La Obediencia Nocturna Requiem aeternam dona eis, Domine: et lux perpetua luceat eis. Me da lo mismo. Eso me va a pasar un día. Más pronto o más tarde, de la misma manera o de otra, acaso más dolorosa. Poco importa. Después de todo es la mejor salida cuando uno está cansado y ya no puede alegrarse de nada, cuando se mira en el espejo y no se asusta de ver lo que ahí se refleja. Cuando se dice: al fin y al cabo da lo mismo una cosa con la otra. Es igual. Eso dije entonces. Pero hay tardes como ésta en que, de pronto, miro por la ventana. Un vago, esperando impulso me obliga a olvidar lo que esté haciendo y me llama por la ventana. Pero no quiero engañarme, sería injusto: no hago nada, no quiero hacer nada. Está cerrado el libro de derecho romano, está una improbable carta pensada para alguien a quien no conozco, unas líneas que dicen: “¿sabe usted?, estoy liquidado y no me importa”, están las notas que me encargó el señor Villaranda, ese cuaderno del que tenía que descifrar palabras escritas en idiomas extranjeros, signos y símbolos. Pero hay tardes como ésta, en que me quedo viendo la calle —larga, estrecha, dividida y subdividida en callecitas pequeñas, como avergonzadas de no haber crecido, de no llegar a ningún lado, de encerrarse en sí mismas, de albergar a unas cuantas casas, a unas cuantas personas—, la calle y las gentes que caminan, los automóviles que avanzan y se detienen intempestivamente, las casas, los árboles dedicados —ahora— a recuperar flores amarillas, rojas y moradas. Aquí está, a mi vista, la ciudad misma de siempre, la tarde interminable, la hora que indica el regreso a la casa, el indistinto fin de la jornada. Y la invariable pregunta: ¿Y ahora qué? (Melo, J., 1969, La obediencia nocturna. pp. 9-10)
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