Imagen: Pixabay
Retrato R
ecuerdo verlo entrar por el patio central, desaliñado, rústico con aquellos jeans vaqueros;
me daba terror que me descubriera mirándolo. Sentí como mis manos dibujaban sus finos rizos y como el color negro hacia contraste para darle un sombreado más varonil. De repente se acercó a mi lado, sin titubear. —¿Qué onda, Luisillo, haciendo las mamonadas con tu cuadernito? —dijo él, tumbando el cuaderno y los colores, marchándose mientras ríe—. Que pendejo. Madura, wey. ¿Como puede ser tan bestia? Me sentí la oveja de un gran rebaño. Gracias a Dios no se dio cuenta que hacía un dibujo de su perfil entrando al cole. Me daba vergüenza que me miraran y me hicieran estas cosas diariamente, me agotaban mentalmente. Pero no paraba de pensar en cómo entregarle el dibujo. Su carácter, sus 80 kg de rabia con un 1.78 de alto, me daban escalofríos. Agarré valentía. —Toma, Jerry, para ti. Espero que no te ofendas —me acerqué un día y le dije. Al entregársela él quedó callado y silencioso, me agradeció y luego escondió el papel. Sentí tanta felicidad, emanaba de él un aura súper rebelde que me hacía estallar por tanta simpatía. Yo era muy callado y tímido, me enamoraba el silencio, como sonaban las diferentes pisadas y como el matiz de mis dibujos le daban toque a cada estructura o textura de lo pálido de su piel.
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