1 ORFA KELITA VANEGAS
IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE
Vanegas Vásquez, Orfa Kelita Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente / Orfa Kelita Vanegas Vásquez. -- 1ª. Ed. -- Ibagué : Sello Editorial Universidad del Tolima, 2020. 257 p. Contenido: ¿Qué es el miedo?, ¿Cómo se le aprehende? -- Estética de la violencia: Continuum del hacer literario en Colombia -- Narrar el miedo: otra construcción del imaginario de violencia -- Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento. ISBN: 978-958-5151-53-6 1. Conflicto armado – Colombia 2. Derechos humanos Colombia 3. Violencia 4. Ciudadanía I. Título 303.669861 V252i © Sello Editorial Universidad del Tolima, 2020 © Orfa Kelita Vanegas Vásquez Imagen de cubierta: Detalle de la cheminea A. [Cabeza de Gorgona]: dibujo de Louis-Pierre Baltard, 1803. © “Source gallica.bnf.fr / Bibliothèque nationale de France”. Primera edición ISBN versión digital: 978-958-5151-53-6 Número de páginas: 257 Ibagué-Tolima Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente. Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Tolima Grupo de investigación en Estudios interdisciplinarios en Literatura, Arte y Cultura (EILAC) de la Universidad del Tolima. publicaciones@ut.edu.co okvanegasv@ut.edu.co Corrección de estilo e impresión por: Color´s Editores S.A.S. Ibagué – Tolima. Diseño y diagramación por: Marcela Morado. Diseño de cubierta por: Christian Johan Arias Vanegas. Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin permiso expreso del autor.
A Eric, mon amour
ÍNDICE Prólogo ........................................................................................... 9 Introducción. ¿Qué es el miedo? ¿Cómo se le aprehende? ..................... 13
Afecto y emoción: intersecciones teóricas .................................................................... 19 Elaboración política del miedo ..................................................................................... 23
1. Estética de la violencia: Continuum del hacer literario en Colombia .... 35
Violencia, angustia y miedo .......................................................................................... 48 Miedo e invención del enemigo .................................................................................... 52 Balance de la narrativa colombiana de inicios del siglo XXI ........................................ 65 Horizontes estéticos del miedo político ......................................................................... 74 Entre el terror y el horror o de la anulación de lo humano .......................................... 79 Medusa y la estética de la decapitación ...................................................................... 88 El dilema literario ante el cuerpo decapitado .............................................................. 97 Estética del miedo y crítica literaria. Un panorama ................................................... 107 2. Narrar el miedo: otra construcción del imaginario de violencia ................... 121 Poética visual del horror .............................................................................................. 121 El detalle visual y la escritura ..................................................................................... 128 Enfoque fotográfico de un pasado siniestro ................................................................132 Medusa y la narración del horror ............................................................................... 145 El “eco mudo” de Gorgo ................................................................................................ 152 La cabeza decapitada en el campo de batalla ........................................................... 158 Desarticulaciones del “sí mismo” y la memoria dolorosa ........................................... 162 La memoria: entre lo emocional y lo político ............................................................... 171 3. Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento ............ 177 El escapado es el enemigo. Del miedo al repudio ....................................................... 179 Figuras del odio y el asco ............................................................................................. 181 La piel y la recuperación de lo perdido ....................................................................... 186 El personaje nómade. Registro del terror y el olvido .................................................. 194 Héroes del resentimiento. Metáfora política de justicia y memoria............................205 Contra la cicatrización del tiempo ............................................................................... 217 4. Conclusiones generales ........................................................................ 225 Bibliografía ............................................................................................ 237
PRÓLOGO ENTRE LA PARÁLISIS DEL MIEDO Y LA ESPERANZA
L
a preocupación teórica por las emociones data de mediados de la década de 1990 especialmente en el área de los estudios anglosajones, aunque el interés por ellas es de larga data. El llamado “giro afectivo” está basado en propuestas epistemológicas tales como las teorías sobre la subjetividad, teorías del cuerpo, la teoría feminista, el psicoanálisis lacaniano vinculado con los estudios de la teoría política. Todo ello ha dado como resultado el resurgimiento de una economía de las emociones. Los nombres en danza para darnos una idea genealógica de las vertientes teóricas van de Baruch Spinoza a Gilles Deleuze y Félix Guattari. El movimiento desafió las oposiciones convencionales entre la emoción y la razón, el discurso y el afecto, poniendo de relieve la compleja relación entre poder, subjetividad y emoción de la teorización política. Como puede apreciarse estamos ante posturas teóricas interdisciplinarias, transdisciplinarias y de alcance extendido. El “giro afectivo” en las ciencias sociales y humanidades se origina debido a diversas insatisfacciones epistemológicas. Entre las que podríamos nombrar proceden de los estudios de género, la excesiva mirada cientificista del cuerpo y la desatención de que se trata también de un constructo cultural, ya que el cuerpo no puede identificarse con el individuo. El cuerpo, de tal manera, es desplazado hacia otros campos de especialización. Las emociones propias del cuerpo y diferenciadas culturalmente fueron rechazadas por las ciencias sociales, y como consecuencia fueron relegadas hacia la psicología o la medicina. Surge entonces una pregunta de rigor: qué entidad accede a los vínculos sociales, ¿el cuerpo o el individuo? Recuerda Vanegas: […] entender lo emocional como “energía nomádica” o impulso que impacta los cuerpos de manera espontánea y que “sigue de largo”, niega la ilación de la persona afectada con su propio cuerpo, contexto y elemento racional; es decir, que el sujeto afectado pareciera
PRÓLOGO
sostenerse en la inexperiencia y la inconsciencia, pues si el afecto se entiende como acto automático –por exceso de conciencia– o como algo que no se experimenta conscientemente, así sea de manera mínima, tampoco se relaciona con la experiencia pasada. El miedo acompaña a la existencia humana y ha encaminado la vida de hombres y mujeres frente a las amenazas y el desconocimiento. La emoción del miedo afecta sin dudas el cuerpo, pero tanto sus causas como sus efectos poseen además una dimensión sociocultural. El miedo suele desplazarse desde una respuesta psico-corporal hacia una cultura que da forma a las subjetividades en la esfera pública. América Latina en reiteradas ocasiones a lo largo de su historia ha sido escenario de culturas del miedo. Desde el plano estrictamente literario la novelística del dictador es un buen ejemplo de la manera como la ficción ha representado estados emocionales amenazantes procedentes del poder político despótico. Tanto la dimensión psíquica como social se conjugan en las estructuras narrativas de esa novelística. El “giro afectivo” se impuso revisar los dualismos modernos: cuerpo y mente, razón y pasión, naturaleza y cultura. La persistencia de estos dualismos habría que buscarla, por un lado, en el ascenso del individualismo que caracteriza nuestra época y, por otro, en un retorno del positivismo y el racionalismo. En este contexto, las teorías de las emociones como herramienta metodológica en los estudios literarios latinoamericanos se encuentran en desarrollo, aunque parezca paradójico si tenemos en cuenta que la literatura es el campo más propicio para la expresión de las emociones, las pasiones o sentimientos. No importa aquí realizar una debida y necesaria distinción. De aquí que sea de suma importancia la investigación de la narrativa colombiana reciente desde la perspectiva de una de las emociones de carácter social y político como el miedo. Vanegas ha reunido un corpus de novelas de calidad, premiadas y con proyección internacional para llevar a cabo sus objetivos. Se ocupa de las siguientes obras: Delirio y Hot Sur de Laura Restrepo; El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez; Los derrotados y Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya; Plegarias Nocturnas de Santiago Gamboa; El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince; y Los ejércitos de Evelio Rosero. Estas novelas comparten tramos temporales comunes (pertenecen a la primera parte del siglo XXI), tratan las violencias de las últimas décadas (las del narcotráfico, enfrentamientos entre diversos grupos armados), no eluden la política (abordan 10
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la degeneración de la política), y las tramas ficcionales se despliegan desde alguno de estos núcleos. El estudio propone que estas propuestas ficcionales conectan la violencia con la emoción experimentada por la víctima. La atención en la víctima permite visualizar otras afecciones traumáticas como el dolor, la infelicidad, la inquietud, el desasosiego. Los vínculos sociales, nos preguntábamos anteriormente, se establecen entre los cuerpos o los individuos, a la luz del “miedo político” podemos invertir los términos y pensar de qué manera impacta el miedo socialmente establecido tanto en el individuo como en los cuerpos. Vanegas ha introducido un significante crítico denominado “miedo político” socialmente establecido y de incidencia latente o manifiesta en los personajes de las novelas que estudia. Es uno de los aportes más significativos de su ensayo. En el corpus narrativo estudiado el lector accede a atmósferas asfixiantes gracias a la categoría de análisis del miedo. También la emoción del miedo permite percibir cambios en la naturaleza de los personajes: desde aquel con protagonismo público al personaje anónimo, quien padece los efectos de una conflictividad en la que de espectador inicial pasó a ser una víctima. El padecimiento en tales personajes es mayor en tanto no se le reconoce el estado sufriente. Vanegas abandonó el canónico camino de concebir la violencia productora de lo macabro a enfocarse en la escritura que da cuenta de los efectos desde una perspectiva emocional. En otras palabras, pasó de un abordaje de la novelística asentada en el enfoque sociohistórico al estudio del imaginario que se generó a partir de la violencia. El miedo es una de las emociones más políticas conocidas, como quedó dicho, de ahí que lo emocional es el “lugar -escribe la autora- donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder.” El miedo desde la antigüedad ha sido una emoción impropia de los héroes y por lo tanto condenable. Era atribuido a las clases populares, que exentas de hidalguía, no contaban con esa barrera protectora contra el miedo. El miedo es el más antiguo recurso para el ejercicio del poder. Vanegas deja claramente establecido esta dimensión del miedo cuando afirma que una “antropología” del miedo demostraría que “en el plano político y cultural son especialmente importantes los efectos del imaginario colectivo en el desarrollo de los miedos, porque ese imaginario puede crearse, inflarse y manipularse, transmitirse y difundirse hasta convertirlo en pánico o en situaciones desenfrenadas de terror y horror absoluto.”
PRÓLOGO
Desde el punto de vista de la crítica literaria estamos ante un trabajo innovador porque propone una categoría de análisis proveniente de la teoría de las emociones y abre de ese modo otros caminos de indagación de la narrativa colombiana y latinoamericana. Asimismo, la investigación lleva la impronta del compromiso con la sociedad a la que la autora pertenece. Parte de la literatura para recorrer las profundidades de la historia y la política, alumbrando aquellos espacios más oscuros. Finalmente, en el acto mismo de la elección de las novelas la autora se sitúa del lado de las víctimas con una empatía que le posibilita exhibir los sufrimientos de una sociedad hastiada del ejercicio de una historia circular.
Claudio Maíz
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INTRODUCCIÓN ¿QUÉ ES EL MIEDO? ¿CÓMO SE LE APREHENDE? Ahora veo, alrededor, rostros de pronto desconocidos –aunque se trate de conocidos– que intercambian miradas de espanto, se apretujan sin saberlo, es un clamor levísimo que parece brotar remoto, desde los pechos, alguien murmura: mierda, volvieron.
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(Evelio Rosero: Los ejércitos, 2007: 95).
De qué manera abordar la narrativa colombiana preocupada por la realidad caótica nacional de las últimas décadas bajo el ángulo del miedo como categoría que incide propositivamente en la ecuación violencia/literatura? ¿Cuáles son los procedimientos de escritura que visibilizan, procesan y constituyen el “miedo político” como estética alternativa a los modos como habitualmente la narrativa colombiana ha simbolizado la violencia del país? ¿De qué modo la posición ideológica en torno al binomio miedo-poder que las novelas incorporan desestabiliza los imaginarios tradicionales de nación, memoria e identidad? ¿Son las novelas de estudio un constructo epistémico que fortalece los discursos contemporáneos dedicados a explorar las emociones como lenguaje y vía de acceso a la comprensión de la contemporaneidad? Imaginarios políticos del miedo en la narrativa colombiana reciente considera que parte de la novela nacional publicada en las primeras décadas del siglo XXI, muestra interés por revisitar las violencias que han golpeado con mayor fuerza la vida del país, específicamente, las derivadas o asociadas con el narcotráfico y la violencia política, para narrarlas y simbolizarlas desde el ángulo de las emociones. La fuerte presencia de los afectos en las dinámicas políticas nacionales se configura en la novela como componente esencial que define el carácter de los personajes, los lugares, el tiempo, el tema y los recursos retóricos. Cada aspecto que conforma el texto como producción estético-simbólica se enlaza a la fuerza vital de las emociones. El miedo, en este espacio, toma lugar protagónico, los escritores lo proponen como componente inherente a la mentalidad y sensibilidad del colombiano. Como fenómeno político, el miedo en la ficción interviene los imaginarios de violencia y su impacto en la idea de nación,
INTRODUCCIÓN
identidad y cultura, orienta, también, otros ángulos de sentido, que relativizan y cuestionan los discursos que insisten en explicar la historia del país desde categorías anacrónicas. Las narrativas seleccionadas para este estudio1 se caracterizan por ser publicadas en la primera parte del siglo XXI, y por abordar las violencias de las últimas décadas, aquellas producto del narcotráfico, de la confrontación entre diversos grupos armados y de la degeneración política, aspectos que aparecen relacionados entre sí en el desencadenamiento de los hechos ficcionales. Sus autores tienen reconocimiento en el ámbito nacional y latinoamericano, incluso, internacional. Han sido traducidos a otros idiomas y, gradualmente, comienzan a ser objeto de estudio no solo en la academia latinoamericana. La estructura y contenido de las obras muestran una serie de elementos estéticos comunes que son expresión de otros modos de significación de lo psicosocial originado de la violencia política y del narcotráfico. Son narraciones que, si bien continúan con la tradición de la representación de la “guerra” en Colombia, se desvían de sus causas para enfocar con mayor cuidado los efectos, es decir, que recrean la consecuencia emocional como fuerza protagónica de lo narrado. Esta capacidad expresiva revela los modos como los grandes acontecimientos históricos del país influencian “las vidas minúsculas” de cada persona. La escritura, y su “revolución estética” (Rancière, 2000), da cuenta de los avatares de una nación a partir de la significación de “seres anónimos”; en los detalles íntimos de “las vidas pequeñas” las novelas descubren los síntomas de una época, explican las capas subterráneas de la cultura y reconstruyen nuevos mundos con otras verdades. Este estudio plantea la función de la crítica literaria frente a tal tipo de narrativa. La lectura analítica que proponemos incorpora el concepto de “miedo político” a la indagación de un corpus ficcional que pone el foco sobre quien sufre, que ingenia nuevas modulaciones de la palabra y recursos literarios, para iluminar y nombrar la realidad que ha quedado imperceptible entre los pliegues y resquicios de las categorías paradigmáticas y discursos representativos de los agentes activos de la historia y del devenir nacional. Las reveladoras ilaciones de la escritura entre miedo político y estética literaria constituyen el clima afectivo que envuelve a la sociedad colombiana de las últimas décadas, visibilizan un significado de lo intangible de la relación 1 Delirio (2004) y Hot Sur (2012) de Laura Restrepo; El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince; Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero; El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez; Plegarias nocturnas (2012), de Santiago Gamboa y Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, conforman el corpus que originan los propósitos de esta investigación. Es importante señalar que se relacionan también otras narrativas –de los mismos autores o de otros escritores–, con la intención de cotejar con el corpus literario central aspectos estéticos particulares y profundizar en los principios de indagación que guían este trabajo.
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2 El periodo de violencia más significativo del siglo XX del país se dio a raíz del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, un suceso que desencadenó la brutal contienda entre miembros de los partidos Liberal y Conservador. Este periodo se reconoce con el nombre de la Violencia, con mayúscula.
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afectiva con el otro y lo otro. Entendido como emoción política, el miedo es articulado desde nuevas y diferentes posiciones de sujeto, es el eje en torno al cual la narrativa revela otras verdades sobre el estado de cosas de un país, enfoca a quienes han sido víctimas directas del conflicto, y cuestiona los vocabularios y discursos canónicos que continúan interpretando la contemporaneidad nacional desde conceptos desgastados y muchas veces impensados. Lo político, lo social y lo histórico, aunque se nombran, no juegan ya el papel principal que tuvo en la novelística de otro momento, la escritura los instala como “escenario de fondo”. Predomina más bien en los intereses narrativos recientes la respuesta individual del “sujeto víctima” a una realidad que no satisface el sentido de pertenencia ni de identidad. La lectura de la vida social se hace desde una sensibilidad personal y la sensibilidad personal, a su vez, solo es comprensible desde la realidad nacional. Por esta razón, lo afectivo se desborda de la instancia individual y abarca lo colectivo. Tales aspectos, junto con las innovaciones poéticas del lenguaje, consideramos, constituyen un imaginario emocional de la violencia, que ubica un nuevo punto de mira sobre el espacio literario y epistémico interesado en el pasado y el presente del país. Se acepta en el campo literario que la novela colombiana desde sus inicios se preocupa, en especial, por las múltiples manifestaciones de la violencia; los usos poéticos del lenguaje regularmente se han enfocado en dar sentido y representación a este fenómeno determinativo de la cultura política del país. No obstante, hay que notar, la violencia, aunque situación incesante en la historia nacional, tiene sus desvíos, cambios y énfasis específicos según el momento histórico y los actores que la desencadenan; circunstancia que ha demandado del escritor una búsqueda y renovación continua de los recursos estéticos y códigos literarios, para nombrarla y constituirla como realidad ubicada en un tiempo y espacio. Ciertamente, formular literariamente la Violencia, con mayúscula2, desatada a mediados de siglo XX, toma matices particulares frente a los sucesos del narcoterrorismo que sacudieron al país durante la década del ochenta, por ejemplo. Los estudios literarios reconocen que desde los años setenta del siglo pasado, la narrativa colombiana enfocó su interés en representar los efectos anímicos individuales y colectivos producidos por la barbarie política. Una primera etapa de la ficción –años cincuenta, sesenta– concentrada en describir los destrozos más crudos y explícitos de la Violencia dio lugar a la narración de su
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huella psicosocial. A partir de este giro estético el novelista colombiano siempre ha tenido el reto de no sacrificar la poética del lenguaje a la representación meticulosa de actos sangrientos. Las primeras escrituras del Nobel colombiano son ejemplo preciso de la iniciación de otras formas de narrar la realidad del país. De hecho, García Márquez (1959) es el primero en llamar la atención sobre el estado de representación de lo violento en la narrativa nacional, cuando afirmó que la riqueza de lo literario no estaba en “los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (12), subrayando con esto la necesidad de una estética de lo intangible, del clima afectivo desprendido de la escena de horror. Ahora bien, aunque la narrativa efectivamente fue consolidando la valorización estética de los efectos íntimos del conflicto bélico, y las escenas descriptivas de escenarios macabros dejaron de ser, relativamente, elemento protagónico, consideramos que el enfoque y tratamiento de la violencia siguió aferrado a sus causas, es decir, a las figuras icónicas de la historia del país, a las metáforas del poder. Estas continuaron siendo –y aún son, en múltiples textos– el principio visible de las tramas literarias. Así entonces, la significación poética del estado anímico colectivo continuaba ignorando a quien no participa de los revuelos políticos, a la persona común que, en muchos casos, no le interesan las inclinaciones ideológicas ni se explica la confrontación por el poder, sin embargo, es quien sufre radicalmente el impacto funesto que estos fenómenos dejan en los espacios que invaden. El corpus de novelas elegido para esta investigación enfoca de nuevo la violencia. Esta vez la de las últimas décadas, la del narcotráfico, la criminalidad y la corrupción política asociada con este. No obstante, como tratamos de demostrar, en esta ocasión las propuestas ficcionales articulan lo violento desde la particularidad emocional de la víctima o persona inerme. Si bien los novelistas que abordamos fijan la atención en las prácticas estéticas de sus antecesores, la escritura de los efectos de la violencia la entienden desde lo emocional traumático más íntimo: el dolor, la desdicha, el miedo, el horror, etc. Lo afectivo, en este orden, se instala en el relato con fuerza protagónica, los elementos ficcionales –tiempo, lugares, tema, personajes, juegos del lenguaje– toman profundidad dramática gracias a la intimidad perturbada de quien narra. Sin dejar de lado la alusión a elementos socio-históricos, que sugieren al lector las causas del conflicto, los escritores muestran un marcado interés por nombrar la sensibilidad herida, dar forma a la particularidad emocional del ciudadano común, que sin ser parte activa de la guerra, del narcoterrorismo y demás violencias, se ve arrasado por estas.
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Cada escritor en cuestión pareciera ir al lugar de los afectos lesionados para luego regresar y contar lo que hay en ellos. Lo emocional, puede afirmarse, es el lugar donde la novela logra llegar para descubrir una de las zonas más enigmáticas y ocultas de lo humano sometido a la crueldad atroz del poder. Los estudios sobre la novela colombiana que tematiza la violencia se han apoyado, sobre todo, en conceptos de las ciencias sociales y del discurso histórico, remarcando en las causas políticas y sociales del conflicto y sus efectos. Cuando reflexionan sobre los estragos psicosociales enfocan habitualmente los elementos activos que los desencadenan –sicarios, narcotraficantes, personajes de perfil político, narradores militantes, etc.– y la historia de la nación, en general. En este sentido, al momento de relacionarse las narrativas con el contexto de referencia, las metáforas del poder juegan, de nuevo, el rol central en gran parte de la crítica literaria (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000; Rodríguez Ruiz, 2011; Escobar, 2002; Pineda Botero, 2006; Figueroa, 2010, 2011; Giraldo, 2008; Gonzáles Ortega, 2013; Osorio, 2006, 2014). Este enfoque ha dado forma a un entramado crítico valiosísimo, productor de múltiples lecturas en torno a la tensión entre los procesos literarios nacionales y las dinámicas de la historia social y política. Aún hoy, sigue abriendo interesantes panoramas de comprensión de la sociedad nacional y motiva cuestionamientos para la exégesis de las novelas. Sin embargo, reconocemos que tal transcurso analítico así como ha propuesto una serie de caminos significativos para ahondar los diversos sentidos que la narrativa propone, paradójicamente, también ha nublado la posibilidad de líneas de indagación desde otras ópticas. Compartimos el sentir de investigadoras como Juana Suárez (2010), María Elena Rueda (2011) y Andrea Fanta Castro (2015), sobre el estado actual de la crítica literaria colombiana y su escasa validación de las investigaciones que no se alinean a categorías paradigmáticas. Ciertamente, los estudios nacionales sobre literatura, dejan ver que hasta hace poco las pesquisas que no seguían la mirada canónica –el enfoque sociohistórico, especialmente– quedaban al margen o pasaban inadvertidos. La indagación de la violencia en relación con fundamentos conceptuales del campo fenoménico, del psicoanálisis o de las diversas líneas de profundización sobre las emociones, que proponen, por ejemplo, los estudios culturales, la crítica de género, la historia, la filosofía o la psicología, son mínimos en el campo académico-literario en Colombia, en comparación a los de orientación socio-histórica. Ante este paisaje, y considerando que parte de la novelística de reciente publicación viene descifrando los contextos de violencia a partir de una renovada figuración de lo emocional traumático, este libro procura abrir otra ruta de investigación que vindique lo afectivo traumático como vía de acceso a lo real,
INTRODUCCIÓN
lo simbólico y lo imaginario de las dinámicas sociopolíticas del país. El miedo, la desesperanza, el dolor, entre otros, son la contracara de la metáfora del poder, y en tanto revelación literaria, necesita de nuevos ángulos de elucidación, de exégesis que los reconozca como lenguaje que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social. Estudiar las novelas en su componente emocional, además de requerir habilidades propias de la crítica literaria para llevar a cabo su exploración en tanto manifestación estética, necesita también reconocer otros aspectos de los afectos: sus condiciones de producción y manipulación, modos de transmisión y circunstancias para su incorporación. Acá, no nos detenemos exclusivamente en el carácter estético - representativo del miedo, tratamos de entender, además, la manera como el discurso literario significa la articulación de tal fenómeno en la sociedad y su incidencia en las prácticas individuales, colectivas e institucionales. En este orden, para concretar conceptualizaciones claves como violencia, emoción, miedo político, memoria traumática, narrativa colombiana, el estudio exigió de una filiación disciplinar que consolidara las herramientas epistémicas y el proceso analítico. El desafío teórico se ancló entonces, no solo a la revisita de un sinnúmero de fuentes críticas de la novela de la violencia, sino también a reflexiones provenientes de los estudios culturales, la filosofía política, la historia de las emociones, la sociología, la psicología cognitiva, entre otros, que han enfocado lo afectivo como objeto de análisis. La indagación de las novelas está sujeta a una red conceptual ecléctica, en la que si bien hay nociones exclusivistas y muchas ideas pueden no ser afines, tampoco resultan totalmente incompatibles ni debatibles, se disponen entonces a modo de polos entre las cuales oscila necesariamente el análisis de los temas en cuestión. Es necesario precisar, desde estas páginas iniciales, que, si bien esta investigación propone el “miedo político” como categoría central de análisis, no ha partido de un andamiaje teórico preestablecido sobre este afecto para entrar en las obras. Por el contrario, la indagación del miedo en las tramas ha sido dirigida por las novelas mismas, es decir, que las propuestas de escritura y sus modos novedosos de dar forma a una realidad afectiva signada por la violencia son las primeras en motivar los objetivos de este estudio. Las narraciones proponen unas modalidades estéticas específicas en las que el miedo toma forma, y es justamente ahí donde este trabajo se ubica. Aunque la referencia del vasto entramado teórico ilumina el recorrido de esta investigación, son las ficciones con sus particularidades literarias las que dieron la primera luz. Estamos así ante un libro de crítica literaria y ensayo académico.
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3 Ticineto Clough (2008), iniciadora de las propuestas del “giro afectivo”, propone la idea de “cuerpo biomediado”: un cuerpo que desplaza la dimensión del cuerpo como organismo para ubicarse como “cuerpo-como-proceso” de mediación biológica, participante de la co-emergencia del afecto. El afecto es fuerza que afecta la interacción entre los cuerpos. Esta vía de reflexión, que valoriza el cuerpo en relación con los afectos, retoma las reflexiones filosóficas de Baruch Spinoza ([1677] 1975). Que formulan el conatus del cuerpo como impulso o apetito. Los afectos son afecciones del cuerpo, en las que aumenta o disminuye la vitalidad del ser humano. Lo importante de la existencia es “lo que puede un cuerpo” ([1677] 1975: III, 2), dice Spinoza. El affectus, que es fuerza, y la affectio, que es capacidad, son los elementos que entran en la relación entre los cuerpos, es decir, que los cuerpos son entre sí en la medida de su fuerza y capacidad.
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El estudio de las emociones como lenguaje que abre nuevos espacios epistémicos para la comprensión de los giros sociales, culturales, morales y políticos, de las sociedades contemporáneas ha tomado vital relevancia en los últimos años en diversos campos de investigación de las ciencias humanas y sociales. Entender tanto lo inefable del estado de cosas de un colectivo como la estructura psicosocial básica que conforma la vida cotidiana de la persona común, parece desbordar los vocabularios establecidos y conceptos paradigmáticos que habían dirigido hasta hace poco la reflexión sobre los fenómenos sociales. En tal panorama, las texturas afectivas se muestran tan interesantes como los textos, los discursos y los archivos, para indagar lo que nos sucede como individuo y sociedad, en sus diversos significados y simbolismos. El estudio de las emociones viene imponiéndose sobre el análisis de las razones, asegura Roger Bartra (2012). Las relaciones de fuerza que dan orden al ámbito internacional contemporáneo y a las diversas dinámicas de la globalización, delimitan nuevos procesos de construcción de subjetividades e imaginarios colectivos. Circunstancias como la alteración de los modos de vida a causa del desplazamiento, la migración y el exilio, o el incremento de la violencia asociada al terrorismo internacional, el narcotráfico y la trata de personas, requieren de lo emocional como elemento necesario para la explicación de las formas intangibles íntimas, en tanto son legítima expresión de la contemporaneidad y sus facetas sociales (Moraña, 2012). Son múltiples y diversos los enfoques de investigación que se interesan por lo emocional. A continuación presentamos, de manera sucinta, dos variantes que predominan en un sinnúmero de estudios. La primera, busca diferenciar taxativamente la emoción del afecto. Explica lo afectivo como impulso visceral escindido de la conciencia y el raciocinio, aunque manifiesto en el cuerpo3. Uno de los exponentes principales de este fenómeno es Briam Massumi (2002, 2011), quien lo entiende como expresión corpórea, pre-consciente y pre-individual, algo autónomo respecto al discurso. Bajo este ángulo, el factor determinativo del afecto
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AFECTO Y EMOCIÓN: INTERSECCIONES TEÓRICAS
INTRODUCCIÓN
es su emancipación, en ella reside la capacidad para la experiencia novedosa y el descubrimiento lúcido de las cosas –de otros cuerpos–. El afecto, en este sentido, “escapa al confinamiento” (Massumi, 2002: 228), se desterritorializa (229) y resiste a la instancia representacional. Lo afectivo, entendido como affectus –energía, fuerza–, sería entonces una “energía fluctuante” que atraviesa los cuerpos sin someterse a normas, no pertenece ni al sujeto ni al objeto y tampoco reside en el espacio intermedio entre objeto y sujeto. Gran parte de los estudiosos del “giro afectivo”4 (Ticineto Clough y Halley, 2007) y de la “Teoría de los afectos” (Gregg y Seigworth, 2010) se nutren de este enfoque que Massumi propone desde la relectura de Deleuze y Guattari. Sin demeritar la importancia del proceso teórico y de análisis que han llevado adelante los investigadores de lo afectivo, consideramos que hay algunos planteamientos un poco herméticos y difusos. La intención de mostrar un nivel de autonomía del sujeto ante los marcos culturales y sociales que lo constituyen, proyecta el afecto como especie de elemento con independencia absoluta. Ciertamente, entender lo emocional como “energía nomádica” o impulso que impacta los cuerpos de manera espontánea y que “sigue de largo”, niega la ilación de la persona afectada con su propio cuerpo, contexto y elemento racional; es decir, que el sujeto afectado pareciera sostenerse en la inexperiencia y la inconsciencia, pues si el afecto se entiende como acto automático –por exceso de conciencia– o como algo que no se experimenta conscientemente, así sea de manera mínima, tampoco se relaciona con la experiencia pasada. Si bien puede existir cierto grado de inconsciencia de los afectos, estos en sí mismos están mediados por vivencias pasadas que influyen en su reconocimiento. Las sensaciones, impresiones, afectos o emociones van ligados a la experiencia y al vestigio que ella deja sobre los cuerpos (Ahmed [2004] 2015, Nussbaum [2013] 2014). Lo afectivo, en esta dirección, evocaría la experiencia anterior a través de recuerdos corporales así este proceso parezca no pasar por la conciencia, no sería por tanto un impulso abstracto carente de cognición y traza cultural. La segunda variante, cuestiona el rasgo “presentista”5 y “universalista” que parte de los teóricos del “giro afectivo” quieren dar a los afectos. Asimismo, los 4 El “giro afectivo” puede entenderse como una transformación en la producción de conocimiento a partir de la interpretación de los afectos, emociones, sentimientos, etc. Surge como alternativa original para la interpretación de las dinámicas culturales y sociales, y tiene el propósito de cambiar la lógica misma de múltiples disciplinas. Lo afectivo como eje de análisis se propone abarcar la estela de fenómenos ontológicos que no son dependientes de la conciencia humana ni de la comunicación lingüística o discursiva. 5 Présentiste es un término acuñado por el historiador galo François Hartog (2003), para calificar el enfoque que niega el “régimen de historicidad” a los elementos que componen a las distintas civilizaciones. Para este pensador, las categorías de presente, pasado y futuro articulan un modo necesario y esclarecedor de los fenómenos que nos suceden en el presente.
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6 Las citas de fuentes en otro idioma: inglés y francés, son traducciones propias. A no ser que se indique lo contrario. 7 Ahmed ([2004] 2015) insiste en lo corporal como núcleo constitutivo de lo emocional. Afirma que los efectos emocionales se expresan en el cuerpo y se transfieren por medio de él; “el trabajo de la emoción involucra que ciertos signos ‘queden pegados’ a ciertos cuerpos: por ejemplo, cuando otros se vuelven odiosos, entonces se dirigen acciones de odio hacia ellos” (41). En este orden, las emociones humanas son también reacciones corporales; asociarlas con el pensamiento no les despoja su calidad corpórea. 8 En la Ética demostrada según el orden geométrico ([1677] 1975), de Baruch Spinoza, se encuentra ya la estrecha concomitancia entre emoción y afecto. El filósofo se refiere a las emociones como “ideas confusas” y las equipara con los “afectos primarios”: tristeza, alegría o deseo; estas perturban al sujeto en diversos niveles de intensidad y de diversas formas, su impacto depende del marco moral y social donde se producen (256). Pensar las emociones como lo hace Spinoza es relativizar, sin negar, su rasgo natural y preconsciente, y enfocar, a su vez, su ambigüedad cultural y semántica.
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términos afecto y emoción son utilizados indistintamente, no se precisa diferencia conceptual entre estos. Acá, se coliga lo emocional al marco moral, social, histórico, en el que se produce. Lo emocional entonces resguardaría siempre un movimiento cognitivo y por tanto una percepción valorativa de los sucesos externos. Lejos de ser “parásitos de la racionalidad”, consideran Damien Boquet y Piroska Nagy (2011), “las emociones son sus centinelas”, ellas nos proporcionan información sobre aquello que está conforme con nuestros valores y los considerandos sociales (7)6. Es evidente que esta orientación de lo emocional-afectivo inicia por oponerse al principio fundamental que caracteriza el concepto de afecto según los teóricos citados líneas arriba. La afirmación de lo afectivo como algo que surge espontáneamente, a modo de impulso incontrolado o de energía natural privada de pensamiento, es problematizada por las reflexiones que proponen la participación de un elemento cognitivo-evaluativo en toda emoción. Lo emocional comprende la percepción personal de un suceso o realidad concreta. Cuando se reacciona afectivamente frente a determinadas circunstancias, las emociones implicadas responden al recuerdo y la memoria7. Hombres y mujeres por estar inmersos desde la infancia en un grupo social que defiende y labra un conjunto de emociones públicas, no pueden escindir totalmente sus modos de ser ni sus hábitos de pensamiento de lo aprehendido colectivamente (Nussbaum, [2013] 2014: 164). Los estudios sobre la historia de las emociones (Fevbre, 1943; Delumeau, [1978] 2002; Rosenwein, 2002, 2010; Boquet y Nagy, 2009, 2011) se inclinan por reconocer que la emoción debe indagarse en el corazón mismo de los procesos socioculturales, en la relación que ella establece con la construcción del cuerpo social, y por la importancia que adopta en los eventos, intercambios y transformaciones8. Teniendo en cuenta este complejo panorama teórico que trata de definir lo afectivo y lo emocional, nosotros consideramos más sensato adoptar la postura de no trazar una distinción radical entre estos dos conceptos. Usamos ambos
INTRODUCCIÓN
términos de manera intercambiable, pero procurando siempre ahondar en lo que representan, en la realidad que los enmarca y en los efectos que producen en la esfera pública. Somos conscientes de lo problemático que resulta trazar diferencias teóricas radicales entre emoción y afecto, pero también reconocemos, junto a Nussbaum ([2001] 2008), que una aproximación crítica apropiada a lo emocional debe garantizar la flexibilidad suficiente para explorar las diferencias entre las diversas emociones y otras expresiones afectivas (29). No siempre es fácil discernir las emociones de otras experiencias estrechamente vinculadas a ellas, tales como los estados de ánimo o sentimientos, pues las distinciones resultan borrosas e incluso, en algunos casos, auténticamente indeterminadas. Sin embargo, esto no ha impedido un estudio especializado de los factores comunes y reflexiones iluminadoras. En resumen, no buscamos dar por sentado que los usos del término emoción o afecto designen cada uno en exclusiva un fenómeno íntimo o psíquico, hay una amplia escala de elementos que determinan sus particularidades valorativas; es así como se dialogan en este libro. Si los individuos están llenos de emociones, en derivación, las sociedades asimismo lo están. Los estados emocionales impactan directamente en la estructuración de la sociedad, la idea de nación e identidad y en el sostenimiento de una cultura política. “Todos los principios políticos, tanto los buenos como los malos, precisan para su materialización y su supervivencia de un apoyo emocional que les procure estabilidad a lo largo del tiempo” (Nussbaum, [2013] 2014: 15). Las emociones públicas, es decir, el conjunto de afectos que tienen que ver con los principios políticos y con la cultura pública: el miedo, la simpatía, el amor, la compasión, el asco, el resentimiento, entre otras, son manejadas y muchas veces inspiradas deliberadamente por los entes gubernamentales y sus alternos, para canalizarlas hacia el fomento, conservación o transformación de los valores de la sociedad, pues ellas impactan directamente en las conductas que hacen posible todo tipo de convivencia en determinado grupo. Los principios políticos implican, en definitiva, procesos de “formación emocional” –o de deformación– anclados a la naturaleza de los afectos. Renaud Payre (2015), en este sentido, sostiene: La ira, la indignación, el miedo, la alegría aunque son estados emocionales, experiencias subjetivas, que se viven individualmente, conciernen también al colectivo y, por tanto, a la política [en consecuencia] es posible trabajar sobre la objetivación de las sensibilidades [...] e identificar cómo estas expresiones subjetivas cuestionan el funcionamiento social. Y particularmente el orden político (7). 22
ELABORACIÓN POLÍTICA DEL MIEDO El miedo es una de las emociones que ha despertado mayor interés en los estudios políticos y filosóficos sobre la sociedad contemporánea. Entender las dinámicas del andamiaje gubernamental de las naciones de hoy reclama la comprensión del miedo como estrategia de poder y sometimiento del otro. Si bien el miedo es afecto natural que surge espontáneamente ante la percepción de peligro, puede
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La reflexión sobre emociones como el resentimiento a causa de la injusticia, el asco ante el inmigrante, la ira frente a ideologías políticas opuestas a las propias, no solo proporciona bases teóricas sobre el comportamiento emocional social, sino, y, más aún, posibilita la evaluación de las coordenadas sociopolíticas que recurren a la manipulación de las emociones colectivas, para dictar una especie de doctrina sobre quién es considerado como “persona” y quién se queda por fuera de ese “estatus” (Butler, [2009] 2010). Hacemos énfasis en esta última observación porque, justamente, una vez ubicados en discutir sobre la emoción de “miedo” y su manipulación política enfatizamos en su carácter dominante y trágico, que excluye al otro como persona y condiciona la psiquis social, favoreciendo de este modo la instalación de climas de angustia y terror. La literatura es uno de los referentes estéticos más significativos en la representación de lo emocional. La escena literaria ingenia un espacio de confrontación y develamiento sobre el cual desplegar otras formas de sensibilidad y comprensión de lo humano. La literatura colombiana, especialmente la narrativa, se ha destacado por la riqueza simbólica de su lenguaje al momento de figurar las realidades derivadas de la vida social determinada por la violencia extrema. No es aventurado decir que, quizás, la estética literaria sea uno de los ángulos que abarca con mayor interés el fenómeno de las emociones individuales y colectivas, producto de las numerosas violencias que han dado forma a la nación. Inclusive, si se trazara una línea de tiempo y espacio a partir de las primeras narraciones colombianas publicadas hasta las que siguen editándose actualmente, en ella convergería el tema de las violencias y sus efectos psíquico-emocionales como eje articulador de las diégesis. Como veremos más adelante, la novela colombiana se presta como fuente epistémica para elaborar y estudiar una genealogía de las emociones públicas, específicamente aquellas asociadas al “miedo y su administración” (Virilio, [2010] 2012), en estas se encarnan maneras muy particulares del funcionamiento del poder político.
