Por Fernando Aramburu
De cápsulas, MUROS y fronteras
Hubo un tiempo en que me pareció vivir dentro de una cápsula. En aquel espacio estrecho apenas se podía respirar. Las posibilidades de moverse eran muy limitadas. Se veía muy poco y siempre lo mismo. Yo podía soportar aquella situación debido a mi corta edad. El mundo entero terminaba en las paredes de aquel espacio reducido. No era un mundo especialmente interesante, pero ¿qué significa interesante cuando no podemos elegir ni comparar? Yo nací en España durante una dictadura. En tales casos, a uno le prescriben desde la niñez el argumento de su vida. Esto te está permitido, esto no. En esto debes creer, en esto no. La sombra del castigo acompañaba nuestros actos, determinaba nuestras convicciones. Vivíamos con miedo, resignados y apáticos. Y, sí, quedaba la opción de rebelarse; pero sabíamos en todo momento que se podía pagar un precio alto por ello. Este periodo oscuro de la historia de mi país se acabó cuando yo tenía 16 años. Para entonces la cápsula presentaba por fortuna numerosas grietas. Por la más ancha de todas se veía un trozo de Francia. Este país vecino queda a veinte kilómetros de mi ciudad natal. En menos de media hora, si no nos echaban para atrás en los severos controles de la frontera, podíamos entrar en Europa, pues Europa empezaba entonces para los españoles al otro lado de los Pirineos, en Francia. No hablo de la Europa geográfica, sino de la Europa de la democracia, del bienestar, de las ideas modernas, de la innovación y de tantas cosas interesantes, sobre todo para los ciudadanos que habíamos vivido hasta entonces encerrados en una cápsula. Veinte kilómetros y una frontera nos separaban de un mundo deseable, mucho más atractivo que el nuestro, más rico en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
42