me susurraron palabras de amor, pero no me movían un pelo. Presentía que tenía que haber algo más, algo que me volara la cabeza, como sucedía en las novelas que miraba con mi madre. Cuando cumplí los veinte, padre desapareció de la casa. Me hizo saber por un amigo que estaba bien, que tuvo que cambiar de vida porque la anterior lo asfixiaba. Una mañana después de mis veintiséis, madre no despertó. Después de procesar el duelo, supe que me debía otra vida. Viajé para conocer el mar. Conseguí una plaza en una panadería con sucursales en pueblos cercanos. Él fabricaba panes en una mesa vecina. Sus manos volaban cortando y dando forma a la masa. Quedé extasiada mirando sus movimientos. Imaginé que amasaba los músculos de mi espalda, en cámara lenta, bajando desde los hombros hasta la cintura, y después, después, un poco más. —¿Qué es lo que te llama la atención? —preguntó sorprendido. —La velocidad de tus manos —le contesté, avergonzada por mis pensamientos. —Es la práctica de hacer siempre lo mismo —dijo acercándose y continuó—. Yo disfruto de tu calma al decorar cada pieza con ese almíbar que parece miel después del relleno de almendras —suspiró y completó estas palabras con una sonrisa que iluminó sus oquedades. En otro momento, con sus dedos atrapó una mota de harina de mi cuello. Cuando me di vuelta sorprendida, estaba tan cerca… Se alejó desentendido, mientras

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yo me quemaba por dentro. Mis compañeras de trabajo miraban y se miraban con envidia pintada en sus caras. Fue una semana de disparos furtivos que se congelaban incendiados, para después, risueños transformarse en chispas. Una semana de buscar acercamientos del cuerpo, porque la mente era una. Una semana de roces de manos, de barba crecida, de perfume de rosas, de pañuelos de colores en una cabeza volada. Y un martes... con un nuevo panadero. Ellas lo sabían, pero no dijeron nada. Cada mañana esperaba encontrarlo trabajando y cada tarde recorría las plazas, con la idea de que su lugar de descanso pudiera coincidir con el mío. Nada sucedió, hasta ese mediodía soleado de junio, en que, sentada para almorzar, junto al ventanal del nuevo complejo gastronómico, se reflejaron sus facciones, un instante. La puerta vaivén de la cocina completó su ciclo. Me levanté y sin pensar lo que hacía, traspasé el umbral. Después caminé hacia las mesas de trabajo. Cuando se giró, todo volvió a ser como antes. Noté su sorpresa, su sonrisa al reconocerme. Sus manos enharinadas tomaron mis mejillas y me besó. Fue como la brisa que sopla sobre la arena, como el merengue esponjoso, como el almíbar espeso. —Termino a las dos, me llamo Lautaro Moreira, estoy parando en el complejo XII de los departamentos Mirando al Mar, sobre Costanera. Esperame, no quiero volver a perderte.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

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E

l inspector César Chase, CC, para los compañeros de equipo, se levantó en un impulso y restregándose la cara se paró frente a la máquina expendedora de café. Marcó cortado largo y deslizó la tarjeta. Vio su reflejo en el vidrio y se peinó el cabello con la mano.

Pronto cumpliría treinta y ocho años y la oficina ya estaba preparando festejos. Pasó toda la noche investigando las muertes inexplicables que desde hacía dos semanas los tenían en jaque. Habían caído tres expedientes más sobre su escritorio, sumándose a los dos de la semana pasada. Todos paros cardíacos. Por lo menos esa era la carátula del forense. Se volvió a sentar y observó que llegaba el ascensor. —CC, ¡qué cara! —le dijo el jefe pasando frente a su escritorio como una ráfaga. Esperó que se acomodara, que gritara a su secretaria, que hiciera algunos llamados telefónicos y cuando vio el gesto que le hacía con la mano para que fuera a su oficina, se levantó aun con la taza de café y se apersonó en la puerta. Le hizo otro gesto que cerrara la puerta y se sentara. —Anoche, tres más, ya van cinco en dos semanas —dijo tomando asiento. —¿Todos paros cardíacos? —preguntó el jefe, sin mirarlo. —Todos —levantándose y paseándose con la taza. —¿Por qué te preocupa tanto? Todo decanta en lo mismo —agregó con gestos que se traducían en mucho alcohol, mucha droga y mucho sexo. —Sí —dijo CC en una media sonrisa— voy a necesitar un par de hombres para la investigación. Tengo que saber qué es lo que está pasando. ¡No quiero tener otro maldito expediente de paro cardíaco sobre mi escritorio! —depositando la taza sobre una repisa del jefe que reaccionó al instante. —¡Ni lo pienses! —y le hizo un gesto de que se llevara la taza. Se retiró a su casa a descansar unas horas, vivía solo, tenía un perro como mascota y era con el que hablaba al llegar. Entonces le comentó al perro que lo que lo desconcertaba del caso de los paros cardíacos, era en principio que no había un patrón, que claramente no eran muertes naturales, ¿por qué? Porque todos los cuerpos eran de distinta edad y

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condición social. No creía en las coincidencias, esto era algo orquestado por alguien. Lo poco que pudo dormir, estuvo agitado, las imágenes se le aparecían en sueños tan nítidas como pesadillas sinestesias. Comió algo, se dio una ducha y sacó a pasear al perro por el parque que estaba frente a su casa. Debía regresar a la oficina y preparar un plan de estrategia. Cuando llegó, ya tenía a los dos hombres asignados para el caso frente a él. Fueron a la sala de investigaciones y desplegaron fotografías, empezaron a atar cabos, pero los casos parecían desconectados. —¿Qué es lo que hace que un joven estudiante de la Universidad, un hombre indigente que vive en la calle y un político emergente, mueran de un paro cardíaco? —Preguntó en voz alta. —No olvides que la semana pasada fue una mujer de mediana edad y el de anoche, un niño. —Aseveró uno de los investigadores, colgando la foto en el pizarrón. —En cuanto al joven y al político podría ser un exceso de alcohol, droga y sexo. —dijo el segundo hombre, acompañando las palabras con los gestos característicos del jefe. —¿Y la mujer y el niño? —Preguntó CC frente a la pizarra. —¿Violencia? —dijo uno de ellos. —¿El indigente? —volvió a preguntar, haciendo un mapa mental del caso. —¿Experimento? —se despachó el otro. —¿Qué tipo de experimento? —enfrentándose a la cara interrogativa del hombre. —Social, —dijo con un gesto, levantando los hombros—, científico, de transmisión sexual, terrorista, no sé, se me ocurrió. Estamos tirando ideas CC. —Revisemos las carpetas del forense, en todos los casos. Busquen marcas, puntadas, perforaciones, quemaduras, algo que los relacione. Algo que les falte, algo que les sobre. El cuerpo siempre da las respuestas. Y encontraron una pequeña incisión cerca del corazón de todos los cuerpos. Apenas visible a simple vista.

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—¡Gotcha! —gritó CC. Y aunque eso no significaba gran cosa, por lo menos habían logrado que todos los casos se conectaran a través de un pequeño pinchazo. Tenían un arduo trabajo por delante. Tuvieron una conferencia con el forense, quien les dijo que ese pinchazo podría deberse a drogas, casi con seguridad. Aun así, siguieron investigando los lazos familiares, amigos, compañeros de trabajo, nada los conectaba de otra manera. Pero, cierto día, llegaron dos cuerpos a la morgue. Los expedientes decían que era un obrero de la construcción y una adolescente. Se les estaba haciendo la autopsia. Bajaron los tres como una exhalación y se encontraron con el forense y su ayudante, trabajando afanosamente sobre los cuerpos. —¡Un paro cardíaco!, el del obrero —dijo el forense y agregó— y la chica, varias heridas de arma blanca. —¿El mismo pinchazo? —preguntó CC desde lejos, le impresionaban los cuerpos. —El del hombre, sí, pero hay algo más. —Hizo una pausa y se levantó la protección de la cara— la adolescente se defendió. Los cuerpos se encontraron juntos así que supongo que el atacante fue el obrero, ella se defendió, luego su apuñalamiento y el paro cardíaco del hombre. En ese orden. —¿Entonces la muerte de ella no fue paro cardíaco? —No, pero hay algo raro, ¡acérquense que no los van a morder! —les dijo el forense. Y los tres se presentaron ante el cuerpo de la chica. —¡Mira la palma de la mano derecha!, ¡nunca había visto algo así! Se acercaron los tres y bajo la lupa pudieron apreciar un mecanismo electrónico que salía de la palma de la mano. Como un fino estilete. —¡Qué diablos es eso! —dijeron a coro. —Estamos tratando de extirparlo completo —dijo el forense— no sé dónde puede terminar esto. —¿Es un cybor? —preguntó uno de los hombres. —No parece un cybor —decía el médico, mientras trabajaba sobre el

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artefacto. Finalmente pudo extraerlo y lo examinaron, parecía un chip, un mecanismo electrónico insertado en la palma de la mano. Pero ¿para qué fin? Se preguntaban. Surgieron entonces una cantidad de conspiraciones oscuras del gobierno, de empresas, de potencias extranjeras, de extraterrestres. Al examinarlo bajo el microscopio, pudieron leer algunos códigos que no entendieron y un nombre: Lucretia. Buscaron entonces en la red, que significaba Lucretia y se encontraron con una empresa de software que tenía una de sus bases en la ciudad. Era una gran empresa informática que trabajaba con prototipos electrónicos. Al llegar al edificio, además de mostrar sus placas, tuvieron que pasar por una revisión personal, desinfección y scanneres de alta resolución, hasta llegar a la oficina, vigilada, de un hombre alto, canoso, de anteojos y gran sonrisa, que los recibió con mucha amabilidad. CC depositó el artefacto sobre la mesa. El gesto del hombre se oscureció por un momento, pero al siguiente preguntó dónde lo habían encontrado. —En la palma de la mano derecha de una chica que aparentemente se defendió del ataque de un hombre, que también está muerto —y agregó— de un paro cardíaco. —¡Señores! —dijo el hombre canoso, haciendo señas a los guardias que se retiraran—. Es un proyecto privado, particular, de suma confidencialidad. —¿Es ilegal? ¿Eso quiere decir? —preguntó CC. —No es ilegal, es del gobierno. Pero no puedo darles más detalles. —¿Quién puede darnos más detalles? —preguntó CC y agregó— ¡no quiero encontrar más estos malditos cadáveres electrocutados en mi escritorio ni en la mesa del forense! El señor canoso le dio un número telefónico y una dirección y resultó ser el Ministerio de Defensa, una cartera muy revolucionada y en la que nadie quería estar al mando. El ministro era un hombre joven, con visión futurista y había “contratado” los servicios de Lucretia para desarrollar un chip con miras a la defensa personal. En

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el experimento primario, a cien voluntarios, se les había inyectado en la palma de la mano el chip de defensa. El mismo se activaba cuando la persona en una situación de peligro, palmeaba sobre el pecho del delincuente. El resultado era una descarga que paralizaba el corazón, casi sin dejar rastros. —Pero, ¿es legal? —volvió a preguntar CC, ahora al ministro. —Estamos en fase uno, podemos legalizarlo a través de decretos —dijo el ministro poco convencido, y agregó— desde ahora, donde termina la ley empieza la tecnología. Estamos en el futuro inspector, los virus y las bacterias que tanta lucha nos han dado, en el pasado, ahora, con la tecnología logramos aniquilarlas, ¿por qué no aplicarla para nuestra defensa? Regresó a la oficina. El ministro no le había pedido confidencialidad, pero, de todas maneras, no habló con sus compañeros. Quedó resonando en su cabeza la frase: ¿pero es legal? CC pensó al regresar a su casa, que seguiría viendo cadáveres electrocutados en el escritorio y en la mesa del forense, por muchos años más.

MÓNICA MARCHESKY

Uruguay

Blog: http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ Página WEB: http://monicamarchesky.wixsite.com/escritora

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E

ra el penúltimo año en la universidad y yo mataba el tiempo leyendo a profusión poesía, improvisando a escondidas algunos poemitas y practicando más de las horas los cursos de Voladura de rocas y Seguridad e higiene minera, entre otros temas que, la

verdad, me tenían asido del más cruel flagelo que un hombre moderno puede soportar: estudiar lo que a uno no le gusta. Pero aun así me reconfortaba que una vez culminado los años universitarios, cuando regalara el diploma de bachiller de ingeniero minero a mis padres, podría dedicarme a la pasión más ilimitada que se insuflaba en mí: escribir versos de gran valor. Sin embargo, gracias a la piedad del destino, aquel cruel porvenir se truncó al escuchar el relato de mi estimado amigo y poeta en ciernes Mario Godard sobre ciertos jóvenes escritores mexicanos que vivían viajando a salto de mata, drogándose y gozando de orgías sexuales, en su paso por diferentes países del continente con el afán de alcanzar el más profundo estro poético. Me habló sobre cómo ellos no esperaron nada para forjar su espíritu creativo, y se lanzaron a la aventura pasional de vivir intensamente sin más reparos que los de sus más grandes ídolos: Kerouac y Ginsberg. La noche que escuché aquellas historias, entre vasos de cerveza y humos de marihuana, me prometí que renunciaría a la cárcel que me venía torturando desde hace más de tres años atrás por culpa de la incomprensión de mis padres, el supuesto ejemplo de mis hermanos mayores, y mi precaria decisión de ser un hombre coherente con sus ideas. Estaba decidido. Me desperté sentado en el asiento duro y frío de una cantina de la calle Chancay, al costado de la Universidad Federico Villareal, donde acudían borrachos empedernidos y cuyas calles tenían fama de ser lugar de asaltos al paso. Mirándome de forma socarrona con ojos rojos y aguachentos, Mario Godard clavaba su mirada con la ceja fruncida con simpatía vigilando que nadie me bolsiquee y se lleve mi celular o mi billetera. —Pero si es el poeta de vocación, hasta que por fin se despierta —dijo. Salimos, deambulamos por la plaza San Martín, desayunamos caldo de gallina, y de pronto conversábamos sobre la decisión de dejar la universidad, y le pedí

