Pandemials. Una antología viral

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Pandemials. Una antología viral Coordinador: Alfredo Caro Espinoza


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo de las y los titulares de los derechos y la editorial. Primera edición: Julio, 2021 Cuidado y diseño editorial: Alfredo Caro Espinoza Portada: Cattleya Creativa

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Pandemials. Una antología viral. Copyright de la edición © Sangre ediciones, 2021 Oyamel 6907 Fr. Esperanza 31104, Chihuahua, Chih. sangre.ediciones@gmail.com sangreediciones.com

Diseño y formación Sangre ediciones Esta antología se produjo con el apoyo del Programa Emergente de Apoyo a Creadores de la Secretaría de Cultura del Estado de Chihuahua.


Contenido Linda Acosta

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Víctor Argüelles

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Francisco José Casado Pérez

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Ricardo René Arreola del Valle

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Aranza Domínguez

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Martín García López

48

Angélica Labrada

62

Valeria Loera

78

Ángel Fuentes Balam Wendy Hernández Nitz Lerasmo

34

50 72

Liz Magenta

82

Ale Montero

90

Luis Arnulfo Medina Lira Gael Montiel

Leodan Morales

Jessica «Rabit» Muñoz

86

94

98

104

Patricia M. Pedreguera

106

J. R. Spinoza

116

Johana Rascón

Ma. Bertha Vera Magaña

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Linda Acosta

Villahermosa, Tabasco Entre la selva y el mar, Linda Acosta nació en Villahermosa. Cosmopolita, nómada. Socióloga por la UAM-Xochimilco, Máster en Relaciones internacionales por la URJC-Madrid. Cursando el posgrado de Escrituras con FLACSO-Argentina. Vivió 18 años en Madrid, reside en Inglaterra. Viajera, sorora, ecologista, anarquista, cocinera, taróloga, amante del arte, las letras y de la naturaleza. Escritora y poeta para viajar entre mundos. Comparte reflexión por libre elección y responsabilidad.


Linda Acosta

Aislamiento azucarado Casa redonda tenía de redonda soledad Pita Amor

Maniquí, ausencia presente. El escaparate de la tienda donde trabajo luce un vestido del verano pasado. Es abril de 2021, hace ya más de un año de pandemia. Cuarentena obligada para muchos comerciantes. Mi madre y yo nos comunicamos cada semana a través de una videoconferencia. El vestido del escaparate luce descolorido, según pasan los meses, por los efectos del sol. Mi madre ha sido vacunada, y ha sido paciente a sus setenta y seis años. Vivo sola, a las afueras de un pueblo, dejé a mi marido porque nada más nos unía, fuera de la compra de víveres, los pagos de facturas y alguno que otro viaje en vacaciones comunes, para solventar los gastos a medias, claro. Vida aburrida, compañía innecesaria, para entonces. Mi madre sigue en México, yo estoy a hora y media de Londres, más cerca de Oxford. En el país del azúcar, aquí se encuentra la fábrica más grande del mundo. Un destino construido entre la piratería, esclavitud, monopolio, el ron, campos de caña de azúcar, mesas y mantelería delicada, vajilla de porcelana, repostería y panadería fina. Es la soledad mi compañía, la que me cobija en su silencio repelente. Una abeja se posa sobre mi té darjeeling, dos terrones de azúcar. Una lágrima sobre mi libro de poesía. Extraño una 7


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capirotada o la cajeta de membrillo. Nací el veintidós de octubre, en Hidalgo del Parral. La virgen de la Soledad fue coronada canónicamente ese día, treinta años antes de mi nacimiento. Viste de negro, de luto impecable, solloza por la pérdida de su hijo. Nos parecemos; perdí a un bebé por aborto natural. No estaba en mi destino ser madre, nunca volví a intentarlo. La abeja vuela hacia el pastel de zanahoria que dejé a la mitad antes de mi añoranza; no sabe que estoy a punto de meter la cuchara muy cerca de ella, la dejo estar unos segundos más. Intuye, quizá, vuela en el momento en que mis manos aprietan la cucharita. ¿Sabré lo qué es perder un hijo que ni siquiera nació? Me lo pregunto tantas veces, y evito el luto. Soy devota de la virgen, por tradición, quizá por empatía, muy poco por el entendimiento religioso. Evito el luto, es un decir, cada día mueren personas, me duele y lo acepto. Ahora, en pandemia, todo el mundo se llena de pérdidas; aislamientos necesarios, camas de hospital sin familiares que puedan tomarles las manos. Mi historia no fue fácil, mas es una historia personal en el río de la vida, aquí donde navegamos a un punto sorpresivo, el mismo destino para todos. Mi madre, en nuestra última videoconferencia, me recalcó que debía usar colores más alegres. Uso negro porqué me gusta. Me es práctico, y me evita tener que realizar combinaciones al azar. Tengo faldas, pantalones, blusas y camisetas todas de color negro. Botas, sandalias, mocasines, todo el calzado negro. Llevo recogido el cabello para atrás, y uso un pañuelo para ocultar las canas pasado el primer mes de tinte. Aprendí a vivir la muerte; la de otros, quizá la propia. ¿Colores más alegres? No estoy triste, solamente estoy sola. Hago una rutina, mi desayuno lo abre un café oscuro sin azúcar, seguido por redondas galletitas, y lo cierra un trozo pequeño de chocolate negro. Recibo una ayuda económica por parte del gobierno británico. No es mucho, pero me es suficiente para solventar mis gastos, y 8


Linda Acosta

armarme de dulces durante esta cuarentena. Por mi mente suceden varias imágenes, algunas más dolorosas que otras. Y una que es constante es la del maniquí, con su ropa descolorida. Nadie ha entrado a la tienda desde que empezó la pandemia. Nos mantenemos a raya y con el subsidio, pendientes de que la situación mejoré. Mi padre murió en una mina, no fue accidente, fue un paro cardíaco; desde aquella vez mi madre empezó a decir «pendiente de que la situación mejore». Estoy heredando sus dichos, además de su nariz chata y su gusto por las golosinas. A los cinco años me enseñó a no temerle a la cocina. — Lupita, vamos a preparar ‹sopaipillas› juntas. — Sí mamita, me gusta apretar la masa con las manos. — Y comer una que otra antes de la merienda. Con la situación actual he apretado montones de masa para sopaipillas, me mantiene relajada extender la masa con el rodillo, y apretar suavemente antes de cortar y freír. Extraño la compañía de alguien; no se trata solo del abrazo necesario, sino de la presencia y la escucha. He sido buena conversadora toda mi vida, educada en buenos colegios, buenas notas escolares, gané una beca para un posgrado en la Universidad de Oxford; hubiera vuelto a Chihuahua, pero me enamoré. Dominique, un francés que estudiaba la Maestría en Estudios Ingleses y Americanos, igual que yo. Coincidimos en la misma mesa de la biblioteca, en la cafetería, o en los pasillos; nos fuimos conociendo poco a poco, así que pensé que podría ser el «amor de mi vida», nos casamos un verano, raramente caluroso, muy discretamente en una capilla anglicana de Oxford; un mes después viajamos a ver a sus padres a Burdeos, y en las navidades de ese año a visitar a mi madre en Chihuahua. Decidimos quedarnos en Inglaterra, para no ponernos en confrontación con nuestros respectivos terruños. Burdeos con sus esponjosos canelés y sus crujientes macarons, una delicia, sí, mas volar de Francia a Méxi9


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co sería más complejo y más costoso. Dominique no era feliz en Inglaterra, se le hizo comida mi compañía, hasta que una mañana desperté y lo vi comerse el último croissant sin dejarme siquiera la mitad, lo dejé y nos divorciamos. Él volvió a Francia, donde da clases de inglés. Yo tuve que entrar a la tienda de moda para compensar mis gastos, junto con las clases privadas que doy por las noches a través de internet; me mantengo. No dejo de pensar en el maniquí, tengo la llave de la tienda, soy la gerente. Tengo el código de seguridad y conozco la discreta puerta de atrás. Está noche voy a buscarle, solo será un préstamo de cuarentena. Hay otro maniquí al interior, sin facciones, impersonal, el cual podría poner en el aparador para no dejar hueco en la vitrina. No estoy loca, necesito compartir el azúcar con alguien más, como los juegos de té para las niñas. Sentadas la muñeca y yo. Podría prestarle un vestido negro, ambas soledades de frente, con un pastel victoriano: bizcocho relleno de mermelada de fresa y crema batida, de forma redonda, como el círculo vicioso de mi ansiedad. ¡Necesito volver a ser niña! ¡Quiero volver a Chihuahua con mamá!

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Víctor Argüelles

Tuxpan, Veracruz, 1973 Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la UAEM Morelos, Especialista en Literatura Mexicana del Siglo XX por la UAM Azcapotzalco y Licenciado en Artes Plásticas por la Universidad Veracruzana. Ha publicado en las revistas: El Búho, Opción, Nocturnario y Timonel, así como en las antologías: Raíces a una voz, IV° Encuentro de Poetas y Narradores José Rubén Romero (Editorial Namox, Tacámbaro, 2019), A donde la luz llegue, VI° Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea (Sangre ediciones, Chihuahua, 2018) y 43 poeti per Ayotzinapa (Edizioni Arcoiris, Italia, 2016). Autor del poemario Signos de espera (CDMX, 2018). Premio de poesía IV° Certamen Literario “Palabra en el viento” 2009, en Ecatepec, Estado de México.


Víctor Argüelles

La forma plástica del virus A Iván, a Isaac… artistas. I En la víspera del fin, lo que nos confinó fueron los mensajes, fue el miedo que estuvo detrás antes que se decretaran las alarmas. Lo que nos sigue confinando es ya costumbre: muchas horas frente al televisor, y la órbita desorientada de los ojos tras las excesivas transmisiones. Desde dentro preferimos mirar hacia afuera. Ahora nuestras ventanas: los ojos y las fosas olfativas miran y huelen el encierro. Cada quien lo lleva en su puerta clausurada, en su virus interno que tiene la forma exacta y el verde fluorescente de la corona con espinas.

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II Portarla es combatir el mal por encima de una palabra. Es tratar de salir ileso por pasillos que revientan. El mal dura, y lo que perdura se queda en la mente anclada a figuras desconcertantes, como la forma grabada o lustrada; la que han dejado caer en la amenaza de todos los días. La forma del virus cobra relevancia por su viscosidad, por su elástica anatomía. Y a ella te remites, y se remiten los noticieros, y se remite la impronta gráfica de los dibujantes, el prosista, el versificador, el curtidor de historias. Mientras alguien más afila su discurso, su ensayo de muerte fúnebre con la estadística de los números rojos. III Al inicio preguntaba, ¿por qué 19? Si en 2019 se podía salir, festejar con los amigos, abrazarse, sentirse cerca del otro; aquél que ahora camina, llega a casa, y con gesto sorpresivo desinfecta su espacio y sus objetos: la moneda y la mano que la sostienen.

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Víctor Argüelles

¿Por qué 19?, si en 2019 la proximidad con alguien no causaba estragos. Pero de un día a otro cambiaron las costumbres, los rituales frente a las cosas. Los artefactos, los utensilios… modificaron las apariencias sus sentidos, sus razones en la transición del 19 al 20 | 20 19 | 20 20. IV El miedo no duerme, es un animal sigiloso que recorre las calles vacías. Aquí nadie duerme… Si los que están allá se debaten entre las delgadas líneas de los cables sobre sus dedos, los de acá trituran sus ansias y mascan la incertidumbre. Más de alguno lleva la marca de la careta, la presión de los hilos del tapaboca y las ojeras como manchas de terrones negros cubriendo la orilla de las pozas de los ojos. La noche no duerme para algunos, se prolonga como súplica en labios secos sin saliva. No duermen… la eternidad blanca de las paredes y el azul celeste de los uniformes. 15


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V Desde que bajaron las cortinas y cerraron las ventanas, nadie sale… Los corazones se estrechan en silencio detrás de las puertas. La nueva consigna en tiempos así es la distancia: un metro y medio es la medida. Los nuevos dogmas se imponen y desde allá con brazos cruzados nos obligan a aceptarlos. Aprendemos lecciones rápidas, a improvisar oficinas, a continuar con los debates. En el camino hacia la meta, juré frente al panel con mis jueces digitales. VI Ahora que la adrenalina se va extinguiendo no existe el aire, y el incendio tiene que apagarse solo. El cuerpo va aprendiendo a estar aislado, a mirar por la ventana desde arriba, a ocultar la radiación de los gérmenes, a sacudirse sin piedad las sospechas.

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Víctor Argüelles

Cuando el tiempo no giraba su cara, nuestro libro aún no daba su vuelta de hoja, era normal el beso triturado, y el chasquido tronador bendecía la unión de los amantes. Pero cerraron las puertas tempestivamente, y un 14 de febrero del 2020 fue el último chispazo. Vino marzo, abril, mayo y junio... Después, vino muerte. VII Los que predijeron este desastre | los que se encargaron de anunciarlo | los de las falsas alarmas | los predicadores tras la puerta | los detectives del fin del mundo | los que compadecieron al hambriento | los que esperan afuera | los que se ofrecieron su canto | los que lo escucharon | los apologistas dementes | los tragicómicos con memes | los que escribieron la pandemia | los que resistieron | los que ya no resistieron | VIII Lo que entiendo de la distancia es el pesar y el filo de la culpa cortándote por dentro. Con tanta crueldad el día traza lo imprevisto, y es funesto enterarse de golpe que alguien querido ya no existe. 17


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Te lamentas de los días derrochados sin mensajes que ofrecer, de los años que se fueron sin responder, sin hacer las «pases», sin dar ese «toque» que la red ofrece donde estamos agregados. Es por ahí donde te enteras del inmenso obituario que se ha convertido el mundo, del inmenso dolor como un oleaje transportando la desolación del siglo. Hay en ello, tristeza de los días que no regresarán a su principio.

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Ricardo René Arreola del Valle Ciudad de México, 1975

Editor de Montevideo cartoñero, ha publicado narrativa y poesía en diversas editoriales independientes, en este año en las revistas Zompantle y Duvalier.


Ricardo René Arreola

Semáforo rojo Me encontré el otro día a mi vecino le pregunte ¿qué son los virus? nunca me explicó que son partículas con información genética una imperfección del séptimo día de la creación Inasibles igual que el tiempo Parásitos intracelulares Bloque de material genético capaz de replicarse de manera autónoma ninguna cátedra solo sacó su celular, y me pidió obedecer al miedo se despidió y me dijo que me tapara la boca

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El metro de la ciudad de México es un enorme animal de carga siempre sometido a un gran estrés hasta que un día pasó lo que tenía que pasar un incendio en la estación eléctrica lo detuvo gracias a ese siniestro estamos de pie bajo el vertical sol del medio día que nos hace arder como cerillos fundidos en una larga espera que huele a eternidad no hemos aprendido a convivir con otras especies ni con nosotros mismos los policías a través de sus megáfonos nos ordenan apartarnos metro y medio

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Ricardo René Arreola

Dicen los historiadores que en aquel tiempo a todos aquellos que se negaban a permanecer callados se les ponía un bozal el acial con una mordaza kn95 ocasionaba lesiones en la libertad una vez amordazados eran paseados por las calles atados con un celular

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Francisco José Casado Pérez Ciudad de México, 1990

Con su formación de arquitecto restaurador ha también ejercido la construcción y reconstrucción de textos literarios que lo han llevado a ser miembro de la 4ta Generación de Nido de Poesía de la Editorial LibroObjeto y El Tecolote, Mención honorífica del I Premio Internacional Bruno Corona Petit de Poesía (Venezuela). Ha publicado en revistas digitales como Página Salmón, Periódico Poético, Revista Sinestesia, Revista Nudo Gordiano, Teresa Magazine, Revista Marabunta, Revista Katábasis, Revista Perro Negro de la Calle, Revista Granuja y fanzines en México (Áspera #2 y #4; Caína #4) y Colombia (ETC #6).


