/ El Fenicio /
EL ÚLTIMO PASODOBLE Gorro de Manet. Rodolfo Villaplana. 2015
Cuando mi cuñado lo corrigió con ese «Viaplana» casi sentí lástima por él. Mi padre llevaba toda la vida llamándolo «Villaplana», con toda la grandiosidad de un pequeño pueblo. La historia es que, con el paso del tiempo he podido constatar que no era el único que se refería así a aquella barriada choquera con tanta solera. Barrio con más de un siglo del que ya sólo quedan un par de casas seniles que apenas mantienen el equilibrio entre los modernos edificios de las calles San Ramón y San Marcos. Lugareños tan dicharacheros como El Forrapeos, Pepe el de las vacas, Clarita la de la tienda, o La hija de la Canita dotaban de personalidad a aquel vecindario onubense que rezumaba vino, toros, gallos de pelea y fandango por los cuatro costaos. Hoy los nombres están atados a páginas webs, correos o perfiles en redes sociales. Pero ayer eran mucho menos que eso; eran sólo una historia que contar. Precisamente hay una que nunca podré olvidar: El Pasodoble del Cascarilla y la Salá. No hacía falta mucho esfuerzo por aquél entonces para granjearse un apodo de por vida. Nicolás terminó siendo «El Cascarilla» porque allí donde se sentaba dejaba un rastro de cáscaras de «arvellanas», cacahuetes para los forasteros. A veces era aún mucho más sencillo y se terminaba siendo el infame heredero de un mote que poco tenía que ver con los pecados propios. Unas veces era estupendo si éste atribuía la buena fama de una familia honrada; pero otras, resultaba incómodo tal patrimonio, sobre todo si habías nacido siendo la hija del «Pollero». Carmeli era hija del «Salao». Un barbero que, según contaba mi padre, introducía con total naturalidad el dedo en la boca a mi abuelo para «allanar» y poder rasurar el hoyuelo que tenía en la mejilla izquierda. También afeitaba a fuego. Al terminar daba un trago a la botella de aguardiente que siempre le acompañaba y rociaba al desgraciado escupiéndole a la cara a modo de bálsamo para refrescar y tersar la piel. Aunque sospecho que ésto lo conseguía más por sorpresa que por las propiedades del linimento. El Cascarilla y La Salá se enamoraron tan pronto como pudieron, y en cuanto el servicio militar lo permitió se casaron para formar una familia. Tuvieron cinco hijos. Los criaron como casi todas las familias de la época, con el poco dinero que él conseguía trabajando y con todo el esfuerzo para ella. Pasado un tiempo abrieron su propia tahona y pudieron ahorrar lo suficiente para que todos sus polluelos volasen del nido. Incluso les quedó bastante para construirse una casita con huerto. Jubilados, el Sol les pasaba por encima mientras araban, sembraban y recogían sus tomates, lechugas y acelgas en el corazón de Villaplana. Los días pasaban entre despistes y recuerdos, y eso era prácticamente lo único que sucedía. Hasta que una mañana de 1995 La Salá se despertó en la cama junto a un desconocido.
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