V Premio Relatos Breves sobre salud respiratoria

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sobre salud respiratoria

Sobre salud

Sobre salud

Respiratoria

Respiratoria

IV CERTAMEN SEPAR RELATO BREVE
V CERTAMEN SEPAR RELATO BREVE

DL: B 22738-2022

ISBN: 978-84-124841-5-1

DL: B 11277-2023

ISBN: 978-84-124841-9-9

Copyright 2022. SEPAR

© Copyright 2023. SEPAR

Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner

Ilustraciones: Marta Aguayo / @martawaterme

Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner

Con el patrocinio de:

Con el pratocinio de:

Editado y coordinado por Editorial Respira

© coordinado por Editorial Respira

RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DELP ULMÓN-SEPAR

RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR

Provença, 108, Bajos 2ª

08029 Barcelona - ESPAÑA

Provença, 108, 08029 Barcelona -

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de reprodución de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.

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Prólogo

Prólogo

En tus manos tienes la obra Certamen de relato breve de SEPARpacientes en su cuarta edición, que revela, con una fuerza extraordinaria, aquello que nuestros escritores, pacientes, profesionales, ciudadanos, han sido capaces de plasmar acerca de sus vivencias y sensaciones, alrededor de la salud respiratoria.

Esta obra es el lugar donde se tejen los sueños. Esta es la obra donde se plasman las realidades, el vértice donde todos hablamos, compartimos, nos comunicamos.

Relato es un cuento o narración de carácter literario, generalmente breve, y es también la acción de relatar un acontecimiento de palabra o por escrito. Deriva del latín relatum, supino de referre “volver a llevar”, “hacer referencia”, derivado de ferre ‘llevar’. Curiosamente, de la familia etimológica de preferir. Nunca mejor que conocer el origen de las

El sueño es el principio de nuestra realidad. La palabra nos aproxima, es el milagro del tiempo recobrado, del tiempo aparentemente perdido, un ejercicio del cuerpo y del alma que nos une.

He aquí el fruto de nuestros escritores, que “respirando juntos”, nos sumerge en un mundo pleno de sensibilidades, que nos habla de sufrimiento, de alegrías, a veces de la muerte, pero siempre con un soplo de esperanza. Atrás quedaron los malos recuerdos, enterrados en un mundo onírico, que nos borra lo feo, que nos deja lo amable, lo más bello.

Lo que más estimaban, cuando tenían un papel, o la pantalla del ordenador en blanco, que era revivir y llevar a los demás.

La medicina, nuestra relación con los pacientes, no puede dejar de ser humana, y sobre todo, humanista. El don de la palabra, la escritura, la razón y el talento, nos permiten la convivencia, la razón de nuestra existencia, la relación entre las personas, que en el fondo, compartimos las mismas inquietudes: la alegría, el dolor, el amor, el sufrimiento, la salud, y otros sustantivos derivados, como el cariño, la esperanza, la amistad, la tristeza. Sentimientos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida.

El Certamen de Relato breve de SEPARpacientes alcanza su quinta edición y por ello, es una ocasión de inmensa alegría para celebrarlo. Relatos que fueron un día anónimos, hoy tienen nombres y apellidos que revelan su identidad. Algunos fueron escritos por profesionales del mundo sanitario, otros fueron firmados por pacientes y muchos por cuidadores de pacientes con enfermedades respiratorias. Todos “respiraron juntos” para tejer un entramado de sueños y dar lugar a este fruto maduro que hoy tienes en tus manos.

Sueña dormido, sueña despierto, descubre el tejido de este mundo de sueños, de relatos que respiran. Duerme mientras vives esta realidad, respirando, paciente, y asómate a sus páginas a través del milagro de la palabra.

Este libro está forjado con una amalgama de retazos de vida de cada uno de sus autores. En cada relato hay, más que personajes, muchas personas, personas vivas que nos saludan, que recordamos por haberlas sentido, aun sin conocerlas, y que nos advierten: ¡aquí estoy yo!, para que las acariciemos y apreciemos con nuestra lectura.

En esta obra tienes el talento, el fruto del esfuerzo y la insistencia. El talento no viene solo. Además, casi siempre se acompaña de aliento. Es el aire que respiramos sin darnos cuenta y que alguien nos exhala en la parte de atrás de nuestro cuello, que nos hace revolver los hombros en nuestro asiento, para animarnos a escribir y rellenar el hueco en

Nuestra más sincera enhorabuena a los ganadores. Nuestro reconocimiento eterno a todos nuestros escritores, que hacen grande este Certamen de relato breve de SEPARpacientes.

8-11-2022

Directores de SeparPacientes

Eusebi Chiner y Carme Hernández Directores de SEPARpacientes 17-5-2023
CERTAMEN SEPAR DE RELATO BREVE 2023 1r PREMIO / Hoy he elegido ser feliz. Eva Mª Camarero Rodríguez ............ 9 2º PREMIO / Los héroes de Antón. Jennifer Ramos Vázquez ................. 15 3r PREMIO / Aurora. Leire Vázquez Astorquiza ........................... 19 Tan solo respira. Mayerling Acosta 25 La ingravidez del ser. Cristina Aljama Vizcarra ............................. 28 Soplo de esperanza. Inmaculada Bosch Racero ............................. 30 220 días. Macarena Campos Morales .................................... 32 Papá. Maria del Mar Castaño .......................................... 34 Vaya tela con el ELA. Juan Castaño Lirio ................................. 36 Ahora que la vida. Gema Castellanos Serra 38 Jo tinc FPI. Andreu Clapés Flaqué ...................................... 40 Relato real de un niño a su abuelo. Tomás Crespo Martel .................... 44 La confesión. Asunción Fenoll Cerdá .................................... 46 El viaje. Asunción Fenoll Cerdá ........................................ 48 Esto es amor. Asunción Fenoll Cerdá .................................... 50 Cena de Navidad. Asunción Fenoll Cerdá 52 Morir de amor. Josefina Fernández Díaz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 Aire. Raúl Godoy Mayoral ............................................ 56 Guardia. Raúl Godoy Mayoral ......................................... 57 Pequeñas alegrías. Diana Margarita Iñahuazo Solano ........................ 59 Un respirador que proyectó el amor. Marisa Lahoz Alloza .................... 62 Irene. Mª José Linares Serrano ........................................ 64 Soufflé. Cristina Martín Minguillón ..................................... 66 El corazón a 200. Andrea Martínez Baladrón .............................. 69 Ha ganado ella. Sonia Morales Montaño ................................. 71 Examen práctico Medicina Interna. Alejandro José Pozo de la Cámara .......... 74
Eu respiro rural. Beatriz Prieto Cortés  76 Y volverme río. Patrícia Quirós Fernández ................................ 79 La tierra tiembla. Patrícia Quirós Fernández .............................. 81 Fui una costilla fluctuante. Patrícia Quirós Fernández ....................... 83 Queridos padres y madres. Jennifer Ramos Vázquez ........................ 85 Niña de sal. Coral Sanz Carro ......................................... 87 Colapso. Leire Vázquez Astorquiza ...................................... 89 Respira. Cecilia Velasco Bois .......................................... 91 Insomne. Alfons M. Viñuela Juárez ..................................... 93

PRIMER PREMIO

Hoy he elegido ser feliz

“Coged las rosas mientras podáis pues veloz el tiempo vuela y la misma flor que hoy admiráis mañana estará muerta”.

Mientras resonaban estas palabras en su cabeza, se acordaba de algo que siempre enseñaba a sus alumnos cuando explicaba el Renacimiento:

“Carpe diem”, “aprovecha el momento”, ese instante que corre, intentando zafarse de sus alocadas mentes adolescentes y de su “apacible” vida como profesor de Literatura con una enfermedad neuromuscular degenerativa. Hacía tiempo que Ernesto se notaba extraño, le costaba caminar, más de lo habitual en él, respirar, hablar… a veces se pasaba días afónico o le costaba recitar esos versos del tirón, pero no pensaba tirar la toalla. Un día estaba en clase hablando del Quijote y todo empezó a darle vueltas. Su frente ardía y rápidamente empezaron los escalofríos y sacudidas. Sus alumnos de Tercero de ESO, al ver de esta guisa a su maestro, corrieron raudas y veloces a buscar a algún profesor de guardia. Mientras, Ernesto no se movía de su silla y apoyaba todo su cuerpo sobre la vieja mesa de madera que aguantaba sus charlas, risas, regañinas, castigos y algún que otro puñetazo. Esperaba que aquella sensación tan desagradable de estar montado en un tiovivo sin retorno, sin comienzo ni fin desapareciera, todo daba vueltas en torno a su figura, sin embargo, no fue sí, pronto empezó con su tos seca, asmática, compañera inseparable de fin de curso, de todos los finales de curso, llenos de cansancio, achaques y preocupaciones.

Pronto llegó la ambulancia al centro educativo y fue trasladado rápidamente al hospital. Diagnóstico: neumonía bilateral bastante avanzada. No podía hablar, tragar ni beber. Le dolían mucho el pecho y las articulaciones.

En sus días de ingreso hospitalario conoció a una neumóloga pizpireta, alegre, nerviosa, menudita y muy profesional. El primer día le dijo:

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Hoy he elegido ser feliz

– Lo siento Ernesto, pero vas a tener que dejar de trabajar. Siento decírtelo así, pero o cambias tu ritmo de vida y sigues mis consejos o no sé cuánto podrás vivir. Necesitas cuidarte y las pocas fuerzas que tienes las necesitas para vivir. Piénsatelo. Tu familia te necesita y esto no es calidad de vida.

Los ojos del profesor se llenaron de lágrimas mientras repetía: – Dejar de trabajar, no, no, todavía soy joven, me gusta dar clase, soy feliz entre mis alumnos, mis libros, mis versos, mi grupo de teatro... Lo superaré, puedo con todo, esto es algo pasajero.

La doctora, muy resuelta y empática, dándose cuenta de la situación y conmovida por las lágrimas de su paciente, le comentó:

– A partir de hoy vas a empezar a usar por las noches un BiPAP, mira, es este aparato que te he traído. Te lo gradúo, te enseño a utilizarlo y desde hoy será tu compañero de viaje. Vamos a ver qué tal te va.

Le colocó una mascarilla, dura y un poco rígida, que más adelante cambiaría por otra más blanda de goma y silicona, toqueteó ágilmente con sus dedos, con la habilidad de un mago, una serie de parámetros, como si de un cohete que va a despegar se tratara, y lo puso en marcha. Ernesto era una mezcla entre conejillo asustado y extraterrestre recién llegado a la Tierra con su máscara para no asfixiarse en una atmósfera hostil. Miraba con ojos asombrados aquella máquina a la que le habían conectado sin permiso, como si de un ovni se tratara. Al principio una sensación extraña embargaba su ser y su respiración agitada y poco acompasada se fue tornando rítmica y suave. Empezó a relajarse y parecía que flotaba, incluso le entró sueño, después de las agitadas noches hospitalarias, en las cuales era imposible conciliar el sueño. Al cabo de un rato, aquella duendecilla de bata blanca le comentó:

– Bueno, pues esto será un accesorio muy importante de tu vida, pero todavía te espera un “robotillo” un poco más desagradable que, sin embargo, te hará mucho bien: un tosedor.

– ¿Un tosedor?– Preguntó Ernesto con los ojos como platos.

– ¡Qué mal sonaba aquello! Si él ya tosía, no necesitaba toser más– pensaba dentro de su ignorancia neumológica. No sabía que aquellos artilugios de nombre extraño le devolverían la voz y las ganas de luchar. Sus atrofiados músculos torácicos y respiratorios recibieron con los brazos abiertos ese salvavidas, que noche tras noche y día tras día, permitía a Ernesto un nuevo despertar, rellenar sus pulmones de aire renovado, de poner en marcha sus agotados músculos y comenzar, despertar un día y otro, una noche tras otra noche, una clase tras otra clase, un poema tras otro poema, un verso tras otro verso a golpe de fragua, de ir forjando otros lazos con otra vida, no menos apasionante que

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la anterior a aquel día en el que recibió aquellos “regalos hospitalarios”. Su día a día no era un camino de rosas, pero las espinas tampoco pinchaban tanto, aunque su amistad con el tosedor todavía se resistía. Ernesto pudo continuar con su vocación académica y disfrutar de su familia, sin agotarse tanto, sin esa tos y esa afonía que le habían ido acompañando en los últimos meses y le impedían llevar a cabo una vida normal. Pudo seguir impartiendo clases durante dos años más antes de jubilarse y estrenar su última obra de teatro, de la mano de sus inestimables compañeras de fatigas, que tanto le ayudaron a realizar su sueño. Después de mucho reflexionar había tomado una decisión. Se había decantado por la mejor opción de vida: Ser feliz y hacer felices a los que le rodeaban. El último día mientras sujetaba su bastón con la mano derecha y cerraba con llave, lo que había sido su aula durante sus últimos años, cuando ya no podía caminar distancias largas ni subir escaleras, con los ojos llorosos y emocionados, recordaba los versos del poema de Ana María Gil que había recitado a sus alumnos aquella soleada mañana de junio como despedida:

Hoy he elegido ser feliz y disfrutar del rayo de sol que me despierta en la mañana, del cantar de los pájaros, del suave cobijo con el que despierto, del sutil susurro de mi corazón.

Hoy he elegido ser feliz y amar cada situación que se me presente, disfrutar de cada instante que vivo, admirar a cada persona que se cruza en mi camino.

Hoy he elegido ser feliz, pues no es muy tarde ni muy temprano para ser feliz, solo mi decisión es suficiente.

Dedicado a la Doctora Araceli Abad y su equipo del Hospital Universitario de Getafe y a todos los profesionales que luchan por hacer nuestras vidas un poquito más agradables y enseñarnos a luchar, aunque el camino sea difícil y tortuoso. Gracias.

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Hoy he elegido ser feliz

SEGUNDO PREMIO

Los héroes de Antón

Todos los niños del mundo saben que existen los héroes, –en este caso no hablo de los que tienen superpoderes y llevan una capa colgando en su espalda–, para mí, la palabra héroe significa “motor de mi vida”, y ¿sabéis por qué? Porque me guiaron en mi camino, son mis protectores, mis ángeles guardianes.

Pero como en todo cuento, tiene que haber una terrible villana, y así apareció en mi vida la llamada Fibrosis Quística, una enfermedad rara e incurable.

Mientras todo esto sucedía, una niña llamada Valeria jugaba en el parque con sus padres. ¡Me daba gusto verlos jugar juntos! Después de jugar un rato, los padres se acercaron para contarle una historia, la de “Antón y su maldición”, o eso creía Antón.

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“El misterioso niño llamado Antón, siempre estaba tosiendo, era su maldición. En el colegio, no podía hablar con sus compañeros de clase, sin que no estuviese la dichosa tos de por medio. Tampoco podía jugar al fútbol, porque no corría tan rápido como los demás. Por lo tanto, los amigos fueron alejándose de él, y el pobre Antón se sentía muy solo. Antón pensaba que nunca más iba a tener amigos.”

«“Y al final, ¿Antón se quedó sin amigos, mami?”» dijo Valeria al escuchar a sus padres con un titubeo. La madre, viendo que su hija estaba prestando atención, siguió contando el cuento.

“Antón era un niño encantador, pero sin amigos. Siempre estaba muy triste, porque no paraba de toser, y muchas veces, lo que hacía…

«¿Qué hacía?», dijo Valeria muy preocupada, a lo que la madre le respondió, ¡intentaba esconder su tos! pero… le era realmente imposible.

16 Los héroes de Antón

Hasta que un buen día, conoció a Jesús y Concepción, sus héroes, o así los llamaba Antón.

Jesús y Concepción llevaron a Antón a una asociación, ahí conoció a los amigos que tiene hoy. «Son como yo», exclamó Antón, estaba muy contento y alucinado de la emoción.

Además, estos héroes encontraron el punto débil de esta maldición. Antón solo tenía que tomar unas pastillas. Esas pastillas eran mágicas, porque cuando Antón las tomaba la tos…

¿Qué pasó con la tos? interrumpió Valeria, a lo que su madre contestó: “¡La tos desapareció, en un abrir y cerrar los ojos!”. Valeria muy contenta por Antón preguntó: ¿y qué pasó después mamá? a lo que la madre de Valeria respondió:

Antón se dio cuenta que su tos no era una maldición, sino su solución.

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Jennifer Ramos Vázquez

TERCER PREMIO

Aurora

Leire Vázquez Astorquiza

– … ¿Lo comprende usted, señora Ramírez?

La mujer no apartaba la mirada de la ventana, desde la que se podía observar el cielo tiñéndose de los hermosos colores del atardecer. Sujetaba un rosario entre sus manos, y su expresión era indescifrable. Apreté con fuerza mi cuaderno y me situé detrás del doctor, casi esperando que su impoluta bata blanca ocultase mi presencia.

El doctor se mordió el labio. Se le veía incómodo, como si fuera incapaz de manejar una situación tan delicada.

– Se que es complicado de procesar, señora…

– Aurora. Llámame Aurora, hijo– la dulce voz de la anciana hizo que me sobresaltara. No la había oído pronunciar ni una palabra en toda la semana que llevaba ingresada.

– De acuerdo, Aurora – continuó el doctor, recolocándose las gafas – Solo quiero asegurarme de que comprende lo que le he comentado.

Aurora giró lentamente la cabeza, y me miró con curiosidad. Después, posó la mirada en los papeles que traía consigo el doctor González y suspiró.

– Claro que lo he entendido, hijo. Tengo cáncer de pulmón y me quedan, como mucho, un par de meses. Y aunque quisiera someterme a una operación o recibir quimioterapia, mi cuerpo no lo soportaría.

La serenidad con la sentenció su condición hizo que el doctor González y yo nos quedásemos sin palabras. Un incómodo silencio inundó la habitación. Solo se oía el sonido de los respiradores de la habitación contigua y la persistente tos de algún otro paciente de la planta de Salud Respiratoria. El doctor carraspeó ligeramente y colocó la mano sobre el hombro de Aurora.

– Es una situación difícil, señora Ramírez. Como profesional, creo que la mejor opción sería comenzar los cuidados paliativos para mitigar su dolor al máximo posible.

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20 Aurora

Empezar la quimioterapia a los 89 años… Es, bueno…

– Una condena a muerte, ¿no?– dijo Aurora, desviando la mirada de nuevo al amplio ventanal de su habitación. – Y si no lo hace la quimio, el cáncer acabará conmigo igualmente. No tengo mucho donde escoger, ¿no es cierto?

– El doctor González suspiró. Noté como mis ojos se llenaban de lágrimas, las cuales sequé rápidamente con la manga del uniforme. Era la segunda vez que realizaba mis prácticas en el hospital, pero nunca antes me había enfrentado a una situación tan descorazonadora. Y no sabía cómo hacerle frente. Tras otro largo silencio, Aurora comenzó a toser con fuerza, y el pitido del pulsioxímetro nos indicó que sus niveles de oxígeno descendían notablemente. Me apresuré a colocarle su mascarilla y abrir el flujo de oxígeno.

