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egún el personalismo o humanismo, el Estado (y por consiguiente el Derecho) -lo mismo que la ciencia, la técnica, el arte, etc.- tendrá sentido como un medio puesto al servicio de la personalidad humana (de las personalidades humanas individuales, que son las únicas auténticas), como un instrumento para la realización de los fines de ésta, como un alimento para el espíritu de los hombres (individuales), para que en él puedan encarnar los valores que le están destinados. Lo cual podría expresarse, parafraseando unas palabras bíblicas relativas al sábado: «el Estado por causa del hombre fue hecho» y no viceversa. No es que la tesis personalista niegue que en la cultura, en el Derecho y la colectividad, encarnen valores muy importantes; sino que lo que sostiene sencillamente es que esos valores que plasman en la cultura y en el Estado, aun siendo de mucha elevación, son inferiores a los valores que se realizan en la conciencia individual. Por el contrario, el transpersonalismo afirma que en el hombre encarna valores tan solo en cuanto es parte del Estado o vehículo de los productos objetivados de la cultura; es decir, que el hombre individual, en tanto que tal, carece de una dignidad propia, y que tan solo viene en cuestión valorativamente cuando sirva de modo efectivo a unos fines transpersonales del Estado (gloria, poder, conquista, etc.) o de las obras objetivadas de la cultura. El transpersonalismo puede adoptar dos formas, según que coloque en el pináculo de la jerarquía a los valores que encarnan en las obras objetivas de cultura (forma culturalista, según la cual no sólo la persona individual sino también la sociedad quedarían subordinadas a esos valores); o que entronice, como supremos, los valores que residen en Estado (transpersonalismo político). Será preciso insistir todavía algo más en la caracterización de cada una de esas dos posturas antitéticas e inconciliables. Para el transpersonalismo político, que considera como supremos los valores que se realizan en la colectividad, resulta que el individuo aparece como un mero producto efímero de escasa o nula importancia. Un sinnúmero de individuos vienen a nutrir las filas de la colectividad y después desaparecen de ella; y están en ella tan solo para ser soportes y agentes de una supuesta vida superior de la «totalidad»; de manera que desde el punto de vista de los valores, el individuo no viene en cuestión, pues es considerado únicamente como materia de las formaciones colectivas superiores. Según la tesis transpersonalista, tendrían importancia tan solo los fines de la colectividad y el proceso de ésta; y el individuo únicamente adquirirla valor en la medida en que sirviera a ese proceso y a los fines de la «totalidad». Se ha llegado a decir, por la concepción transpersonalista, que la colectividad debe tolerar tan solo a aquellos individuos cuya conducta se ajusta totalmente a los fines de ella, debiendo destruir a los disidentes y a los inservibles (que es lo que hacen por ejemplo los Estados totalitarios -bolchevismo, fascismo, nacional-socialismo-). Esta concepción inhumana ha tratado algunas veces de buscar apoyo en una vieja teoría metafísica o más
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El transper
bien mística, según la cual la división de la humanidad en seres individuales sería algo secundario y la individualización representarla un estadio imperfecto, de manera que el destino superior del hombre consistiría en retornar a la substancia común, mediante su entera consagración a la totalidad. Frente a esa concepción transpersonalista, propia de tiempos primitivos y reverdecida hoy en los procesos de desindividualización de los Estados totalitarios (en la URSS, en Italia, en Alemania, etc.), se ha opuesto la conciencia madura del individuo, fundándose en esta sencilla y evidente consideración: ¿cómo puede consagrarse el individuo a fines que no son suyos? Para que los fines de la colectividad tengan sentido legitimo ante el individuo, será preciso que, por lo menos, sean también a la vez fines suyos de él. Tan solo el individuo es capaz de proponerse fines y de actuar para realizarlos, porque tan solo él tiene conciencia. La colectividad debe respetar los fines del individuo; y debe estar formada de tal suerte que ella sea un medio para dichos fines individuales. El individuo con sus fines debe ser afirmado en la colectividad; pues, de lo contrario, él no podría afirmar la colectividad. La colectividad se da por razón y motivo de los individuos; no puede ni debe ser nada más que el modus vivendi de los individuos. La colectividad es algo que necesita indispensablemente el individuo para su propia vida. Sin una vida propia de los individuos, en la que encarnen los valores éticos de la personalidad -que son los supremos- la colectividad carece de sentido y de justificación. La colectividad es un instrumento, es un aparato para el individuo. La colectividad no vive, en el puro y auténtico sentido de esta palabra; sino que quienes viven son los individuos. Y éstos necesitan, para su vida propia, la colectividad, la cual debe funcionar como un instrumento o aparato destinado tan solo a facilitar a los hombres el desarrollo de su existencia individual y su perfeccionamiento. Para orientarse certeramente en materia de Estimativa Jurídica -y por tanto de Filosofía política- urge cobrar clara conciencia de que la oposición primaria, radical e irreductible es la que media inzanjablemente entre personalismo y transpersonalismo. Las demás oposiciones -por ejemplo la que se dé entre individualismo y socialismoson secundarias y no radicales. Pues el individualismo y el socialismo (humanista) coinciden ambos en un fondo personalista, a saber: en considerar que el Estado y el Derecho deben estar al servicio de los valores del hombre; y divergen tan solo en cuanto a los medios que estiman conducentes para la realización de ese fin.