INTRODUCCIÓN
encauzarse y manipularse con fines precisos, relativizando de esta forma su condición primigenia9. Como producto del artificio del poder, esta emoción anida en el corazón mismo de las relaciones políticas de los sistemas e ideologías. Ha sido desde siempre elemento capital en el arte de gobernar (Delumeau [1978] 2002; Robin, [2004] 2009). En el plano político los miedos del imaginario colectivo son fructíferos para la implantación de regímenes. La invención del enemigo, que es en la política actual la estrategia más efectiva para conservar el poder, surge justamente de los temores, angustias y emociones traumáticas de la población. Es en la esfera de la imaginación donde la naturaleza del miedo devela la falta de límites del poder estatal o de facto. Una antropología de tal emoción demostraría que en el plano político y cultural son especialmente importantes los efectos del imaginario colectivo en el desarrollo de los miedos, porque ese imaginario puede crearse, inflarse y manipularse, transmitirse y difundirse hasta convertirlo en pánico o en situaciones desenfrenadas de terror y horror absoluto (Mongardini, [2004] 2007). El “miedo político” puede entenderse como un tipo de afecto que emana de un colectivo de personas, por la agresión al bienestar común a manos de otros grupos sociales o de entes gubernativos. Este fenómeno tiene siempre intereses de gobierno y dominación sobre los otros, se enfoca en imponer un poder en detrimento del bienestar grupal. Se califica de político porque necesariamente está enraizado a los temores y angustias de la sociedad y tiene consecuencias para esta. Las tradiciones y creencias populares, así como el cálculo racional subyacente de las realidades del poder social y político, concretan los principios activos del miedo como emoción pública. El miedo y lo político conviven en estrecho vínculo. Los miedos privados o personales, como el terror a las arañas, por ejemplo, son elaboraciones de la propia psicología o de la experiencia íntima, que poco inciden más allá de uno mismo. El miedo político, por el contrario, surge de conflictos entre sociedades y tiene consecuencias para todos, es síntoma de confrontaciones constantes y de frustración política (Robin, [2004] 2009: 15-17). 9 Para identificar el modo como el miedo es manipulado, Delumeau ([1978] 2002) lo divide en dos grandes tipos: espontáneo y reflejo. El miedo espontáneo es la sensación de incertidumbre que surge naturalmente; se manifiesta a su vez como fenómeno que puede ser permanente y/o cíclico. Los miedos permanentes se asocian con las creencias humanas: el temor a las aguas profundas, la oscuridad, los fantasmas, lo inexplicable del “más allá de la muerte”, entre otros. De su parte, el miedo reflejo, es una emoción traumática provocada por fuerzas de poder que apelan a marcos morales y de costumbres para definirlo. Este tipo de miedo da forma a un imaginario social a partir de la institución de principios educativos y morales. El proceso de construcción de los miedos reflejos se sirve de los miedos espontáneos con el propósito de gobernar y cimentar la cultura. Estos dos tipos de miedo comparten a su vez el carácter de cíclicos por su capacidad de repetición. Los sucesos o actos atroces naturales o culturales se repiten a lo largo de la historia de las sociedades: las guerras, la enfermedad, el aumento de los impuestos, etc. Sintetizando, hablar de miedo reflejo es señalar el miedo político porque se deriva de la manipulación de los miedos permanentes y cíclicos.
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El miedo [es] “una piedra de toque para juzgar el carácter autoritario o no del poder” […] es sobre todo un marcador de las ambigüedades del ejercicio del poder, especialmente en las sociedades democráticas. El miedo revela el carácter extremadamente tenue de la frontera entre el poder autoritario y el poder liberal, entre tiranía y democracia (21). Evidentemente, el miedo no es privativo de gobiernos tiranos o autoritarios, hace parte también del engranaje de las democracias. Una situación de paz, en palabras de Robin (2015), no significa que el miedo no azote el seno de la sociedad. Hasta para mantener el estado de paz es necesario conservar el monopolio y el control de los instrumentos de la violencia. Si este monopolio es efectivo, una forma de sostenerlo es fijarlo a un miedo real. En este orden, el núcleo del problema no sería la oposición entre presencia o ausencia de miedo, sino más bien evaluar si el uso del miedo es políticamente moral y saludable. Es cierto que los regímenes represivos hacen uso y “publicitan” con mayor rigor el miedo que un sistema democrático, pero es también evidente que “en las democracias más igualitarias existen formas de dictadura que dan tanto miedo [como] las del ámbito estrictamente político” (Pérez Jiménez, 2007: 32). Baste ver los métodos del capitalismo o las lógicas del mercado global y su incuestionable influencia en los altos y degradantes niveles de injusticia social. Así entonces, podemos sintetizar
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El uso del miedo perpetúa la injusticia porque este sostiene los sistemas de dominación, dentro de los cuales solo una parte muy reducida de personas disfruta de los placeres de la vida, mientras que las demás son privadas de tales beneficios (Robin, 2015: 58-61). La concreción del miedo en actos de injusticia demuestra que el miedo no es abstracto ni metafísico, tiene efectos concretos y tangibles en la esfera social. Pensar el funcionamiento de las sociedades contemporáneas es decididamente pensar en los modos como el miedo fue y sigue siendo administrado, en las formas como se le canaliza a favor del mantenimiento del poder, ya sea para sostener un equilibrio de fuerzas entre gobernantes y gobernados o para avasallar a estos últimos. El uso del miedo para sostener el poder es una práctica que caracteriza, asimismo, a las figuras que se ubican en las fronteras de la gobernabilidad legal. La insurgencia armada, el paramilitarismo, por ejemplo, controlan el territorio y sus habitantes a través de actos materiales y simbólicos de miedo y horror. Payre (2015), propone el miedo como unidad de medida de los proyectos políticos y de la razón de Estado:
INTRODUCCIÓN
que el miedo está presente en todos los intersticios de las relaciones humanas que impliquen vínculos de poder. Uno de los enfoques de estudio sobre los usos del miedo, lo asocia a la euforia y el movimiento como vía para sortear el ennui10, tedio o inercia de la vida rutinaria que se impone al individuo y a la sociedad. “El miedo es creador de euforia”, recuerda con recelo Robin (2015: 59). Esta idea, heredada quizás de la modernidad (Steiner, [1971] 2013), anida aún en el pensamiento de un gran número de intelectuales y políticos. Una buena parte de la política actual: alimentada de imaginarios culturales de la modernidad, supone que “una sociedad en estado de paz es una sociedad decadente, desprovista de heroísmo y de grandeza” (Robin, 2015: 59), mientras que lo peligroso, y por tanto la conmoción temerosa, es fuente de vitalidad. Aunque no se reconozca abiertamente, tales planteamientos influyen poderosamente en la contemporaneidad y sus procesos de producción de identidad y cultura. Si se mira con detenimiento el proceder político de los gobiernos actuales es inevitable notar que muchos de los regímenes –democráticos y no democráticosbasan sus principios de gobierno en imaginarios de lo heroico y la grandeza nacional. Estos aspectos se proyectan, a su vez, como pilares básicos del poder, la identidad y la superioridad, lo que desemboca en la fijación de fronteras ideológicas, sociales, económicas y culturales. Y una vez instaladas esas fronteras en la concepción que la persona tiene de sí misma y del territorio al que pertenece, la socialización y la convivencia con quienes se ubican por fuera de tales límites tiende a degenerar en conductas de rechazo hacia lo “extranjero” y en sensaciones de amenaza. Se instala fácilmente un clima de miedo. Cada país encarna bajo la idea de lo propio y lo nacional un miedo en potencia que pueden desembocar en conflicto bélico o violencia social. Para evitar ese tipo de confrontación las naciones recurren a un trato concertado y pacífico, pero no por ello deja de estar latente la amenaza. Las relaciones internacionales, en este sentido, se sostienen sobre el “equilibrio del terror” (Virilio [2010] 2012: 25), es decir, sobre una suerte de inmovilidad recíproca de la intimidación. A propósito de la analogía entre ennui y experiencia anodina, Georges Steiner ([1971] 2013) propone una explicación de los ritmos de percepción anímica que los ciudadanos franceses del siglo XIX, hicieron de su propia realidad o vida cotidiana después de los avatares de la Revolución. Frente a un pasado revolucionario 10 El ennui –término francés– puede entenderse como cierto sentimiento de hastío, frustración o cansancio frente a una realidad rutinaria o cotidiana, que no ofrece ninguna experiencia de exaltación de la sensibilidad o de los sentidos. Tal estado afectivo fue extensamente metaforizado por poetas, escritores, pintores y demás artistas del periodo del Romanticismo y el Realismo, siglo XIX.
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La generación romántica estaba celosa de sus padres. Los “antihéroes”, los dandies, acometidos por el spleen del mundo de Stendhal, Musset, Byron y Pushkin, se mueven a través de la ciudad burguesa como condottieri sin trabajo. O peor, como condottieri magramente jubilados antes de haber dado su primera batalla. Además, la ciudad misma, otrora festiva con los toques a rebato de la revolución, se había convertido en una cárcel (Steiner, [1971] 2013: 29). La ciudad moderna del siglo XIX en Europa, que después de la Revolución se fue estableciendo sobre una economía creciente y los flujos acelerados de la técnica y la ciencia, impuso al individuo un estado de quietud, de sometimiento a lo cotidiano, de inmovilidad social. Situación que, de manera ambigua, despertó en el seno de la sociedad el deseo de un cambio radical, aunque ello implicara la amenaza del terror y la destrucción. “Un hombre [debía] dejar su marca en la inmensidad indiferente de la ciudad pues de otro modo quedaría excluido”, asegura Steiner ([1971] 2013: 30). Este sentir emocional fue la fuerza que caracterizó a la sociedad europea posrevolución. Al respecto, Alexis Tocqueville (1856) agrega: “un verdadero espíritu de independencia, la ambición de grandes cosas, la fe en uno mismo y en una causa” son “virtudes masculinas”, que se necesitan en la construcción de nación (XIV). La originalidad política reside en la obligación de ser creativos en los actos de gobierno y en la oportunidad de demostrarlos. El poder político revitalizante, según el filósofo y político francés, anida en la fuerza vital de continuar con el ímpetu emocional que provocó la Revolución francesa. No es admisible ser un mero actor político, que repite las líneas que otro ha escrito, más bien se debe ser un autor político, generador de cambios brillantes y originales, en esto, incluso, reside la libertad y el ser mismo del hombre como ciudadano en democracia. De esta manera, como bien deduce Robin ([2004] 2009), el siglo XIX europeo se caracterizó por una política como lugar de pasiones y garbo;
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que apresuró el compás del tiempo y que se proyectó, románticamente, como motivador de la excitación íntima, el entusiasmo y la aventura, los hombres y mujeres de la Francia decimonónica no podían sino sentir un aburridísimo sopor por la realidad, que ya no ofrecía expectaciones de progreso ni de liberación personal. El largo periodo de continuismo y calma posterior a las contiendas revolucionarias segregaron un veneno en la sangre, produciendo un ácido letargo. Un estar apesadumbrado, un espíritu de época melancólico, que Steiner ([1971] 2013) define como “nostalgia del desastre” (31):
INTRODUCCIÓN
como actividad para conjurar el sopor y el estancamiento que amenazaban con ahogar a Francia y, de hecho, a toda Europa (174). Pero, si bien toda esa añoranza de agitación política insufló nueva energía al espíritu de tal época, caracterizó los imaginarios sociales y motivó cambios notables a nivel cultural, planeó asimismo con macabro cuidado el despliegue de nuevas y terribles guerras. Steiner ([1971] 2013) explica estas consecuencias asociándolas con la producción estética que surge en tal momento, veamos: Precisamente a partir de la década de 1830 podemos observar cómo nace un característico “contrasueño”, la visión de la ciudad devastada, las fantasías de invasiones de escitas y vándalos, los corceles de los mongoles apagando su sed en las fuentes de los jardines de las Tullerías. Desarróllase entonces una singular escuela de pintura: cuadros de Londres, París o Berlín como colosales ruinas, como famosos monumentos incendiados, destruidos o situados en un horripilante vacío entre raigones chamuscados y aguas estancadas. La fantasía romántica se anticipa a la vengadora promesa de Brecht, según la cual nada quedará de las grandes ciudades salvo los vientos que soplan a través de ellas. Exactamente cien años después estas imágenes apocalípticas y estos cuadros del fin de Pompeya habrían de ser nuestras fotografías de Varsovia y Dresde. No se necesita recurrir al psicoanálisis para comprender hasta qué punto era fuerte la realización del deseo que alentaba en estos inicios del siglo XIX (30-31). Benjamin ([1936] 1989) igualmente comprendió que “la autoalienación de la humanidad es de tal calibre que puede experimentar su propia autodestrucción como un goce estético de primer orden” (57). La fenomenología del ennui asociada con el anhelo de la disolución violenta de lo cotidiano puede rastrearse también en las reflexiones de Edmund Burke ([1757] 2005), quien fue contemporáneo de los avatares de la Revolución francesa, y uno de sus más acérrimos detractores por considerarla fuerza catastrófica para el orden político y la estabilidad de las naciones europeas. Sin embargo, y paradójicamente, Burke, en su libro De lo sublime y de lo bello, sostiene que la experiencia de lo sublime, del movimiento y la grandeza, encuentra su origen en el terror, mientras que la experiencia de la belleza adormece lo íntimo y aquieta el espíritu. El alma, según Burke, en la contemplación de lo bello, de lo equilibrado, del orden: experiencias poco “electrizantes”, entra en un estado de abatimiento y desespero, que puede desembocar en suicidio. En cambio, si se vive en la experiencia del terror, lo sublime renace, el sujeto siente euforia y el deseo de experimentación. 28
11 A propósito de la psicología de masa ante la amenaza, Delumeau ([1978] 2002) la explica como una potencia más que devela las complejas relaciones entre miedo, política y sociedad. El carácter absoluto de los juicios que la masa sostiene, su influencia, la rapidez de “los contagios” que la atraviesan, la pérdida del espíritu crítico, la relativización del sentido de responsabilidad personal, su aptitud para pasar inesperadamente del entusiasmo al horror, entre otros, están ligados, por lo menos en primer momento, a los modos como el poder político proyecta el miedo o la peligrosidad del enemigo.
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Los procesos de manipulación y producción del miedo, Robin (2015) los organiza en tres etapas. La primera etapa consiste en identificar un objeto al que el público teme o debería temer: este objeto emerge precisamente de una de las problemáticas reales que afectan al colectivo; la segunda etapa se centra en interpretar la naturaleza de ese objeto y en explicar las razones de su peligrosidad; en este momento, el demagogo político encausa la amenaza a favor de su programa de gobierno para así justificar la tercera etapa, que es hacerle frente a ese “miedo artificioso” y justificar, de este modo, cualquier tipo de abuso. Es claro que esta manipulación del miedo se inclina hacia el interés de retener el poder y no hacia el proyecto de garantizar seguridad a los ciudadanos. Esta maniobra en tres tiempos, enfatiza Robin (2015), “representa una fuente inagotable de poder político” (50), un proceder indicativo del miedo político como fenómeno no inocente de la psicología de masa, como proyecto gubernativo que toma consistencia a través de las autoridades, la ideología y la acción colectiva11. Una situación que puede ilustrar los argumentos del párrafo anterior es el programa de gobierno: “Seguridad Democrática”, implementado durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 2006-2010, en Colombia. La estrategia consistió en canalizar el miedo de la sociedad al narcoterrorismo de la guerrilla, hacia estrategias políticas militares y paramilitares. Las políticas de guerra durante el gobierno de Uribe Vélez se soportaron sobre la idea de contrarrestar la amenaza guerrillera y fortalecer la protección de la ciudadanía. Combatir “la politiquería, la corrupción y el clientelismo” fue la consigna general y, por tanto, la justificación a la urgencia autoritaria presidencial de lograr la seguridad. Sin embargo, a lo largo del periodo de gobierno las problemáticas reales no cambiaron, no hubo certeras soluciones y el contexto derivó en ambientes de mayor violencia, inseguridad y muertes. Paralelamente, se dio un creciente deterioro de las políticas sociales, a raíz del empoderamiento económico neoliberal. Más allá de cumplir los propósitos de la “Seguridad democrática”, el “uribismo” sirvió con eficiencia a la aceleración de las transformaciones correspondientes a la nueva fase del capital, en el contexto de una limitada y disminuida economía (Moncayo Cruz, 2012: 141-144). El “uribismo” se apoyó estratégicamente en la crisis de los procesos de negociación con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y en la
INTRODUCCIÓN
degradación del conflicto a manos de los grupos paramilitares. Con este telón de fondo, la figura de Uribe Vélez apareció ante la sociedad como la fuerza “salvadora del país”. Sus estratagemas populistas12 le dieron validez ante los ciudadanos, la opinión pública lo agigantó y proyectó como la figura de autoridad que el país necesitaba. En consecuencia, aunque la violencia y el terror seguía en escalada y los cambios políticos iban en detrimento de las garantías sociales, paradójicamente, fue elegido para un segundo mandato, lamentablemente para el país13. Descifrar lo que nos sucede hoy como sociedad necesita de la indagación de la respuesta psíquico-afectiva de quien sobrelleva los estragos de la dominación del poder criminal. El miedo y la angustia de gran parte de la población colombiana a causa de la violencia, así como el hastío y el resentimiento contra sistemas políticos anteriores, fue el estado emocional público que el régimen de Uribe Vélez aprovechó, para entronizar su imagen y enmascarar a su vez sus principios gubernativos armamentistas y neoliberales. El fenómeno emocional evidencia aquello que motiva y sostiene los imaginarios sociales contemporáneos. Responder a ¿cómo se gobiernan las emociones? ¿cómo se las suscitan? y, sobre todo, ¿cómo se las controlan? (Payre, 2015: 12), estructura meticulosamente el panorama gubernativo de la nación y visibiliza lo emocional y su control, como pilar básico de la empresa política del país. De esta manera, la novela, entendida como producción estético-simbólica que se articula en relativa concordancia con los procesos sociales, significa la violencia en tanto práctica que conmociona material y anímicamente a la comunidad, así como en el modo en que va siendo razonada y representada. Parte de la narrativa colombiana, paulatinamente, viene configurando de renovada manera las emociones traumáticas como estrategia para explorar el estado emocional, la identidad afectiva de una nación atravesada durante mucho tiempo por praxis atroces de poder. Estas circunstancias motivan el propósito de este libro, buscamos entender las formas como el miedo toma significación literaria y descifra el clima emocional que interviene los imaginarios sociales del colombiano común. El capítulo uno, revisa el fenómeno de la violencia y su impacto en la sociedad y la cultura colombiana. Hacemos énfasis en el carácter político de la violencia y en 12 Fue un político que vendió su imagen teatralizando los rasgos carismáticos del buen “trabajador paisa”, su máxima principal fue “trabajar, trabajar y trabajar”; hizo gala de sus actitudes cristianas y de su valor frente a las amenazas; impidió toda controversia sustancial para concentrarse en lo inmediato y práctico; utilizó el lenguaje coloquial y parroquiano; introdujo una forma nueva de reverenciar los símbolos patrios con la mano en el corazón, y empleó lo medios de comunicación para indicar que, a diferencia de otros, tenía especial contacto con el pueblo (Moncayo Cruz, 2012: 140). 13 Plegarias Nocturnas, de Santiago Gamboa, novela que hace parte de nuestro corpus de estudio, retoma los acontecimientos violentos más simbólicos del periodo presidencial de Uribe Vélez, para enfatizar en el impacto emocional que un mal gobierno tiene sobre la persona, como individuo y ser social.
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su asociación con el miedo como elemento constitutivo de todo poder gubernativo. Reconocemos también la capacidad de la narrativa para reubicar con renovado sentido los imaginarios de violencia; la manifestación material y afectiva del miedo, el terror y el horror confluye en la narración como pensamiento y símbolo de una “emocionalidad de época”. Asimismo, en este apartado presentamos un panorama del tratamiento estético que ha hecho la literatura colombiana de las últimas décadas de la violencia política. Disertamos sobre las relaciones particulares entre violencia del narcotráfico y políticas del horror que un conjunto de novelas de reciente data –que abarca parte del corpus seleccionado para esta investigación– se ha empeñado en significar: centrando justamente la atención en la degeneración moral y psicológica del cuerpo social y en la crisis y degradación emocional del sujeto. El propósito de este capítulo inicial es articular un panorama teórico que muestre la correlación entre los sucesos más simbólicos de la violencia política colombiana, el miedo y los modos como los escritores nacionales han simbolizado estos fenómenos en sus obras. Buscamos con ello, dar forma a un referente críticoteórico confiable con el cual dialogar y cotejar las categorías de análisis que guían el estudio del conjunto de narrativas elegidas. El capítulo dos, se interesa por los procedimientos estéticos que articulan el corpus en cuestión como propuestas de escritura simbólicas e innovadoras. En correlación con referentes conceptuales del miedo político, y sin dejar de referir las preocupaciones del imaginario del escritor por la historia de la violencia colombiana, se indagan las técnicas narrativas que significan y dan consistencia a lo emocional, a la realidad intangible, derivada de la experiencia traumática. Se examina la representación literaria de la imagen visual –fotografía, pintura– de sucesos atroces, como estrategia narrativa que dinamiza las acciones. Las imágenes se articulan con total naturalidad en el discurso literario y posibilitan la entrada al mundo afectivo de los personajes, estos son metáfora de una época y contexto social. Asimismo, consideramos las características fundamentales de la Medusa y su potencia alegórica de la decapitación y la maldad radical del sujeto contemporáneo. Con la escenificación de la cabeza desgarrada, la narrativa da forma a un vocabulario capaz de articular lo inefable. A partir de la actualización del mito de Medusa, la experiencia del dolor, la muerte y el horror se visibilizan en la ficción y logran tener representación. En este capítulo también discutimos en torno a la hibridación genérica de la narrativa. El carácter histórico y emocional de la realidad traumática que los textos configuran problematizan los límites de los géneros narrativos. La verbalización de la realidad, del pasado personal y del recuerdo colectivo abre otras vías de acceso a la historia del país.
INTRODUCCIÓN
El capítulo tres, ofrece una reflexión de la peculiaridad estética de los personajes de las propuestas de escritura que indagamos. Las presencias narrativas se instalan en el relato a modo de umbral por donde transita la realidad emocional de una sociedad signada por prácticas de injusticia y crueldad. Estos personajes comparten una serie de características en sus modos de comprensión y relación con el contexto nacional que les circunda; pese a que son protagonistas específicos, con mundos propios y facetas individuales, conservan entre ellos rasgos comunes que indican un estado anímico social, un clima de miedo, en tiempos y espacios particulares. La reconceptualización de la respuesta psíquica y afectiva de quien padece las violencias generadas del negocio de la droga, la criminalidad y la corrupción política de las últimas décadas en Colombia, se significa en las diferentes posiciones de sujeto que los personajes constituyen. El dolor, el resentimiento y la desesperanza son rasgos afectivos que hermanan a los narradores. Cada quien cuenta su experiencia vital desde una sensibilidad lacerada. No obstante, aun cuando los protagonistas se reconocen como “víctimas”, y son conscientes de la realidad fracturada y el pasado destruido, no se asumen como sujetos pasivos, reivindican y revalorizan sus pérdidas como focos de conservación de la dignidad y resistencia al olvido. A través de este tipo de héroes las narrativas responden a: cómo se vive con los efectos de la guerra y del narcotráfico, en qué se han convertido las nuevas generaciones después de décadas de amenaza y miedo, quién responde ante la sensación de vulnerabilidad que siempre ha acompañado al colombiano, quiénes son los responsables de la destrucción de la esperanza y los sueños. En la correlación de los ejes de análisis propuestos se intenta demostrar que el mundo íntimo de quien sufre es el espacio habilitado por parte de la narrativa colombiana reciente, para exponer otras verdades de los avatares de un país. Los usos poéticos del lenguaje constituyen una estética de lo emocional traumático, para reescribir las imágenes de memoria del acontecer de la sociedad colombiana contemporánea, y avivar, a su vez, nuevos sentidos del simbolismo histórico. Este proceso de indagación dilucida, sobre todo, la vindicación literaria de los afectos como eje articulador de un imaginario emocional de la violencia. Imaginario que se establece, fundamentalmente, en estructura epistémica alternativa al desgaste de los discursos y producciones estéticas canónicos sobre el pasado y el presente nacional. Los referentes conceptuales y categorías de análisis que se proponen en este libro, pueden extenderse hacia estudios –comparativos, relacionales– de la novelística que se interesa por la violencia de periodos diferentes del que
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14 En El incendio de abril (2012) –que narra el Bogotazo: la barbarie desencadenada horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948– el enfoque del tema se hace desde el dolor, la angustia y la desesperación de los capitalinos ante las circunstancias históricas que el país imponía. Los sucesos ficcionales giran en torno al miedo y la consternación de personas comunes, que huyen del lugar del atentado y de quienes no encuentran a sus seres queridos: desaparecidos durante la reyerta. El asesinato del caudillo aparece solo como escenario de fondo. No prima la idea de reubicar la memoria de Gaitán y valorizarlo como actor destacado de la historia política del país, es la presencia afectiva derivada de ese momento caótico lo que palpita en la palabra. Lo afectivo, en este orden, abre otros horizontes hacia la comprensión de las dinámicas sociales y la historia. La Trilogía del 9 de abril narra el Bogotazo, las novelas que la componen son El crimen del siglo (2006), El incendio de abril (2012) y La invención del pasado (2016).
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abordamos en esta investigación. Se podría rastrear también la configuración de otras emociones: la indignación, el odio, la vergüenza. Sabemos que, en el panorama de la novela colombiana de reciente publicación, existen propuestas que revisitan violencias de épocas anteriores y que, además, presentan ciertas afinidades estéticas con el corpus que hemos elegido para esta investigación. La Trilogía del 9 de Abril, de Miguel Torres, es muestra de ello14. Asimismo, resultaría interesante revisar la relación de los afectos con el discurso de autor que las obras articulan. Ciertamente, las ficciones incorporan una serie de imaginarios y razonamientos del escritor, que asociados entre sí pueden llegar a constituir una red o entramado intelecto-emocional. Esto daría pie para escrutar el pensamiento y la posición ética que el intelectual contemporáneo tiene sobre los contextos y realidades del mundo que lo enmarca. Para terminar este apartado introductorio, es importante precisar que si bien algunos temas tratados en este libro se fueron socializando en espacios académicos y revistas de estudios literarios a lo largo de la investigación (Vanegas 2015, 2017, 2019), conforme esta vez se retoman no los aleja de su carácter de inéditos, en el sentido que aportan nuevos enfoques, se sistematizan en una unidad temática coherente e indagan otras obras; además de reorganizarse y complementarse con las lecturas más recientes del proceso final de la pesquisa.
INTRODUCCIÓN
AGRADECIMIENTOS He disfrutado de una comisión de estudios de doctorado que me ha permitido durante cinco años (2014-2019) investigar el tema que conforma este libro. Quiero agradecer a la Universidad del Tolima por la oportunidad y el apoyo ofrecido, para concentrarme con la tranquilidad y el tiempo necesario para la indagación, reflexión y escritura. La Mención de honor otorgada a esta investigación por el Doctorado en Letras, de la Universidad Nacional de Cuyo, no hubiese sido posible sin los aportes de quienes me acompañaron en el transcurso. Por esta razón, quiero expresar mi gratitud al profesor Claudio Maíz, por sus ideas y acogida durante mi estancia en Argentina. A Amor Hernández, amiga de academia, pero sobre todo de corazón, por sus reflexiones valiosas, que ayudaron a guiar la escritura de esta investigación. Y también, quiero dar las gracias a los profesores Carolina Sancholuz, Ramiro Zó y Marcos Olalla, jurados de este proceso, que leyeron y evaluaron mi trabajo, y quienes con sus expertas observaciones lo fortalecieron.
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1 ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA: CONTINUUM DEL HACER LITERARIO EN COLOMBIA Al emprender este capítulo se nos ofrece convenientemente el siguiente razonamiento: Además de una situación devastadora y de larga data, con secuelas traumáticas para millones de personas, la violencia en Colombia es una realidad que circula en múltiples relatos que se refieren a ella, en diversos formatos y lenguajes, configurando al respecto no solo un conjunto de conocimientos, sino también emociones, ansiedades y deseos, que marcan la vida social en el país. Las imágenes, discursos, saberes e historias de la violencia colombiana son parte fundamental de los actos asociados a dicha violencia, y en cuanto tal ofrecen no solo recursos para entenderla sino también alternativas de participación social en el contexto de la misma. Si la práctica de la violencia se sustenta en patrones de comportamiento asociados con un discurso que la justifica, en el seno de ese mismo discurso surgen también expresiones culturales que la cuestionan y la problematizan. Por esta razón, existe en años recientes un gran interés por entender cómo dichas expresiones ofrecen vías de intervención que erosionan las bases mismas de las prácticas violentas (Rueda, 2011: 9-10). De acuerdo con María Helena Rueda, las violencias que han determinado la realidad del colombiano siguen siendo motivo de constantes indagaciones en diversos campos de estudio, y motivo de representación simbólica cultural. Varios
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pensadores de la historia y la cultura discuten desde su mirada especializada, los modos como la violencia y sus variantes configura el estar del sujeto en la sociedad contemporánea y las formas como este responde intelectual, emocional o estéticamente a un universo mediado por tal flagelo. Ciertamente, las causas y consecuencias de la violencia atraviesan múltiples discursos y expresiones estéticas, conformando, de esta manera, un campo expresivo para entenderla y problematizarla. Es variado el lenguaje especializado, científico, artístico, que construye vías de intervención para discutir los paradigmas explicativos de la violencia. Debatir, por ejemplo, si precisamente la incapacidad histórica del ser humano de no saber cómo salir del “estado de violencia”, gira en condición de la propia violencia, es manifestación de sus formas de producción y extensión. Sea guerra o racismo, agresión o represión, dominación o inseguridad, desencadenamiento brutal o amenaza latente, la violencia y las violencias, son, en parte, la derivación de no saber cómo salir del propio estado de violencia (Balibar, 2010: 9-10). En Colombia múltiples son los estudios y proyectos en contexto que han buscado entender, y hasta solucionar, las problemáticas derivadas de las prácticas violentas; incluso, surge en el campo de las ciencias sociales un enfoque de investigación llamado Violentología con el objetivo de ampliar la mirada sobre las violencias asociadas a las problemáticas políticas. Los “violentólogos” reflexionan y conceptualizan la violencia sociopolítica como tal, su amenaza latente, praxis explícita e impacto social y cultural. Abordar la historia del país es, indefectiblemente, retomar los sucesos simbólicos de la violencia sociopolítica. Narrar una memoria nacional retrotrae y desvela acontecimientos anclados a las confrontaciones por el poder. La literatura se ha caracterizado siempre por su interés en el pasado, reciente o lejano, de las naciones; y esto es contar la historia de la violencia, de los abusos y los crímenes sobre los que se sostienen ideales de nación, política e identidad. En la invención de una memoria literaria, que parece ser “inventada”, personal y limitada, hay una particular manera de recordar colectivamente, de producir una realidad que dice mucho más del pasado de un país, que los discursos oficiales o los anales ofrecidos por la Historia. Nemrava (2015) recuerda que, el dinamismo entre los mundos ficcionales y los reales es recíproco, por esto un conocimiento más próximo o consciente de la violencia puede surgir de la representación literaria (23-24). A esto hay que agregar, que la especial manera como la ficción trata las realidades históricas influye decisivamente en sus modos de recepción y circulación. Vale citar aquí la
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Este tratamiento de la historia se extiende, por supuesto, hacia los sucesos de violencia. Figurar la faceta más traumática de una sociedad como realidad viva, humanizada, a través de los efectos poéticos de la palabra, logra aproximar al lector a la violencia misma, motivar en él una mirada atenta y cuidadosa de un fenómeno que, muchas veces, aunque le estrecha, simula pasar inadvertido. Los horrores generados por la guerra y el narcoterrorismo en Colombia parecen cobrar realidad y mayor intensidad cuando son “imaginados” por la literatura. Para el lector atento, el estado trágico del país que descubre en la novela es sentido con la fuerza de lo real. De otro lado, analizar un texto ficcional que narra una historia de la violencia requiere de la revisión de diversos estudios que la hayan explorado en sus diversas facetas y manifestaciones. La indagación de narrativas, que abordan los avatares traumáticos políticos, necesita de una mirada interdisciplinar que interpele las obras en sí mismas y en referencia con el contexto del que surgen. Si bien la literatura conduce a preguntas profundas sobre el origen y el sentido de las acciones violentas de los seres humanos, como individuos y como miembros de una sociedad (Rueda, 2011), y es fuente epistémica sobre tal fenómeno, necesita de la ilación conceptual de otros campos del conocimiento, igualmente interesados en el análisis de lo violento. De esta forma, el estudio de su representación literaria gana
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Después de que la experiencia individual se ha depurado, casi edulcorado, y se ha transformado en la historia que, a falta de mejor palabra, llamaremos objetiva, el novelista la vuelve a transformar en algo que le pasa a alguien. Es como volver a llenar un vaso de agua que se ha evaporado, donde el vaso es la historia y el agua, la experiencia humana. Con el tiempo, la experiencia del individuo se evapora, dejando nada más que el hecho desnudo, su vertiente numérica o estadística, su descripción escueta y deshumanizada. El novelista vuelve a llenar la cifra con el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria o la derrota particulares de un solo hombre. Y los lectores lo entendemos ya no con una comprensión fría y distante, sino a través de la singular manera de comprender la realidad que tiene la novela: relativa, intuitiva, desprovista de verdades absolutas pero provista de una absoluta humanidad: la manera de la empatía (146-147).