– Tranquila Aurora. Coge aire por la nariz, y suéltalo por la boca. Respira con calma

le dije, sujetando su mano. Tras unos minutos, la respiración de la mujer recobró la normalidad, y señaló al doctor con una mano temblorosa.

– Usted es el medico aquí. Si cree que lo mejor es que reciba cuidados paliativos, así lo haré. La muerte me aguarda de todas maneras.

Pasaron un par de semanas hasta que Aurora volvió a pronunciar palabra. Estaba retirándole la mascarilla y preparando su medicación, cuando noté su mirada fija en mi espalda.

– ¿Sabes, hija? Vi como te limpiabas las lágrimas aquel día, cuando me dieron el diagnóstico. Me entristece pensar que no quede nadie que me vaya a echar de menos, pero al verte con los ojos llorosos… – aguardó un momento antes de continuar – Bueno, me sentí acompañada por primera vez en muchos años.

Las dos nos miramos por unos segundos, y ella continuó hablando.

– Hice mucho el tonto cuando era joven, ¿sabes? Fumaba todos los días, y así lo hice durante muchos años. Nos creemos inmortales en nuestra juventud, pero los errores acaban pasando factura.

– No se martirice tanto, señora Ramírez. En su época, los efectos del tabaco eran prácticamente desconocidos. No había manera de predecir que esto acabaría pasando.

Aurora esbozó una tenue sonrisa.

– ¿Estarías dispuesta a escuchar el consejo de una anciana moribunda? – asentí lentamente. – ¿Cuál dirías que es el tesoro más valioso que puede llegar a poseer una persona?

Muchos responderían cosas tan superficiales e insignificantes como la fama, la riqueza, el poder. La salud, hija. Ese es el bien más preciado que tenemos, y está en nuestras manos cuidarlo. Nunca lo olvides.

Tras nuestra profunda conversación en aquella lluviosa tarde de abril, le fui cogiendo cada vez más cariño a Aurora. Siempre que podía, me saltaba el descanso para visitarla

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y que me contase historias de su juventud. Tenía que ayudarla a recuperar el aliento en muchas ocasiones, ya que la falta de aire la atormentaba con mayor frecuencia, acompañada de una dolorosa tos que hacía que su cuerpo convulsionara bruscamente.

– Aurora, respira hondo. Tienes la mascarilla de oxígeno puesta, intenta tranquilizarte, no va a pasarte nada. Vamos, como hemos practicado… Coge aire por la nariz, y suéltalo por la boca… Estoy a tu lado, no te preocupes. – solía decirle mientras sujetaba su mano con cariño.

Pasaron varias semanas, y, aunque no quisiera aceptarlo, podía ver como Aurora iba apagándose poco a poco. Una soleada mañana de mayo, cuando el turno estaba a punto de finalizar y los enfermeros escribían en sus ordenadores, el grito de una auxiliar se escuchó por encima del pitido de los respiradores.

– ¡Es la mujer de la 206! ¡El oxígeno no para de bajar!

Pude ver cómo el mundo se movía a cámara lenta a mi alrededor. Varios enfermeros empezaron a levantarse de sus sillas, y sentí como mi cuerpo se movía solo hacia aquella habitación que tan bien conocía. La 206. La habitación de Aurora.

Irrumpí en la estancia sin pensármelo dos veces, mientras observaba a los doctores desesperados por aumentar los niveles de oxígeno de la mujer, sin éxito alguno. En medio de todo el caos, la temblorosa mano de Aurora me señaló, y me indicó que me acercara. Con lágrimas resbalando por mis mejillas, sujeté la mano que me tendía y le susurré que todo iría bien, que era una mujer fuerte y que creía en ella. Con los ojos cerrados, Aurora esbozó una sonrisa.

– Vamos Maia, vas a ahogarte en tus lágrimas. Venga, como tú me has enseñado. Coge aire por la nariz, y échalo despacio por la boca. Respira hondo… Muy bien, lo estás haciendo muy bien cariño…

Suspiré mientras apretaba con fuerza la mano de Aurora. Lo siguiente que recuerdo es el sonido de las máquinas pitando estrepitosamente, el silbido del respirador… Y después, las palabras del doctor González.

– Maia, se ha ido.

Han pasado 5 años desde la muerte de Aurora Ramírez, pero sigo visitándola y llevándole flores en el aniversario de su muerte. Siempre me quedo en silencio unos minutos, agradeciendo todo lo que me enseñó y lo que me hizo crecer como persona. Y, antes de despedirme de ella, cojo aire por la nariz, y lo echo muy despacio por la boca, para después cerrar los ojos y sentir la calidez de su manos sobre mis hombros. O al menos, eso es lo que me gusta creer.

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Tan solo respira

Mayerling Acosta

– Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo pierde – repetía siempre mi abuela.

Tuvieron que pasar alrededor de tres décadas para que cobraran sentido esas sabias palabras que en su momento parecían insignificantes, pero que hoy más que nunca están llenas de verdad y reflexión.

Para algunas personas, la pandemia llegó para destruir a la humanidad, pero para otras llegó, para enseñarnos a darle valor a lo que realmente lo merece.

Nunca pensé que nos pasaría algo así. La muerte rondaba cada calle, cada hogar, cada esquina, era simplemente aterrador escuchar las noticias, ver los rostros del personal de salud, quienes se dividían entre el miedo a contagiarse y la vocación por salvar vidas. Era desgarrador saber que tantas personas estaban muriendo a causa de un virus que nos tomó por sorpresa.

Aún así, en casa estábamos tranquilos porque no salíamos de nuestro refugio, nuestro hogar. No teníamos contacto con ninguna persona, salvo vía telefónica con nuestras familias y todos estaban a salvo.

Alfred, mi esposo, recibió una llamada de su jefe. Debía acudir a la oficina solo un día a la semana para poner al día algunas cosas. Accedió por supuesto. Solo era un día a la semana ¿Qué podía pasar?.

¡Y pasó! Alfred llegó dos semanas después con congestión nasal, dolor de cabeza y un dolor en la espalda baja.

– Tienes Covid_19 – le dije con mucha angustia.

– No, no lo es– me dijo dirigiéndose al cuarto de baño para ducharse y “Desinfectarse”.

No dejaba de estornudar y tenía los ojos llorosos. Toqué su frente y no se sentía caliente, no tenía fiebre. Aunque se quejaba de un dolor en la parte media de la espalda.

¡Bueno, no tiene tos ni fiebre, quizás no es Covid! Y el dolor en la espalda puede ser cosas de los cuarenta y tantos –pensé mentalmente.

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Alfred se acostó, se sentía muy cansado. Yo tenía mis sospechas y por supuesto mi intuición me obligó a enviar a nuestro pequeño hijo de 5 años con su abuela. Fue doloroso, pues nunca nos habíamos separado, pero sabía que era lo mejor para todos.

Le pedí a Alfred ir a urgencias apenas amaneciera, a lo que por supuesto se negó. Los hombres son un poco más dramáticos que las mujeres, aunque lo nieguen. No me quedó de otra que proponerle un trato.

– Si en dos días continuas con la congestión nasal, el malestar y ese dolor en la espalda, iremos a la clínica – le dije un poco molesta y levantando una ceja, una señal que el conoce muy bien.

– Te prometo que iremos– me respondió.

La mañana siguiente todo empeoró. Un hipo que no se le quitaba con ningún truco de internet. Casualmente mi madrastra me había comentado que el hipo era un síntoma claro de Neumonía, ella lo había escuchado en la red social de una reconocida neumóloga.

– ¡Tienes Covid, ese hipo no es normal y ese dolor en los pulmones es raro! – le dije mientras le ponía la ropa en la cama. Se vistió con dificultad.

Se veía muy cansado, le costaba caminar y no tenía fuerzas para manejar, así que su cuñado nos traslado a una clínica dónde no lo quisieron ingresar porque no había cupo. Eso me alarmó bastante. ¿Cupo? ¿Cuántos contagiados hay?

Llamé a la ambulancia. Me asombro la rapidez con la que Alfred se descompensó, el tiempo que pasó desde que llamé a la ambulancia hasta que esta llego, fue aterrador. Le costaba mucho respirar y casi no abría los ojos.

– ¡Respira!, ¡Tan solo respira! –le repetía llorando. Pero le costaba mucho.

– Sospecha de Covid, niveles de saturación de oxígeno están por debajo de 72 y no creo que sobreviva– me dijo el doctor, mientras tomaba mi hombro. Yo solo lloraba. Por suerte lo recibieron en una clínica y de inmediato lo atendieron. Fueron días terribles. Dos días sin saber si estaba vivo o no, porque en la clínica estaba totalmente clausurada el área de Covid_19. Familiares llorando desconsolados, personal de la salud corriendo por toda la clínica, ojos que denotaban cansancio extremo. Definitivamente un ambiente de desolación y tristeza.

En casa no era distinto. Estaba sola con mi perrito, quien no se apartaba de mí y esperaba a Alfred y a nuestro peque en la puerta, sin saber que pasaría tiempo para que regresaran. Por supuesto yo también tenía Covid, pero asintomático, ya me habían hecho el hisopado.

Pasaba cada noche por la puerta de la casa de la abuela dónde estaba mi hijo y era desgarrador escucharlo gritar: ¡Mami! ¡Mami! – ¿Por qué no vienes? – ¿Dónde está papi?

26 Tan solo respira

Seguir de largo a mi casa sin abrazarlo, me partía el corazón. Por suerte su abuela vive muy cerca de nosotros y podíamos gritarnos desde la ventana y enviarnos “Cartas de amor” a través de un ascensor improvisado.

Todos los días me iba a la clínica con la esperanza de saber de Alfred, pero regresaba a casa sin noticias sobre su estado de salud. Hasta que al cuarto día ya no pude más y me fui a la clínica muy temprano. Me colé por el área de riesgo y pude acceder al puesto de enfermeras.

– No puede estar aquí– me dijo una de ellas, visiblemente molesta.

– No me iré hasta que me digan si mi esposo está vivo o no– le contesté.

– Esta bien, la entiendo– déjeme sus datos y le prometo que el doctor la llamará.

El doctor me llamó, pero un día después. ¡Alfred estaba vivo!, había pasado una crisis muy fuerte dónde casi lo ingresan a la UCI. Estaba mejorando lentamente y recuperando la capacidad pulmonar, tenía neumonía bilateral y había pasado de una severidad de grado 3 a frado 2. Fueron días muy duros.

Más de 3 semanas después le dieron el alta. Estaba delgado, pálido y sin fuerzas, ¡Pero en casa! Tenía que estar conectado a un concentrador de oxígeno, hacer ejercicios con el espirómetro y lo más duro de todo, era que debíamos estar 40 días más aislados. No podíamos ver a nuestro hijo. Aunque entre llamadas telefónicas y videollamadas pasábamos horas conversando o jugando.

Durante este tiempo, la falta de empatía y la maldad de algunas personas quedó en evidencia, lo que debías pagar por un concentrador de oxigeno equivalía un viaje en crucero, pero solo así te das cuenta de que tan importante es respirar por tus propios medios, el oxígeno es gratis y no te das cuenta hasta que tienes que pagar por él. Pasaron los 40 días y finalmente pudimos volver a estar juntos los cuatro, cómo siempre y para siempre.

Esta experiencia nos dio una gran lección. A veces nos quejamos por lo que nos falta, pero no agradecemos lo que tenemos, lo imprescindible, lo que realmente necesitamos para estar vivos… ¡El Oxígeno! Y es gratis… Por eso hoy cobra tanto sentido la frase que una vez resulto insignificante: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Aprendamos a valorar lo realmente importante, disfrutemos de los pequeños momentos, de las risas, de la familia y cuidemos nuestro cuerpo, no esperemos a enfermarnos para reaccionar y hacer algo para sentirnos bien.

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La ingravidez del ser

Inhalar... Exhalar... Inhalar... Exhalar... Llenar los pulmones y vaciarlos con la misma intensidad. De repente, el mundo se vuelve ligero; arriba, el cielo espumoso por el vaivén de las olas, debajo, una oscura inmensidad. Me impulso con fuerza hacia el fondo, lejos del aire y del mundo conocido. Primero un pie, luego el otro, un brazo realiza un arco mientras el otro le sigue. Y uno vuela de una manera peculiar. Son los caprichos del agua donde la dirección se enturbia como las mismas corrientes.

Un reflejo capta mi atención, son los rayos de un sol de media tarde sobre un fondo de rocas y coral donde asoma un tímido cangrejo. Me acerco movida por la curiosidad, despacio, para no asustarle. El animalillo está posado sobre una roca de su mismo color, o igual tras tanto tiempo, es la roca la que iguala el color del cangrejo. Le observo durante unos segundos, a la expectativa. De repente, con un gesto veloz sale disparado entre las rocas dejando tras de si un rastro de miles de burbujas livianas.

Un ardor en los pulmones me recuerda que llevo demasiado tiempo en la ingravidez del mar, un ardor que trae recuerdos difíciles de olvidar, recuerdos de momentos más pesados. Agito la cabeza para alejar esos pensamientos y me centro en lo importante, utilizo todas mis fuerzas para salir a la superficie. Inhalar... Exhalar... Inhalar... Exhalar... y volver a empezar. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero… ¿Y a los cangrejos? Desde luego a los humanos sí, porque intrigada en que habrá bajo esa roca, sin darme tiempo a recuperarme, me vuelvo a sumergir y nado más deprisa.

Regreso a las rocas más rápido de lo esperado, me queda energía para una exploración en condiciones. Paso la mano por la piedra, siento el tacto frío recorrer la palma de mi mano. Discurro entre los pequeños arrecifes de las profundidades. No hay ni rastro del pequeño cangrejo, me enfurezco por mi lentitud y doy un puñetazo al agua, consiguiendo perturbar muy poco al mar que me rodea. Todos los movimientos parecen hechos a cámara lenta y me permito dar una voltereta mientras mis oídos se quejan por el cambio de posición. Capto un brillo en el fondo con el rabillo del ojo, y mientras me giro y esquivo las burbujas que se crean con mi movimiento, me sumerjo más hondo.

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El brillo se ha trasformado poco a poco en una pequeña caja de metal corroída por el efecto de las corrientes que descansa sobre la arena. Estiro el brazo y mis dedos se aferran alrededor de una cadena que no había visto al principio. Acerco el extraño objeto a mi cara y, para mi sorpresa, se abre de forma inesperada y aparece una persona que me mira desde el otro lado. Es una chica con el pelo despeinado y a su libre albedrío, con unos ojos curiosos que se intuyen verdosos bajo un velo que le cubre las esquinas y esconde una sonrisa torcida. La figura del espejo me sonríe tras el descubrimiento inesperado y la dejo ir. Merece mirar a los ojos a miles de buceadores descuidados que busquen cangrejos de forma obstinada.

Y mientras floto en medio de la ingravidez, una luz se asoma entre las rocas, pero es una luz muy diferente a aquella de un octubre de 2020, aquella vez rodeada de la oscuridad, aquella con un tono lúgubre, poco acogedor, trasmitía miedo, más miedo del que nunca había llegado a sentir… pero no está vez. Esta vez es una luz de esperanza y calidez, una luz que me recuerda que sentirla en cada célula de mi piel vale la pena. Y floto hacia ella y, de repente, mi cabeza rompe la superficie helada del mar. Y una brisa marina me acaricia el rostro, y sonrío, y respiro.

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Soplo de esperanza

Inmaculada Bosch Racero

Pie derecho, pie izquierdo, media vuelta. Para, coge aire, y vuelve a empezar. Pie derecho, pie izquierdo, media vuelta. Conoce la coreografía a la perfección, pero hoy algo no va bien. Se sienta y respira costosamente. El cansancio de la semana está haciendo mella, se dice.

Se despide de sus compañeras, bajo el pretexto de llegar tarde a una cita, y camina a casa haciendo paradas cada dos escaparates.

Al llegar, se prepara una cena ligera y sale al balcón. La noche es cálida, y un cielo raso hace las veces de escenario para su habitual momento de relajación y ensimismamiento al final de la jornada. En el horizonte, las luces de la ciudad destellan y se mezclan con el humo de su cigarro, como si de una extensa red que atrapara luciérnagas se tratase.

Los días siguientes se suceden compartiendo el mismo cansancio y la dificultad para respirar. En un intento de pasar desapercibida ante los viandantes, finge todo tipo de maniobra de distracción, como una llamada telefónica, el avistamiento de un conocido o la búsqueda de algún objeto en su bolso. Cualquier cosa que justifique una parada en su marcha. Por su mente, pulula un pensamiento, cada vez con más fuerza.

Tras meses de hesitación, esa idea deja por un momento de batir sus alas, para posarse y tomar forma. De modo que, pisa la colilla en la puerta del hospital y sube a la cuarta planta, al servicio de Neumología, aún convencida de que sus síntomas están relacionados con el estrés y la fatiga más que con cualquier patología; sin embargo, la siguiente visita supone la incorporación a su léxico cotidiano de una sigla, hasta entonces desconocida: EPOC.

Mientras el médico, con el resultado de la espirometría en la mano, le explica en qué consiste, las pautas y las recomendaciones a seguir, toda su atención se centra en dos palabras: crónica y tabaco.

Sale de la consulta con cierto grado de incredulidad, aferrándose a la mínima esperanza de que todo aquello no se trate más que de un error; un mal diagnóstico, en definitiva.

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Esa noche, el humo que emana de entre sus labios se le antoja más espeso y oscuro, y observa atónita cómo sepulta en sus entrañas el fulgor del mosaico que forman las luces de la ciudad. Sentada en la misma butaca que un día colocó con gusto entre las macetas, se ha imaginado historias de toda índole, desde una ciudad en llamas, hasta multitud de velas prendidas a la par. A veces, la madrugada la sorprende allí sentada, tras haber abierto la puerta a la imaginación.

Dada su querencia hacia las alturas, había elegido ese piso por las vistas. Pequeño pero suficiente. Sin embargo, por primera vez en su vida, siente vértigo. Releyendo el folleto informativo sobre su nueva condición, se siente una funambulista caminando a ciegas sobre una finísima cuerda; bajo ella, una profunda negrura espera la caída a la que está abocada.

Cierra los ojos, y visualiza un torbellino de palabras confusas, de botellas de oxígeno, de tubos, de máscaras, de los zapatos del baile guardados en el armario. Es entonces cuando una lágrima recorre su mejilla, y la ciudad parece haberse apagado.

A partir de esa noche, no vuelve a salir al balcón. Cambia su rutina nocturna por un libro. Ha escogido uno de los que tenía en una estantería. Una historia sobre una amistad en medio de una aventura. Un tanto infantil, pero le entretiene. Somos niños con un disfraz de adulto, se dice, mirándose las manos arrugadas.