Francisco José Casado

Pan-de-micos Oriente siempre tuvo razón con el celo del cuerpo en un mundo aferrado a la brecha socio-económico-racial renace la inquisición de amantes, sin techo y la evolución de la fauna de puerta en puerta por crímenes contra la san(t)idad del espacio público. El nacimiento de una nueva vieja y confiable planta la duda sobre lo asfixiante del silencio con el distante hábito del cubre-bocas antagonista de la ropa interior contra las vergüenzas por decir nunca olvida bridas y anteojeras para las advertencias del mundo y si André Bretón pudiera ver en qué se ha convertido el mundo donde todos sonríen con el hígado y la incomodidad de Les amants por el largo de sus telas no le extrañaría el orgullo de Bradbury que los libros se clasifiquen como arma (biblio)biológica donde se descubren autores 25


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al borde de la vida en las salas de espera sin que la muerte interrumpa el homenaje a las miradas de Sergio Leone por tocar cortésmente la puerta cuyo dintel habría de exclamar Abandonad toda idealización hacia este nuevo mundo. Las aulas virtuales tienen la oportunidad de revivir la educación clásica o cavar otra caverna donde los niños discutan si es tiempo de sueño o desasosiego al no poder fiarse del medio rostro paternal que se pone hasta las manitas con el habla hasta los codos para jugar «El piso es covid», zapatito negro, zapatito zarco. Mientras tanto desde Roquebrune bajo tierra Le Corbusier sigue molesto porque las casas nunca tomaron en cuenta el paraíso en potencia de las azoteas hecho que a los santos tiene sin queja por falta de vestido ante la inminente fábula del perfume, las huellas dactilares 26


Francisco José Casado

y la inclusión de pruebas de covid a la responsabilidad afectiva sin olvidar que en el vacío de los brazos yace un recuerdo del amor a la espera de la muerte o mutación de ácaros y mosquitos. Con el anuncio de la vacuna habrá que prever la posibilidad del asalto a los bancos a punta de nariz y carraspeos, la depresión masiva de mascotas y aclarar que lamentablemente esta cura no genera anticuerpos contra el miedo a las agujas.

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Aranza Domínguez

Chihuahua, Chihuahua, 2001 Fue coordinadora y locutora del programa de radio “Cobach en sintonía” y formó parte de la sala de lectura “Palabras en la puerta”. Textos suyos han sido publicados en las antologías poéticas Coordenadas de Voces Femeninas Chihuahua (La Comuna Girondo, 2019), Allá donde encontramos lo perdido. Poetas mujeres de Chihuahua (Sangre ediciones y Editores UACH, 2019) y Diamantinas (Poetazos y La otra feria, 2020), así como en medios digitales. Es autora del poemario Aterrizaje forzoso a tres kilómetros de Urano y astronautas (no) identificados, publicado por el Programa Editorial Chihuahua. Ha sido invitada a participar en los encuentros literarios “Enrique Servín” (2020), “Booki” (2021) y mesas de poesía locales. Su corazón palpita cuando prepara café.


Aranza Domínguez

Pandemia y cómo no sobrevivir entre cuatro paredes. 1 Cuento: uno,

dos,

tres,

cuatro.

Hay cuatro goteras en esta tétrica habitación, una por cada esquina que cubre mi sien. El lugar está por inundarse ya no sé si por una O dos O tres O cuatro goteras O por el par adicional que están bajo mis párpados.

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2 En el exterior los humanos ya no piensan, solamente cargan con tanques de oxígeno por las calles y en las farmacias las compras de pánico se volvieron su nueva mercadotecnia. 3 Googleo la palabra bicho: Insecto animal, o espécimen de pequeño diámetro, sin nombre, ni identidad y de aspecto desagradable. Mi abuela nombró bicho al nuevo virus que se llevó a su hermano, a un cuñado, una sobrina, y algún par de amigas. Los viejos libros del cajón de mi abuela se están cubriendo de polvo, porque ahora solo reza a Dios 30


Aranza Domínguez

para que el bicho nunca la encuentre entre sus cuatro paredes. 4 Uno Dos, Quince Veinte Treinta y siete Sesenta y dos Uno, Otro, Y otro más. No sé cuántos días han pasado sin abrazar a Óscar, ni en qué momento dejé de compartir miradas con Abril. mayo, junio, julio. No sé hace cuanto la señora Amparo, que te cobra en los abarrotes de la colonia, tiene que esconder su sonrisa reconfortante bajo una mascarilla reutilizada.

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5 Los días se rigen por colores rojos, amarillos y todos esperan que el verde aparezca mañana en señal de libertad. 6 Los días son tan interminables como este poema. No sé cuándo es el principio de un verso ni en qué momento termina la página. Ahora solo lloro Entre letras goteras, bichos y recuerdos de una pandemia irreal.

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Ángel Fuentes Balam Mérida, Yucatán,1988

Director de Teatro, escritor, actor. Egresado de la Licenciatura en Teatro de la Escuela Superior de Artes de Yucatán. Ha sido Profesor y Director de la Compañía Escuela de Teatro del Centro Cultural El Claustro, Campeche. Diplomado en Creación Literaria por el INBAL. Director y productor de “Perros que parecen laberinto Teatro”. Es autor de las obras literarias: Melodía tu engranaje quieto (Editorial El Drenaje), Cruoris o la rabia que fuimos (Libros en Red), Devoré el cráneo de Eros (Ediciones O) y Ya nadie cuida las antorchas (Sangre Ediciones / Poetazos. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional.


Ángel Fuentes Balam

Revuelta en Kardián

Aun si la humanidad muere, la Tierra todavía girará alrededor del sol. arjuna / Shoji Kawamori

0 Muchos morirán en la ciudad de los espejos, y nuestro pueblo será infinito. 1 Al año veintitrés de contingencia sanitaria, correspondiente al sesenta y cinco del Resguardo, Kardián —la ciudad de los muros espejo—, comenzó su estrepitosa conquista de los pueblos ignotos. Acostumbrados al Estado totalitario que se impuso décadas atrás para controlar la epidemia de cvd-20, los kardianos no pudieron imaginar que aquel minúsculo grupo terrorista, identificado con la bandera negra, traspasara la frontera. Las fuerzas militares no tenían forma de prever la emboscada nocturna de esa célula armada. El gobierno había subestimado a los fundamentalistas que surgieron en el año cincuenta y cinco, clamando por la inexistencia del virus y considerando falaz el poder de los Leucanos, nuestros enemigos naturales. Bajo la consigna de que el Primer Ministro y el Parlamento mintieron por más de medio siglo, ganaron gran cantidad de adeptos que se mantenían en la clandestinidad: la administración gubernamental era una perfecta maquinaria para exterminar conspiracionistas de ese grado; bastaba con que 35


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rastrearan publicaciones en las redes virtuales (proexteriores y antivirus), para que llegaran hasta tu puerta agentes policiales. Ningún capturado volvía. Yo estaba en mi iglú cuando la noticia apareció en todas las pantallas: «el grupo fundamentalista snk, ha masacrado a un escuadrón de batería del ejército Kardiano, y abrió una brecha en la pared sureste, en el Distrito Cuarto. Solicitamos permanecer en los iglús y en las esferas de ascensión-reposo. Los Leucanos podrían tener libre acceso a la ciudad. Las fuerzas armadas harán lo posible para defender las zonas aledañas. No habrá evacuación para evitar aglomeraciones. Use su máscara antiviral. A la gente de los mencionados sectores, le solicitamos cooperación máxima. Kardián combatirá al enemigo y salvaguardará a sus ciudadanos. Manténganse en sus casas. El Círculo Unido será eterno». Mi hembra-par se estremeció al punto de la histeria. Todo kardiano había estudiado las atrocidades del cvd-20 y de los Leucanos: aquellas bestias semikardianas liberaron y propagaron el virus; habitaban en aldeas vecinas, fuera de nuestra Ciudad Estado: seres repulsivos cuyo fin era masacrar a nuestra raza con indignante brutalidad. Desde la enseñanza primaria nos sometían a ver las grabaciones de las primeras guerras, antes de la construcción del muro. Me provocaban un temor inaudito: su enorme altura era casi del doble que la nuestra; su hocico largo, con dos hileras de dientes torcidos y azulados; sus ojos tapados por la carne de la frente, sus tres extremidades largas que se articulaban en el medio y se retraían adentro del cuerpo blanco, sus brazos escamosos… En los registros no existía información de cuánto tiempo habían habitado el mundo ni porqué su tecnología, exclusivamente hecha para asesinar kardianos, llevaba años sin progresar. El muro nos protegió durante decenios, acostumbrándonos a no pensar en el exterior: era imposible ver lo que habitaba fuera de él y a medida que avanzaba nuestra civilización, a nadie importaba 36


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lo que tras él podía existir. Fue construido con un metal hiperlustrado que reflejaba el interior, así la luz artificial podía rebotar en su materia e iluminar cada rincón de la ciudad. La pared espejo hacía parecer a Kardián un lugar sin fronteras: infinitos corredores y edificaciones se replicaban a sí mismos hasta lo imposible. Nuestros ojos se hicieron muy pequeños, debido a la exposición a tal luminosidad; no obstante, los amaneceres eran un espectáculo hermoso: bastaba que el Motor se partiese en dos haces de luz blanca para que su refracción descubriese las carreteras, los iglús y los cuarteles. Recuerdo que de niño yo me preguntaba por qué el mundo exterior era tan oscuro, por qué el cielo tenía ese permanente rojo, por qué el aire que respirábamos era tan viscoso. Mis germinadores me reprendían, ordenando que pusiera atención a la escuela y no hiciera esas preguntas de conspiracionista. Aquel día del año sesenta y cinco, abracé a mi hembra-par, acaricié sus profusas antenas capilares y le dije que no temiera. Habíamos aprendido a vivir con el cvd-20 desde hacía dos decenios, cuando apareció el primer caso en Kardián. Nuestra sociedad aprendió con múltiples sacrificios a vivir en su nuevo orden, miles de muertes a manos del virus nos dieron el derecho a subsistir entre las sagradas paredes. —Kardián seguirá en pie —le dije a Maia, observando en la pantalla del computador la transmisión en vivo del noticiero: la brecha del muro que abrió el Sendero Nacionalista Kardiano. «—Aún no se sabe el número de los terroristas que participaron en el ataque. Se reportan siete miembros del snk muertos y cerca de tres soldados sobrevivientes, pero heridos de gravedad. El Tercer Pelotón de la Cuarta Compañía, no alcanzó a ofrecer refuerzos. Se cree que el grupo radical usó una bomba de ácido fluorosulfónico, una tecnología muy avanzada, incluso para nuestras fuerzas armadas…» 37


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Los medios omitían deliberadamente el número de activos caídos en batalla. Mientras Maia lloraba, mirando cómo el ejército acordonaba la zona, yo había comenzado a grabar en mi rastreador ocular: aquel era un día que perduraría en la memoria de nuestro pueblo. Caravanas de vehículos blindados del gobierno rondaron por la ciudad, prohibiéndonos salir de nuestros iglús o esferas de establecimiento. En el sector destruido, dos regimientos armados con cañoneras se asentaron en espera de la aparición de los Leucanos. El único noticiero con autorización para seguir los acontecimientos se instaló en las inmediaciones del campamento militar. Su transmisión era irregular y poco precisa. Esa noche, los reflectores de Kardián se apagaron tres horas antes de lo establecido. Los ciudadanos acataron la medida, ya que según palabras del Primer Ministro: «Los Leucanos son menos eficaces en la oscuridad. Esta medida es para proteger al pueblo. El Círculo Unido será eterno». El único brillo artificial que iba a prevalecer era, por obvias razones, el del Distrito Cuarto. 2 Recordaré hasta la muerte esa gloriosa noche. Cuando Maia se durmió entre mis brazos, después de intranquilas vueltas en la cama, fui silenciosamente a la pantalla del computador y abrí el portal virtual clandestino. Tecleé mi contraseña. Ante mí apareció la bandera del snk, nuestra bandera real: el círculo rojo, inconcluso en la parte superior, sobre fondo negro. Bajo mi id encriptado aparecieron las noticias de nuestro frente: «Ataque -01. ls exterminados. Amanecer. Verdad». Cerré la pantalla. Mi cuerpo palpitaba excitado, exudando gas turquesa. Faltaban unos minutos. En la mañana, todo Kardián sabría la verdad. Los conspiracionistas no estábamos locos. Era nuestro momento de ascender. La rebelión sería consumada. Años de anonimato y 38


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de infiltración en la élite gubernamental por fin rendirían fruto. Nuestro iglú se alzaba en el quinto nivel de una esfera perteneciente al Distrito Tercero. Desde ahí, se alcanzaba a vislumbrar el resplandor blanco de las lámparas, en el puesto de guardia de la brecha. Salí al balcón para contemplar aquella luz difuminada en el horizonte. Conté los minutos, nervioso. Una honda ráfaga de líquido eléctrico se revolvió en mi vientre cuando se hizo la oscuridad. Se alcanzó a escuchar el ruido de los cañones y las armas. Diversas explosiones retumbaron en nuestras paredes, haciendo temblar la esfera de reposo. Maia se despertó, aterrada. —¿Qué pasa? ¡Los Leucanos! ¿Han entrado? Yo expedía un gas totalmente verdoso, como muestra de mi alegría. Me aproximé a ella y clavé mis cefalofilamentos en los suyos. Compartimos nuestro líquido esencial. Era el mejor método para intercambiar impulsos corporales. Ella sintió mi tranquilidad, cerrando los ojos. —No, querida. No son los Leucanos. Ven. Quiero mostrarte algo —dije, conduciéndola hacia adentro. Kardián amaneció para un renacimiento. Cuando los reflectores del Motor se encendieron en los Doce Distritos a la hora sexta, frente a la abertura, que ahora tenía el doble de ancho, estaban de pie tres compañías paramilitares del snk: unos trescientos elementos. Habían eliminado a los regimientos y a los reporteros, amparados por la oscuridad de la noche. Un grupo de comunicaciones intervino la señal del noticiero anclado en el sitio. Antes de esperar repuesta de las compañías todavía fieles al Círculo Unido, comenzaron a transmitir una grabación, la misma que yo le enseñé a Maia antes: un video que mostraba a un grupo de kardianos fuera de los muros. En su desesperación, grababan decenas de Leucanos muertos en el yermo próximo a las puertas de la ciudad. Los cadáveres se veían secos, como si hubieran muerto por debilidad o vejez. Uno de los kardianos decía, mientras filmaba: «no hay 39


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virus. Llevamos tres días avanzando en zona de Leucanos y nada nos ha pasado. El virus se ha ido, al igual que nuestros enemigos». Pude sentir la conmoción de mi esfera habitacional, algunos gritos afuera de confusión y pavor cimbraron en nuestros filamentos. La señal del video se interrumpió y la transmisión comenzó a ser en vivo. Las filas de kardianos del snk acaparaban la pantalla, las banderas negras con el círculo inconcluso ondeaban en el aire espeso. Una desbordada pulsación interna hacía vibrar mi exodermis: los magníficos líderes militares del Sendero demostraban un poderío incalculable; sus rostros serios, matizados con los destellos del muro espejo, parecían los de una deidad cruel y severa. Uno de los generales, se plantó frente a la cámara y habló así: «—¡Kardianos! Hoy es el día de la revuelta contra un gobierno que nos ha mentido. Lleva mintiéndonos por casi un siglo. — Los camarógrafos se movieron y tomaron un camión blindado de cuya parte trasera dos soldados dejaban caer cadáveres al piso: eran Leucanos. Luego, otro camión, repleto de los mismos seres muertos—. El día de hoy, les enseñamos la verdad: los Leucanos ya no son una amenaza. Se están extinguiendo. El virus cvd-20 ya no existe. La idea de que aún perdura, matando a nuestros compatriotas, es una estrategia de control masivo por parte del Círculo Unido. Ellos encontraron en ese discurso el arma política definitiva. —La cámara volvió a mostrar en primer plano al General—. Por años nos preparamos para este golpe, moviéndonos en el anonimato, como viles alimañas. El video que hemos presentado ha sido nuestra fiel prueba, nuestra arma de afiliación. Los militantes del snk, actualmente son tantos que pueden estar seguros que conviven con ellos, comparten esfera e iglú con ellos. Nos hemos infiltrado en el Parlamento, en el ejército, en el sector religioso, esperando silenciosos este día, en el que romperemos el círculo de opresión. Salgan a las calles. ¡Kardián es suya! Destruyan a los falsos mandatarios. Vayan a los centros de salud, vacíos, 40


Ángel Fuentes Balam

manipulados, derrúmbenlos. Hoy, comienza una nueva era. Hemos salido del muro. Ayer llevamos a cabo un ataque coordinado para abrir estas paredes y exterminar a los Leucanos de la periferia. Esa grabación que han visto, es solo una parte de las que encontramos hace años. Afuera existen más pueblos, pueblos libres que han colonizado nuestro vasto mundo. Pueblos que no nos desean y que están aliados con nuestros enemigos, su brazo armado. Pero ya no significan nada. Los kardianos hemos permanecido latentes, fortaleciéndonos, perfeccionándonos. Nuestras armas son capaces de hacer frente a cualquier enemigo. El mundo será nuestro otra vez. Nunca más nos encerraremos.» Acto seguido, dos soldados del snk entraron a cuadro, con un prisionero: era nuestro Primer Ministro. Mi trémulo ser, no daba crédito a lo que percibía. Maia temblaba, expeliendo el gas púrpura del miedo. Desde que le revelé ser partidario del Sendero Nacionalista, no había dejado de contraerse y expulsar ese tipo de gas. Tuve que controlarla, explicándole que la revuelta era necesaria, que nosotros no corríamos peligro. Aquellos soldados portaban armas leucanas, diseñadas expresamente para aniquilarnos. Despedazaron al Primer Ministro frente a las cámaras, disparando una ráfaga púrpura que coció su exodermis al instante. Maia gritó, volviéndose una irreconocible bruma morada. Yo registraba todo, seguro de que el futuro necesitaría esa parte de mi memoria. 3 La rebelión duró un escaso mes y fue aplastante. Las armas leucanas junto a las bombas de diseño de ácido fluorosulfónico (desarrolladas en secreto por los altos mandos del Sendero), devastaron a las fuerzas militares que siguieron fieles al Círculo Unido. El snk fue tomando tanta potencia de espionaje e infiltración (y tenía tantos adeptos no militares en Kardián) que fue posible 41


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evitar la guerra civil. Los militantes sabíamos que el régimen ascendente podía ser incluso más despiadado con sus contrincantes, pero estábamos dispuestos a pagar el precio. Con demostrar nuestra fidelidad al snk era más que suficiente para salvaguardar nuestro patrimonio o la vida. Hospitales fueron incinerados, sedes gubernamentales, lapidadas; los campos de concentración que albergaron a tantos de nuestros compañeros conspiracionistas fueron centro de reclusión de aquellos que pertenecieron al gobierno caído. Las pruebas que el snk ofreció fueron suficientes para que la mayoría de los ciudadanos de Kardián se convencieran de que habían sido engañados. Por supuesto, algunos rehusaron del cambio, al principio. Fue necesario que todo el sector del muro del Distrito Cuarto cayera para que se dieran cuenta de la verdad, así que, unas semanas después de la revelación, las bombas de diseño destrozaron ese fragmento de las paredes. El Círculo Inconcluso tomó el poder y disipó cualquier indicio de contragolpe; la bandera negra vistió cada edificio en la ciudad. El sistema se restauró en tiempo récord. Kardián volvió a estar poblada de sus hijos en la calles, sin mascarillas ni miedo. Y así comenzó la era de expansión. Los Leucanos atacaron al décimo mes de la instauración del nuevo gobierno, con un ejército de apenas diez mil elementos. Otra mentira del antiguo régimen, que los contaba por billones. Una inútil infantería que avanzaba con lentitud hacia nuestras puertas. Nuestras fuerzas rondaban los trescientos mil soldados y esperaban el ataque. El asedio no era opción para el enemigo. Marchar contra nosotros era un suicidio. Era cierto que uno solo de ellos era capaz de exterminar a muchos de los nuestros, pero sus números no podían ganar la batalla. El Círculo Inconcluso no derribó por completo el muro, para protegernos del ulterior embate. Las crónicas dicen que la batalla terminó en cuatro horas. Los disparadores de ácido colocados en las cañoneras del muro, masacraron su vanguardia en segundos. Masas muertas de cientos de 42


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Leucanos se amontonaban afuera de Kardián. Cuando las armas de largo alcance no pudieron contener la avanzada, el combate fue cuerpo a cuerpo, pero los contrarios no llegaron a penetrar ni cincuenta metros de la ciudad. Las bombas ácidas jugaron un papel determinante en la destrucción de los cuerpos enemigos. Un tercio de nuestros atacantes huyó de la batalla, la otra parte, fue destruida. Esa fue la última vez que los kardianos tuvimos que confinarnos, movilizándonos algunos a la parte céntrica de Kardián, para dejar libre del Distrito Tercero al Sexto. 4 La noticia de victoria se conoció a la hora décima. El festejo nacional se prolongó por dos semanas. Los Leucanos no volvieron a atacar. Entonces, el Círculo Inconcluso dio un aviso inédito para la población kardiana: era el momento de salir de la ciudad y fundar colonias extramuros. Maia y yo nos habituamos a la nueva vida, felices de que nuestro encierro, el terror a ser atacados por agentes extranjeros, la paranoia constante de enfermar y el desconcierto por el futuro, terminaran. Kardián iba a florecer como la nación más poderosa del mundo. Los kardianos sometimos a los demás pueblos con fiereza. A los que se resistían se les asesinaba sin mediación. No significaban un peligro para nosotros. Sus cuerpos eran débiles, parecidos a los de los Leucanos, pero irremediablemente blandos, endebles cáscaras de seres sin alma. En poco tiempo, se levantaron las primeras aldeas foráneas. Los kardianos comenzamos a reproducirnos con avasalladora rapidez. La bandera negra ondeó por el mundo, instalándose en regiones ricas para nuestro asentamiento. Las nubes de gas verde de nuestros compatriotas complacidos comenzaron a liberar el aire de su espesura. El mundo estaba cambiando, modificándose para albergar a nuestro pueblo. Conforme pasaron los 43


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años, Maia y yo nos reprodujimos muchas veces. Nuestra familia se instaló en una colonia creciente muy al norte de Kardián, donde tuvimos un descubrimiento que cambió todo lo que sabíamos del universo conocido: la luz natural existía y llegaba a nuestros cuerpos sin modificarlos, nutriéndonos incluso con proteínas completas para nuestro arn. La meta era conquistar aquel horizonte misterioso del cual manaba ese brillo. Los científicos kardianos no se daban abasto: conforme más descubríamos nuevas zonas del territorio, nuestra composición ácida se fortalecía, y no solo eso: nuestra sociedad incidía en esos segmentos, haciéndolos más aptos para vivir. Los Descifradores Universales habían llegado a una conclusión que nos conmocionó: probablemente habría otros mundos, con seres inferiores o iguales a nosotros. Si a medida que nos expandíamos ganábamos fuerza y multiplicidad, debíamos ser una raza indestructible, la raza elegida, la raza definitiva en el universo tangible. Pasó poco tiempo para que el primero de nosotros lograra salir a la superficie, detrás del horizonte de sucesos. Lo que observó nos dejó perplejos, pues era la noticia que esperábamos ansiosos, dueños de la realidad conocida, destructores de los organismos ínfimos que por tanto tiempo intentaron erradicarnos, destinarnos a una existencia en el claustro permanente. El primer kardiano que logró caminar en el exterior del mundo, habló de esta manera: Fuera del cielo rojo, el aire espeso y la oscuridad constante, existe un universo de luz, cuyos límites son inabarcables. Un cielo azul se abre en esta nueva dimensión. Podríamos definir nuestro mundo como otro compendio de muros en la sombra. Así como los kardianos logramos escapar de nuestra ciudad de espejos, así escaparemos hacia el más allá, donde la luminosidad es cegadora pero óptima para nuestros cuerpos. No pararemos hasta multiplicarnos por toda la eternidad. 44


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Maia y mis cien hijos se regocijaron ante el descubrimiento. Yo quedé aturdido por la emoción, incrédulo ante la magnificencia de nuestro pueblo que se había levantado después de tanto sufrimiento. El futuro no podía ser más alentador. La bandera negra iba a viajar hacia otros lugares, maravillosos sitios que solo podíamos soñar. No importaría que nuestro propio mundo se agotase y muriese. Siempre habría un destino para los kardianos. Era un gigantesco paso para nuestra raza. 5 Kun Zhōu muere en la camilla de un hospital, en el Distrito de Luwan. Los médicos, consternados, lo estudian a través de los cristales de su habitación. Deliberan, gritan, no se atreven a entrar. Las enfermeras portan el cubrebocas sudoroso y viciado por su aliento. Los síntomas de la enfermedad que aquejan al hombre son feroces y lo han reducido a ser un demacrado mamífero, triste recordatorio de la fugacidad humana. Nadie reconoce el brote viral que ha destrozado sus pulmones y se ha extendido a cada uno de sus sistemas. Unos dicen que puede ser alguna variante del sars, pero las características parecieran responder a un agente mutágeno. Esta última opción hiela los huesos de los doctores: ¿podría ser un ataque biológico o una cepa desconocida e incontrolable? Al nosocomio han llegado veintitrés pacientes con la misma sintomatología; también arribó un agente del gobierno, dirigiéndose a la administración para sondear el peligro. Los rostros preocupados respiran un aire espeso que los abruma. La tensión puede tocarse con las yemas de los dedos. —Tenemos que cerrar las fronteras —espeta un doctor, sin meditar sus palabras. —Si esto continúa, de nada servirá encerrarnos entre muros —lo confronta el agente de gobierno. 45


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Los demás lo miran, como se mira una llama a punto de extinguirse. —Ya no es seguro estar afuera —añade el médico, mirando un ventanal por el que se divisa el resplandor de la luz matutina, reflejada en los cristales de los rascacielos.

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Martín García López Becario FONCA en la categoría cuento (2019-2020). Antologado en Mis primeros Dientes (Mamá Dolores Cartonera, 2015). ¿Por qué escribo? (Gris tormenta Ediciones, 2017). Atópicos: antología de narrativa chileno-mexicana (Cinosargo, 2019). Autor de la novela X∞ (o, este maldito gato) (Editorial Montea, 2016)


Martín García López

Las cucarachas tienen dioses He escuchado que las cucarachas alaban los dedos de tus manos Los más largos, lo más traviesos. Los observan todas las mañanas desde la cocina y esperan que tu huella les deje un escudo celta en su espalda (¿Las cucarachas tienen espaldas?) y esperan que tu huella les deje un escudo celta en su exoesqueleto. Yo deseo que laves tus manos con agua y con jabón para que en tus uñas solo vivan cucarachas y no virus.

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Wendy Hernández

Iztapalapa, Ciudad de México, 1988 Estudió la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. Guionista ganadora del Premio del público (2014) y Premio al mejor uso del personaje (2014 y 2015), en el festival 48hfp, México. Fue seleccionada por sus textos Pausa, El deseo de cumpleaños y Besar la luna, en el Programa Irrepetibles II de Teatro La Capilla (2019) y en su IV edición (2021) con el texto Por si no te vuelvo a ver. Participó en el JAM de dramaturgia, trapos y trastos, Tu texto es mi texto, de Teatro UNAM (2020).


Wendy Hernández

Ojalá que el cielo no se parezca a Puebla Estos eventos son de lo más conmovedores; no sé qué tienen los entierros que hacen que una, aunque no conozca al difunto, termine en un mar de llanto… La tía Martha murió ayer. Llevaba muriéndose ocho años y nomás no terminaba de irse; le tenía tanto cariño a la vida que se quedó 95 años. ¿¡Qué haces durante 95 años!? No. ¡¿Qué haces durante 95 años viva y en Puebla?! Me duele el coño… las nalgas, pues. No se puede manejar durante tres horas seguidas de madrugada, en un carro tuerto que agoniza con más fervor que la tía Martha, rezándole a Chuchito no perder la señal de Internet y quedar varada a mitad de Africam Safari, sin acumular algo de tensión en el culo. ¡Entierros por streaming! Por lo menos hubieran tenido la decencia de activar los comentarios… A esta hora podría estar echa bolita en mi cama recriminándome el no haberme levantado en días, sopesando la latente posibilidad de matarme, concluyendo que no tengo motivo alguno para hacerlo —aunque eso no me quite las ganas— y pidiendo una cubeta de pollo frito para lidiar con mi fútil existencia. ¡Excelente uso del tiempo! En la era del Coronavirus una tiene que ser celosa de su tiempo, no se puede andar por ahí creyendo que vas a seguir viva... Seguro la tía Martha no se preocupaba del tiempo. A los 95 años deben haber preocupaciones de otro tipo como alcanzar a llegar al baño o… seguir haciendo de baño, supongo. ¡No soporto el cuello! Es que no se puede dormir en el asiento trasero de un auto sin que se le tuerza a una el cuello. 51


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¡Todo es culpa de mi mamá! (Soné idéntico que en cualquiera de mis terapias). Las mamás tienen el súper poder de hacer de un día normal y tranquilo, de pandemia, una pesadilla de dolores musculares. Es que, aferrarse a asistir a un evento donde la protagonista está muerta es una cosa que solo las mamás entienden. No hay nada más creepy que sentarte alrededor de una caja de metal que guarda los restos de una persona y, además, asomarte por una ventanita para ver su rostro petrificado y maquillado con chapitas para que se vea menos muerto, como si alguien decidiera dormirse en un ataúd. Pero las mamás llegan a una edad en la que ese tipo de reuniones las entusiasman, y en su calendario figuran rosarios y velorios que, cuando se empalman, las ponen en el terrible predicamento de decidir el alma de quién desean salvar. ¿Cuánto tiempo se necesita para cavar un hoyo? Las personas tienen la mala costumbre de dejarlo todo para el final; si ya sabes que tres metros es un chingo, pues te levantas temprano y comienzas dos horas antes, papi. Con la tía Martha debieron empezar desde que reunió a toda la familia y empezó a despedirse, si lo hubieran hecho ya estaría muerta y enterrada desde el 2002, a mí no me dolería el cuello y no tendría que ver el entierro en streaming. ¡Pero esto es culpa de mi mamá! Yo me hice lo más tonta que pude cuando me dijo, supuse que si ponía cara de tristeza y decía «¡Que Dios la tenga en su santa gloria!», podría zafarme del viaje de tres horas a la hermosa Ciudad de Puebla y así seguir con mis actividades de cuarentena. Subí a mi cuarto con profunda solemnidad y hasta me puse los audífonos para escuchar la nueva de Lady Gaga sin que mi mamá lo notara. Pasaron, no lo sé, tres, quizá cuatro horas y ya me hacía yo triunfante cuando tocó la puerta… La tía Martha no hubiera notado nuestra ausencia, estoy segura. 52


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Todavía me hice la dormida esperando que mi mamá tuviera piedad de mi pobre cuerpo agotado del encierro y me dejara vivir el duelo en paz, pero si hay algo que las mamás disfrutan más que los velorios, es despertar a los hijos. Debí haber puesto el seguro de la puerta, pero desde el 2017 vivo aterrada de no poder salir. ¡Seis meses de cuarentena! Seis meses estuve saliendo únicamente al mercado, a la tienda, a las tortillas; seis meses desinfectado huevo por huevo, manzana por manzana, lechuga por lechuga; seis meses desnudándome en el patio, tallándome las manos como cirujana del imss, cocinando la comida al vapor para que el Coronavirus estuviera lo más lejos de mi madrecita santa… ¡Seis meses de masturbación para no compartir fluidos! ¡Seis meses! No, si no son «población de riesgo» por tener sesenta años o por sus enfermedades crónicas, son población de riesgo porque les vale madre el sacrificio de sus hijos y deciden tirar todo a la basura por un velorio. «Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos, señor Dios nuestro. En nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu santo. Amén» Intenté hacerla entrar en razón: Mamá, estamos en pandemia, no podemos ir a un velorio; mamá, no puedo llevarte, tengo que dar clase a las seis, sabes que si yo pudiera lo haría; mamá, el carro no aguanta un viaje en carretera, mira que no tiene ni seguro, ¿qué vamos a hacer si nos para una patrulla? Sentí que había triunfado. La vi salir de mi cuarto en completa resignación, ¡había vencido al sistema! Dos horas más en completa calma… La tía Martha era hermana de mi abuelita, media hermana para ser justos. La última vez que se vieron la tía le dijo que era prieta, como su papá, con cara de oaxaqueña… nada que ver con ella que era blanca porque su papá era español. «Tuviste mala suerte, manita». Y mi abuelita, como la fanática religiosa que es, 53