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consejos y ayuda. Aunque al principio no me creía nada, Godard me habló sobre un amigo que tenía una taberna en Ayacucho y que por entonces necesitaba de alguien que le ayude en el negocio. —Perfecto, es perfecto. Solo necesito un poco de dinero, comida, y unas hojas y un lápiz —dije sonriéndole. Hui de mi casa una noche de la semana siguiente, a los veintiún años de edad, con un maletín con mis ropas y algunos poemarios clásicos y una esperanza a flor de piel, encontrándome con el amigo de Godard, de nombre Nadal Leodo, en el cruce de la avenida Leticia y Abancay, cerca del puente Grau. Me preguntó si sabían mis padres sobre mi partida, y le respondí que se enterarían cuando regresaran de la fiesta donde habían ido; pues les había dejado una notita escrita sobre mi decisión irrefutable. Asintió con la cabeza y volvió a preguntarme, esta vez para saber si conocía Huamanga. Le dije que necesitaba viajar, pues no había salido de Lima y no hacerlo era dañino para un poeta. Sí, quería ser poeta, y Nadal se sonrió. Al final, compramos los pasajes (el mío con el adelanto de sueldo del primer mes), y emprendimos el viaje. En el trayecto de más de ocho horas, yo sentí frío y Nadal —un tipo fornido, de cara ovalada, cejas pobladas, sonrisa socarrona— me prestó su casaca. Al llegar al Terrapuerto Municipal de Huamanga, entre un clima frígido y seco, tomamos un taxi y Nadal le dio al chofer la dirección del local donde vivía y trabajaba, cerca del Centro Histórico de Huamanga. La vivienda era de dos pisos, pequeña en ancho y largo, en cuya primera planta funcionaba una taberna con asientos y mesillas de madera, decorado con póster de rocanroleros y mujeres rubias con vestidos provocativos, con espejos en pedacitos cuadrangulares en las paredes pintadas de vainilla con acabados anaranjados, de techos con focos fluorescentes de luces psicodélicas, donde apenas se filtraba la luz del día. En el segundo piso, solo había dos habitaciones estrechas separadas con madera y triplay, además de un comedor-cocina y una sala que estrenaba un televisor de treinta pulgadas. Mi cuarto, por otro lado, era una ratonera. Los días siguientes empecé a administrar la taberna y a conocer la ciudad. Al mediodía, limpiaba el local de los estragos nocturnos y a media tarde acompañaba a

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Nadal y sus amigos a pasear por la ciudad, fumando cigarrillos, conociendo a varias chicas y conversando de fútbol, música y poesía. Al volver, hojeaba los poemarios que traje y, si me daban ganas de componer algunos versos, lo hacía con el máximo placer posible. En la noche, atendía a los dipsómanos de rones trepadores, sangrías dulces, cervezas populares, piscos distinguidos, whiskys sofisticados, degustándoles también con el mejor rock and roll, los blues, el pop, las baladas, las trovas y el metal. Una mañana, mientras dormía luego de una borrachera, recibí una llamada desconocida en mi celular con nuevo chip. Era mi padre. Al escuchar su voz, dejé de hablar pero le escuché. Aún recuerdo ciertas palabras: —¿Aló?... ¿Aló?... Está bien. Solo quiero decirte que eres un cobarde. Solo el diablo sabe dónde estás. Renunciar a tu futuro como un estúpido infantil, qué idiota eres. Debiste haberme dicho lo que tramabas y te hubiese ayudado. Pero ahora… ahora —su voz se quebró—, debes regresar a casa y te perdonaré. ¿Me escuchaste? Te perdono. Vuelve a casa de dónde sea qué estés. —Al colgar, yo sabía que era una trampa. Continué con la vida mundana y nocturna sin desistir en mis designios. Una noche conocí a Emma, una mujer de estatura mediana y contextura delgada, de simpático rostro con ojos dormilones y una voz endemoniadamente dulce, quien vino a beber con unos amigos que yo conocía. Me la presentaron como la poeta de los cementerios, y a mí a ella como el poeta rebelde. Bebimos conversando sobre Martín Adán, Bukowski, William S. Burroughs, Barry Gifford y, de forma rápida, descubrimos que nos interesaban temas comunes y, al final, me sentí tan atraído por ella que no amainé en hacerle una pregunta indecente. Ella abrió más los ojos brillantes y me siguió la corriente. Terminamos besándonos y acostándonos en mi cuarto casi al amanecer. Tenía pensado publicar a fin de año un poemario que cantaba a la belleza del amor, justo en el día de mi cumpleaños. Lo hice y fue inefable. No faltaron amigos, mujeres, alcohol, y todo fue una mezcolanza que me extasió con el néctar de los dioses. Ahora yo era un esclavo cultor de la poesía, un poeta joven. Conocí a más amigos, todos ellos interesados en la literatura y la creación literaria, además de historiadores alegres, filósofos raros, quechuistas líricos, críticos serios, guitarristas

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enamoradizos, artistas misteriosos y todo un sinfín de jóvenes bohemios y soñadores. Pero mi mala fortuna llegó la última semana de enero. Eran las cuatro de la madrugada de un martes cualquiera, no había clientes y solo se encontraba Nadal Leodo bebiendo una jarra de pisco con dos amigos que yo desconocía, sentados alrededor de una mesilla casi a la entrada del local. Al sentirme pestañeando de sueño, soportando un cansancio atroz, me acerqué donde Nadal. Lo vi con el rostro desencajado por el trago y los cigarrillos, y le dije que cerraría la taberna y me iría a dormir, pero si ellos querían podían seguir bebiendo ahí y que solo deberían echar bien la llave al salir. Aceptaron alegres y fui a descansar. A eso de las nueve de la mañana, escuché fuertes golpes en la puerta de mi habitación, y oí la voz de Leandro Testino, quien me exigía que abra. Al abrir, el amigo de Nadal que siempre le visitaba por las mañanas para desayunar con nosotros, me dijo con la voz desesperada y estrepitosa que Nadal estaba muerto. —Se ha ahogado con su vómito, huevón —gritó repitiendo lo mismo en mi cara. Me vestí como pude y fuimos a la habitación de Nadal y, con gran espanto, lo encontramos muerto con la boca embarrada de vómito y espuma. El redondo rostro exánime y amarillo de Nadal era el de un cadáver. Sentí desesperación y, al final, una resignación fatal. En pocas palabras, era casi un hecho que ahí terminaba mi estadía en Ayacucho. Avisamos a la policía y nos contactamos con los familiares del difunto. Tras algunas interrogaciones por parte de las fuerzas del orden y el Ministerio Público, y conocer los resultados de la necropsia de ley, participamos en los velorios y el sepelio de nuestro amigo. Pasado algunos días del sepelio, alojado en un hotel mientras decidía mi futuro —los familiares se adueñaron del local y lo pusieron en alquiler—, recibí una amenaza de muerte de uno de los primos de Nadal, quien me advertía que, si me miraba en una de las calles de Huamanga, me degollaría como a una res. Tuve que volver a Lima y regresar a mi morada, donde mis padres me recibieron con compasión y conmoción, en medio de llamadas de atención y frases enternecedoras, como si me jalaran la oreja y me entregaran un premio a la vez. Así