A ese libro, le sigue otro, y otro más. De la librería del barrio, por la que antes apenas había pasado, es ahora clienta asidua. Los libros la acompañan a dónde quiera que va: en el bus, en la cola del supermercado, en la sala de espera de Fisioterapia.

En la consulta, aprende la técnica de respiración con labios fruncidos, y, sobre todo, aprende, que puede seguir bailando, despacio, a su ritmo.

Esa noche, al llegar a casa, se atreve a salir al balcón. Varado, en un rincón entre las plantas, se encuentra el último paquete de tabaco, vacío. Lo mira con una mezcla de rencor y tristeza. Pero no hay tiempo para arrepentimiento; la vida está ahí delante.

La luna corona todo un jardín de lucecitas bullentes. Se acerca a la barandilla, mira al horizonte, cierra los labios sin llegar a tocarse y sopla, como había hecho en la consulta. Ante ella, la ciudad nocturna es un campo gigante de velas encendidas. Sopla, girando la cabeza de un lado a otro. Allí a lo lejos está el futuro, en el horizonte. Al pasado: pie derecho, pie izquierdo y media vuelta.

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220 días

Macarena Campos Morales

18h del 19 de mayo: Nos espera una revisión rutinaria y mucha ilusión por verte 22h del 19 de mayo: Tensión al ingresar de urgencia

13.45h del 24 de mayo: Pánico al encontrarte tan diminuto e indefenso detrás de una incubadora, con las venas que se podían percibir a través de tu diminuto torso.

Día tras día, gota tras gota llegaban a través de tus vías dosis de medicaciones y transfusiones, pinchazo tras pinchazo, pitido tras pitido, gramo tras gramo logrado. Nos reúnen para decirnos que medicamente no hay más posibilidades... que es cuestión de ti, de tu propia fuerza y lucha.

Mientras unos entraban, otros salían y a otros, les despedían... pero tú seguías. Viendo la vida pasar ante tus ojos, caricias a través de un cristal, horas lentas, miradas que buscan respuestas, vínculos que creas con las personas que te cuidan... todo pasa en el mismo lugar, donde paradójicamente acontece lo peor y lo mejor de la vida.

Al llegar a casa: los brazos vacíos, el alma rota y mis lágrimas brotan. La puerta de tu habitación cerrada, el olor a hospital impregnado en la ropa y los sonidos constantes metidos en la cabeza. Y la llamada de cada noche, con la respuesta que más nos podía reconfortar: está estable.

Un día más y vuelta a empezar, el mismo camino que cada día nos lleva a ti, a tu box, en bucle sin saber si es lunes o sábado, junio o septiembre, sin pensar si me duele la cicatriz de la cesárea o si ayer cenamos.

Tras 4 meses probando los distintos soportes respiratorios que puede haber en una UCI

Neonatal: no hay avances, queda agarrarse a la traqueostomía…y que palabra tan fea. Nos reúnen, nos explican el procedimiento, pros y contras el 20 de octubre entras en quirófano y de nuevo, al filo de la muerte: diversas neumonías y una atelectasia complican el camino hacia la vida. Altas dosis de sedación, fibrobroncoscopias, el Ambu en la cabecera de la cama, cambios continuos en el respirador y el ventilador de alta frecuencia oscilatoria a tu lado, dispuesto para usarlo si fuera necesario.

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Un mes más que vives en este entorno tan hostil, mientras hacemos nuevos compañeros en otra UCI, la de pediatría. Más historias que conocemos, más miradas entre padres que se buscan apoyándose.

En tu sexto mes, avanzas a planta, donde aprendemos unos cuidados más allá de los que cualquier bebé debería precisar. Ya no será la preocupación por si tuvieras cólicos, por la muerte súbita... por situaciones hipotéticas que leímos en ese libro y en esos cursos que supuestamente te preparan para ser madre.

Viviendo en un rol que jamás imaginamos y adquiriendo conocimientos que nunca pensamos: cambios de cánula, tipos de tubuladuras, cuidados de ostomías, sondajes, interpretar parámetros de un pulsioxímetro y de un respirador, hacer una reanimación...

Y al séptimo mes de vida, un 29 de diciembre, sentiste la luz natural: un rayo de sol de invierno acarició tu cara. Por fin te quitaron las vías y te pusiste ropa de bebé para ir a tu casa, aunque fuera en una ambulancia. Pero fuiste recibido entre aplausos de todos aquellos que acompañaron nuestras amarguras, intentando que las pudiéramos sobrellevar cada día de esos eternos 220 días.

Y así aprendimos que lo cotidiano es extraordinario. Que nos diera el sol de invierno en el rostro es pura magia, que escuchar el trinar de los pájaros es una perfecta sinfonía y que una sonrisa tuya es una cura para nuestras heridas.

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Sonó el despertador. Me levanté y fui a su habitación.

– ¿Qué pasa, hoy no nos levantamos? Le dije a mi padre mientras él sonreía.

Sonreía porque es nuestro tipo de humor, ya que, desde hace unos meses no podía levantarse ni caminar por cuenta propia. Le diagnosticaron hace un año una enfermedad llamada ELA (Esclerósis Lateral Amiotrófica), concretamente ELA bulbar y ELA espinal, una enfermedad progresiva del sistema nervioso que afecta a las neuronas en el cerebro y a la médula espinal,causando pérdida del control muscular, y con una esperanza de vida de 3 a 5 años. Así nos lo dijeron los médicos, pero para mi padre fue una sentencia de muerte, ya que en algún momento la enfermedad le impediría moverse por si mismo y respirar.

Mi madre ya se había levantado y le había dado la medicina. Vino a la habitación y vestimos a mi padre.

Mi madre y yo lo levantamos y lo pusimos en la silla azul, lo llevamos al salón para prepararlo para el fisio. Al terminar de prepararlo a él y a nosotras, le cambiamos de nuevo, pero esta vez a la silla eléctrica. Nos montamos en la furgoneta y nos fuimos a Málaga para su sesión de rehabilitación.

– ¿Qué tal Juan? Le preguntó Virginia, su nueva rehabilitadora.

– Pues aquí estamos preparados para el ejercicio.

Empezaron con los movimientos de mano, muñeca y hombros. Posteriormente pies, tobillos y caderas. Y por último, con los ejercicios de respiración.

A la vuelta a casa, ya era la hora de almorzar, así que, una vez más hicimos el cambio de silla, le preparamos su agua con espesante y empezamos a comer. Durante la tarde le llegó su nueva máquina, la BiPAP, un dispositivo que se usa para ayudar a que llegue el aire a sus pulmones. Con esta presión de aire, la máquina ayuda a abrirlos. Esto se llama ventilación con presión positiva.

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Papá

Esa noche teníamos que empezar a usar la máquina. Mi padre siempre ha sido una persona positiva y activa. Si le venía cualquier problema, él siempre veía una solución. Si tenía que trabajar todo el día y luego salir con los amigos lo hacía. Siempre me ha gustado esas dos facetas suyas. Ahora con la enfermedad, le costaba ser positivo y se sentía frustrado por no poder hacer él nada sin ayuda. Y más cuando tocaba un cambio. En este caso el uso de la BiPAP.

– Así no es. Para, me haces daño en la oreja. Decía mi padre mientras le intentábamos poner mi madre y yo la mascarilla de la BiPAP.

Era un momento difícil para todos como he dicho antes, pero más para él, porque el que se tenía que poner la mascarilla y pasar la noche así era él. Cuando por fin se la pusimos, encendimos la máquina. Empezó a sentir que el aire le entraba a los pulmones, una sensación nueva y extraña, y un poco agobiante. Pasó la noche, sonó el despertador. Me levanté y fui a su habitación.

– ¿Qué tal la BiPAP? Le pregunté.

– Pues se me seca la garganta. Me agobio un poco y no puedo aguantar la noche entera. Pero sino podría ponérmela a la hora de la siesta un par de horas.

Él seguía buscando soluciones, a pesar de todo. Él seguía luchando.

– Es una idea estupenda. Pero bueno venga levántate que ya es tarde, le dije. Y él se quedó sonriendo.

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Vaya tela con el ELA

Cuando me diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), supe que mi vida cambiaría para siempre. Sabía que mi capacidad para moverme y realizar tareas cotidianas se vería afectada, pero lo que no esperaba era que mi salud respiratoria también se vería comprometida.

Desde el comienzo de mi diagnóstico, comencé a notar problemas respiratorios. Al principio, eran leves, pero a medida que mi enfermedad progresaba, se volvían más preocupantes. La tos se hizo más frecuente y profunda, y a menudo me despertaba en medio de la noche luchando por respirar. Empecé a sentirme fatigado y sin aliento, y me di cuenta de que necesitaba ayuda.

Trabajar con mi equipo multidisciplinar de atención médica, o como yo lo llamo, Team ELA; se ha vuelto esencial en mi lucha contra la enfermedad. Juntos hemos creado un plan de cuidado respiratorio que me ayuda a mantener una buena salud pulmonar y a prevenir complicaciones graves. Este plan incluye ejercicios de respiración, fisioterapia y medicamentos para controlar la tos y la congestión.

A medida que mi enfermedad progresa, sé que es cada vez más importante cuidar de mi salud respiratoria. Incluso algo tan simple como una gripe o un resfriado puede ser peligroso para alguien como yo, que ya tiene dificultades para respirar. Por lo tanto, he tomado medidas para evitar la exposición a enfermedades, y siempre trato de mantener una higiene personal adecuada.

También he aprendido a adaptarme a mi nueva realidad. Aunque a veces es difícil, ya que la falta de aire también me provoca dificultad para el habla. Para mí la voz siempre ha sido algo muy importante, y ahora mucho más para poder comunicarme con mis seres queridos. Aunque poco a poco vaya perdiendo la voz y la respiración, trato de mantener una actitud positiva y agradecer cada día que puedo respirar casi sin ayuda. Trato de recordar que hay muchas personas que están en peores situaciones que yo, y que cada día es un regalo.

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Ser paciente con ELA está siendo un desafío, pero estoy agradecido con mi Team ELA, mi familia y mis amigos que me apoyan en cada paso del camino, o mejor dicho en cada rueda. Con su ayuda, he aprendido a cuidar de mi salud respiratoria y ver la luz frente a los desafíos. Aunque mi enfermedad es incurable, estoy comprometido a vivir la vida al máximo y aprovechar cada día que tengo.

Por eso, si me permitís dar un consejo sería, vive como si fuera el último momento, come como si fuera tú última comida, bebe como si fuera tu ultimo sorbo y respira como si fuera tu último aliento.

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Ahora que la vida

Nos preocupamos por el enfermo, es normal, que remedio.

Pero si como a mi te diagnostican Fibrosis Quística con tan solo cuatro meses de edad, el diagnóstico no es para ti.

No es a mi a quien llamaron, para que estuviera en el hospital lo antes posible, no es a mi a quien sentaron en una silla dentro de un despacho frío, y no solo de temperatura, no se dirigieron a mi, les miraron a ellos, a sus ojos, esos que nada más entrar ya estaban haciendo preguntas, los mismos que sin saber que pasaba ya reflejaban dolor, los que hoy siguen suplicando un cambio de papeles.

Los padres. A aquellos que les cambiaron el rumbo. Esos que fueron diagnosticados fuera de su cuerpo pero en lo más profundo de su alma.

Y qué hicieron con los esquemas patas arriba, el corazón terriblemente abatido y la cabeza en los peores escenarios, qué hicieron cuando salieron de aquel hospital y se montaron en el coche sin cruzar la mirada, ni una sola palabra, pues solo siguieron, tuvieron que seguir, sin saber ni por dónde ni cómo coger los remos, pero solo siguieron adelante. Solo. Como si no costara.

Mi madre.

A lo largo de mis treinta y cinco años mi madre me ha pedido perdón todos los días de mi vida, varias veces.

Perdón. Por no saber, por haberte dado esta herencia, porque no enfermamos nosotros, perdón por tener que hacerlo tu.

La culpabilidad siempre estuvo en cada revisión, prueba y resultado.

Ingrata e incomprendida culpabilidad, seguro que llenó muchas horas de su tiempo, muchas lágrimas de sus ojos, sé que fue la causa de infinitos “ ¿por qué no yo?”.

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Con la madurez y perspectiva que me han dado los años, la experiencia, lo vivido y lo sufrido, ahora te escribo por lo único y por lo que realmente te tienes que sentir culpable:

Por apretar mi mano en cada prueba, por coger aire conmigo y soltarlo al mismo ritmo, por consolarme y dejar que llorara apoyando mi cara en tu hombro, por no soltarme cuando ya me quedaba dormida.

Por abrigarme tanto, por las noches en vela y por hacer como si no pasara nada, por no dejar de abrir cada mañana la ventana y comprobar así que seguíamos vivas, las dos. Siéntete solo culpable de sujetarme para que no cayese y de levantarme las veces que fue inevitable.

Por ser madre y padre cuando sentimos el ahogo de la perdida, ahí, cuando se nos quedó la vida un poco coja.

Por reivindicar mis derechos y por gritar la necesidad de una vida digna, la que me iba quedando con el tiempo cuando padeces una enfermedad degenerativa.

Por los kilómetros buscando soluciones con el desasosiego que da cuando no se encuentran, por hacerte especialista en todo, quiero que sepas que siempre serás mi enfermera favorita.

El mayor de mis calmantes.

Tienes toda la culpa de mi constancia, de mi fuerza y esfuerzo, que si algún día pensé en si esta lucha valdría la pena, con mirarte supe que junto a aquellas penas encontré mis mayores glorias.

Porque sé que si yo tuve días en los que me costaba todo, en los que apenas podía moverme, donde me sentí vencida, sé que los tuyos fueron aún peores, que a ti también te faltó el aire, en muchas salas y en todas las esperas.

Y ahora que la vida me ha dado una tregua, sin duda eres culpable de donde estoy ahora y de cómo he llegado hasta aquí. Que a mis treinta y cinco años respiro mejor que nunca, que he aumentado mi capacidad y tu tranquilidad, que tengo ganas, que ya no sobrevivo, ahora vivo, ahora que la investigación me está regalando tiempo, me he vuelto a dar cuenta, mamá, que tu llevas toda la vida regalándome el tuyo, siempre cuidadora, preocupada, pendiente. Solo espero que en el momento que estamos ahora y cuando eches la vista atrás, puedas sonreír y pensar que habiendo sido el camino muy duro, desolador en su gran mayoría, llegues a sentir un pequeño alivio, que sin haber estado ninguna guerra, las dos sabemos que esto es lo más parecido a una victoria, ahora, mamá, que por fin puedes escucharme reír a carcajadas.

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Jo tinc FPI

– No noia, no. Em sento cansat i pujar les escales amb aquestes bosses del super em costa molt.

– Sempre has estat un bon esportista i ara em dius que et costa pujar unes escales ?

– Sí. Et prometo que no faig teatre.

– Però si sempre has estat un home fort i mai t’havia sentit dir que et canses...

– La veritat és que jo tampoc me’n ser avenir.

Ai, per fi he arribat a dalt al pis i podrem descarregar la compra. Noto, però, que necessito seure una estoneta, per refer-me de la pujada per les escales i tant carregat com ho he fet.

– No seguis, encara, em diu la dona, que encara no hem descarregat i endreçat tota la compra.

– Només un moment i em poso en marxa. No t’ enganyo. Deixa’m seure uns minutets. Si no és abusar massa, em podries portar un vas d’aigua. Em sembla que m’anirà be.

El cap em dona voltes, pensant que això d’avui no és la primera vegada que em passa. Noto que no soc el mateix de sempre. Bufo molt quan hi ha una pujada. De fet quan més ho vaig notar va ser fent un petit cim dels Pirineus. Un pic que he fet manta vegada com aquell qui no fa res. Era com anar a estirar les cames per fer una mica d’exercici.

Ara penso si podria pujar el Perdut tal i com em noto. És un pic, per mi gens fàcil, però que he fet un parell de vegades i sí que requereix un esforç però és un esforç raonable. De fet, he pujat per la vall de Pineta, he passat per les tres sorores o tres germanes (cascades que cal travessar mentre fem la primera part de l’ascensió) fins a la vorera del llac de Marboré per refer forces i enfocar la glacera fins a dalt del cim.

Pel cap també em passa que durant molts anys havia jugat a basquet, amb els corresponents entrenaments setmanals, i després d’una bona dutxa, estava tant fresc com una rosa.

Què m’està passant? És que m’estic fent vell? És que tinc alguna cosa que m’ho provoca ? És que el cor em falla ?. Preguntes que no tenen resposta per a mi.

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Davant la insistència de la dona, optem per anar a visitar la metgessa del Centre d’Atenció Primària.

Li explico a la doctora el que em passa. M’escolta el cor i l’esquena. Em sembla que alguna cosa nota que em fa un volant per anar a visitar el cardiòleg. Arrufo el nas, doncs no em fa cap gràcia.

Al cap de pocs dies, tenim la visita amb el cardiòleg. Em fa una recepta per fer una prova d’esforç i una analítica molt complerta.

Al cap de poc tornem al cardiòleg, que mira els resultats i no aprecia res d’estrany, però m’orienta cap a una pneumòloga del mateix CAP.

Dit i fet. La pneumòloga em fa un volant per fer unes proves respiratòries i una radiografia pulmonar. Al cap d’uns dies ens cita a la visita i ens deriva cap a l’hospital de referència perquè em facin una visita més complerta. Alguna cosa veu sense, però, donar-me un diagnòstic concloent.

No puc negar que el cor se m’encongeix, dons no estava acostumat a ser visitat tantes vegades per diversos metges. Em sembla que la cosa no pinta bé...

La pneumòloga hospitalària em fa fer al mateix hospital un TAC toràcic i unes proves respiratòries. Ara sé que se’n diuen espirometries i test de walking(caminar durant sis minuts i comprovar mentrestant en nivell d’oxigen a la sang).

– Bufi, bufi, bufi, més, més, més.... em diu la infermera que em fa les proves.

– Estic com desorientat havent de bufar tres o quatre vegades i de manera diferent. Vol dir que això va bé, li dic ?

– Jo no li puc dir res. Serà la doctora qui li explicarà el resultat de les proves. Ara però farem una prova molt senzilla que és caminar durant uns minuts pel passadís de l’hospital.

Al cap de pocs dies tenim la visita amb la pneumòloga.

– Miri, li haig de donar dues notícies: una de bona i una de no tant bona. Obvia dir-ne de “dolenta”

– Comencem per la dolenta, li dic jo.

– Clarament vostè té una Fibrosi Pulmonar Idiopàtica.

Em quedo de pasta de moniato i amb els ulls a quadros. No entenc res de res. Mai havia sentit parlar d’una malaltia com aquesta i menys amb aquest nom tant estrafolari.