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le leyó un salmito para que Dios la perdonara, pero ahora que se murió no quiso ir al velorio, ¿para qué?, dijo. ¡Mejor que no quiso! Los panteones son como una mirada al futuro. Intempestivamente se abrió la puerta del cuarto. «Ya pedí mi Uber a la tapo, llega en cinco minutos». Juro que amo a mi madre, pero, bendito Dios, mis ojos no son pistolas. ¡Estamos en pandemia! Ojalá el camarógrafo se acercará un poco más, ¡le están tapando la toma!, si hubieran activado los comentarios una podría decirles, pero no todo el mundo está familiarizado con los streamings… ¡Tomar un Uber a la tapo! ¡Habrase visto! ¡La mujer no ha puesto un pie en la calle en seis meses, pero quiere viajar en autobús a Puebla! Son las seis de la tarde, debo conectarme y dar clase porque una no puede morir de hambre en tiempos de covid, la plataforma no jala, los alumnos insisten en marcarme porque ya son las seis y la clase aun no ha empezado… ¿De cuando acá se volvieron tan puntuales? Mi mamá tiene una maleta en la puerta, el cubrebocas mal puesto y el celular en la mano. Suena el teléfono, la puerta, el Uber, los alumnos, la plataforma, un trueno… Comienza a llover como si el cielo conociera a la tía Martha y también lo hubiera llamado prieto. ¡Cancela el servicio! ¡Buenas tardes, muchachos! «¡Miss, no hice la tarea!», «¿Vas a llevarme?», ¡El carro no tiene seguro!, «¡Ya sé lo contraté!» ... ¡Espera! Las mamás conocen bien a los hijos, siempre supo cómo quebrarme… Al panteón solo entran veinte personas. En el velorio éramos seis: la muerta, dos de sus ocho hijos, una nieta, mi mamá y yo que no cuento porque mi espíritu estaba en otro lado… como el de la muerta, supongo. Está bien, te llevo. 54


Wendy Hernández

La lluvia no baja… Le tengo miedo a la carretera, de niña soñaba con una canasta de frutas en medio de la carretera y me convencí de que era un augurio de mi muerte. No le tengo miedo a mi muerte, pero me da terror que mi madre muera también, por eso hago las compras, por eso limpio los huevos y por eso la traje a Puebla, porque en mi mente infantil puedo cuidar a mi mamá de sí misma. Mi abuelita hubiera secuestrado el entierro y obligado a la audiencia a repetir el Salmo 23: «El señor es mi pastor, nada me faltará…» Ojalá bajara el Señor y le dijera a mi mamá que ir a un velorio en medio de una pandemia es un acto suicida. Mamá, vamos a dar el pésame de lejos, no te puedes quitar el cubrebocas ni andar abrazando a nadie; oye, ¿de qué murió la tía Martha? En tiempos del Coronavirus es importante mantener la distancia. A mí me parece que 26km es una distancia prudente, así una no tiene que preocuparse de tener una gripa común y que terminen rociándote cloro en la calle; en tiempos del Coronavirus el derecho a enfermarte y ser tratado con dignidad es un lujo que no puedes darte. Me pica la nariz con el cubrebocas, traigo una comezón de esas que no te dejan pensar; estamos en un cuarto de dos por dos atravesado por un féretro y cuatro cirios; el techo ya se está ahumando, me pica la garganta; nadie lleva puesto el cubrebocas, todo pasa en cámara lenta… El tío José se ve tristísimo, tiene los ojos aguados y le escurre la nariz; se limpia las lágrimas con la mano, luego los mocos…«Gracias por venir, manita», abraza a mi mamá… No pasa nada, me digo, no pasa nada… «¿Cómo es que somos familia?», pregunta. Desde antes del Coronavirus ya teníamos harta distancia. «Soy la nuera de la Señora Luz, la hermana de la tía Martha». Lo que 55


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mi mamá trata de decir es que en realidad no son de su familia, pero da lo mismo porque ella esta ahí, arriesgando la vida aunque mi papá nos haya dejado hace 15 años. Ya empezaron los desmayos. Si te desmayas en un entierro, seguro también eras el niño que se desmayaba en la ceremonia. Todos han sido muy amables. Si llegaran un par de desconocidas a las tres de la mañana a mi casa jurando que son familia, no les abriría la puerta así tuvieran la misma cara del difunto en cuestión. Salí a fumarme un cigarro, a rascarme la nariz, a toser un poco sin ser juzgada, a respirar… Seis meses de confinamiento y ahora estaba fumándome un cigarro en Puebla. ¡Soy una malagradecida! Estuve clamando en casa por un poco de libertad y ahora me estoy quejando, pensé. ¡Qué chula es Puebla! Con sus iglesias y sus… iglesias. Apagué mi cigarro y volví, renovada, dispuesta a escuchar las historias de bondad de la difunta y acompañar a los dolientes. Entré a la habitación y allí estaba mi mamá, comiéndose un pan con singular alegría, tomando café y riendo a carcajadas. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Saqué el gel antibacterial y me froté las manos tan fuerte que casi genero fuego. El tío José contaba que un día su mamá estaba comiendo carne y él le pidió un poco, ella lo miró con desprecio, cortó un centímetro de su carne y le dijo «toma y deja de estar chingando». Todos en el cuarto reían. Otra de las hijas hablaba de su mamá con amor, contaba que le enseñó a cocinar y a mantener la casa, la cuidó durante sus partos y la ayudó a criar a sus hijos. Bueno, siempre hay dos lados de la historia, pensé. La quería mucho la tía Martha, le dije. «No, mi suegra, es que como me robaron a los 14 yo le digo mamá a mi suegra. Mi mamá mamá, se desentendió de mí desde que me robaron, era muy difícil mi madrecita». Tengo ganas de ir al baño, he visto que hay que atravesar la 56


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habitación contigua para llegar, me levanto de mi asiento y escucho que alguien está escupiendo un pulmón por la boca en la habitación de al lado; mis ojos saltan, miro a mi mamá sin cubrebocas y con el pan, miro al tío José limpiarse los mocos, a la tía María chuparse los dedos, a la tía Martha más muerta que la sana distancia y no resisto, salgo corriendo de la habitación, me arranco el cubrebocas y respiro agitada, creo que voy a vomitar. No deja de llover, me meto al carro con la esperanza de regresar el tiempo y estar en mi cama en pijama y sin ánimos de levantarme. Solo es tos, es el humo, es la muerte, es… ¡Necesito un plan de contingencia! Me planteo todos los escenarios posibles: a) Entro por mi mamá, le quitó el pan de la boca, la saco a rastras del lugar, manejo de regreso a casa a las seis de la mañana con un carro tuerto y la lluvia… b) Llamo a la policía, le digo que hay un velorio que no respeta la sana distancia para que llegue la guardia nacional, de un portazo tire la puerta y les cancelen el evento… c) Resignación… Abrazo mi almohada y me acuesto. Soñé que viajaba a China y conocía la muralla. Ahí estaba yo, contemplando la inmensidad, sintiéndome diminuta, respirando el aire que rebota en los muros y genera una sinfonía, agradeciendo a la vida la oportunidad de recorrer el mundo… Un chinito se me acercaba, se veía tan simpático con su sombrero redondo y sus ojos de raya; me hablaba, en lo que yo supongo era chino, y yo fingía entender lo que me estaba diciendo. Shì, shì, yes, yes, Xièxiè, wonderful, Xièxiè. De su bolsa sacaba un pequeño murciélago bebé que me miraba con los ojos más dulces de todo el mundo, lo colocaba en mis manos y el murciélago sonreía. El chinito salía corriendo. ¡Olvidaste tu murciélago!, le grité, pero pronto se desvaneció en el horizonte. El murciélago era de lo más educado, lo coloqué sobre mi hombro y me acompañó el resto del viaje. Era momento de volver y se me partía el corazón de solo 57


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pensar que Ricardo —así nombré al murciélago— y yo habríamos de separarnos; lo escondí en mi maleta y viajamos 12 818km. Cuando llegamos a México descubrí que Ricardo no estaba. Lloré de camino a casa, pero me consolaba pensar que a mitad del viaje salió volando del avión y se fue a recorrer el mundo. Si en este momento tiraran la caja, y la tía Martha saliera volando, seguro se hacían virales. ¡Qué ganas de gastar en pendejadas! Si «polvo eres y en polvo te convertirás» la caja viene sobrando. Deberían enterrarnos en bolas, plantar un árbol de papayas y cosechar. Me desperté con el inconfundible sonido de un claxon mentando madres. ¡Más respeto para la difunta!, pensé. Ya era de mañana y si la mujer tosiendo tenía coronavirus, estábamos viviendo nuestros últimos momentos. ¡Qué jodido pasar tus últimas horas en un velorio y en Puebla! Ya comprendo el carácter de la tía Martha, yo también sería una culera si hubiera vivido 95 años aquí. El lugar estaba repleto. Cantaban las típicas canciones de velorio en el cuarto de dos por dos, por supuesto mi mamá lideraba el cántico. Ni hablar de los cubrebocas, igual ya estamos condenados. ¡Por fin reconocí a alguien! La tía Patricia me saludaba dándome un beso húmedo en la mejilla... ¡Ya!, una no puede luchar sola contra el sistema. Mi vejiga me estaba odiando, eran las diez de la mañana y no había logrado vaciarla. Armé un nuevo plan; me escurriría entra la gente conteniendo la respiración hasta llegar al baño, haría pipí en 15 segundos, a presión, en chinga, no me lavaría las manos para agilizar, ya luego me pondría gel; saldría del baño y regresaría al exterior, todo en máximo un minuto. Podía hacerlo. Me preparé, entré a la habitación sin aspirar una sola molécula de oxígeno, atravesé a la gente y llegué al baño… ocupado. Un minuto parece eterno cuando no respiras, quizá a eso se refieren cuando mueres, la vida eterna no es más que un chingo de tiempo 58


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sin respirar. Salió del baño una viejecita que daba los pasos más lentos de la existencia. «Espérame a que le eche agua», me dijo. Apenas dio un paso fuera del baño y me metí. 40 segundos, todavía puedo lograrlo. Hice pipí a presión, 50 segundos; mis tripas comenzaron a bailar y todos sabemos lo que significa… ¡Qué más da! Liberé un murciélago en medio del Pacífico que, para estas alturas, ya visitó el mundo entero… Abrí la boca y aspiré la bocanada de aire más grande de la historia, liberé mi intestino, salí del baño para buscar el agua y hasta me detuve a cantar «Más allá del sol». La tía Martha es tan cabrona que se esperó 95 años para morirse y, aun muerta, se aseguró de que nos cargara la chingada a todos. Cuarenta personas en un autobús de pasajeros. La dueña de la tos que, ahora sé, también es mi tía, viene hasta adelante. Dicen que tose porque está loca. Yo digo que los locos somos nosotros por estar aquí con ella. Mi mamá ya está organizando los rosarios; en algún momento de la noche se volvió el alma del velorio y ya tiene nuevos amigos. Llegamos al panteón, la reja está cerrada y hay un letrero que advierte: «Solo cortejos fúnebres de máximo 20 personas». Como en barata de Liverpool las personas se amotinan en la reja. Alguien grita: «¡Nosotros llegamos primero!» ¡No, señor! ¡Si alguien llegó primero fuimos nosotras! Mira que apañar lugar cuando yo dormí en el asiento trasero de mi auto en las «segurísimas» calles de Puebla para poder entrar, ¡eso es descaro! Mi mamá se hace a un lado y dice: «vamos a dejar que pase la familia». ¡Ora!, ¿no dijiste que había que venir al velorio porque es familia? ¡Nadie nos va a robar el lugar!, a eso vinimos, ¿no? Debo agradecer a una vida tratando de abordar el metro en Pantitlán, la maestría con la que logré colocarnos hasta el frente de la reja. «Nada más que por disposición oficial no pueden pasar mayores de 60». ¡No chingue, poli, la difunta tenía 95, ¿cuántos años 59


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cree que tienen sus hijos?! ¡Igual denos chance que aquí ya todos somos clientes potenciales!, grité. Bendito Dios, los ojos de la gente no son pistolas. Mi mamá apenadísima, la tía Patricia llorando desconsolada, el tío José sorbiendo los mocos, la tía María preguntando: «¿quién es esa niña?» ¡Ahora sí no me conoce, vieja payasa! ¡Como si no supieran que ya todos estamos condenados! ¡Aquí nadie se lava las manos, traen el cubrebocas mal puesto y ni hablar de la baba que escupen cada que abren el hocico! ¡Mejor vayan checando qué tumba les acomoda! Y bueno, no me dejaron pasar… La única menor de 60 años se quedó fuera… Ahora sí, como dicen, «¡que Dios la tenga en su santa gloria!» Ojalá en el cielo separen a los blancos de los prietos, haya mucha carne y, por lo que más quieran, que el lugar no se parezca a Puebla.

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Angélica Labrada

Tijuana, Baja California, 1975 Egresada de la Lic. En Comunicación en la UABC. Participa en 2016 con su primera obra de cuentos titulada Bifurcados en la Colección Editorial del Centro Cultural Tijuana y es seleccionada para publicación en 2017. Autopublica en 2020 Las hijas de la cerveza, su primera novela.


Angélica Labrada

Las cartas Desde que se desató la pandemia, Martha supo que iba a morir. No solo lo presentía en las noches de insomnio que se volvieron recurrentes, se lo susurraba el fondo de sus entrañas que le trajo un dolorcillo casi imperceptible, constante, como si tuviera miedo encajado en el estómago, y hasta se le figuraba que la línea de la vida en la palma de su mano empezaba a desaparecer. Todo estaba en su contra, incluso su nombre que le había traído mal agüero desde siempre: —Afligida, ¿cómo se les ocurrió ponerme un nombre con ese significado? Era culpa de sus padres por la estúpida idea de perpetuar el nombre de una tía abuela que ni siquiera conoció, pero que cuentan, era muy inteligente; inteligencia que le sirvió para ser una ama de casa como cualquier otra y no dejarse quitar el marido que, en sus épocas, fue el hombre de mejor bonanza en el pueblo. Su madre creyó que, al heredarle el nombre, también caería sobre la niñita, con el agua bendita el día del bautismo, la misma buena fortuna de la tía. —Las cartas, me faltan un par de cartas—. Se repetía entre un quehacer y otro. Porque en su lista de pendientes para morir tranquila cuando el virus la invadiera, no solo era explicar lo inexplicable a la única heredera, su ángel, su todo: esa niñita que seguro la iba a extrañar a pesar de sus más de veinte años y un matrimonio reciente, porque bien sabía ella que las hijas extrañan a las madres sobre todo en las noches de lluvia, en los días de su periodo y cuando estuviera próxima a parir. 63


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La carta debía explicarle cómo fajarse para que no le colgara la piel. Cómo elaborar esa agua milagrosa que ayudaría a desinflamarle el vientre, a liberar los gases y su cuerpo volviera a su talla anterior, y el marido, no la viera con desprecio. Esa carta era la más importante, no, más bien, era la más invaluable porque revelaría secretos de vida, anticiparía en ella toda la sabiduría acumulada de su propia experiencia como mujer. Su hija, su pequeña hija se iba a quedar sin ella, y ella tenía que asegurarse de que, con esa carta, la sintiera cerca a pesar de su ausencia. Por eso la escribiría al final; primero, necesitaba enlistar cada uno de los temas que iba a incluir. También necesitaba dejar instrucciones póstumas, porque nada en esa casa se movía sin ella, ni siquiera la escoba. Había otras cartas necesarias: dos hermanas que fueron amigas en la infancia, enemigas en la adolescencia, como primas lejanas en la juventud y ya en la madurez, se volvieron inseparables, sobre todo en los días en que necesitaban recordar el pasado, o cuando una fecha especial las hacía reunirse y tomarse un café juntas. La carta de la tía, la única tía, la que fue su madre sustituta desde el día de su orfandad; su madre la encargó con ella en el lecho de muerte y, las mujeres de antes eso hacían: llevar a cabo las últimas voluntades de los difuntos. Por eso era importante dejar bien descritas las indicaciones, y garantizar el bien de los suyos en ese futuro incierto en el que no iba a estar. —Pinche virus, maldito virus. Esa canción que cantaba mi hija cuando se enamoró de su marido: tantos mundos, tanto espacio… ¡y venir a chingar aquí conmigo! ¿Por qué?, ¿porque estoy gorda? Me voy a morir antes que los demás, nosotros y los hipertensos, eso dicen las noticias, pero no es mi culpa, no es mi culpa y nunca será mi culpa, cuando sé que todo aquello que sí era mi culpa lo calmaba con comida, pues ¿de qué otra manera se llenan los huecos en la panza con los problemas del día si no es con comida? ¿Acaso no han escuchado «las penas con pan son menos»? 64


