Por José Balza
Tres EJERCICIOS narrativos
CICO
Es el emisario de lo prohibido. Desembarca en el barranco y la noticia vuela entre hombres y mujeres, con diversas resonancias, pero dirigidas a un mismo punto. Nadie parece dar importancia a su aparición y ellas, sobre todo, fingen ignorarla. El hombre que suscita ese interés secreto, sin embargo, carece de presencia y quizá ni siquiera reconocería la fama que lo define. Estatura mediana, delgado, de ojos negros agudos y nariz afinada; los labios estrechos, combados por un leve arco despectivo que quizá solo sea una media sonrisa o el marcado gesto de fumar. A los jóvenes y niños les parece viejo; a los adultos, detenido en unos eternos cincuenta años. Se ha dicho que nació en Uracoa, en Tabasca o Buja, lugares remotos para aquellos años sin autos ni carreteras, de transporte en curiaras a canalete o con pequeños motores fuera de borda Evinrude y no menos escasos Archimedes o 22. Traía un equipaje mínimo, señal de su errancia, aunque podía quedarse en el pueblo hasta seis meses. Después iba a otro y a otro o tal vez regresara a su origen. Nadie advertía que debió de tener un contacto eficaz con lugares cosmopolitas como Trinidad o Porlamar, prueba de lo cual eran sus innovaciones. Alguien dice que se llamaba Asisclo Moreno, pero para todos fue siempre Cico Moreno o, como en un código especial: –¡Llegó Cico! Aparte del incesante cigarrillo, bebía con pulso firme, pero nadie lo vio realmente borracho o tirado en alguna orilla del río por la madrugada, como ocurría con sus amigos. Aparecía Cico y los hombres de la población –veinte casas en la ribera de las grandes aguas– se aprestaban a renovar su 87
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS