Lo que Pierre Rosanvallon no comprende Chantal Mouffe 17
E
n su obra más reciente, El siglo del populismo,1 Pierre Rosanvallon se sorprende del hecho que, de forma contraria a otras ideologías de la modernidad como el liberalismo, el socialismo, el comunismo o el anarquismo, el populismo no se asocia a ninguna obra de envergadura. Sin embargo, se trata, según él, de una proposición política dotada de una coherencia y de una fuerza positiva, pero que no ha sido ni formalizada ni desarrollada. En su libro, Rosanvallon se propone definir la doctrina populista y hacer su crítica. Esta doctrina la construye de manera arbitraria, a partir de elementos que provienen de fuentes muy heterogéneas y retomando los clichés ya expuestos en la mayor parte de las críticas al populismo. Su definición no aporta nada a la tesis, retomada por numerosos autores, según la cual el populismo consiste en oponer un «pueblo puro» a una «élite corrupta» y a concebir la política como la expresión inmediata de la «voluntad general» del pueblo.2 Con algunas variaciones, encontramos esta visión en El siglo del populismo. Cuando se refiere a autores que defienden otra posición, lo hace travistiendo sus ideas para hacerlas conformes a la tesis que defiende. Muchos de mis trabajos son caricaturizados de esa forma, al punto que nos preguntamos si este historiador, muy reputado sin embargo, los ha leído o si hace prueba de una dudosa mala fe metodológica. Afirma, por ejemplo, que yo rechazo la democracia liberal representativa, cuando en mi libro Por un populismo de izquierda subrayo la importancia de inscribir esta estrategia en el cuadro de la democracia pluralista y de no renunciar a los principios del liberalismo político. Contrariamente a lo que pretende Rosanvallon, sostengo, en La paradoja democrática,3 que la democracia liberal resulta de la articulación de dos lógicas incompatibles en última instancia, pero que la tensión entre la igualdad y la libertad, cuando se manifiesta de forma «agonística», bajo la forma de una lucha entre adversarios, garantiza la existencia del pluralismo. De la misma forma, yo defendería, según él, la unanimidad como horizonte regulador de la expresión democrática, cuando el tema de la división social y de la imposibilidad de un consenso inclusivo se encuentra en el centro de mis reflexiones.
Pero si esta obra, que busca construir la teoría del populismo, no contribuye a una mejor inteligencia del fenómeno, es ante todo por la vanidad de su ambición: el populismo no existe como una entidad de la que podríamos hacer la teoría o producir el concepto. Existen los populismos, lo que explica, por otra parte, por qué la noción da lugar a tantas interpretaciones y definiciones contradictorias.
Más que buscar definir los principios del populismo, debemos examinar la lógica política puesta en obra por los movimientos calificados como «populistas». Siguiendo este procedimiento, Ernesto Laclau muestra en La razón populista4 que se trata de una estrategia de construcción de una frontera política establecida sobre la base de una oposición entre los de abajo y los de arriba, entre los dominantes y los dominados. Los movimientos que la adoptan surgen siempre en el contexto de una crisis del modelo hegemónico. Visto de esta forma, el populismo no aparece ni como una ideología, ni como un régimen, ni como un contenido programático específico. Todo depende de la manera en que se construye la oposición nosotros/ellos, así como de los contextos históri-