Angélica Labrada

Se le iba el día yendo de un lado para el otro. No quería que cuando estuvieran sus deudos en pleno funeral, la tacharan de desordenada, sucia u holgazana, ella que no paraba desde que salía el sol hasta entrada la noche, haciendo rendir sus minutos para tener todo reluciente, porque el polvo, a pesar de sus esfuerzos, se metía sin aviso por entre esas ventanas viejas y se revolvía sobre las cortinas y el mantel como si hubiera sido invitado a quedarse. Se enojaba, sí, pero el polvo era desde siempre el visitante incómodo, porque ni siquiera había calle de asfalto, mucho menos de concreto, y con tantos años había aprendido que la única manera de deshacerse de él, era con esas jornadas exhaustivas en las que limpiaba varias veces. —Pero si apenas barrí hace un rato, y mira nomás, sale basura hasta de las piedras, y no termino para sentarme a escribir con calma—. Se decía por lo menos, dos a tres veces por la mañana, y otras dos o tres por la noche. Le hubiera gustado un funeral concurrido, pero ya escuchaba las noticias que no se aconsejaban reuniones de más de diez personas, y seguramente, algo que no imaginó nunca, sus restos serían cremados. Ese pensamiento le trajo una preocupación adicional a la que ya traía y que le redujo el hambre a pesar de lo mucho que necesitaba echarle al estómago para sentirse saciada, en ese volumen que no podía contener. Eso de derretirse, aunque estuviera muerta, no le hacía ninguna gracia. Pensó que quizá el virus le daba el tiempo suficiente para planear otro final que no incluyera el fuego. Mientras su cuerpo siguiera sintiéndose bien, tenía que avanzar en sus planes. Para la carta de su marido también iba a necesitar sentarse con calma, porque con él, nunca sabía por dónde empezar; solo que como se iba a trabajar por temporadas a los Estados Unidos, y no había fecha de regreso y la frontera estaba cerrada, tampoco le urgía tanto como la de la comadre, que podía ser rá65


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pida, apenas unas líneas de cortesía y quizá una que otra para vecinos de tantos años, con mucha pena por adelantárseles, pero así era la vida: injusta. Así era el virus: letal. Así era ella: de alto riesgo. Así era la muerte: inevitable. Pantalones, no. Pijama, tampoco. ¿Qué será bueno? —Se preguntaba mientras doblaba la ropa que recién había descolgado del tendedero. Su imaginación se había ido lejos y le supuso un complicado panorama si la fueran a meter en ataúd con pantalones, aunque solo fuera a estar ahí unas horas, y para qué darle el mismo destino chamuscado a una prenda que nunca usaba y podía regalar con sus últimas voluntades. Tampoco podía permitir que esos que maniobrarían su cuerpo la vieran tan descuidada en ropa de dormir. Otra angustia gracias a su nombre, otro pendiente que debía atender: dejar lista la ropa para su propio funeral. Esa misma noche, empezaron las fatalidades. Primero la de la tienda, la señora de la que no recordaba el nombre porque todos la llamaban de la misma manera. El alboroto nocturno la obligó a asomarse cuando la ambulancia se detuvo frente a ese lugar al final de la calle; después de varios minutos, gritos, llanto, alboroto generalizado y hasta ladridos de perros, la ambulancia se fue con la sirena apagada. A la mañana siguiente, se enteró por una de las vecinas mientras barría su pedazo de calle que la mujer tenía varios días con calentura, que había ido al médico sin mucho éxito. —Espere a que, así como llegó, se le vaya el malestar. Le dijo el hombre al recetarle unas pastillas, sin esmero ni preocupación, porque todos los pacientes que le habían llegado esos días, traían los mismos síntomas, y él, sabía por las noticias y por su formación que una pandemia no discrimina: agarra parejo, sin límite geográfico, sin aviso ni concesiones. ¿Quién era él para intentar detenerla cuando sabe que esos virus no se detienen? El destino de la mujer de la tienda no tomó por sorpresa a Martha que estaba segura que ella también se iría. 66


Angélica Labrada

La muerte le había dado algo de tiempo para escribir sus cartas y terminar sus pendientes. Eso creyó después de que salieron a rezar el rosario por el descanso de la mujer de la tienda. No creía que la huesuda anduviera por ahí en ese rato; seguro se había ido a otra calle o a otra colonia, y eso le daba un ligero descanso. Cada vecino salió al frente de la casa; cada uno rezaba desde su puerta; cada uno miraba de reojo al de al lado para asegurarse que los murmullos que escuchaban podían entenderse como padres nuestros y aves marías. Después de un rato, volvieron a meterse a casa con su pesar por delante, porque ya decían las noticias que se quedaran dentro, que no salieran, que no estuvieran cerca de otras personas y, sobre todo, que no se acercaran a los enfermos. Martha no sabía si el último suspiro de la mujer de la tienda, tendría virus suficientes para esparcirse por la calle y mezclarse con ese polvo que se paseaba entre una casa y otra, y si se metería por debajo de su puerta. Un dolor de cabeza que empezó un viernes, no le trajo preocupaciones. Hacía lo mismo de todos los días: comía con ansiedad, veía sus telenovelas y en la noche las noticias. El dolor permanecía constante, pero cuando se le fue el sueño por completo, sintió que agonizaba. —¿Será que ya me voy a morir? Ya es martes, pinche dolor que no se me quita. Y ni cómo ir al doctor, si ahorita dicen que ahí, justamente ahí es donde todo mundo se está infectando. Las cartas, ¿a qué hora me siento a escribir las cartas? Prometió avanzar esa noche. Quizá la muerte no fuera tan benévola de dejarle tantos días. Sí, se había ido, pero seguro iba a volver por ella que era más gorda que la señora de la tienda. Preparó su mesa como si fuera un escritorio. Puso cerca el retrato de su boda, el de su hija, y uno donde había varios familiares y del que no recordaba si había sido el cumpleaños de alguien, pero ahí andaba, feliz, con la sonrisa tan amplia como su cuerpo, 67


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cuando no imaginaba que por culpa de ese sobrepeso se iba a morir antes que ellos. Acercó papel y pluma, un café y hasta una velita aromática para escribir tranquila, con el corazón y también con la cabeza, sin mucho rodeo ni palabras innecesarias, directo a lo que era importante dejar dicho. —Sería bueno escribir mi testamento—. Pensó de pronto, y antes de empezar con las tan postergadas cartas, hizo una lista de bienes y otra de posibles herederos. Sabía que solo aquellos que sobrevivieran la pandemia podrían reclamar su herencia. La curiosidad de saber quiénes serían, la hizo lamentarse de irse tan joven, tan llena de vida, con tantas ganas de seguir en un mundo tan injusto, pero tan acostumbrada a esas injusticias. Enlistó con detalle sus pertenencias: desde los zapatos hasta los aretes, los platos y las sábanas, y al final, su humilde casita con todo ese terreno donde siempre pensó que construiría varios cuartos para rentar y ganarse un dinero en esa vejez que se le había escapado. A todos sus conocidos les dejó algo. Desde una cuchara hasta una blusa. A todo lo heredado le tenía cariño. Pensó que para que su regalo fuera más apreciado, era conveniente escribir cómo ese objeto había ido a parar con ella antes de ponerlo en su testamento. Le gustó la idea de perpetuar la historia de esas cosas que amaba al contar su origen. Y entonces, después de nombrar en su testamento a más de cuarenta personas, entre familiares cercanos y lejanos, amigos y vecinos, empezó a escribir sobre esas cucharas que compró en su viaje de bodas en un pueblecito remoto cerca de una playa. Luego, de esas blusas que aprendió a coser nada más siguiendo un patrón, por eso valían más que las que compraba en el tianguis, porque tenían algo de sus manos, de su tiempo y de su esfuerzo. Sus cartas, otra vez, quedaron pendientes. Se dedicó toda la semana a dejar unas palabras para que acompañara cada regalo. Lástima que no estaría en la entrega. Le hubiera gustado ver su 68


Angélica Labrada

funeral, ver quién la lloraba, quién citaría su vida como ejemplo, entregar ahí cuanto había acumulado, pero así eran las cosas. No podía cambiar el destino. No podía detener esos números grandes y negros que le presentaba la televisión en las noticias, donde desfilaban hospitales y cementerios por igual. Sabía que las cosas estaban empeorando. Sintió una amargura nueva que le quitó el sentido del gusto en lo poco que se obligaba a comer. El dolor de cabeza no se disipó nunca, al contrario, se esparció por el resto del cuerpo y le dio la seguridad de que el final, ahora sí, era inminente. Amanecía frente al televisor mordiéndose las uñas, sin concentrarse en las benditas cartas que se volvían a quedar en hojas en blanco. Tenía miedo. Diarrea. Un salpullido extraño que le empezó en los pies y le subió hasta el cuero cabelludo donde le daba comezón, y después de rascarse y rascarse, se asomó un rojo pálido en las puntas de sus dedos. Leyó por milésima vez los síntomas indiscutibles del bicho que se había llevado ese día a mil cristianos más, entre ellos a esa tía a la que no alcanzó a escribirle la carta donde iba a agradecerle su maternal apoyo cuando quedó huérfana. No, no tenía los síntomas que eran señalados en la lista: ni fiebre y ni falta de aire al respirar, pero igual se fue y supuso que podía ajustar la repartición de bienes; esa tía se había ganado unos aretes de plata que pertenecieron a su abuela. El rosario para la tía no sería posible porque la picazón de todo el cuerpo no la dejaba estar quieta. —¿Por qué a los gordos? —Se escuchó preguntarse, olvidando que aceptó de inmediato su destino cuando supo que el sobre peso era un pase preferencial. Ahora tenía miedo. Su mano y la pluma le temblaban al escribir en la hoja que después sujetó con un alfiler a ese vestido negro. Pidió en la nota que, por amor y por piedad, cumplieran su deseo y la vistieran con él antes de llevarla al crematorio, porque era la 69


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prenda que mejor sentaba a las desproporciones de su cuerpo, y aunque muerta, no quería causar mala impresión. —Querida hija de mis entrañas—, era el inicio de la carta que pensó dejar al final y que decidió escribir primero por si no alcanzaba a esquivar ese destino que ya le había arrebatado la tranquilidad. Sus ideas eran muchas y solo le salía la misma frase a través de la tinta azul que le pareció muy informal para una despedida tan sentida, sin embargo, no encontró una pluma de color negro. El cabello se le empezó a caer cuando murió otro vecino. —No, no estaba enfermo—, dijo su mujer, —solo asustado, igual que todos, de tanto ver las noticias el corazón le explotó de preocupaciones. Ni siquiera llegó la ambulancia. Bien clarito dijeron que las unidades y el personal estaban saturados, y ni para qué distraerlos en una vuelta donde ya nadie podía ayudar. Las ojeras se le marcaron en el rostro y le dieron un aspecto cadavérico que la hizo asustarse ante su propio reflejo; —una calavera gorda— pensó mientras se peinaba y los mechones de cabello se soltaron, siguieron al cepillo como hipnotizados, dóciles, uno detrás del otro, y Martha se escuchó decir: —una calavera gorda y pelona. Casi cuatro semanas de desatada la pandemia, Martha y su angustia, la que llevaba en el nombre y la que la gobernaba, sufrían por ese momento desconocido. Ya no podía esperarlo. No a costa de ir perdiendo el aliento poco a poquito, porque eso era una agonía que podía durar más de lo que se imaginó. Quizá pasó algo que postergó su partida, no pudo imaginarse qué, pero debió haberse ido antes de esa señora de la tienda. Sus nuevos días eran peores a los que tuvo antes: llena de temor, sin dormir, ni comer y sin concentrarse en una simple carta. Su vida, ya no era vida. —Querida hija de mis entrañas, fue de nuevo la línea primera 70


Angélica Labrada

para una hoja a la que solo le agregó un escueto: —te encargo a tu padre. Todo estaba dicho desde el principio. La línea de la vida en la palma de su mano se había borrado por completo. Quizá debió ponerse al mando antes de que esas ojeras y esa alopecia la hicieran parecer una calavera desquiciada, ¿qué iban a pensar los del crematorio? ¿cómo la iban a arreglar lo suficiente como para que el fuego no quisiera huir de ella? Descolgó su vestido negro y lo puso a la vista. Fue al patio, justo a la esquina donde guardaba de todo un poco y tomó el frasco. Era lo que usaba cuando era necesario, cuando los roedores dejaban de respetar la sana distancia y, sin permiso, se metían a su cocina y a veces a sus cajones de ropa interior en busca de comida. Vació una porción del líquido en una coca cola, la mezcló con el dedo antes de darle un sorbo. —Cadavérica, gorda y pelona, ¡vaya final el mío! — Empezó a reír como no lo había hecho en las últimas semanas. Se terminó la bebida y por fin se sintió tranquila desde que supo que se iba a morir por culpa de su gordura.

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Nitz Lerasmo

Ciudad de México, 1994 Estudió la licenciatura en filosofía en la UNAM. Algunos de sus escritos han sido publicados en revistas literarias de México, Canadá y España. Forma parte de las antologías de cuento Exploraciones quiméricas Vol. I (Grupo Editorial Lectio, 2019) y Tercera Antología de Escritoras Mexicanas (El nido del fénix, 2020). Autora de la plaquette Instantáneas (Ediciones Awen, 2021).


Nitz Lerasmo

Instrucciones para lavar cubrebocas en víspera de Año Nuevo Te abstienes de meter los cubrebocas a la lavadora para iniciar el ciclo de lavado. Tú prefieres el camino de la desesperanza y por eso optas por lavarlos a mano. Porque lavar a mano te da un tiempo, una pausa, para pensar en el oscuro porvenir que se alza sobre ti como un castillo en ruinas. Has aprendido a acariciar tus infortunios al igual que los niños acarician con ternura a un cachorro. Por eso te abandonas a tus pensamientos, a ese recorrer perezoso de tu mente que solo presta atención a las catástrofes que te rodean. Entonces, para sortear la angustia, comienzas a divagar y reparas en los distintos modelos de cubrebocas que han de abundar en las calles. Máscaras que esconden el rostro de la gente y reparten —quizás democráticamente— el anonimato de los bandidos: cubrebocas KN95, cubrebocas como máscaras de luchador, con sonrisa de calavera, cubrebocas bordados, con lentejuelas, con decorados navideños, cubrebocas que brillan en la oscuridad dentro de un antro clandestino en el centro de la Ciudad de México. A pesar de los diferentes y coloridos estampados, has preferido que los tuyos, tus bozales, sean blancos y simples. Pones jabón en los cubrebocas y tallas con tus manos hasta producir espuma. Quisieras imaginar que es espuma de mar, de un mar verde que no has visto en mucho tiempo, pero en realidad aquella espuma, densa y viscosa, te recuerda a la saliva que brota de los labios de un epiléptico durante un ataque. 73


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Como si también quisieras limpiar la desazón de tus pensamientos, enjuagas meticulosamente los cubrebocas bajo un fino chorro de agua recordando el desastre ecológico del que eres parte, recordando que el agua ya comenzó a cotizarse en la bolsa de valores, teniendo presente que no toda la población mundial tiene el acceso privilegiado al agua que corre por el grifo como una diminuta cascada. Mientras reflexionas en ello, involuntariamente te rascas la barbilla y sientes los granitos que te han salido por usar tanto tiempo el cubrebocas. Un mal menor —dices en voz alta para convencerte— porque al menos tienes dónde dormir y tienes comida y tienes agua mientras que en otras partes del mundo hay gente que no posee nada de nada, ni siquiera la certeza de que al morir alguien depositará piadosamente un puñado de tierra sobre su cadáver. Rememoras cuando, hace unos meses, cumpliste un cuarto de siglo en medio de un año pandémico. Tuviste el impulso de soplar las velas del pastel pero entonces recordaste que no debías hacerlo, que eso equivaldría a esparcir tu saliva por el pastel y con ello exponer a un posible contagio a los tres invitados que rodeaban tu mesa. Así que te abstuviste de soplar, volviste a ponerte el cubrebocas y sonreíste para la foto, sonreíste tonta e inútilmente porque nadie pudo ver tu sonrisa. Imaginas que cuando termine el confinamiento, la gente querrá recuperar las calles. Habrá transcurrido mucho tiempo desde la última vez que las personas salieron al exterior. Tímidamente la gente se atreverá a salir de sus hogares. Pero a la intemperie, el polen les hará estornudar, el sol y el césped les provocarán urticaria en la piel, y los molestos mosquitos los perseguirán a donde vayan. Desilusionados, volverán a encerrarse en sus casas. Estarán tan acostumbrados a mirar el mundo a través de pantallas que el exterior no les parecerá ingrato si solo lo consumen por el filtro de los pixeles. 74


