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DANDO FORMA
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MIGUEL Y SUS POSIBLES FINALES
RELATOS
Una pequeña pincelada de la vida de un hiperactivo con baja autoestima.
Miguel vino a este mundo un veintiséis de abril de 1993. Nada más salir del protector cubículo, su madre le dijo: - Te quiero. Se bueno. Pórtate bien. Aquellas palabras fueron el preludio de un truncado deseo. Miguel, como buen Tauro, fue un bebé contra natura pues pasaba los días durmiendo y las noches despierto llorando, sin que sus padres dieran con modo alguno de calmarlo y consolarlo. Fue un niño enmadrado hasta tal punto, que para él solo existía su madre. Ella era la única persona que a veces conseguía tranquilizarlo unos instantes. Miguel ya apuntaba maneras. Su madre, ignorante quizás del error que cometía y de lo que se le venía encima, lo matriculó en el mismo centro, donde ella ejercía como maestra. Pero conocedora de poder evitar males mayores a ambos, pidió un cambio de curso, evitando así coincidir ambos en la misma aula. Craso error. Pues lejos de lograr que se fuera convirtiendo en una persona independiente, consiguió que se aferrara con más ahínco a ella. A pesar de que no presumía ni amenazaba
con el puesto de su progenitora delante de sus compañeros, siempre que tenía cualquier altercado con alguno de ellos o con algún profesor, acudía rápidamente a su presencia, en cualquier momento de la jornada, para contarle lo acontecido con la intención de que fuera mediadora para solventar sus problemas y dificultades. Esto le restaba fuerza y la sacaba de quicio. Miguel crecía, y a medida que lo hacía más llamaba la atención, sobre todo entre los adultos, no solo por su largo y lacio pelo rubio y sus grandes ojos azules, sino también por su simpatía y ocurrencias. Era aceptado por sus compañeros no sin ciertos reparos, pues sus mayores inconvenientes para relacionarse derivaban de no saber perder ni ceder en los juegos, no asumir que él era el único responsable, y no los demás, de lo desacertado de sus actos. Lo cual le provocaba verse inmerso, a menudo, en múltiples y variados conflictos. Al incorporarse a la Educación Secundaria la situación empeoró a pasos agigantados. Pasaba la mitad de la jornada escolar expulsado del aula por no saber, o no querer, callarse a tiempo. Por su incapacidad para adoptar normas referidas a comportamiento, horarios y presentación de tareas. Y la falta de empatía con alguna parte del profesorado. Añadiendo a esto, el calentamiento del termómetro bajo de la lámpara, para simular tener décimas y faltar a clase. Y con el agravante de contar con un hermano, tres años mayor, que asistía al mismo instituto y además era mejor considerado. Discutía cualquier decisión que viniese de sus padres o profesores. Creyéndose siempre en posesión de la razón. Y todo lo que se le negaba, lo evaluaba como una agresión hacia su persona. Se rebelaba y enfadaba por no saber resolver, pues su madre no estaba en el instituto para ayudarle e insistiéndole que pidiera una cita para hablar con su tutor. Sus padres optaron por llevarle a un especialista en trastornos del comportamiento donde lo diagnosticaron como hiperactivo. Se le puso una medicación a base de centramina que solo llegó a tomar dos meses. El