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tar brevemente de ella. Pero esta felicidad de los instantes, si es que podemos llamarla así, la llevamos con nosotros para siempre en el recuerdo. Y así, la belleza no muere: subsiste en la nostalgia. P.B. Shelley (1792-1822) aún profundiza más en la introspección sentimental de Wordsworth. No es suficiente con evocar la belleza. O tal vez sí. Pero para que el poeta pueda llevar a cabo el íntimo deseo de encontrarla “en la honda hierba de los prados”, es necesario que el mundo respete su intimidad, que su camino discurra sin estorbos molestos y que nada perturbe sus sueños (o sus pesadillas). Por eso la serpiente (es decir, Shelley) “se escabulle silente entre la hierba, escurridiza”). Charles Baudelaire (1821-1867) hereda el panteísmo de los románticos, pero él va un poco más allá. La naturaleza no es solamente la sustancia divina hecha mundo. Por el contrario, es un código que es necesario descifrar. La naturaleza nos habla mediante manifestaciones simbólicas. Ya no es el objeto inerte sublimado en el recuerdo de Wordsworth. Es un emisor que se comunica con el hombre mediante las sinestesias de un lenguaje nuevo que expresa lo que el lenguaje lógico solo puede balbucear. En el mundo de Baudelaire, como en el arca de Noé, todo
DANDO FORMA
canta y todo cabe. Desde lo más sublime hasta lo más abyecto; desde “los perfumes frescos como carne de niños”, hasta “los corrompidos, ricos y triunfantes”. El infinito juego que es la poesía le debe eterna gratitud a Arthur Rimbaud (1854-1891). Él será quien lleve definitivamente a cabo el capricho poético absoluto con el que siempre soñaron los románticos. Cada vocal es un color que conlleva infinitas correspondencias. Cada asociación una gota que destila el perfume del subconsciente. Pregunta que siempre nos haremos: ¿quién es la criatura cuyos ojos desprenden el fulgor violeta? El sueño se ha terminado y hemos despertado en la pesadilla más horrible. Creímos que la belleza podía tomar forma de urna; que podíamos habitar en el recuerdo amable de una tarde de primavera; creímos que el mundo nos podía y nos debía dejar en paz; creímos que además ese mismo mundo nos hablaba y nos comunicaba sus arcanos; creímos que podíamos jugar con sus piezas y construir mundos de lego impunemente. Ahora, desconcertados y asustados, comprobamos que existimos “donde el sol bate, / y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela / y la piedra seca no da agua rumorosa” (TS Eliot, La tierra baldía).
POEMA 1. Oda a una urna griega
RELATOS
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I Tú, ¡novia aún intacta de la tranquilidad! ¡Tú, hija adoptiva del silencio y del tiempo lento, historiadora selvática, que puedes expresar un cuento adornado con mayor dulzura que nuestra rima! ¿Qué leyenda con guirnaldas de hojas ronda tu forma de deidades o mortales, o de ambos, en Tempe o en las cañadas de Arcadia? ¿Qué hombres o dioses son ésos? ¿Qué doncellas reacias? ¿Qué loco propósito? ¿Qué lucha por escapar? ¿Qué caramillos y panderos? ¿Qué loco éxtasis?