Nitz Lerasmo

Con la punta de los dedos tomas el cubrebocas desde los resortes y jalas de ellos, extiendes el cubrebocas como si fuera las alas de un murciélago, el estigmatizado murciélago que otrora remitía a Drácula y ahora simboliza la casi mítica transmisión de un virus. Cuelgas tus cubrebocas en el tendedero durante un día soleado. Con un par de pinzas descoloridas los sujetas a la cuerda para que el viento no se los lleve. Mientras cuelgas los cubrebocas piensas que el sol sale para todos pero no en 2020. No en este año que se ha deslizado como una serpiente que huye después de morder a su víctima. Año de desalojo por no pagar la renta. Año en el que se agregaron más portarretratos a la ofrenda del día de muertos. Es verdad que finaliza el fatal año. Sin embargo, de nada te sirve la súplica, la fe que no tienes, la esperanza. El nuevo año se avecina pero el parecido que tiene con su predecesor te mortifica. Una vez más, tu planeta completó su órbita alrededor del sol pero eso no garantiza que las cosas mejoren, que tus pesadillas se vuelvan irrisorias, que la desgracia no te persiga. Te falta el optimismo y la ingenuidad de quienes creen que con un año nuevo hay una nueva oportunidad para cumplir los sueños. Tú, en cambio, te sientes al borde de la derrota, de la claudicación. Bajo un cielo cobalto, el viento balancea los cubrebocas e imaginas que cada uno de ellos conforma la bandera blanca de tu rendición. Alzas las manos como un criminal que se presume inerme y te ofreces indefenso a la adversidad. Los cubrebocas no te salvarán de nada. Tú, con tu miseria, tampoco salvarás a nadie. Pero tienes los brazos alzados y comienzas a balancearte como si bailaras bajo el influjo de una música interior. Porque quizá es lo único que te queda, bailar en la hoguera de tu inmolación, con las llamas acariciándote los tobillos. Como si fueras un pagano que festejara la llegada de un nuevo ciclo sabiendo que todo es cíclico, que las catástrofes se repetirán otra vez, que el dolor es inagotable y su imagen se replicará en un espejo infinito. Al menos —te dices 75


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como consuelo— posees la certeza de que tendrás el rostro sereno si el cielo se cae a pedazos frente a ti. Exhausto, terminas de bailar. El sol se ha puesto y enrojece las nubes del poniente. La luz del crepúsculo ilumina los cubrebocas que ya se han secado. Hoy, no lo has olvidado, es Nochevieja.

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Valeria Loera

Chihuahua, Chihuahua, 1993 Es Licenciada en Teatro por la Universidad Autónoma de Chihuahua (2010-2015). Beneficiaria del programa Jóvenes Creadores 2020-21 del Sistema de Apoyo a la Creación y Proyectos Culturales (FONCA) y becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (2016-2018), ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo (2020). Su trabajo ha sido publicado en diversos medios digitales e impresos, entre los cuales destacan: Tierra Adentro, Alas y Raíces, Programa Editorial Chihuahua (PECH), Sangre ediciones, Este País, Pliego 16 y Revista Borde, entre otras.


Valeria Loera

Sobre el amor en tiempos de pandemia: Apesta …a gel antibacterial.

Instrucciones para besar en tiempos de pandemia: 1.- Elije al ser amado (o no) de tu preferencia. 2.- Si le tienes frente a ti, posiciónate a una Susana de distancia. Ojo: es Susana, no Susy, y si le pones segundo nombre con todo y apellidos, mejor. Si por azares del destino, no te encuentras cerca de la persona a la que quieres plantarle unos becerros, porque él o ella vive, por ejemplo, en New Jersey, y tú en cambio radicas en una cálida ciudad del norte de México, no te preocupes, pues este instructivo también te será de utilidad. 3.- Usa cubre bocas. Pero uno lindo; color rojo, negro o rosa, o cualquier tono que resalte tu mirada; con corazoncitos, flores o diseños divertidos. No recomendamos usar de los azules o blancos de tipo hospital, porque no inspiran al romance. Hoy en día es más importante tu elección de cubre bocas que de calzones. 79


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4.- El paso anterior solo aplica para quienes están frente a frente, si ustedes escucharon las recomendaciones del Dr. Gatell y se quedaron en casa, no requieren usar ninguna clase de mascarilla, solo procuren ir a un lugar más íntimo y al que llegue bien la señal del wi-fi. 5.- Recuerda que previamente debiste lavarte bien los dientes y las manos (este paso debes seguirlo con o sin pandemia. Que sepamos, los malos olores y la falta de higiene nunca han sido afrodisiacos). 6.- Si están lejos, mándale un meme, sticker, video gracioso, canción, fotografía o poema y dile: «Esto me recordó a ti». 7.- Si se encuentran cerca (pero no tanto) dile estas palabras: «a kilómetros estamos conectando» y si te responde «y me prendes aunque no me estés tocando», sabrás que el beso es consensuado. No te preocupes si esto no sucede, puede ser que esa persona no haya escuchado a la poderosísima Kali Uchis todavía, sin embargo, deberás estar atent@ a las señales para saber si quieren besarte de regreso. 8.- Desinfecta muy bien tu teléfono celular para poderle dar besitos a su fotografía en la pantalla. Nota: es importante desinfectarlo antes y después de cada beso. 9.- Si no pueden resistirse a la tentación del tacto: bésale la espalda, te sorprenderá lo increíblemente sexy y tierno que eso se siente. 10.- Si la distancia le ganó al amor y solo lo ves en el monitor, pasa tus propios dedos suavemente sobre tus labios e imagina que se trata de las manos, la boca del otro. Se recomienda usar gel antibacterial con aroma a fresas, para una mejor experiencia. 11:11 Respira profundo y espera… espera una cura, un mundo mejor, otra pandemia, el final de los tiempos, no tener miedo a la muerte, no tener miedo a la vida, para podernos besar de nuevo. 80



Liz Magenta

Puebla, Puebla, 1980 Estudió los diplomados en creación literaria en SOGEM, e INBA-CONACULTA. Ha publicado cuento en revistas nacionales e internacionales como: Tierra Adentro, Revista culturel, Nocturnario, Lo-innombrable, Teoría Omicrón, Literatura.sí, Phantastique, Perro negro de la calle, Seattle Escribe, entre otras. Ha ilustrado cuentos y portadas para las revistas: Teoría Omicrón, Noche Laberinto, Lo-innombrable, Estrepito, Perro Negro de la calle, Miseria, Margínalees y Lunáticas Mx. Está incluida en el mapa de escritoras mexicanas contemporáneas: (https://mapaescritorasmexicanas. wordpress.com/). Tiene publicados los libros: Infinito Psytrance, en coautoría con Zad Moon, y Mundo Insecto.


Liz Magenta

Nuestro bar Tenía una puerta de dos hojas, como en el viejo oeste. Los techos agrietados. Mesas y sillas de plástico, una barra con bancos altos. Los refrigeradores llenos de cervezas. Una fracturada rocola emitía noche y día cumbias de antaño. Las mujeres y los trans, acumulaban fichas por cada botella vacía y jugaban con ellas a hacer pirámides o a echar volados. Carcajadas agrías, humo de cigarrillo y tragos de alcohol deambulaban allí, donde entraban y salían las almas que comprendemos la soledad y el abandono, donde bailábamos canciones tristes y brindábamos felices por el encuentro, hombre con hombre, mujer con mujer, hombre, mujer, qué importaba, lo importante era deshacerse aunque sea un rato, tal vez solo por un momento de tanta soledad guardada. Dónde estarán ahora, mis novias, mis putas, mis amigas, dónde estarán si por culpa de la pandemia, nos cerraron el bar. Si el alcohol no nos mató, ni la enfermedad, entonces nos matará tanta pinche soledad.

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Amor en tiempos de pandemia Ella tenía el tono de gris más etéreo que jamás había visto en un par de ojos. Enmarcados por un abanico de pestañas muy oscuras, largas y gruesas. Sus cejas, aunque delgadas por la depilación, se miraban espesas y abundantes, esa mirada flechó su corazón oxidado por culpa de tantos viejos amores. Y era todo lo que podía ver en su rostro, pero era suficiente, demasiado, belleza infinita que despertó su adormilado deseo de placer. Cuando el dardo de esa mirada entró en su cavidad cardíaca, éste volvió a reanimarse y a partir de allí, latió y latió sin descanso. Se acercó a ella. Después de los cortejos, una noche entraron por fin a una habitación de hotel, sentados a la orilla de la cama se tomaron de las manos mientras se miraban fijamente, y entonces sucedió el milagro, la seducción, lo más excitante. El hombre tomó delicadamente las cuerdas del cubre bocas que escondía un tesoro de mieles. Lo retiró despacio de esas orejas que fue besando de a poco, con suavidad, con mucha calma, para ir descubriendo con ansia, con suspenso, con absoluto deseo, unos labios rojos, carnosos, que se entregaron derrotados al beso, al baile con esa otra lengua que los dos sintieron, gozando la humedad fría, entibiándose, excitados al unísono cuando al fin arrojaron a un lado de la cama los detestables cubre bocas, y al fin desnudos, se entregaron en un prolongado beso, antesala de su primera noche de besos y amor.

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Liz Magenta

Señorita Blue Siempre viste de azul porque es su color favorito. A su piel blanca le sienta bien. Camina recta, segura, inalcanzable. Nunca supe su edad, pero podría tener 27, o 40, o 35. Sus pupilas son azules y sus venas también lo son, cuando te abraza, las venas de sus brazos crecen, se estiran, se alargan y te enredan, te atan con puro amor. Y si te besa, entonces su saliva sabe a mora, azul, y su lengua es tibia y delicada como sus manos. Toda su piel es lisa y suave como la seda de un blanco azulado. Yo lo viví, eso, el hechizo, ese estar atrapado en ella, me libré solo porque me dio miedo ya no poder escaparme. Pero fui de los que tuvieron la suerte de tenerla, de dormir con ella. Después de amarla, sus venas se enredaban por todo mi cuerpo en las noches, cubriéndome con todo su corazón que bombeaba un calor hirviente que casi quemaba. Probé cada parte azul de su cuerpo perfecto, y solo por el miedo de volverme loco por ella, por sus ojos azules, por su sangre azul, y su saliva de mora, solo por eso la abandoné, y ella lloró en azul, a mares, hasta que el azul se le agotó, y solo quedó el blanco de su memoria, de sus recuerdos, y del corazón que bombeaba azul amor.

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Luis Arnulfo Medina Lira Ciudad de México

Estudié letras hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México con Maestría en Estudios de Arte y Literatura en la UAEM Morelos. Trabajo como editor en la @revista3es. He publicado narrativa en la revista Palabrijes de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, he participado en el Festival internacional de poesía Grito de Mujer llevado a cabo en Chihuahua en 2018 y 2019. Formo parte de la antología literaria Hemisferios, editada por la Universidad autónoma de Guadalajara en colaboración con la Universidad Austral de Chile. He trabajado como dramaturgo en el proyecto “Teatro en corto” de 2017 a 2019. Actualmente he concluido el diplomado en Escritura dramática para jóvenes audiencias impartido por “La titería”. Profesor de Literatura a nivel bachillerato y de Comunicación y Expresión oral en la Facultad de Arquitectura, UNAM.


Luis Arnulfo Medina

Un señor al medio día Un señor al medio día con su canasta barroca se quita su cubrebocas y empieza su letanía: “Palanquetas, alegrías, ates, higos y cocadas…” sus palabras endulzadas escalan los edificios ofreciendo sus servicios a las bocas encerradas.

Y el canasto es más pesado cuando la venta fracasa, cuando se vuelve a la casa menos fuerte, más cansado, rompiendo fila el soldado por fin detiene su marcha con el ánimo hecho escarcha, sus dulces y su amargura son juntos una figura que se remienda y se parcha.

Pocos abren sus ventanas, su lado de la moneda, él se va y ellos se quedan sin sospechas bacterianas porque si quieren botanas irán al supermercado, un edén sanitizado con altos precios y cloro mientras el hombre sonoro se devuelve desolado.

Pues si el ánimo se agacha “Mañana será otro día…” así le dice Lucía que es su amor desde muchacha, “Ya cambiará nuestra racha…” y mañana va de nuevo, valor, bolillo y un huevo, de nuevo su cubrebocas y a picar la misma roca, que en su oficio no hay relevo...

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Este mundo es circo añejo y aunque a muchos les sorprenda epidemia tan tremenda parece apenas bosquejo de un mundo tan disparejo donde manda la chequera: los de vino y arrachera llenarán los hospitales; los de atole con tamales nos formamos en la acera.

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Ale Montero

Acapulco, Guerrero, 1995 Es Licenciada en Psicología y psicoterapeuta. Ha publicado cuentos y poemas en diversas revistas literarias. Publicó el poemario La locura del poeta (2017). Obtuvo el segundo lugar en el primer concurso de poemas de amor convocado por la revista literaria Pérgola de humo, con su poema «Cuerpo». Consiguió mención honorífica en el primer concurso de minificción convocado por Manumisión, con su texto «Opresión». https://instagram.com/alemonterocabrera https://twitter.com/AleMontero1995 Boukker: Ale Montero.


Ale Montero

Soledad Cuando despertó había un penetrante silencio. Al correr la cortina y observar por la ventana, descubrió una calma anormal: no había nadie en la ciudad. —Tal vez todos están festejando algo en el centro. Salió de casa. Notó una inmensa tranquilidad. Lo único visible era un ave girando alrededor del sol. Mandó mensajes por celular a sus amistades y familiares; sin embargo, no obtuvo respuesta. Intentó realizar llamadas; no obstante, nadie contestaba sus celulares. Empezó a preocuparse. Observaba carros estacionados y tiendas vacías. Los únicos seres vivos eran pájaros bajando a posarse en ramas de árboles. Su ansiedad fue aumentando. Regresó a casa para investigar en su celular si la gente había desaparecido en todo el mundo, pero no había noticias relevantes. —No necesito a la gente en mi vida. Transcurrieron días. Sus labios temblaban, tartamudeaba, sus piernas se movían constantemente, hablaba por las noches viéndose en el espejo y conversaba con objetos. —Oye, Relojelio, ¿cómo va tu día? —le decía al reloj de pared mientras se sentaba a contemplarlo—. Supe que ayer tuviste una discusión con el sillón. No te lo tomes personal, tiene problemas emocionales. El siguiente día colocó una silla y vio fijamente al sillón. —Mira, yo sé que Relojelio puede ser fastidioso. No te pongas así, es buen sujeto. Pero no vine a eso, es que te quiero confesar algo: me siento mal de ser la única persona sobre la Tierra. Lo único reconfortante es saber que los tengo a ustedes. 91


Pandemials. Una antología viral

Organizó una reunión con algunos muebles. Les colocó platos con comida en la mesa. De repente, a los muebles les nacieron ojos y hablaron a través de los cajones. Relojelio poseía una boca, por la cual comunicó su agradecimiento de pertenecer a la familia. De manera inesperada, los muebles se convirtieron en humanoides de madera, altos, con flacas y largas extremidades. —Chicos, últimamente siento que no existo —dijo con mirada triste y voz quebrada. —Nos tienes a nosotros —contestó un humanoide de madera mientras le tocaba el hombro con cariño. Transcurrieron días. Sonreía ligeramente observando el suelo. Permaneció inmóvil en un rincón de su casa. Abrazaba con fuerza un reloj de pared. Enfrente había un buró tirado con los cajones abiertos.