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fue, querido camarada, que yo, Justo Villar, terminé la ingeniería con un año de retraso, para finalmente poder perfeccionarme en el idioma inglés y ejercer de docente de idiomas en escuelas y colegios, enseñando a leer a Chaucer, Shakespeare, Milton, Keats, y Eliot en su idioma original, y sí, claro, también a los escritores de la generación beat.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/Francois-Villanueva-Paravicino-Autor105990861082782

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E

ra invierno, así que decidí ir al viejo bosque a tomar algunas fotografías para mi última prueba del ciclo. Empezó a caer la noche y decidí regresar a casa. Sin embargo, el camino de regreso lucía distinto y mucho más largo. Luego de varios minutos, entendí que

me había perdido. Pasaron casi dos horas y con el espesor de la noche empezaba a aumentar también el pánico. Traté de serenarme pero todo mi cuerpo se paralizó cuando me encontré con aquella cosa… Detrás de los viejos árboles, en medio de una niebla inusual, vi una sombra, una sombra muy grande y deforme. Intenté huir pero no pude dar un solo paso. En un impulso intrépido cogí mi cámara y acerqué mi ojo al teleobjetivo. Lo siguiente fue lo peor que pude haber experimentado en toda mi vida. Lo que tenía enfrente no era humano. Era algo diabólico y nauseabundo. A duras penas logré contener las náuseas, presionar el disparador y salir corriendo. Una vez en casa, aún con bastante temor, decidí ver la imagen. Quedé atónito al ver solo los viejos y silenciosos árboles en la fotografía. Creí, por lo tanto, que todo había sido obra de mi imaginación, que el pánico lo había generado. A la mañana siguiente, luego de un sueño intranquilo, me desperté con fuertes dolores de espalda. Llegó la tarde y el malestar subió a la cabeza, bajó por las piernas y recorrió mi cuerpo entero. Ya en la noche, los dolores se intensificaron tanto que empecé a gritar como un demente. Grande fue mi horror al oír mi voz gutural, una voz como la de un demonio. Todo era insoportable. Empecé a dar vueltas en mi habitación, destrozando todo a mi paso. De pronto, en un pedazo roto del espejo me vi reflejado y entonces enloquecí. Salí huyendo y sin darme cuenta terminé nuevamente en el bosque. Ha pasado mucho tiempo desde esa noche. Ahora camino por los viejos y silenciosos árboles, entre la oscuridad y la niebla, esperando que algún valiente venga a tomar unas fotos.

JORGE TEVES

Perú

Instagram: www.instagram.com/j_teves6

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A

quella aterradora escena dentro de la habitación, se quedó grabada en mi cabeza por el resto de mi vida. Lejos de ser un vicio, la crueldad es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. Así como nacemos con el pecado original, nacemos

también con una pizca de crueldad en nuestros corazones, que ni el bautismo es capaz de borrar. Y así como nacemos con una pizca de crueldad, tenemos igualmente la misma cantidad de valentía para contrarrestar el efecto nocivo que la crueldad causa en nosotros. Antes, solo con pensar en cosas como esa, mi cuerpo se estremecía de manera involuntaria. Nunca imaginé ver reflejadas en la realidad aquellas espantosas visiones, quizás por eso es que hasta el día de hoy no consigo borrar esas imágenes de mi cabeza. Llegamos de noche a la quinta, y para nuestra mala suerte, se estaba realizando una fiesta por el aniversario del santo patrón del lugar en mitad del patio principal. Una orquesta amenizaba la velada, estaba conformada por una guitarra, un bajo, unos timbales y un órgano. El que tocaba los timbales hacía las veces de vocalista, y a decir verdad, no lo hacía nada mal. Mientras la orquesta seguía tocando canciones del recuerdo, un tipo se golpeaba el pecho entonando la canción, bailando solo en un rincón de la improvisada pista de baile. En la puerta de una de las casas, una señora de unos setenta años vendía la cerveza helada que su nieto un mocoso de unos doce años sacaba de un perol de caucho lleno de bloques de hielo y aserrín. Hacia el otro extremo de la pista, donde se encontraban las fundas de los instrumentos apoyados contra la pared de una casa vecina, dos tipos esnifaban un falso de cocaína como si no hubiese nadie a su alrededor, mientras que un tercero les hacía mala sombra. De una de las casas ubicadas al fondo de la quinta, una mujer de unos cuarenta años salía acomodándose el vestido y ordenándose el alborotado cabello. Detrás de ella, un joven de unos veinte años, encendía un cigarro después de ajustarse la correa de su pantalón. Eran las diez cuando cruzamos la puerta de la quinta, y mientras que otros festejaban, yo estaba ahí para trabajar. Me acompañaba el teniente Febres y el 126


teniente Alcorta, miembros destacados a la dependencia de criminalística. Febres venía de un trabajo de oficinista en el Ministerio del Interior, y Alcorta de la Dirección Antidrogas. Podría decirse que uno era el antípoda del otro; lo único que tenían en común era que ambos habían ingresado y luego egresado de la escuela al mismo tiempo. Uno, el teniente Febres, era espada de honor de la promoción, y el otro, el teniente Alcorta, era por decir lo menos un mal elemento que necesitaba a gritos una corrección de rumbo, corrección que mis superiores me habían encargado hacer. Recuerdo el primer caso que nos involucró a los tres. Tenían apenas una semana a mis órdenes cuando tuvimos que ir a recabar las pistas de un asesinato ocurrido en el cono este de la capital. Era un día domingo, once de la noche para ser exactos, y en la ciudad se había llevado a cabo un clásico más de fútbol, entre los equipos más representativos del país. Para esas fechas especiales, siempre estábamos de servicio, pues solían presentarse problemas por todos lados. Y esa noche no fue la excepción. Un llamado anónimo nos informó del asesinato de un barrista en manos de los hinchas del equipo contrario, algo con lo que ya había lidiado en más de una oportunidad. Fuimos los tres a la escena del crimen, Alcorta conducía la camioneta, yo estaba su lado, y Febres ocupaba el asiento trasero, notoriamente nervioso por el que sería su primer trabajo de campo. A esa hora del domingo las calles lucían libres, por lo que no tardamos más de treinta minutos en llegar a la escena del crimen. Al llegar a la dirección dada por el informante anónimo, Alcorta estacionó el auto detrás de una multitud que observaba el cuerpo tendido en la pista, cubierto con papeles periódicos manchados por la sangre de la víctima. Nos abrimos paso entre la multitud que nerviosa, no dejaba de ver la terrible escena. Ese barrio era conocido por ser uno de los puntos de reunión de una de las barras más violentas de la ciudad; los Stones, miembros de la hinchada del equipo crema. Sin ver el cuerpo aún, pude presumir lo que había ocurrido allí: después del encuentro que el equipo crema perdió frente a los blanquiazules, se llevó a cabo una batalla entre pandillas como inevitablemente suele ocurrir después de un clásico. Piedras van, piedras vienen, los cuchillos raspan el piso sacando chispas para amedrentar al enemigo, rostros