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llamativa metáfora de Vásquez (2018) sobre la capacidad de la literatura de llenar de vida la historia personal, que el discurso oficial y la generalización tienden a desecar:
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en dimensión y sentido. Como Osorio (2014), consideramos necesario repensar la necesidad del estudio cuidadoso de la violencia como concepto. No es posible evadir este fenómeno en su dimensión teórica y reflexiva si realmente se busca indagar con acierto un corpus literario que lo aborda. Osorio (2014) cuestiona los investigadores que dejan de lado la conceptualización de la violencia y señala tres situaciones frente a esta problemática: La primera, que la violencia es una realidad de tal contundencia y tan ampliamente comunicada que su precisión conceptual resulta innecesaria para un estudio de su representación literaria; la segunda, que el fenómeno ha sido estudiado profundamente desde otras disciplinas, cuyas conclusiones han ayudado a moldear una imagen de la violencia que hace parte por tanto de las condiciones genésicas de las ficciones que de ella se ocupan como del universo de referencia de los lectores; la tercera, que el objeto de estudio no es el hecho histórico en sí sino su representación literaria (23). Investigar el referente contextual de las propuestas literarias, en efecto, es siempre trabajo espinoso. Cuando se reconoce que el conflicto armado en Colombia ha estado sujeto a múltiples factores a lo largo de su historia, que el concepto de violencia política no es unívoco y, que sus líneas de investigación arman un entramado teórico muy complejo y de diversas variantes, el estudioso de lo literario se enfrenta a la dificultad de dar forma a un análisis que discuta la idea de violencia en correlación con los artilugios estéticos que la ficción propone. Según el enfoque disciplinar la definición de violencia toma matices y giros epistémicos particulares. No es posible aspirar a una teoría especializada que presente una “definición universal” de lo violento, esto sería, entre otras cosas, reducir o simplificar la magnitud del fenómeno. Sin embargo, aunque se reconoce la imposibilidad de reunir en un solo entramado teórico el sinnúmero de enfoques en torno a la violencia, es necesario precisar las características más notables. A continuación discutimos diversos planteamientos de la violencia y sus variantes desde reconocidos expertos. Lo primero que hace Pilar Calveiro (2013, 2015) cuando define la violencia, es desligarla de la idea de elemento innato al ser humano. La conducta violenta no es producto de una naturaleza del mal anclada en el seno del sujeto sino, y sobre todo, se deriva del deseo racional de “imponer o disputar un poder”. El acto violento proviene entonces de circunstancias de confrontación, en las que determinado sujeto quiere ostentar el poder e imponerse a la fuerza sobre los
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demás. A razón de esta pugna la violencia es siempre política (Calveiro, 2015: 888889). Todo choque de poderes determina la coexistencia entre los integrantes de una comunidad, y es esta tensión la que da a la violencia un valor político. En tal orden, si la violencia contiene en sí misma un elemento político, este rasgo se hace más evidente en el poder que se arrogan las figuras gubernativas. Para Calveiro (2015) toda violencia es política, pero hay algunas que son específicamente políticas porque “se ejercen para sostener o modificar el control sobre recursos, territorios, poblaciones, es decir, las estructuras sociales de poder” (889). Un repaso de los modos como la literatura colombiana representa las violencias, deja ver que los sucesos escenificados están siempre bajo el ángulo de situaciones netamente políticas. Las violencias específicamente políticas son las que definen la particularidad del tema, la caracterización de los personajes y la proyección de tiempos y espacios en la realidad ficcional. La discusión sobre el carácter político o no de la violencia resulta relevante para definir los imaginarios que sobre ella la literatura nacional viene configurando. Los estudios especializados en violencia no coinciden siempre en atribuir a toda violencia un valor político. Investigadores notables como Daniel Pécaut (1997), por ejemplo, sugieren que hay una despolitización de la guerra colombiana de las últimas décadas porque los grupos armados que la ejercen, concentran sus esfuerzos en acumular ganancias pecuniarias y poder territorial. Estas confrontaciones, por tanto, desde la perspectiva del sociólogo francés, son impolíticas, pues dejan de lado los fines sociales que respaldaron en determinado momento las estrategias bélicas. Los ciudadanos, argumenta Pécaut, atrapados entre las relaciones violentas de los diversos actores armados, no leen ya en términos políticos esas confrontaciones. Es decir, que las referencias a la ideología, recursos y objetivos específicos que buscan confrontar el orden estatal han perdido todo significado para la población que sufre los efectos de la guerra. Así lo muestran las tasas de abstención electoral. Incluso las mismas guerrillas dan testimonio de la desvalorización de la política, cuando se conforman con controlar la población sin pretender ganarse su lealtad; no se pone en juego un imaginario gubernativo ni se difunde una representación general de un antagonismo político (Pécaut, 1997). En esta línea de indagación sobre la caracterización política o no de la violencia, Sánchez Gómez (2012), en consonancia con Pécaut, considera que lo político de la guerra en Colombia se ha desvalorizado notablemente a causa de los modos terroristas que ha adoptado la guerrilla actualmente. Las dinámicas de expansión económica, militar y geográfica de las guerrillas de las últimas dos
1. ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA: CONTINUUM DEL HACER LITERARIO EN COLOMBIA
décadas han desembocado en actos de involución política (Sánchez Gómez, 2012). Esta involución es consecuencia, en gran medida, de los nexos con el negocio de la droga y la práctica del secuestro. Negociaciones que produjeron grandes beneficios económicos pero con altos costos éticos. Por esta razón, de una violencia con claros objetivos políticos, con horizontes éticonormativos definidos y con criterios de acción regulados o autorregulados, se ha ido pasando a una creciente indiferenciación de fronteras con la criminalidad común […] Si de las guerrillas de los cincuenta se ha podido decir que se movían hacia la cualificación, de las de hoy, pese a los numerosos códigos guerrilleros [es decir políticos], habría que decir que se mueven, en muchos aspectos, hacia la degradación o involución (Sánchez Gómez, 2012: 52, 57). Tanto Pécaut como Sánchez Gómez coinciden en la crítica y señalamiento del delito criminal y del narcotráfico operado por las guerrillas, como actos que conllevan a la despolitización del conflicto armado en el contexto colombiano. Los síntomas de despolitización o involución política de la violencia, consideramos, hay que entenderlos dentro del carácter explícitamente político de los grupos insurgentes, es decir, que la lectura de una violencia despolitizada se refiere al desvío de los objetivos sociales e ideológicos que guiaron en sus inicios a la oposición armada contra el aparataje estatal. Esta precisión es necesaria porque si tenemos en cuenta la afirmación de Calveiro (2015) acerca de que toda violencia es política, podríamos entrar en una contradicción cuando se sugiere que los actos vandálicos de los grupos guerrilleros no son políticos. Puede ser que mirados desde un marco ideológico tales hechos desvíen su intención política, empero, desde la naturaleza y caracterización de la violencia que Calveiro (2015) propone, la violencia vandálica y criminal en que se ha convertido la lucha guerrillera es netamente política, pues sigue siendo la imposición de un poder nefasto contra los otros para obtener beneficios propios, que repercute, además, de modo contundente en las dinámicas sociales y culturales del país. Por otra parte, muchas de las violencias contemporáneas ejercidas por las grandes redes delictivas, la criminalidad común o la de los mismos grupos de insurgencia: que han degenerado su lucha a la práctica del terror, tiende a definirse solamente como violencia social porque, aparentemente, no están enfrentadas al orden estatal. Esta comprensión de la violencia como situación escindida de la responsabilidad del Estado y, en muchos casos, de la relación de este con grupos criminales u opositores, obnubila su dimensión política, encausa el razonamiento 40
No estamos frente a una lucha del Estado contra las redes delictivas [insiste Calveiro], sino a una articulación de unos y otros, en nuevas formas de acumulación y concentración de la riqueza. Las violencias principales provienen de las luchas por el control de territorios de diferentes grupos, en el seno de los cuales se hallan actores estatales y privados que se apoyan mutuamente (2015: 889). En este orden de ideas, si uno de los efectos de la violencia es el miedo, se infiere sin ambages que esta emoción es netamente política, pues la violencia y los efectos y afectos que genera, en todos sus órdenes y consecuencias, deviene de la imposición de un poder, que se desprende de un proceso orgánico, políticamente organizado. Cuando un grupo armado, oficial, insurgente o paramilitar opera con violencia criminal busca, calculadamente, su repercusión política. Repercusión que se traduce en los efectos psicosociales traumáticos y en el clima de miedo que se instala en la sociedad. En Colombia, las masacres, desmembramiento de cuerpos, decapitaciones, violaciones, acompañadas a menudo de destrucción de viviendas, saqueo de víveres y despojo de animales, tienen por objeto aterrorizar a la comunidad, golpear su economía y dejar constancia sangrienta de control territorial (Sánchez Gómez, 2012: 61). Este escenario del poder desmedido, donde la violencia abyecta 41
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de la violencia hacia la idea de que los efectos nocivos, que se desprenden de ella, no son políticos porque carecen de un sustento ideológico o de lazos explícitos con el orden gubernativo. Empero, cuando se indagan las causas de esa violencia “social-generalizada”, se advierte que, justamente, su propagación se facilita por el estrecho vínculo que tiene con diversas figuras del poder gubernativo. El tráfico de drogas, la trata de personas, el mercado negro de armas, por ejemplo, son todos hechos de violencia que han ganado territorio gracias al padrinazgo de sectores de la economía legal y a su relación directa con instancias estatales corruptas. Sobre esta situación, Calveiro (2015) reflexiona acerca de la autonomía de los poderes políticos locales o nacionales, para aliarse con redes mafiosas y convenir con su desarrollo por cuestiones económicas y políticas de diversa índole. Asegura la politóloga argentina, “que las redes criminales, que se extienden a nivel global, generan grandes flujos de recursos que penetran en la economía formal, vitalizándola, así como en los circuitos políticos, financiándolos y corrompiéndolos” (889). La articulación de lo legal con lo ilegal y de lo público con la privado indica una reorganización de las relaciones de poder que solo pueden ser explicadas en su elemento político.
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es la estrategia para la ganancia económica, revela que los grupos guerrilleros y demás milicias –que lucharon en sus inicios contra las políticas capitalistas–, se vienen reposicionando en el contexto contemporáneo como un actor más del régimen neoliberal. Sus actos vandálicos los separan, simbólica y materialmente, de principios que buscaban el bienestar popular y la “liberación del pueblo”. Los “grupos insurgentes” de hoy, aunque muchos de ellos regidos por los mismos cabecillas que les dieron origen, actúan como cualquier otro que busca posicionarse, a través del crimen y el terror, en el sistema de poder y de consumo del capitalismo. La violencia en Colombia se deriva, en mayor medida, de la guerra entre diversas tropas insurrectas y la fuerza pública. Confrontaciones endémicas y permanentes que han arrasado la vida de los ciudadanos durante décadas. Las dinámicas bélicas, como indica Sánchez Gómez (2008), han marcado profundamente la vida de la nación desde las guerras de Independencia. Quizás, el periodo de violencia del país más determinante del siglo XX fue el que se generó a partir del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. “Colombia nunca se va a levantar de esta”, dijo en su momento Juan Domingo Perón. En efecto, repercuten hasta hoy los efectos de la terrible contienda entre miembros de los partidos Liberal y Conservador. La Violencia, con mayúscula, como se reconoce tal periodo, comprometió varios actores y recogió diversas situaciones de inconformismo, que ya se venían incubando en el seno social desde décadas atrás. Para Sánchez Gómez (2008), este conflicto refleja la tensión de las guerras civiles decimonónicas, así como la lucha entre las clases dominantes y el movimiento popular. Solo hasta 1958 se reducen las afrentas cuando se firma el pacto político del Frente Nacional15. Varios estudiosos de lo literario en Colombia consideran el vínculo directo de la literatura con el periodo de la Violencia como punto coyuntural en el que la estética escritural del país, comienza a tomar distancia de la herencia europea. La Violencia y El Bogotazo: revuelta armada que se desató en la capital colombiana a causa del asesinato de Gaitán, 15 El pacto del Frente Nacional acordó la división del poder gubernativo entre liberales y conservadores durante cuatro periodos presidenciales de cuatro años cada uno. Sin embargo, las promisorias intenciones políticas de dicho acuerdo se cumplieron muy parcialmente porque en el ámbito nacional ya se iniciaban las primeras células guerrilleras, tomaba forma una tercera fuerza política basada en los preceptos del Socialismo, que, aunque en principio luchó por los derechos y beneficios para los ciudadanos, más tarde desencadenó en la lucha armada y criminal por el poder: contra la esfera gubernativa, pero ante todo contra los habitantes, ampliando de este modo el periodo de violencia sociopolítica. Asimismo, pese a la paridad de este sistema de gobierno, la dinámica cultural se empobreció porque desconoció las formaciones culturales de sectores alejados a los círculos de poder, aunque se superaron algunas intolerancias ligadas al bipartidismo político, el Frente Nacional dio paso a otras formas de intransigencia y hechos violentos (Sánchez Gómez, 2008; Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000).
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Las narrativas de la Violencia han sido objeto de múltiples estudios, para revelar las tensiones entre lo literario y lo político; asimismo, existe una considerable bibliografía que explora los modos como se la ha narrado literariamente. Rueda (2011) considera que a partir de los sucesos desencadenados a razón del asesinato de Gaitán, la violencia política comienza a ser tematizada como tal, se convierte en objeto de fabulación y de estudio que domina hasta nuestros días el imaginario social colombiano. Fue en gran parte a través de las llamadas “novelas de la Violencia”, publicadas en esos tiempos y haciendo referencia directa a los hechos sangrientos que tenían lugar entonces, como los habitantes de Colombia comenzaron a tomar conciencia del drama que trajeron consigo los enfrentamientos partidistas que durante aquellos años causaron numerosas masacres, desplazamientos y traumatismos en todo el territorio nacional (Rueda, 2011: 28). Para Lucila Inés Mena (1978), las obras representativas del ciclo de la violencia no solo proporcionan una interpretación de ese fenómeno político, sino que también facilitan una mirada sobre los odios heredados que marcaron a generaciones enteras de colombianos. Bajo esta idea, la investigadora sugiere que definir la novelística de la violencia debe contemplar tanto las obras producidas durante la época de la Violencia, como las novelas que se editan en etapas posteriores y significan ese pasado, con el propósito de encontrar las raíces de tal flagelo (Mena, 1978: 98-99). Es cierto que, antes de la tendencia de los escritores nacionales a escribir explícitamente sobre la violencia sociopolítica, existían ya varias publicaciones que abordaban el tema de ese flagelo en el ámbito social; recuérdese, por ejemplo, la emblemática novela de José Eustasio Rivera, La vorágine (1924), considerada como una de las primeras expresiones literarias más valiosas sobre los desafueros fratricidas de quienes buscan imponerse sobre el territorio y la población. Rivera
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conforman el núcleo temático de, al menos, setenta y cuatro relatos escritos, la mayoría de ellos, entre 1946 y 1965. Han sido, además, consignados en documentales y películas, recreados por los medios cada año, evocados a través de testimonios, y permanecen en la memoria del pueblo colombiano que, sin embargo, no ha dimensionado [en toda su magnitud] sus consecuencias y su impacto sobre la nación (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000: 31).
1. ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA: CONTINUUM DEL HACER LITERARIO EN COLOMBIA
aborda los horrores sufridos por los caucheros a manos de los colonizadores de la cuenca amazónica, “un proceso en el que los abusos ocurrían, además, entrecruzados por patrones de raza y género, afectando en forma desproporcionada a los grupos más vulnerables en la configuración social” (Rueda, 2011: 44). Como la novela de Rivera, varias fueron las obras que escenificaron las problemáticas sociales producto de los proyectos nacionales del siglo XIX: centrados especialmente en la delimitación de fronteras territoriales y en el control de recursos de explotación. La novelística de ese momento, frente a esa situación, se enfocó no tanto en la idea de nación como vínculo que une a todos los miembros de la misma, sino en los conflictos existentes dentro de esa nación. Son obras que hacen parte de la llamada “novela social”: representada por autores como Mariano Azuela, Ciro Alegría y Rómulo Gallegos16. De La vorágine se valora su notable tratamiento estético de la violencia, la reflexión que propone acerca de los mecanismos del poder y la segregación homicida que este produce, además de su consideración sobre lo que implica leer y escribir sobre tal flagelo. Por estas razones, la narración de Rivera es valorada como notable antecedente literario de la narrativa de la violencia sociopolítica en Colombia. La literatura colombiana está sellada irremediablemente por los sucesos históricos, siempre violentos, del país. Laura Restrepo publicó en 1985 uno de los primeros análisis retrospectivos sobre la influencia de la Violencia en la novela, dice la autora que ese periodo “ha sido el punto de referencia obligado de casi tres decenios de narrativa: no hay autor que no pase, directa o indirectamente, por el tema; este está siempre presente, subyacente o explícito, en cada obra” (124). En este orden, en Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, a través del personaje que asume el rol del escritor en la novela, y se constituye asimismo como un alter ego del autor, se exponen una serie de reflexiones indicativas de las propuestas de escritura en Colombia y su directo vínculo con las diversas violencias. Nos permitimos citar todo el pasaje para tener una mirada completa del fenómeno literario que se analiza: Creo que el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia […] La cuestión es simple: si uno obedece la cláusula, tan vieja como Homero que aconseja al escritor escribir sobre su realidad, no hay otro remedio que 16 Jaramillo, Osorio y Robledo (2000), en el estudio preliminar a la compilación Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX, presentan un panorama bastante completo de la narrativa editada antes del fenómeno de las narrativas de la Violencia. Las investigadoras reconocen las particularidades y constantes estéticas y temáticas de las diversas propuestas literarias que configuraron los ritmos sociales, las dinámicas del modernismo en el país y su consecuente imaginario de Nación Moderna.
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Uno de los aspectos que llama la atención en esta cita es el énfasis del narrador-escritor en la necesaria relación de la violencia con la creación literaria; “si eres escritor colombiano de verdad” no es posible evadir la realidad violenta que ha determinado el devenir individual y colectivo de todo un país. Ciertamente, el discurrir incesante de la violencia a lo largo de la historia colombiana va en relativo paralelismo con la también incesante producción literaria nacional. De otra parte, el acento de la última cita en el trayecto imparable de la violencia recuerda uno de los imaginarios problemáticos de este fenómeno. La violencia política suele ser dimensionada, por gran parte de la población, como algo que ha estado siempre presente, como elemento “cuasi natural” a los procesos de construcción del país; poco se le explica en sus particularidades y mucho menos se le entiende como realidad política. Hablar de la violencia como ciclo invariable o natural, y sin distinguir sus particularidades históricas, va dando forma a una versión fragmentada, a un relato armado de “retazos”, que poco enfoca las causas de los sucesos. Las voces varias que tratan de articular el hecho sangriento, visto u oído, narran especialmente el dolor individual, mientras que la raíz política e histórica 17 Las referencias a la tradición literaria en esta cita aluden a La vorágine, novela de José Eustasio Rivera, a Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y quizás a la novelística de Fernando Vallejo: La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, entre otras.
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enfrentarse a la nuestra. Ésta, no hay que ser iluminado para saberlo, siempre ha estado signada por el crimen. Y cuando se escribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el magnicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza y la derrota. Claro que se puede escribir sobre otros asuntos, ni más faltaba. Una novela sobre la desnudez y el voyerismo, cuentos sobre música clásica, diarios de viaje a Europa, ensayos sobre artes plásticas, fotografía y botánica. Pero tarde o temprano te darás cuenta, si eres escritor colombiano de verdad, de que la realidad que nutre estas circunstancias, digamos íntimas, o subjetivas, o extraterritoriales, está urdida por la violencia. Las mejores obras de nuestra literatura, o al menos las más representativas, son el recuento de una hecatombe colectiva que sucede en las selvas, la saga sangrienta así haya resplandores mágicos de una familia de frustrados, el nihilismo de alguien que denuncia con irreverencia la sociedad criminal en que ha nacido (145, énfasis nuestro)17.
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mínimamente se referencia. El papel de los reales protagonistas y sus intereses personales en este tipo de narración pasa a un segundo plano. Los analistas consideran que esta forma de recordar el pasado entorpece la construcción de una memoria colectiva. Los registros subjetivos son, sin duda valiosos, pero deben ir más allá del recuerdo personal y articularse, sobre todo, con los hechos históricos y políticos de cada momento. La memoria individual dolorosa debe ligarse a otros relatos hasta conformar un discurso común, que sea capaz de explicar los sucesos desde diversas perspectivas y, especialmente, a partir de sus aspectos políticos. Una memoria fragmentada y personal da forma a una visión generalizada de la violencia, considera Pécaut (1997). Esta es la causa, por la que es común escuchar en Colombia que el “pasado no pasa”, para señalar la presencia perenne de la guerra. Los actos atroces parecen percibirse como un contínuum indiferenciado: las confrontaciones actuales entre diversas bandas criminales, paramilitares y (ex) guerrilleras devienen de la arremetida del narcotráfico contra el país entre los años noventa y ochenta; y la guerra del narcotráfico se relaciona a su vez con la violencia de la fuerza pública y de las guerrillas izquierdistas entre los ochenta y sesenta; y la guerra de las guerrillas surge desde los sesenta a causa del inconformismo de los espacios políticos definidos por el Frente Nacional ante la Violencia desatada entre 1948 y 1957; por su lado, la violencia de 1948 es la continuación de la de 19321933; y la de 1932-1933 la continuación de la Guerra de los Mil Días, y la Guerra de los Mil Días la continuación de todas las guerras civiles del siglo XIX. A pesar de las fechas y episodios precisos, el imaginario general percibe la violencia de forma atemporal, tiende a confundir los límites entre el ayer y el hoy. Una situación que se explica como “consecuencia de un conflicto armado interno que, al remontarse al inicio mismo de la república independiente en el siglo XIX, parece un trauma imposible de superar” (Astorga, Ayala y Campos, 2012: 11-12). Los actores y escenarios de la violencia, obviamente, son muy diferentes en 1930, en 1950, 1960-70, en 1990, y en las primeras décadas del siglo XXI. Sin embargo, los episodios se suceden con tal frecuencia que se tiene la sensación de continuidad. Y bien sabemos que los procesos de construcción social de la memoria y la integración de los hechos en una historia se complican cuando hay ausencia de puntos de referencia o fijación (Pécaut, 1997: 30). La evocación del pasado desligada de puntos históricos precisos proyecta la violencia política como fenómeno anónimo o catástrofe comparable al desastre natural. La memoria construida sin tiempos y espacios precisos, sin sus razones sociales y políticas, es incapaz de articular una narración coherente con las causas reales del conflicto. La explicación de la Violencia bipartidista, por caso, ha sido reducida a la confrontación criminal entre simpatizantes de dos partidos políticos contrarios. 46
a diferencia del Cono sur en donde el olvido y la memoria de la violencia fueron teatralizados y exorcizados en el gran Proceso, en el Nunca Más (Taylor, 1993: 192-203) en Colombia, la violencia, la masacre, tienden a ser rutinizadas y reubicadas incesantemente en una especie de frontera entre la memoria y la no-memoria (42). La necesidad de dar forma a la memoria histórica, como camino hacia la compresión de lo que nos ha sucedido como sociedad, debe primar en los proyectos institucionales enfocados en contar la realidad olvidada de la violencia. La construcción de una memoria social confiable debe dar cuenta de las implicaciones políticas y económicas del desastre, valorizar puntos de vista individuales, que conformen una narración en la que confluyan diversos ángulos de lo sucedido. Son quizás estas circunstancias las que han motivado un giro en las investigaciones de la cultura y de la sociedad colombiana. Los estudios empiezan a demostrar especial interés por temas como el miedo, el dolor y el trauma: afectos ligados a los flujos políticos del país. En otras palabras, es urgente seguir dando forma a un entramado conceptual y simbólico en el que se entrecrucen los relatos 47
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De ese periodo se cuentan con mayor énfasis los hechos atroces y los sufrimientos personales, mientras que las razones económicas y culturales, que fueron las que desencadenaron esa guerra, poco se reconocen. La interpretación generalizada de la Violencia ha dejado de lado aspectos fundamentales como: explicar el poder de las élites para someter a la clase popular a sus fines gubernativos, advertir los intereses económicos que empujaron sin miramiento la aplicación de estrategias devastadoras. Habría que mirar si este discurso del pasado, en el que se omite ese tipo de información, no está impulsado por los mismos intereses gubernativos. Sabemos que las maneras como la historia se oficializa, es decir, se cuenta, reconoce y circula, responde a las estratagemas del Estado, la Nación, la Iglesia. Estas instituciones, como advierte Vásquez (2018), son grandes narradores, “tienen a su disposición todas las armas del mejor novelista y algunas que el novelista no tiene” (148). Una lectura de lo sucedido en el país sin el enlace a sus referentes históricos concretos, desemboca en una construcción “a-histórica”, mítica; los acontecimientos se perciben cíclicos, sin punto de inicio ni trazo final (Pécaut, 1997). La violencia así dimensionada naturaliza su carácter, es fenómeno cíclico, repetitivo, no disponible para la transformación histórica. Sánchez Gómez (2012), sin desconocer el trabajo que se viene adelantando en el país para la construcción de discursos de memoria, inclusivos de los intereses subjetivos y el referente histórico, reconoce que,
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fragmentados y la visión subjetiva y emocional de la violencia con el referente político e histórico del país. Se requiere de vocabularios renovados que permitan reflexionar históricamente los acontecimientos traumáticos más íntimos. Es necesario “historizar” el estado afectivo de la nación a partir del reconocimiento de su elemento político y cultural. VIOLENCIA, ANGUSTIA Y MIEDO La violencia es causante directa del miedo y la angustia y, a su vez, estas dos emociones son generadoras de violencia política. El miedo y la angustia han sido abordadas en diferentes estudios como emociones disímiles, aunque complementarias. Pese a la semejanza de su carácter expresivo, las causas y consecuencias de ambos afectos difieren entre sí. Delumeau ([1978] 2002), apoyado en fuentes del psicoanálisis, distingue una serie de características entre miedo y angustia. El miedo, según el historiador francés, se deriva indefectiblemente de una amenaza concreta, de “un objeto determinado al que se puede hacer frente” (20), mientras que la angustia o ansiedad –como también la reconoce– responde más bien a una sensación de desasosiego intenso frente a algo que no puede definirse de forma objetiva. La angustia “se la vive como una espera dolorosa ante un peligro tanto más temible cuanto que no está claramente identificado: es un sentimiento global de inseguridad” (20). El miedo derivado de algo concreto se relacionaría con el temor, el terror y el horror, mientras que la ansiedad tiende a acoplarse con la angustia y la melancolía. Estas manifestaciones emocionales son indicativas del nivel de inestabilidad o de abolición del yo al que puede llegar una persona. Para el historiador francés, vivir en estado de ansiedad perturba hasta lo más íntimo del sujeto abocándolo a una pérdida de sí mismo, por esta razón, el hombre ha ingeniado la manera de convertir sus angustias y ansiedades en miedos con forma concreta. “El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo” (Delumeau, [1978] 2002: 21). De las tesis de Delumeau llama la atención el hecho de que el hombre sea artífice de sus propios miedos, que sea capaz de fabricar a partir de un desorden afectivo-psíquico otro tipo de emociones particulares, igualmente traumáticas. Desde esta perspectiva teórica, para las fuerzas gubernativas el miedo resultaría más efectivo que la ansiedad porque puede dirigirse hacia una amenaza concreta y servir para controlar a las masas. La creación de miedos sería incluso algo necesario para dar cierta estabilidad psíquica al sujeto.
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a medida que los ciudadanos se hacen más iguales, disminuye la inclinación de cada uno a creer ciegamente a un cierto hombre o en determinada clase. La disposición a creer en la masa se aumenta, y viene a ser la opinión que conduce al mundo […] Cuando el hombre que vive en los países democráticos se compara individualmente a todos los que le rodean, conoce con orgullo que es igual a cada uno de ellos; pero cuando contempla la reunión de sus semejantes y viene a colocarse al lado de este gran cuerpo, pronto se abruma bajo su insignificancia y su flaqueza. La misma igualdad que lo hace independiente de cada uno de los ciudadanos en particular, lo entrega aislado y sin defensa a la acción del mayor número (Tocqueville, [1835] 2002: 200). Según esta cita, de manera ambigua, la igualdad muta en sentimientos de soledad, insignificancia y angustia. Hombres y mujeres en igualdad de condiciones se ven amenazados por esa misma unidad al no tener un vínculo común que los sostenga con firmeza, vínculo que en épocas anteriores se daba a través de la figura 18 Comparando las figuras que antaño producían miedo a una comunidad con las circunstancias que abatían a los habitantes de las urbes occidentales de las últimas décadas del siglo XIX, Tocqueville afirma que “los bárbaros”, esto es, los invasores de la vida social armónica, “no venían [ya] del helado norte [del exterior]; [más bien] surgían en el seno de nuestro campo y en el centro de nuestras ciudades” (Tocqueville, [1835], 2002: 242). El filósofo desplaza la causa externa del miedo hacia el interior de la comunidad. El miedo aquí toma sentido si entendemos la posición de Tocqueville ante los cambios dejados por la Revolución en las sociedades decimonónicas. El pueblo pasó de temer a unas figuras precisas de poder a la propia realidad que él mismo había generado. Es decir, que los ciudadanos ya no temían a sus terribles gobernantes de antaño, sino al caos que se generó a causa del derrocamiento de esos gobernantes. El “Gran miedo” era ahora provocado por las secuelas de la Revolución. Tal manera de enfocar la perturbación psicosocial señala y hasta culpabiliza al mismo ciudadano de su propio miedo.
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La complejidad de las relaciones humanas –que implican lo afectivo– en el contexto sociopolítico contemporáneo ha sido abordada por múltiples estudiosos. Desde el siglo XIX Tocqueville sentó las primeras bases teóricas para analizar la faceta anímica del ser humano frente al quiebre de los imaginarios modernos y “civilizadores”. El filósofo ubica la fuente del miedo del sujeto moderno en el corazón mismo de la sociedad, pero en la propia interioridad del sujeto: que debe ingeniar la manera de afrontar individualmente los cambios radicales que el contexto le impone18. Los ideales de igualdad y democracia que Tocqueville define van estrechamente relacionados con el miedo y la angustia como afectos personales, no sociales ni políticos. El invasor de la vida social armónica viene a ser el mismo ciudadano, en su incapacidad de adaptarse a los nuevos ritmos que la sociedad le impone a raíz de la revolución política, veamos:
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del rey o de otros entes de poder. La igualdad, bajo este ángulo interpretativo, es sinónimo de soledad y aislamiento. Una sociedad democrática motiva una aplastante ansiedad y un miedo a los otros porque no hay ya referentes sólidos de poder –políticos o sociales– sobre los cuales anclar el deseo de ser. Desde la óptica de Tocqueville, el miedo y la angustia se desplaza del plano político a la interioridad del sujeto. El miedo, en consecuencia, no sería efecto de la fuerza gubernativa ni de los cambios económicos y sociales sino del estado ansioso del sujeto, que no logra asimilar los nuevos procesos ni ubicarse con precisión al lado de los otros. Sin referentes concretos como el rey, la idea de nación sólida, de identidad cultural dominante, etc., la sociedad posrevolución permanece en un constante desasosiego, el mundo masificado no satisface ya el deseo de filiación social ni de permanencia19. El inconformismo político y los reveses sociales explicados a partir de la idea de angustia individual, evade precisamente la responsabilidad del Estado y su instauración de órdenes sociales masificados e injustos. El poder político es, sin duda, un actante principal en la generación de sociedades masificadas y caóticas, en las que hombres y mujeres están al borde del vacío y el miedo. La justificación de la inestabilidad psíquica y el trauma emocional de una sociedad, se ancla no solo al estar de la persona como ente individual sino, y sobre todo, al papel de los gobernantes en la instauración de regímenes que constriñen la libertad. Según Robin ([2004] 2009), visionar el miedo como un efecto íntimo en sí mismo, sin tener en cuenta la razón de los cambios contextuales, es desligarlo de su componente político y prestar, en consecuencia, poca atención a las formas como el poder aviva y dirige miedos represivos. Las sociedades contemporáneas, precisa el politólogo estadounidense, se estructuran verticalmente, distribuyen poder, recursos y prestigio entre los menos, no entre los más (53). En resultado, si un habitante de la sociedad moderna y democrática se siente un elemento difuso a raíz de la masificación de lo humano, la inseguridad, el miedo y la soledad no florecen por causa natural, sino, propiamente, por razón del orden político y las disquisiciones gubernativas. Lo psíquico íntimo está determinado por el Estado y sus formas de organización. Numerosos estudios analizan el miedo y la angustia como afecciones netamente espontáneas, casi naturales de una forma de ser del sujeto contemporáneo. Los factores psicosociales se explican a partir de la individualidad 19 El estado de desasosiego del ciudadano moderno lleva a Tocqueville a justificar la violencia política. Dice el filósofo que si un gobierno actúa de forma represiva lo hace en respuesta a las exigencias de la masa, ya que esta al carecer de líder por su anonimato mismo, se le ha despojado de autoridades discretas que la guíen. En resultado, la represión de Estado es un asunto popular y democrático, es decir, pedido por la sociedad-masa y su deseo de apaciguar la ansiedad frente al posible enemigo.
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íntima del sujeto común sin profundizar claramente en los marcos sociales que las figuras de poder instituyen. Carlo Mongardini ([2004] 2007), por caso, apoyado en estudios de Sigmund Freud, Max Horkheimer, Theodore Adorno, Zygmunt Bauman, sostiene que el miedo es un afecto muy íntimo, que aunque se relaciona con factores externos corresponde a la naturaleza del propio individuo y su capacidad de respuesta subjetiva. El miedo más radical del mundo contemporáneo, según Mongardini, es la angustia de la pérdida del yo y la anulación de la frontera entre uno mismo y el resto de la vida. La pérdida del yo debido a la masificación y la igualdad convierte al ser humano en alguien extraño a sí mismo. Las principales causas de este extrañamiento deben buscarse en la “heterodirección” del individuo contemporáneo, en la extensión de sus espacios, en la velocidad del cambio y en la cultura del presente, que desarraigan el yo de sus habituales certidumbres y de los puntos de referencia (Mongardini, [2004] 2007: 94-96). Esta apología del miedo sacrifica el sujeto a una sociedad inconforme porque no explica claramente la matriz de tal inconformidad, facilitando con ello la justificación de la intervención dominante del Estado. Si el miedo se percibiera solamente como reacción a amenazas no políticas, o como instrumento de regeneración moral del sistema de gobierno, o como respuesta personal a objetos de temor externos, se subestiman e ignoran las formas cotidianas que refuerzan un orden social represivo, limitan la libertad y producen injusticia. La angustia –por la inestabilidad laboral, la falta atención médica de calidad, la poca probabilidad de acceder a la educación especializada, etc.– no es una afección que atañe exclusivamente al universo íntimo y emocional de un individuo, tampoco una energía latente que desconoce la fuente de amenaza, es ante todo la respuesta a un miedo que ha sido dirigido y fabricado por los giros sociales derivados de la confrontación entre fuerzas políticas o el fracaso del sistema para garantizar la calidad de vida de manera justa. Bauman en su libro Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores retoma el sintagma “silenciamiento silencioso”, del sociólogo Thomas Mathiesen, para definir el modo como sentimientos de inseguridad y angustia se vuelven parte estructural de la vida cotidiana. El “‘silenciamiento silencioso’ es un proceso que, en vez de ruidoso, es callado; que es oculto en vez de abierto; que, en vez de apreciarse, pasa inadvertido; que, en vez de verse, pasa sin ser visto; que en vez de físico, es no físico” (Bauman, [2006] 2008: 15). Quizás, por esta caracterización de lo emocional traumático, en la que prima la idea de que es algo abstracto y a la deriva, los representantes gubernamentales o diversas figuras de poder aparecen exentos de toda responsabilidad del orden vertical que ellos mismos propician. No obstante, la desesperanza, desencanto, angustia, entre otros, son afectos
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conectados a los modos de gestión del miedo, y aunque muchas veces se instalan en el seno de la sociedad sin recurrir a amenazas coercitivas explícitas, no quiere decir que estén exentas de los juegos del poder. En sociedades que se califican de liberales, como recuerda Robin ([2004] 2009), el miedo se cierne silenciosamente sobre las relaciones entre los poderosos y los que no tiene poder, influyendo sutilmente en el comportamiento de todos los días sin exigir mucho en forma de intimidación activa. MIEDO E INVENCIÓN DEL ENEMIGO Como se ha tratado de explicar, la angustia es susceptible de ser direccionada y proyectada hacia objetivos públicos para transformarlos en elemento de amenaza, fabricarlos como miedo específico. Diseñar el enemigo para hacer recaer sobre este el malestar psíquico y la ansiedad de la sociedad, es una de las estratagemas que siempre ha acompañado a la política. Según Boucheron (2015), el primer paso que un gobierno da para garantizar su poder ante los ciudadanos es nombrar sus miedos, esto es, encarnar en una figura sospechosa la ansiedad colectiva y convertirla en adversario público, al que todos deben temer. Ese adversario seguidamente es investido con un nombre de un enemigo de otra época, que se recuerde todavía: un gesto clave porque hace dimensionar en el imaginario colectivo la amenaza del adversario actual como algo concreto. Por ejemplo, la palabra tyrannus (tirano) fue utilizada por las sociedades italianas del siglo XIV para personalizar el poder autoritario, el dirigente corrupto o la degradación de las instituciones comunales. La idea del tirano como un mal social se asimilaba con facilidad entre la población de aquella época, porque había sido recreada y explicada múltiples veces en los relatos del pasado histórico del país. Más que señalar a una persona precisa, el gobernante tirano era una imagen prototípica en el imaginario colectivo del poder nefasto, productor de miseria. El tirano, como símbolo del miedo político, está presente en el teatro de Séneca y en los tratados de Aristóteles, obras reconocidas entre los italianos de aquel tiempo. Fue representado, también, por el pintor Ambrogio Lorenzetti en su “Mural del buen gobierno” como un monstruo cornudo. El mural está situado en el palacio comunal de Siena, uno de los lugares más recorridos por la población de ese entonces. Para que las personas interioricen una idea abstracta, en este caso el significado del término tirano, se hace necesario, junto a la experiencia, un artefacto adicional de representaciones.
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“Metáforas, símbolos, ritmos, melodías, elementos gráficos concretos, […] La viveza, el grafismo y la particularidad son determinantes cruciales de la respuesta emocional” (Nussbaum, [2013] 2014: 268). La producción estético-intelectual ayuda a la conservación y sostenimiento de las leyes e ideas políticas que estructuran a una comunidad y dan sentido a actos colectivos. Otro caso que ejemplifica los artificios de la política para direccionar el miedo en la sociedad hacia un objetivo público, tomó forma durante el periodo de la Guerra fría. Hace unos cuantos decenios la existencia del miedo colectivo tenía en la bomba atómica su faz reconocible. Exactamente, durante el largo periodo de enfrentamiento entre el “Bloque Occidental”, capitalista, liderado por los Estados Unidos, y el “Bloque del Este”, comunista, liderado por la Unión Soviética, la posibilidad de caer en el desastre definitivo activando una ola de destrucción mutua, fue el mecanismo para orientar y controlar el comportamiento de las sociedades. A propósito de esta situación, de equilibrio del terror, Wole Soyinka ([2004] 2007) rememora: “el miedo a la bomba atómica se hizo tan intenso que algunos de mis conocidos europeos optaron por no tener hijos porque, según declararon, no estaban dispuestos a proporcionar carne de cañón para la inevitable consumación nuclear” (25). Aunque el actual “clima de miedo” no se ha desembarazado de la bomba atómica –ahora solo un arma más del arsenal nuclear– su poder de concentrar la atención como peligro inminente se ha disipado. En relación, y anticipándonos un poco a un tema que abordaremos más adelante, se puede decir que quizás lo que hoy en día infunde mayor miedo es el poder del “cuasi-estado”, un poder furtivo que no tiene ninguna frontera física, no enarbola parte de ninguna asociación internacional y está tan sediento de la aniquilación total, como la que prometían las superpotencias de la Guerra fría (Soyinka, [2004] 2007: 23-28). Una presencia más del miedo político contemporáneo toma forma en los dirigentes, que son señalados como iniciadores o continuadores de regímenes de carácter totalitario o dictatorial. El señalamiento de personalidades del poder de países como Venezuela, Cuba, Siria, Corea del Norte, etc., es indicativo de la proyección del miedo. También, la vida cotidiana de la ciudad está asediada por un sinnúmero de enemigos y transgresores de la ley social. Drogadictos, prostitutas, homosexuales, travestis, entre otros, son las “criaturas de la noche” (Reguillo, 2008: 65) que provocan pavor en el habitante común. Estos “seres del mal” son imaginados por la comunidad como portadores de antivalores y propagadores de violencia. El terrorista es, asimismo, un enemigo muy temido en el contexto social y político de Occidente. Los estragos humanos, culturales, económicos y
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políticos que tal figura ha ido dejando, obligó cambios drásticos en los convenios de seguridad y demás alianzas entre los países potencia. En la era actual, dice Robin ([2004] 2009), como los peligros de la vida son tan variados como sus placeres, los políticos y otros líderes tienen mucho margen de decisión respecto de qué amenazas merecen atención política y cuáles no. La modulación del enemigo está en manos de la dirigencia, de este lado se identifica lo que acecha el bienestar de la población, se interpretan las características y el origen de los peligros y se propone el método para enfrentarla (40-41). Las tácticas políticas de la instrumentalización del miedo y la ansiedad recuerda la imagen que Hobbes ([1651] 2005) propone sobre el miedo y sus dos miradas: una de estas se detiene sobre el enemigo exterior mientras la otra vigila al disidente interior. En el juego de esta mirada dual el poder suele desplazar la amenaza percibida en el exterior hacia la figura interior que contradice las políticas establecidas. Este desplazamiento de la amenaza exterior hacia “enemigos internos”, tiene como fin reprimir la impugnación del poder establecido y definir de manera pública un objeto particular hacia el cual proyectar las emociones de miedo y angustia. Cuando el poder sitúa la mirada sobre el enemigo interno no solo identifica la fuente de amenaza sino que también traza un horizonte sobre el cual perpetuar su dominio. El dirigente apunta a construir una idea de seguridadinseguridad que va más allá del presente inmediato. Así entonces, como si de la mirada de Jano se tratase, el ojo político divisa el origen y el fin, el presente y el futuro de su propio gobierno. Veamos como lo explica Payre (2015): […] cuando el gobernante enfoca la amenaza exterior, esta se diseña muy a menudo como un relato sobre el porvenir. El poder mira a lo lejos, pero sobre todo lejos en el tiempo. Él se ejercita en producir una cierta visión del futuro y de sus amenazas. El gobernante amedrenta y apacigua testimoniando constantemente su control del tiempo y, de cierta manera, de la historia (18). Bien es cierto que en esta época, en la que reina la desconfianza en los gobernantes y en la que las grandes ideas han perdido su validez, el miedo a adversarios inventados desde los propios temores de las personas, es para el político la estrategia más eficaz para garantizar su poder. La fuerza política se sostiene verticalmente sobre los miedos y el deseo de seguridad de los ciudadanos. Ahora bien, es importante decir que pese a que el poder gubernativo se apoya en el miedo del ciudadano este necesita a su vez generar cierta empatía con ese mismo ciudadano, la acción mancomunada entre gobernantes y gobernados es 54
20 En el mes de noviembre de 2016, el gobierno colombiano, en cabeza de Juan Manuel Santos, logró concretar los Acuerdos de Paz con las FARC (Fuerzas armadas Revolucionarias de Colombia), grupo insurgente de mayor antigüedad en Latinoamérica, que enfrentó las políticas gubernativas del país por más de seis décadas. Ante este acontecimiento histórico notable, destacamos el valor simbólico que ello constituye en las relaciones políticas nacionales, además de su impacto en la cultura. Sin embargo, reconocemos también, que Colombia sigue sujeta a la violencia extrema generada por el narcotráfico, las bandas criminales (BACRIM) y el conflicto armado – que es, sin duda, el rastro más negro de la guerra emprendida por las FARC junto a otros grupos armados o contra ellos–. Reconocemos junto a Gonzalo Sánchez (2017), que el “periodo de posconflicto” que recién inicia, no garantiza una convivencia sin guerra, los Acuerdos de paz con las FARC son una pequeña sutura a una herida que sigue abierta en el cuerpo social colombiano. Para un cambio significativo del devenir del país se necesita primeramente voluntad política de los gobiernos que vienen, así como desmovilizar todos los grupos armados ilegales y emprender proyectos políticos y sociales de gran envergadura; factores para los que, lamentablemente, el gobierno colombiano aún no está preparado: por cuestiones políticas, ideológicas, económicas, sociales, entre otras. Colombia está sujeta, en ese orden, a una “paz a cuotas”, no a la paz en su total manifestación.