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Gael Montiel Tultitlán, 1991

Estudió periodismo y egresó del diplomado de la Escuela de Escritores de México. Textos suyos han aparecido en el diario Reforma y las revistas Tierra Adentro, Crítica, La Hoja de Arena, Revista Mexicana de Comunicación, entre otras.


Gael Montiel

Uno nunca sabe Carolina tiene fiebre, dolor de cabeza y garganta y algo ha escuchado sobre un virus del otro lado del mundo y a los expertos decir que podría llegar hasta aquí, sin embargo para ella eso es un ruido de fondo para sus preocupaciones más tangibles, como el recado por neuralink que su jefe le envió a las cinco de la mañana cuando ella apenas se iba levantando, así que no se inquieta por el cuerpo cortado y los pensamientos de su malestar y de aquel virus no se tocan en su mente, está cada uno aislado en su burbuja de intrascendencia, porque en este momento lo que a ella le interesa es llegar temprano a la oficina, y corre, y baja las escaleras del metro, le escurre aún el cabello mojado, y estornuda, se tapa con la mano y se agarra del tubo por tres estaciones hasta abandonar el vagón y sube Juan, que también algo ha escuchado por ahí de un virus, pero esas son pendejadas que ocurren muy lejos, y a él lo que le importa de momento es saber si tuvo éxito para ocultarse de las cámaras en el andén, así que sube al vagón y en cuanto el tren se pone en marcha saca las golosinas que vende y las ofrece: barras de proteína sintética para la oficina, para el trabajo, al fin que sustituyen a una comida completa, y pone su mano derecha en el tubo en el que embarró la mano Carolina y camina hasta el fondo del vagón, sin darse cuenta de que propaga en el pasamanos la mucosidad apenas perceptible, y Juan llega al final del vagón y nadie le compra y baja y tiene sueño, y se rasca los ojos con la mano izquierda y se sube a otro vagón y se agarra del tubo y entonces Israel, que va entrando y solo tiene que llegar a la próxima estación, pone la mano en el tubo repasado por Juan, 95


Pandemials. Una antología viral

e Israel se baja del metro y llega a la oficina y habla con Mauricio, le pregunta cómo está, si ya desayunó, le dice que él va en camino a bajar por comida, si no quiere nada, e Israel no se da cuenta, pero escupe cuando habla y nadie se da cuenta de cuánto escupe cuando habla, y la mano de Mauricio interrumpe la trayectoria de la saliva y la recibe sin sentirla, y él niega, le dice que no se apure, ya comió una de esas barras de proteína sintética y mientras platica toma la pila de documentos con la mano ensalivada y los entrega a Fernanda, quien cuenta las hojas y las golpea con la mesa para acomodarlas y entra a la junta y reparte los informes, uno para Enrique, uno para María, uno para Daniela y Daniela toma la hoja, la dobla con fastidio, se burla de que en su empresa aún utilicen hojas de papel y lee desinteresadamente, y aprovecha que todos están concentrados en una gráfica para rascarse la nariz con discreción, la punta apenas, con el pulgar y el índice, y termina la junta y Daniela, que no ha desayunado, baja a la cafetería de la esquina y en la fila encuentra a Jorge y lo saluda de mano, intercambian un diálogo nimio antes de que Jorge se despida y entre a su oficina en otro edificio, pero se queda hasta muy tarde revisando los códigos de inteligencia artificial, y regresa a casa y se baja del metro y entra en su edificio y se agarra del barandal de la escalera para subir hasta llegar a su casa, pero Jorge es tu vecino y vive arriba de ti y tú, pendejo, sales por la mañana al día siguiente, porque solo querías estirar estas piernas que apenas te responden y llevarlas aunque fuese a la esquina a pasitos, porque llevas quince días encerrado desde que oíste en las noticias sobre el virus del otro lado del mundo, y te agarras del barandal cuando subes, el mismo barandal que agarró Jorge, y subes las escaleras con mucho esfuerzo y cuando al fin llegas a tu departamento arrojas el cubrebocas sobre la mesa y vas directo al baño y abres el grifo, presionas la botella de jabón y recibes en tu mano temblorosa el espeso líquido verde, y repasas los movimientos que hace tantas 96


Gael Montiel

décadas memorizaste para lavarte, haces círculos con las manos y vuelves el jabón espuma, restriegas tus dedos, tomas tu pulgar como una palanca, así aprendiste a hacerlo cuando eras joven, y la limpias y rascas tu palma izquierda para limpiarte los dedos de la mano derecha hasta debajo de las uñas, rascas tus palmas, rascas tus palmas, rascas tus palmas y tus dedos empiezan a sangrar y rompen tu piel delgada y el blanco de la espuma se mezcla con el rojo de tu sangre y piensas en cómo la gente puede salir tan confiada a la calle tras haber escuchado del virus del otro lado del mundo porque ellos no se acuerdan de eso, de lo que pasó hace décadas, en 2020 la mayoría ni había nacido o apenas o no entendía, pero tú, que ya no te acuerdas de muchas cosas, sí te acuerdas del encierro y de la muerte y del miedo y no sabes si esta vez será igual, no sabes muchas cosas, si el vecino se llama Jorge, si trabaja en una oficina, si Carolina solo tenía una gripe, vaya, no sabes si Carolina existe siquiera, pero agarras más jabón y te restriegas las manos de nuevo, por si acaso, porque uno nunca sabe.

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Leodan Morales

Ilamatlán, Veracruz, 1990 Ha publicado su obra literaria en distintas revistas y libros físicos y virtuales. Actualmente, pertenece al grupo denominado “Artistas distinguidos de Naucalpan”. Es parte de los seleccionados para ser parte del “2do Encuentro Nacional de Arte Indígena y Artesanía Contemporánea”, así como del “XLI Encuentro Nacional de Arte Joven”.


Leodan Morales

Pandemia El espacio colectivo (comunitario) ha desaparecido. Sintomatología de un sistema poco humano, desgastado, inexistente para la sobrevivencia de cada hora y cada día. El ambiente se tiñe de febrícula. Corrientes ventosas se CORONAn de minúsculas criaturas que no viven hasta invadir el interior de las pieles humanas. El virus se confina entre el alma y la existencia. Nos ahoga hasta la extinción tantas veces profetizada. (No somos) Pavimento vacío de pisadas ausentes. 99


Pandemials. Una antología viral

Hipócrita reunión clandestina, me contagias, te contagio. El cristal líquido de las pantallas, se disfraza de la caricia y el abrazo pos-pos-moderno que la pandemia arrebata a la necesidad humana. Orgasmos codificados en sistema binario. Gemidos sintetizados, semen virtual que no engendra, mas derrama un poco de la dopamina necesaria. Tu carne sabe a internet y teléfono inteligente. (Oxímetro Termómetro) Medidas métricas que definen la dimensión humana de habitarse pandémico y temeroso. La vida se ha puesto en línea. La familia sangra ante el encierro, mientras el mundo se desmorona. Dios confesó su impotencia ante la muerte y desamparo de su creación.

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Leodan Morales

Camillas saturadas, morgues infestadas de cadáveres producidos en serie. El nombre no importa cuando la estadística se impone. La incineración se ha vuelto remedio, la despedida se transforma en privilegio. Tras el último respiro que escapa a la intubación, se ocultan las palabras que nunca se dijeron y jamás se escucharon. Me reinvento ante el lenguaje que recién se descubre. Palabras médicas carentes de sentido, se niegan a reconfortar el alma. La mascarilla protege y oculta. Censura los gestos, anula la sonrisa, protege del caos que desata la amenaza microscópica. Me pierdo a 1.5 metros de distancia. Me oculto en el verso, para negar el diagnóstico. Si no es hoy, será mañana. Nos viralizamos. Estrecho tu mano, me contagio. Abrazas mi cuerpo, te contagias.

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Pandemials. Una antología viral

Más allá del desencanto, más allá del miedo de perecer hospitalizado, en algún momento, el mundo nuevo e incierto que nos espera, hará su entrada triunfal.

bienvenido

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Jessica «Rabit» Muñoz Egresada de la Licenciatura en Lengua Inglesa por la UACh, graduada, con honores, bajo la tesis «La búsqueda de la otredad del Pachuco como figura representativa de la sociedad Chicana a través de la obra de Teatro ‹Zoot Suit› de Luis Valdés». Autodidacta permanente, ha publicado de forma independiente a través de Fanzines con el uso de collage bajo la ideología D.I.Y., misma que ha incorporado a otros campos disciplinarios. Ha tomado talleres de creación literaria bajo la dirección de Buba Alarcón, Zel Cabrera, Daniel Medina y Raúl Aníbal Sánchez, así como talleres de Slam Poetry, Spoken Word con los poetas Karlos Atl y Comikk MG, participando en varios Slams de poesía desde entonces. Ha sido publicada en revistas locales como Metamorfosis, Fósforo y Meraki. Actualmente forma parte del colectivo de poesía Cíbola.


Jessica “Rabit” Muñoz

Dormir en los rincones de la casa Después de 500 años no salí de casa para trabajar un diablo como yo. Comportándome igual que el sol me prendí fuego crimen que abotona al disfraz que da vida. Conmuevo al sillón que seca las lágrimas de los párpados cuando se besan. ¿Qué es el diablo sin su maldad y el sol sin vestidura si los gatos se mudaron hoy?

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Patricia M. Pedreguera Ciudad de México, 1993

Estudió la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha escrito obras de teatro como Familia Carnaval (2018) y Al borde de la carretera (2020). En el 2013, fundó el grupo de teatro La voz de las cosas, con el que actualmente está trabajando sobre el eje de la familia y sus silencios. Así mismo, es co-fundadora del colectivo teatral Lesbianas sin fronteras. Desde el 2014, se ha especializado en el trabajo con jóvenes, como docente en el Colegio Madrid; experiencia que ha volcado su labor teatral hacia propiciar espacios de diálogo y problematización con jóvenes audiencias.


Patricia M. Pedreguera

Team Kong Para Natus, por compartir la ficción. A las siete intentar pararse, abrir los ojos, sopesar la secuencia matutina, volver a cerrarlos, para lograrse levantar hasta las ocho, ya algo tarde realmente, pero igual funciona. Tomar el celular, ver si hay alguna notificación que le de emoción a mi mañana, pero nada, ninguna es relevante: varios mensajes en grupos de trabajo que se quedarán sin ser leídos por varias horas, si es que no se quedan así por más tiempo. Sentarse viendo el piso desde la cama, los pies y los músculos con un dolor raro, dolor de días quietos. Tomar la ropa a la mano, unos pants, nadie nuevo me va a ver las piernas el día de hoy… como ayer nadie me las vio y mañana tampoco nadie me las verá…; así que el pants gris aguado, que me hace ver gorda, pero me hace sentir cómoda está bien; de playera, la misma que uso un día sí y uno no, le apestan las axilas, pero ya no importa porque nadie estará a menos de metro y medio, ni a menos de cinco metros en realidad. Caminata al baño, hacer pipí viendo la pared blanca a la que nunca le da el sol, lavarse las manos viéndome el rostro y pensando cómo resolver esta mañana mi cabello enmarañado y grasoso, que gracias a la cámara web puede pasar un poco desapercibido: decido hacerme un chongo más, como todos los días. Caminata a la cocina, café, es indispensable hacer café en la cafetera italiana; y mientras el agua se calienta para hacer que ocurra la magia del café, comer un plátano o un pan o lo que sea para evitar las agruras. Prender la computadora, sentarse frente a ella, checar en la cámara web que en el espacio 107


Pandemials. Una antología viral

no se delate nada: ni tristeza abultada en torres de klínex, ni el cenicero con porros a medias. Me veo un poco demacrada, pero no estoy tan mal, las ojeras de siempre, nada más. Entrar a una reunión web: a dar clases, a junta, a tomar clases, no importa; entrar a una reunión web a seguir con la ficción del trabajo. Una notificación particular retumba hasta el fondo del pecho: tinder, ¿me habrá contestado por fin?, ver el teléfono y nada, otra persona, todo bien, igual es alguien chido, hay que conocer de todo, el amor puede estar en cualquier lugar inesperado, a la vuelta de cualquier match. Pero hay que volver a lo que estaba, la junta o la clase. Seguir con la ficción, a veces la ficción cobra sentido y lo vale, me olvido de que casi un año atrás, la sola idea de pasar más de dos horas en videollamadas era absurda y aberrante, ahora cuatro horas es lo mínimo y es natural, la espalda jorobada y las nalgas aplastadas en la silla ya son parte del ciclo de la vida: te levantas, te conectas a la compu y luego te duermes; en resumen: naces, te conectas a la mátrix y luego te mueres. Pero volvamos a que, a veces incluso esto tiene sentido, porque a veces entre los cuadritos de todas las personas que tienen las cámaras prendidas, ocurre el milagro de sentir que estamos todos construyendo algo juntos, aunque cada quien esté en una realidad distinta… Cinco horas después, a comer, caminar a la cocina y esperar que en el refri haya algo ya hecho, ya hecho y delicioso: pero solo el arroz de la semana, y ahora toca atún, porque no hay energía para salir por pollo. Arroz y atún o arroz con huevo, lo que sea, no importa. Comer y quizá ver la tele, sí, ver la tele y acabando a trabajar en los pendientes. El plan de una hora viendo la tele, se convierte en toda la tarde viendo la tele hasta que la mente está cansada de no hacer nada y hay una angustia de que la vida se va y no se hace nada. Voltear a ver la pantalla del celular, con la esperanza de que entre todos los pixeles haya algún resto de emoción, algo por qué vivir, una historia de amor. Pero no, nada, otro día de enfrentar la 108


Patricia M. Pedreguera

pandemia sin nadie más, sola, sin nadie que me abrace en la noche, sin nadie que solo porque sí me pregunte ¿cómo estás?, ¿cómo estuvo tu día?, o que me diga que todo va a estar bien, aunque nada parezca estarlo. Nada, nadie. Los amigos de siempre, compartiendo algún meme. Así, una semana, dos semanas. A la tercera, la pregunta: ¿Le mando algo?, un hola… no… un ¿qué onda, cómo estas?, no… un ¿sigues ahí?.. no, no no, eso no, demasiado intenso y codependiente. ¿Le intereso? Bueno, me dijo que se iría de viaje tal vez por eso no ha contestado… aunque Jess dice que cuando a ella le importa alguien, le responde en chinga. Chale. No le intereso. Pero me cae tan bien y conocerla aquella única cita en el parque fue hermoso: No me imaginé la boda, creo que ya controlo eso… quiero decir, eso de imaginarme la boda y la vida juntas y los hijos. Ay, pero la neta sí me imaginé un beso. Conocerla, atrás de un cubrebocas y solo conocer sus ojos por varias horas. El temor a que detrás del cubrebocas esté el virus, nos ha obligado a comunicarnos con los ojos y con el resto del cuerpo. Por suerte estudié la técnica de teatro de máscaras y logro transmitir al resto de mi cuerpo mis emociones. Pero a veces solo sonrío porque sí, y esa sonrisa, que sé que tiene potencial ligador, ya quedó perdida dentro del KN95. Qué sexy sería entrar en un arrebato de desesperación y arrancarnos los cubrebocas y compartirnos babas, virus, bacterias, sudor, olores, estar dentro de ella y ella dentro mío. Pero no, somos civilizadas y platicamos otra hora más con cubrebocas. Hasta la hora del taco, del taco al pastor. Me encanta que dentro de todo el estrés pandémico, comer sea una excepción a las reglas, como si no hubiera contagio en ese momento. Y con la expectativa de un taco, una cerveza y por fin ver su rostro, nos bajamos el cubrebocas. Era cierto lo que auguraban sus ojos, tiene una sonrisa que me encanta. Pero ahora, aquí, cagando frente a la pared blanca del baño a la que nunca de la el sol, esperando una notificación que no llega. 109