– Això és una malaltia pulmonar que fa que una part dels pulmons es vagin assecant, diu la doctora. Són els alvèols. Per això vostè es nota que es cansa més del compte, ja que no li arriben prou oxigen als pulmons que són els encarregats de portar l’oxigen a les cèl·lules del cos, que és del que s’alimenten. Els pulmons no en fabriquen prou. Aquesta és la notícia menys bona.

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– Em puc morir d’això, li pregunto a la doctora ?

– Ara bé la part positiva del que li vull dir. Per sort hi ha una medicació que si bé és cert no cura la malaltia el que sí fa és alentir el procés de degradació dels pulmons. Això vol dir que notarà el cansament però vostè podrà anar fent una vida normal, amb algunes limitacions, això sí.

– Com que em temia que podria tenir una malaltia pulmonar, vaig mirar internet per veure què deia. Em sembla que una de les malalties era aquesta que vostè m’ha diagnosticat i donava una pervivència de dos o tres anys, com a molt. Per això li he fet la pregunta quan temps de vida em queda.

– Sortosament amb la medicació vostè podrà viure molt de temps. I afegeix la doctora, faci el favor de no mirar internet. Si vostè té dubtes, preguntes o qualsevol altra pensament que li vingui al cap, faci el favor de preguntar-m’ho directament a mi. Ah, i no em torni a preguntar mai més quan de temps té de vida.

Al sortir d’aquesta primera visita les cames em tremolaven. El cap em donava voltes no sé ni cap a on anaven els meus pensaments. Vaig notar un defalliment de tot jo. I em sortien un reguitzell de preguntes a les que no trobava resposta. Per què a mi ? per què aquesta malaltia tan “rara”? És que m’hauré de quedar a casa progressivament més immòbil ? No podré tornar a pujar cims i muntanyes ? Com això repercutirà en la meva família ? Com ho podran ells assumir que tenen un espòs i un pare que ja no és el que era ? Com canviarà la meva vida i el meu dia a dia ?

De tot això ja fa 9 anys...

I ara puc matisar algunes preguntes i les respostes. Sí, certament no soc el que era. He acceptat el que tinc, però com que vull lluitar per seguir endavant amb la meva vida i de retruc en la vida dels meus éssers més estimats, no puc pas baixar la guàrdia ni donar-me per vençut.

Sé que haig de prendre medicació forta i que té efectes secundaris molt enutjosos, però estic viu i amb ganes de viure. Són els efecte col·laterals.

No em puc permetre tancar-me en mi mateix i amb la meva pena, tancar-me a casa, deixar de fer coses, moltes de les quals he fet sempre. Sé i assumeixo que hi ha coses que no puc fer, però n’hi ha tantes i tantes que sí puc fer que això dona sentit a la vida i a la meva vida.

Intento no ser feixuc al meu entorn ni una càrrega que els condicioni la seva vida, especialment les persones de la meva família. Ells han de seguir fent la seva i que vegin que jo també puc anar fent les meves coses i activitats. Posar-hi un xic d’humor i d’ironia ajuda a treure pessimisme i mal rotllo.

42 Jo tinc FPI

Cada dia surt el sol i cada dia hi ha l’aire que puc anar respirant. Això és un do que he rebut i en dono les gràcies.

I deixeu-me que expliciti obertament el que penso: la sort de tenir els equips mèdics als que he tingut i tinc accés encara, que hi ha molta gent al mon que no són tant privilegiats com jo.

Em sembla que no em puc permetre ser negatiu ni pessimista ja que tinc dies per endavant per seguir gaudint de la vida.

43 Andreu Clapés Flaqué

Relato real de un niño a su abuelo

Mi abuelo vino un día para quedarse con nosotros desde un país lejano, hacía más de un año que no lo veía y cuando ese día aterrizó en el aeropuerto, emocionado desde la ventanilla, lo vi desembarcar. Observé que traía colgado en su hombro un maletín cuadrado de color gris donde guardaba una máquina que según él decía “era su tesoro” porque le permitía respirar.

Una noche que mis padres no estaban y que le pidieron que me cuidara, compartimos habitación para dormir. En el amanecer de ese día, recuerdo que era de estación primaveral, surgió una voz que expresaba:

– ¿Cariño mío, por favor me puedes decir la hora?

Era mi abuelo que me despertaba, y como es lógico preocupado por su estado de salud, en seguida le respondí

– Sí, Abuelito, ¿qué pasa?, ¿te sientes bien?

Él con claridad, exhibiendo una sonrisa en sus labios me dijo

– Si hijo, estoy bien, pero tengo dificultades para poder respirar, creo que a este cuarto con las ventanas cerradas no le entra el aire, ¿me puedes ayudar?

El abuelo con un comportamiento inusual producto de una vejez que no podía disimular, me hizo despertar para que abriera la ventana y entrara ese aire fresco para que le permitiera respirar. Sin embargo le dije,

– Abuelo, las ventanas ya están abiertas… ¿no te has dado cuenta que lo que tienes es que tu máquina de respirar está desenchufada y por esa razón no puedes respirar?

El abuelo me respondió:

– Gracias querido nieto, pero a este anciano no lo puedes reparar, ya son muchos los años que lleva ya, perdona por despertarte, pero no podía respirar.

A la mañana siguiente el abuelo reflexionó y me dijo:

– Año tras año, nos vamos envejeciendo, esa es una ley natural que no podemos ocultar, y el tiempo dirá qué nos tocará padecer en este mundo que fue creado, entre otras

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realidades, para que los humanos podamos vivir, por eso es necesario recordar que los elementos que existen en la naturaleza y nos permiten subsistir, se deben cuidar, y conservar. El mejor ejemplo que se puede citar para ilustrar esta explicación, es el elemento OXÍGENO, que necesitamos, para poder respirar.

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La confesión

– Buenos días. Es usted D. Ginés, preguntó en voz baja, tal y como requería el ambiente.

– Sí, soy yo, dígame, ¿qué desea?

– Verá, le he preguntado a mi mujer qué como era usted, bueno, quiero decir que quería saber si usted es un hombre que está al día, perdone, no sé cómo explicarme…

– Pues se me ocurre que todas esas preguntas las puedes responder tu solo, ¿te apetece que hablemos aquí o tomando una cerveza?

– Se lo agradezco mucho, d. Ginés, pero ni lo uno ni lo otro. En un bar no hay suficiente intimidad, alguien nos podría oír y, aquí, en la iglesia, la verdad, no es un lugar al que acudo normalmente y me siento un tanto cohibido.

– Se me ocurre que podemos dar un paseo entonces. Por cierto, todavía no me has dicho como te llamas.

– Es verdad, me llamo Pablo.

– Muy bien Pablo, dime ¿para qué me buscabas?

Pablo le miró, le sonrió y movía las manos sin saber qué hacer con ellas. Finalmente las metió en el bolsillo y miró a su alrededor. Ciertamente era un lugar tranquilo y solitario y se convenció de que nadie les iba a interrumpir.

Empezó a hablar como si se tratase de una novela o una película, algo ajeno a él.

– Verá, D. Ginés. Hace un tiempo empecé a notar cambios en mí. Si me resfriaba, tardaba mucho más que antes en ponerme bien. La tos era casi persistente. Me costaba hacer cosas que antes hacía con normalidad. Decidí ir al médico y cuando le conté lo que me pasaba, me mandó al especialista.

Ya sabe usted como van estas cosas del seguro, una cita para dentro de muchos meses. Así que decidí ir a uno de paga. Me diagnosticó una enfermedad pulmonar que es la segunda causa de muerte en el mundo y la cuarta en España.

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Por si se había equivocado, esa esperanza tonta que todos albergamos en nuestro interior, también acudí a la consulta del hospital y me ratificaron el diagnóstico con nombre y apellido: enfermedad pulmonar obstructiva crónica muy grave. Me dieron un tratamiento y unas indicaciones de unos ejercicios y cuidados para evitar coger ninguna infección.

Acudo a usted para que me de otras indicaciones.

– Yo no soy psicólogo, sería mejor que acudieses a un profesional.

– Yo si lo soy y aunque no me puedo tratar a mí mismo, sé las pautas generales. Lo que le pido, lo que necesito de usted, es que me ayude a conformarme con la enfermedad que me ha tocado, que me ayude a no odiar la vida, que me ayude a no vivir con desesperación la poca o mucha vida que tengo por delante.

Hay una serie de cosas a las que he renunciado, por ejemplo, a los amigos. Ya no salgo con ellos para no ir a espacios cerrados como restaurantes, cines o teatros, por temor a contagiarme. Tampoco hablo con ellos porque me he convertido en una persona aburrida y monotemática que no habla más que de la enfermedad. No viajo con mi familia por miedo a que me dé una crisis fuera de mi casa. No trabajo porque me han jubilado por invalidez y me hace mucha falta mi pareja que, también murió por causa del corazón.

Aparte de todo lo dicho, esta enfermedad odiosa es muy difícil de entender y, por tanto, de explicar. Te estás ahogando y te dicen que te tranquilices, que todo son nervios.

Cuando te ingresan, estas en la cama sin hacer nada y con el oxígeno puesto y entonces crees que eres un vago.

Otros opinan que lo que tienes que hacer es espabilarte y no ser una carga para tus hijos, que tienes que animarte y no hacer caso. No hacer caso ¿a qué? ¿a ver cómo te ahogas?

Es una forma de ningunear la enfermedad y eso es imposible porque, aparte de que vas teniendo años y el cuerpo se va debilitando, por la medicación que tienes que tomar, se van dañando otros órganos como el corazón y aparecen nuevas enfermedades como la diabetes.

– En definitiva, D. Ginés, quiero que me ayude a perder el miedo a la muerte. Quiero morir en paz y transmitírsela a mi gente.

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El viaje

Asunción Fenoll Cerdá

Era un día cualquiera en cualquier parte del mundo y era una hora cualquiera sobre cualquier mar, montaña o valle.

Tomás abrió la ventana y una ráfaga de aire invadió sus pulmones de una forma tan abrupta que le provocó un ataque de tos.

– ¡Casi me ahogo, caray, que ventolera hace hoy! Tendré que llevar cuidado –dijo Tomás.

– Ya estoy dentro de un humano, esa ráfaga de viento me ha entrado violentamente en sus pulmones. Empezaré mi trabajo, pensó la molécula de oxígeno.

Mi función es suministrar energía a las células para que todo funcione a la perfección. Es un trabajo delicado que necesita fuerza y a la vez precisión, no puedo equivocarme, los resultados serían dramáticos e irreversibles.

Al principio empezamos el camino un grupo abundante de moléculas y recorrimos una gran avenida que se dividía en calles más pequeñas. Podía elegir cualquiera de ellas sin temor a equivocarme porque, al fin y al cabo, había que recorrerlas todas. La calle angosta terminaba con una plaza muy agradable y con solo pisarla me empecé a encontrar muy bien.

Llegó entonces un autobús y todos los que como yo estábamos allí, subimos invitados por el conductor con una amable sonrisa. El viaje fue agradable, pero tuvimos entonces que escalar un buen tramo para llegar a una zona donde había una verdadera tormenta de rayos y parecía que era yo quien los provocaba puesto que, cada vez qué tocaba un punto, se iluminaba y me marcaba el camino a seguir para que ocurriera exactamente lo mismo. A partir de aquella tempestad, inicié una suave bajada, un descenso largo que me llevó a una gran llanura. Era como una depresión de tierra bordeada de altas montañas con distintos tipos de vegetación. Ahí me esperaba un trabajo muy duro y había más compañeros como yo que me ayudaban a triturar, desmenuzar y amasar unas sustancias desconocidas para nosotros. Fue un trabajo agotador.

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Sin siquiera descansar, nos requerían en otro lugar. Había que limpiar toda la maquinaria a fondo y desechar toda la basura. Ese trabajo se tenía que hacer también en grupo, pues tan importante era el suministro de energía como el destruir la basura y los elementos nocivos.

Por fin llegamos a una pieza fundamental para el funcionamiento general. No puedo decir todas y cada una de sus funciones. Baste con saber que tiene más de 500, todas ellas importantes.

Según íbamos cumpliendo nuestra tarea, el desgaste iba en aumento, hasta tal punto, que éramos expulsado al exterior.

A otra molécula de oxígeno le tocó un viaje mucho más accidentado. Cuando llegó a la avenida y a la calle estrecha que acababa en una bonita plaza y resultó que la calle estaba llena de basura y por ello era más estrecha y difícil de transitar y la plaza estaba oscura y rota y no conseguía reconfortarme. Había muchos autobuses esperándonos y muy pocos viajeros y los pocos que estábamos allí no teníamos suficiente vigor.

Cuando llegamos al sitio donde dejábamos el autobús y empezábamos la escalada, parecía que había un terremoto. El suelo y las paredes se contraían rápidamente y el ascenso era mucho más dificultoso.

A partir de ese momento ya nada fue igual.

Se había infiltrado en mi puesto de trabajo un monstruo. Me explicaré mejor:

Yo soy el aire y al entrar en el cuerpo humano, a través de la tráquea y dirigido por el píloro, llego a los pulmones, donde me despojo del nitrógeno y el argón. Las avenidas, calles y plazas, en vuestro idioma, son los bronquios, bronquiolos y alveolos y por medio de la arteria voy al corazón y de allí al cerebro, donde está la tormenta eléctrica. El terremoto de la escalada es la tos que sufre el humano. El valle es el estómago, el basurero el riñón y el de las 500 funciones es el hígado.

Cuando me convierto en Anhídrido Carbónico, hay que deshacerse de mí.

El monstruo que me ha invadido los pulmones es la EPOC. Y me dificulta mi misión.

Entre todos debemos darnos a conocer e impulsar la investigación para eliminar el monstruo y permitir que el ser humano tenga una buena calidad de vida y no viva atormentado por el miedo del monstruo de la EPOC.

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Esto es amor

– Doctor, siento contradecirle, pero está usted equivocado.

Rosa, con mucha tranquilidad, con su voz firme y templada se enfrentó al Doctor Arturo de la Vega. Era una eminencia en su especialidad y ella lo sabía. Además, coincidía en el diagnóstico de los otros médicos a quienes había consultado. Todos le decían que tenía una enfermedad pulmonar obstructiva crónica que le impedía respirar. Todos le habían hecho las mismas pruebas: radiografías, análisis de sangre venosa y arterial, tomografía axial computarizada, pruebas de resistencia, de capacidad pulmonar…

Todos habían actuado de la misma manera y todos le explicaron que sus pulmones tenían unos bronquios, bronquiolos y alveolos que no tenían la capacidad de una persona sana y por tanto mi cuerpo no funcionaba con normalidad por recibir menos oxígeno.

– Doctor, no pretendo decirle que está equivocado. Según las pruebas que me ha hecho, ha llegado a la conclusión de que me falta oxígeno y eso es verdad, no puedo estar más de acuerdo con usted. A mí me falta el aire, me ahogo en muchas ocasiones, pero está equivocado en la causa y por ello no voy a seguir con su tratamiento a pies juntillas porque, con el tiempo, me perjudicaría.

– Rosa, es necesario que siga al pie de la letra mis consejos, debe tomarse la medicación que le he indicado y llevar oxígeno 16 horas al día, como mínimo. No sé de donde se saca usted que la causa de su enfermedad es otra. ¿Qué estudios tiene usted para poder alegarlo?

– Debe aceptar que yo no estoy enferma, por tanto, no voy a tomar ni antibióticos ni cortisona, no me hacen ninguna falta porque yo, doctor, no estoy enferma, lo que estoy es… ¡Enamorada! ¿Usted no ha estado ninguna vez enamorado y le han abandonado?

Pues eso es lo que me pasa a mí.

Rosa sacó de su bolso un lápiz de memoria y le pidió al médico que lo pusiera en su ordenador para poder oírlo.

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Con el asombro pintado en su cara, D. Arturo conectó el pen y sonaron las primeras notas:

“aire, me falta el aire Miedo, me sobra el miedo

Para respirar y poder luchar”

Otra

“tu eres el aire que me da vida Y mi alma te respira

Eres el aire y me haces falta Sin tu amor no puedo respirar”

Otra más

“tu eres el aire que quiero respirar Y no exhalarte

Tu eres mi aire Y quiero que me roces con tu baile”

Y termino

“si tu no estás, me falta el aire”

– ¿Me entiende ahora? Mi marido murió y desde entonces yo no respiro bien, pero no porque tenga esa enfermedad que usted y todos los médicos que he visitado se empeñan en decir que tengo. Yo no respiro bien porque me falta el amor.

Rosa siguió hablando mientras miraba por la ventana del despacho. Miraba, pero no veía nada, estaba metida dentro de una ensoñación en la que estaba segura de que no tenía ninguna patología y se basaba en cientos de canciones de amor y desamor. No podían estar equivocados todos los autores de esas canciones, lo que ocurría era que la medicina estaba estancada y tenía que buscar más en las emociones del ser humano.

– Las emociones y los sentimientos dirigen y controlan nuestras vidas, nos hacen felices y nos enferman. ¿Lo entiende, doctor?

No hacía falta esperar la contestación. Por su cara, adivinaba no solo que no la entendía, si no que estaba convencido de que había perdido la razón y por tanto, pensó que lo mejor sería irse lo antes posible. Aquel hombre podría mandar que la encerraran y abarrotarla a pastillas.

En silencio y mientras D. Arturo hablaba mirando y rebuscando entre unos expedientes, abandonó la estancia cerrando suavemente la puerta.

Una vez en la calle, se subió a su coche y pensó abandonar la ciudad e incluso el país. A ver si tenía suerte y alguien la entendía o se volvía a enamorar.

Rosa parecía derrotada, no conseguía hacerse entender, con lo fácil que era.

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Cena de Navidad

Asunción Fenoll Cerdá

Todas las moléculas de oxígeno estaban muy atareadas. Que si el baño relajante con espuma y cremas varias para cuidar su piel, que si un peinado perfecto y, sobre todo, ponerse las mejores galas. Una ropa elegante y a poder ser cómoda porque, quien sabe a qué hora terminará la cena. Lo normal es que acabe en desayuno y hay que aguantar el tipo con toda la dignidad posible.

La cena de Navidad es el encuentro con los compañeros, el contar las anécdotas laborales y, ya con el postre y las primeras copas, se empiezan a desatar las lenguas y a olvidar la presencia de ciertos elementos que pueden utilizar tus confesiones durante el trabajo del año siguiente.

A mitad de la velada se van repartiendo por grupos según afinidades y empiezan las muestras de cariño y confesiones, aderezadas por el alcohol de las copas y combinados.

– A mí lo que más me gusta son los niños, sin problemas, todo nuevecito.

– Los ancianos tampoco están mal, hay pocas variaciones.

– No digáis tonterías, lo mejor es cuando son jóvenes y felices, endorfinas y oxitocinas por todas partes.

Esta era el tema de conversación de un grupo de moléculas de oxígeno que hablaban del tipo de cuerpos en los que resultaba más cómodo trabajar.

– Lo malo es cuando hay una infección vírica, las bacterianas se atacan mejor.