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cubiertos por trapos sucios, palos revoleando sin ritmo, insultos yendo en todas las direcciones posibles… en fin, el típico escenario de una reyerta de este tipo. Comienza el corretero, el bando menos numeroso sale despavorido buscando una salida, mientras que el bando más numeroso quiere alcanzar siquiera a un barrista para sacar todo el odio que inunda su alma. Esa víctima fue el muchacho asesinado, un menor de edad identificado como John Antezama Pebe, de quince años, a quien una piedra lanzada contra su espalda tumbó al suelo, en donde quedó a merced de sus atacantes. Es increíble el nivel de violencia de estos chicos, oficial, me dijo una señora que para su mala suerte vivía en la zona donde se produjo el enfrentamiento. Desde mi ventana pude ver cuando alcanzaron a ese pobre muchacho. No se puede imaginar la violencia con que lo atacaron, la verdad es que no sé qué puede pasar por la cabeza de estos muchachos para actuar así. Hasta ahora no se me va el temblor del cuerpo, me dijo la señora, estirándome sus manos para que pueda ver como temblaban. Llegamos al cadáver luego de despejar el área. Alcorta descubrió el cuerpo y le ordené a Febres que tomara nota de todo lo que yo diga. El tórax del muchacho lucía varios cortes hechos con verduguillos, además tenía fracturas expuestas del brazo derecho y de la tibia izquierda, varios hematomas en el rostro y el cuerpo, y el cráneo destrozado por una piedra de considerable tamaño. En pocas palabras; al muchacho lo habían asesinado sin ningún miramiento, lo golpearon con todo lo que pudieron y producto de este violento ataque, este murió en el acto. Terrible final para una vida tan corta, le dije a Alcorta, quien no parecía impresionado por el estado del cuerpo. He visto cosas peores en la lucha contra las drogas, jefe, sobre todo en provincias, dijo antes de volver a cubrir el cuerpo. A mi costado, Febres permanecía inmóvil, con su libreta de apuntes en la mano, observando con ojos saltones el cuerpo muerto del muchacho. Estaba seguro que ese era el primer cadáver que él veía. No podía creer lo que estaba viendo, nunca pensó encontrarse con algo así un domingo por la noche. Tres años como 128


administrativo, gracias a la influencia ejercida por su tío General en las altas esferas del poder, habían mellado en la fortaleza de su espíritu, y lo habían convertido en uno de esos sujetos que viven al otro lado de la realidad, esos que ignoran lo que ocurre en una sociedad violenta mientras se divierten en sus reuniones y fiestas exclusivas. Te encuentras bien, Febres, ¿no me vas a decir que esto te ha impresionado?, le dije al verlo abstraído delante del cadáver. Febres reaccionó a la interrogante de su compañero arqueando el cuerpo como un contorsionista, para luego vomitar sobre el suelo de aquella calle oscura, delante de los testigos que ahora no podían quitarle los ojos de encima. Nunca va a dejar de recordármelo, ¿verdad, jefe?, me dijo Febres después que le jugara la misma broma, que después de tantas repeticiones, ya no tenía nada de gracioso. Una hora antes, Alcorta contestó una llamada que hicieron al teléfono de la estación. Se trataba de un sujeto que reportaba un nauseabundo olor que salía del interior de la casa de su vecino, a quien además no veía en días. El tipo dijo que su vecino vivía con su madre en una vieja quinta ubicada al norte de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos de la capital. Dentro de la quinta, atravesamos la pista de baile y nos dispusimos a subir al segundo piso del viejo solar. Subimos por una escalera maltrecha y cuando dejamos atrás el último escalón, percibí el extraño aroma que nos había llevado hasta allí. Caminamos por un balcón de listones de madera que a primera vista parecían tener al menos cien años de antigüedad, pues crujían como hojas secas con cada una de nuestras pisadas. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, salvo una, que despedía desde su interior una luz ambarina que prolongaba una sombra informe sobre el suelo. Caminamos hacia la puerta y cuando llegamos, nos topamos con un tipo que observaba la fiesta sentado en una silla de ruedas desde la puerta de su habitación. Aquel hombre resultó ser el que había llamado a la estación y que respondía al nombre de Lalo. Sentado en una silla de ruedas, y con un vaso de ron puro en la mano derecha, Lalo observaba como sus demás vecinos se divertían con las canciones entonadas por la orquesta contratada. Parecía ser un tipo tranquilo, el 129


típico hombre de vecindario que no le gusta involucrarse con sus vecinos y que prefiere pasar su tiempo a solas metido en sus propios asuntos. La casa de la que sale ese horrible olor es esa de allá, nos dijo, señalando una puerta cerrada ubicada al fondo del pasillo, cerca de una escalera de madera que lleva a la azotea de la quinta. Hacía ahí fuimos. Alcorta se quedó con Lalo tratando de sacarle algún dato útil, y Febres me acompañó al lugar de los hechos. A medida que avanzábamos hacia el cuarto, el olor se hacía más y más desagradable. No podía entender por qué la gente que disfrutaba de la fiesta en la primera planta no sentía aquel horrible olor. Cuando llegamos a la habitación, nos detuvimos delante de la puerta. Acerqué mi mano y le di tres toques a la puerta, sin obtener respuesta. Volví a intentarlo una vez más, y como nadie contestaba a mi llamado, comencé a empujarla con el hombro, hasta que Lalo nos dijo que eso era inútil, ya que la puerta estaba trancada por dentro. Existe alguna forma de entrar a la habitación sin forzar la puerta, no quiero causar un alboroto aquí, le pregunté a Lalo. En la azotea hay un tragaluz, por ahí podrán entrar. Tienen que subir por la escalera, pero tenga cuidado, el techo es alto, una mala caída podría causarle un mal golpe, dijo. Perfecto, entonces… ¡Febres!, sube a la azotea y entra por el tragaluz a la casa, luego abres la puerta. Anda con mucho cuidado. Febres subió por la escalera de madera a la azotea de la quinta, y cuando quedó de pie sobre la amplia techumbre, se quedó maravillado con la vista que tenía desde ese lugar. Desde ahí podía ver un vasto campo iluminado por miles de lucecitas amarillas esparcidas por todo su irregular terreno. Febres observó el impresionante paisaje por unos segundos, pensando en todo lo que le había tocado vivir en el tiempo que llevaba trabajando en la dirección de criminalística. En ese tiempo pasó de ser un muchacho de buen corazón, inexperto aprendiz de policía, a un tipo corajudo, curtido por la calle, un policía con todas sus letras en mayúscula. Caminó hacia el tragaluz y con mucho cuidado se introdujo en él. Cogiéndose de los bordes, quedó colgando dentro la habitación, y cuando se sintió lo suficientemente 130


convencido de que la caída no le provocaría daño alguno, se dejó caer en el interior. Estuvo adentro por algunos minutos antes de abrir la puerta que como había dicho Lalo, estaba trancada por dentro. Será mejor que pase, jefe, no podrá creer lo que hay dentro, me dijo Febres al momento de salir de la habitación. Entonces entré a la habitación, y cuando estuve delante de aquel espantoso cuadro, comprendí lo que Febres sintió cuando se enfrentó a un cadáver por primera vez en su vida.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