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obligatoria para lograr los fines de gobierno. Este “pacto de dominio” (Mongardini [2004] 2007: 70) surge en el contexto como medida para facilitar la relación jerárquica del poder en una comunidad, la clase política se favorece entonces de las obligaciones y funciones que exige a quienes gobierna para el desarrollo de una sociedad civilizada. De otro lado, y ubicándonos en el contexto colombiano, la invención del enemigo varía en función de los diversos momentos y actores del conflicto armado, que han constreñido la vida del país desde hace más de seis décadas20. Grupos guerrilleros, paramilitarismo, ejército y policía, cabecillas narcotraficantes, entre otros, son figuras de poder internas e indiscutibles enemigos para gran parte de los ciudadanos. Para entender la figura del enemigo en el espacio nacional es necesario precisar la diferencia entre el binomio amigo-enemigo y la idea del enemigo como un “otro radical” o adversario absoluto. En la praxis militar anterior a las revoluciones, el enemigo era aquel que se combatía respetando sus derechos como adversario político. Los combates bélicos eran librados por un Estado contra otro Estado bajo la forma de una guerra de ejércitos estatales regulares, entre soberanos que se respetaban como adversarios aún durante el conflicto armado y que además no se discriminaban mutuamente como delincuentes (Schmitt, [1962] 1966: 18). Esta idea del otro como un adversario que se respeta, se ha desvirtuado hasta desembocar hoy en la concepción del “adversario absoluto”, es decir, en aquel sujeto que se dimensiona diferente “por naturaleza”, y que, por tanto, se tortura y masacra hasta negarle su humanidad misma. Al respecto, Schmitt ([1962] 1966) plantea que a partir del surgimiento de la figura del guerrillero moderno, que no esperaba justicia ni clemencia por parte del enemigo, la lucha militar desdibujó la enemistad convencional de la guerra mitigada y acotada para transformarla en otra cosa, en la verdadera enemistad, aquella que “se enreda en un círculo de terror y contraterror hasta la aniquilación total” (20).
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Las diversas violencias sociopolíticas en Colombia han determinado diferentes modos de ver en el otro al enemigo radical. Si nos detenemos, por ejemplo, en la Violencia desatada a mediados de la década de los cuarenta hasta inicios de los años sesenta del siglo XX, en la que se confrontaron especialmente dos bandos políticos: liberales y conservadores –Rojos contra Azules–, aunque el enemigo era ante todo un enemigo político, que difería en ideologías de gobierno, su aniquilamiento concentraba también trazas del enemigo radical, que se odia y se aniquila más allá de justificaciones políticas. Para Pécaut (2013), en los actos de violencia de esa época, la identificación partidista no fue el único elemento comprometido en la dimensión del otro como enemigo, también jugó un papel determinante la instrumentalización de lo religioso y la represión y manipulación de las clases populares. Por esta razón, la Violencia, inicialmente centrada entre dos partidos políticos, degeneró en una especie de guerra civil fragmentada, sin frente definido y motivada localmente por intereses personales y por la venganza. El otro era asesinado con total inclemencia. Lo político degeneró en una lucha criminal alimentada por actos del más cuestionable bandidismo. La forma cruel como se da muerte al adversario lleva a Pécaut (2013) a deducir que el enemigo es considerado como un “otro”, algo que “por naturaleza” es diferente. Dice el sociólogo francés, que en el tipo de tortura y sevicia criminal a la que es sometido el cuerpo del opositor logra leerse el odio político, pero también las huellas de una revancha que puede descifrarse desde una gramática de lo sagrado. “El encarnizamiento sobre los cuerpos es a menudo una puesta en escena y un ritual que tratan de darle a este hecho un valor de sacrilegio” (Pécaut, 2013: 5). Es decir, que el cuerpo eviscerado se corresponde muchas veces con ciertas prácticas rituales: representan un sacrificio abyecto, el exterminio de algo que se escinde de la esfera humana21. La figura del guerrillero en el territorio colombiano, materializada en grupos insurgentes como las FARC y el ELN, ha surtido cambios decisivos en su imagen como enemigo. Se entiende, desde la teoría de Schmitt ([1962] 1966), que el guerrillero es aquel que se siente despojado de justicia, por esa razón se vuelve políticamente activo y lucha en beneficio plural, es decir, su causa es revolucionaria: Cuando se derrumba el edificio de protección y obediencia en el que hasta ese momento vivía, o se desgarra el tejido de normas legales del cual hasta ese momento podía esperar la justicia y la protección de la justicia, el despojado encuentra en la enemistad el sentido de su causa y el sentido de la justicia (74). 21 Como este tema se desvía del hilo argumentativo de este apartado, invitamos al lector a retomarlo de manera más amplia en el apartado Entre el terror y el horror o de la anulación de lo humano.
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22 La guerrilla de las FARC fue agregada a la lista de organizaciones terroristas que la Unión Europea presentó el 12 de junio de 2002, este proceso se realizó durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Las FARC dirigió hasta hace poco su violencia no solo contra objetivos gubernamentales, sino también contra la población civil, son incontables las cifras de muertes a manos de este grupo subversivo. A la fecha, a pesar de su figura legal política después de los Acuerdos de Paz en el 2017, no logra movilizar la población en contra de las políticas neoliberales. Está aún muy abierta la herida en el pueblo colombiano a causa de la violencia de las FARC.
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La guerrilla colombiana surge en torno a las dinámicas revolucionarias latinoamericanas de los años sesenta, su lucha, inicialmente, guardaba la lógica política de la defensa del desposeído y la igualdad social. Por esta razón, contó hasta determinado momento con el apoyo amistoso de una buena parte de la sociedad colombiana: especialmente la clase obrera y la clase media, mientras que se constituyó en adversario de la oligarquía y el poder conservador. Mas, en el contexto actual de la vida nacional, “el guerrillero” es sin duda uno de los enemigos más temidos y aborrecidos, tanto por las clases populares como por el poder gubernamental. Un estudio realizado por un grupo de antropólogas colombianas deduce que entre las figuras sociales simbólicas del miedo, el guerrillero es una de las más inquietantes. La investigación data de inicios de la primera década del siglo XXI y se desarrolla con habitantes de Medellín (Villa Martínez, Sánchez Medina y Jaramillo Arbeláez, 2003: 83-89). En efecto, el guerrillero, calificado ahora escuetamente de terrorista22, es perfilado como el adversario. Incluso, para una parte de la población es el “otro absoluto” que hay que exterminar. Un clima emocional de odio y resentimiento se percibe hoy por hoy contra todo grupo guerrillero en Colombia. Este estado afectivo se agudizó mucho más durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 20062010. Las políticas de gobierno durante estos años enfocaron todos los males del país hacia las FARC. Fueron señaladas como únicos causantes de la injusticia, la criminalidad y la inseguridad de los colombianos. Los miedos se enfocaron en este enemigo. Como resultado de tal estratagema el gobierno de Uribe Vélez logró, en medida considerable, mayor lealtad y cohesión de una gran parte de la población civil. Circunstancia modelo del modo como los gobernantes buscan contrincantes que refuercen su poder, asimismo, se evidencia la tendencia del ciudadano a convertir figuras sobre las que hay ya cierto resquemor, en vertederos de odios colectivos. La visión villana que se tiene actualmente del guerrillero empieza a conformarse a partir de la década de los noventa, cuando las guerrillas incursionaron en el negocio del narcotráfico y su función se desvió hacia lo puramente militar, ya que solo defendían sus territorios de grupos antiguerrilla y de otras células guerrilleras. Esta situación desencadenó en una suerte de enfrentamientos en los que la población civil se vio sometida al dominio de múltiples grupos armados,
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entre estos figuraba la guerrilla de las FARC, que no dudó, igual que los demás ejércitos –legales e ilegales–, en engordar la lista de crímenes con matanzas de civiles indefensos. Los diferentes grupos guerrilleros colombianos son autores, intelectuales y de acto, de miles de casos de secuestro, tortura, asesinato y desaparición. En fin, el guerrillero colombiano contemporáneo, que con sus actos criminales parece no tomar distancia de la función del terrorista, convirtió al poblador en arma y rehén estratégico de la guerra, por esta razón es mirado hoy con profundo resentimiento y considerado un adversario tan ignominioso como cualquier criminal o actor del conflicto armado. En la tesitura de la construcción del enemigo se da forma también al sujeto sospechoso. La historia política demuestra que el sospechoso es una presencia invariable de las confrontaciones entre bandos de diversa índole. Sin embargo, el sospechoso no siempre está en el grupo contrario, son numerosos los registros históricos que advierten la presencia de personas que generan desconfianza y recelo dentro de sus propios compañeros de lucha. El “otro”, el sospechoso, puede haber sido antes un “prójimo”, incluso un semejante. “Como lo ilustra la evolución de muchas de las movilizaciones revolucionarias, los activistas de un primer momento pueden transformarse en un segundo momento en ‘sospechosos’ o en ‘traidores’” (Pécaut, 2013: 3). En un país como Colombia, en el que numerosas regiones viven la permanente confrontación bélica, la figura del sospechoso depende no tanto de la caracterización personal o la desconfianza por ciertos comportamientos de alguien en particular, sino, y sobre todo, de las fronteras móviles del territorio y la clasificación imprecisa de los habitantes. Esto es, que los actores armados señalan al otro como sospechoso y enemigo en función del dominio territorial. Los espacios conformados alrededor del mando de las guerrillas, paramilitares o ejército institucional no tienen líneas de delimitación fijas; las fronteras de los territorios son mudables en función de quien opera en determinado momento los negocios de la droga y demás ilícitos que en ese lugar se despliegan. En resultado, la población civil de los “territorios en disputa”: conocidos también como “corredores de la droga”, pasan del dominio de un grupo armado al otro, dependiendo de las circunstancias de la guerra y las afiliaciones políticas. Por estas circunstancias, las líneas de separación territorial son inciertas y definen la vida de los habitantes. Son muchas las poblaciones y personas que han sido masacradas por ser sospechosas de colaborar con el bando criminal contrario, cuando realmente estas víctimas tenían que acomodarse a las exigencias del grupo armado “de turno” (Pécaut, 2013: 9-15).
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Las sociedades golpeadas cotidianamente por la guerra viven en un clima de terror, la sensación de impotencia y prevención ante el comportamiento cotidiano definen el estar de los pobladores, pues no se sabe qué gesto espontáneo o acto desprevenido pueda ser interpretado como seña desleal que compromete la propia integralidad. Cuando el condicionamiento del miedo permea una sociedad, la impresión de libertad que armoniza la vida cotidiana se contrae agudamente y la relación de amistad desaparece ante la idea de resultar sospechoso. “La cautela y el cálculo reemplazan una norma de espontaneidad o costumbre. A menudo el habla normal queda reducida a un susurro, incluso en la intimidad del hogar. Las opciones pasan a ser limitadas. Uno se vuelve más reservado, menos impulsivo” (Soyinka, [2004] 2007: 19). Estos comportamientos derivados de ambientes de violencia son indicativos de la vulneración de la libertad y el condicionamiento del yo al fenómeno político. Para Montesquieu ([1748] 2013) en los gobiernos despóticos, en los que la ley se impone con hechos de terror, “todos comprenden que a ninguno le conviene hacer sonar su nombre […] pues la seguridad de cada uno estriba en su silencio, en su insignificancia o en su anulación” (77). Las conductas que Soyinka y Montesquieu señalan se hacen necesarias para resguardar la vida en situaciones de conflicto. El susurro, por ejemplo, es la prudencia obligatoria frente a quien se habla; el hablar quedo, hablar poco, o el silencio total en contextos de guerra cobra el valor de la vida misma. “‘La ley del silencio’ se impone rápidamente entre la población que aprende a desconfiar de todos”, deduce Pécaut (1997: 22). El “no ver nada” y “no saber nada” aplica como norma social para quien desea conservar lo suyo y abstenerse de ser señalado como sospechoso. En suma, “La desolación del espacio verbal indica tanto la disolución del sujeto capaz de hablar como la desaparición de un mundo susceptible de ser descrito” (Robin, ([2004] 2009: 23). El silencio en estas circunstancias es producto de la agresión violenta y síntoma supremo de la aniquilación de la persona. Al susurro y el silencio se une también el rumor. La murmuración surge con especial facilidad en comunidades donde la confianza en el otro se ha perdido, es una de las prácticas que más ayuda a la construcción del sospechoso. La invención malintencionada, a medida que va circulando, pasa a convertirse en una peligrosa verdad incuestionable. Un rumor nace sobre un fondo previo de inquietudes acumuladas y silencios obligados, es el resultado de una preparación mental creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que suman sus efectos. Quien dice rumor dice miedo (Delumeau, [1978] 2002: 178). El poder reconoce en el rumor un arma fácilmente maleable y dirigible hacia el adversario que se desea demoler. Según Edgar Morin (1969), el rumor
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se manifiesta como una fuerza «salvaje» capaz de pasmosa propagación. Suscitando a la vez atracción y repulsión rechaza la verificación de los hechos, se alimenta de todo, impulsa metástasis en múltiples direcciones, va acompañado de procesos histéricos, atraviesa las barreras de edad, de clases sociales (59). Entre los sucesos colombianos recientes, el fracaso de la refrendación del Acuerdo de Paz23 se debe justamente al poder del rumor en la masa. La “Campaña por el No” se apoyó en una retórica del rumor y la mentira, elaboró un discurso del miedo que generó el rechazo de los objetivos de dicho Acuerdo. Como precisábamos líneas arriba, Colombia es un país que ve en la guerrilla de las FARC a uno de los mayores enemigos. Así entonces, el odio y el miedo de gran parte de la sociedad colombiana hacia esta guerrilla fueron aprovechados durante la campaña contra el Acuerdo de Paz, para dar forma a un discurso lleno de rumores y calumnias, que se percibieron como verdades. Se dijo, por ejemplo, que los actores del conflicto serían absueltos de sus crímenes, obtendrían derechos civiles como cualquier ciudadano y reinaría de esa manera la impunidad, cuando, por el contrario, los Acuerdos hablan de justicia transitiva, pago de condenas carcelarias y sanciones económicas. Igualmente, otro de los rumores estratégicos hizo voz en los líderes de las iglesias cristianas, que infundieron la idea de que el Acuerdo apoyaba el matrimonio homosexual en detrimento de la familia cristiana y los valores morales: emblemas nacionalistas del conservadurismo más recalcitrante; también, se levantó el temor de que el proceso de paz al dar respaldo político a las FARC, llevaría al país al sometimiento de las doctrinas del Comunismo. En fin, la “Campaña por el No” al Acuerdo de Paz, promovida por el Partido de la U, en el que justamente el expresidente Álvaro Uribe Vélez es su cabeza más visible, aprovechó sagazmente los miedos de la sociedad colombiana, sus emociones de rencor y resentimiento, el simbolismo nacional conservador y el poder de las redes sociales para crear rumores insidiosos y desprestigiar el Acuerdo. Vale 23 Las negociaciones de paz que dieron forma al Acuerdo de Paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), surge de las conversaciones que se llevaron a cabo entre representantes del Gobierno colombiano y de la guerrilla de las FARC. Las negociaciones iniciaron en el 2011 y tuvieron lugar en Oslo y La Habana; el resultado final fue la firma del Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto, en Bogotá, el 24 de noviembre de 2016. El primer acuerdo de Paz, firmado en Cartagena, según la ley, debía refrendarse en un plebiscito en el que los ciudadanos debían votar «si» o «no» al Acuerdo. El resultado final fue una victoria para el “No”. El resultado del plebiscito obligó al Gobierno a revisar algunos de sus puntos en el Acuerdo tomando en cuenta las objeciones del Partido de la U y otros grupos sociales mancomunados con este enfoque político. Después de un mes de readecuación de la negociación con los “promotores del No”, el gobierno y las FARC acordaron el texto final para el Acuerdo de Paz. Este se firmó el 24 de noviembre en el Teatro Colón de Bogotá y fue ratificado por el Senado y la Cámara de Representantes de Colombia el 29 y 30 de noviembre del año 2016.
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recordar aquí, que la revelación y denuncia de los modos sucios e ilegales como la “Campaña por el No” fue dirigida la hizo, para nuestro asombro, el mismo gerente que lideró tal campaña. En efecto, Juan Carlos Vélez, a pocos días del triunfo del No, publicó un video en el que revelaba los procedimientos de “su triunfo”, entre muchos aspectos enfatizó que con la publicidad y la información que circulaba por los medios audiovisuales y diferentes redes sociales estaban “buscando que la gente saliera a votar verraca” (El Colombiano, 2016: 1). Visto en retrospectiva el proceso político de la “Campaña por el No” contra los Acuerdos de paz, se puede apreciar que, si bien los temores de los ciudadanos en varios casos concernían a asuntos de importancia real –la seguridad económica, el porvenir pacífico del país, la necesidad de justicia, la estabilidad política, entre otros– la relación que los artífices del “no” establecieron entre esos valores y la supuesta amenaza que representaba el Acuerdo de paz al dar carta política a las FARC, fue decididamente manipulada y falaz. Este factor hizo eco a razón de la ignorancia de gran parte de la población de los documentos originales del Acuerdo, el resentimiento contra esa guerrilla, el conservadurismo político discriminativo y excluyente, y la retórica política. El éxito de la “Campaña del No” se ancló, en resumen, a la naturaleza del rumor, a la invención de versiones catastróficas sobre el futuro inmediato del país si se aprobaba con el voto el resultado de los Diálogos de Paz. Desde el campo de la psicología cognitiva, el rumor como tendencia generalizada se explica desde dos mecanismos particulares: la “heurística de la disponibilidad” y la dinámica de “cascada reputacional”. La “heurística de la disponibilidad” consiste en la sobrevaloración de una problemática debido al tratamiento espectacular a través de los medios de comunicación. Este funcionamiento se activa sin reparos, porque se asocia con traumas del pasado que perviven aún en el seno de la sociedad. Por su parte, la “cascada reputacional” es un fenómeno que se presenta “cuando las personas responden al comportamiento de otras sumándose apresuradamente a ellas” (Nussbaum, [2012] 2013: 57). Tal unión es determinada por la reputación importante de las personas que son voceras de la información frente a la cual la comunidad se alarma. Si nos situamos en el contexto de la “Campaña por el No”, es fácil advertir el “efecto cascada” en el manejo de la información política acerca del Acuerdo de paz. Justamente, quienes adelantaron de manera visible y abierta los anuncios públicos en contra de los acuerdos, fueron figuras políticas ampliamente reconocidas por gran parte de la población. En esta situación, se manifiesta la reacción característica de la sociedadmasa en la que, se sabe, predomina sin ambages el espíritu gregario: un espíritu
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que responde como masa, esto es, de manera acrítica. El común de la sociedad, como decíamos líneas arriba, no conocía los Acuerdos, su visión se limitó entonces a la información sesgada que circuló por las redes o medios de comunicación. No tuvieron posición crítica responsable y consciente de las ventajas o desventajas de los pactos, sin embargo, respondieron como masa e inclinaron los resultados a favor del “No”. Otro efecto del episodio político sobre el Acuerdo de paz, que fue suceso de dimensión internacional24, fue el agravamiento de la división de la sociedad colombiana entre el apoyo a unas “políticas progresistas” –que buscan, por ejemplo, la inclusión de los grupos minoritarios en la vida nacional– y la conservación de un poder tradicional –defensor de prácticas nacionalistas discriminativas–. El rumor fragmentó aún más la población entre amigos y enemigos. La respuesta negativa de parte de los colombianos a los Acuerdos de Paz es representativa de los modos como se señala y desenmascara un enemigo público, decir no a las negociaciones es una forma de aplicar una justicia expeditiva a una figura temida y odiada por muchos, y esto, de cierta manera, genera un alivio, una fantasiosa sensación de seguridad. Frente a este panorama político de violencia, guerra, poder y manipulación, y al desafío de reconstruir una verdad alterna, de develar ciertas realidades tergiversadas por el discurso oficial y los medios de comunicación, así como de restaurar la memoria social con su componente histórico y político, la novela colombiana, por su propio proceso de indagación de la realidad y el intento por comprender la respuesta íntima a las situaciones traumáticas del país, se proyecta como alternativa capaz de integrar visiones particulares de los diferentes periodos sociales. Las tramas literarias representan los sucesos violentos articulados a razones políticas, culturales y psicosociales. En el campo ficcional se habla, por ejemplo, de “novela histórica” que, entre otras especificidades, aborda el pasado caótico desde la figura de los héroes patrios. En esa línea, se reconocen también la novela en la Violencia o de la Violencia, o la del narcotráfico, el sicariato, la violencia urbana, entre otras. Narrativas que se estudian como ficción mas sin perder su valioso componente de no ficción y su validez testimonial, en tanto que escenifican historias de violencia que realmente sucedieron, que fueron escuchadas, investigadas o, incluso, algunas de ellas, vividas por los escritores25. 24 Justamente, el Acuerdo de Paz, liderado por el gobierno de Juan Manuel Santos, fue motivo para que el país fuese condecorado con “El premio Nobel de paz 2016”, que, desde una perspectiva personal, implica el reconocimiento al equipo de trabajo del Acuerdo por la construcción de un país diferente. Aunque, ciertamente reconocemos también todos los giros políticos amañados que pueden surtirse en este tipo de “homenajes”. 25 Nos referimos al caso preciso de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, que centra su trama en la vida del padre del escritor, quien fue asesinado por los paramilitares durante la persecución de la Unión Patriótica a finales de la década de los ochenta. En este estudio la abordamos como relato autoficcional.
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26 Osorio (2006, 2014), hace alusión a esta circunstancia; asimismo, Jaramillo, Osorio y Robledo (2000), presentan un sugerente panorama de la narrativa de la violencia, producida entre finales de los años cuarenta y los sesenta. Las autoras revisan ese periodo de las letras desde la idea de modernidad y progreso y las paradojas de estos fenómenos en la cultura colombiana.
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“La incorporación de lo ‘real’ en la literatura vincula dicha literatura a su entorno, y le otorga veracidad a su respuesta, acercándola a los lectores” (Rueda, 2011: 31). La novela se presta, en efecto, como registro para la indagación de lo social, lo político y lo histórico. Las estrategias de escritura atraen al lector y le “hacen vivir” lo narrado con la fuerza de lo real, aspecto que contribuye a otras miradas del conflicto y a la reubicación de las violencias en sus contextos específicos. La historia del país recupera en la propuesta literaria sus puntos de referencia y sus causas puntuales, además de señalar a sus directos responsables. Las guerras civiles del siglo XIX, la Violencia de finales de los años cuarenta hasta los sesenta del siglo XX y la violencia generalizada de las últimas décadas: que abarca el narcotráfico y el sicariato, son los tres periodos más revisitados por la novelística colombiana. Asimismo, en el panorama actual de las letras del país el interés de algunos autores contemporáneos –Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero, Pablo Montoya, Miguel Torres, etc.– por los sucesos del siglo XIX motiva también a los investigadores a recuperar obras literarias de esa época, que habían sido olvidadas por la historia de la literatura. En los estudios literarios de reciente data, igualmente, se empiezan a retomar narrativas sobre la Violencia. A la fecha se registran más de cien novelas publicadas sobre este fenómeno26, de las cuales un buen porcentaje no han sido estudiadas, situación que promete una renovada perspectiva de lo acontecido desde la mirada crítica literaria. Por su parte, las narraciones de las últimas violencias siguen en ascenso, para el 2017 se reconocían más de cinco decenas de novelas, sin contar aquellas que se publican en editoriales de escasa circulación y que, por tanto, no alcanzan visibilidad (Plata, 2017). Gran parte de la narrativa de los autores colombianos va anudada estratégicamente a los diversos momentos de la caótica historia nacional. Las preocupaciones del imaginario del escritor por el pasado lejano o reciente del país, por el presente mismo, es elemento crucial de la literatura, motor de continuas renovaciones estéticas en torno al simbolismo de la violencia. Para cerrar este apartado y sintetizar las ideas sostenidas, es oportuna la honesta y lúcida reflexión de Pablo Montoya acerca de la posición del narrador colombiano ante la realidad nacional que lo circunscribe. Sus argumentos son respuesta a la pregunta de Carolina Sancholuz (2017). Es necesaria la cita completa para el comprender plenamente la mirada del escritor:
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¿Te parece que la literatura y en términos amplios el arte hoy en día tienen la capacidad de interpelarnos a los lectores, espectadores y vulnerar así nuestra zona de confortabilidad? Esta necesidad de interpelación se la debo, en parte, a la condición de colombiano que cargo sobre mis espaldas. Integro una construcción nacional que está fundada en el equívoco, en la injusticia, en el engaño y el crimen. La situación de mi país, en este sentido, es literalmente espantosa. Hay más de siete millones de desplazados internos a quienes han expulsado de sus tierras los diferentes ejércitos colombianos, desde los oficiales hasta los paramilitares; hay aproximadamente seis millones de exiliados desparramados por el mundo; acabamos de saber la cifra de los desaparecidos en las guerras entre narcos, paramilitares, guerrilla y ejército: son casi setenta mil; tenemos más de cuatro mil miembros asesinados de un partido político de izquierda; casi cinco mil jóvenes de extracción popular ultimados por los militares oficiales colombianos y pasados por falsos guerrilleros para justificar una política siniestra de seguridad democrática; y además de esto, Colombia posee una buena parte de su geografía rural llena de cultivos de coca y minas “quiebrapatas”; y, para acabar de mencionar este prontuario de la ignominia, la corrupción política y la impunidad judicial son tan gigantescas como grotescas. Desconocer este hondo desequilibrio social sería un desatino. Pero lo paradójico es que cuando he señalado esto en mis intervenciones públicas hay sectores de la población colombiana que se sienten indignados por estas denuncias. Esa amnesia, ese aquí nunca ha pasado nada, es una verdadera calamidad ética y moral. Considero que la literatura sirve para muchas cosas – sé que para algunos escritores ella no sirve para nada salvo para efectuar ejercicios de estilo o faenas ociosas-, pero para mí es una posibilidad de referirse a estos asuntos y una tentativa de que la palabra literaria se hunda en esas heridas para cicatrizarlas. Por tal razón, en el complejísimo proceso de paz que le espera a Colombia, es fundamental señalar a los victimarios y nombrar a las víctimas. Es obligatorio saber todo el horror y quiénes lo provocaron. Es necesario no solo para quienes ya han muerto, sino para nosotros que estamos vivos y para quienes vivirán después. Estoy convencido de que la literatura y el arte tienen una tremenda responsabilidad en asuntos de esta índole. O al menos esa es la literatura que yo intento hacer cuando me enfrento a recrear el país que me ha correspondido. Pero si esta condición colombiana me pone de cara ante la injusticia y su posible denuncia, también sé que mi 64
BALANCE DE LA NARRATIVA COLOMBIANA DE INICIOS DEL SIGLO XXI En las primeras dos décadas del siglo XXI el escenario literario colombiano se ha ido consolidando de renovada manera con escrituras originales en el tratamiento de la realidad del país, propuestas de escrituras híbridas o anfibias –que se mueven entre un género y otro–, temáticas de variado orden y giros del lenguaje. Esta situación ha reclamado a los especialistas de la novela nacional nuevas categorías de estudio y tipificación (Jaramillo Morales, 2006, 2012; Pineda Botero, 2006; Giraldo, 2011; Rodríguez, 2011; Rueda, 2011; Figueroa, 2011; Gonzáles Ortega 2013; Fanta Castro, 2015). Las líneas generacionales para clasificar la narrativa entran en crisis. Hoy, quizás, resulta más interesante relacionar la diversidad literaria desde el principio de tendencia o momento. La indagación de la producción literaria y el carácter de los autores no pueden abordarse ahora desde lo etario frente a la progresiva proliferación de importantes escritores, de diversas edades y múltiples estilos. Jaramillo Morales (2012), al respecto comenta: Un grupo de autores y autoras que empezaron a publicar en los años setenta lograron consolidarse en el panorama nacional, con premios internacionales importantes. Aparecen en los noventa autores jóvenes que a estas alturas ya han venido construyendo una obra en un recorrido de 15 años de publicaciones. Aparecen también nuevas generaciones –escritores y escritoras que empiezan a publicar en la primera década del siglo XXI– y nuevas voces como las mujeres, los indígenas, los afros, los LGTB […] Se empiezan a escribir novelas hipertextuales y se inicia un proceso de legitimidad de las editoriales independientes (229). La cita indica la versatilidad del panorama literario de las últimas dos décadas, es evidente que empieza a mostrarse una amplia gama de autores y propuestas estéticas. Frente a este contexto, para facilitar el trazo de unas coordenadas que ubiquen las características más notables de las propuestas de 65
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aprendizaje de la tradición literaria latinoamericana está en parte definido y justificado por esta función crítica de la sociedad. Desde los cronistas de Indias, particularmente desde Bartolomé de las Casas, hasta las más recientes voces, los escritores de esta parte del planeta hemos estado presenciando las maneras en que el mal histórico, es decir, la represión de la expresión libertaria, ha prevalecido siempre en América como una peste (4-5).
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escritura de reciente data, en este libro retomamos tres momentos propuestos por algunos investigadores (Jaramillo Morales, 2012; Giraldo, 2012; Paredes, 2012), en los que destacan la coexistencia de diferentes generaciones de escritores con preocupaciones comunes por el hacer literario. El objetivo metodológico de estos tres momentos es cotejar, relacionar y dimensionar la complejidad de lo literario en el panorama actual. La investigadora Luz Mary Giraldo (2012) hace notar que el estudio de la narrativa nacional reciente debe articular el crecimiento y la diversificación de la literatura de finales de la década del setenta y de los años ochenta. Las escrituras contemporáneas son herederas directas de las obras publicadas a lo largo de esas décadas. En relación, Raymond Williams (1991) revela que la narrativa colombiana adquiere su particularidad de “Nacional” desde mediados de la década del sesenta. Desde estos años la escritura regional da paso a una nacional, respondiendo a los procesos de unificación política, administrativa y social que se comenzaban a consolidar. Los autores, para ese periodo, ya hacían parte de una “cultura escrita”, asimismo, estaban mucho “más vinculados a los movimientos literarios internacionales que a las tradiciones de cada región” (245). En este orden, y en común acuerdo con estos investigadores –Giraldo y Williams–, el primer momento o tendencia de la historia reciente de la literatura, particularmente de la narrativa, se ubicaría entre finales de los setenta y los años ochenta. Este momento abarca el grupo de autores que se deslindaron de las preocupaciones del Boom: en concreto de García Márquez y Álvaro Mutis. Para Alejandro Rodríguez Ruiz ([s/f]), la necesidad de cancelar el “macondismo” dio origen a nuevos lenguajes y consolidó otras posturas en la articulación de la ficción con la historia. Aparecen así producciones como La tejedora de Coronas (1982), de Germán Espinosa, La ceniza del libertador (1987) de Fernando Cruz Kronfly o La risa del cuervo (1992) de Álvaro Miranda. La ciudad, por su parte, pasa a ser una presencia protagónica en obras como ¡Que viva la música! (1977) de Andrés Caicedo, Los parientes de Ester (1979) de Luis Fayad y Las puertas del infierno (1985), de José Luis Díaz Granados. A inicios de los noventa el gesto posmoderno empieza a destacarse en los juegos del lenguaje. Son indicativos de ello los textos de R.H. Moreno Durán27, o Trapos al sol (1991) de Julio Olaciregui, Opio en las nubes (1992) de Rafael Chaparro y Cárcel por amor (1995) de Álvaro Pineda Botero. La palabra regionalista 27 Williams y Giraldo (1996), hacen un estudio crítico de la obra de Moreno Durán, destacan su voluntad de estilo y la conciencia clara de las necesidades lúdicas de la palabra. Sus novelas proyectan desde sus mundos ficcionales el agotamiento de la patria, de los apellidos, de las tradiciones, de la cultura, entre otros. Estos agotamientos se metaforizan a través de la insuficiencia de la lengua cotidiana y del acto de nombrar.
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hacen de la literatura el vehículo para buscar explicaciones del presente o del pasado […] es con ellos que se entiende que tanto las ciudades como sus habitantes exigen nuevas expresiones, nuevas maneras de ser narradas; que la historia también requiere ser contada de otras formas, que indague sobre el pasado por sus efectos o por las consecuencias del desastre del presente, y que ello es posible ironizando y burlando la llamada historia patria y sus héroes. Así mismo, que la palabra, la escritura, debe ser portadora del espíritu del tiempo del autor, lo que significa que reclama estructuras distintas a las convencionales (266). La novelística del primer momento se caracteriza entonces, por las novedosas exploraciones del lenguaje y la profundidad temática anclada a exégesis de lecturas de distinta índole: historia, filosofía, artes, política, sociología, entre otras. Predomina también la indagación por el ser, la ciudad, la historia social y política del país, de Latinoamérica y del mundo contemporáneo. Es un momento que impuso la necesidad de romper los límites de la escritura, testimoniar el espacio urbano, bucear en la historia y reformular los modos estéticos heredados. Un movimiento que hace del panorama de la novela de finales del siglo XX un gran entramado de producciones heterogéneas, no siempre asociables. El segundo momento abarca parte de los escritores del momento anterior y otros que empiezan a publicar desde mediados de los ochenta hasta nuestros días. En este periodo sobresale el interés por mostrar el derrumbe del país y la gran desilusión por las utopías revolucionarias, también se enfatiza en la escenificación de las nuevas violencias: especialmente las relacionadas con el narcotráfico y el sicariato; prevalece asimismo el interés estético por exponer la vida cotidiana y avasallante de las urbes y sus ritmos neoliberales. Persiste el pensamiento crítico frente a los efectos sociales de la relación entre política y violencia. Los escritores recalan en nuevos modos metafóricos para significar, desde la intimidad de los personajes, lo que nos ha pasado como país y se reflexiona insistentemente sobre
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es representada de renovada forma en ficciones como las de Fernando Vallejo. Se aventura, asimismo, la retórica manierista como en Metatrón (1994) de Philip Potdevin. También, el primer momento data la consolidación de una literatura testimonial que reivindica al otro, los textos de Arturo Alape y Alfredo Molano son ejemplo de ello. De su lado, la narrativa escrita por mujeres se visibiliza con Alba Lucía Ángel, Marvel Moreno, Ana María Jaramillo, Fanny Buitrago, Laura Restrepo, entre otras. Para Giraldo (2012), todo este conjunto de autores
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el presente y el pasado inmediato. En esta etapa, además, la preocupación por el lenguaje lleva al cuestionamiento de la idea de la literatura como artificio retórico (Figueroa, 2004; Osorio, 2003, 2006; Correa, 2012; Giraldo, 2012). Laura Restrepo, Fernando Vallejo, Héctor Abad Faciolince, Evelio Rosero, entre otros, coinciden en la indagación de las consecuencias de las políticas violentas en la sociedad. Cada uno, desde su particularidad estética, pone en crisis el pensamiento y el esquema de valores institucionales que dieron forma al Estado-Nación. Las narrativas de estos autores toman consistencia en la mirada social, popular y no elitista del pasado reciente del país. Escenifican la realidad de finales de siglo XX como espacio de (des)integración, no solo social y material, sino, y ante todo, psicosocial. Fernando Vallejo, por ejemplo, en la figuración de las problemáticas sociales e íntimas que atraviesan a las generaciones más jóvenes de las comunas de Medellín, “destroza los mitos completamente […] y arremete contra la historia y nuestra cultura. Le apunta a la distorsión de los valores” (Giraldo, 2012: 67). Por su parte, los temas, técnicas y discursos de las novelas de Laura Restrepo, especialmente Leopardo al sol (1993), La multitud errante (2001), Delirio (2004), Hot Sur (2012) y Los Divinos (2017), se entretejen para representar el mosaico social de diversas sociedades colombianas de finales del siglo XX e inicios del XXI y su proceso de desmoronamiento, a causa de la irrupción de la violencia generalizada y del narcotráfico en los espacios familiares e íntimos. La memoria del horror, el archivo histórico, las noticias sobre la violencia y el desplazamiento, como fuentes directas de las novelas de Restrepo, dan forma a una escritura híbrida, que se mueve entre el testimonio, la investigación y la ficción. Estos intereses estéticos comunes al segundo momento, se entrecruzan en la escritura de Restrepo con los propósitos políticos que se rastrean en la literatura del primer momento. Es decir, que la narrativa de esta escritora conserva rasgos de la tradición literaria de los setenta: influida por las utopías revolucionarias. Sin duda, ella es parte de los autores que leyeron con pasión las novelas del Boom y supieron de los compromisos a los que apelaba la Revolución cubana, recuerda Giraldo (2012). Helena Araújo (1989), considera a Restrepo como parte de “las garciamarquianas” por recrear en sus libros recursos del realismo mágico y desarrollar historias que fluctúan en un terreno intermedio entre la verdad y la leyenda. Leopardo al sol (1993), Dulce compañía y La novia oscura (1999) son las propuestas más cercanas al estilo del Nobel. Delirio (2004), Hot Sur (2012) y Los Divinos (2017), se alejan ya de la interferencia del realismo mágico.