– Cierto. Notas fluidos que te vuelven loco. Te pueden arrastrar o frenar en tu camino, cuando no te llegan a expulsar.

– ¿Y cuando notas al cuerpo como funciona de mala manera? Eso es lo peor de todo.

– Lo peor es el fragor de la batalla. Los glóbulos blancos en plena lucha contra los invasores y el cuerpo perdiendo fuerza y ganas de ayudarnos con su respiración.

Este era el grupo más triste. Daban vueltas a como mejorar estas intrusiones de virus y bacterias que tanto daño hacían a los cuerpos. Todos estaba de acuerdo en que se deberían inventar nuevos sistemas para evitar esas invasiones dan dañinas y mortíferas en algunas ocasiones.

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Había un tercer grupo que no paraba de reír y bailar. Uno de ellos, con cierta dificultad, logró subirse a una mesa y golpeando una cucharilla contra una copa, llamó la atención de los presentes.

Una vez todos callados y le buscaron con la mirada y quedaron quietos esperando sus palabras con el asombro pintado en sus caras.

– Escuchadme todos –empezó diciendo.

“somos los mismos, tenemos el mismo trabajo todos, llevar oxígeno a los órganos del cuerpo humano y puedan generar energía. Pero hay veces que sufrimos invasiones, lo que los humanos llaman enfermedades, y eso dificulta y hasta impide nuestro trabajo”. Se oyó un murmullo general y todos asentían y decían que tenía razón, pero ¿cómo podrían solucionarlo?

– No lo sé, dijo la molécula que estaba sobre la mesa. Lo importante es que estamos de acuerdo en que tenemos que avisar a los humanos de que deben tomar medidas para no enfermar y, al grupo de humanos que se hacen llamar médicos, se procuren herramientas para curar esas enfermedades.

– Pero ¿cómo podremos comunicarnos con ellos? Dijeron todos a la vez.

– De nuevo debo decirte que no lo sé, contestó el cabecilla. Es algo que tenemos que averiguar, pero os adelanto que somos fuertes e importantes para el humano. Le intentaremos dejar mensajes a través de la velocidad que llevamos, podemos correr más o menos, podemos saltarnos el estómago para que se encuentren mal y vayan al médico para estudiar el motivo de nuestro cambio y también podremos acumularnos en el cerebro para que piensen más. Este va a ser nuestro objetivo para este año: hacer ver a los humanos que deben evitar infecciones bacterianas y víricas y que se investigue mucho más el prevenirlas.

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Morir de amor

Josefina Fernández Díaz

Personas que ves y ya no están, libros que leíste y continúan para llenar de vida la muerte. La simbología de la poética.

Leo y releo, aún sigo descubriendo detalles inéditos, escondidos en la simbología del lenguaje, en la metáfora del mensaje. Me recibiste en forma de libro, un envío que nace del conocimiento de tu avidez por la lectura. Era la vía para ampliar tus perspectivas de vida a través de experiencias ajenas y viviéndolas como propias. Poseías la capacidad de mimetizarte e involucrarte con los personajes de la obra, vislumbrabas lo que no estaba impreso. Se producía una simbiosis entre lector y autor. Te convertías en un cuerpo inmerso en palabras.

Corría la década de 1860, un poeta del romanticismo se debatía entre el apasionamiento y el desdén de su amada que le arrastraba a un estado de profunda melancolía. Recuerdo que te cuestionabas la debilidad del poeta, su sensibilidad casi enfermiza, circunstancia esta, que casi te llevó a diseñar tu propio final de la obra. Al cabo del tiempo, nuestro protagonista se encontró enfermo con intensos dolores torácicos, dificultad respiratoria, tos persistente y expectoración sanguinolenta. Fue entonces cuando le diagnosticaron “La enfermedad de los poetas”, la tuberculosis. Para él, como para tantos otros autores del romanticismo, significaba morir de amor, era una suerte de suicidio por no ser correspondido, una pasión que consume, una estética de los elegidos que confiere una personalidad romántica y una sensibilidad casi mística. En muchos casos abocados a un destierro de final trágico, obligado reposo que activaba la creatividad intelectual, que permitía el tránsito del pensamiento a la palabra, cuerpos ocupados por palabras, palabras llenas de verso.

Metáforas poéticas, morir de tuberculosis era morir de romanticismo.

Fui yo quién me apoderé del personaje de mi obra, fui yo quien se mimetizó con él. ¿Cómo decirte lo que me estaba sucediendo, amor? Solo quería trasmitirte que morir de tuberculosis era morir de amor, el que yo te profesaba. Que ahora, hablar de tuberculosis

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ya no es hablar de muerte, es también hablar de esperanza, de vida. No hace falta que cambies el final de la obra, ellos, mis queridos neumólogos, ya lo han conseguido. No hace falta morir de tuberculosis para morir de amor, el que yo te profeso.

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Aire

Mi única petición, lo único que yo deseaba, era estar cerca de ella y protegerla.

Y… me ha sido concedido.

La vi por primera vez en el parque, andando desenfadada con aire felino, ágil. Unas piernas larguísimas, una cintura estrecha y una piel pálida y nívea constituían sus características definitorias. La cara era perfecta, con unos preciosos ojos en los que una lágrima negra surgía de su pupila invadiendo su iris de color verde. Los rizos rubios de su pelo enmarcaban su cara, protegiéndola y ensalzándola como pasa en los mejores cuadros.

Y su boca requería un apartado. Los labios rojos parecían pintados de forma natural. Allí fue donde mi mirada atrajo al deseo, esa boca fue la que se convirtió en mi obsesión.

La conocí y la amé, pero el tiempo fue demasiado corto y no pudo satisfacer todo lo que yo tenía, todo lo que yo deseaba. Yo estaba enfermo.

Déficit de alfa1, me dijeron, el caso es que me enteré tarde de que no debía haber fumado, llegué tarde al diagnóstico y no salí del tratamiento. Y en el último momento quise estar cerca de ella, protegerla y darle lo que yo ahora no tenía.

Ahora estoy con ella, juego con su boca y sus labios. Ella disfruta con mi ser, me necesita. Soy todo lo que siempre quise ser, en un ciclo eterno en el que me he vuelto imprescindible para ella. En un ciclo en el que la libero del veneno y la revitalizo. Salgo y entro de su cuerpo, renovándola y llevándome el carbónico que puede matarla. Siempre estoy con ella, purificándome para ella en el exterior y protegiéndola. Yo soy Aire, como la canción de Mecano.

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Guardia

5:00 am

Llevo todo el día y gran parte de la noche corriendo por el hospital. Son más de 50 llamadas las que tengo apuntadas.

Esta última llamada me ha dejado con un sabor agridulce: he conseguido que el paciente mejore, le he sacado de las puertas de la UCI. Mis compañeros de otra especialidad le habían hecho gasometrías seriadas comprobando el aumento de carbónico en sangre y ya, a las 3 de la mañana, cuando vieron que al paciente le constaba mantenerse consciente, me avisaron. No puedo dejar de pensar que debería haber empezado a ventilar al paciente por la tarde, en vez de a estas horas, pero gracias a Dios él ha respondido.

Por fin, voy a poder estirar las piernas, espero que por un par de horas. La verdad es que estoy agotado, se me cierran los ojos. Antes de tumbarme voy a conectar el busca a la corriente, con el trajín que he tenido está casi descargado.

– Ahhhh!– me duele todo el cuerpo, hace veinte años soportaba mejor todo esto. Ahora cada me vez estoy más cansado y me cuesta recuperarme más después de cada guardia. Apoyo la cabeza en la almohada y…

– Tiititititiiiii tititititiiiii tititititiiiii

El corazón me ha dado un vuelco, creo que se ha detenido momentáneamente y, cuando la presión llegaba al límite, ha vuelto a latir, pero a latir a cien por hora. Parece que se va a salir del pecho, lo siento en las sienes.

– No me lo puedo creer– pienso mientras salto a por el teléfono.

– Hola, dígame– contesto con una voz sorprendentemente calmada, a pesar de la tormenta desatada en mi interior.

– ¿Neumología?– Pregunta una voz cantarina que me hace pensar en una chica joven.

Sí, dígame. – Te llamo por el 327.

Ese es el paciente que he ingresado hace unas horas, el de la neumonía, ¿verdad?

– Sí, es que tiene fiebre.

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– Y a parte de la fiebre, ¿pasa algo más?

– No, simplemente era para informarte y decirte que como pones en el tratamiento que si tiene fiebre hay que ponerle un paracetamol, se lo voy a dar.

Me quedo callado, me ha dejado sin palabras, no me lo puedo creer. Voy a saltar, siento que mi interior bulle, siento que un calor me sube hasta la cabeza y tengo que dejar escapar la presión.

– Ok, gracias– digo en el último momento antes de perder la compostura y cuelgo. Estoy angustiado, apenado, agobiado, ¿con qué tipo de personas trabajo?

– Mañana pongo una queja a la supervisora. Voy a hacer un escrito a la dirección porque esto es inadmisible – pero sé que no voy a hacer nada.

Apoyo mi cabeza nuevamente en la almohada, pero no puedo dormir. Mi pensamiento recorre las diferentes llamadas, mis actuaciones a lo largo del día. Ha sido una mala guardia, pero el 90% de las llamadas eran superfluas, absurdas. Solo en un 10% de las mismas era necesaria la actuación urgente de un médico y en solo un 6 % (lo que se reduce a unas 3-4 llamadas) se necesitaba un neumólogo. Si me hubieran llamado solo en ese 10% de ocasiones, la guardia hubiera sido muy buena.

Seguía meditando en el tema y….

– Tiititititiiiii tititititiiiii tititititiiiii

Esta vez casi deseaba oír el sonido, no podía descansar y los pensamientos me llevaban en una deriva que no me gustaba. La llamada me permitía dejar la cama y ese hilo de ideas que me estaba amargando. – Diga

Hola, tengo un paciente de 30 años con fiebre. Lleva 3 días así. Le he puesto antibiótico y un paracetamol y le ha bajado la fiebre – ¿Está estable?, ¿cómo es la radiografía?

Sí, está estable, satura al 96% y te llamo porque en la radiografía no sé si hay un infiltrado.

Me quedo callado, voy a saltar, voy a decirle que si no sabe si hay un infiltrado pregunte a su adjunto responsable, pero no sé si es un residente o el propio adjunto. Voy a decirle que llame al radiólogo o …

Miro la hora 6:50

Voy

Veo al hombre. Está durmiendo, afebril, eupneico. Analítica perfecta con algo de leucocitosis con desviación y en la radiografía un pequeño infiltrado subsegmentario. Escribo, pauto tratamiento y doy el alta por mi parte. Voy a hacer un comentario.

7:15

Me callo, a lo mejor todavía puedo tomar un café antes del pase de guardia.

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Pequeñas alegrías

Al regresar de hacer la visita matutina en hospitalización, veo a un hombre caminando lentamente, se acerca con una gran sonrisa en su rostro, se detiene y me pregunta amablemente;

– Doctora, ¡Buenos días! ¿Cómo está? Sé que aún no es hora de mi consulta médica, pero en caso que no haya llegado el otro paciente… ¿me podría atender?

En realidad, todavía no comenzaba la hora de la consulta, pero al verlo tan contento, lo invité a pasar.

– Buenos días Don Gumersindo, que gusto verlo tan vivaz, – afortunadamente me había desocupado pronto de mi pase de visita– claro siga, tome asiento.

Se aproxima con paso tranquilo, gustoso se sienta, mirando vivamente, como un niño esperando que le tomen la lección, cuando sabe que ha estudiado arduamente.

Pensar que hace solo un mes, me acercaba por el pasillo hacia su cuarto, encontrándolo con la mirada apagada, acostado, conectado al oxígeno, pensando en su casita, en la posibilidad de superar esta nueva agudización de su enfermedad que había sido mucha más fuerte que las veces anteriores, cada vez le hacía dar más temor de no poder recuperarse. Cuando lo visitaba, a pesar de su estado, trataba de recomponerse y respondía lo mejor que podía, se sentía el deseo de continuar viviendo, las ganas de seguir luchando y de regresar a su hogar, también sentía arrepentimiento, por ser el propio causante de su padecimiento, pero lamentarse no traería el remedio, se resignaba y preguntaba si estaba mejorando.

Don Gumercindo en su juventud, no sabía o no quería escuchar, más bien no lo creía, la juventud nos da un aire de valentía, un aire que nos hace pensar que nada nos puede afectar y se sentía importante, interesante al colocar ese cigarrillo en sus labios, al principio era parecerse a los demás, también lo hacían y se veían tan bien, y progresivamente fue comenzando a sentir una necesidad más fuerte, quería que durara más tiempo la sensación de bienestar que le hacía sentir, por lo que se incrementaron la cantidad de

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tabacos, lo que iba restando las ganancias de su trabajo, hacia piruetas para comprar lo necesario para su mujer y los niños y además poder adquirir sus anhelados cigarrillos, y así pasaron muchos años, hasta que la enfermedad terminal de su esposa lo hizo reflexionar, lo dejo solo, afortunadamente sus hijos ya eran adultos independientes, pero el enterarse que fue también posible culpable del padecimiento de ella, le afecto profundamente, y más bien en su memoria, como una disculpa tardía a ella, dejo el cigarrillo, sin mirar atrás; aunque ya había comenzado los síntomas hace un tiempo, pero él no quería admitirlo porque iban a culpar a su amigo de siempre, pero ahora que lo había dejado, era momento de confesar y pedir ayuda, se cansaba demasiado, ya no podía subir las escaleras hacia su cuarto sin detenerse por lo menos 4 veces, y así comenzaron sus visitas al centro de salud, parecía que el dejar el cigarrillo le había hecho mal, decía en tono irónico, sabiendo que todo ya había comenzado desde antes. Eran cuadros leves, a veces moderados, sentía que se le iba el aire y la tos empeoraba la sensación, él vivía junto a la naturaleza, en su querida finca, el centro de salud más cercano era pequeño, le daban medicación oral unos aparatos con un gas que no sabían bien cómo usar, pero que le mejoraban parcialmente. Hasta que uno de esos días, los síntomas fueron más fuertes, ya no pudieron ayudarle y le enviaron al hospital más cercano, ahí le conocí, primera vez hospitalizado, primera vez que sentía tan claramente que la vida se le iba, ya le habían dado la primera atención, se sentía menos agitado, pero aún le costaba respirar adecuadamente, le revise sus exámenes, me di cuenta que había una importante afectación pulmonar por el tabaco, pero que no habían hallazgos de malignidad, le tranquilice, le anime, le enseñe las técnicas correctas para usar su inhalador, día tras día mejoraba, sus hijos estaban pendientes, querían colaborar, estaban preocupados, de presenciar el mismo desenlace que tuvo su madre, por lo que al saber que era un proceso crónico pero tratable hicieron todo lo posible por conseguir la medicina que le mantuviera mucho más estable. Es así que, al regresar a su hogar, aunque vivía solo, sentía que era su ambiente seguro, y sus hijos lo visitaban más seguido, se percataban que tuviera todo lo necesario.

Tenemos la dicha de vivir a 74 msnm, mis pacientes respiratorios superan su falta de oxígeno mucho más rápido que los que vive en grandes alturas, por lo que Don Gumercindo no necesito usar oxígeno a su egreso hospitalario; y en el día de la consulta tras revisar su cita en el sistema, su historial clínico y los signos, con calma, le pregunte:

Y como ha estado don Gumercindo, le comento que sus exámenes de control están muy bien, pero lo más importante es que me cuente como se encuentran sus síntomas.

– Doctora, estoy tan contento, he podido recorrer nuevamente mi finca, incluso le traigo estos plátanos que logre recoger ayer, ahora ya subo al segundo piso de mi casa, haciendo solo 1 descanso – me dice riendo – es tan satisfactorio poder ir a visitar a mis

60 Pequeñas alegrías

amigos cercanos, mis vecinos me dicen que me ven muy bien.

– Que alegría don Gumercindo, son buenas noticias, usted sabe que sus pulmones están afectados de forma irreversible, por lo que es importante que siempre este utilizando su medicación para que pueda mantener el estado en que se encuentra.

Continuamos con la cita enfocándonos en cosas más objetivas, en los test y las encuestas, revisando nuevamente la técnica adecuada de sus inhaladores, y al final nos despedimos con agrado.

– Lo veré en 2 meses don Gumercindo, cuídese mucho

– Gracias doctora, que tenga una excelente semana, nos veremos la próxima cita

Lo veo alejándose, me inunda la satisfacción de ver un paciente recuperado, volviendo dentro de lo posible a su actividad habitual, le auguro muchas más visitas de control y con la esperanza de que no sean necesarias nuevamente las visitas a emergencia.

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Diana Margarita Iñahuazo Solano

Un respirador que proyectó el amor

Mi madre murió de alzhéimer cuando todavía yo era muy joven. Lo cuidados exigidos por uno de estos pacientes, a veces puede ser extenuante.

Una vez recuperada de su marcha hacia otra galaxia, comencé a hacerme varias preguntas como por ejemplo, «si podría ser hereditario».

Soy enfermera de profesión y me entró la curiosidad de aprender algunas partes de nuestra fisiología, desconocida a pie de calle. Todo sobre el alzhéimer, me lo sabía de memoria, y, precisamente comencé a interesarme por todos los problemas relacionados con la memoria. Una compañera de trabajo, me recomendó visitar ASENARCO «Asociación Española del sueño». Allí imparten varias actividades, entre ellas, cursos sobre la memoria. Decidí investigar, ya que mi madre comenzó a perderla desde el principio de su enfermedad.

Tuve una buena acogida en aquel maravillosa grupo, consolidado desde hacía tiempo. Fue allí donde lo vi por primera vez. Nos reuníamos todos los jueves por la mañana, así que lo vi un jueves, otro y otro. Pasado un mes comencé la investigación de acercarme a él. Supongo que algo había notado, porque no me costó mucho convencerlo de que sentía algo por él.

– Yo sentí lo mismo –me contestó–, el mismo día que te vi por primera vez.

Todo resultó fácil al principio. Yo tenía turnos en el hospital y él trabajaba en La Confederación Hidrográfica del Ebro, solamente por las tardes. Entre los dos, conseguimos programar nuestros encuentros, siempre por la mañana «decisión suya» que acepté sin remilgos, pero había una condición indispensable: sería siempre en mi casa, aunque algunas comidas y cenas excepcionales, las hacíamos en restaurantes. En las mencionadas cenas excepcionales, lo provocaba para que me llevase a su casa. En esos momentos, lo atrapaba un nerviosismo que no podía controlar, hasta que me atreví a preguntarle qué le sucedía. Me contestó que estaba lleno de miedos que no podía sacar de su cabeza.

– ¿Tienes algún motivo especial que te provoque tus miedos?– le pregunté.