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E

ra un gran ilusionista, el mejor del país, de fama internacional y muchísimos premios. Andrei Setchenko lo contrató para que animara la boda de su único hijo. Pese a las reticencias del ilusionista, no pudo negarse por dos factores: la suma astronómica

que le ofreció y la fama que precedía al tal Setchenko. El día de la boda, a los postres, apareció el artista con una caja transparente de cristal. Pidió voluntarios. Subieron tres hombres borrachos y una señorita desinhibida. Primero metió a uno de ellos. Dejándole la cabeza fuera y desapareció el cuerpo. Después introdujo el resto de voluntarios y voluntarias donde solo parecía caber uno. Las mujeres aparecieron con la ropa interior de los hombres (el que llevaba) y ellos, con los vestidos de ellas. Los invitados se reían con ganas y disfrutaban del espectáculo. Como colofón de la velada pidió que subiera el novio. Este se ajustó el chaleco y, con el puro encendido, se presentó en el escenario ante los aplausos de los invitados y amigos. Su padre sonreía orgulloso. El artista le invitó a apagar el cigarro y meterse en la caja. Despareció ante los ojos de los asistentes. Acto seguido se introdujo la partener del ilusionista, despareció y se materializó en la puerta de entrada del salón de celebración con la ropa del novio. Mientras todos se volvían a mirar su presentación, el ilusionista sufrió un fortísimo dolor de cabeza y cayó fulminado. Cuando llegó la ambulancia solo pudieron certificar su muerte. El salón quedó consternado y para colmo, el novio seguía sin aparecer. Por orden del padre, rastrearon todo el local y las proximidades. Miraron la caja por todos los costados sin poder encontrar cómo funcionaba el truco. Setchenko amenazó de muerte a la pobre muchacha para que le devolvieran a su hijo. Ella no sabía nada, solo la había contratado para esa actuación. La recién casada lloraba angustiada por la pérdida de su marido sin ni siquiera haber pasado la noche de bodas. El padre, en un ataque de rabia, sacó una pistola del chaqué colgado en su silla y disparó a la caja que se hizo añicos. Un reguero de sangre corrió por el suelo entre la lluvia de cristales.

MANUEL SERRANO

España

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L

a maestra Normita no pensó que el camino fuese a ser tan largo. Ya sabía que la casa de Lucila quedaba fuera de la ciudad. Una cosa es mirar el mapa y otra recorrerlo. El camino llevaba hasta lo alto de una colina.

—¿La ve? Allá, a lo lejos, esa es mi casa. «¡Es una mansión!», pensó la maestra, pero se limitó a decir: —La veo. El chofer, era un tipo alto de pocas palabras, que solo contestaba con: sí, no y

no lo sé, a las preguntas de la maestra. Había deseado hablar con los padres de Lucila desde agosto. No asistieron a la junta inicial, ni a la de octubre o diciembre. Era febrero, y aun no les conocía. Por eso decidió visitarlos después de clase. «Los señores Rusu deben ser ricos», pensó la maestra al ver el lujoso candelabro dorado que pendía del techo. La sala de piel Chesterfield y el suelo de marfil también eran signos de opulencia. «¿Serán de la realeza?». Hasta ese momento la maestra no había reparado en el apellido de origen rumano de Lucila. «En uniforme escolar todos se ven tan similares». La maestra tomó asiento en el costoso sofá y notó como la luz de la habitación se extinguía. La niña había comenzado a bajar las cortinas de toda la casa. —¿Qué haces? Lucila no respondió la pregunta. En cambio, alzó la voz para llamar a sus padres quienes acudieron a la brevedad cargando un par de velas. Al notar su piel pálida y la ausencia de sombras, la maestra Normita estuvo segura de dos cosas: Uno. Lucila era adoptada. Y dos. Tendría que comenzar a hacer juntas de noche.

J.R.SPINOZA

México

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E

l tren parecía menos congestionado de lo que en realidad estaba, los pasajeros no se daban cuenta de este detalle, la mayoría no hablaba, estaban absortos en sus pensamientos. La chica del fondo se dio cuenta de que nadie levantaba la vista de sus móviles, un grupo de

amigos que habían entrado juntos ni siquiera se miraban. Ella estaba leyendo un libro, era la única que lo hacía, sin embargo, observaba lo que sucedía a su alrededor sin dejar de pensar en lo diferente que siempre se había sentido. Al cabo de unos segundos un señor se dirigió a su compañero de vagón “tiene que ser aburridísimo vivir en uno de estos pueblos, no hay nada”, “yo no soportaría vivir aquí”, “¿no te parece que no hay nada que hacer?”. Nadie pareció haberle escuchado, su amigo apenas asintió con indiferencia. La chica del libro se bajó en ese mismo instante, algunos pasajeros aprovecharon el descanso para mirar de reojo por la ventana, otros se movieron apresuradamente intentando ser los primeros en abandonar la estación, y cuando la chica se apeó en el andén de uno de los pueblos que habían sido criticados, el tren reanudó su trayecto sin que ningún pasajero percibiera su ausencia.

AIDA OLIETE LEÓN

España

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-L

a que está un poco más al norte es la constelación de Perseo dijo inclinando la cabeza hacia Miryam. Luego señalando al cielo con el brazo extendido: Allá abajo en el horizonte... aquella es Myrfak, su estrella más brillante. Si

miras a la derecha ves a Andrómeda y el cuadrado de Pegaso. Marcos bajó el brazo y puso su mano sobre la de Miryam, ella se estremeció, él retiró la mano y la miró a la cara. La chica miraba al cielo, pero su mente estaba en otra parte. ¿Sabías que Perseo salvó a Andrómeda de un monstruo marino? No dijo Miryam acurrucándose junto a él y apoyando la cabeza en su pecho. Marcos la rodeó con su brazo. La madre de Andrómeda decía que su hija era más hermosa que todas las ninfas del mar. Por supuesto, ellas se enfurecieron y pidieron a Poseidón que la castigara. Allí, he visto una dijo Miryam. Pide un deseo. Hecho. ¿En qué has pensado? Si te lo digo, no se hará realidad. ¿Puedo al menos saber en qué estabas pensando antes? Nada. Es difícil no pensar en nada. Nada importante abrevió la chica. No hablaron durante un tiempo. Alrededor reinaba la calma absoluta. Había un silencio que se hubiera podido oír incluso el sonido de las estrellas, pensó Marcos. He visto otra dijo Miryam señalando al cielo con un pequeño gesto. Luego, más estelas de luz se subsiguieron en pocos segundos y los dos chicos,

