pintura abstracta puede pintar sus propias leyes; y menos aún en la música que solamente organiza relaciones sintácticas internas de su propio sistema), el arquitecto está condenado, por la misma naturaleza de su trabajo, a ser con toda seguridad la única y última figura humanística de la sociedad contemporánea; obligado a pensar la totalidad precisamente en la medida en que es un técnico sectorial, especializado, dedicado a operaciones específicas y no a hacer declaraciones metafísicas. III.
Conclusión
III.1. Lo que hemos dicho podría inducirnos a pensar que la arquitectura se limita a inventar «palabras» para significar funciones que ni tan siquiera le corresponde establecer. O bien podría inducirnos a pensar lo contrario: que la arquitectura una vez que ha individualizado fuera de ella el sistema de las funciones que ha de promover y denotar, poniendo en marcha su sistema de estímulos-significantes, obligará a los hombres a vivir definitivamente de una manera distinta y dictará sus leyes a los acontecimientos. Son dos equívocos opuestos que conducen a dos falsificaciones de la noción de arquitecto. En el primer caso, el arquitecto no debería hacer otra cosa que obedecer las decisiones sociológicas y «políticas» de quienes deciden en su lugar y no tendría otra cosa que hacer que suministrar las «palabras» adecuadas para decir «cosas» que no le conciernen y sobre las cuales no tiene poder de decisión. En el segundo caso, el arquitecto (y ya sabemos hasta qué punto ha dominado esta ilusión en la arquitectura contemporánea) se considera un demiurgo, un artífice de la historia. La respuesta a los dos equívocos estaba ya en la conclusión a que habíamos llegado en C.3.III.4.: el arquitecto debe proyectar funciones primarias variables y funciones secundarias abiertas.
III.2. El problema se hace más claro si nos referimos a un ejemplo ilustre: Brasilia. Nacida en circunstancias extremadamente favorables para la proyección arquitectónica, es decir, por decisión política, de la nada, 305