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– Esto me sucede todos los días, cuando empiezo a subir las cuatro escaleras que me conducen al ascensor, y no se me pasa hasta el día siguiente. Me levanto tarde con el tiempo justo para hacerme la comida y marchar hacia el trabajo. Solo madrugo los jueves con la ilusión de verte. Me recargas las pilas hasta que te vuelvo a ver. Antes me sucedía de vez en cuando, pero desde que te conozco, mis miedos se han agravado.

– ¿Me estás diciendo que tienes miedo de estar solo en tu casa? Si es así, podemos vivir juntos en la mía. Te lo he sugerido muchas veces y siempre has rechazado mi propuesta y te lo he respetado. Ahora te lo pido de nuevo y no aceptaré un no por respuesta. Buscaremos una solución.

– Eso es imposible. Mis miedos son de otra clase. Algo que no puedo explicar.

– Si me lo cuentas, a lo mejor entre los dos podemos superarlo. Te haré una proposición. Si te parece, mañana me invitas a cenar y luego vamos a tu casa y, allí me cuentas todo lo que debo saber de ti.

– Me pides un gran sacrificio, pero lo intentaré.

Aquella noche, la comenzamos con una cena que había preparado con mucha ilusión. A continuación se decidió enseñarme todas las habitaciones de su casa. Me detalló el salón en el cual estábamos cenando, cuadro por cuadro etc. me enseñó la cocina, «bastante moderna» y me comentó que le gustaba cocinar. Luego conocí el baño, dos habitaciones individuales y finalmente, entramos en la que me comunicó que era la suya. Yo le hacía comentarios normales. Esto me gusta, esto no tanto, todo normal, hasta que le hice una pregunta.

– ¿Qué es eso que tienes en la mesilla?

– Trataré de explicártelo. Padezco AOS. Puede que ya sepas lo que es por tu profesión, pero simplificando es una apnea «ausencia de respiración durante varios segundos y varias veces a lo largo de la noche». Eso me lo controla esta mágica máquina. Estos son todos los miedos que tanto me aterrorizan. «Que no me aceptes, que no me entiendas y que un día decidas abandonarme.

Me abracé a él y aquella noche me quedé a dormir en su casa y todas las noches, dándole el sí quiero para toda la vida.

Si no hubiera visto aquella máquina en su mesilla, nunca habría tenido la suerte de conocer a mis dos hijos, Raúl y María.

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Hoy vengo sola doctora.

No reparé en su intención en ese momento. Me observó con los ojos entornados, con esos ojos que quieren mirar pero no se dejan ver, no sea que algo trasmitan. Después de sentarse, con la mirada aún hacia el suelo esperó a oír mis monótonas preguntas, y sin responder a ninguna de ellas me dijo:

– Ya sé leer, y firmar, y hago cuentas.

Entonces, recordé lo que habíamos hablado en la visita anterior. Creo que ella se percató, porque Irene me vé, aunque mire hacia abajo, y por primera vez alzó la vista y pude apreciar sus ojos, negros, tristes pero vivos.

Irene es gitana, de mi quinta, rebasa los cincuenta, tiene diez hijos y no sé cuantísimos nietos. Es asmática desde niña, un asma grave que nunca ha cuidado; por su inconsciencia, porque siempre había a quien cuidar antes que a ella misma, porque un marido, diez hijos y sus correspondientes retoños consumen toda la paga.

– Yo no sé leer doctora. – Me decía unos meses atrás, cuando yo le reprochaba que no hiciera caso a mis informes.

– ¿Cómo vas a mejorar Irene? No tomas la medicación, en tu casa fuman todos. Tienes que decirles que no lo hagan, que te sienta mal; ni siquiera eres capaz de mirar los informes para saber que tienes que tomar. – Todo ello con desdén, con ese aire de superioridad que nos otorgamos cuando creemos que el paciente no mejora porque no quiere.

Irene gesticuló sutilmente e intentó evitar que siguiera hablando así. Él la acompañaba ese día y pude notar que no la miraba bien.

– No, no, ellos salen al patio a fumar, de verdad, los míos me cuidan, es que yo tengo muy mala cabeza y se me olvida el tratamiento, y como no sé leer.

La entendí, claro que la entendí. Irene no quería problemas al volver a casa; sin duda él le reprocharía su impertinencia, o vete tú a saber que más. Pero en lugar de escucharla, de hacerle saber que había entendido su mensaje, le contesté: –pues aprende.

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Irene Mª José Linares Serrano

Hoy venía sola. Lo dejó claro nada más entrar; hoy no había testigos molestos, y orgullosa me contó que sí, que había aprendido a leer. Irene se quedó viuda a los pocos días de la última consulta. Con mucha pena pero con una valentía admirable decidió hablar con los Servicios Sociales del ayuntamiento de su pueblo: quería ir a la escuela de adultos. Él ya no estaba para impedírselo, para burlarse de ella. Irene, sabía escribir su nombre, leía todos los rótulos de las tiendas y se atrevía con algunas cuentas fáciles.

– Doctora, ya puede darme los informes a mí, que los leeré cuando algo se me olvide.

Estuvimos hablando un largo rato. Yo me esforcé en halagarla, en darle la enhorabuena, en hacerle llegar mi admiración y reconocimiento por semejante proeza. Irene también había mejorado mucho de su asma.

– Mis hijos, doctora, son muy buenos, no me dejan hacer esfuerzos. Antes era más difícil, pero ahora...

Fue delicada, respetuosa, no lo nombró en ningún momento, él ya no estaba y no había porque mencionarlo, pero a ambas nos quedó claro. Irene empezó a disponer de su vida desde el momento en que su marido murió. Empezó a respirar, en el más amplio sentido de la palabra. Y para ello no le importó la edad, ni los hijos, ni los nietos, decidió abrir la boca e inspirar profundamente todo lo que hasta ese momento no se había atrevido: el aire, la vida, su propio respeto.

No la he vuelto a ver, pero la recuerdo casi a diario porque, desafortunadamente, hay demasiadas Irenes asmáticas que acuden a la consulta, acompañadas o no, pero que no mejoran porque no solo depende de ellas.

Mi Irene aprendió a leer, mejoró y me dio fuerza para seguir creyendo en las demás Irenes. Recuerdo el tono imperativo y poco cariñoso de aquel –pues aprende, y sigo notando un pellizco de vergüenza, pero me compensa la sensación de admiración hacia esa mujer que consiguió aprender a leer y a respirar.

Hoy venía sola.

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Soufflé

Cristina Martín Minguillón

Jamás revelaría su nombre. Una mujer como ella, despampanante pero discreta, que nunca querría que hablasen de ella en otro contexto distinto al mundo de las pasarelas.

Era imposible que pasara desapercibida, caminaba erguida y daba los pasos como si el suelo tuviera una inercia especial para ella. Se deslizaba sobre él y se movía balanceando los brazos muy rítmicamente.

El primer día que la vi, le pregunté que por qué venía con tacones a fisioterapia. Me contestó que ya no podía llevar otros zapatos, que sus piernas se habían acortado a la medida de esos andamios.

Le puse un pulsioxímetro y le pedí que cerrara los ojos. Quería ver su patrón respiratorio sin que se sintiera demasiado observada. Vi cómo hiperventilaba de una forma dantesca, activando ECOM y escalenos más que cualquier intercostal.

Abrió los ojos para decirme que no iba a dejar de pintarse las uñas, que le daba igual que ese aparato no funcionara bien si llevaba esmalte. Aquel día solo pretendía hacer una valoración, pero la sentí tan alterada que, decidí enseñarle una técnica de coherencia cardiaca en la que, debía poner toda su atención en la cantidad de aire que cogía por la nariz y sacaba por la boca.

– Vengo aquí cada verano. El oxígeno está más limpio en estas montañas. Me ayuda a respirar mejor, me siento bien cuando me voy de aquí.

Le dije que iba a estar en el grupo “Mélezin”. Tenía nombre de una de las montañas del lado Francés de los Alpes. Los grupos de pacientes se denominaban con los nombres de las cimas más próximas, siendo el Chaberton, con sus 3131 metros, el que contaba con los pacientes con mayor capacidad física.

El Mélezin tenía agendada dos salidas semanales al parque del pueblo donde bajábamos con una furgoneta a los pacientes. Una vez allí, les colocábamos sus diferentes dispositivos de oxígeno y los monitorizábamos durante la marcha. La cité para una de esas salidas esa misma tarde. La estuvimos esperando durante 10 minutos en la entrada del hospital, pero no apareció.

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Cuando regresamos, fui directa a su habitación para saber por qué no había venido. – No me gustaba caminar, me dijo.

Subí a mi cuarto, el cual estaba 3 plantas encima del suyo y que también pertenecía al hospital y me tumbé en mi cama articulada. Poco entendía de aquella mujer tan arisca y transigente.

Preparé mi sesión de “ejercicio terapéutico en el sistema respiratorio” con el grupo “Prorel”, en la cual hacíamos movilizaciones lentas de todo el cuerpo a la vez que manteníamos una frecuencia respiratoria constante y adaptada a ellos.

Cuando salí de la sesión, ella me estaba mirando desde fuera. Estaba sola, como de costumbre. Yo había acabado mi jornada laboral, pero le propuse un pequeño paseo. Esta vez lo aceptó, tenía ganas de hablar con alguien. Le dije que me asombraba la elegancia de sus ropas. Aunque lo que más me había llamado la atención era la cantidad de maquillaje que se ponía por toda la cara y que tan bien le quedaba. Nunca me había gustado ver a personas mayores muy maquilladas, pero en ella era diferente, como si tuviera la dosis de color exacta.

Durante el paseo en los alrededores del hospital me habló de moda y de su experiencia trabajando en las pasarelas. –Cuando me casé, Chanel me regaló mi vestido de novia. Había desfilado con ellos durante casi diez años y conocían cada centímetro de mi cuerpo, así que, lo hicieron para mí.

Vi entonces cuánto le costaba respirar a la vez que hablaba y caminaba y le propuse una parada. Madame Cocó, la heredera de aquel vestido, estaba diagnosticada de un asma severo que le impedía respirar con normalidad y su tirria por el ejercicio no le ayudaba mucho.

Durante aquel verano en el que vivía en el mismo lugar que mis pacientes, pasaba muchas noches con ellos en la terraza del hospital jugando al Scrabble. Me gustaba conocer sus hábitos de vida y cómo repercutía en ella la patología respiratoria.

Una noche, tras echar la partida, les pregunté que qué les había parecido la sesión de educación terapéutica que habíamos tenido esa semana.

Me sorprendió oír que les había gustado conocer las perspectivas de los otros y comentar las dificultadas del día a día. Monsier M, no dijo nada. Le pregunté que qué le pasaba, y me dijo que, “se sentía una víctima del Estado”. Después, admitió que, no entendía cómo había podido haber llegado a estar tan mal por culpa de su rutina de fumarse dos paquetes al día. Que nunca se hubiera imaginado acabar así con menos de 50 años y mucho menos que la venta de ese tóxico todavía fuera legal.

Vi la importancia de esa charla que habíamos tenido. Se sentían más apoyados por nosotras porque nos importaban sus inquietudes y, ellos habían aprendido muchas cosas

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que no conocían de la enfermedad. Ese día habíamos hablado de la EPOC y de cómo afrontarla. Les repartimos unos dibujos con forma de árbol en los que escribieron sus miedos en el tronco y donde, entre todos, escribimos algunas soluciones en la copa. Frases como, “viajar sin restricciones” o “recuperar mis actividades de antes de perder el aliento” se tallaron de una forma ensordecedora. Muchos de ellos todavía no habían conseguido dejar de fumar. Monsier Be, en concreto, se quitaba sus gafas nasales para encenderse el cigarrillo y fumaba durante el tiempo que aguantaba sin ahogarse.

La mañana siguiente, salí a correr por allí antes de trabajar. Me encontré a mi vecino de pasillo, un joven con un neumotórax con muchas complicaciones que, estaba en medio de un camino tocando la guitarra. Sentía cierta pena por él. Le dolía mucho respirar, literalmente, especialmente cuando aumentaba lo hacía a altos volúmenes. Intentaba disimularlo, pero durante las movilizaciones de tórax sentía una presión tan fuerte que se le agotaban las palabras y se le inundaban los ojos. Él estaba en el Chaberton, donde también hacía 3 salidas de marcha semanales por el Vallée de la Clarée. Un recorrido entre cordilleras, repleto de lagos y ríos con flores. Era un momento para conectar con la naturaleza, gestionar la fatiga y reencontrarse con su fortaleza interna.

El movimiento adaptado mezclado con pedagogía, era la fórmula secreta en aquel edificio en el que, Cocó volvió a pedirme compañía para salir, Monsier Be dejó de fumar y el niño de la guitarra volvió a cantar sin dolor en la azotea de la clínica.

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El corazón a 200

Mientras pedaleaba a toda velocidad, sentía que el pecho le iba a explotar.

Acababa de oír la nota de audio: Miriam se despedía. “Lo siento, Rober. Ojalá pudiéramos habernos despedido en persona. Cuídate mucho”.

Roberto se quedaba sin aire. Todavía quedaba un buen trecho hasta la estación de tren, pero se asfixiaba. Nunca lo lograría.

El verano había sido increíble, pero Miriam debía perseguir su sueño de estudiar Medicina y, para ello, tenía que irse del pueblo. Rober había evitado llorar hasta llegar a su casa, no había querido ponerle las cosas más difíciles.

Frenó la bicicleta y se bajó a duras penas. No conseguía dar ni una pedalada más. Se agachó en la acera, intentando recuperar el aliento. Seguro que los pitidos de su pecho se oían a varios kilómetros a la redonda.

Miriam le había enviado un mensaje al WhatsApp para que la acompañase a la estación y despedirse. Le decía lo mucho que lo iba a echar de menos, y las ganas que tenía de abrazarlo por última vez.

Recordó, de pronto, que su madre siempre le dejaba inhaladores en todas partes, para que los usara en caso de emergencia, aunque él fuera tan reacio a ello. Miró en el kit de la bici, donde debería haber un parche para la rueda en caso de pinchazo: allí estaba el milagroso salbutamol.

Rober no había contestado a aquel mensaje. Cegado por el dolor, pensó que, si de verdad lo quería, no se iría. Pero oír su voz en aquel audio lo había sacado de su absurdez: era Miriam, su Miriam. Por supuesto que quería un último abrazo.

Mareado por la falta de aire, hizo un esfuerzo mental por recordar cómo se utilizaba aquel cacharro. Lo agitó, se lo puso en la boca y lo accionó mientras aspiraba.

De pronto, notó sus bronquios expandirse. Se subió a la bicicleta y, en menos de un minuto, llegó a la estación.

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Ni siquiera se preocupó de ponerle el candado a la bici. Bajó de un salto y corrió hacia el andén, donde no le fue difícil localizar a Miriam: siempre parecía estar rodeada de un halo de luz.

Antes de que la chica pudiera reaccionar, Rober la estrujó entre sus brazos. El corazón le latía a 200 por hora.

Y nunca supo si fue por la loca carrera, por el salbutamol o por lo enamorado que estaba de Miriam.

70 El corazón a 200

Ha ganado ella

Y vuelvo a despertar. De verdad pensé que sería la última vez. Debo pensar otra estrategia. No encuentro el despertador, pero no para de sonar, creo que lo tiré debajo de la cama del sobresalto de la alarma. Mientras me estiro lo veo detrás de la máquina de oxígeno. Maldita máquina que me conecta a mi realidad. Le quito las pilas al despertador para no conectarlo más. No pienso ir a trabajar hoy, pondré cualquier excusa. Sé que he faltado varias veces este mes, pero no puedo soportar ser cordial hoy con esos clientes nuevos tan exigentes.

Me miro en el espejo del baño y mi cara no puede ocultar mi estado anímico. Aún por la pica del baño quedan los restos de las pastillas de anoche junto a la botella de whisky en un nuevo intento de no despertar. Me miro de nuevo al espejo, me pellizco la cara… no lo logré. Las que quedan por el suelo me las tendría que haber tomado para conseguirlo definitivamente. Pero no fue así. Lo único que he conseguido es una pesadez bestial en el cuerpo, poca lucidez mental y una sequedad de boca que me asquea. Me cepillo los dientes y bebo agua pero no me calma. En fin, consecuencias de no haberlo llevado a cabo bien.

Me visto y cojo el móvil: 6 llamadas perdidas y 20 mensajes. La mayoría son de Silvia. Es más tarde de lo que pensaba y se ha preocupado al no verme en la oficina. Le envío un WhatsApp diciendo que pasé mala noche y que me disculpe ante el jefe y los clientes. Si no le dijera nada se presentaría en mi puerta tirándola abajo. Sé que se preocupa por mi, pero no puedo remediar este dolor interno, este sentimiento que me atormenta. Ella me ha “salvado” de varias de mis intentonas. Parece que tenga un sexto sentido. La quiero mucho y si en algunas ocasiones me he echado atrás en el último momento, ha sido por ella. Y mira que es pesada eh. Ella es la que se esfuerza por nuestra amistad. Siempre dándome cariño y abrazos aunque sepa que no me gusta. Llamándome a cualquier hora del día o de la noche para asegurarse de que sigo aquí. Es todo lo contrario a mi y puede que por eso nos llevemos tan bien. La oficina solo es

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soportable gracias a ella… como todo. No quisiera verla triste por mi culpa. No se lo merece. Por mí no.

Oigo golpes afuera. No puede ser. Miro por la mirilla y veo a Silvia aporreando mi puerta. Intento poner mi mejor sonrisa y le abro.

– Buenos días Silvia, de verdad que lo siento pero no me encuentro bien.

– Voy a prepararte un café y unas tostadas, quieres mermelada o mantequilla? Da igual de las dos.

Lo dice mientras irrumpe en mi casa empujándome a un lado y dirigiéndose a la cocina. Cierro la puerta con resignación y voy con ella. Ya tiene la cafetera en marcha y está sacando un montón de cosas de 2 bolsas grandes que ha traído.

– Menos mal que he venido a llenarte la nevera porque hay eco ahí dentro. Ay! El café que se sale. Lo necesitas cargado verdad?

Sí por favor (le digo mientras me siento en la mesa de la cocina y veo como me lo ordena todo).

– Eres un desastre Eric, no sé que harías sin mí. Tiene tanta razón, sin ella yo ya hace mucho tiempo que no estaría aquí.

– Ponte tú el azúcar Eric que voy al baño un momento.

– ¡No! Espera Silvia… …silencio…

Regresa y me abraza. Me gustaría explicarle lo sucedido pero es evidente. Sobran las palabras. Noto sus mejillas húmedas en contacto con las mías.

– Silvia no quería hacerte llorar, lo siento tanto. Perdóname.

– No hay motivos para llorar, estas aquí conmigo. Venga vamos a desayunar. Se seca las lágrimas con la manga del jersey y prepara varias tostadas y pone embutido. Me derrumbó al verla tan serena ante la evidencia de lo que intenté hacer. Ya es normal para ella e intenta dejar a un lado su opinión y que parezca una mañana normal. El estrés me ahoga, no puedo respirar. No es ansiedad. Es esta enfermedad que me asfixia. Silvia no para de hablar pero se da cuenta al instante y me trae el nebulizador y me prepara la medicación. Me controla constantes y una vez pasado el susto sigue hablando como una cotorra de nuevo. Una vez más, qué haría sin ella?