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28 Es reconocida la discusión en torno a la identidad literaria de los relatos testimoniales. Aunque son textos que proponen un contacto más directo con realidades violentas, se reconoce que utilizan también recursos literarios que pueden llevar a vacíos discursivos y alteraciones de la verdad, apelando de este modo a la libertad del lector tal como lo hace un registro ficcional. El estudio Testimonio y literatura (1986) editado por René Jara y Hernán Vidal, es uno de los libros claves iniciadores de la reflexión sobre las particularidades o similitudes de los dos géneros. Otro estudio interesante más reciente es Testimonios, representaciones y literatura documental en la narrativa colombiana contemporánea 1970-2004, de Blanca Inés Gómez y Luz Mary Giraldo (2011); las investigadoras proponen la estética del testimonio como una forma de conciencia histórica que articulada con el relato literario da forma a registros que representan de manera novedosa y significativa la producción y construcción de identidades sociales. 29 María Elena Rueda realiza un iluminador estudio de estas producciones en el capítulo cuatro, de su libro La violencia y sus huellas (2011). 30 El río del tiempo consiste en una larga autobiografía o escritura autoficcional, compuesta por los siguientes libros: Los días azules (1985), El fuego secreto (1987), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993).
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Un género literario importante que se consolida entre finales de los ochenta y la década de los noventa es el testimonial28. Son numerosas las ediciones de historias de violencia relatadas desde una voz narrativa que dice contar hechos atroces reales, de los cuales esa voz fue testigo directo o indirecto. Hay un buen número de autores que proponen el testimonio como escritura que acerca al lector a la intrusión de lo atroz en el tejido social de diferentes comunidades: desde áreas remotas de Colombia hasta barrios populares incrustados en pleno casco urbano de las grandes ciudades (Rueda, 2011). Los años del tropel: relatos de la violencia (1985) de Alfredo Molano, es uno de los libros iniciadores y que ha recibido buena atención de parte de la crítica. Su propósito fue contribuir a la creación de un archivo histórico alterno, que recogiera las experiencias aún indocumentadas de gente que sufrió la Violencia. Otros textos del género testimonial, igualmente representativos, son No nacimos pa’ semilla (1990) de Alfonso Salazar Jaramillo, Las mujeres en la guerra (2000) de Patricia Lara y Los niños de la guerra (2002) de Guillermo Gonzáles Uribe29. El testimonio es asimismo aprovechado para proponer textos de carácter autobiográfico o autoficcional, la obra El río del tiempo (1985-1993)30, de Fernando Vallejo y el libro El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, son dos ejemplos representativos. Este último texto refiere tanto la vida familiar y personal del autor, como el acontecer político violento de los años ochenta y los exabruptos del paramilitarismo. Puede decirse que Abad Faciolince es uno de los escritores que recrea elementos estéticos comunes a los propuestos por la narrativa del primer momento, por ejemplo, a los giros temáticos y del lenguaje de Moreno Durán y de Parra Sandoval: el carácter experimental, la risa, la necesidad de retomar temas de la tradición clásica, del mundo burgués de la literatura del Renacimiento, entre otros. La escritura de Abad Faciolince aprovecha novedosamente estos recursos para
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reconfigurarlos en contextos de la contemporaneidad (Giraldo, 2012). Nosotros en esta ocasión abordamos El olvido que seremos como escritura autoficcional, motivada por el duelo y la nostalgia. Otro de los escritores valiosos que se ubica en el segundo grupo es Evelio Rosero, su escritura conserva la atención meticulosa en la forma y el lenguaje, y, al igual que Restrepo, Vallejo o el mismo Abad Faciolince, sus diégesis están atravesadas por los problemas más urgentes de la violencia política colombiana: el dolor, el desamparo, la frustración o la impotencia de los más vulnerables frente a la realidad histórica que el país impone. Dice Padilla Chasing (2012) que,
independientemente de las soluciones formales-materiales que la ubicarían en cierto tipo de novela y no en otro, Los ejércitos [de Evelio Rosero] se inscribe en la línea de obras como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, Asuntos de un hidalgo disoluto de Héctor Abad Faciolince, El cadáver insepulto de Arturo Alape o La caravana de Gardel de Fernando Cruz Kronfly, en las cuales sus autores evalúan abiertamente la disfunción social colombiana conservando el carácter ficcional de sus escritos […] Rosero comparte con estos autores no solo la actitud crítica ante todo tipo de institucionalidad, sino también la visión de una sociedad colombiana apática, indiferente, acostumbrada a vivir en la violencia, familiarizada con ella (151).
La escritura de Rosero continúa también con la tradición de demoler la historia oficial a partir de la configuración de personajes históricos, mas desde un ángulo que apunta directamente a minar la imagen idílica del héroe político. Es notable la forma como el autor detona la idea de nación, identidad, progreso e historia política colombiana en su novela La carroza de Bolívar (2012). Recursos como la ironía, la parodia y un finísimo humor negro, recuerdan el estilo de escritores como R.H. Moreno Durán y Carlos Perozzo. En varias entrevistas Rosero no solo reflexiona sobre su profesión de escritor sino también sobre los flujos históricos del país. A diferencia de autores como Abad Faciolince o Laura Restrepo, su posición política evade la militancia o favoritismo por una ideología en particular. Más bien, se revela en su escritura una suerte de escepticismo y desencanto, la desesperanza radical en proyectos utópicos de renovación social. Si embargo, ello no significa que Rosero no tenga compromiso político. Los vencidos y los silenciados por la guerra y la violencia son la preocupación del escritor, su voz y su escritura se dirige a favor de visibilizar
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las realidades más crudas de la nación. En relación con tal aspecto, vale recordar la brillante refutación que él hizo, en su momento, al expresidente Álvaro Uribe Vélez cuando este se atrevió a afirmar frente a la comunidad internacional, que Colombia no tenía un conflicto armado ni tampoco una guerra, que primaba más bien la amenaza terrorista. Rosero (2005) es contundente en su discurso cuando, paso a paso, explica que la falta de legitimidad de los grupos armados no niega la existencia del conflicto. Explicita, además, que ver la problemática colombiana como una simple lucha antiterrorista puede tener preocupantes implicaciones en el mediano y largo plazo. Esta actitud frente a la actual política colombiana acerca a Rosero a los escritores recientes, a los más jóvenes, quienes se niegan a continuar con herencias políticas signadas por el dolor y el desengaño, y cuestionan en su escritura el fracaso de las utopías revolucionarias y de todo tipo de metarrelato cultural de tinte modernista. La novela Los ejércitos es una de las novelas claves de este estudio, porque es quizás la que logra apresar con mayor riqueza poética el estado emocional de una persona y de una comunidad que está siendo sometida a los vejámenes más crueles de la guerra. En el tercer momento aparecen una serie de autores que empiezan a publicar a partir de la segunda mitad de los noventa. Sus obras proponen personajes atravesados por sentimientos de desencanto, escepticismo y rechazo de proyectos utópicos. La esperanza en una sociedad más justa no hace parte de estas propuestas literarias. El rencor, la venganza, el miedo y el resentimiento dan densidad a las diégesis. Los personajes son figuras cínicas que cuestionan, ironizan y parodian los imaginarios contemporáneos que pretenden justificar el sentido de pertenencia e identidad social. Muestra de esta directriz son las novelas de Santiago Gamboa, especialmente Perder es cuestión de método (1997), El síndrome de Ulises (2005) y Plegarias Nocturnas (2012); también algunos textos de Mario Mendoza como Satanás (2002) y Buda Blues (2010); y los libros de Enrique Serrano, Efraín Medina Reyes, Fernando Quiroz, Daniel Ferreira, entre otros. Los intereses temáticos de la novela reciente erosionan los marcos del pensamiento político e histórico que alimentaron los imaginarios sociales hasta bien entrada la década de los ochenta. Esta tendencia estética se asocia con un clima emocional de desencanto escéptico, con actitudes que aunque no hunden en la inacción al sujeto, sí producen desconfianza, desilusión y desengaño. En gran parte de las narrativas de los últimos años las marcas afectivas –de autor, narrador y narrado– no simbolizan ya ningún paradigma ni imaginan utopías eufóricas. Ligada a los ritmos culturales y sociales esta literatura parece significar otras modalidades del ser humano en los flujos de la contemporaneidad. La ausencia
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de ilusiones y la| marcada apatía de los héroes ficcionales encarna los modos de existencia que el sujeto de hoy asume frente a sí mismo, el mundo y los otros. En pocas palabras, las propuestas de escritura de los autores del tercer grupo centran la atención en una realidad que condena a la sociedad a la repetición, fragmentación y fracaso. Los textos apuntan a la idea de que en un país donde las violencias políticas y sociales no han dado tregua y los procesos de paz quedan a la deriva, toda obra se percibe eternamente inacabada o eternamente reanudada (Rodríguez Ruíz, 2000; Escobar, 2002). Los derrotados (2012) de Pablo Montoya y El ruido de las cosas al caer (2012) de Juan Gabriel Vásquez, son dos ejemplos precisos de tales condiciones. La escenificación del sentimiento de pérdida y frustración significa los estragos emocionales de una sociedad que perdió la esperanza de una sociedad sin escenarios de violencia extrema. Las novelas presentan el contexto nacional como una fuerza que aplasta los sueños; y en la que “el intelectual comprometido no ha dejado de pagar su tributo doloroso” (Montoya, 2009: 76). A propósito de esta apreciación de Pablo Montoya, es decididamente necesario destacar su papel en la escena literaria colombiana de la última década; poco reconocido hasta el 2015, cuando gana el Rómulo Gallegos, este escritor tiene ya una extensa y valiosísima producción literaria, que paulatinamente empieza a ser objeto de estudio en las academias. Su obra, como bien precisa Sancholuz (2019), en la proliferación y cruce de diversas textualidades –biografía novelada, nota ensayística, diario poético, crónica literaria, etc.–, trama y diseña una apuesta estética e ideológica que es un giro de tuerca respecto de la mímesis realista que sigue predominando en gran parte de la narrativa latinoamericana contemporánea (96). Con Montoya las letras colombianas prometen un desplazamiento renovador de las formas como los temas obligados del país han sido significados por el lenguaje literario31. Otro conjunto de autores, que serían una variante del tercer momento, proponen escrituras en las que prima lo experiencial, lo familiar y lo íntimo. Son novelistas que exploran el yo y construyen mundos a partir de impresiones muy subjetivas del contexto que transitan. Sus preocupaciones estéticas parecen desviarse de intereses sociales o políticos, por lo menos explícitamente. El énfasis en el yo, en lo íntimo personal, aunque tiene su aspecto sugestivo y dice de las preocupaciones literarias de los escritores más jóvenes, deja también cierto sinsabor de confrontar unas propuestas narrativas, en las que el trabajo 31 Susana Zanetti (2013), considera que la obra de Montoya incorpora la realidad desde perspectivas muy diferentes de las ya muy transitadas por la narrativa nacional de los años cincuenta hasta el presente, por ejemplo, Lejos de Roma (2008) relee hoy las Tristia y las Pónticas, las cita y las parafrasea, desde la realidad colombiana, la novela habla por Ovidio dándole nueva voz y sentidos a su relegación.
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32 Para profundizar en el estudio de esta tendencia digital en la literatura colombiana, recomendamos consultar los estudios realizados por el grupo de investigación Semilla Lab de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá. También están los documentos críticos, teóricos y digitales de Jaime Alejandro Rodríguez, quien es uno de los pioneros de este campo en Colombia.
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del lenguaje y la imaginación estética se reduce a lo anecdótico. Se “cuenta [la] historia personal como si no [se] tuvieran más referentes” (Giraldo, 2012: 272), prima la narración de la respuesta propia al caos que impone la vida rutinaria. En esta tendencia se inscriben Antonio Ungar, Carolina Cuervo, Melba Escobar, Pilar Quintana, Juan David Correa, entre otros. Nuevas propuestas narrativas fusionan el lenguaje audiovisual, el cine, la imagen. Son escrituras que enfocan la banalización del sujeto en la sociedad contemporánea. Las tramas se construyen a partir de existencias frágiles y huidizas, alegorías de los ritmos de vida que imponen los medios masivos de comunicación. Las publicaciones de Ricardo Silva y Miguel Mendoza son demostración de esta tendencia. La escritura de estos novelistas se caracteriza por la inmediatez de frases cortas, diálogos directos y violentos. Aspectos dicientes de la experiencia urbana, la velocidad de los medios y la imposibilidad de vislumbrar un futuro diferente en una realidad escurridiza y precaria (Fanta Castro, 2015: xx). En fin, una buena porción de las recientes propuestas de escritura marcha al ritmo de los acentos culturales contemporáneos, en las que lo mediático sobresale con mayor matiz. Desde la óptica de Jaramillo, Osorio y Robledo (2000), los lenguajes provenientes de los medios de comunicación motivan narrativas que transgreden los esquemas de género literario, estos escritos como los testimoniales ponen en jaque las prácticas de lectura y de análisis propias de la modernidad y cuestionan la estética de las élites (77). De otro lado, recuérdese que en los últimos veinte años, la producción de literatura digital se ha ido posicionando de manera exitosa en el país. La figura de autor múltiple o autor en red resulta uno de los aportes más interesantes de las escrituras ancladas al uso de la imagen, el video y la música. Por su articulación con los lenguajes digitales, este tipo de producciones tienen muy buena acogida entre los lectores más jóvenes. Una muestra de estas producciones son las novelas Gabriella infinita (1995-2005) y Golpe de gracia (2006) de Alejandro Rodríguez Ruíz; Retratos vivos de mamá (2014) de Carolina López Jiménez y Mandala (2015) de Alejandra Jaramillo Morales32. Por último, advertimos que el recorrido trazado en este apartado por el hacer literario colombiano de los últimos años, está mediado por los intereses temáticos nuestros, es decir, que la mayor parte de escritores y novelas que se referenciaron, comentaron y compararon, fueron sorteados en función de
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los objetivos de estudio de esta investigación. Realizar un balance de toda la producción literaria del país es imposible en este espacio, por tanto, hemos decidido nombrar las líneas temáticas y estéticas más significativas y reconocidas que se acercan a nuestro enfoque de indagación. Somos conscientes de que en este balance de lo narrativo dejamos por fuera un sinnúmero notable de autores33, pero lo esencial, consideramos, es que presentamos un escenario confiable donde ubicar las novelas corpus de esta investigación. HORIZONTES ESTÉTICOS DEL MIEDO POLÍTICO Los notables estudios de Wolfgang Sofsky ([1996] 2006), acerca de la relación del dolor con la representación literaria, argumentan que en la literatura se habla mucho del dolor, sin embargo, el acento recae casi siempre en el sufrimiento anímico, no en el tormento físico, pues el cuerpo doliente se cierra a la representación lingüística. El dolor no permite la articulación de la palabra, se expresa más bien a través del grito, del llanto o del quejido desarticulado. Elaine Scarry (1985), bajo esta misma perspectiva, agrega que el dolor más que resistirse al lenguaje lo destruye activamente, conlleva una reversión inmediata a un estado anterior al lenguaje. A razón de esta naturaleza del dolor, Sofsky deduce que en la escenificación narrativa de la agresión extrema, quien agoniza no es el centro de la narración; más bien, es el victimario y su acto brutal el que toma forma, la víctima no puede contarse a sí misma, es incapaz de articular lo que siente en el instante mismo del golpe. La imposibilidad de la víctima de articular lo que está sintiendo en el momento mismo del golpe da lugar al victimario y su acto brutal. El estertor atroz en la literatura se reconoce en el hecho concreto, las heridas visibles y los gestos corporales, no en la directa capacidad expresiva del personaje sufriente. La significación literaria del dolor es así una representación de qué produce el dolor y no tanto de qué es el dolor. La palabra señala lo activo, no lo pasivo. El dolor en cuanto experiencia sensorial y emocional vagamente adquiere realidad en la descripción de un cuerpo magullado; “la lamentación verbal es la sublimación del grito”, dice Sofsky, no el grito en sí mismo. El dolor, desde la óptica del sociólogo y escritor alemán, aunque se niega a ser significado en su sentido profundo por la palabra literaria, puede captarse con total viveza en la pintura y la fotografía. La figuración visual sería la única expresión estética capaz de captar el dolor en toda su dimensión; un fenómeno 33 Juan Pablo Plata (2018), presenta un amplio panorama sobre lo que se ha publicado hasta el 2017.
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de tal naturaleza “no se puede comunicar ni representar, sino solo mostrar” (Sofsky, ([1996] 2006: 65). Un lienzo significa el sufrimiento porque muestra el dolor de la víctima; la palabra, en cambio, para referir la afección de la víctima recurre indefectiblemente al nombramiento del acto criminal y su ejecutor, desvía la atención de la expresión del sujeto sufriente hacia los gestos de quien lo produce. Las consecuencias de un acto criminal contra una persona son solo significativamente comprensibles en la imagen visual; la foto o pintura del cuerpo retorcido o despedazado, o de un cráneo partido como si fuese una oquedad, un grito, son significaciones en sí mismas del dolor humano (64). De los argumentos de Sofsky llama la atención la idea de la imposibilidad de asir con lo lingüístico el sentido profundo, subjetivo, de una emoción traumática. Compartimos con el autor ese razonamiento, porque, sin duda, en el instante del grito o afecto lacerante a causa de la tortura es imposible articular palabra, la persona sometida a un dolor inconmensurable pierde toda dimensión de sí, es solo un “haz de fibras estremecidas que grita, carne doliente” (Sofsky, [1996] 2006: 64-65). Sabemos que la expresión verbal exige una conciencia de sí mismo, una racionalización de lo que se dice, y es justamente esta condición del lenguaje la que pierde el sujeto en estado de horror puro. Estamos de acuerdo asimismo con Sofsky, en que la palabra no llega a significar en toda su extensión la experiencia propia del trauma, suscita qué se siente pero nunca apropia su sentido total. Mas en lo referente a la exclusividad de la imagen plástica para ahondar en la “esencia” del dolor no lo seguimos del todo. Diferimos en la idea de que la imagen visual es la única expresión estética capaz de mostrar de modo “más cercano”, acaso concreto, la experiencia del dolor o de una emoción traumática. Y, en este sentido, tampoco aceptamos que la literatura no arriba a representar el trauma porque su base es la palabra y no la imagen plástica. Es paradójico, y un poco desconcertante, que lo literario sea dimensionado sin su potencial para motivar imágenes visuales de la más viva realidad en la mente del lector. Cierto es, que aunque el principio compositivo de una narración literaria es la palabra no hay duda de que lo que se construye en la mente de quien lee es una imagen, muy sensorial, de la realidad referida. Incluso, la fuerza de la metáfora tendría que ir más allá de una imagen plástica, cuando con la palabra justa, el tono y tratamiento apropiado, penetra en el universo íntimo del personaje sufriente y suscita en quien lee algo muy cercano a la sensibilidad narrada. Un acertado uso poético del lenguaje puede hacer sentir el dolor con la intensidad de lo real. La capacidad de creación de realidades que la novela posee, pone ante los ojos del lector acciones, movimientos, emociones, que van más allá
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del lenguaje. La memoria de las experiencias leídas en los mundos ficcionales se convierten, muchas veces, en sensaciones y recuerdos propios. De otro lado, consideramos que por ser representación de una realidad, la imagen visual tiene también sus límites en la significación del dolor. Así sea una foto verídica de la persona que grita de dolor, del gesto doliente del torturado, el producto de esta realidad visual depende de la mirada subjetiva de quien toma la fotografía o pinta el cuadro. El dolor fotografiado es una situación mediada, una representación, no el dolor en sí mismo. En definitiva, para la imagen visual, plástica o literaria, la conmoción afectiva, el dolor afilado, son fenómenos inconmensurables, que se niegan a ser significados en su total naturaleza. El sentido definitivo de lo traumático está absorbido por el instante absoluto de quien lo siente, solo puede dar testimonio preciso de ello quien lo sufre directamente y en el momento mismo de la arremetida. Lo que puede la literatura es figurarlo, visibilizarlo, con una magnitud cercana a su posible realidad. Una escena que enfoque narrativamente el gesto de quien está sufriendo logra vivificar, mostrar, revivir lo emocional. La escenificación literaria de la estupefacción o el miedo, puede centrar la atención sobre la víctima y hacerla presencia activa por medio de la palabra: […] me alejo por la carretera. Las últimas luces del pueblo desaparecen con la primera curva, la noche se hace más grande, sin estrellas […] A una vuelta del camino, ya metido en la invisible selva de la montaña, me rindo y busco donde reposar. No hay luna, la noche sigue cerrada; no veo a un metro de mi […] Estoy empapado en sudor, como si hubiese llovido; no hay viento, y, sin embargo, escucho que algo o alguien pisa y troncha las hojas, el chamizo. Me paralizo. Trato de adivinar entre la mancha de los arbustos. El ruido se acerca, ¿y si es un ataque? Puede suceder que la guerrilla, o los paramilitares, hayan decidido tomarse el pueblo esta noche, ¿por qué no? […] los ruidos cesan, un instante. La expectación me hace olvidar el dolor en la rodilla. Estoy lejos del pueblo, nadie me oye. Lo más probable es que disparen y, después, cuando ya esté muriendo, vengan a verme y preguntar quién soy –si todavía vivo–. Pero también pueden ser los soldados entrenando en la noche, me digo, para tranquilizarme. “Igual”, me grito, “me disparan igual”. Y, en eso, con un estallido de hojas y tallos que se parten, percibo que algo, o alguien, se abalanza encima de mí. Grito. Extiendo los brazos, las manos abiertas, para alejar el ataque, el golpe, la bala, el fantasma, lo que sea. Sé que de nada servirá mi gesto de vencido […] No sé desde cuándo he cerrado los ojos. Algo me toca en los zapatos, me husmea. El enorme perro pone sus 76
34 El término narcoficción se refiere a las ficciones que versan sobre el narcotráfico. Brigitte Adriaensen (2016) sugiere que la narcoficción es un producto transnacional del narcotráfico. Incluye en estas producciones, cine, novela, literatura y música. Estéticas que recogen la representación de lo que la academia llama narcocultura.
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En este relato de la experiencia del miedo no hay un narrador externo que describa lo que está sintiendo Ismael, tampoco este necesita expresar verbalmente “tengo miedo” para saber reconocer la emoción que lo avasalla. La manifestación del miedo se siente en cada una de las conjeturas y gestos del personaje: sudoración excesiva, agudización del oído, alteración de la voz, reflexiones difusas, movimiento de brazos y manos para protegerse del ataque, acaso unos ojos desorbitados antes del asalto y palpitaciones aceleradas. Ciertamente, la escritura enfoca la vivencia del miedo en la alteración psíquica y corpórea del personaje. Decir “tengo miedo” sería un acto huidizo y abstracto frente a la contundencia de la imagen literaria. En síntesis, si la imagen visual muestra el dolor y lo íntimo traumático (Sofsky, [1996] 2006), la literatura también llega a figurar imágenes significativas de la emocionalidad. Tanto la imagen plástica como la imagen literaria reconstruyen, a partir de sus propios principios estéticos, un sentido profundo de quien es sometido al sufrimiento intenso. A partir de los años setenta del siglo pasado, el desafío estético del escritor colombiano ha sido el de ingeniar una poética de la violencia sin recurrir a la descripción explícita de hechos sangrientos. La escritura de Gabriel García Márquez fue pionera en la narrativa nacional en representar la violencia como algo latente. Los efectos psicosociales del terror y un discurso explícito de país y sociedad son ejes fundamentales en las novelas del Nobel. En primeros textos como El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962), la violencia es significada como elemento intrínseco a cada pensamiento y sentir de los personajes, es sugerida como algo que pasó antes de los hechos que toman forma en la trama narrativa. Los diálogos de los protagonistas insinúan un pasado atravesado por masacres y enfrentamientos asesinos a causa de intereses políticos. Lo violento tratado en sus secuelas anímicas “está presente como una ausencia, o un silencio, en el que se origina la necesidad de narrar y por tanto también el relato mismo” (Rueda, 2011: 109). Actualmente, en el campo literario latinoamericano, se continúa problematizando la escritura que sacrifica los usos estéticos del lenguaje a la simple escenificación de lo atroz, para significar la malignidad del ser humano. La narcoficción34, por ejemplo, es motivo de polémica y visiones encontradas a
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patas en mi cintura, se estira, y ahora me lame en la cara como un saludo. “Es un perro”, me digo en voz alta, “es solo un perro, gracias a Dios”, y no sé si estoy a punto de reír, o llorar: como que todavía quiero la vida (Rosero, 2006: 44)
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causa de la forma descarnada de tratar la violencia derivada del negocio de la droga. Este tema lo retomamos más adelante. Regresando a la discusión sobre la imagen visual, un aspecto llamativo de la crítica de Sofsky ([1996] 2006) es la valorización de la imagen en tanto lenguaje capaz de exponer el dolor. La composición visual de un cuerpo desfigurado por la tortura exhibe el dolor y el miedo; el espectador presiente en los gestos diseñados el gemido de la víctima. La condición “exhibicionista” de toda imagen vincula de manera inmediata al espectador con lo representado, suscitándole “un algo” que lo desestabiliza. Didi-Huberman (2007) llama “experiencia interior” (25) a este tipo de comunicación que establecemos con la imagen. La realidad pintada o fotografiada tiene la fuerza de provocar una conmoción interna, afectar nuestra psiquis y pensamiento. Mirar una imagen, según el filósofo francés, es abrirse a esa imagen y dejar que ella entre en nosotros y nos haga sentir aquello que va más allá de lo visible. El acto de la mirada supera –imaginariamente– tanto lo que vemos como lo que nos mira. En consecuencia, la imagen no se limita a ilustrar un pensamiento, una emoción o a captar una realidad, ella misma genera realidad y produce pensamiento. El espectador ante un cuadro o una fotografía imagina otros mundos, origina reflexión, ubica nuevos puntos de vista ante la historia y el contexto que le circunda. El poder político ha aprovechado la capacidad de la imagen para producir pensamiento y generar afectos. Son múltiples las Instituciones que se han acompañado de iconografías alegóricas de las virtudes o vilezas de los actos de gobierno y sus consecuencias en la vida social. El modo como la imagen es dispuesta frente a una sociedad contribuye al ethos, encausa la ley y el comportamiento de las personas. Gran parte de la pictórica religiosa, por caso, fue siempre recurso ideal –y quizás sigue siéndolo– de las políticas de la Iglesia, para producir y manipular el miedo en el seno de los feligreses. La creación pictórica, en este orden, fue y es asunto político (Boucheron, 2013: 19-38; Rancière, 2000: 31-45). Las emociones de sufrimiento y horror a causa del pecado se presentan con detalle en los cuadros de Brueghel y El Bosco, estos iban ubicados estratégicamente en lugares públicos, iglesias y salones comunales. El terror absoluto al castigo divino se materializa de forma insuperable en el sobrecogedor Triunfo de la muerte (1562) de Brueghel el Viejo, en el que decenas de esqueletos asaltan a una humanidad sin esperanza de salvación. De cuatro años antes data el encargo que la hermana de Carlos V, la reina María de Hungría, hizo a Tizanio de una serie de cuadros conocida como Las Furias o Los Condenados. El denominador común debía ser el poder del 78
A los proyectos imperiales de ilustrar las consecuencias apocalípticas cuando la Ley era desobedecida, se sumó el acto recurrente de fijar murales que ilustraran los efectos de un buen o mal gobierno. Por ejemplo, el extraordinario Mural del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti, pintado en 1338 en el Palacio Público de Siena, en Italia, explica con precisión todas las operaciones de gobierno, que siguen siendo hasta nuestros días, motivo de discusión: la injusticia, la inequidad, la tiranía, el terrorismo, etc. Las imágenes de este fresco fueron recreadas en los discursos del pastor Bernardin de Sienne para que el pueblo recordara más fácilmente sus enseñanzas (Boucheron, 2013: 25-35)35. El mural de Lorenzetti en una de sus superficies delinea un monstruo que simboliza al tirano y el poder despótico: “Él es gordo, pálido y grotesco. Apesta a cabra. Quisiera tener el aire maligno […] su cara es una máscara descolorida, redonda como la luna: su mirada es torva, sus colmillos y cuernos –todo desarmoniza y se separa” (Boucheron, 2013: 135). Esta figura inhumana motivó múltiples discursos de orden moral y político, fue utilizada como símbolo no solo del “carácter animal” al que puede descender un gobernante, cuando se deja dominar por sus propias pasiones, sino que también ilustró al pueblo la necesidad de sostener un equilibrio de poderes entre gobernantes y gobernados, para permitir el florecimiento de la ciudad. ENTRE EL TERROR Y EL HORROR O DE LA ANULACIÓN DE LO HUMANO Las coordenadas conceptuales del miedo trazan diversas disertaciones en torno al terror y el horror. Estos afectos, aunque se relacionan entre sí, guardan una serie de especificidades. El terror, desde la perspectiva de Adriana Cavarero ([2007] 2009), es un sentimiento de miedo total, repentino y de reacción de huida ante un peligro. “El terror designa lo que actúa de inmediato sobre el cuerpo, haciéndolo temblar y empujándolo a alejarse con la huida” (20). La amenaza del terror estimula la fuga inmediata para proteger la integridad propia. La investigadora italiana, apoyada en la etimología del término “terror”, deduce que el acto natural de esta emoción 35 Patrick Boucheron hace un notable estudio sobre este mural y su relación con el poder y las políticas del miedo en su libro Conjurer la Peur. Sienne, 1338. Essai sur la forcé politique des images.
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castigo divino y las imágenes tenían que ser lo suficientemente explícitas como para instalar en la mente del observador un adelanto de lo que puede sucederle al mortal que se atreva a contradecir la voluntad de los dioses y, por asociación de ideas, a enfrentar la autoridad imperial (Pérez Jiménez, 2007: 94).
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es el movimiento. La palabra “terror” deriva de los verbos latinos terreo y tremo que significan temblar y, a la postre, huir, desplazarse en busca de seguridad. El acto de escapar por terror se relaciona con el ámbito de la guerra; en una persona los signos corporales más notables en medio de un enfrentamiento armado es el desplazamiento hacia un resguardo seguro. El terror se reconoce así, como la física del miedo, esto es, el movimiento de fuga, individual o colectivo, que busca resguardar la vida de una amenaza perturbadora. Cuando el terror se apodera de una comunidad puede desembocar en actos de absoluta barbarie. El pánico colectivo es susceptible de dirigir contra sí mismo la violencia o motivar actos de ferocidad contra el otro. En la tragedia Las Bacantes de Eurípides se escenifica con viveza la situación de pérdida de control del sí mismo a causa del terror. Ágave, junto a otras mujeres de Tebas, enceguecidas por el miedo a perder sus privilegios ante la amenaza de un “rabioso espía” (Eurípedes, [409 A.C.] s/f: 29), que las vigilaba en el bosque desde lo alto de las ramas de un árbol, arrancan el árbol de raíz y se apoderan del cuerpo del hombre, al que descuartizan con impiedad y le cortan la cabeza. La mujer líder del grupo, Ágave, corre hacia la ciudad con la cabeza del desdichado entre sus manos, la exhibe ante su padre y demás ciudadanos como símbolo de independencia y poder de las mujeres. No obstante, en medio del terrible frenesí, Ágave no es consciente de que el espía a quien ha ordenado asesinar y a quien ella misma ha decapitado es su propio hijo: CADMO. – ¿Y de quién es ahora el rostro que tienes en tus manos? ÁGAVE. – De un león, según decían sus cazadoras. CADMO. – Obsérvalo bien, ¡Breve esfuerzo es mirarlo! ÁGAVE. – ¡Ah, qué veo! ¿Qué es lo que llevo en mis manos? CADMO. – Examínalo y entérate con toda claridad. ÁGAVE. – Veo un gran dolor ¡infeliz de mí! CADMO. – ¿Todavía crees que se asemeja a un león? ÁGAVE. – No; sino que, ¡desgraciada de mí, llevo la cabeza de Penteo! CADMO. – Por la que yo lloraba, antes de que tú la reconocieras. ÁGAVE. – ¿Quién le mató? ¿Cómo ha llegado a mis manos? […] CADMO. – Tú le has matado, y tus hermanas contigo (Eurípedes, [409 A.C.] s/f: 37). Este pasaje evidencia la violencia desenfrenada y la aniquilación del otro a causa del terror colectivo. Ágave y las otras tebanas responden como grupo, son una turba alucinada frente a la posibilidad de que el supuesto intruso les arrebate
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Sobre el puente del río Guamuéz, nosotros logramos recuperar siete cuerpos. Esos cuerpos estaban abiertos por el tórax. Otros estaban degollados. Lo que nos contaba un muchacho que logró salvarse porque se tiró al río antes de que lo mataran, era que los paramilitares empezaban a bajar a cada persona de las camionetas y con hachas y cuchillos abrían el estómago. Les enterraban el cuchillo en el estómago, al filo del ombligo, y recorrían con él hasta el cuello, luego los lanzaban al río. Así estaban todos los cadáveres que encontramos en el río. No sabemos cuántas personas más echaron al
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la libertad y las condene a regresar al sometimiento de la ley de Tebas. La escena también ilustra que a causa del terror la persona automáticamente se pone en movimiento, ya sea para huir del peligro o para ir directo contra él para enfrentarlo y contrarrestarlo. El terror entonces es movimiento físico, somete la psiquis a la desesperación e impulsa la huida o confrontación con la amenaza, para resguardar la integridad propia. Por otra parte, a diferencia del terror y su consecuente movimiento, el horror se manifiesta con la petrificación del cuerpo ante un peligro que parece más espantoso que la propia muerte. La huida o confrontación son efectos que no se materializan en el horror, el cuerpo tiende más bien a petrificarse, a quedarse inmóvil ante la escena que produce espanto. Para Cavarero ([2007] 2009) el horror se vincula estrechamente con la repugnancia, en esto radica la petrificación del individuo, su bloqueo psicológico responde a algo que es incapaz de asimilar en las coordenadas de lo humano. En circunstancias de masacres o muertes violentas, por ejemplo, el horror invade y agarrota al sujeto debido a la repulsión pavorosa que le produce la extrema violencia con la que se ha exterminado al otro. Hay una emoción de rechazo y espanto ante algo que se muestra más inaceptable que la muerte (23-25). La violencia contemporánea que toma el cuerpo de la víctima como artefacto de guerra para descuartizarlo, decapitarlo, torturarlo, eviscerarlo, etc. despierta no solo en las víctimas el horror, por el modo en que se muere, sino también, en aquellos que visualizan ese tipo de asesinato. La asociación de la repugnancia con el horror se debe a que quien mira, quien se horroriza, siente un profundo desgarramiento interior, que parece separarlo de sí mismo, al reconocer la desintegración de lo humano en la persona que ha sido asesinada del modo más atroz. Someter a una persona a la tortura y muerte violenta, obligar al otro a presenciar cómo se descuartiza a un ser querido, es sin duda una experiencia pavorosa que lleva al ser a un estado de oclusión psíquica, al horror total:
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río, por eso decimos los que viven en el río. Es incontable saber cuántas personas viven en este río. Eso nos da mucha tristeza. Nosotros encontramos este puente lleno de sangre, y algunas cosas de los muertos, como chanclas, o ropa, estaban tiradas a lo largo del puente (Sánchez Gómez y Grupo de Memoria Histórica, 2011: 27). La cita deja ver que el cuerpo humano eviscerado ofrece una visión abyecta. Simbólica y materialmente se distancia a la víctima de lo humano. El despojo a la que es reducida la aproxima al desecho o a la condición del animal que es destazado. Giorgi (2014) acerca de esta situación agrega que desaparecer el cadáver, borrar sus huellas, destruirlo, confundirlo con una cosa o con un animal es querer eliminarlo como evidencia jurídica e histórica, es romper los lazos de ese cuerpo con la comunidad: negar su inscripción en los lenguajes, la historia, la memoria del grupo social al que ha pertenecido, es, en fin, desintegrar todo su valor humano (197-226). El ensañamiento contra el cuerpo de quien ha sido elegido como enemigo es suceso recurrente en diversos escenarios de las violencias contemporáneas. Para Cavarero ([2007] 2009), los actos de decapitación, descuartizamiento, inmolación por fuego, entre otros, cometidos por los criminales, son modos de control social y político para implantar climas de horror en la población. En el acto que golpea al humano en cuanto humano, el horror es, por así decir, abrazado con convicción por los asesinos. Como si la repugnancia que ello suscita fuese más productiva que el uso estratégico del terror. O como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror (26). Los hechos atroces contra el cuerpo de la víctima giran en símbolo político del horror. Este fenómeno, paulatinamente, viene definiendo la cotidianidad de un sinnúmero de poblaciones a nivel internacional. Cavarero ([2007] 2009), con el propósito de dar representación a tal realidad, propone el término horrorismo. Las prácticas perversas de muerte atroz usadas por los criminales para presionar políticamente quedan nombradas bajo esta nueva palabra. El horrorismo desestabiliza también lo que se entiende por terrorismo. La verdad profunda de la violencia no reside en el hacer –el terrorista– sino en el padecer –la víctima–; por tanto, hablar de horrorismo es replantear el terrorismo como concepto paradigmático que en la contemporaneidad se muestra insuficiente para definir
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las realidades surgidas de los nuevos contextos de violencia. Los vocabularios que hablan de conflicto armado, relaciones de fuerza, guerra, entre otros, se caracterizan por escamotear la situación de los oprimidos, son figuraciones de la acción en las que la violencia política y la guerra se significan como combates, no como masacres de indefensos. El lenguaje enfocado en los agentes y el conflicto impide el acceso a la veracidad de la violencia, es sordo y ciego para el suplicio de las víctimas (Sofsky, [1996] 2006: 65-66). Esta es la razón por la cual Cavarero desestabiliza el concepto terrorismo y propone el de horrorismo. Un neologismo que centra la atención en la víctima, que significa al civil indefenso y asesinado en medio de la guerra y da visibilidad a quienes no son nombrados en el vocabulario guerrerista habitual o que aparecen bajo la etiqueta de una cifra numérica “de bajas” o calificados como “daño colateral”. Cavarero ([2007] 2009) enfatiza que su intención no es inventar una nueva lengua, sino reconocer la vulnerabilidad del inerme, en cuanto específico paradigma epocal, como figura primordial de las escenas actuales de la masacre. El análisis de Cavarero resulta oportuno para nuestros propósitos porque ayuda a iluminar el sentido político, epistémico y estético de la significación literaria de los efectos simbólicos y materiales de la violencia extrema. Las novelas de estudio centran la atención en la forma como la guerra impacta íntima y corporalmente en la persona indefensa en los territorios colombianos en conflicto. A partir de la escenificación de actos atroces, las propuestas de escritura visibilizan las realidades más crudas del país, evidencian la política del terror y el horror, la afrenta contra el ciudadano desamparado y expuesto abusivamente a la confrontación entre los diferentes grupos armados. Asimismo, la mirada compasiva del sujeto sufriente abre una vía epistémica novedosa, para revisar el enfoque que la crítica literaria ha adoptado ante el tema de la representación de la violencia en la narrativa colombiana. Como se ha señalado, gran parte de los estudios literarios centran la exégesis de las novelas en los victimarios y el contexto político, persiste un marcado interés en resignificar las causas de la guerra, sus escenarios y actores, mientras se deja al margen el análisis del efecto íntimo, individual, o la exploración simbólica del personaje que soporta en “carne propia” los exabruptos de la realidad sangrienta. El cuerpo eviscerado como símbolo de la destrucción de la condición humana, es un fenómeno ampliamente trabajado en estudios que discuten sobre las prácticas políticas del terror y el horror. Pensadores de la talla de Montesquieu, Hannah Arendt, Primo Levi, Jean Améry, dedican significativos estudios a la
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relación de las variantes del miedo con los efectos que produce en la persona y el colectivo. Montesquieu ([1748] 2013), por ejemplo, considera que el principio del terror es la base fundamental del gobierno despótico, que empuja a los sometidos a la inmovilidad y la anulación del yo (67). Las leyes son impuestas por una figura tiránica que ancla su poder en el miedo del pueblo. La constante amenaza del tirano reduce a la población al mutismo y la intranquilidad, hace de los ciudadanos sujetos escindidos de su deseo propio, que reaccionan “irreflexivamente” a normatividades violentas, modales y costumbres establecidas. La amenaza tiránica “elimina toda forma de concierto humano, político o de otro tipo, pues el concierto, de por sí, amenaza el poder” (Robin, [2004] 2009: 131). El pueblo para el tirano, desde la mirada de Montesquieu ([1748] 2013), es una especie de hueste animal que debe dominarse. Por esta razón, las leyes son pensadas para someter al sujeto. “Todo gira en torno de dos o tres ideas: ni hace falta más. No hay para qué dar leyes nuevas. Cuando se quiere domesticar a un animal, se evita el hacerle cambiar de amo, de lecciones, y de actitud” (67). La imagen de lo humano equiparable con lo animal autoriza al déspota a servirse de su súbdito, robar sus tierras, masacrar a su familia y someterlo hasta la muerte a unos fines que solo sirven para acrecentar el poder tiránico y generar un clima de terror entre quienes siguen gobernados (65-67). Desde la perspectiva de Montesquieu, el terror político es sinónimo de desaparición, quebranto y muerte atroz. Un poder que aplasta al otro en su particularidad y lo somete al dominio absoluto, está orientado a la destrucción y negación de la persona como ser humano espontáneo, con derechos y libertades. El éxito de la fuerza tiránica está precisamente en dar forma a una realidad de tales condiciones. Sin duda, una sociedad privada del yo deseoso, reprimida en todo intento de voz propia, se convierte en terreno fértil del terror absoluto, en entidad vacía, donde el sometido se ve empujado a sostenerse solo o a desaparecer. La lógica de este poder se apoya siempre sobre la amenaza a la vida y en la ejecución y exhibición de actos criminales atroces. El gobierno terrorista implementa como bandera de gobierno una física del poder: el golpe, la tortura, el sufrimiento, para quitarle a la víctima su voluntad, razón, individualidad, la calidad misma de humana. Ahora bien, no hay que desconocer que ante la opresión criminal del poder, la víctima actúa, busca cómo defenderse, pues no es un simple autómata sin ideas: por lo menos no al inicio de las afrentas; el sometido hace cálculos y pondera el modo de sublevarse, sigue siendo un sujeto social y activo. Sin embargo, la dominación del terror es siempre de tal magnitud que termina por reducir a la víctima a la
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36 Sobre la posición filosófica de Hannah Arendt acerca de los fines y objetivos del terror operado por los nazis frente al pueblo judío, hay un sinnúmero de discusiones que confrontan su postura porque esta supone que la instrumentalización del terror total era un fin en sí mismo, es decir, despolitizado. La pensadora en Los orígenes del totalitarismo ancló la razón del terror total en la calidad intrascendente del hombre masa del capitalismo, en lo superfluo de este individuo, centrando así la empresa del terror total no tanto en el plano político como en la relación entre el mal radical y el mundo íntimo del individuo moderno. Empero, en Eichman en Jerusalén, Arendt es muy clara sobre los objetivos genocidas nazis, explica con precisión las cualidades instrumentales del terror total como un medio racional y netamente político que los nazis llevaron a cabo para “eliminar para siempre a ciertas razas de la faz de la tierra” (Arendt [1963] 2003: 172). Asimismo, en este libro expone las tácticas precisas que los nazis emplearon para poner en marcha su proyecto genocida, una de ellas fue el “eufemismo lingüístico” que buscaba ocultar el verdadero impacto de ciertos vocablos que nombraban el horror de los campos, un lenguaje cifrado que buscaba enmascarar los crímenes de los nazis.