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bajo la influencia mágica de ese espectáculo, estrecharon sus cuerpos juntos. Tus padres me odian. No es verdad, no te odian. No soy estúpida, me he dado cuenta de cómo me miran dijo Miryam, soltándose del abrazo y alejándose. ¿Por qué eres así? No es mi culpa. Lo sé. La culpa es del color de mi piel dijo ella cáustica. ¡Vamos! Ven aquí. y se acercó a la chica, pero Miryam hizo un movimiento con la mano para alejarlo. Volvió a bajar el silencio y los dos chicos se quedaron mirando al cielo sin más interés. Quiero ir a casa dijo Miryam. Marcos trató de recuperar: No hasta que termine de contarte la historia de Perseo y Andrómeda dijo sonriendo. Luego la miró a la cara en busca de una señal de paz, pero Miryam todavía estaba ausente, tenía el rostro turbado. Marcos podía oír el fragor de sus pensamientos. Se entristeció. Afligido, se acostó en la hierba y vio una estrella fugaz. Andrómeda fue encadenada a una roca a pique sobre el mar. Perseo la vio y fue arrebatado por su frágil belleza en la angustia. Al principio la confundió con una estatua de mármol hizo una larga pausa y la observó con atención entonces vio el viento que la desgreñaba y... las lágrimas que corrían por sus mejillas... Miryam estaba llorando. ¿Sabes que Andrómeda tenía el color de tu piel? y sin esperar respuesta continuó con la historia su madre, Casiopea, era la reina de Etiopía. La cosa divertida es que durante los festejos, después de que consintió en la boda entre Andrómeda y Perseo, la reina tramó una conjuración en perjuicio del futuro yerno porque no le gustaba. Quizás porque era blanco. ¡Racista! Marcos miró a la chica y la vio sonreír. Casiopea, la suegra, es la que tiene forma de doble v, sobre Perseo y 140


Andrómeda. Y sobre Casiopea está su marido Cefeo, el suegro. ¿Me das un beso? pidió Miryam.

ROMEO LUCCHI

Italia

Twitter: https://twitter.com/RomeoLucchi

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A

quella tarde Carlos y Susana recordaron los días en que se conocieron y se quisieron. Eran tan jóvenes, dialogaban, soñaban con un futuro mejor, hacían el amor casi todos los días, eran afines. Se decían que estaban unidos por un vínculo más fuerte que la vida

misma.

Ahora, doce años después, sin casarse, sin hijos, trasladaban un cadáver desde su cabaña en un bosque rural de Cañete. El muerto era hermoso, no tenía un sexo definido, de piel muy suave, lampiña; era pequeño, de metro y medio. Carlos lo cargaba mientras ambos lamentaban aquella triste pérdida. El hombre dejó al fenecido a un lado y procedió a cavar. Susana lo ayudó en ese menester. No obstante, cuando recién hubieron empezado, el cuerpo se elevó por los aires y se desintegró en una prodigiosa multitud de colores. Cada uno de estos matices penetró dentro de la pareja y pronto la extraordinaria tonalidad desapareció de sus organismos, porque eso era lo que pasaba con las entidades preternaturales, aquellas que son demasiado bellas para este mundo y que también perecen cuando les llega la hora. Susana y Carlos quedaron mudos, se tomaron de la mano y lloraron, se abrazaron, pensaron en el pasado, cuando él le dijo que se mudarían a Europa, en busca de un futuro mejor; ella le mencionó que mejor les iría en Perú, que se conformaba con poco, además ambos estudiaban, una profesión para cada uno sería lo ideal. Pensaban tener dos niños y dos niñas. El tiempo pasó y no se decidían, las penurias económicas les impedían traer una nueva vida al mundo. Se pelearon con sus familias, porque aquellas no estaban de acuerdo con su romance, y se alejaron al sur de la azarosa capital. Los años transcurrieron; Carlos se sumió en la bebida. Susana se decepcionó a tal punto que buscó paz en los brazos de otros hombres. Un día él la golpeó por ello, fue una bofetada fuerte que le hizo sangrar la nariz. Doce años. El amor murió. Empero, no se separaban, estaban acostumbrados a sí mismos. Preferían la relación tóxica a la soledad. Un día, lo vieron: era el amor recostado en su sofá (ambos dormían en camas

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separadas). Esa dulce criatura agonizaba. Estuvo allí tres meses hasta que expiró. Decidieron enterrarlo, sin embargo, acaeció lo narrado líneas antes: el hecho maravilloso y no terminaron la labor. Tras lo ocurrido, hubo una paz especial que los abrazaba. Los dos se despidieron mutuamente, sosegados, libres. Sin mirar atrás, se marcharon en direcciones opuestas.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR rosas

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe http://babelicus.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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TIERRA COLORADA JUAN IRIARTE MÉNDEZ

D

esde hace medio siglo se hizo la vía férrea y fue cuando pasó por primera vez el tren. Los habitantes de Tierra Colorada, pobres entre los pobres, dedicados a la agricultura de temporal, nunca tuvieron el gusto de que se detuviera en el pueblo la máquina que

jalaba vagones de pasajeros y de carga. Se convirtió en estampa cotidiana oír el silbato, sentir un ligero temblor de tierra en las casas más cercanas a las vías y cuidar que no se atravesaran los niños que disfrutaban ver pasar el tren y hacían alboroto como si fuera la primera vez. El maquinista saludaba con gentileza agitando sus manos. Los más ancianos recordaban, no sin rencor, que el gobierno nunca les cumplió en su totalidad las indemnizaciones por verse afectadas sus tierras por el trazo de la línea ferroviaria. Nunca se cumplieron los términos del decreto expropiatorio. Habían pasado décadas de eso, sin embargo parecía que la afrenta había ocurrido recientemente. El tema de la expropiación resurgía con fuerza cada año que las cosechas no se daban bien, o que la sequía daba al traste con vacas flacas que casi no daban carne ni leche. La vida aburrida del pueblo cambió cuando, semanas después de llegar como nuevo profesor de la escuela primaria “Patria y libertad”, el joven Manuel Rodríguez, recién egresado de una escuela rural de normalistas, se enteró del añejo asunto y opinó:

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Miren, lo que les hicieron fue una injusticia, un abuso del gobierno. Si quieren nos organizamos para exigir que les entreguen esos recursos que les robaron, porque las cosas hay que llamarlas por su nombre, fue un robo. Y disculpen que se los diga, pero abusaron de su ignorancia y buena fe. Ya estudié el caso con un amigo abogado y las cuentas que hizo arrojan una cantidad importante de indemnización al pueblo. Hay muy buenas posibilidades de ganar el caso. La decisión ustedes la toman. Eso sí, hay que luchar por todos los medios. Las palabras del “profe” revolotearon en las cabezas de los pequeños propietarios que se vieron afectados, varios ya no vivían, pero sus descendientes al ver expectativas de dinero se convirtieron en los más entusiastas promotores de la gestión. La esperanza resurgió con fuerza y durante meses no se habló de otra cosa. Sin embargo, pese a que mes a mes iba el abogado al pueblo y junto con el profesor comentaban en asambleas que pronto se resolvería, que fulano que trabajaba en gobierno les iba a ayudar, que tal partido político tenía interés en apoyarlos, que había que hacer una nueva cooperación para los gastos del abogado, que ya había salido una nota en un periódico, etcétera, lo cierto es que no había avances tangibles. La desesperanza y enojo empezó a campear en el ánimo de los señores. Hubo una asamblea acalorada y de reclamos al profesor que ya no se hacía acompañar por el abogado, pues este había desertado por incompetente. Arengó el educador: Ya no le demos vueltas al asunto. El gobierno no quiere pagar un solo centavo. Solo hay una forma que nos podría dar algún resultado positivo. No hay otra que seguir la vía de la presión, ya vimos que la legalidad no sirve de nada en este país. Si quieren que les den la liquidación hay que bloquear las vías del tren y obligar a una negociación justa. Les advierto que es delicado el tema, pero solo así entiende el gobierno. Y no porque esta comunidad sea pequeña y marginada vamos a aceptar más burlas. Esas palabras fueron el detonante. Hubo debate pero se impuso por mayoría la decisión de bloquear las vías del tren. El toque de guerra estaba dado y el pueblo se vio unido y decidido. Se acordó el cuándo y el cómo y se nombraron comisiones para 147


