EL SEÑOR DE LOS MILAGROS María Rosa Álvarez–Calderón Comunicadora Museo Señor de los Milagros de las Madres Nazarenas Carmelitas Descalzas
Allá por el año 1651, cuenta la historia de la imagen de un Cristo crucificado flanqueado en la parte superior por un sol y una luna, pintada al temple por un pintor anónimo sobre la pared rudimentaria de un galpón, donde se reunía una cofradía de negros angoleños, en una zona llamada Pachacamilla, en las afueras de la Lima de entonces. Pachacamilla recibe el nombre por ser uno de los lugares donde, en los años posteriores a la fundación de Lima, fueron reubicados los habitantes de Pachacamac, sitio y templo del oráculo más importante del Perú prehispánico. En la tarde del 13 de noviembre de 1655, la ciudad fue azotada por un fuerte temblor derrumbándose gran parte de ella. Poco quedó en pie, el pedazo de muro del Cristo de Pachacamilla se mantuvo milagrosamente - intacto, mientras que en sus alrededores reinaba la desolación. A este hecho le llamamos el primer milagro reconocido. Años después, se da un paulatino abandono del muro, que escritos de la época describen. En 1671, un habitante de la parroquia vecina de san Sebastián, Andrés de León, se conmueve al pasar frente al muro del Señor y se dedica a cuidarlo. Le construye una peana de adobe a modo de altar y lo cubre con una ramada de mangles. Andrés sufría de un tumor maligno que había sido tratado sin éxito. En el transcurso de ese año, de devota oración y de llevarle flores y ceras al Cristo de la Pared - otro de los nombres por el que era conocido en esa época - se le concede el milagro de curación - que llamamos el primer milagro concedido-. La noticia se esparce por el vecindario y aquel rincón de Pachacamilla se enciende en devoción. Dicen que se reunían los viernes en la noche y que al son del arpa y el bajón –un instrumento de viento precursor del fagotcantaban el Miserere. A los pocos meses, el cura don José Laureano de Mena, de la parroquia de san Marcelo, a cuya jurisdicción pertenecía Pachacamilla, sabiendo de esta celebración que consideraba inapropiada para alabar a Dios, presenta su queja formal a las autoridades. La Lima de entonces era el centro de este lado del mundo, por lo que hace llegar su malestar ante la autoridad eclesiástica –el provisor y vicario general- y ante el mismo virrey conde de Lemos, hombre conocido por lo piadoso. Se hacen los trámites legales correspondientes y se ordena una vista de ojos en el sitio. El viernes 4 de setiembre se realiza la visita con la presencia del 48
promotor fiscal del arzobispado, el párroco de san Marcelo y el notario eclesiástico. En el acta consta que había 200 personas y que la comitiva sólo observó. Cuando apareció el sacristán mayor de san Marcelo, que frecuentaba esta celebración, se produjo un intercambio de palabras entre los sacerdotes, que ocasionó revuelo entre los asistentes por lo que la comitiva optó por marcharse. Este informe hizo que se diera la orden, el 5 de setiembre, de borrar la imagen. A los pocos días se encaminaron hacia Pachacamilla, el promotor fiscal del arzobispado, un notario, un pintor, el capitán de la guardia del virrey y dos escuadras de soldados. Ante una nutrida concurrencia se intentó borrar la imagen tres veces. Primero, el pintor lo intentó dos veces – la primera vez se desmayó y la segunda quedó paralizado. Luego, un segundo que también quiso intentarlo, sufrió de un temblor inusitado, y el tercero, al que se le ofrece paga, dice que no puede hacerlo. En ese momento, y de manera inusual, siendo alrededor de las cuatro de la tarde, el cielo se oscureció y empezó una fuerte lluvia. El virrey conde de Lemos es informado de los acontecimientos y visita con su esposa el galpón que albergaba al Cristo de Pachacamilla. Es de asumir que se impresionaron con la imagen porque dio la orden que se protegiera y se le rindiera culto. El 14 de setiembre de 1671, en el día de la exaltación de la Cruz, se celebró la primera misa delante del muro sagrado, que ya contaba con las imágenes de la Virgen y de Santa María Magdalena. Para asegurarse que la Imagen perdurara el virrey llamó a los máximos expertos del momento para que evaluarán la condición en que se encontraba y tras examinarla con dedicación declararon que era nada menos que un milagro que, expuesta a la intemperie, sin cimientos y a merced de la humedad de la acequia con que se regaba la huerta, estuviera en pie. Se cree que cuando quisieron borrar la imagen, alguien le raspó una pierna, y con el objeto de repararla el virrey contrató al reputado pintor José de la Parra, quien nunca logra el encargo porque “la pared se comía los colores”. Se agregaron al óleo las figuras del Padre Eterno y el Espíritu Santo, completando la escena del Calvario que se ve en el altar mayor del templo de las Nazarenas. Así, con el pasar de los años, la devoción fue aumentando al concederse milagros a los habitantes de Lima. Allá por el año 1658, Antonia Lucía Maldonado, natural de Guayaquil, virreinato del Perú, al perder a su padre a la edad de 12 años se muda al Callao con su madre donde vivieron del oficio de cigarreras. Al pasar
Altar Mayor de la Iglesia de las Nazarenas