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obediencia absoluta y le elimina la esperanza de sobrevivir. La opresión criminal tiene como objetivo subyugar al ciudadano a su voluntad tiránica, volverlo incapaz de tomar decisiones o de actuar en función de preferencias propias, anularlo como sujeto, y muchas veces esto se logra a tal punto, que la persona es convertida en “cosa”, es decir, en “algo” que solo reacciona a la violencia instintivamente: respuesta equiparable a la del animal ante el peligro. Hannah Arendt en la crítica que realiza al nazismo como uno de los movimientos ideológicos más destructivos del otro como ser humano, considera que el terror político superó su propio límite de horror en los modos como se desplegó en los campos de exterminio durante la segunda guerra mundial. La filósofa propone el concepto de terror total para nombrar tal realidad. El terror total enfatiza en el ejercicio de la violencia hasta hacer de la víctima un hombre inanimado, deshumanizado, una marioneta fantasmal que reacciona “con perfecta seguridad incluso cuando se dirige hacia su propia muerte” (Arendt, [1956] 1998: 365). Para llegar a convertir a una persona en este tipo de ente, la política del terror imagina y aplica de manera sistemática la violencia física y psicológica sobre la población, grupo o persona que desea destrozar. Esta manera de anular al otro exhibe un móvil político, que en el nazismo, como explica Arendt ([1963] 2003), fue el genocidio, el proyecto de aniquilar a una comunidad entera por razones ideológicas. La autora, inclusive, frente al término genocidio considera más justa la expresión “matanzas administrativas” (Arendt [1963] 2003: 172), para definir la aniquilación de los judíos como herramienta política que los nazis utilizaron para mantener su poderío, y por ser los campos de exterminio el arma más letal. Los campos de exterminio fueron zonas de despliegue del terror absoluto, “esenciales para la preservación del poder del régimen [más] que cualquiera de sus otras instituciones” (Arendt, [1951] 1998: 365)36. Lugares ominosos donde se llevaba a cabo la abolición del prisionero en cuanto ser humano, esto es praxis y símbolo indiscutible del horror.
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Cavarero relaciona la tesis central de la definición de horrorismo con la idea de terror total que Arendt propone: “el horrorismo extremo, para Arendt, tiene que ver con la condición humana en cuanto tal” (Cavarero, [2007] 2009: 79), pues siendo el terror totalitario una manifestación de la aniquilación de lo humano en la persona que es sometida a los vejámenes de una violencia atroz y sistemática, se corresponde con la esfera del horror en la que el sujeto pierde total identificación de sí mismo cuando es destruido en su corporalidad. La manifestación del horror, a causa de la muerte brutal, propuesta por Cavarero, concuerda con el efecto anímico derivado de la manipulación del prisionero en los campos de exterminio nazi. El horror es el principio activo de toda práctica macabra que busca aniquilar a la persona en cuanto persona; en sus diversas expresiones es un inaudito ataque a la dignidad ontológica del individuo. Por su parte, Pilar Calveiro (2012) propone una definición del terror para indagar las constantes del terrorismo en el mundo actual. Lo primero que hace la especialista es diferenciar entre miedo y terror, reconoce que el miedo hace parte de la experiencia humana y social, y que puede ser manipulado para fines gubernativos, mientras que el terror, aunque derivado del miedo, constituye una experiencia de otro orden: El terror es un miedo que inmoviliza y se conecta con lo ominoso –variedad de lo terrorífico– que se presenta cuando un horror nuevo se instala en medio de lo familiar, creando algo por completo desconcertante dentro de lo ya conocido, que impide orientarse. Ciertamente, el terror no es solo miedo, sino un miedo que bloquea la acción, la razón e incluso el sentimiento, convirtiendo temporalmente a la persona en una especie de animal asustado, incapaz de toda reacción. Y, aunque se trata de una experiencia humana posible, el terror no solo es prescindible sino que es fundamentalmente inhumano y deshumanizante (75-76). En la definición de terror que Calveiro formula confluyen algunas de las características del horror que Cavarero y Arendt sustentan. Se plantea de nuevo la idea de que el miedo extremo, definido en este caso como terror, despersonaliza al sujeto, impide la acción y es fenómeno que nos escinde de lo humano. El concepto terrorismo como categoría jurídica y política se apoya justamente en los efectos del terror. Calveiro (2012), no sobra decir, realiza una interesante disertación sobre la inconveniencia de la definición de terrorismo que adoptan las leyes internacionales para señalar las prácticas de oposición al sistema social, económico y político (75-
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37 Soyinka ([2004] 2007) propone la categoría de cuasi-estado para designar una especie de híbrido surgido del poder político: la unión estratégica y macabra entre entes criminales y el Estado. El cuasi-estado se refiere a corporaciones de poder meticulosamente estructuradas pero imprecisas, que imitan el Estado formal en todos los aspectos excepto en tres: la inexistencia de fronteras, la inexistencia de secretariados o de figuras gubernamentales con ministerios identificables y la responsabilidad de gobernar. Este ente puede abarcar un gran espectro de ideologías y religiones, que lucha por el poder, que, a veces, paradójicamente, suele comenzar, como una oposición al poder injusto, sin embargo, casi siempre, desemboca en una fuerza igualmente despreciativa de la libertad e integridad humana, que se impone con violencia indiscriminada y asesina ante la sociedad (41-60).
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91). Nosotros, por los fines de esta investigación, no entramos en detalle sobre ese campo, no obstante, retomamos la propuesta teórica de la académica acerca del contenido puntual que debería darse al término terrorismo: asociado directamente con los efectos del miedo político y sus consecuentes expresiones de terror y horror. Las emociones de terror y horror como mecanismo de control e inmovilización social son la base del terrorismo, esto implica el uso de la violencia extrema e indiscriminada contra la sociedad o una comunidad específica; el objetivo de una afrenta terrorista es asesinar al otro o someterlo hasta degradarlo como persona. Calveiro (2012) enfatiza en que una de las características principales del terrorismo es la amenaza difusa y generalizada, que hace que todos se sientan aterrados y víctimas, desencadenando la inacción colectiva, la inmovilidad de la razón y de la respuesta política. El objetivo del terrorismo, justamente, es causar un shock paralizante para confundir y desorientar, y una vez logrado este estado “opera con velocidad para arrasar, arrebatar, exterminar, mientras su víctima está privada de respuesta” (Calveiro, 2012: 83). Esta manera de entender el terrorismo enfatiza en actos concretos en los que la violencia es sistemática y objetiva, además subraya sobre la manera indiscriminada como se ataca a la sociedad en general, es decir, que el blanco de los ataques somos todos, no se dirige exclusivamente hacia aquellos contra quienes se rebela el terrorista o hacia lo que el Estado combate. Los gobiernos totalitarios y autoritarios, el “cuasi-estado” (Soyinka, [2004] 2007: 41) y agrupaciones criminales en general, han hecho del terrorismo el medio definitivo para adueñarse del poder y someter a la población. El pánico absoluto garantiza la gobernabilidad terrorista. A lo largo del siglo XX el uso del terror y el horror fue acción privilegiada del terrorismo de Estado. Calveiro (2012) afirma que, un alto porcentaje de víctimas del terrorismo proviene de esta modalidad de gobierno, los privilegios políticos y los recursos represivos con los que cuenta el aparato estatal son decisivos en tal situación (83). En relación con esta condición privilegiada para destruir al ciudadano, Soyinka ([2004] 2007) propone la idea de cuasi-estado37 para referirse a un tipo de dominación política que, en su ubicuidad
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misma, se apoya en el uso estratégico del terror y el horror. El escritor nigeriano advierte que los organismos que conforman el cuasi-estado –escuadrones de la muerte, disidentes aliados a gobiernos, paramilitares, terroristas al servicio del Estado, etc.– permean las fronteras nacionales y acechan en todo momento a aquellos que se oponen a sus intereses políticos. En décadas anteriores […] los escuadrones de la muerte de las dictaduras derechistas de América Latina alarga[ban] la mano y [volaban] las oficinas o un lugar que frecuenta[ban] intelectuales disidentes en España o Lisboa […] o un avión lleno de inocentes [era] derribado en pleno vuelo con la connivencia del Estado (Soyinka, [2004] 2007: 44). De estas prácticas del terror absoluto, o bien del horror, el principio activo es la eliminación de la persona indefensa, del ciudadano desarmado. En la acción militar entre la armada regular de una nación y los terroristas, se ejerce siempre una violencia unilateral cuando involucra al ciudadano común. No parece haber diferencia entonces, en las consecuencias humanas de la ofensiva regular que dirige sus armas contra otros combatientes estratégicos y las de los asaltos terroristas, pues se apunta de forma estratégica a matar a los civiles. En definitiva, en estas arremetidas hay un ejercicio del terror y el horror en la manera despiadada como se destruye a quien está vulnerable e indefenso en medio de una guerra, que le apunta como blanco. MEDUSA Y LA ESTÉTICA DE LA DECAPITACIÓN La cabeza de Medusa es una de las imágenes que con mayor fuerza alegoriza el horror a causa del poder abusivo y los estragos de la guerra. Este monstruo de la mitología griega tiene la capacidad de paralizar al otro con su mirada mortífera. En ella el poder mórbido se concentra en la frontalidad y monstruosidad de una cabeza cercenada que hunde a quien la enfrenta en el vacío de la muerte. Desde la perspectiva de Vernant ([1985] 2001), mirar a la Medusa es “dejar de ser uno mismo, un ser vivo, para volverse, como ella, Potencia de muerte […] transformarse en piedra ciega y opaca” (104). Cavarero ([2007] 2009), retoma precisamente tal simbolismo de la Gorgona para ubicarlo como piedra angular de las ideas que defiende en su propuesta teórica sobre el horrorismo. El horror absoluto debido a la violencia atroz: aquella que arremete contra la integridad ontológica y corporal 88
encarna un horror mostrado en sus efectos. La cabeza cortada concentra la atención y condensa los significados del símbolo. Por un lado alude a una violencia que, volcándose sobre el cuerpo, más que para cortarle la vida, trabaja para deshacer la unidad simbólica, hiriéndolo y desmembrándolo, desprendiéndole la cabeza. Por otro lado, dado que se trata de la cabeza, 38 En Las metamorfosis (S. VIII D.C.), del poeta Ovidio, se presenta a Medusa como una bella doncella a la que muchos pretendientes aspiraban. Sacerdotisa del Templo de Atenea; mas cuando es violada por Poseidón, la diosa de la sabiduría se enfurece por la profanación de su templo y la convierte en un monstruo horrendo, le transforma el cabello en serpientes y le da el poder de petrificar con la mirada.
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de la víctima cuando es mutilada y/o decapitada, es el eje semiótico primario de Medusa. Esta figura es “estratégicamente desplazada por el mito […] al espacio de lo extraño […] mucho más repugnante que cualquier otro monstruo, con sus cabellos erizados y serpentinos, ella congela y paraliza” (Cavarero, [2007] 2009: 23-24). Las características de Medusa y su poder aniquilador recogen el sentido de lo “inmirable” de la escena de horror, de aquello que por la repugnancia y el pavor que produce rechaza la mirada, mas, a su vez, suscita en el espectador el deseo de mirar. El espectador repele la cabeza de Medusa porque rechaza en ella la anulación de lo humano; del mismo modo, podemos decir, se retrocede ante la imagen monstruosa del decapitado. El decapitado, figuradamente, nos abre hacia el vacío de nuestra propia destrucción como ser humano. Medusa es una cabeza cercenada, representación de lo monstruoso de un rostro que es deformado por el horror y, que a su vez, deforma al otro a causa del horror que su gesto produce. Este personaje, ambiguamente, reconcentra la totalidad atroz del poder criminal, ella es victimaria pero también víctima38. La Gorgona, según el mito, fue decapitada, es decir, es víctima reducida a una cabeza por un poder político superior: recuérdese que Perseo es obligado por el Rey Polidectes a aniquilar a este monstruo, a cambio de proteger la vida de la madre del héroe; en el reto, Perseo es ayudado por varios dioses del Olimpo, entre ellos Atenea y Hades, figuras políticas asociadas con la guerra y la muerte violenta. Medusa oscila así entre víctima y victimaria. Aunque reducida a una cabeza sigue conservando el poder de petrificar hasta la aniquilación a quien la mira de frente. Por tal razón, Atenea la estampa sobre su égida y la exhibe en el campo de batalla cuando arremete contra los enemigos. Medusa es símbolo del horror puro, está asociada con las fuerzas más potentes de exterminio humano. Su capacidad de someter al otro con el horror, confirma que la decapitación disminuye al sometido a “una cosa” que está fuera del linde de lo humano. La Gorgona
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destaca que lo que se golpea es aquella unidad de la persona que ya los griegos situaban en esta parte del cuerpo (Cavarero, [2007] 2009: 34). La cabeza cortada, el cuerpo decapitado, es hoy, la práctica atroz y sistemática para deshumanizar a la persona. Este acto es recurrente en los escenarios de guerra, delincuencia y terrorismo contemporáneos; el criminal sabe que la exhibición de una cabeza humana provoca horror, pánico en la sociedad, a la vez que desestabiliza el orden normativo y la ley oficial. A propósito del simbolismo consagrado a la cabeza, Vernant (2001) agrega que el rostro del vivo, con la singularidad de sus rasgos, “es uno de los elementos de la personalidad. Pero en la muerte, la cabeza a la que ha sido reducido, cabeza intangible y despojada de fuerza […] está rodeada de oscuridad, hundida en las tinieblas” (64). Desde las guerras de independencia en el siglo XIX, la violencia sociopolítica en Colombia ha colmado el territorio nacional de víctimas sometidas a todo tipo de barbarie, especialmente a la decapitación. La antropóloga colombiana María Victoria Uribe (2004), afirma que las vejaciones al cuerpo del enemigo, han sido un procedimiento cotidiano en los conflictos armados del país. A partir del análisis de documentos, que hacen referencia a las guerras civiles del siglo XIX, la investigadora constata la práctica sistemática de matar al otro apuntándole por la espalda, para proceder después a decapitar y desmembrar el cuerpo con una serie de cortes específicos. Esta praxis de guerra Uribe (2004) la asocia con lo ritual: Las mismas armas usadas por los campesinos y carniceros rurales para despresar a los animales que se comían, fueron reutilizadas por los bandoleros para desmembrar los cuerpos en el proceso de las masacres. Se trata del machete, ocasionalmente el cuchillo, y en algunas ocasiones el hacha. Al igual que en el sacrificio animal, el cuello humano fue la parte más afectada por los diferentes cortes. Las masacres de La Violencia fueron eventos rituales durante los cuales los cuerpos de los enemigos fueron transformados en textos terroríficos. La impronta ritual se percibe en la forma como aparecían los bandoleros al amparo de la oscuridad, en el carácter sacrificial de los asesinatos y las mutilaciones y en la manera como eran concebidas cognitivamente las posibles víctimas (78). El tratamiento del cuerpo del enemigo como presa de matadero se dio de manera metódica en Colombia durante la Violencia, década de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado; y en el contexto contemporáneo sigue ejecutándose
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Me acerqué y lo examiné cuidadosamente: las órbitas, de las cuales habían desaparecido los ojos, solo contenían tierra y nada más. Un machetazo formidable, en la parte posterior del cuello, había separado casi la cabeza del tronco; al lado izquierdo de la cara, tenía otro machetazo que le desbarató la mandíbula desde la oreja hasta la extremidad de la barba. Un tercer machetazo en la espalda, lo cruzó de uno a otro lado, partiéndole la columna vertebral; otro más en los dos antebrazos que, a juzgar por la señal de las ligaduras que se marcaban en la piel, supongo que para no tomarse el trabajo de desatar un nudo, resolvieron abreviar la operación con el filo de un machete. Por último un balazo, recibido por la espalda, presentaba en el pecho una herida con la cual, a mi juicio, habría bastado para quitarle la vida. Digo que el balazo fue recibido por la espalda porque la herida de esta parte del cuerpo era doblemente pequeña con relación a la del pecho, y sabido es que la bala del Remington produce ese efecto. Y que si esa herida fue la primera que recibió la víctima, lo demás que se hizo, solo ha servido para hacer odiosos a los victimarios, cuyos instintos feroces sobrepujan a los de la hiena (Uribe, 2004: 61)39. La descripción del asesinato en este pasaje refleja la sevicia con que se terminó la vida de un hombre. Este acto atroz podría ser de alguno de los expedientes judiciales de la Violencia –en la que Uribe justifica el sentido sacro de 39 Declaración de Epifanio Morales en el Proceso seguido por el Consejo verbal de Guerra contra Gaitán Obeso y Acevedo, cabecillas de la rebelión de 1885. Citado por María Victoria Uribe (2004: 60-61).
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en las masacres y asesinatos provocados por narcotraficantes, paramilitares y demás actores criminales. Sobre estas praxis horrorosas habría que preguntarse qué tan válido es seguir mirándolas bajo el ángulo de lo ritual. ¿Acaso estos actos conservan el matiz místico cuando es cometido por terroristas y criminales comunes y en un contexto desacralizado como el que los enmarca? Cuestionamos la idea de la naturaleza ritual de la evisceración en los escenarios bélicos actuales. Consideramos que ver esta praxis como algo asociado con lo metafísico atenúa o “excusa” su objetivo bárbaro y criminal. La decapitación en el contexto contemporáneo es un acto de terrorismo puro, en el que aniquilar a la persona en cuanto tal, solo busca generar ambientes de miedo y horror. En este acto no hay propósito de trascendencia espiritual, ni de parte del victimario ni mucho menos de la víctima, condición determinante del sacrificio humano como gesto litúrgico. Los actos bárbaros de los criminales de hoy son del más despreciable proceder asesino, veamos:
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las matanzas–, o relacionarse con el tipo de matanza que cometen actualmente los narcotraficantes o paramilitares. El hecho fue cometido durante las guerras civiles colombianas de mediados del siglo XIX. Pensamos que tal forma de matar al otro difiere totalmente de lo que significó el sacrificio ritual para los antepasados indígenas, no es posible dimensionar lo que la cita anterior describe como acto sacro cuando dista de tener una intención trascendental o mística. Los diferentes estudios sobre el desmembramiento y la decapitación ritual que practicaron los antepasados, demuestran que estas prácticas estuvieron siempre unidas a un imaginario sagrado, a la dinámica religiosa que ordenaba el universo y restablecía la relación con los dioses. La mitología mexicana es rica en la descripción de la decapitación como rito hierático. El sacrificio humano se consideraba necesario para mantener el equilibrio dinámico entre naturaleza y existencia. De esa manera se cumplía el contrato cósmico entre hombres, dioses y universo (Knauth, 1961: 197). Ilustración de ello es El juego de la pelota, un acto de culto cardinal que iba conectado a varios cuadros de sacrificio: en los días próximos al juego estacaban las cabezas de los muertos, que sacrificaban en honra de los dioses, en los tzompantlis del Templo Mayor de Tenochtitlan. También hay exégesis que afirman que los jugadores del equipo ganador eran inmolados: “el sacrificio era el premio de la victoria” (Westheim, 1957: 191). Incluso, interpretaciones de diversos códices, indican que El juego de la pelota parece haber formado parte del concepto mesoamericano de Tlatlatlaqualiztli: “ofrendar alimento a los dioses” (Knauth, 1961: 192). Coatlicue es también otra de las efigies representativas de la decapitación. Diosa suprema de la vida, la muerte y la fertilidad. Símbolo absoluto del ritual de la decapitación, ella es personificada sin cabeza, en su lugar brotan dos grandes serpientes que se miran de frente, con colmillos y lengua bífida, que connotan la relación dual entre vida y muerte. Una divinidad a la que en época prehispánica se le rindió culto y ofrenda sacrificial (Matos Moctezuma, 1998: 76). Cada figuración de la decapitación como creencia sacra afirma que para los antepasados el acto de dar muerte atroz al otro no solo contenía un movimiento universal de vivificación sino que, a su vez, abrigaba la posibilidad humana de “intervenir mágicamente” en el proceso cósmico (Knauth, 1961: 192). Frente al marco histórico y religioso del acto de decapitación es fácil deducir que hoy por hoy arrancar la cabeza o eviscerar un cuerpo, ha perdido todo su valor trascendental en los escenarios de la violencia contemporánea. Reducida a práctica de terror, el cercenamiento de la cabeza se emparenta más bien con el asesinato delincuencial y abyecto que corresponde a la negligencia de la ley sagrada o divina. Quien corta la cabeza a una persona, incluso, si no es totalmente 92
40 La pintura se llama David con la cabeza de Goliat, terminada hacia el año 1609-1610, está exhibida en la Galería Borghese en Roma. Hay otro cuadro con el mismo tema, pintado también por Caravaggio: David vencedor de Goliat (1600), esta obra se encuentra exhibida en el Museo del Prado, en Madrid.
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consciente del simbolismo del acto que ejecuta, reconoce, por supuesto, que la violencia ejercida contra su semejante causa horror porque excede el límite de lo abyecto, esta intención riñe con lo sagrado (Bataille, [1957] 1997: 86-93). El desgarramiento del cadáver fuera de un escenario ritual o científico es un acto de suma malignidad y símbolo absoluto de la abyección. El criminal que decapita, si bien desestabiliza un sistema y perturba la ley como posible giro trasformador, nunca actúa en nombre de una rebelión ética. No hay, bajo ninguna circunstancia, un gesto moral o ético en alguien que animaliza al otro y lo exhibe como “cosa horripilante”, para generar horror. Es un acto abyecto, y por tanto inmoral, tenebroso, de intenciones turbias (Julia Kristeva, [1980] 2004). En otras palabras, el ensañamiento contra el cuerpo del otro es manifestación de una voluntad que manipula el miedo y quiere el mal, un querer que es perversión y degeneración de la ley moral, gracias a hechos que se presentan como depravados. No hay en el perpetrador que tortura y asesina un desconocimiento o ininteligibilidad de la dimensión inmoral de su ejercicio criminal. El que decapita reconoce como verdaderos los principios morales y sociales que son así atacados, de hecho, ese reconocimiento lo incita a regodearse en su acto criminal. El asesino tiene como propósito la violación del propio principio de humanidad, al someter a su víctima a vejámenes que buscan emparentarlo con lo animal o aniquilarlo hasta borrarle todo vestigio humano. De otro lado, la decapitación ha sido siempre una práctica inherente a los contextos de guerra, en la mitología griega, como explicamos líneas arriba, Medusa es una de las figuras más poderosas que concentra el simbolismo relacional entre poder, guerra y horror. En etapas del paleolítico prehistórico, en algunos pueblos indoeuropeos, era práctica recurrente cortar la cabeza al enemigo como parte del pasaje iniciático a la edad adulta. La cabeza cercenada en el campo de batalla era exhibida como trofeo, además, el iniciado comía el cerebro como forma de poseer los poderes del vencido, pues se creía que lo esencial humano habitaba en la cabeza. En los mitos bíblicos también pueden rastrearse las relaciones entre política y terror aludidas en la decapitación, por ejemplo, en el relato de David y Goliat, el pueblo de Israel es liberado del poder de los filisteos cuando David derrumba al gigante Goliat con una honda y luego le corta la cabeza. Este instante, en que el cuerpo de Goliat es decapitado, ha sido recreado en diversos lienzos de diferentes épocas, uno de los más conocidos es quizás el de Caravaggio, donde se ve a un circunspecto David sosteniendo por el pelo la cabeza de Goliat40.
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Son numerosos los textos sagrados que representan la decapitación como derrocamiento del poder: la historia de Judith y Holofernes, habla de una heroína judía que aprovecha la borrachera del militar asirio –quien está a punto de destruir la ciudad de la heroína– para decapitarlo con su propia espada; luego, la mujer huye hacia su villa con la cabeza metida en una alforja y la exhibe ante sus conciudadanos como prueba de libertad del pueblo judío. Se conoce, igualmente, la historia de Salomé y la decapitación de Juan el bautista. Aquí, una reina mentirosa provoca el asesinato de un hombre al señalarlo de traidor del Rey. Estas historias son alegoría política, de confrontación de poderes entre potencias religiosas: judíos y cristianos. Son relatos que han sido recreados sinnúmero de veces por Artemisia Gentileschi el arte religioso; pintores de la talla de Andrea Boticelli (1445-1510), Michelangelo Caravaggio (1571-1610), Carlo Saraceni (1579-1620), Valentin de Boulogne (15911632), Enrique Simonet (1866-1927), entre otros, centraron su atención en el tema de la decapitación como uno de los referentes icónicos más representativos de la tensión política entre vencedores y vencidos. El arte, en este orden, devela que desde tiempos primitivos la decapitación adquiere un valor simbólico del triunfo sobre el enemigo, la desposesión total del otro se dimensiona en arrebatar violentamente su cabeza. Sobre estos procesos de “estetización” del horror, Delumeau ([1978] 2002), en su valioso estudio sobre el miedo, considera que hubo un momento en la historia del ser humano en que el clima se deterioró y, el hombre de Occidente, el artista en particular, disfrutó de una extraña delectación en pintar la agonía victoriosa de los torturados: La Leyenda áurea, los misterios representados ante las multitudes y el arte religioso bajo todas sus formas popularizan con mil refinamientos la flagelación y la agonía de Jesús –pensemos en el Cristo verdoso y acribillado a heridas de Issenheim, la degollación de san Juan Bautista, la lapidación de san Esteban, la muerte de san Sebastián atravesado a flechazos y de san Lorenzo asado en una parrilla–. La pintura manierista, al acecho de espectáculos malsanos, transmite a los artistas contemporáneos de la Reforma católica ese gusto por la sangre y por las imágenes violentas heredado de la edad gótica que concluía […] de todas las formas –mediante la predicación, el teatro religioso, como asimismo los cantos de Iglesia, la imprenta, el grabado, y toda clase de imágenes– los occidentales de los inicios de la edad moderna se encontraron cercados por las amenazas apocalípticas (25, 215).
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En un contexto donde la decapitación se percibe como técnica menos degradante que la horca, las innovaciones en tecnologías del asesinato no solo aspiran a “civilizar” las formas de matar; también tienen como objetivo identificar a un gran número de víctimas en un periodo de tiempo relativamente breve. Además, surge una nueva sensibilidad cultural en la que matar al enemigo del Estado se convierte en la prolongación de un juego. Aparecen formas de crueldad más íntimas, horribles y lentas (27). El uso de la guillotina a partir de la Revolución francesa revela nuevos modos de percepción del hombre y las culturas occidentales. Incluso, este artefacto de muerte se alza como uno de los íconos más representativos del pensamiento moderno, indicador de una nueva sensibilidad. Si la visión moderna del ser humano habla de una trama social en la que la persona está separada del cosmos, de los otros y de sí mismo, se trata entonces de una dimensión analítica de lo humano que amputa al hombre para dar lugar al argumento de progreso. La separación
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Tal tendencia a la contemplación del dolor y la tortura en las artes acaso haya definido una nueva sensibilidad del hombre occidental, en la que la apreciación de la muerte violenta toma cierto sentido heroico y, a su vez, acostumbra la mirada a reparar en escenas siniestras, sin consternarse por aquel que está siendo aniquilado. Desde un viso psicológico, Delumeau plantea el concepto de objetivación como un efecto del miedo cuando este produce placer (85). Muchas veces, la sensibilidad humana responde placenteramente a la violencia mirada desde fuera; causa repulsión pero a la vez atrae. La persona escribe, lee, escucha o cuenta historias aterradoras de batallas o crímenes con cierta sensación de deleite por la atrocidad. Se “asiste con pasión a las carreras peligrosas, a los combates de boxeo, a las corridas de toros” (85) y, también, al espectáculo macabro de muertes violentas que se trasmiten por diversos medios de comunicación. En Francia, la decapitación pasó de ser la “muerte noble” a una práctica indiscriminada. Ser decapitado por la guillotina, que antaño fue prerrogativa de la aristocracia para evitar la agonía, se extendió rápidamente durante la Revolución francesa a todos los ciudadanos. En 1789 la Asamblea Nacional del gobierno francés adoptó el uso de tal máquina con el fin de dar una muerte “igualitaria” a todos, sin distinción de clase social ni de títulos nobiliarios. Achille Mbembe ([1999] [2006] 2011) considera que esta renovada forma de utilización de la guillotina, marcó una nueva etapa en la democratización de los medios de disponer de la vida de los enemigos del Estado:
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de la cabeza del resto del cuerpo, gira entonces en alegoría justa de las teorías modernas sobre el hombre seccionado del tejido social, de las grandes verdades y de su propio yo. En este sentido, en analogía simbólica, “el pensamiento moderno abre los ojos desde una herida, desde una herida se pone en pie, es decir, crece en el espacio vacío que se ha abierto entre la cabeza y el cuerpo” (Sustaita, 2014: 59). Las constantes simbólicas del uso indiscriminado de la guillotina durante la Revolución francesa se relacionan con los modos como se pensó la política a partir de la modernidad. Decapitar al otro por considerarse enemigo del Estado, no era solo aniquilar el elemento peligroso para los fines gubernativos, sino también, una forma de intimidar al pueblo; tal situación generó abiertamente en los gobernados sentimientos de terror y prevención contra el otro. El poder político poseía la vida de los ciudadanos, el acto de gobernar se fusionó con el terror. El miedo simbolizado en la decapitación pasaba a ser elemento primordial del hecho político y emblema significativo del pensamiento moderno. Publicitar el terror con imágenes de cabezas decapitadas se convirtió en medio usual de poder y avasallamiento. Son numerosos los casos de tal práctica en las guerras de inicios de siglo XX. Las terribles fotografías de los oficiales Toshiaki Mukai y Tsuyoshi Noda, durante la invasión de Japón a China, en las que aparecen cientos de decapitaciones de civiles chinos, es un caso perturbador del uso de la imagen atroz como dispositivo bélico. Ahora bien, aunque en el contexto contemporáneo la foto del decapitado sigue causando impacto, seguramente, la persona también se acostumbra a verla y en algún momento llega a mostrarse impertérrita, después de unas cuantas reproducciones. Esta situación, quizás, motiva formas más crudas de violencia; lo abyecto tiende siempre a romper sus propios límites y a desafiar su propia capacidad de horrorizar. El énfasis de Mbembe en el recrudecimiento de lo atroz como práctica que origina una nueva sensibilidad cultural, se evidencia no solo en las expresiones cada vez más infames de aniquilación del otro, sino también en la incapacidad de contestación ética. La costumbre a la imagen temible anestesia la capacidad de respuesta empática. La transmisión en directo por las redes sociales o YouTube del momento preciso en que el homicida desprende la cabeza de la víctima, es en los últimos años una manifestación impactante de lo horroroso. Son numerosos los casos emitidos por grupos terroristas como el autodenominado “Estado Islámico” (DAESH) o los narcotraficantes de México y Colombia. Esta escenificación visual del horror, paradójicamente, no solo horroriza, también busca recrear al espectador. Para Sergio Gonzáles Rodríguez (2009), las escenas macabras son concebidas como se construye un programa de la pantalla chica con el fin de divertir al público, excepto
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EL DILEMA LITERARIO ANTE EL CUERPO DECAPITADO La mutilación como alegoría que define lo moderno (Sustaita, 2014: 59), se recrea ampliamente en el plano literario. Son múltiples y novedosas las maneras como la narrativa de hoy significa las prácticas actuales del horror asociado con el poder; la novela que referencia el narcotráfico, por caso, es una de las tendencias escriturales más prolíficas en la escenificación de cuerpos sometidos a la tortura, el desmembramiento y la decapitación. En los relatos, la cabeza desmembrada aparece como foco de entretenimiento mórbido o de reflexión acerca de la desintegración del sistema y el cuerpo social. El cuerpo deshecho es símbolo de la realidad que surge a raíz del posicionamiento del narcotráfico en la sociedad. El decapitado figura el sentido profundo de los modos como la economía de la droga ha reconfigurado la sensibilidad del sujeto contemporáneo, las relaciones sociopolíticas y el ordenamiento de los diferentes frentes de poder, que marcan la cotidianidad de las comunidades. A propósito del tema eje de este apartado, es necesario precisar que nuestro objetivo está lejos de presentar un recorrido exhaustivo por las narraciones que tratan el narcotráfico –existen ya numerosos y valiosos trabajos sobre ello41–. Pretendemos, más bien, diseñar un panorama general que permita constatar los intereses de la literatura por las dinámicas del comercio de la coca y la violencia atroz que se desprende de ello; definir lo que se entiende por novela del narcotráfico, y, desde tales precisiones, enfocar el carácter estético del corpus de novelas que en los capítulos siguientes se abordan. Es importante recordar que aunque nuestro estudio no indaga propiamente la estética del narcotráfico, sí relaciona los modos como el miedo, a causa de la 41 Oscar Osorio es uno de los investigadores más reconocidos en Colombia, que ha trabajado a profundidad las ficciones que tienen por tema central el narcotráfico y sus efectos. Entre sus publicaciones se encuentran: El narcotráfico en la novela colombiana (2014); La virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia (2014)
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que, al tratarse de imágenes de tortura y humillación, se busca atraer la simpatía de alguien distinto de quien las realiza y lo que este espectador virtual puede proveer a cambio: un juego complaciente de espejos (42). En síntesis, la atrocidad contra la integridad del otro se publica con la intención de aterrorizar, pero también puede derivar en materia de entretenimiento y consumo. El tratamiento mediático de la decapitación expresa “el énfasis coactivo de la estupidez” (Gonzáles Rodríguez, 2009: 42), en la que lo macabro busca validarse en la mirada excitada, aunque pavorosa, del espectador.
