Pasión Cofrade
Con el ocho al hombro
Se cumplen, en 2018, cincuenta años en que la lluvia se cebó y arruinó los viernes de Dolores y Santo
S
i algo llama poderosamente la atención de los papones, antes y durante la Semana Santa, es el tiempo, las predicciones que, ahora, por aquello de las nuevas tecnologías, se van avanzando por horas casi con total acierto -es decir, que apenas hay fallos en los pronósticos- desde los diversos portales con sus meteorólogos para satisfacción plena, de unos, o disgusto impenitente, de otros, según sea el palo de la baraja que pinte a cada cual. Y eso fue lo que ocurrió en la primavera de 1968. Fechas antes de la Semana Mayor ya se barruntaban malos presagios en cuanto a la aparición desbocada de lluvia y nieve, si bien siempre queda la esperanza de que, cuando menos, la benignidad de las nubes relaje la impaciencia y la aplique con generosidad durante las horas de las procesiones. Sin embargo, no siempre fue así. Está claro que no, y a los últimos años hay que remitirse. Alguna vez, es verdad, ha ocurrido y suele ser muy recordado por los papones y los amantes de la Semana Santa, como lo sucedido en la tarde -y en la anochecida, también- del Viernes Santo de 2005 -que al ser calendario impar Minerva era quien organizaba la procesión-, año en el que el cortejo del Santo Entierro se puso en marcha desde el convento capuchino y franciscano de San Francisco el Real, en la calle la Corredera. Aquella decisión lo fue a cara o cruz, o a cara de perro, valga la expresión, por parte del, en ese entonces, abad de la penitencial y sacramental cofradía de la capa blanca y el capirote morado radicada en la barriada de San Martín, Javier Benítez Bardal. En aquel momento -no conviene olvidarlo- la junta de seises descansó -o mejor dicho, traspasó- toda la responsabilidad, la decisión última de salir
o suspender la procesión sobre las espaldas del abad, quien, paseando por el patio conventual en completa soledad, vio un claro en el cielo y ordenó el comienzo del desfile. Se la jugó. Y acertó. Dio en la diana. Fue un éxito general y una satisfacción personal y piadosa -humilde tal vez- de Benítez Bardal. Como tampoco conviene olvidar que durante el ínterin, durante el tiempo de espera, algunos destacados hermanos ya habían abandonado, sin quitarse la túnica, las instalaciones conventuales del santo de Asís, en la creencia, en el convencimiento de que la procesión se suspendía irremediablemente. No fue así. Se recortó un poco el recorrido y, a la entrada, en los instantes finales, cayeron unas gotas. Muy pocas. Casi anecdóticas. Pero el encargo estaba cumplido. El Santo Entierro había salido a la calle con aplomo y la mayor solemnidad.
las expectativas no eran en absoluto halagüeñas. El periódico -Diario de León- publicaba esa misma fecha el siguiente titular: -La Fiesta de los Dolores / Esta tarde, si no llueve, saldrá la procesión-. Los augurios se veían, desde las horas de la víspera, en la redacción del decano de los rotativos leoneses, ensombrecidos.
La primera penuria de los cortejos, de los aguaceros, del ya lejano 1968 -hace cincuenta años ahora- se vivió el Viernes de Dolores. Era un cinco de abril. Desde primera hora del día
La iglesia del Mercado se encontraba, como siempre, atestada de fieles y devotos, mientras que los braceros de la Virgen accedían al templo por la sacristía. Empero, no había solución. >
Y la abrileña tarde pronto se tornó plomiza. Impenetrable. El cielo se cubrió con un gran y espeso manto tan indescriptible como innoble, de un color ceniza sucio y áspero, que anunciaba tristeza y vulnerabilidad. Como si se tratara de boca de lobo bajada desde las alturas. Llovía con intensidad mientras se escapaba la nieve, y ni un solo jirón azul se vislumbraba entre las nubes. Ni una mínima esperanza que llevarse al ánimo y al alma. Al corazón. Nada.
Semana Santa • León 2018
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