MI SAN MIGUEL DE PIURA Y la vida continuó como empezó y continúa hasta ahora, entre cantos. Entre cantos de Ica a Lima, entre cantos de Lima a Piura, entre cantos de Piura a Jauja, siempre entre cantos de allí a Tarma, a Huancayo, a Trujillo, a Lambayeque, a Puno, al Cusco, a Huamanga, y otra vez a Piura, de la que aparte de datos geográficos, más que nada tenía referencias musicales, pues desde niña las ondas de la radio me regalaban bellísimos tristes y tonderos –interpretados especialmente bien por Lucho de la Cuba y Filomeno Ormeño, María de Jesús Vásquez, La Limeñita y Ascoy, Delia Vallejos, Los Morochucos, Los Trovadores del Norte, Lucho Romero y Rosita Passano–, pero realmente la conocí en 1968, cuando a raíz de mis tonderos “La apañadora” e “Ica mañana voy”, los piuranos identificados plenamente conmigo me invitaron para que fuera a su tierra a presidir el jurado calificador del primer concurso de baile de tondero y canto de cumanana, que se realizaba en el desaparecido Coliseo Ricardo Lucio Espinoza. Fue entonces cuando Piura, que para mí representa la plenitud, se me abrió como es: hospitalaria, atractiva, generosa, sin egoísmos, sin reticencias, mostrándose a cabalidad con todo su encanto en el canto y baile del tondero, tanto con aquel paso –que ahora no sé por qué no se utiliza– de golpearse con el empeine de un pie la pantorrilla opuesta, lo que suena como una palmada que acentúa el ritmo, como también con las mudanzas, desplazamientos, quites, quiebres, requiebres y “firuletes” como dicen en Morropón, tierra del cadencioso baile, el cebiche de carne y el canto montubio de la cumanana, que entre algarrobos por primera vez escuché en la voz sonora de don Ramón Domínguez Saavedra, el último gran cumananero que en ese entonces quedaba. Era inspirado, inspirador y muy creativo, a pesar de haber llegado solo hasta el primer año de primaria. En su más tierna infancia –de escuchar a sus padres y a otros campesinos que como él eran de Morropón de San Miguel– aprendió a dialogar versificando. A los nueve años escribió su primer verso. Cada vez que yo regresaba a mi San Miguel de Piura –donde esa primera vez me quedé más de un mes–, aparte de visitar Catacaos y Sechura –con su Letirá86 de paisajes pintados en las fachadas y su baile de marinera bandera en mano en vez de pañuelo para el 20 de enero en San Sebastián a puertas del carnaval–, me iba hasta Morropón a saludar al admirado y querido amigo Domínguez Saavedra, pero sucedió que en una de esas veces en que volví no lo encontré. Ya no estaba allí ni en ninguna parte, únicamente permanecía como esperándolo su caballo amarrado a la entrada de su rancho, como se estilaba en Morropón en esa época. Se había ido para siempre como se va a la muerte: solo. Seguramente como le era usual: entre cantos de cumanana, vestido de blanco, caminando erguido con su sombrero de paja toquilla de ala ancha al viento.
86 Letirá y el estuario de Virrilá, al igual que Vice, Bernal y las lagunas de Ñapique y La Niña, quedan en el Bajo Piura, en la provincia de Sechura.
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