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violencia que ese fenómeno produce, es configurado en la narrativa elegida para esta investigación. La caótica realidad surgida en torno al negocio de la droga aparece de manera sesgada o marginal en nuestro corpus, es decir, que se percibe indirectamente en la trama principal, ya sea porque los personajes protagonistas tienen algún contacto con figuras circunscritas al negocio de las drogas (Delirio, El ruido de las cosas al caer); porque los acontecimientos históricos, que envuelven a los héroes, están condicionados por la repercusión del narcotráfico en la estructura social (Plegarias nocturnas, Los derrotados, El olvido que seremos, El ruido de las cosas al caer, Delirio, Los ejércitos, Hot Sur); o porque se indagan los escenarios de violencia y horror como flagelo del negocio de las drogas y su relación con intereses políticos (Los ejércitos, Los derrotados, Plegarias Nocturnas). El campo literario, se sabe, no logra significar en toda su dimensión el problema del negocio de las drogas, pues, a todas luces, es una realidad que lo desborda. Mas, pese a esta limitante, la escritura no deja de trazar múltiples aristas que iluminan nuevos modos de entender los efectos desastrosos del narcotráfico en el sujeto y la sociedad. Es notable el papel de la ficción en la red conceptual que busca dar consistencia y explicación a esa realidad, huidiza y macabra, que afecta al hombre contemporáneo. La narrativa ofrece la posibilidad de desentrañar lo que a primera vista no percibimos, y llama la atención sobre aquello que por su cotidianidad misma se “naturaliza” y asume acríticamente: las prácticas de violencia atroz y su difusión mediática, por ejemplo. Fiesta en la madriguera (2010), del escritor mexicano Juan Pablo Villalobos, aborda la violencia del narcotráfico a partir de la representación explícita de la decapitación y el desmembramiento. Los actos atroces de violencia contra el cuerpo humano, son contados por un personaje de siete años, hijo único de un poderoso narcotraficante mexicano. La mirada infantil caracteriza el tono, la escritura y enfoque de los sucesos, este recurso narrativo da novedad a la trama, y permite adentrarse en la cotidianidad de una familia de narcotraficantes. El pequeño personaje es aprendiz de las estratagemas criminales que garantizan la continuación del negocio familiar. De los diversos métodos para “hacer cadáveres” (Villalobos, 2010: 9), el niño narrador se inclina por la decapitación, la considera no solo efectiva en la aniquilación del enemigo, sino también un método “estético”, veamos: Lo más normal es cortar las cabezas, aunque, la verdad, puedes cortar cualquier cosa. Es por culpa del cuello. Si no tuviéramos cuello sería diferente. Puede ser que lo normal fuera cortar los cuerpos por mitad para tener dos cadáveres. Pero tenemos cuello y ésa es una tentación muy grande 98
La decapitación descrita desde una mirada infantil ajena al sentido de la otredad y el horror, revela con lucidez la ironía como recurso literario. Este pasaje impacta al lector, no tanto por el acto en sí mismo: decapitar, sino por la forma en que se cuenta. El enfoque pueril del hecho macabro significa la insensibilidad del sujeto contemporáneo ante el sufrimiento del otro. La escena no se matiza con un discurso ético, busca, por el contrario, proyectar lo íntimo de un espectador impertérrito ante el dolor de la víctima. El suceso toma mayor fuerza semántica al confrontar al lector con el imaginario idílico de lo emocional infantil. La mirada impávida y burlesca del chiquillo frente a la muerte violenta responde a la (de)formación recibida en el seno familiar, aspecto que desestabiliza ideales civilizatorios asociados con la familia como base de la sociedad42. En Fiesta en la madriguera hay una escena que se construye a partir de la divulgación televisiva de una cabeza cortada. El personaje-niño más que impactarse ante el espectáculo macabro muestra total indiferencia: “en la tele pasaron una foto de la cabeza y la verdad es que tenía un peinado muy feo. Llevaba el pelo largo y unas mechas pintadas de güero, patético” (Villalobos, 2010: 21). Se señala acá, la problemática de publicitar la violencia por los medios de comunicación como si de un espectáculo más se tratase. La publicación descuidada de imágenes abyectas y chocantes en la televisión pública, según Brigitte Adriaensen (2015), cobra impacto en los imaginarios colectivos y sus modos de percibir la realidad (131). Para el personaje niño resulta irrelevante que la cabeza sea testimonio del desmembramiento de una persona, moralmente ese suceso no le dice nada, mucho menos podría asociar las imágenes televisadas con políticas del horror. Para el narrador resulta más sustancial fijarse en la “estética” del decapitado: el peinado y su gesto fotogénico, que preguntarse por la identidad de la víctima. Si 42 López Badano y Solís (2015) enfatizan en que el aspecto medular de Fiesta en la madriguera, tiene que ver con el proceso de formación (de-formación) intelecto-emocional del pequeño personaje. Las investigadoras explican detalladamente cada una de las particularidades que sostienen esta tesis; consideran que por eso la narración de Villalobos puede ser caracterizada como una novela de formación, o más bien, una (anti) bildungsroman o novela de deformación antihumanista.
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[…] Los franceses ponen las cabezas en una cesta después de cortarlas. Lo miré en una película. En la guillotina colocan una cesta justo debajo de la cabeza del rey. Luego los franceses dejan caer la navaja y la cabeza cortada del rey cae en la cesta. Por eso me caen bien los franceses, que son tan delicados. Además de quitarle la corona al rey para que no se abolle, se preocupan de que no se les escape la cabeza rodando. Después le entregan la cabeza a alguna señora para que llore. A una reina o princesa o algo así. Patético (Villalobos, 2010: 9, 21).
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bien quien cuenta no tiene la lucidez de un adulto para interpretar éticamente la realidad televisada, tampoco es alguien incapaz de hacer juicios sobre “lo bueno” y “lo malo”. El niño ha sido educado para ser perverso, sin sentido de la otredad y el sufrimiento, y en esa medida responde; no hay inconciencia ante lo que se ve, todo lo contrario, se juzga la escena de decapitación desde un referente (in)moral. Este enfoque deshumanizado de la violencia desenmascara al televidente en su total apatía, el pequeño personaje gira en alegoría de cierta malignidad íntima que habita en el corazón del sujeto social contemporáneo. En la novela de Villalobos, como propone Adriaensen (2015), “la cabeza monstruosa designa el cuerpo social destruido [y] alerta sobre cómo la violencia se infiltra por todas partes y nos acaba por dejar indiferentes” (134). La persuasión mental del sujeto a incorporar las violencias como elemento indispensable en la gobernabilidad de la sociedad, se enraíza a las formas como en el espacio doméstico y cotidiano se disponen las imágenes, mensajes, canciones, sobre figuras o situaciones simbólicas de lo atroz, para amenizar los espacios de encuentro: fiestas, reuniones, ceremonias. La disolución entre lo público y lo privado, además del surgimiento paulatino de la instantaneidad del tiempo, facilita que la violencia se vaya filtrando “desprevenidamente” en la cotidianidad y la percepción del mundo. Esta forma de producción live43 de la realidad y la violencia estimula el cuerpo-consumidor y lo mantiene en un nivel pre-reflexivo ante la realidad que lo estrecha (Valencia y Sepúlveda, 2016). La “naturalización” de la violencia en sus múltiples derivaciones responde a dinámicas del orden social y a los modos de circulación de imaginarios públicos. El asesinato y la anulación del otro como estrategia de defensa, por ejemplo, se valida en el pensamiento público como acto necesario para concretar políticas de poder, progreso y economía. Lo que se ve, acepta y consume viene a ser así, en definitiva, resultado de los mecanismos de dominación y explotación del yo por parte del sistema neoliberal. Al igual que la novela de Villalobos, son varias las propuestas de escritura de autores colombianos que abordan la decapitación y el desmembramiento como símbolo de la descomposición política y social de las comunidades latinoamericanas: surcadas en su mayoría por el flagelo del tráfico de drogas44. 43 Sayak Valencia y Katia Sepúlveda (2016) proponen la categoría Live para describir las maneras como la realidad y la violencia de todo tipo no es representada sino producida –en “vivo y en directo”– a través de los medios de comunicación: YouTube, redes sociales, televisión. 44 Los siguientes estudios abordan novelas mexicanas y colombianas que recrean los estragos del narcotráfico representados en la muerte violenta y la descomposición social: Luis Eduardo Molina Lora. Narrativa de drogas: una investigación transatlántica en la producción cultural de España, México y Colombia, (2011); Alberto Fonseca. Cuando llovió dinero en Macondo: literatura y narcotráfico en Colombia y México (2013); Oscar Osorio. El narcotráfico en la novela colombiana (2014); Cecilia López Badano (Comp.). Periferias de la narcocracia. Ensayos sobre narrativas contemporáneas (2015); Brigitte Adriaensen y Marco Kunz. (Eds.). Narcoficciones en Aínoa Vásquez, citarla. México y Colombia (2016).
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Esta tendencia de la narrativa ha generado diversas discusiones en torno al valor literario de las obras que representan esa realidad. En el contexto colombiano, por ejemplo, parte de la crítica literaria subvalora las novelas que llevan a primer plano la figura del narcotraficante y sus actos criminales. Margarita Jácome (2016) desaprueba esta mirada punitiva porque considera que los estudios que ven en la “narcoliteratura” un subgénero literario, continúan con un afán clasificatorio y la idea de encasillar las nuevas obras en moldes estéticos anacrónicos, donde el tema del narcotráfico y su tratamiento, claramente, se torna problemático: las obras no se dejan juzgar fácilmente. Asimismo, enfatiza Jácome, quien mira con recelo la narrativa narco no ha superado el desvanecimiento del mito de García Márquez, en el sentido de la existencia de un solo escritor colombiano o de una sola obra aceptados dentro y fuera de las fronteras nacionales que marquen los derroteros de este tipo de narraciones. Y otro aspecto que señala la investigadora sobre esta situación, es la no aceptación por parte de la crítica literaria en cuestión, de las altas ventas de obras de escritores poco conocidos, es decir, no sancionados por el círculo de intelectuales de la capital del país y, con ellas, la entrada de narconarrativas en la categoría de superventas (28). En efecto, el ambiente editorial y los prejuicios estéticos de la crítica colombiana ha desembocado en una serie de confrontaciones, sobre lo que debe ser o no una novela “ejemplar” del narcotráfico. Para Jácome (2016), esta circunstancia es reveladora de la creciente creatividad de los autores al momento de plasmar las problemáticas asociadas al flagelo de la droga. No hay manera, como pretende la crítica tradicional en Colombia, de clasificar o abarcar en unas categorías definidas el reto estético que propone la narrativa del narcotráfico. Catorce años antes que Jácome, Pablo Gonzáles (2002) señalaba la misma percepción sobre la postura crítica del investigador de lo literario en Colombia frente al tema narco en la ficción. Un lapso temporal diciente de la obstinación de parte de la academia de las letras del país, en seguir apelando a unos principios estéticos gastados o inapropiados, para interpretar los nuevos lenguajes ficcionales. Gonzáles (2002) propone dos vertientes del enfoque crítico colombiano frente a las letras: La primera, fiel a unos cánones preestablecidos, supone que toda novela que trate el tema de la violencia atroz está condenada al fracaso, no tiene valor estético ni miramientos éticos al presentar una imagen desfavorable del país en el extranjero. Esta perspectiva conservadora detenta “una concepción elitista de la literatura y […] sustenta el poder en las publicaciones literarias del sistema, negando cabida a esta nueva expresión de la literatura” (75). La segunda vertiente, problematiza la anterior y se muestra abierta a nuevos giros del
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lenguaje; está constituida especialmente “por los jóvenes círculos literarios cuyas publicaciones buscan mostrar cómo el problema social colombiano se refleja en la literatura” (75), además de, la consonancia de las propuestas estéticas con los ritmos culturales contemporáneos. Frente a estas perspectivas confrontadas del hacer literario en Colombia y su tratamiento de la realidad, Carlos Rincón (1999) deduce que, hay resistencia en la academia a admitir que, desde los años ochenta, la literatura, entendida únicamente como escritura, perdió el monopolio de la cultura –y el prestigio de las élites letradas disminuyó–, que una “nueva narrativa” viene transgrediendo con marcado énfasis los límites genéricos, para redefinir el hacer literario en el contexto contemporáneo. En Colombia, la ficción relativa al tema del narcotráfico empieza desde la década de los setenta del siglo XX, en principio, el enfoque se centró especialmente en el ambiente social y en las maneras como se traficaba el alcaloide, Coca: novela de la mafia criolla (1977) de Hernán Hoyos, es un ejemplo preciso de ese aspecto. Para Jácome (2016), la escritura de Hoyos “detenta una posición vanguardista en el tratamiento del tema narco, pues perfila el que llegará a ser uno de los negocios más lucrativos para el país en décadas posteriores” (29). Sin embargo, esta novela ha sido ignorada y descalificada por la crítica, porque la consideran un texto de fácil lectura dirigida a un público popular, una especie de “producción paraliteraria”. Entre las décadas de los ochenta y noventa se publican numerosas novelas que ubican el narcotráfico como figura protagonista, aparece así la denominada novela sicaresca, centrada en personajes sicarios y en la vida criminal de las grandes urbes, especialmente las bandas de Medellín y Bogotá. Ejemplos de este tipo de ficción son El divino (1986), de Gustavo Álvarez Gardeazábal; La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo y Rosario tijeras (1999), de Jorge Franco. En las últimas dos décadas, la narrativa centra su atención en representar, tanto la vida concreta de personajes asociados con el mundo narco como los efectos psicosociales que este fenómeno ha dejado en la sociedad colombiana. Se publican entonces novelas como Delirio (2002), de Laura Restrepo; Sin tetas no hay paraíso (2006), de Gustavo Bolívar; La bestia desatada (2007), de Guillermo Cardona; El ruido de las cosas al caer (2012), de Juan Gabriel Vásquez, entre otras45. Ciertamente, los interrogantes ¿qué es el narcotráfico? ¿cómo opera? y ¿cuál es su impacto en la sociedad? siguen despertando la imaginación literaria 45 Oscar Osorio (2014) realiza un cuidadoso estudio sobre la caracterización de la narrativa del narcotráfico; dice el investigador que en el ámbito de la literatura colombiana, el fenómeno narco ha sido abordado por todos los géneros literarios, pero es quizá la novela el más prolífico. Alrededor de media centena de novelas con tema de narcotráfico se han dado a conocer, algunas de ellas se constituyeron en bestsellers, lograron reconocimiento internacional y fueron llevadas al cine con notable éxito (20).
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hasta nuestros días. El escritor continúa buscando nuevos modos estéticos, para nombrar una de las violencias que ha modificado en mayor medida las estructuras sociales y culturales de la nación. Como es habitual a todo proceso literario que indaga realidades tan complejas como la violencia y sus secuelas en el contexto social, las narrativas relacionadas con el narcotráfico difieren entre sí en los modos como ética y estéticamente configuran ese flagelo. Se publican textos, en los que la trama toma forma a partir de las andanzas de personajes narcotraficantes y sus actos delictivos; el foco de la narración en este caso, se dirige, generalmente, hacia la descripción de asesinatos atroces, el relato prolífico de las minucias del negocio y de la empresa criminal del tráfico de droga, romances sórdidos, atentados terroristas, entre otros. Una parte de la crítica literaria ve en este tipo de narrativa, que ausculta directamente los pormenores del mundo del narcotráfico, cierto descuido en el uso del lenguaje y un afán por ofrecer una historia escabrosa a modo de anécdota sensacionalista. Asimismo, se considera que esta clase de texto no guarda interés por indagar las secuelas del narcotráfico y tiende a difundir más bien un modelo narco. Jácome (2016), sugiere el término narconovela para clasificar tales ficciones. Por otra parte, hay narrativas en las que el tráfico de drogas aparece como trasfondo. Personajes, sucesos y escenarios giran en metáfora de las consecuencias del narcotráfico en la estructura social. La descripción de escenas de actos atroces está ausente o se escenifica con lenguaje metafórico sugerente. Aunque se muestran los despojos dejados por las confrontaciones entre narcos y otras figuras de poder, su representación se escinde de descripciones truculentas de destrozos humanos y materiales. Son propuestas literarias con lenguaje elaborado e interés autoral por denunciar el impacto de tal fenómeno. Jácome (2016) nombra a esta línea de narrativas como novelas del narcotráfico. Teniendo presente las singularidades estéticas de esta última clasificación de la narrativa de la droga, acá estarían incluidas las novelas elegidas para esta investigación. La manera de Jácome (2016) clasificar las producciones literarias que representan el narcotráfico y sus variantes, recuerda los procedimientos utilizados por parte de la crítica literaria colombiana para caracterizar la narrativa que abordó el tema de la Violencia de mediados del siglo XX. Según la calidad literaria en el tratamiento de la violencia bipartidista, Marino Troncoso (1987) propone la diferenciación de las propuestas escriturales entre “Narrativa en la Violencia” y “Narrativa de la Violencia”. Esta caracterización se apoya en la dicotomía Violencia/ violencia, en la que el término Violencia, con mayúscula, señala los sucesos atroces
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entre 1948 y 1958, referidos a la confrontación entre los partidos políticos Liberal y Conservador, y violencia, con minúscula, define el estado de guerra y conflicto sin tregua en que Colombia permanece. [La literatura en la violencia] se inicia en 1951 y va hasta 1960, [la literatura de la violencia] llega hasta nuestros días. Las confrontaciones partidistas se han convertido en enfrentamientos de dos sistemas y dos concepciones del hombre, y el lenguaje que comunicaba crea sus propios mundos virtuales, sus propios personajes y lucha en pro de su autonomía como escritura para nombrar mejor el mundo (Troncoso, 1987: 35). Troncoso (1987) destaca que la novela de la Violencia a través de la interiorización, la evocación poética, el humor y la ironía, viene a ser la tabla de salvación para una literatura “que se estaba ahogando en sangre y debía encontrar otra solución diferente a la de asustar con el número de muertos si deseaba profundizar en el cáncer de una sociedad” (34). Esta constante en el tratamiento de lo atroz parece prolongarse en algunas propuestas de escritura, que sobreexponen la muerte bestial del negocio de la droga. Cristo Rafael Figueroa (2004), retomando los aportes de Troncoso, plantea el binomio Gramática/ Violencia como vía para releer la historia de la literatura colombiana y demostrar, a su vez, la capacidad del discurso narrativo en indagar y resituar la Violencia y sus efectos. La reflexión en torno a la estética de la Violencia resitúa el concepto mismo de violencia sociopolítica y deriva en propuestas narrativas de variada índole, en las que justamente la novela del narcotráfico es una de las más notorias. En consonancia con la crítica de Gonzáles (2002) y Jácome (2016) sobre el tratamiento estético de la violencia derivada del negocio de la droga, Oscar Osorio (2014) agrega que los textos del narcotráfico sufren del prejuicio de gran parte de los críticos, más no necesariamente por su calidad sino por su temática (Osorio, 2014: 21). La desvalorización de este tipo de ficción, a causa del tema que trabaja, aminora su validez cultural y la ubica en la línea del “subgénero” o “literatura pulp” o marginal. Una depreciación estética que ciertamente se torna ambigua, pues no habría nada de marginal en novelas que tratan al traficante de drogas como protagonista de los hechos. Esta figura, sin duda, es decisiva en la escena sociocultural colombiana a partir de los años setenta del siglo pasado (Jácome, 2016). En fin, la discusión en torno a los modos como las propuestas de escritura de los autores colombianos, están significando una de las violencias más recalcitrantes de la vida política y social del país, deja ver que, la eficacia de
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46 Brigitte Adriaensen (2015) realiza esta misma observación en el campo de la crítica literaria en México, dice la investigadora que si bien existen varios estudios sobre el fenómeno de la cabeza cortada, desde un enfoque periodístico o desde una perspectiva estética del arte, la figuración de la decapitación en las novelas del narcotráfico no se ha estudiado hasta la fecha (129).
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la narrativa del narcotráfico está precisamente en las discusiones que genera en el campo de la crítica, en descomponer paradigmas estéticos y promover otros sentidos sobre lo literario en el contexto nacional. De otro lado, sorprende que los estudios literarios en Colombia sobre la relación de la ficción con las violencias asociadas al negocio de las drogas, no aborden el tema de la decapitación. La escenificación de esta práctica es recurrente en muchas novelas como ícono del poder criminal y de los efectos perturbadores del negocio de la droga en la cultura46. La inexistencia de trabajos en el campo literario sobre este tema es insólita, cuando se sabe que la praxis macabra de la violencia del narcotráfico es continuadora, justamente, de los mecanismos del terror político utilizados durante la Violencia bipartidista. Aunque existen aproximaciones al simbolismo del cuerpo sometido a la tortura o desmembramiento, son casi inexistentes las investigaciones de carácter literario que enfoquen explícitamente la cabeza cortada como objeto de indagación. La ficción sí ha puesto la mirada en esta práctica, pero la crítica literaria poco o nada ha dicho sobre el sentido de tales escenificaciones. El abordaje de la evisceración del cuerpo como símbolo de la violencia generada por las dinámicas de la droga es, claramente, un tema marginal en los estudios literarios del país; referido, acaso, tangencialmente en exégesis que abordan la violencia del narcotráfico desde otro énfasis. Esta circunstancia puede ser sintomática de la subestimación de la crítica literaria por las escrituras que abordan el narcotráfico en sus consecuencias más crudas. La exégesis de la demeritada narconovela se ha anclado especialmente a lineamientos temáticos de corte socio-histórico, sobrevalorados por la academia colombiana. El estudio de tales propuestas se encamina hacia la exploración del perfil de personajes particulares a este tipo de producción: el sicario y el narcotraficante, la relación de la política y la sociedad con el fenómeno del narcotráfico, la representación de la realidad histórica, entre otros. El silencio de la crítica literaria en Colombia ante la escenificación del desmembramiento y la decapitación dice de una mirada recelosa, que relativiza y excluye ese elemento por suponer que es muestra de un lenguaje sensacionalista o producto escueto y anecdótico de una realidad, es decir, sin “valor literario”. Aspecto que deja por fuera el estudio de la significación literaria de la víctima, que es quien ha pasado por la experiencia terrible del desmembramiento.
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El tratamiento estético de la muerte escabrosa es uno de los procesos más problemáticos en el campo literario, tanto para el escritor como para el crítico. Frente a la representación literaria de la violencia que destruye sin piedad al otro, son varias las voces que discuten a favor o en contra. Para Marco Kunz (2012), como el asesinato es una realidad cotidiana y se da por sentado que, en la gran mayoría de los casos, se relaciona con las actividades delictivas del crimen organizado, entre las que el narcotráfico […] ocupa el lugar más importante, la muerte violenta pierde su excepcionalidad y es a menudo objeto de un tratamiento literario irrespetuoso, frívolo, burlón, relativizador y/o grotescamente hiperbólico. La capitulación de la sociedad ante el crimen omnipresente repercute en una profanación de la muerte en la literatura, una indiferencia moral y emocional ante las brutalidades narradas (139). Ciertamente, hay que admitir, se publican novelas que solo aprovechan el potencial morboso de la violencia del narcotráfico. La intención meramente comercial de muchas propuestas de escritura, desemboca en aproximaciones frívolas y grotescas que poco o nada ofrecen para la reflexión o exploración de la realidad que configuran, ni para la valorización de los principios estéticos. La proliferación indiscriminada de ediciones triviales sobre las consecuencias atroces del negocio de las drogas ha llevado a un descrédito total del hacer literario enfocado en este asunto, y a que muchos estudiosos desconfíen y se opongan a ese tipo de escritura. Sin embargo, existen también propuestas literarias que con mérito estético devuelven al país la “imagen esperpéntica” del creciente deterioro social y moral. Hay un conjunto de obras en las que la recursividad del lenguaje y la imaginación de universos sugerentes configuran la problemática del narcotráfico. Se toma distancia del espectáculo de lo atroz y se ofrecen escenificaciones que trascienden lo anecdótico, para dar curso a otros sentidos de la realidad representada. En este sentido, sería entonces necesario hilar más fino en el paradigma estético establecido para valorar o no una obra que se enfrenta a realidades monstruosas. No toda ficción que aborde el cuerpo desmembrado y las repercusiones más crudas de la violencia son ipso facto “malas” narraciones; varios son los casos de escrituras que representan con maestría este hecho atroz. Los ejércitos de Evelio Rosero y Los derrotados de Pablo Montoya, son ejemplos precisos. En resumen, la presencia en la narrativa colombiana del cuerpo desmembrado, especialmente de la decapitación, es figura protagónica y símbolo de una emocionalidad de época
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ESTÉTICA DEL MIEDO Y CRÍTICA LITERARIA. UN PANORAMA El tema del miedo como emoción política ha permanecido casi ausente de la crítica literaria en torno a la narrativa colombiana de la violencia. La indagación de la violencia a partir de lo emocional no ha sido un tema de análisis importante por parte de los investigadores de lo literario en el país; son mínimas las pesquisas que correlacionan violencia-afectividad. Paradójicamente, pocas veces la alusión al miedo aparece en los estudios, y cuando se le nombra surge a la sombra de otras variantes de lo violento: el exilio, la opresión de la urbe sobre el sujeto, el desplazamiento, el narcoterrorismo, entre otros. Los estudios literarios en el país exploran la producción escrita sobre todo bajo el ángulo de las causas palpables o consecuencias sociales concretas de la violencia, la realidad intangible como lo psíquico-afectivo o lo emocional traumático ha ganado muy poco terreno. La indagación de la estética de la violencia en relación con fundamentos conceptuales del campo fenoménico, del psicoanálisis o de las diversas líneas de indagación sobre los afectos y las emociones –que proponen por ejemplo, los estudios culturales, la filosofía o la psicología– son casi inexistentes en el campo de los estudios literarios en Colombia. Las pesquisas literarias que han ganado mayor espacio y reconocimiento son aquellas que entran en diálogo con discursos de carácter sociológico, histórico o político. Es evidente que el enfoque socio-histórico de investigación de lo literario en Colombia ha dado forma a un entramado crítico importante, que propone diversas lecturas de la tensión entre los procesos literarios en Colombia y las dinámicas caóticas de la historia social y política. Sin embargo, consideramos que ese valioso transcurso analítico así como ha propuesto una serie de caminos significativos para ahondar en los diversos sentidos que propone lo literario, ha nublado también la posibilidad de líneas de indagación desde ópticas diferentes. Pareciera ser que las investigaciones que no se alinean a la tradición crítica de trazo socio-histórico se van quedando al margen o pasan inadvertidas (Suárez, 2010; Rueda, 2011). Otro factor sobre el reducido número de estudios en torno a la relación violencia-emoción, podría explicarse
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signada por la generalización de la violencia, el cambio axiológico, la redefinición del ciudadano como sujeto cultural, la transformación de las prácticas culturales, la corrupción del tejido social e institucional, entre otros. Estos factores justifican “la estética de la decapitación” como línea novedosa de estudio en novelas que abordan la violencia del narcotráfico.
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en que son relativamente recientes las narrativas que centran la trama de manera explícita en la faceta emocional de los personajes. Aunque ya se había dado una recreación de lo psico-afectivo en la novela de la violencia, tal elemento toma mayor visibilidad en las publicaciones de las últimas décadas. Narrativas por el estilo de Delirio (2004), Los ejércitos (2006) o El ruido de las cosas al caer (2011), Plegarias Nocturnas (2012), en las que lo emocional y lo psíquico es el aspecto determinante de la diégesis, empiezan a publicarse paulatinamente en las dos últimas décadas. La focalización íntima e impresionista de los textos que estudiamos, significan tanto el estado individual del personaje, como las circunstancias sociales que condicionan el narrador, al narrado y lo narrado. La alusión a las circunstancias políticas o sociales exteriores al sujeto que cuenta, es uno de los aspectos que diferencia nuestras novelas con la literatura construida a partir del flujo de conciencia. Recordemos que el flujo de conciencia si bien figura el estado emocional de un sujeto, no necesariamente se corresponde con los afectos públicos, prima, especialmente, el mundo psicológico de quien narra y su percepción individualista –yoica o egocéntrica– del mundo. Es decir, que la realidad ficcional se circunscribe a la impresión netamente personal de un yo narrador, no a la mirada de un personaje simbólico de la vida emocional de un colectivo. Por el contrario, los héroes nuestros son alegoría de un estado afectivo social, de una sensibilidad de época focalizada en un “yo plural” que se explica en función del referente contextual. Contar el impacto de la violencia del narcoterrorismo desde quien lo sufre expresa un clima emocional de época. En efecto, la narrativa más reciente que se interesa por el flagelo del narcotráfico, paulatinamente, ha ido dando un giro hacia los afectos con el propósito de simbolizar no tanto las consecuencias explícitas materiales: cadáveres eviscerados, masacres, sicariato, terrorismo, etcétera, sino los modos como estas –que pueden aparecer en las tramas– han impactado la vida íntima y generado cambios de subjetividad tanto a nivel personal como social. La valorización que en los últimos años se ha dado a la palabra de los desplazados, hijos huérfanos, viudas, ex-secuestrados, mujeres víctimas de violación, entre otros, influye en las formas de percibir y narrar la violencia en el espacio ficcional. La focalización del conflicto en quien lo padece directamente ha ido construyendo nuevos lenguajes y originando otras miradas frente a quien sufre. La atención puesta en los dolores más profundos, lo emocional traumático, la pérdida y el duelo, viene abriendo otras rutas de exploración de la violencia y sus desastrosos efectos. Por ejemplo, los diversos proyectos liderados por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) han motivado a la sociedad colombiana a construir la memoria de la confrontación armada, a partir del testimonio de 108
47 Lamentablemente, un año después de haber terminado esta investigación, el Centro Nacional de Memoria Histórica ha dado un giro de 360º frente a sus objetivos de reconocimiento y valoración de la memoria de las víctimas de la guerra colombiana. A manos de su nuevo director: Rubén Darío Acevedo (feb. 2020), puesto allí por el gobierno de Iván Duque, el CNMH niega y pone a la sombra el trabajo realizado por más de una década al dar voz a las Fuerzas militares: parte de los actores armados y directos responsables del conflicto, que si bien salen heridos o muertos de la guerra, son ellos directos responsables de las atrocidades bélicas (esta comunidad no puede tener el mismo estatus de la víctima inerme cuando han sido, sobre todo, victimarios armados y autores de crímenes de lesa humanidad), y a instituciones oficiales como Fedegan, compuestas por los ganaderos y terratenientes, muchos de ellos patrocinadores del Paramilitarismo y las Convivir durante el gobierno de Uribe Vélez. En febrero de 2020, el CNHM fue expulsado de la Red Internacional de Memorias a razón de su no reconocimiento de la situación de guerra del país, entre otros motivos: https://pares.com.co/2020/02/03/ expulsado-el-cnmh-de-red-internacional-de-memorias/. También, varios grupos nacionales de reconocimiento de la memoria empiezan a retirar sus archivos porque consideran que el CNMH empieza ahora a trabajar con los victimarios, tal es el caso de la Asociación MINGA: https://www.elespectador.com/colombia2020/pais/ retiramos-los-archivos-porque-el-cnmh-esta-trabajando-con-victimarios-asociacion-minga-articulo-907534. 48 Anualmente, desde el año 2008, el Centro Nacional de Memoria Histórica ha publicado sus informes. Todos contienen los relatos precisos de muchos ciudadanos colombianos que han sufrido los vejámenes más horrorosos a manos de los combatientes –Estado, guerrilla, narcos, paramilitares–. Estos informes se publican en impreso y digital, muchos de ellos aparecen también en formato audiovisual. Se pueden consultar en el sitio web del CNMH. 49 Algunos de esos testimonios son Cautiva (2009) de Clara Rojas, Años de silencio (2009) de Oscar Tulio Lizcano y No hay silencio que no termine (2010) de Ingrid Betancourt.
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las víctimas. En la última década, la recuperación de las secuelas personales y emocionales de la guerra da prioridad al relato de quienes la han sufrido en la propia piel. La voz emocional del conflicto va tomando mayor importancia y visibilidad, la sociedad colombiana comienza a escucharla. Los integrantes del CNMH47 centran sus esfuerzos en atender a las personas afectadas directamente por el conflicto; un proceso que va consolidándose en una serie de informes que narran las vicisitudes, las impresiones y reflexiones de cada entrevistado. Así mismo, se registra la voluntad de muchos para superar el trauma. Los informes –publicados anualmente desde 2008– registran la memoria histórica de la guerra a partir de verdades netamente subjetivas, aunque con su sustento histórico. La rememoración emocional, en ese sentido, recompone el universo intangible de la violencia: el dolor, el miedo y la pérdida48. La palabra del desposeído da forma a lo “fantasmagórico” del conflicto; sus palabras y, de hecho, sus silencios, recuperan la faceta emocional traumática de la cultura colombiana. Este desafío, ciertamente, cuestiona los modos como la Historia institucional de la violencia se ha reconocido. La literatura, por su parte, no es ajena a estas nuevas dinámicas de la recordación. El curso de lo social, lo político, lo cultural, sabemos, va en relativa sintonía con las manifestaciones estéticas de todo orden. El género testimonial, por ejemplo, ha crecido en ediciones en los últimos años, sobre todo con relatos de personas que estuvieron secuestradas49. La cada vez mayor vinculación del Estado en prácticas clandestinas e ilícitas, los cambios ideológicos y de los modos de lucha de los cuadros guerrilleros, el crecimiento del paramilitarismo, la asociación de la fuerza pública con grupos
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ilegales armados, entre otros, desestabilizan las fronteras que antes parecían demarcar el ejercicio legítimo o ilegítimo de la violencia. Por esta razón, como analizábamos en un apartado anterior, las lógicas habituales que hasta hace pocas décadas se utilizaban para explicar el conflicto colombiano se han relativizado. La praxis de la violencia de los últimos años viene reclamando nuevos vocabularios que la indaguen con mayor propiedad y proporcionen nuevos ángulos de comprensión. De esta manera, el campo literario –tanto en su propuesta ficcional como en los estudios críticos–, paulatinamente, se propone como espacio significativo que reconoce, problematiza y nombra con nuevos códigos las realidades recientes, que surgen de las violencias contemporáneas. Los modos como parte de la narrativa colombiana viene configurando las violencias más contemporáneas determina nuevas líneas de investigación. Los enfoques tradicionales –centrados en lo socio-histórico– no necesariamente se retoman en los estudios que empiezan a publicarse en la última década. Por ejemplo, Jaramillo Morales (2006) presenta una exégesis de diversas producciones culturales, escriturales y fílmicas, apoyada en conceptos del psicoanálisis. Se propone la estética de la violencia como elemento que traduce la sensibilidad melancólica de la sociedad colombiana de finales del siglo XX. Surgen, asimismo, trabajos que plantean una nueva mirada a la idea de ética, específicamente a la ética del lector, para revisitar corpus narrativos de inicios de siglo XX y de textos testimoniales (Rueda, 2011). También, se publican investigaciones que asocian la literatura con otras expresiones estéticas: pintura y cine, para indagar el tipo de subjetividades –cuerpos residuales– que se desprenden de sucesos precisos de violencia atroz (Fanta Castro, 2015). Estos estudios son, sin duda, referentes valiosos para los propósitos de nuestra investigación porque –cada uno con sus necesarias particularidades temáticas y metodológicas– tienen en cuenta la representación de lo íntimo, lo personal, lo psíquico o lo emocional que las narrativas proponen. En cuanto al tema de la representación literaria de las emociones traumáticas, el texto “‘El ruido de las cosas al caer’: radiografía del miedo colombiano en la generación del setenta” (2012), de Jorge Ladino Gaitán Bayona, hace referencia explícita al miedo como elemento central de la novela de Vásquez50. El ensayista aborda esta propuesta de escritura desde la idea de miedo como emoción que moldea la psiquis de la generación nacida en la década de los setenta. Intenta argumentar la propuesta de Vásquez como ficción que escenifica, 50 Albornoz (2017) también propone las categorías de miedo y memoria para indagar la novela de Vásquez, y si bien define el fenómeno del miedo, lo explica en la novela como algo intrínseco a un estado individual psíquico perturbado, no lo reflexiona en su elemento político ni como fenómeno social.
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51 En la etapa final de este libro se publicó en el repositorio de tesis de la Universidad de Laval la investigación de maestría titulada “La poética del miedo en El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez” (Ramírez, 2019). Esta pesquisa, si bien parece sugerir el miedo como tema eje de estudio, y se le aborda y define, es la violencia del narcotráfico –la causa del miedo, no el miedo como fenómeno político emocional– la que sigue predominando en el análisis.
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de manera novedosa, las causas y consecuencias de la violencia del narcotráfico a partir de la intimidad del narrador. No obstante, aunque los propósitos del estudio son sugestivos y giran en torno al miedo, poco se indaga este fenómeno en sí mismo y en los modos como toma forma en los juegos del lenguaje o en la densidad de los sucesos y los personajes. El miedo, tal como se expone en el texto, pareciera que se bastara a sí mismo para darse a entender, no se define ni se dialoga con exactitud ¿qué es el miedo?; se le coliga exclusivamente al referente histórico de la novela más que a los modos poéticos del lenguaje que lo densifican como elemento estético. En este orden, el miedo como fenómeno emocional político queda circunscripto al referente externo: a la violencia del narcotráfico en Colombia. Las preguntas explícitas ¿qué es el miedo? y ¿cómo toma forma estéticamente? quedan subsumidas a la explicación de los hechos atroces de los jeques de la droga, poco se profundiza en el efecto como tal y en su representación literaria. Igualmente, aunque el miedo en el texto de Gaitán Bayona se coliga con los sucesos de la violencia política, el matiz político no se analiza. El texto cita a Benjamin Barber y Noam Chomsky, quienes identifican el miedo como elemento del poder despótico, pero estas referencias carecen de diálogo al interior del texto con los modos como Vásquez escenifica lo emocional. Aún así, debemos reconocer que las reflexiones propuestas son significativas porque proponen una mirada diferente de la violencia, a partir de una de las líneas menos exploradas de la crítica literaria colombiana como es la de las emociones51. Por su lado, el ensayo “‘Los ejércitos’: novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza” (2012), de Iván Vicente Padilla Chasing, profundiza con agudeza la representación del miedo en la novela de Rosero. El investigador realiza un acercamiento al texto tomando como base conceptos de la fenomenología – Husserl, Ingarden– para exponer cómo la experiencia del miedo da consistencia a la trama: en su forma y contenido, y, sobre todo, profundidad dramática al personaje narrador. El miedo es razonado como respuesta existencial consciente de los personajes, al contexto violento que siempre los ha estrechado y no como una impresión subjetiva repentina ante los sucesos macabros que arrasan el pueblo del protagonista. Por esta caracterización, la propuesta de Padilla Chasing podría relacionarse con el enfoque del miedo como emoción política. Si el narrador de Los ejércitos responde fenoménicamente a los estragos de la guerra –aspecto
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que también trabaja Caña Jiménez (2014)52– a razón de su larga convivencia con el conflicto, el miedo como emoción política, igualmente, no puede entenderse sin hacer alusión directa a la experiencia vital, social, cultural del personaje. La respuesta psíquica del narrador responde a la experiencia de la guerra como fenómeno que lo ha acompañado a lo largo de su vida, esto es, que el miedo del héroe no es reflejo repentino ante una amenaza inesperada, sino producto de la asociación de diversos momentos violentos que se han vivido. Otro aspecto valioso, sobre el que remarca Padilla Chasing, es que la experiencia del miedo en Los ejércitos remite a la intención del novelista de dar cuenta de la guerra del país desde el plano vivencial del inerme. El miedo narrado directamente por quien padece las atrocidades de la violencia simboliza el absurdo, la crisis de la razón y la incapacidad del ciudadano común de captar toda la lógica del conflicto. En esta línea de razonamiento, Héctor Hoyos (2012) agrega que en la narración de Evelio Rosero “los bandoleros son todos [los actores armados del conflicto: Estado constitucional y Estado de facto] pues afectan del mismo modo al ciudadano, que no reconoce el conflicto como suyo sino en tanto lo padece” (285). Para un sociólogo o especialista quizás sea evidente la confrontación por el poder, pero para un sujeto, desamparado en medio del cruce armado entre bandos, resulta imposible e incluso intrascendente entender cómo funciona esa dinámica militar que lo arrasa (Hoyos, 2012). En Los ejércitos, en efecto, la realidad colombiana toma sentido desde las reacciones afectivas de los personajes; el elemento ético, religioso y político pasa por el filtro emocional del narrador y el narrado. La escenificación de la respuesta afectiva a los sucesos violentos que arrasan al pueblo resulta más contundente en significar las diversas facetas del conflicto, que si la trama estuviese atravesada por una conciencia política o discurso de país. La enunciación del personaje narrador de Los ejércitos como tentativa de dar voz al dolor y de articular el miedo con palabras, explora “las conexiones entre sentimiento y conocimiento, subjetividad, empiria y discurso, realidades materiales y simbólicas, historia y ética” (Moraña, 2010: 193). Lo emocional, en todo caso, es entendido en la escritura como efecto donde confluye la psique del sujeto, lo afectivo, la experiencia y su razonamiento, aspectos que además generan en el lector una identificación empática. Delirio (2004), de Laura Restrepo, es una novela que, quizás por su expresión palmaria de la enfermedad psíquica: el delirio, ha sido objeto de estudio 52 María del Carmen Caña Jiménez, propone el término “violencia fenomenológica” como categoría estética para indagar la producción novelística de Evelio Rosero, en tanto esta permite articular taxonómicamente un discurso de la violencia que aparentemente ha perdido su conexión con el mundo real externo y emana de y/o penetra en los rincones más íntimos del ser.
