EL TIEMPO DE LIMA Devastada llegué a Lima. Debíamos buscar casa y colegio, y como las hermanas de mi papá habían estudiado en el León de Andrade, hoy Sophianum, mis padres ingenuamente pensaron que si una de ellas me recomendaba a ese centro de estudios me admitirían; pero debido a los increíbles prejuicios que son ignorancia en el Perú, las monjas de dicho lugar, aun con mis buenas calificaciones y la recomendación del cardenal Guevara –que mi padre enemigo de pedir favores había conseguido– no me aceptaron, porque según dijeron: “niña de provincia traía malas costumbres”. Me recibieron en el Santa Úrsula, pero aunque allí siempre me trataron muy bien yo me sentí disminuida por el idioma ajeno, igual que nuestras hermanas quechuahablantes. Fue duro adaptarme, integrarme a un centro de estudios tan distinto al colegio iqueño. Las monjas alemanas de rostros severos, si bien no me inspiraban el miedo que me producía la presencia de la señora Domitila Arbulú, me marcaban una distancia que se hacía más evidente cuando me cruzaba en los anchos pasillos con una de ellas, pues era obligatorio cederles el paso acercándose a la pared más cercana, para desde allí hacerles una venia solamente con la cabeza y en silencio. Definitivamente Lima era completamente diferente y en ella no había otra Iralda Matienzo que me permitiera su piano para practicar. Y como había cosas que no nos era posible alcanzar, pues de acuerdo a sus principios mi padre que no era juez y parte vivía de un solo sueldo, el de magistrado, aunque era lo que más quería hacer no me lo pudo comprar. Con desgarro tuve que dejarlo. No lo volví a tocar más. Acá en Lima, hasta 1959, vivimos en una simpática casa de techo con vigas de madera, en el 455 de Los Libertadores, por entonces una calle residencial con poco tránsito, llena de árboles de moras, que quedaba a escasas cuadras del colegio, y como este y los centros de trabajo funcionaban en horario partido, tenía el tiempo suficiente para –bajo insistente garúa– ir y regresar caminando a almorzar en familia y compartir con ella –aunque mis padres no eran criollos– los atractivos programas de música peruana que se transmitían por radio. Así fue como me enteré de que la educadora Maruja Venegas Salinas –creadora, directora y acertada conductora del programa Radio Club Infantil– estaba convocando a los niños a un concurso para elegir a la mejor cantora o cantor criollo. Algunas amigas del colegio, que ya sabían que yo cantaba
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