ALICIA MAGUIÑA
Ya en Lima, nos alojábamos en la Magdalena Nueva, donde las hermanas de mi padre, mis queridas tías Aída y Armida, cuya espaciosa casa –ubicada en una transversal de la Avenida del Ejército sobre el mar–, además del anhelado piano, tenía corral, huerta y celosía desde donde se veían tanto La Punta como Chorrillos. Llegaba a ese lugar fascinante de los floripondios en el jardín de la entrada, el largo y ancho corredor que se llenaba con el canto de canarios, el comedor con el gong para llamar a almorzar y a comer, los numerosos dormitorios de paredes empapeladas y camas de bronce –que podían albergar alacranes entre las sábanas–, el amplio escritorio de enormes estantes copados por los libros de mi abuelo Alejandrino13, y desde que me despertaba hasta que me metía a la cama me la pasaba tocando toda la música que me fuera posible. Era tal mi pasión por el piano que en mi casa ejercitaba las manos sobre la mesa del comedor, en el colegio sobre la carpeta, y en Lima un sinnúmero de veces fui al centro a la antigua casa Brandes, a probarlo y contemplarlo.
EN ICA CONOCÍ EL PERÚ Pero mi sensibilidad no solo estaba despierta para la felicidad. Hubo un hecho central para mí. Un hecho que, ya a esa tierna edad, me tocó la fibra más interna produciéndome indignación, además de dolor. Me estoy refiriendo a una realidad: a la presencia imborrable, importante e impactante (repito, para mí) de las jóvenes quechuahablantes que con sus gastados y empolvados –por el largo viaje– vestidos tradicionales, llegaban a Ica desde los departamentos de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac, repitiendo incesantemente en español: “no me hallo”. Y a pesar de expresarlo desesperadamente eran dejadas por sus padres o parientes con gente acomodada en cuyas casas, a diferencia de la mía, solamente se les proporcionaba comida, vestimenta y vivienda –mas no hogar– como único pago por su trabajo. En la mayoría de los casos sus padres o parientes nunca más volvían, lo que provocaba que en medio de la noche ellas se fugaran por los techos. La incertidumbre de no saber si habían encontrado finalmente el accidentado y tenebroso camino de regreso a su tierra, me martirizaba.
13 Alejandrino Maguiña Icaza nació a mediados del siglo XIX. Perteneció a familias serranas cuyo linaje estaba vinculado a los antiguos caciques de Huaraz. Desde 1890, y durante casi treinta años, fue catedrático de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. A los 15 años asistió a la batalla de Huamachuco, librada contra el ejército chileno el 10 de julio de 1883. Fue, asimismo, vocal de la Corte Suprema entre 1922 y 1927. Uno de sus principales méritos fue la defensa de los campesinos indígenas, cuyo mejor testimonio fue el informe que sobre la situación de los indios de Puno escribió en 1902 y que mereció un comentario de Jorge Basadre dentro de su Historia de la República del Perú. “Maguiña es recordado como uno de los ministros del Oncenio leguiísta, pero en realidad, esa función solo representó el final de una larga carrera pública. Pocos hombres gozaron con tanta razón de un respeto tan generalizado en el Perú, tributado por amigos y adversarios”. (Datos tomados de: Pablo Macera, Alejandrino Maguiña y Antonio Rengifo. Rebelión India N° 22. Lima: Ediciones Rikchay Perú, 1988).
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