– Cuando vi esta mañana que no contestabas, recordé lo raro y ausente que estabas ayer y le dije a nuestro jefe que fuimos a un chino y nos sentó mal. Vamos que le he colado que nos hemos intoxicado los dos, así podemos estar 2 o 3 días sin aparecer por la oficina. A que soy genial.

Y se ríe sola de su ocurrencia y me hace reír a mi con ella. Algo en ese momento hace click en mi cabeza. Voy al baño y cojo todo lo que quedaba por el suelo y lo tiro por

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el retrete. Silvia viene corriendo detrás de mí asustada y al verme sonríe y me ayuda a tirarlo todo. Me ayuda a volver a empezar. Con ella todo se ve de otro color. Alguien que me hace reír así no merece que yo la haga llorar.

Acabamos el desayuno y la ayudo a recogerlo todo. Hoy es un nuevo comienzo para mi. La veo pletórica, triunfante. Ha ganado ella.

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Montaño
Sonia Morales

Examen práctico Medicina Interna

Alejandro José Pozo de la Cámara

Hospital Clínico, 1973, ala Norte, todos los alumnos de Medicina Interna en los pasillos, nerviosos, esperando. Uniformados por el mismo patrón, tanto mujeres como hombres, bata impoluta, con raya planchada que demuestra las dobleces de la prenda.

Fonendo al cuello, un littmann clásico, gris de toda la vida, el mío no sé por qué lo compré de cable corto y me tenía que acercar mucho a los cuerpos y a veces veía las pelusas de los ombligos. En el bolsillo superior, varios bolis y cuadernillos de laboratorio para tomar notas, libro de resultados normales de análisis.

En el bolsillo inferior derecho, un martillo de reflejos y en el otro el otoscopio, espátulas y demás, como burros con las alforjas a rebosar. El ruido del entrechocar de los instrumentos se confundía con el castañeteo de los dientes.

Una secretaria de la cátedra nos iba llamando, los que estábamos como alumnos internos nos conocíamos a los enfermos y sabíamos de sus patologías, era una pequeña ventaja. La enferma en su cama, guapísima, hasta el pijama del hospital la sentaba bien, me sonreía, yo con el fonendo colgando y el otoscopio y el martillo de reflejos en las manos, me acerqué lentamente, y me senté a su lado saqué la hoja para la anamnesis y la empecé a preguntar por su historial médico también por su teléfono, que me lo apunté en la mano, el profesor que estaba vigilando puso muy mala cara. Después de preguntar lo humano y lo divino di por concluida la anamnesis y me preparé para la exploración. Menos mal que esto ocurrió en el siglo pasado, en éste hubiera entrado en la cárcel. Empecé explorando los pares craneales, me entretuve bastante y el profesor me apremió a terminar y continuar.

Mi fonendo me obligaba a acercarme mucho a la paciente, en la espalda no importaba mucho, pero cuando tuve que colocarme por delante mis ojos no sabían dónde mirar, ella me sonreía y yo cada vez más nervioso.

Cuando empecé a palpar el abdomen que era blando, me entretuve alrededor del ombligo y al bajar hacia las fosas ilíacas, el pelillo como de melocotón rizado me enervó

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y al incorporarme alterado, me tropecé con el borde de la cama y caí de bruces sobre ella, suspendí.

En septiembre me tocó una persona mayor con un autocuidado que dejaba mucho que desear pero que a mí me vino bien para aprobar.

Algunos salían con los ojos llorosos, que si me ha tocado un paciente que no colaboraba nada, que si me engañaba en la anamnesis, otros, que me ha soplado lo que tiene y me ha dicho que tiene hígado a tres traveses de dedo. Durante años, casi todo lo medía en traveses de dedo y cuando las chicas me preguntaban por qué, enseguida yo les decía que casi era ya médico, tenía un punto ganado en la cuestión de ligar.

Yo ya sabía curar el hipo, el profesor Rives de anatomía de Orts Llorca nos enseñó a presionar con el pulgar en el triángulo supraclavicular y un día que estaba en una consulta de un podólogo por un papiloma propio, la sala de espera a rebosar, una señora empezó a hipar sonoramente, nadie sabía donde mirar, hasta que yo, en un arranque de valor profesional, me levanté y me ofrecí a curarla de su mal, diciendo que era estudiante de medicina en el Clínico. El silencio se hizo, me acerqué y yo creo que se le quitó por el susto, pero fue imponer la mano y se acabaron los espasmos del diafragma.

No aplaudieron de milagro, se me acercaron y me rodearon con efusión, se abrió la puerta y entró la enfermera que se quedó en el quicio al ver el revuelo, nos hizo sentar y a mí el dolor del papiloma ya no me parecía importar.

Fue mi primera operación extracorpórea.

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Eu respiro rural

Ola, eu son Xoán, un raparigo de dez anos que vive nun concello da montaña ourensá cos seus país e avós, Xunqueira de Espadanedo. Nacín un catro de febreiro, onde todo era ledicia ata que me diagnosticaron de fibrosis quística (FQ), unha enfermidade rara e pouco común.

Saltan as alarmas, todo se volven dubidas e incertidume dun futuro óptimo para min; pero meus país en lugar de derrumbarse colleron forzas. O primeiro punto foi coa pediatra do noso centro de saúde, pero tamén noutros centros e incluso en consultas especializadas de todo Galicia e incluso de Madrid. O meu día a día non é sinxelo, a situación xeográfica non axuda para mobilizarnos posto que vivimos a 30 kilómetros da cidade, o que supón uns 30 minutos de camiño, algo menos se conduce a miña tía Bea.

Os anos van pasando, vou medrando e avanzando nos meus cursos no CEIP de Maceda, unha escola do rural pero totalmente capacitada para que os nenos se formen, a pesar do que creen algunas “pijitas” do meu pobo que pensan que por levar a seus fillos a unha escola na cidade van a ser mellores. O meu crecemento vai ligado tamén coas terapias diarias e coas visitas ao endocrino, nutricionista, neumólogo ou fisioterapeuta entre outros. Acudo mínimo 2 veces por semana a fisioterapia e todos os días realizo os meus exercicios ventilatorios así como os de forza, procuro seguir a dieta recomendada e soamente a salto en días de festa ou cando a miña avoa me pasa chuches ás agachadas para que miña nai non se enfade. A mairores, xogo o fútbol sempre que podo e vamos ao parque cada día salvo en días de inverno que en Galicia fai moito frío. Eu son feliz, o feito que me fai sufrir máis e ver os esforzos que cada día fan meus país para os desprazamentos á terapia ou ás consultas que facemos nunha clínica especializada en enfermos respiratorios en Madrid; é enorme alí sempre hai un montón de nenos e de médicos, endrocrinos, nutricionistas, fisioterapeutas, enfermeiros moi simpáticos. Moitas veces pregúntome, que faría eu sen meus país? Porque eles fanme ver que sempre están ben e que nunca cansan pero iso non é así. Soamente lembro uns días onde miña

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nai enfermou de covid e tiven que pasar uns días coa avoa, SUPERAVOA como lle chamo eu porque fixo de todo para que estivese ben e non faltase a ningunha das miñas actividades semanas.

Eu sempre digo en voz ben alta que son moi moi feliz no pobo, gustame a vida que levo aquí e quero crecer aquí; estou farto de escoitar “cando medres estudiarás na cidade e terás todo más accesible”, e eu pregúntome e porqué non o podo ter no pobo? Vou enumerarvos todo o positivo que teño eu no pobo, por un lado, a contaminación é menor porque hai menos coches, fábricas e demais polo tanto hai un mellor aire para respirar; por outro lado, hai moito máís espazo libre e campos para correr e xogar cos meus amigos; porque somos moitos nenos no meu pobo, sempre din as avoas no parque “coa pandemia a xente voltou aos pobos” e parece que é verdad; e outra cousa e creo que a máis importante, a xente é moito máis comprometida e unida aquí.

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No meu pobo todo o mundo me coñece, todo o mundo sabe que padezo FQ e todos saben en que consiste a enfermidade, e que consigo eu con isto? Pois dar maior visibilidade a esta enfermidade. En Xunqueira realizanse cada ano comidas, festas, andainas ou xornadas de folclore para recaudar fondos para as asociación de FQ, no meu caso para a galega. A miña nai loita cada día por conseguir máis e máis, ela cree que canta máis información teñamos, menos dúbidas e máis solucións terán os país e os cativos do futuro que se enfrenten a esta enfermidade.

Isto todo é a pequena escala, xa o sei, pero isto non implica que grao a grao encha a pita o papo. Eu quero contarvos tamén os meus soños e obxetivos; quero rematar os meus estudos de Bacharelato no IES San Mamede e estudar Ciencias da Actividade Fisica e do Deporte en A Coruña. Procurarei seguir toda a miña vida vinculado o deporte porque grazas a eso e ás miñas terapias diarias consigo SER e ESTAR como o resto de nenos da miña clase. Contovos un segredo? Son o máximo goleador do meu equipo de fútbol e sí o meu verdadeiro soño e estar vinculado a este deporte ben sexa de xogador ou de adestrador; sei que loitarei e conseguirei dar a máxima visibilidade á miña enfermidade, a integración de todos e cada un dos nenos que queiran xogar a pesar de onde vivan e de como respiren os seus pulmóns e incluso podrei ganarlle a Champions ao mesmisimo Real Madrid.

Creo que como meus país sempre me ensinaron, cada gota de sudor conta e por iso sempre berrarei: XUNTOS SOMOS IGUAIS E MÁIS FORTES.

78 Eu respiro rural

Y volverme río

Patrícia Quirós Fernández

Manuscritos de otros tiempos llegan a mis manos, Los cojo, los leo, los huelo, parecen papel mojado de algún otro cuento. Me abrazo al papel como si fuera un objeto valioso, ¡Tan valioso y fecundo! Que me quedo agarrada a él sin poder despegarme. Ya no me importa leer el manuscrito paso a paso, lo que me interesa es acariñarlo, tocarlo, acariciarlo, sofocarlo, pasear mis dedos por entre sus tapas, a ciegas, como si antes de leerlo, sus historias ya estuvieran a ser contadas, como si antes de penetrarlo, sus voces ya estuvieran allí susurrándome aquello que guardan en sus adentros. Antes, antes de tocarlo, antes de abrazarlo, puedo escucharlo respirando, Los libros respiran, respiran historias por sí mismas, historias que ya existen fuera de la mano escrita, De la tinta derramada por las hojas, historias que ya están a ser contadas por sí mismas, historias, que coexisten con nosotras en el aire que respiro. Ellas están vivas, Nosotras hacemos de traductoras del viento,

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Como pastoras de palabras vamos juntando ideas sueños y versos, Y nos sentamos al Sol a esperarlas, Esperar pasar el soplo del viento.

Sopla el viento, respiro, Sopla el vientre, respiro, Van llegando con cuentagotas cada nota, cada historia, cada pliegue, cada verso difundido, que voy destilando en vino, suspendida en el tiempo, macerada en deseos, le juego el pulso en espiral a la respiración del tiempo. Sopla el viento, respiro, Sopla el vientre, respiro, Acariciando el aire que entra por mi nariz, hincha mi pecho, se instala en mi barriga, lo dejó estacionar ahí, durante un corto período de tiempo, suspendo la respiración para sentir la historia por dentro.

Antes del libro ser escrito, antes de comenzar el manuscrito, devoro entre mis manos la pasión del aire por ser libro, el deseo de las letras por transformase en historias, el disfrute de mis pulmones para darle voz al viento que sopla… Me quedo suspendida en el tiempo, Abrazada a los cuentos, quiero ser río que respira las historias no contadas, los versos del tintero en el olvido, las tristezas enmarañadas en los cabellos…y volverme río.

80 Y volverme río

La tierra tiembla

Patrícia Quirós Fernández

…en aquel día todo me olía a muerte… Las piernas pesadas, el pelo revuelto, un aire de espíritu enfadado con la vida, la camisa descolocada, la respiración entrecortada.

Paraísos de otros tiempos se esbozaban en mi mente, ya no me queda nada, ya no que queda el aire, Pensaba,

Esto se va a acabar algún día, sin que nos demos cuenta, y alguien le pondrá un precio alto, un valor muy caro, y comenzaremos a tomarlo en serio, como si fuera un jugo exótico, nos miraremos los unos a los otros y respiraremos, como quien le vende al otro lo que está haciendo: oye yo lo he comprado, lo he probado, respiro, ¿y tú, respiras? ¿lo ves? ¿me ves?

¿y tú, también consumes este producto?

Se me agota el aire, cuando intento repetir una y otra vez el mismo gesto de vivir, ese: ¡ya sé cómo se hace! que repito y repito, una y otra vez, repito, hasta agotar la magia existente en el vivir,

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hasta agotar el misterio macerado de vivirla…

Conectados a vivirnos a través del aire, el soplo de vida de quien anima este gesto en barro, me siento como una figura de barro, horneada a fuego lento bajo Tierra, entretejida por los derechos rizomáticos del subsuelo; Hoy, me veo nacer, en el barro del misterio, siento mi cuerpo susurrado viejas canciones de mayo. La tierra comienza a temblar al abrazo de esta estatuilla de barro, Se abre paso, me abro paso, entre tanta concha, cabellos, uñas, fósiles, piedras, El soplo de vida que va llegando,

Me veo naciendo, y me acojo, me veo naciendo, y coloco mi cabeza frente a la cabeza de la estatuilla, me acuno, me sosiego, me abrazo, pego mis labios a esa tierra húmeda, a esa estatuilla cocida por la vida y le insuflo el soplo de mis pulmones……………………………Vuelvo a estar viva.

82 La
tiembla
tierra

Fui una costilla fluctuante

Patrícia Quirós Fernández

Estoy debajo de la Tierra.

Todavía respiro flores de mango y tomillo entre mis rincones en primavera. Cae el abrigo de la noche.

Aquí abajo siempre se está silencioso, húmedo y frío, las gotas rizomáticas de los árboles se juntan a mis cabellos, creamos una danza juntas,

Respiro,

Y cuando lo hago, muevo el brillo de las piedras resplandecientes que como pequeños átomos, vibran sobre el subsuelo estrellado.

Aquí abajo existe todo un subsuelo estrellado.

Respiro,

La Tierra comienza a salir por mis orificios, respiran mis bocas, respiran mis manos, comienzo a moverme lentamente, como si fuera un sueño muy antiguo, algo que se repitiera sin yo poderlo controlar, antes de ser creado.

Me siento al abrigo de los árboles, semillas invisibles que respiran conmigo, y me digo:

– ya no recuerdo lo que era estar viva conmigo. Esta humedad constante que te hace ser río, Río subterráneo, Río del subsuelo, aquí abajo existe un mar estrellado, Lleno de sueños y deseos.

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Respiro, respiro, como quien se lleva cabeza adentro hacia la tierra, Como quien se insufla de todos los comienzos, de todos los antes, de todos los altares, del deseo de cobrar cuerpo y movimiento. Me abrazo en el gesto pequeño, tierno tímido vulnerable, que me recuerda que estoy viva. La respiración sale de mis adentros como dos grandes tubos de escape hacia el cielo, dos chimeneas gigantescas apuntando hacia arriba, hacia el aire, Y algo parece que se expande, Se expande, como antenas estrelladas que consiguen recordar de nuevo, el olor fino a Tierra mojada, el olor del mundo que nos abraza.

Siento en mis pulmones, el peso de la tristeza de La Tierra, en mi caja torácica se escriben poemas de amor con sabor a primaveras, mis costillas fluctuantes juegan con los deseos del ayer, memorias de otro cuero que habité antes, antes de ser aquello que conozco Fui una costilla fluctuante.

84 Fui una costilla fluctuante

Queridos padres y madres

Jennifer Ramos Vázquez

Queridos padres y madres de todo el mundo:

Creo que muchas veces se nos olvida lo importante que sois en nuestras vidas, hablo desde la perspectiva de una hija. Os tenemos que dar las gracias, en primer lugar, por darnos la vida y en segundo lugar, por cuidarnos como lo hacéis. ¡SOIS LOS MEJORES! Gracias por vuestro amor incondicional, por entregarnos siempre todo cuanto está en vuestras manos sin pedir absolutamente nada a cambio, gracias por protegernos de nuestros miedos, gracias por ser valientes, gracias por ayudarnos en todo momento a luchar contra las diferentes enfermedades, en este caso, hablo de las pulmonares como por ejemplo: Fibrosis Quística, Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, asma…

Sé perfectamente lo que sentís, cuando vuestro hijo/a tiene una enfermedad así, es como un escalofrío que recorre todo vuestro cuerpo. Quería deciros en nombre de todos los hijos/as del mundo que siempre vamos a estar a vuestro lado. No importa por dónde nos lleve la vida, si estamos cerca o lejos, si podemos vernos o no, siempre estaremos con vosotros, dándoos las gracias por cada momento juntos, que puede ser el último.

En mi caso, soy una chica de 28 años que tiene fibrosis quística, como sabéis es una enfermedad pulmonar rara e incurable; pero mis padres me enseñaron la diferencia entre estar viva y vivir, quieren que viva lo máximo posible y sobre todo, que sea muy feliz. En cada momento importante de mi vida, conté con su presencia, nunca me sentí sola, porque sabía de sobra que mis padres siempre estarían a mi lado. Sé perfectamente lo duro que se os hace muchas cosas, por eso quiero pedir perdón a todos esos padres/madres del mundo. Perdón por si alguna vez os fallamos, perdón por dar alguna mala contestación, perdón por no demostrar siempre el amor que os tenemos, perdón por si alguna vez nos hemos distanciado de vosotros y os hemos hecho sufrir, perdón por no haceros caso, perdón por los disgustos que pudisteis llevar en algún momento por nuestra insensatez e inmadurez. Pero tengo claro, que sí es verdad que después de la muerte nos volvemos a reencarnar, sin duda, os escogería otra vez como padres. Dios me dio una de cal y otra

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Queridos padres y madres

de arena, me explico, nací con esta enfermedad pero, a la vez; me dio unos padres increíbles. Me siento verdaderamente orgullosa de tener unos padres tan maravillosos. Espero siempre estar a la altura como hija.

Siempre estaré con vosotros, papás. Pero sobre todo, muchas GRACIAS por estar siempre a mi lado.

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Niña de sal

Mi amiga Marina está hecha de sal.

Su sudor tiene el regusto de los líquenes de las rocas costeras y, a veces, su cadencia al respirar se asemeja a una brisa inconstante que viene y va.

