EL TREN QUE SIEMPRE LLEGA ZANDRO ZÁS La madrugada se sentía liviana, la luz del sol aún era tenue y no terminaba de iluminar una ciudad que no había dormido y que, a pesar de esto, no se veía agotada. Desde la mesa del Bar las calles se veían renovadas, como esperando con entusiasmo todo el trajín que todavía no había estallado. A través del vidrio se sentía la energía dormida a punto de explotar, como un vértigo tangible, como el que precede a la bocanada de la voluta de humo, que vibra durante un tiempo hasta que al fin desaparece transformándose en el esfuerzo que impulsa y termina vomitando peatones, vehículos, puestos de venta, locales comerciales, ruido y cansancio. La ciudad aún vibraba, aún se movía liviana y lenta, aún esperaba para, luego en un par de horas, rugir con todas sus fuerzas. Bajar del altillo a esa hora luego de servirse un café, sentarse a tomarlo en una de las mesas mirando hacia la calle, y repasar mentalmente todo lo que sucedería durante el día, y prefigurar el retorno ya entrada la tarde, pidiendo un nuevo café, esta vez en la barra antes de subir nuevamente al altillo, era el comienzo de día habitual, era su esfuerzo de vómito personal, su vértigo previo al salto. Salto que lo llevaría a zambullirse en las aguas tumultuosas de la ciudad en la que había elegido vivir. Le era imposible no comparar el Bar en penumbras y en silencio, solo con la luz de la barra encendida, que era la única que prendía cuando bajaba, con el lugar al que llegaba en la tarde, lleno de clientes, con un bullicio permanente. Siempre lo primero en lo que pensaba al sentarse a la mesa junto al vidrio que daba a la calle, era en la impresión que generaría en alguien que pasara y lo viera sentado solo a la 146