CAPITULO–9
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Lima la horrible
Lima la horrible. México: Ediciones Era S. A., 1964. Extracto seleccionado, págs. 15-
Lima la horrible Sebastián Salazar Bondy (Lima 1924-1965)
Escritor y agudo critico de la sociedad limeña. Figura influyente en el mundo de las letras en las décadas de 1950 y 1960.
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CARETAS 2002
ue el pasado nos atrae es algo menos de lo que en verdad ocurre: estamos alienados por él, no sólo porque es la fuente de toda la cultura popular, del kitsch nacional, y porque contiene una pauta de conducta para el Pobre Cualquiera que ansía ser algún día Don Alguien, y porque la actualidad reproduce como caricatura el orden pretérito, sino porque, en esencia, parece no haber escapatoria a llevar la cabeza de revés, hipnotizada por el ayer hechizo y ciega al rumbo venidero. El pasado está en todas partes, abrazando hogar y escuela, política y prensa, folklore y literatura, religión y mundanidad. Así por ejemplo, en labios de los mayores se repiten rutinarias las consejas coloniales, en las aulas se repasan los infundios arcádicos, en las calles desfilan las carrozas doradas del gobierno y en los diarios reaparecen, como en un cielo ebrio, las elegías al edén perdido. Cantamos y bailamos “valses criollos”, que ahora se obstinan en evocar el puente y la alameda tradicionales, y se imprimen libros de anécdotas y recuerdos de aquello que José Gálvez bautizó como la Lima que se va. Entre humos de fritanga se desplazan las viejas procesiones y otras nuevas, a través de idénticos vapores, remozan el gregarismo devoto. Y asistimos –¡qué remedio queda!– a bodas y funerales de ritual ocioso, de hipócrita convencionalismo. La trampa de la Arcadia Colonial está en todos los caminos. No es sencillo sortearla. Precisa advertir que Lima no es, aunque insista en serlo, el Perú, pero esto es cuestión aparte. No cabe la menor duda, en cambio, que desde ella se irradia a todo el país un lustre que desdichadamente no es el del esclarecimiento. Hace bastante tiempo que Lima dejó de ser –aunque no decaigan los enemigos de la modernidad, la cual, sin embargo, ha otorgado aún a nostálgicos y pasatistas sus automóviles, sus transitores, sus penicilinas, sus nylon, etc.– la quieta ciudad regida por el horario de maitines y ángelus, cuyo acatamiento emocionaba al francés Radiguet. Se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contemporáneas, para pervivir. Dos millones de seres que se desplazan abriéndose paso –Francisco Monclova ha llamado la atención sobre el contenido egoísta de esta expresión coloquial– entre las fieras que de los hombres hace el subdesarrollo aglomerante. El caos civil, producido por la famélica concurrencia urbana de cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un ideal: el país en-