Pandemials. Una antología viral

Terminar de cagar y regresar a la computadora, sentarme frente a la hoja en blanco en la que tengo que escribir un reporte desde hace dos semanas. Mirada furtiva al celular. ¿Le escribo? Solo para saber cómo está, un tranqui «¿cómo estás?» «¿qué tal va el viaje?» Pero la última vez que le mandé mi chiste pendejo sobre Kong y Godzilla no contestó, no mandó ni un sticker ni nada; tal vez le cagué, todo iba bien hasta que le dije que era team Kong, si le hubiera dicho que era team Godzilla tal vez estaríamos mandándonos mensajes aún. Sí, definitivamente no le intereso. Pero si le dejé de interesar por ser team Kong sería una pendejada, ¿no? Debería de escribirle y despejar dudas. Ya perdí diez minutos viendo su chat. El reporte, sí, el reporte, ¿por dónde empezar? ¿por dónde empezar a reportar mi trabajo en línea del último mes? Lo mismo que todos los días, realmente nada nuevo. Pero, Sandra y Julieta, me dijeron que le preguntara directamente si quiere volver a salir conmigo; aunque Joaquín me dijo que me esperara a que me escribiera, que iba a parecer una loca desesperada; pero Melissa conoció a Andrea en tinder y funcionó porque se dijeron las cosas directamente; sí, pero Rodrigo dice que no es el mejor momento para ligar por la pandemia, que igual los amores de pandemia no existen, no llevan a ningún lado; aunque mi terapeuta me dijo que sonaba bien esta historia, como a que por fin estoy superando a mi ex. El reporte, puta madre, solo he avanzado la configuración de la página y el interlineado. ¡A la chingada todo! Me rindo, tomo el celular y lo aviento a la cama. Comienzo a escribir el reporte y, justo entonces, suena estruendoso y se clava directo en el centro de mi corazón, el sonido inconfundible de una notificación de tinder, volteo a ver el celular en medio de la cama; así estoy, diez segundos, un minuto, un minuto y medio. Entonces me doy cuenta, sí, me doy cuenta de que ese momento me pertenece a mí plenamente, si tomo el celular puedo enterarme de que es alguien más y desilusionarme, o podría ser 110


Patricia M. Pedreguera

ella, diciéndome que salgamos mañana; no sé nada de estadística, pero a estas alturas, me parece que todo tiene la misma probabilidad de suceder... bueno, tal vez no, pero lo bueno es que no sé de estadística. Pero si no tomo el celular, la ilusión sigue estando en mis manos, nadie me la puede robar, la ilusión de sentir que también le intereso. Caminata a la cocina, sacar una cerveza; de nuevo frente a la compu, cierro la ventana del reporte, ya lo escribiré mañana en las tres horas que antes me hacía de transporte al trabajo y que ahora ocupo para sacar pendientes, abro yutub y pongo mi canción favorita, abro la cerveza y le doy dos tragos, el frescor de la cerveza entre semana recorre mi garganta y mi cuerpo se suelta y me pongo de pie y me pongo a bailar, esta felicidad es mía y nadie me la va a quitar. En un mundo sin pandemia, ahora estaría en el tráfico, apretada en un camión, con dolor de días rápidos. En un mundo con pandemia, ahora estoy bailando en calzones en mi cuarto a la mitad de la semana, esta nueva ficción también me gusta a veces. Prolongar la felicidad, huir de las notificaciones, estar conmigo un poco más. Decidir, por ahora, entregarme a la ficción de que al fin me escribió.

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Johana Rascón

Chihuahua, Chihuahua, 1995 Licenciada en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Autora del poemario Migraciones (Tintanueva, 2018) con el que obtuvo la mención honorífica del Premio Nacional de poesía Rogelio Treviño 2017. Textos suyos aparecen en antologías y revistas digitales. Fue miembro del comité Organizador del Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea y beneficiaria del FOMAC en su tercera emisión. Actualmente es docente y miembro del consejo editorial de la revista Fósforo.


Johana Rascón

Mi casa La casa es pequeña, las paredes sudan y la humedad recorre mi espalda. La casa se expande y se contrae como mis pulmones. Y me aprietan los cuartos, como la piel ceñida al cuerpo. La casa habla un lenguaje: suena a zumbidos de motocicleta, gallos al amanecer, un bebé llorando al fondo del departamento. La casa se queda sin aire, pequeña. Hay polvo. Nada tiene un principio ni un final. Soy más que estas cuatro paredes, que la masa distorsionada que es mi cuerpo frente al espejo: no está mi silueta.

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Pandemials. Una antología viral

He pasado tanto tiempo conmigo, sola. Me conozco de más y no sé si me gusto.

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J. R. Spinoza

H. Matamoros, Tamaulipas, 1990 Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Es coeditor en Revista delatripa: narrativa y algo más. Columnista en Editorial Tríada Primate de Perú. Libros Publicados: El regreso de los dioses, La batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019). El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021). Tragaluz (Winged, 2021).


J. R. Spinoza

El encierro La vitalidad se revela no solamente en la capacidad de persistir sino en la de volver a empezar Francis Scott Fitzgerald

Otra vez me he levantado a orinar. Es bastante molesto tener que salir de la cama en la madrugada solo porque mi vejiga no puede pasar más de tres horas sin querer vaciarse. Me duelen las rodillas y la espalda. Escucho el chorro de pipí chocar con el agua del inodoro. Se siente bien. Es extraño el vello púbico de los viejos. Tan blanco que parece artificial. Lo rasuraría de no ser porque temo cortarme. La piel está muy arrugada ahí abajo…bueno, en todas partes. Camino hacia el sillón y enciendo la luz de la sala. He perdido el sueño. Tomo el libro que dejé en la mesita: El curioso caso de Benjamin Button. Se trata de una persona que nace como un anciano y se va haciendo joven conforme pasa el tiempo. Ojalá yo también me hiciera joven. Solo debo aguantar, en unas semanas más volveré a mi cuerpo. Espero. «Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso a la Universidad de Yale». 117


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He estado leyendo mucho estas últimas semanas. En parte porque me siento cansado casi todo el día, en parte porque mi celular continúa perdido y el abuelo destruyó mi laptop sin querer cuando comenzó todo esto. «Si tan solo Pamela respondiera mis mensajes». Mi error fue llamarle cuando me lo pidió. Apenas escuchó mi voz, me tachó de degenerado. Ahora ha bloqueado el número de papá. Quisiera salir, así podría verla. «¡Qué tonterías piensas, Raúl! Si te viera con este aspecto, seguro te golpearía, o te denunciaría como un viejito rabo verde». Dejo el libro a un lado. Me paro frente al espejo de la sala. El reflejo me devuelve la imagen de un anciano encorvado, gordo, con un espeso bigote canoso y el cabello ralo y alborotado. Aunque si cierro los ojos un momento y los abro, puedo ver por una fracción de segundo al muchacho que fui hace poco, con mi cabello negro y mi piel joven. Alto, delgado y sin joroba. Nunca me di cuenta de lo mucho que me gustaba mi cuerpo. Un día antes de cambiar también me estaba viendo en el espejo. Había tomado un poco de gel para peinarme con la mano. Acompañaría al abuelo al bazar, a cambio él me prestaría su auto el fin de semana, tenía pensado invitar a Pamela a salir el domingo. Esa salida, por supuesto, nunca ocurriría. El bazar Sobek era un sitio muy concurrido. Se ponía una vez al mes en la ciudad y casi siempre estaba lleno, en su mayoría, por ancianos. Ignoro porque los ancianos gustan tanto de las antigüedades, a mí me gusta todo nuevo. Mientras el abuelo hablaba con sus amigas, yo mensajeaba con Pamela. Le mandé una foto de mi pene, me la había tomado en el baño antes de salir, lo había sacudido hasta dejarlo erecto y había tomado la fotografía en un ángulo que lo hacía verse más grande de lo que era. Ella me respondió el mensaje con una berenjena y una carita babeando. Le escribí que no era justo que solo yo enviase fotos. Estaba ansioso por verle las tetas. Ella me contestó que pronto me enviaría una. Stickers de besos y corazones. 118


J. R. Spinoza

—¿Quieres dejar ese aparato? —era el abuelo. Traía en las manos una figura de metal, del tamaño de un garrafón de agua —cárgala por mí. En el momento en que me la entregó, sentí un escalofrío, como si electricidad recorriera todo mi cuerpo. El pareció sentirlo también. Miré la figura, se trataba de un cocodrilo, estaba erguido, en dos pies y usaba uno de esos tocados que portan los faraones en los jeroglíficos. Tenía los brazos cruzados y sujetaba una especie de bastones en las manos. Pesaba mucho. —Vamos a pagarlo —dijo el abuelo después de un par de minutos de silencio. Caminamos hasta la caja registradora que era atendida por una muchacha como de mi edad, con el cabello purpura, un piercing en la nariz y algunos jeroglíficos tatuados en los brazos. —Son cinco mil pesos. —¡Qué! Ni que me estuvieran vendiendo la pirámide de Kefrén. —Este Tótem tiene más de cuatro mil años de antigüedad. —¿Cree que nací ayer? Si fuera cierto, debería estar en un museo. El abuelo hizo tanto coraje que regresamos a casa con las manos vacías. Al llegar, mamá nos informó de la pandemia y que se pondría el país en cuarentena. Ya había vivido la epidemia de influenza hace diez años, pero estaba vez la gente parecía más alarmada, la situación era tan seria que cerraron las escuelas y todos los negocios que no eran indispensables. Aun así, estaba decidido a salir con Pamela. Nos pusimos de acuerdo para vernos el día siguiente. El cine estaba cerrado, así que le propuse ir a comer. Pero no pasó. La mañana del domingo me desperté en la habitación del abuelo. Cuando me lastimé la espalda al tratar de levantarme, supe que algo no estaba bien. Me miré las manos. Estaban hinchadas 119


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y llenas de arrugas. Busqué mi celular, pero solo encontré el del abuelo, un aparato pequeño de color azul fosforescente, con cámara de cuatro megapíxeles e infrarrojo. Entonces corrí a la sala a toda prisa, solo para descubrir el horror ante el espejo. Justo la imagen que observo ahora. Estoy seguro que esto lo ha hecho el tótem. Cuando hablé con el abuelo, —quien parece muy feliz de estar en mi cuerpo— me dijo que podíamos comprarlo. Buscamos el sitio del Bazar, cuya sede está en Monterrey e hicimos la compra. Pero a causa de la pandemia, no me será entregado hasta terminar la cuarenta. —Debemos ser pacientes —dijo el abuelo con mi voz. Es raro escucharte a ti mismo, sobre todo cuando no estás de acuerdo con lo que sale de tu boca. Aunque en su defensa, pareció asustarse mucho con este cambio de cuerpo también. Porque al despertar piso mi laptop haciéndola pedazos. En parte es culpa de mi mala costumbre de dejarla en la cama. Pamela debe estar muy enojada conmigo, tarde me llegó la idea de pedirle al abuelo que hablase con ella, quizá si se me hubiese ocurrido el domingo pude haber controlado mejor la situación. Ella debe estar furiosa, y nuestras llamadas suelen durar horas, simplemente no podría estar diciéndole al abuelo que decir, ni soportaría que el abuelo escuchara su forma de hablarme cachondo. El mes y medio que tenemos de novios hemos tenido sexo por teléfono seis veces. Pienso en ella, en su carita redonda, sus ojos cafés, sus labios gruesos. Tengo que encontrar la manera de disculparme y mantener viva la relación en lo que recupero mi cuerpo. Debo distraer la mente. Tomo el libro de nuevo. Y me siento a leer. Después de treinta páginas, el sueño comienza a volver. Camino a mi habitación, más bien, la habitación del abuelo, donde estoy obligado a dormir. Odio todo acerca de este encierro, no solo estoy atrapado en el cuerpo 120


J. R. Spinoza

del abuelo, gracias a la pandemia, tampoco puedo salir de casa. Escucho ruidos. Vienen de mi cuarto, mi verdadero cuarto. Abro la puerta y descubro a Pamela con los pechos desnudos, rebotando; montada sobre quien debería ser yo. Es la primera vez que le veo los senos, tiene los pezones cafés y parecen un par de hot-cakes. La escucho gemir, pero se detiene en seco al verme. Lanza un gritito. Y se tapa con las sábanas. —¡Raúl! Dile a tu abuelo que se vaya.

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Ma. Bertha Vera Magaña Morelia, Michoacán, 1948

Colaboró en la Revistas Literarias: Livres y Ariwá. Publicó en coautoría ¿Dónde quedo yo? Mujeres que se arraigan en la escritura (DEMAC). Primer lugar en el VI Concurso Nacional Literario «El Viejo y la Mar» 2014 en el Estado de Chihuahua. Primer lugar en el Certamen de Poesía Ferrocarril a la Redonda 2017. Participó en el Foro de Mujeres Poetas Internacionales (MPI) Inc. «Grito de Mujer 2018”. Obtuvo el primer lugar en el XII Concurso Nacional Literario «Memoria de el Viejo y la Mar» en el Estado de Chihuahua 2020. Antología poética «Poetazos» colectivo la otra Feria 2020. Forma parte de la Antología Historias de Arena y Viento 2020. Mención Honorifica Premio de Poesía Alma Rosa Estrada 2021.


Ma. Bertha Vera Magaña

Ni los gritos insomnes del desierto I No otros miedos sino este toma las formas de tu propio ser pcr positivo positivo positivo Exiliada de la resurrección de lirios y jazmines del rostro del amanecer. No escuchas los pasos obcecados del viento Ni los gritos insomnes del desierto el alba quedó atrapada en tu garganta. Nadie puede hilvanar un beso en tu frente la soledad atosiga tu llanto amordazado en el tamiz de una cruel separación. sars-Cov-2 bautizado con el agua profana de incrédulos y necios has clavado el miedo a un costado de la aurora

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Saturación de oxígeno disminuida disminuida se fragua a tus espaldas la sombría mudanza de los sueños. En la penumbra de tu cama está varado el tiempo germina el desosiego hay una espera amarga, sin pausa ni tropiezos hay miedo de hollar el silencio de la muerte. II Área restringida Te sumergieron en un caldero infernal noche profana de luciérnagas blancas cubrió con su manto la hendidura en tus ojos por donde escapa la hipnosis de la muerte. Ciudad agobiada de contagios humíllate, expía tus pecados dobla tus rodillas son mis muertos y los tuyos mastican la angustia de ser expatriados de sí mismos. Pandemia pandemia pandemia. Escalofrío fiebre cansancio tos, hasta hundirte en tu naufragio el estertor de la muerte se esparce sigiloso 124


Ma. Bertha Vera Magaña

siempre en vigilia para palpar tu piel de arena el espanto desangra el crepúsculo para decantar gota a gota el suspiro tenaz de la tristeza. III Afianzada a tu memoria la palabra negándose a una despedida tu aliento es vértigo de recuerdos ausencia enmarcada en pupilas desoladas. Detrás de esa pared sombría hay otras manos otro miedo otro silencio otras miradas otra compasión hermanada a tu sangre. Oh miedo demacrado espanto letal agonía amordazada escarba en tu piel las uñas del desierto se consume la acequia de tu lengua un todo aglutinado a tu garganta te asfixia el escarnio del silencio para morir y renacer en otro día.

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Pandemials. Una antología viral

V No pude apretar tu mano de pájaro cautivo conectada, desconectada entubada con el espanto clavado en la raíz de tu mirada. Un oxímetro marca el funesto dolor y la fatiga saturación saturación, disminuida estruja el alba pálida la angustia se yergue en sí misma y te devora. Insuficiencia respiratoria neumonía taquicardia piel marmórea vacío descarnado de presencia. La codicia de un dios minúsculo acecha tu respiración mientras el aura de un beso renacido en un poema busca dormitar en tu regazo. VI Hay tanta sordina en el rumor del aire una pantalla un móvil —sostenido por manos ajenas— imagen etérea refleja ojos dolientes de tus hijos un adiós sin cuerpo 126


Ma. Bertha Vera Magaña

un lenguaje hecho de silencio un beso se desnuda

cae, se levanta, se hace y deshace entre los labios del viento enigma de la ausencia. Crepita en hornos el suspiro inaudible de la muerte Tócame soy polvo epidermis de ceniza sombra deshabitada de mi cuerpo espectro de sonámbulos abrazos. Martha, tantea con tu canto otra puerta detrás de la luz.

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Pandemials. Una antología viral se terminó de editar en julio de 2021 en la ciudad de Chihuahua por Sangre ediciones con el apoyo del Programa Emergente de Apoyo a Creadores de la Secretaría de Cultura del Estado de Chihuahua. Derechos reservados a sus autoras y autores.


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