todo. El maquinista no daba crédito a lo que veía: estaba bloqueada la vía con promontorios de piedras. Por radio informó a sus jefes lo que ocurría. Cada día por ahí circulaban dos corridas de trenes que arrastraban miles de toneladas en productos diversos. Al día siguiente llegó una comisión negociadora en representación del gobierno. Prometieron al pueblo que ya estaba muy adelantado el asunto y su petición sería atendida favorablemente. Desbloquearon la vía y esperaron que en días próximos la comisión de funcionarios regresara para dar una respuesta concreta. Todos se mostraron animados y el profesor también. Sin embargo, transcurrieron dos meses y no hubo ninguna noticia, pese a que los señores del pueblo iban a oficinas en la ciudad una y otra vez sin ser atendidos. Se hizo un segundo bloqueo y cuando eso ocurrió de uno de los vagones bajaron varios policías que, sin contemplaciones, golpearon con salvajismo a todo aquel que se les atravesó. Se llevaron preso al profesor y no se supo más de él. El pueblo volvió a su rutina, todo quedó igual que antes, nunca más se detuvo el tren en Tierra Colorada, ni por las buenas, ni por las malas. Lo único que quedó de aquella lucha fue una espina muy clavada, misma que se removía cada vez que se escuchaba el silbato de la locomotora.

JUAN IRIARTE MÉNDEZ

México

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EL ANDÉN DE LOS SUEÑOS JULIO VILLARREAL GAVIRONDO

R

oseldo y Atanasildo estaban en el andén de la estación. Solo la presencia de una plaqueta y la de nuestros amigos, esperan la llegada de algún tren. ¿Ansina que esta es la famosa Estación de sus sueños?

Así como la ve. Hubo una época en que esto era una fiesta, yeno de gente. Compadre ese tren que imaginó o soñó ¿Cómo era? Muy colorido. La locomotora con su miriñaque y topes rojos; caldera negra,

con cañerías y ribetes rojos. Su chimenea y cabina de gris oscuro. El tender también negro. Con números y plaquetas de bronce reluciente. Una locomotora normal ¿Por qué en sus sueños era de papel? Un Tren de papel, trayendo espejismos mágicos, al menos así me pareció. ¿Espejismos mágicos? Usté me contó que estaba envuelta en vapor Satamente. De la chimenea salían bocanadas de humo y tomaban formas de mujeres etéreas en el aire Etéreas son sus locuras ¿Y el maquinista? Un gringo de boina, medio pelao, de voz muy juerte, tuito transpirao. Me imagino, parado ante la boca de fuego de una caldera. La verdá que sí. Pero él transpiraba igual, aunque no tuviera caldera al lao.

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¿Y los vagones? Teniban los colores del arco iris. Había uno rojo, rojo sangre, de él salía como una juerza apasionada. ¿Juerza apasionada? Dentro de él se oía un piano. Se escuchaba una melodía de mucha acción, que obligaba a danzar a quienes lo escucharan. ¿Como el canto de las sirenas? Algo así, con la diferencia que aquí no había mar y el piano no cantaba. Salía como una humareda rojiza, que envolvía al vagón que lo seguía. ¿De qué color era este? Naranja. Traía gente muy divertida, se oía el sonido de guitarras y voces gitanas. Luego venía un vagón amarillo que teniba expresión de felicidad. ¿Cómo expresión de felicidad? Desde cuando un vagón puede tener expresión de algo. Mire Don Ata, esa es la impresión que me dio al verlo de ese color. De sus ventanillas salía mucha energía y miles de pensamientos. ¿Qué pensamientos? Ahora que lo pienso. Esos pensamientos podían ser los suyos, los míos o simplemente los de la gente. Luego venía uno verde la mitad era positivo y la otra negativa. ¿Cómo negativa? El verde es color esperanza. Si Don Ata, pero también traiba dentro de él la envidia, el egoísmo, la pereza y se veían luces chispeantes. Pero si en él había problemas, no se imagina los que teniba el que venía detrás. ¿Qué tipo de problemas? Era un vagón de pasajeros de color azul adaptao. ¿Azul adaptao? ¿Pa qué? De él salían mugidos y resoplidos parecidos al de un toro.

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¿Un toro en celo? Más bien aburrido. También mugidos rumiantes de una vaca. ¿Mugidos rumiantes? ¿De una vaca llamando a su ternero? Más bien llamando a un ternero bastante crecido. En él viajaba Colón. ¿Cómo supo era Colón? Porque en todo el viaje estuvo intentando parar un huevo. ¿En todo el viaje? Y sí, las vías no están en muy buen estao. ¡Qué lástima no fue en la época de la reina Isabel!, no nos hubieran descubierto Dispués venía un vagón celeste pálido, parecido al añil. Celeste claro será ¿Cómo el cielo? Puede ser, capaz lo veía pálido por tener algún malestar. ¿Un cielo con malestar? Digo, por lo pálido. Güeno el caso es que en él viajaban muchos duendes. ¿Duendes? El vagón era muy luminoso, se oían voces quedas, muy chiquitas, susurros. Eran bajitos, de orejas, narices y ojos grandes, picarescos. Simpáticos e inquietos. ¿Inquietos? ¿De que hablaban? De muchas cosas, principalmente del amor. De amores pasados, presentes o por venir. ¡Ah! Sentimientos inquietos el amor. Algo así. ¿Y eran buenos o malos? Don Ata, cuando el tema es el amor, no pueden ser Duendes malos. En el vagón violeta viajaba una mujer de Cristal. Lleno de flores y mariposas multicolores que volaban en un espacio sereno y lleno de espiritualidad. En él viajaba un hombre que le contaba una historia de amor. 151


¿Intentaba conquistar a la mujer de Cristal? Si Don Ata, le hablaba de grandes mares, de desiertos, de estepas llenas de animales, de selvas tropicales. ¿La mujer de Cristal, qué hacía? Lo miraba con sus ojos negros entornados, no sé si de ensueños o de sueño nomás. ¿Estaría pensando a dónde la quería llevar? Puede ser, teniba varias alternativas. Ir al mar y caminar por la arena está bien. ¿Pero ir al mar y dispués a caminar por un desierto? ¿O ir a la selva a un lugar lleno de animales salvajes? Se ve teniba plata pa viajar, pero solo le daba pa dormir en carpa. ¿Había más vagones? Venía un vagón iluminado por un resplandor rojo, se asomaban gatos, brujas, hombres que gritaban como locos, hombres lobos, vampiros y villanos satánicos. ¡Pá que era tétrico ese vagón! Como pa no gritar los hombres, vendrían aterrorizados. ¿De qué color era? Variaba del blanco al negro, como si reflejara o absorbiera la luz del sol. Cerrando la formación venía el furgón de cola. Ricuerdo clarito el número 181 pintado en su costado. ¿Y en él quién venía? En él venía yo.

JULIO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

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