LIMA, CAPITAL GASTRONÓMICA DE SUDAMÉRICA Rosario Olivas Instituto de Investigaciones de la Escuela de Turismo y Hotelería Universidad de San Martín de Porres
La ciudad de Los Reyes, fundada el 18 de enero de 1535, tenía muchísimas cualidades naturales. No existían en ella cuestas ni subidas, porque estaba asentada en una campiña llana. El calor del verano no la abrasaba y no existían helados fríos invernales que obligaran a gastar leña para calentar el cuerpo. El cielo era siempre tranquilo y sereno. Jamás la ciudad estaba expuesta a largas y abundantes lluvias. No la espantaban los truenos, ni la herían los rayos. El río Rímac corría por el centro de la ciudad y estaba muy lejos de causar las inundaciones, los destrozos y los daños que otros producían. Muy por el contrario, en invierno pasaba el río pequeño, claro y templado mientras que en el verano se volvía caudaloso, lo que beneficiaba a los molinos, las huertas, los sembríos y refrescaba a la ciudad. Y lo que más admiración causaba en la época de verano era que la cordillera de los Andes se coronaba con una inmensa cantidad de nieve, que incluso se
podía observar desde la ciudad. Era un regalo de la naturaleza que toda la población disfrutaba, pues esta nieve se traía en recuas de mulas para refrescar el agua y la aloja. Lima era una ciudad hermosa. Singular belleza tenían sus casas, conventos, jardines, plazas, calles y templos, pero no sólo la ciudad en sí era bella, sino también sus contornos, por la inmensa cantidad de arboledas, huertas, olivares, chacras y haciendas que allí se extendían (Salinas, 1631). Juan de Matienzo (1561) anota que en su tiempo los españoles creían firmemente que al comer y beber demasiado podían contraer enfermedades como la gota, las postemas, las flemas, los reumas, los catarros, etc., o bien dolores de cabeza. Sin embargo, muchas familias limeñas de la aristocracia se vieron arruinadas por el tremendo gasto que se hacía en la mesa. Lo usual era que cada uno comiera a su antojo de aquello que más le apetecía. Una de las primeras invitaciones que se le hacía a una dama, recién conocida en el paseo vespertino por la Plaza Principal, era invitarla a tomar chicha en alguna picantería y luego llevarla a la fonda, una hostería, donde había en verdad todo lo que podía satisfacer el gusto, pero a un precio excesivo aunque su cocina era la más buscada. Los gastos que podía ocasionar la comida de una mujer eran increíbles. Ella no se limitaba a comer y beber con discreción sino que por costumbre iba más allá. Primero pedía al fondero lo que había de más delicado y más buscado. Los platos se sucedían y las botellas se vaciaban con celeridad sin igual. Cuando la dama comenzaba a sentir el estómago lleno o se encontraba en estado de completa embriaguez, salía y no tardaba en volver tan tranquila y con tan buenas disposiciones como cuando se sentó a la mesa. Entonces había que servirle una nueva comida a la cual hacía el mismo honor que a la primera, hasta que el
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Mujeres negras o mulatas en atavío de fiesta; por Leonce Angrand, 1837.
fastidio del caballero o lo avanzado de la hora la obligaban a cesar en sus planes. El método que ellas empleaban para desembarazarse de sus estómagos recargados era introducirse una pluma, los dedos u otro objeto en la boca para provocarse el vómito. El fondero, que estaba al tanto de todo ello, traía pronto agua caliente que se le suministraba con cuidado en la proporción necesaria (Mellet, 1815). Hasta el puerto del Callao, que se ubica a muy corta distancia de la Ciudad de los Reyes, llegaban las naves cargadas de todo tipo de mercancías provenientes de Europa, China o México, las que luego eran distribuidas a todas las provincias y pueblos del interior. Por ello, la mayor parte de los limeños se dedicaban a la compra y venta, bien directamente, o bien a través de terceras personas. No menos importante era el abastecimiento de los productos provenientes de los distintos puertos del Mar del Sur y aquellos que traían por tierra. (Salinas, 1631; Cobo, 1653). La vajilla de lujo para las grandes ocasiones y la que se utilizaba en las casas de los señores, estaban conformadas por piezas de plata y probablemente de oro. (Lizárraga, 1590). Les sucedían en prestigio la porcelana china y la mayólica que se elaboraban en los talleres de Lima. En el último nivel se encontraba la cerámica simple sin vidriar y las calabazas secas, cuya abundancia y variedad, tanto en tamaño y formas (porongos, mates y potos) permitía múltiples usos. Durante el virreinato, e incluso hasta bien entrado el siglo XIX, sólo se realizaban dos comidas de importancia en todas las ciudades del Perú: el almuerzo, a partir de las nueve o diez de la mañana, y la comida, desde las dos o las tres y hasta un poco más tarde, pero siempre antes del atardecer. A las siete de la noche la merienda y cerca de la medianoche, entre las nueve y diez de la noche, la cena. Las visitas se llevaban a cabo en dos horarios.