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Prólogo
Nunca me ha seducido la repetida y popular frase “una imagen vale más que mil palabras”. De manera automática mi mente recupera otra sentencia que pretende contrarrestar la anterior: “una palabra puede sugerir mil imágenes”. Es posible que ambas sentencias sean ciertas, pero, quizá lo más probable sea que en la suma de las dos encontremos la síntesis perfecta: palabras e imágenes, imágenes y palabras que nos ayudan a explicar lo que fuimos; a entender lo que somos y que en el futuro puedan aportar las claves para que alguien llegue a comprendernos. Es indiscutible que imágenes y palabras no se producen en contextos separados, sino que cada época, y en ocasiones los mismos autores, producen documentos textuales, gráficos, fotográficos y audiovisuales. No cabe duda que todo se acentuó a partir del nacimiento de la fotografía (1839) y del cine (1895); sin embargo, el deseo de dejar constancia de nosotros mismos y de aquello que nos rodea empezó muchísimo antes. Daré dos ejemplos que pueden acreditar esta afirmación. En el Elogio de lo cotidiano (2013), el filósofo Tzvetan Todorov realiza un sugerente y riguroso análisis de los pintores holandeses del siglo xvii que abandonaron los grandes temas religiosos y mitológicos para centrar su mirada en la cotidianidad. Todorov afirma que Jan Steen, Gabriel Metsu, Johannes Vermeer y especialmente Gerard Ter Borch y Pieter de Hooch, lograron “atrapar el instante, fijar lo fugitivo”. De manera más modesta, pero persiguiendo la misma finalidad, podemos situar a la mayoría de los grabadores (pensemos sólo en las vistas ópticas) que pusieron todo su arte y técnica al servicio de capturar la realidad. Como muestra, nuestros Antoni Roca, Godefroy Engelmann, Francesc X. Parcerisa (Girona. Primeres mirades, 2003), nos legaron una obra que sin ningún género de duda es verosímil y puede (y debería) convertirse en un material de alto valor documental que espera su estudio por parte de los investigadores.