Podría pensarse que una sustancia tan común no le haría mal a nadie. Pero no hay que olvidar que la sal, esparcida en grandes cantidades sobre la tierra, impide que vuelva a brotar la hierba. Ese es el poder destructor de la fibrosis quística.

De hecho, no hace tanto tiempo, los niños de sal nunca llegaban a ver nacer las flores de la primavera. Sin embargo, mi amiga ya no era ninguna niña cuando la conocí y eso me infundía esperanzas. Aunque ¿qué niño puede seguir siendo niño a sabiendas de que, cualquier día, un mal viento podría llevarse su cuerpo, granito a granito, con la misma facilidad con la que destruye la más alta y robusta montaña de arena?

Cuando nos veían juntas, nadie se percataba de la excepción que era su cuerpo salado, pensaban que era como yo. Y es que Marina estudiaba, reía o bailaba como cualquiera de nosotras. Pero un día la sal de su cuerpo empezó a agrietarse, a romperse y a amontonarse en sus pulmones. Cada vez menos aire conseguía filtrarse y sortear los pesados grumos que se iban creando. Ella intentaba volver a recomponerla con las manos, como podía, ayudada por unos vientos nebulizados que la tenían como encerrada en una cueva, cada vez durante más horas. Era en vano: sus pulmones habían empezado a horadarse y a transformarse en enormes corales que guardaban en sus resquicios, en sus miles de profundas oquedades, peligrosas bacterias que, como el más temible de los monstruos, la estaban devorando por dentro. Y mi amiga empezó a desvanecerse.

Su piel se tornó pálida como la espuma, se quedó tan quieta como un mar antes de la tormenta. Su voz ya no era más que el murmullo quedo que traen las olas al llegar a la playa y sus toses, cada vez más frecuentes, unos ecos sordos de las corrientes que la arrastraban a las profundidades. De pronto su vida recordaba a la de una endeble barquita en medio de un temporal, cuyo destino no es otro que el de hundirse sin remedio. Mi amiga se iba a pique y ya nadie podía agarrar su timón.

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Pero entonces ocurrió un milagro. Como cuentan las lenguas de otros tantos marineros, quienes pese a los malos pronósticos lograron pisar tierra firme, entre olas y tormentas, a lo lejos, emergió una isla. Un oasis donde unos sabios vestidos de blanco afirmaron que podrían reponer sus tablones carcomidos. Que no todo estaba perdido. Que podían salvarla. Y así, mi amiga se armó de valor y se embarcó con su familia en una travesía que la llevaría muy lejos de casa, a aquella tierra en la que seguir respirando sería posible. A aquella tierra a orillas del mar.

Apenas tuvieron que transcurrir cuatro meses para que los sabios, con sus profundos conocimientos de alquimia y su buen hacer, tocaran la campana para celebrar la buena nueva. Todo había salido bien, la barca endeble se había convertido en el más resistente de los galeones. La vida de Marina ya no corría peligro. Sus nuevos pulmones, ahora sin sal, por fin tenían aliento suficiente para cambiar la historia. Ya no se dejarían engullir por las olas, ahora serían ellos los que las crearan con la fuerza de su soplo. Y desde el puerto en que habíamos despedido a nuestra amiga, celebramos y festejamos que, por fin, después de dos largos años conteniendo el aliento por ella, nosotras también podíamos volver a respirar.

Esta tarde de finales de abril Marina está a mi lado. Cogidas de la mano, recorremos la costa de la Malvarrosa valenciana a la que tanto debemos. Y nadie se da cuenta de la excepción que es su cuerpo salado, pues de nuevo ella vuelve a ser como yo. La miro y sonríe. Y yo le respondo con una sonrisa un poco más amplia. Hablamos y hablamos sin percatarnos de la hora, hasta que empieza a oscurecer. Pero no nos corre prisa terminar e irnos a casa.

El reloj, que antaño hacía girar sus manecillas con apremio, ahora parece haberse detenido. Se diría que nos quisiera conceder el tiempo necesario para recuperar todas aquellas conversaciones que quedaron ahogadas en el silencio, cuando a los pulmones de Marina ya no les quedaban fuerzas con las que alimentar su voz. Nos detenemos junto al mar, mirando al horizonte. Callamos, pero ambas sabemos que, por dentro, nuestras palabras se escuchan alto y claro. Y en nuestras oraciones damos las gracias a aquellos sabios, a la mágica costa que la acogió en su naufragio. Pero, en especial, damos las gracias a aquella persona que, antes de partir, decidió dejar la quilla de su navío en tierra firme para que otro barco pudiera navegar.

Ya ha anochecido. La luna brilla con más fuerza que nunca. Poco a poco, vamos dejando la playa atrás. Nos reímos. Y, a nuestras espaldas, oímos cómo las olas rompen suaves en la orilla, como si, cómplice, el mar también riera junto a su niña de sal.

Relato basado en la historia de mi amiga Marina Pérez, paciente con fibrosis quística, trasplantada a los 25 años en el Hospital La Fe de Valencia el 1 de diciembre de 2021.

88 Niña de sal

Colapso

No me queda mucho tiempo.

La idea de morir asustaría a cualquiera, y yo no soy una excepción. Soy consciente de que ha llegado mi hora, el final de mi existencia. No dejaré mucho atrás; he llevado una vida sencilla, por lo que no habrá nadie que me recuerde o me añore cuando desaparezca.

Supongo que es por este miedo a ser olvidado por lo que escribo esta carta. Para dejar constancia de mi paso por este mundo, antes de deshacerme en polvo y flotar eternamente en la inmensidad del universo.

Como decía, mi vida siempre fue simple y tranquila. He estado junto a mi hermano gemelo desde que tengo uso de razón; éramos inseparables. Vivíamos rodeados de nuestros seres queridos, y eso era más que suficiente para ambos. Éramos felices.

Comenzamos a trabajar a una muy temprana edad. Nos recuerdo joviales en nuestra juventud, con la tez sonrosada y dispuestos a comernos el mundo. Trabajábamos sin descanso las 24 horas del día, todos los días del año. Era una ardua responsabilidad la que recaía sobre nuestros hombros; muchos otros dependían de que llevásemos a cabo nuestra labor correctamente. Pero siempre nos tuvimos el uno al otro, apoyándonos en los más momentos difíciles y consiguiendo salir adelante.

Sin embargo, esta energía y vitalidad no fueron eternas. Con el paso de los años, podía notar como mi hermano se iba apagando lentamente. Y puedo decir lo mismo de mí. Ya no trabajábamos con esa férrea fuerza que nos caracterizaba. Estábamos cansados, muy cansados. Y nuestro entorno tampoco nos lo puso fácil; el día que Luis encendió su primer cigarrillo, nos condenó a muerte sin percatarse.

Cielos, acabo de darme cuenta de que todavía no me he presentado. Mucho gusto, soy el pulmón derecho de Luis Fernández.

Como decía, desde el momento en el que Luis comenzó a fumar, a mi gemelo y a mí se nos hacía cada vez más complicado trabajar adecuadamente, y el resto de órganos co-

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menzaron a verse afectados por ello. Apenas conseguíamos llenarnos de aire, y los niveles de oxígeno en el cuerpo de Luis descendían peligrosamente.

Esto fue a peor a medida que envejecíamos; éramos ya muy débiles, y sumándole el daño que nos había ocasionado el tabaco, un día simplemente colapsamos. Oímos gritar al corazón; nos rogaba que le facilitásemos algo de oxígeno. El cerebro también suplicaba nuestra ayuda, y cada vez eran más los órganos que sufrían y chillaban desesperados. Pero era demasiado tarde.

Luis sufrió un infarto de miocardio esa misma tarde, y nos trasladaron rápidamente a un hospital. Allí lo intubaron, y por primera vez en años, notamos un potente flujo de oxígeno abrirse paso a través de nosotros. Miré a mi hermano esperanzado, pero él yacía inerte con los ojos cerrados. Ya no había ni rastro de su tez rosada; había sido sustituida por un tono grisáceo y putrefacto. Suspiré con tristeza.

Han pasado un par de días desde nuestro ingreso. Sé que mi hermano ha fallecido, y hoy he oído decir a los médicos que Luis sufre de muerte cerebral. Esta tarde me quitarán el respirador, que es lo único que me permite seguir llenándome de algo de aire. Por eso me despido; porque sé que, aunque haya seguido luchando hasta el final, no ha sido suficiente. Y sé que esto es el fin de mi historia. De la historia de mi hermano, del cerebro y de todos los demás.

Es, en definitiva, el fin de la historia de Luis Fernández.

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Respira

Hola me llamo Ariale vivo en Gristaina, es mi mundo sin aire…. En nuestro planeta vivimos en el año 3.552, poco a poco según cuenta nuestra historia al no cuidarnos nosotros mismos y no cuidar nuestro planeta, nuestro oxigeno se agotó… Vivimos con unas mascaras que desde nuestro primer día de vida son parte de nuestro cuerpo, antiguamente casi todo el mundo pensaba que el corazón era el motor de nuestra vida, ¿Pero habíais pensado en vuestros pulmones?

En Gristaina no tenemos mar, no tenemos plantas, no existe el oxígeno … por eso tuvimos que fabricar oxígeno para nosotros poder vivir. De hecho, sin nuestra mascara perenne no podría estar aquí contando esta historia.

Nuestro mundo es gris, también bebemos un líquido que hemos fabricado para poder vivir ya que no tenemos agua y es que según mis antepasados todo eso está compuesto de oxígeno del cual ya no disponemos. Por lo visto pensabais que siempre podríais respirar. Cuenta la leyenda de nuestros tatarabuelos, que antiguamente existía el mar allí se bañaban, respiraban su olor, ¡oxigeno puro! lo niños y las familias lo pasaban super bien allí los días de verano e incluso mucha gente le encantaba tumbarse, escuchar las olas y respirar aquel aire tan puro.

También cuentan que existían las plantas, flores con un montón de colores y que eso nos proporcionaba oxígeno, pero también desapareció.

A mis tatarabuelos les encantaba el olor de las flores, decían que se acercaban la flor a la nariz, cerraban los ojos y respiraban y el olor era indescriptible, wuaoo ¡me hubiera encantado sentir eso.

Animales…. ellos también vivían con nosotros, pero como se volvieron tan egoístas los humanos por aquella época al agotar el aire, terminaron con todos ello.

¿Sabéis qué pasó? los humanos de aquella época estaban muy estresados, vivían muy deprisa, y aunque respiraba por instinto, no sabían cómo hacerlo, no le dieron la importancia que tenía.

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Con su respiración podían controlar su corazón, sus emociones, pero se les olvido hacerlo.

Dejaron de cuidar su interior, por lo visto existía una cosa muy mala que se llamaba tabaco y eso destruía sus pulmones, ¿Como podían autodestruirse ellos mismos? Pero así era ….

Tal fue su egoísmo que acabaron con todo, mar, plantas, animales, incluso con muchos de ellos mismos.

Así que como he tenido la oportunidad de haceros llegar la historia de mi mundo y mi forma de vida, reconozco que me hubiera encantado vivir en el vuestro , lo único que os puedo decir que por favor no os olvidéis de cuidaros y de lo más importante RESPIRAR.

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Insomne

Alfons M. Viñuela Juárez

A. estaba ya en la cama, dispuesto a leer algo que le relajase y le procurase un sueño rápido. El reloj marcaba las 23:32 horas con sus dígitos luminosos verdes.

00:15. No aguantaba como antes leyendo, al cabo de un rato, tenía que repetir la lectura de los últimos párrafos pues enseguida le entraba la modorra, bueno, de eso se trataba. Apagó la luz, fundido a negro que dicen en el cine, pero no era un negro intenso, por las rendijas de la persiana cerrada y de la puerta que dejaba entreabierta para que la habitación se ventilase, los restos de una claridad nocturna, la luna y unas pocas ventanas iluminadas … tamizaban la oscuridad, dejándola gris neblina ¿existía ese color? Pero la luz de la pantalla del despertador también rompía el pretendido negro de las noches. Y eso que la ponía al mínimo … aunque a veces le despertaba una luz más intensa de la pantalla digital y aun así prefería este reloj silencioso al analógico y su tictac.

00:37. A. no encontraba la postura. Tenía tos. Girando sobre un costado pensaba que tal vez de este otro lado tosiera menos. Se movía mucho, pobre J. que tenía que aguantar sus episodios de exacerbación por las noches. Bueno, ella estaba durmiendo ahora, a veces respirando fuerte también. No se podía decir que roncase, pero casi … A. se giró del costado izquierdo, “es más sano”, lo había leído no recordaba dónde, pero así tenía más sibilancias, es curioso, del derecho tenía menos … A. procuró hacer respiraciones más profundas a la espera de dormirse de nuevo… centrándose en esa imagen interior que parece fijar el cerebro con formas geométricas difusas y tenue brillantez…

02:10 horas. Ya sabía que se despertaría pronto para ir al baño… “ni dos horas ¡qué rollo! y esto es la edad también…” –pensó– “cosa de la próstata …” neoplastia le dijo el urólogo. Esperaba sin mucha fe no despejarse. Era muy pronto para tomarse la pastilla. La noche anterior no la necesitó, pero con tantas cosas que tomaba … así que pensó “bueno si luego me vuelvo a levantar, que volveré a hacerlo, igual me tomo media…”. Tenía que ir dosificándola ya que al parecer enganchaba y entonces no podría dormir sin ella. Se acordaba de aquel jefe que tenía que necesitaba tomarse media pastilla de

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un conocido ansiolítico para dormir y que si no la tenía le podían los nervios ante la perspectiva de pasar una noche en blanco. A veces incluso salía de noche a buscar una farmacia donde fuese que estuviesen … Todo esto pasaba por la cabeza de A. mientras daba vueltas en la cama … “Y suerte que no tengo oxígeno todavía, no sé cómo dormiría entonces... El concentrador hace ruido… supongo que como el compresor que tengo para las nebulizaciones… es muy ruidoso ¿será lo mismo? Al parecer empiezan prescribiéndotelo por las noches… no sé, igual podríamos poner el compresor en la otra habitación y hacer un agujero en el tabique para que pasase el tubo… pero luego ¿cuándo sea oxígeno? No estoy muy seguro de cómo va eso … las botellas, el cilindro portátil… debería preocuparme por saberlo, aunque de momento…”.

03:44 horas. De nuevo le acuciaba ir al baño, se resistía a levantarse con la vana esperanza de volverse a dormir y, mientras tanto, su cabeza no paraba de funcionar.... “Ayer me levanté cuatro veces, claro, tomé la infusión para los bronquios, la acetilcisteína y el agua con el antibiótico, Ciprofloxacino, qué nombrecito, pero al final me lo he aprendido, el de antes era más fácil, Actira, tenía nombre de personaje de cómic manga … mi hija, de pequeña, tenía muchos cómics japoneses, aún los debe tener, le preguntaré, a ver si me acuerdo. La veo tan poco … me resigno a verlo normal que un padre vea poco a su hija… tampoco muchas llamadas, pasamos semanas sin hablarnos … si estuviese en otra ciudad, otro país o en la otra parte del mundo seguro que hablaríamos más, como cuando la pandemia que hacíamos algún Skype de tanto en tanto, ahora algunos WhatsApp y aún…” ¿Qué había dormido hasta ahora? Poco. Pero se levantó y fue de nuevo al baño. No encendía ninguna luz, no fuese a despejarse más aún. La claridad del patio donde daba la ventana del baño le era suficiente para, apoyado con una mano en el marco de la ventana, miccionar sin riesgo a hacerlo fuera de la diana. El ruido del depósito del inodoro al accionarlo penetró en su mente semidormida como un sonido ensordecedor.

04:15 horas. Llevaba media hora despierto, resistiéndose a tomarse la pastilla esperaba a ver si caía de una vez, algunas noches estaba casi dos horas dando vueltas, lo que era un fastidio…y, pese a probar todo tipo de argucias como levantarse, tomar un vaso de leche caliente, leer algo en la cama con la ‘tablet’ iluminada en sepia y al mínimo, o salir a leer a la sala, los dígitos del reloj iban avanzando hacia una nueva noche que pasaría casi en blanco. Probaría, como otras noches, a acompasar su respiración con J. pero A. necesitaba más tiempo para exhalar, una relación de 3 a 6, tres segundos inspirando, seis espirando, 1,2,3, … 1,2,3,4,5,6 … podría probar aguantar la respiración otros dos segundos entre inspiración y espiración, lo vio en un documental sobre el sueño no hacía mucho …intentó no pensar en nada, cesar toda actividad mental para dormirse mientras contaba… qué difícil es ‘no pensar en nada’ y que pensamientos más extraños (o tontos) iban

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apareciendo…) Eran sobre todo temas de la infancia, o de personas que apenas había recordado en años… de cosas de trabajos lejanos, de proyectos que no se cumplieron … aparecían aleatoriamente historias de su familia, de su madre principalmente, de su EPOC ¡qué inconsciente había sido fumando con sus antecedentes! Y eso que no empezó antes de los 21 años …pero ¡hasta casi los 50!... y en todas estas ‘apariciones mentales’ un solo pensamiento: “No puedo cambiar el pasado por muchas vueltas que le dé, qué idiota pensar en si hubiese hecho aquello otro en lugar de … ahora lo que toca es dormir … y no puedo tampoco pensar en las cosas de mañana, ya vendrá todo en su momento”.

05:25. De nuevo un ojo semiabierto mirando la pantalla del reloj. De nuevo varias vueltas sobre sí mismo para encontrar una postura que le favoreciese el sueño y respirar bien. Boca arriba tal vez respiraba mejor, pero si lograba dormirse le despertaba de inmediato un ronquido apneico y un leve toque de J. para que cambiara de postura. Y en su duermevela seguía pensando incesantemente, que difícil era desconectar la mente… pensaba en que sus pulmones necesitaban sueño para regenerar células, pensaba en que tenía que beber algo pues tenía la garganta seca de tantos inhaladores, pensaba en que con la triple terapia de un solo inhalador se reduciría esta sequedad y que estaba trabajando con su asociación de pacientes para que los políticos apoyasen la derogación del visado para la administración de este fármaco 3 en 1, pensaba en que tenía que dormir, dormir y descansar, que el cuerpo no descansaba igual despierto, pensaba…

07:10. A. se despierta tras haber dormido algo más de una hora y haber soñado las absurdas, locas e inconexas pequeñas historias surrealistas que nos trae el inconsciente a todos cada noche y que se interrumpen de forma generalmente abrupta. Y las ganas de ir al baño de nuevo “ahora que me había dormido vuelvo a tener ganas, igual puedo aguantar un poco y pueda dormir una horita más”. Pero no, mejor levantarse y empezar a ponerse en marcha. Tomar la medicación, preparar el desayuno para cuando J. se levante, leer los periódicos digitales, consultar el correo y los WhatsApp y, con suerte, poder hacer una pequeña siesta de veinte o treinta minutos después de comer. Ha sido otra noche insomne.

95 Alfons M. Viñuela Juárez

Con la colaboración de:

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