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no solo desde el marco de lo histórico y sociológico, sino también en relación con el psicoanálisis, lo fenoménico y lo axiológico (Blanco Puentes 2007, Jaramillo Morales 2006, Navia 2007, Serna 2007, Sánchez Lopera 2013). A partir de las diversas inferencias simbólicas del delirio, los análisis proponen la novela como espacio que reordena la red emocional de la sociedad colombiana de los años ochenta del siglo pasado. Se interpreta la afección mental de uno de los personajes centrales, Agustina, como metáfora de las condiciones íntimas, familiares y sociales que ha provocado el impacto del narcotráfico en la sociedad colombiana. “El delirio se convierte en el síntoma sensitivo que explica el desorden sensorial de la realidad” (Blanco, 2007: 305). Desde la perspectiva de Jaramillo Morales (2006), la novela es un recorrido de la elaboración del dolor que busca remediar el estado melancólico de la sociedad. La interacción entre los personajes conduce al recobro de las “memorias sepultadas”, a sacar del silencio las voces que pueden dar forma al pasado nefasto y conducir con ello a cierta redención (130). Esta circunstancia que remarca la ensayista, está en sintonía con la intención reparadora de los relatos de memoria que el Centro Nacional de Memoria Histórica recoge en sus informes. Otros estudios exploran la faceta psicológica de los héroes de la novela de Restrepo a partir de la ironía y el humor. La locura, el delirio y la enfermedad moral se representan bajo el ángulo de lo carnavalesco como artilugio estético que da forma a un correlato, que pone en evidencia las mentiras sobre las que la clase social privilegiada ha sostenido su honra y su moral (Serna, 2007). Desde esta óptica, la ficción desenmascara la verdad vergonzosa que pretende ocultarse tras discursos moralistas; devela, entre otros sucesos, que el narcotráfico tomó fuerza a razón del apoyo institucional del país, y que la riqueza material de las “grandes familias” de Bogotá y Medellín viene del lavado de dinero (Suárez, 2010). En esta medida, se deduce que “la droga que aparece en la novela no es psiquiátrica, sino social: tenemos la coca como sustancia rondando la novela, pero sobre todo la intoxicación proveniente de la droga más cruel: la falsa moral familiar, y su veneno” (Sánchez Lopera, 2013: 66). En definitiva, la crítica literaria ausculta el universo psíquico de los personajes de Restrepo como alegoría de los síntomas de una sociedad sujeta a los efectos de la violencia del narcotráfico. La mentira y la doble moral son puntos críticos que se analizan en la novela como producto de una sociedad que valora lo humano en función de su adquisición económica y abolengo familiar. Ahora bien, aunque ninguno de los estudios hace referencia al miedo como respuesta emocional a la realidad del país, la discusión sobre la psiquis enferma de los personajes y de la
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sociedad misma, la postura emocional frente a un contexto agresivo y la referencia a la violencia generada por el negocio de las drogas, son aspectos cardinales que servirán para ampliar el sentido de la escritura de Restrepo al ponerlos en diálogo y tensión con nuestros propósitos de estudio. Como veremos, el delirio de Agustina y el resentimiento de Midas McAlister, personajes centrales de Delirio, son, sin duda, manifestaciones poéticas que giran en torno al miedo como emoción que caracteriza los escenarios de violencia y su consecuente terror. En escenarios diferentes al estudio de la narrativa colombiana, son varios los especialistas que están discutiendo sobre la vindicación de lo emocional como elemento para comprender no solo lo inefable53, sino también las estructuras sociales básicas que conforman la vida cotidiana del sujeto contemporáneo. Uno de los modos de encarar la descomposición de los valores sociales es el recobro de lo subjetivo. Al momento de indagar lo real: sus vocabularios y simbolismo, el “estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos” (Bartra, 2012: 19-20). La visibilidad que viene tomando lo emocional se correlaciona con circunstancias socioculturales, procesos trasnacionales y locales enlazados a las dinámicas de la globalización. Al respecto, Moraña (2012) considera que las relaciones de fuerza, que dan orden al ámbito internacional contemporáneo, delimitan nuevos procesos de construcción de subjetividades e imaginarios colectivos. Fenómenos como el nomadismo producido por exilios y migraciones que obligan al sujeto a elaborar estrategias de reinserción y pertenencia dentro del vasto espacio multicultural, el incremento exponencial de la violencia en todos los niveles (desde el terrorismo internacional al autoritarismo estatal, pasando por las variantes del narcotráfico, el aumento del delito común, etc.) […] ponen sobre el tapete el factor del afecto como un nivel ineludible para el estudio de las formas con frecuencia inorgánicas y discontinuas a partir de las cuales se manifiesta y expresa lo social (314). Esta circunstancia es justamente la que se presencia en el paisaje literario de las últimas décadas. La lectura que escritores y críticos vienen haciendo de los modos como la persona y la comunidad se relaciona con su presente, responde al pasado o proyecta un devenir, da origen a propuestas de escritura y de análisis donde lo emocional, lo afectivo, la impresión sentimental se constituyen en 53 Para Lara (2009), lo inefable se desprende de la experiencia traumática, es aquello que habita en lo más íntimo y que difícilmente logra comprenderse a través de conceptos o razonamientos precisos. La forma expresiva de un registro estético estaría entonces en capacidad de simbolizar, de atrapar lo indecible de la experiencia de horror (37).
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en las literaturas de Saer y de Bolaño efectivamente las dictaduras de sus respectivos países de origen tienen un lugar visible en el entramado de las historias y vicisitudes que enfrentan sus personajes. Sin embargo, ello no ha de precipitar la etiqueta que las conciba como narraciones del horror […] Si narrar el horror es incluir referencias a ciertos acontecimientos históricos traumáticos, entonces aquello que se designa como lo horroroso quedará circunscripto al referente externo […] la pregunta ¿cómo narrar el horror? impide el paso a la formulación de otro interrogante que parece sobreentendido en dicha formulación, a saber, ¿qué es el horror? En otras palabras, poner el acento en el cómo de la narración orienta la pesquisa en el sentido de una preocupación por la particularidad de la forma narrativa, pero a su vez relega la pregunta por la concepción del horror que se deduzca de ese cómo (Walker, 2013: 9, 21). El cuestionamiento de Walker es importante para nuestro estudio porque lleva a pensar, necesariamente, en los modos como la idea de miedo político ha sido abordada por la crítica académica. Coincidimos con el investigador en que el campo de los estudios literarios utiliza muchos conceptos sin reflexionar sobre lo que estos mismos significan, incluso algunos giran desprevenidamente en categorías de estudio. Hay términos que parecen pasar inadvertidos en su propia cristalización semántica. Esta circunstancia recuerda la problemática en torno al concepto de violencia, una categoría que se convirtió en ruta de análisis y que, muchas veces, tiende a usarse de manera preconcebida. Tal como se explicó en un
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elementos fundamentales. La escenificación literaria del miedo y su consecuente exégesis es una alternativa en la interpretación y análisis de lo social, también un desafío a las indagaciones literarias, vocabularios estéticos y límites de la ficción. La tesis doctoral El horror como forma. Juan José Saer – Roberto Bolaño, (2013), de Carlos Walker, indaga cómo lo emocional traumático se hace tangible en la escritura literaria. El estudio reflexiona en torno a la configuración del horror en las obras de Juan José Saer y Roberto Bolaño. Para el investigador, “el movimiento de presentación de la escritura” (10) es el que necesariamente hay que revisar si se plantea el horror como juego estético y particularidad de la propuesta narrativa. La tesis cuestiona la idea de que lo horroroso en la literatura haya sido estudiado casi exclusivamente en función del referente contextual. Se critica la tendencia a citar el horror como categoría de análisis de lo literario sin indagar siquiera el concepto mismo de horror. Para el autor,
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apartado anterior, múltiples estudios adhieren a la idea de violencia sin detenerse a considerar qué define exactamente: ¿por qué política? ¿por qué social? ¿por qué generalizada? Lo mismo ocurre con el concepto “miedo”, las aproximaciones que lo abordan lo hacen como algo dado, “natural”, como término innecesario de pensar, definir o criticar. Al fin y al cabo, en un territorio de guerra como el colombiano ¿quién no ha sentido miedo?, pareciera ser la inferencia que da por hecho el significado del vocablo. Lionel Ruffel (2010) sugiere la idea del elemento impensado para definir la desprevención académica ante categorías semánticas que a primera vista parecen claramente definidas. Lo impensado sería entonces ese tipo de conceptos confiables y de un recorrido intenso, que se mantienen al margen de las discusiones y finalizan por imponerse acríticamente a la sombra de los grandes debates. Walker (2013), al respecto indica que tal situación puede tornarse problemática porque elude la investigación y la construcción crítica. La categoría impensada desvía la posibilidad de cuestionar o puntualizar sentidos de lo que ella misma designa. Por esta razón, explicita Walker (2013), la pregunta ¿qué es el horror? en diversos estudios literarios queda trunca o se subsume a la violencia sistemática y planificada llevada adelante por las dictaduras y demás figuras criminales del poder (22). Numerosas pesquisas de investigadores latinoamericanos abordan narrativas con temáticas referentes al trauma íntimo y social a causa del terrorismo. Se discute, entre varios aspectos, el tratamiento literario de acontecimientos históricos, su estatus en la realidad ficcional. Por ejemplo, en el contexto de la crítica argentina en torno a ficciones que trabajan las secuelas afectivas del terrorismo de Estado, hay trabajos que proponen el retorno a una especie de estética realista. Algo así como el regreso a un “nuevo realismo” que se expresa con renovado lenguaje. Hay ensayistas que no están de acuerdo con este enfoque y se encaminan más bien a desmontar tal idea alegando que, justamente, la narración contemporánea, que escenifica los efectos de la realidad política, busca alejarse de los modos como el realismo histórico figuraba lo sucedido54. Estas discusiones, es claro, reflejan que la representación literaria de lo real, y sobre todo de los acontecimientos históricos hirientes, es siempre objeto problemático de estudio. Florencia Garramuño (2009) considera que hay escrituras que aunque referencian sucesos reales se distancian concienzudamente del propósito de 54 Florencia Garramuño (2009) hace alusión a este panorama crítico y propone algunas fuentes para indagarlo, entre ellas: “Magias parciales del realismo” (2001), de Graciela Speranza; “Significación actual del realismo críptico” (2005), de Martín Kohan; “Discusiones sobre el realismo en la narrativa argentina contemporánea” (2006), de Sandra Contreras.
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55 Entre los relatos que Garramuño (2009) indaga en su lúcido estudio, está el cuento “Alguma coisa urgentemente” (1980) de João Gilberto Noll, que narra la soledad incomunicable de un hijo adolescente que asiste a la lenta agonía de un padre mutilado y silencioso, que no permite que el hijo busque ayuda médica. El cuento hace referencia a las dramáticas experiencias de la tortura y la persecución política. La perspectiva narrativa ubicada en la voz del hijo y la organización de la trama en torno a situaciones que no terminan de describirse o conocerse por completo, tiñen la narración de una opresiva atmósfera de fragmentariedad, desconocimiento y extrañamiento. Un estilo literario que se distancia del deseo de explicar o aclarar la intriga (19-21).
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escenificar una “realidad” particular. Son “textos anfibios que se sostienen en el límite entre realidad y ficción” (18). Las narraciones que incorporan la historia traumática de las naciones, según la autora, da forma a una especie de “estética anfibia” (18) que escenifica lo ocurrido haciendo referencia precisa a lugares y acontecimientos reales, mas sin dejar de ser ficción. Registros híbridos que desafían, una vez más, la idea de literatura como constructo autónomo y distanciado de lo real. Si miramos desde esta perspectiva la novela colombiana que nos interesa, podemos afirmar que los efectos emocionales de la violencia entran en la narrativa y se mezclan con la realidad ficcional, para avivar el valor de realidad histórica de lo narrado. La representación literaria de asesinatos de personas reconocidas, de la barbarie contra pueblos de la geografía colombiana, de escándalos políticos y atentados terroristas específicos, entre otros, dice de una narrativa nacional particularmente interesada en incorporar fielmente lo real histórico y su posible impacto en lo emocional colectivo. Las novelas seleccionadas para esta investigación se ligan a sucesos relevantes de la historia del país. El mundo de referencia se recontextualiza en las tramas, pasa a ser un hecho de ficción sin deshacerse de su rastro original de no-ficción. Por otra parte, en relación con la representación de lo inmaterial de la violencia, una de las preocupaciones de la escritura es: cómo hacer tangible lo inenarrable y, de qué modo dar existencia estética a lo emocional traumático. La narrativa, en ese orden, parece abstenerse de explicar las causas de la violencia, para ingeniar más bien un lenguaje capaz de articular la realidad impalpable del sujeto sufriente. Agrega Lara (2009), que afortunadamente la palabra literaria “reside en el territorio de la experiencia humana que consideramos difícil de describir solo a través de conceptos” (Lara, 2009: 37). Las imágenes, metáforas y tropos logran llenar el vacío generado por el desconcierto ante sucesos traumáticos; así entonces, lo inefable llega a tener carácter y visibilidad. En La experiencia opaca (2009), Garramuño indaga en un conjunto de obras las particularidades formales y temáticas del trauma social generado de las dictaduras de Brasil y Argentina55. La autora se interesa en escudriñar los modos estéticos que dan representación al dolor, la vergüenza y la desolación. En palabras más precisas, el estudio examina cómo se narra el daño íntimo, cuáles son los giros
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escriturales para dar sentido al impacto emocional surgido del abuso de la fuerza pública en la sociedad argentina y brasileña. También el desencanto y la desilusión de las generaciones comprometidas con la revolución social latinoamericana de las décadas de los sesenta y setenta, son trabajados por Garramuño. Su estudio problematiza igualmente la correlación entre literatura y política, discute en torno a los modos éticos y estéticos que los escritores adoptan para dilucidar de manera renovada la confrontación o maridaje entre esos dos elementos. La experiencia opaca es un referente valioso en el campo de la indagación de la representación estética de lo emocional, por la manera como articula lo literario con lo afectivo. El estudio revisa con cuidado la conceptualización de las categorías claves –posibles conceptos impensados– que orientan la pesquisa, además de develar los juegos del lenguaje que los novelistas proponen para significar lo traumático. Con Garramuño se está frente a una investigación donde se redefinen y discuten las categorías de análisis y se propone la significación de lo emocional, a partir no solo del contexto de referencia de las obras, sino también de sus particularidades escriturales. Estos elementos son los que precisamente reclama Walker (2013) para lograr un estudio coherente en torno a la escenificación literaria de lo afectivo traumático. A propósito del desencanto, la academia latinoamericana ha mostrado marcado interés por significarlo como fenómeno emocional que define el estar anímico de una época. Con la caída del comunismo, la imposibilidad de realización de los proyectos socialistas, la compleja realidad del periodo de posguerra de los países centroamericanos, la degeneración de la lucha armada revolucionaria en proyectos capitalistas del terror, entre otras circunstancias, los imaginarios colectivos, sujetos antes a la esperanza, se hunden ahora en el vacío del desencanto y el fracaso. Un estado de desarraigo y desilusión parece definir el estar del sujeto en la realidad contemporánea, circunstancia que degenera en descrédito total de lo democrático, y que rechaza a su vez toda utopía de redención civil y social. El final y el principio del milenio, como afirma Claudio Magris ([1999] 2004), coinciden con el fin del mito de la Revolución y de los Grandes Proyectos. Por esta razón, no prima ya en el imaginario colectivo contemporáneo la creencia en la llegada de una realidad más justa y amable. Como se viene defendiendo, en el campo literario el clima afectivo de las sociedades contemporáneas toma forma en la naturaleza íntima de los personajes ficcionales. El desencanto como estado psicosocial resulta así uno de los elementos más decisivos de los protagonistas de gran parte de la narrativa latinoamericana de los últimos treinta años. El héroe desencantado es alegoría indiscutible de las grandes derrotas latinoamericanas de finales del siglo XX, en lo personal, social, político, económico y existencial. El libro Instrucciones para la 118
56 Otros trabajos importantes son: Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo de duelo, de Idelber Avelar (2000); El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine, de David Oubiña (2011); Iconografías, distopías y farsas. Ficción y política en América Latina, de Daniel Nemrava y Enrique Rodríguez-Moura (2015).
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derrota. Narrativas éticas y políticas de perdedores (2010) resulta notablemente iluminador del fenómeno del desencanto como dolencia generacional. En un conjunto de narraciones que dejan ver la tensión entre literatura y política, Ana María Amar Sánchez examina el desencanto como constante estética literaria. Los textos explorados construyen personajes, discursos y situaciones explícitas del descalabro de los grandes proyectos revolucionarios. La autora estudia el héroe derrotado como producto preciso del trauma de la historia de las naciones, no solo las latinoamericanas. Con el análisis de los modos como la realidad política se aborda en la narrativa, Amar Sánchez llama la atención sobre el amplio panorama de personajes que los escritores han inventado, para simbolizar la respuesta ética y emocional del sujeto contemporáneo ante los fantasmas del fracaso y la destrucción del sueño revolucionario. La derrota y sus consecuencias es analizada en la actitud política de los héroes –la resistencia al olvido, por ejemplo– pero, sobre todo, en la secuela emocional colectiva: la melancolía, la desilusión y el desencanto. Por su parte, Beatriz Cortez (2010), en relación con la tensión entre el clima emocional de una sociedad y las posibilidades estéticas literarias, afirma que “en la ficción contemporánea, es la pasión la que mueve al individuo, más allá de la razón o del respeto a valores morales de cualquier tipo” (31). A partir de la exploración de varias novelas centroamericanas de reciente publicación, esta investigadora propone una Estética del cinismo para definir la sensibilidad de posguerra de los países centroamericanos. Un cinismo que se coliga con el desencanto. La estética del cinismo, en palabras de Cortez (2010), encarna “un proyecto fallido […] una trampa que constituye la subjetividad por medio de la destrucción del ser a quien constituye como sujeto” (26). Es decir, que lo cínico en la ficción funciona como imagen que ilustra la red emocional de una sociedad enredada en la mentira política, que desenmascara la realidad de unos acuerdos de paz que, por falta de voluntad política, no han sido la alternativa prometida para la solución final del conflicto armado y sus múltiples consecuencias. El estudio de Cortez también se ubica en las coordenadas anímicas de una sociedad y los modos como la literatura las significa, para proyectar otra mirada sobre la realidad traumática de El Salvador y Guatemala. En resumen, a nivel latinoamericano son numerosas las pesquisas en torno a la escenificación literaria de lo emocional doloroso56. Las investigaciones hacen
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énfasis en el reto que la significación de lo inefable presenta para la imaginación estética. Asimismo, destacan el interés de la narrativa por proponer otros ángulos de interpretación de la historia política de las naciones. Las obras, en este sentido, son revisitadas como dispositivos que conservan la memoria y dan voz a los silenciados, un aspecto que, según Emilia Deffis (2010), abre caminos para la reparación y la redención. Las pesquisas, de una u otra manera, coinciden en explorar los efectos psíquico-afectivos de sucesos históricos violentos, para construir verdades más cercanas a la subjetividad de las sociedades latinoamericanas contemporáneas. Cada investigación aporta elementos esclarecedores de los modos como lo ficcional renueva el lenguaje y propone diferentes giros estéticos y epistémicos, para significar la experiencia personal de la violencia política. En fin, todo este recorrido intelectual ha ido dando forma al escenario académico en el que pretende ubicarse este estudio. Las consideraciones propuestas por los diferentes especialistas iluminan la ruta de exploración de las novelas colombianas que abordamos en los capítulos siguientes. La indagación del miedo, como emoción política, se relaciona estrechamente con las diversas líneas de razonamiento de los textos mencionados en párrafos anteriores. No obstante, pese a la afinidad con novelas que han representado los efectos psicosociales de la violencia de diferentes sociedades, las propuestas de escritura de los autores colombianos, en torno a lo emocional traumático, presentan notables diferencias en su nivel ético, estético y postura política. Un ejemplo que comentamos rápidamente sobre esta distinción, es el tipo de héroe que la narrativa nacional configura: víctimas anónimas de las dinámicas de la guerra; personajes poco comprometidos políticamente pero que, paradójicamente, se erigen en el relato como figuras de fuerte sustrato político. Sus actos desprovistos de toda intención política son los que vienen a desafiar el abuso de poder y a impugnar la realidad del país. En definitiva, la estética de las emociones, enlazada a las dinámicas contemporáneas de lo social o a nuevas formas de subjetivación, traza otras rutas de acceso a lo real, lo imaginario y lo simbólico. Se reavivan, de este modo, procesos de interpretación, espacios para la teorización y la propuesta de nuevas categorías de análisis en torno a las violencias y su nefasto impacto en la sociedad.
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on notables los procedimientos retóricos, los usos poéticos del lenguaje y la habilidad creativa de los escritores elegidos, para poner en palabras la conmoción íntima del sujeto que está siendo avasallado por la violencia extrema. El horror, el miedo, el dolor, el duelo, y toda suerte de afectos “innombrables”, que hunden a la persona en un abismo oscuro, la escritura los descifra y los hace tangibles. El simbolismo de los estados afectivos de los personajes se encadena siempre al contexto histórico que los determina, circunstancia que aleja la idea de lo emocional como manifestación meramente fenoménica, abstracta o irracional, emanada de una psiquis individual perturbada, para resignificarse como secuela directa de los modos como el poder político se impone sobre la persona. A continuación, se busca identificar los mecanismos literarios sobre los que las novelas se estructuran, para dar consistencia y representación al clima de miedo que envuelve a los personajes. POÉTICA VISUAL DEL HORROR En el ámbito de estudio sobre el impacto de la imagen visual en la sociedad, la fotografía de guerra cumple una función política y articula diversos puntos de vista
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acerca de las dinámicas criminales del poder. Judith Butler y Susan Sontag son dos pensadoras reconocidas, que han disertado sobre el poder de la foto bélica en la sociedad contemporánea y su alcance para estructurar imaginarios colectivos sobre la guerra. Ambas autoras fijan la atención sobre las fotos de tortura, humillación y violación que los soldados estadunidenses infligieron a los reclusos de Abu Ghraib y Guantánamo, para proyectarlas como símbolo absoluto del horror. Las autoras indagan las formas de poder social y estatal que estas imágenes incorporan y el efecto de horror político y repudio social que generan. Sontag ([1973] 2006), en un primer estudio sobre la naturaleza de la fotografía, considera que esta debe ir siempre respaldada por un discurso que la ubique en su contexto, no hay modo de conmover ética y políticamente al espectador si la dimensión visual de la guerra se abstiene de la palabra escrita (4245). Este estudio se ancla a la preocupación por el impacto fugaz de la imagen en el mundo contemporáneo. La ensayista añade que la limitante más fuerte de una foto es su momentaneidad, su fugacidad de sentido por carecer de continuidad narrativa. La foto, al no tener la estructura de un texto, un mecanismo propio que le dé profundidad explicativa a su contenido, puede llevar a una falta del “pathos ético”, y con ello una repuesta moral ligera frente a lo que se mira, una impresión efímera. El límite del conocimiento fotográfico del mundo, afirma Sontang, reside en que, si bien puede acicatear la conciencia, en definitiva nunca puede ser un conocimiento ético o político. El conocimiento obtenido mediante fotografías fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo (43). Si el hecho de violencia, en cambio, está representado de forma escrita: novela, noticia, crónica, ensayo, etc. compromete en mayor medida la capacidad de respuesta ética del receptor, o por lo menos es más profunda y por ende capaz de suscitar un razonamiento sólido. “Solo aquello que narra puede permitirnos comprender” (Sontag, [1973] 2006: 43). El registro narrativo compromete, desde la perspectiva de Sontag, un entendimiento claro de los hechos y garantiza una respuesta ética justa de la situación representada. La fotografía, por el contrario, no logra arribar a ese punto de comprensión, pues “la cámara opaca la realidad” (42). La impresión que causa la foto en el espectador es de momentánea sugestión afectiva; lo circunstancial y lo transitorio son parte de esa sugestión, por esta razón la realidad fotografiada no trasciende a otro nivel de significación. Judith Butler ([2009] 2010) debate la reflexión de Sontag sobre la imagen bélica. Para Butler, desde el momento mismo en que el lente enfoca una realidad caótica lleva implícito la intención interpretativa, resguarda una decisión sobre qué
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Teniendo en cuenta aquello a lo que apela Butler, consideramos que cuando Sontag plantea la negación de la fotografía como “lugar en sí misma” de conocimiento, la dimensiona desde la categoría de índex, esto es, que se hace necesario conocer la situación enunciativa del acto fotográfico para acertar en la interpretación cabal del mensaje y el simbolismo del retrato57. Una foto que muestre las atrocidades de la guerra interpela directamente al espectador, le hace pensar qué hay más allá de lo que el marco deja ver; mirar una imagen de guerra sugiere la pregunta por el origen de la realidad enmarcada, cuestionar su sentido. En Ante la tortura de los demás ([2004] 2004), publicado casi tres décadas después de Sobre la fotografía (1977), Sontag hace un sugestivo análisis de las fotos de Abu Ghraib. La autora razona sobre la intención política de la imagen y su efecto perturbador en la sociedad, no retoma ya su idea sobre la ligereza de sentido a la que una foto podría conducir, más bien debate este enfoque y reconoce que todo retrato es susceptible de motivar a largo plazo pensamiento y emoción58. Esta vez, 57 Retomando la tricotomía peirciana icono/índex/símbolo, Dubois ([1983] 1986) afirma que como índex, la imagen fotográfica no tendría otra semántica que su propia pragmática. La naturaleza del índex proyecta la imagen fotográfica como impensable fuera del acto mismo que la hace ser, ya sea que este acto pase por el receptor, el productor o el referente de la imagen. El principio básico de la conexión física entre la imagen foto y el referente que ella denota, es lo que la convierte en huella (vestigio de algo). El acto fotográfico, por tanto, constituye una imagen indicial, en el sentido que remite exclusivamente a un solo referente, el mismo que la ha causado y del cual es resultado físico y químico. Al mismo tiempo, por el hecho de una foto estar ligada dinámicamente a un objeto único, y solo a él, esta foto adquiere un poder de designación exclusivo. Así las cosas, la foto llega a funcionar también como testimonio, ella atestigua la existencia de una realidad. La dimensión pragmática se deriva entonces del proceso de producción de la imagen. Bajo esta lógica, la fotografía no tiene significación en sí misma: su sentido es exterior a ella, está determinada por la relación afectiva con su objeto y con la situación de enunciación. La semántica de la foto, en definitiva, depende de su pragmática. 58 Con respecto a las fotos de la cárcel en Irak, Sontag enfatiza en que la cuestión central de las fotografías, no solo es la revelación de lo ocurrido a los “sospechosos” arrestados por Estados Unidos, sino, y, sobre todo, en que el horror mostrado en las fotografías no puede aislarse del horror del acto de fotografiar, de enfocar a los perpetradores posando victoriosos junto a sus cautivos torturados.
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No tenemos necesidad de que se nos ofrezca un pie de foto o una narrativa cualquiera para entender que un trasfondo político está siendo explícitamente formulado y renovado mediante y por el marco, que el marco no solo funciona como frontera de la imagen sino también como estructurador de la imagen. Si la imagen estructura a su vez la manera como registramos la realidad, entonces está estrechamente relacionada con el escenario interpretativo en el que operamos (106).
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se desea mostrar y qué no. En esta vía, el espectador que presencia una imagen de guerra tiende a asimilarla en su intención comunicativa y a adoptar una posición ética.
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Sontag ubica la foto justamente en su contexto, va al índex, a aquello que indica las circunstancias de la realidad representada en la imagen y su posible impacto. Bajo este ángulo, las dos pensadoras no se opondrían entonces en sus argumentos sobre las causas y efectos de una imagen. Desde la idea de la necesidad del índex para interpretar la foto, tanto Butler como Sontag coinciden en la reflexión sobre la respuesta emocional y política que esta suscita. “La cuestión para la fotografía bélica no es solo, así, lo que muestra, sino también cómo muestra lo que muestra. El “cómo” no solo organiza la imagen sino que, además, trabaja para organizar nuestra percepción y nuestro pensamiento” (Butler, [2009] 2010: 106). La capacidad de la imagen bélica para producir pensamiento y generar realidad se demuestra justamente en la narrativa colombiana. Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, se apoya en una serie de fotografías de guerra reales59, para dar forma al “Capítulo diecisiete”. La escritura se ancla a una serie de fotos que registran situaciones concretas de la violencia política, en un momento y lugar determinado del territorio colombiano. Son imágenes que enfocan con especial atención los estragos de la guerra: rostros de víctimas, gestos de dolor y llanto, miradas de desamparo, pueblos destrozados. La técnica narrativa consiste en hacer una descripción poética de la imagen y, a su vez, imaginar una realidad ficcional que signifique lo fotografiado con la fuerza de lo real. Las fotos pasan a la novela a través de la “palabra-imagen”. Se equipara la foto como foto pero también como narración a través de la descripción metafórica. Durante la lectura las escenas son imaginadas con precisión plástica. La narración visual compromete, asimismo, un conocimiento explícito sobre el sentido ético y político de lo manifestado en la imagen, veamos: Granada, Antioquia, diciembre de 2000 Escombros. Eso es Granada. Piedras sobre otras piedras. Casas de las que no han quedado sino fragmentos de puertas y ventanas, astillas de vidrio, huellas carbonizadas de alambres eléctricos, pocillos, platos. Pero en un extremo, hacia la izquierda, hay una gran pancarta que, de entrada, se confunde con las ruinas […] la pancarta muestra una mano que parece exigir por un momento la interrupción de la guerra. Debajo de ella, en letras mayúsculas dice: “Territorio de paz”. Se trata, en apariencia, de unas de esas paradojas de la guerra. Uno de los matices de la ironía que construyen los 59 Las fotos elegidas para este capítulo son autoría de Jesús Abad Colorado, reconocido fotógrafo documental colombiano, que ha registrado las diversas caras del conflicto armado en Colombia. Su archivo, logrado durante más de veinte años, muestra los estragos más terribles de la guerra: las masacres, el desplazamiento forzado, el sufrimiento de las comunidades afectadas y sus actos de resistencia. Sus fotos aspiran a recuperar la memoria dolorosa del país y generar conciencia sobre lo que nos ha pasado como sociedad.
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Las trece “foto-relato” 60 que dan forma al capítulo son presentaciones poéticas del choque de los grupos armados contra la población civil. Señalan el cinismo de los victimarios y visibilizan la dignidad de la víctima, su dolor y su llanto. Son imágenes del silencio y la desolación, que testimonian la cotidianidad de la violencia en Colombia: poblaciones desplazadas, masacres colectivas, asesinatos sistemáticos, desaparecidos. Cada foto “muestra lo que está pasando y hace imaginar confusamente lo que pasó” (Montoya, 2012: 220). La narración de Montoya retoma estas miradas de la guerra y las ubica en tiempos y espacios precisos, entra en la verdad de los hechos y da forma a una realidad simbólica del sufrimiento y desamparo de quien sufre. El tratamiento literario de la imagen de guerra en la novela es una apuesta estética diferente y novedosa, que fusiona los principios de dos campos estéticos diferentes –la fotografía y la literatura–, para lograr expresar lo “inmirable” y lo “innombrable” de lo absoluto de la violencia. En la novela el papel del narrador, un alter ego de Pablo Montoya, destaca brillantemente en su manera de contar lo sucedido, su voz genera un efecto sensitivo y abre un espacio a la imaginación de la atrocidad del crimen. Los relatos, a pesar de la pavorosa realidad que significan, están cargados de belleza poética, realizan asimismo una crítica profunda a las dinámicas perversas de la guerra. La perspectiva narrativa es compasiva con los sufrientes, llama la atención no solo sobre su orfandad, sino que también valora la entereza con que se afronta el mundo después del despojo. Para el narrador las figuras activas del conflicto: Estado, Ejército nacional, paramilitares, guerrilleros, etc., son objeto de cuestionamiento y encono. La negligencia y el barbarismo de los actos bélicos son duramente cuestionados en Los derrotados. 60 Parte de los relatos referidos por Montoya están documentados por el Centro nacional de memoria histórica. Se puede encontrar en la página web del sitio todos los informes que han elaborado los investigadores sobre los diferentes atentados terroristas de los grupos armados a las poblaciones colombianas.
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hombres para sobrevivir en medio de la locura. Pues a Granada, por ser un sitio estratégico del Oriente antioqueño, otro corredor por donde pasa la droga, desde hace años se la disputan, como jaurías rabiosas, la guerrilla y los paramilitares. Al cabo de los segundos, el observador discierne a la muchedumbre que hay detrás de la pancarta. La primera impresión es que ella se confunde con las piedras. Que va a ser devorada irremediablemente por esa boca residual que es ahora Granada. Pero no es así. La gente está detenida en filas que manifiestan el orden y no el caos. Ella es la que define los escombros de otro modo. La que intenta otorgar un perfil a lo que es la destrucción (Montoya, 2012: 227-228).
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La discusión en torno al poder de la imagen de guerra toma consistencia en la presencia y la voz de Andrés Ramírez, personaje fotógrafo a quien se le atribuyen las diversas imágenes en la realidad ficcional. Las reflexiones literarias nos hacen inferir que al narrador le preocupa el proceso de recepción y circulación que sufre una imagen escabrosa. Ciertamente, como advierte Sontag ([1973] 2006), una foto de lo atroz es equiparable en su transcurso de recepción a una imagen pornográfica, esto es, que el sentido-mensaje que afecta profundamente la psiquis del vidente se va degradando con la recepción repetida de la misma tipología de imágenes. El efecto de desconcierto o turbación cuando se han mirado unas cuantas imágenes de lo atroz termina en una indiferencia emocional y cognitiva. La fotografía violenta que satura el espacio contemporáneo decae en una percepción banal, muchas veces inevitable y hasta remota. Ante esta situación, Montoya lleva a su personaje a razonar sobre qué tipo de fotos podrían hacer parte de la mirada pública, en qué lugar y momento, y cuáles deberían quedarse como archivo personal o restringido a unos pocos espectadores. Por este motivo, las fotos de Ramírez que circulan en la prensa son cuidadosamente seleccionadas, si bien muestran la violencia lo hacen desde una estética de la sugerencia, que insinúan lo intangible de la guerra o lo que sucede más allá del marco, veamos: Juradó, Chocó, diciembre de 1999 […] la imagen que nombra por antonomasia al país [s]e trata de un espejo roto en pedazos. Es una bagatela sin mayor valor económico. Uno de esos espejuelos que se venden a mil pesos en los mercados de abalorios de aldeas habitadas por indígenas y negros pobres. Ramírez ha caminado una vez más por uno de esos sectores devastados y ha mirado a sus pies. Porque el espejo está tirado en el suelo. Varias balas, que parecen cuscas de cigarrillo aceradas, lo rodean. La tierra de Juradó, como el espejo, está agrietada. En los pedazos del espejo, como en la tierra, no hay ningún reflejo (Montoya, 2012: 226). El enfoque del conflicto presentado en este pasaje busca un acercamiento objetivo a los hechos, el lector-vidente se ve obligado a ir más allá de lo que la foto muestra. Dejar por fuera del marco la presencia explícita de los efectos más sangrientos y mostrar la guerra a partir de una “foto metafórica” se convierte en una declaración estética, que parece advertir que hay realidades que es mejor no exponerlas públicamente en la explicitud misma del lenguaje fotográfico. Esta especie de visualidad de “lo inmirable”, de lo que no puede mostrarse por
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Segovia, Antioquia, octubre de 1998 La multitud marcha en silencio. Los ataúdes que se cargan son diecinueve. Aunque contarlos es inútil […] Lo que prevalece son los rostros de los vivos. Son tan discernibles, tan comunes y corrientes, tan perfectamente campesinos, que el observador de la fotografía se reconoce de inmediato en ellos. Muchos tienen gorras, camisas de mangas cortas, camisetas de manga sisa. Todos sudan el calor tórrido de Machuca. Pero ninguno llora. Casi todos miran hacia abajo. Hay tres mujeres que se han encontrado con la cámara. Son esas tres miradas las que expresan la pequeña dignidad en medio de la desmesura del horror (Montoya, 2012: 222).
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prevención al impacto paralizador que causa en el espectador resulta, quizás, más efectiva para visibilizar los estragos de la guerra. Las fotos de Ramírez focalizan el horror sin mostrarlo, lo sugieren, no lo esconden. Parafraseando a Sontag ([1973] 2006), las fotos públicas de Ramírez serían retratos de la ausencia, es decir, de la muerte sin los muertos. La brutalidad de los hechos reclama entonces una estructura narrativa que se sale del orden normal del discurso, del marco explícito de la realidad. Nombrar lo abyecto a través de una foto metafórica de la violencia provoca una experiencia sensorial y cognitiva que ubica a quien lee y mira en el meollo mismo de lo retratado. Podría tildarse de insincero o trucado el acto de presentar la violencia extrema a partir de fotos de cierta sugerencia estética, pues sabemos que la foto “tratada”, es decir, aquella en la que se ha jugado con el encuadre, el enfoque o la composición, pierde fuerza en su autenticidad y tiende a desvirtuar el suceso registrado. Sin embargo, cuando vemos las fotos de Ramírez a través de la palabra que les da espesor, reconocemos que, paradójicamente, están dotadas de una especial legitimidad a razón de su rasgo estético. La intensidad con que percibimos la realidad enmarcada obedece, justamente, a la manera como los elementos artísticos y poéticos recrean la imagen. Las fotos de Los derrotados, sin dejar de sugerir los horrores de la guerra, aprovechan los artificios visuales para apuntar directo al blanco afectivo del sujeto y motivar una respuesta ante lo que el relato devela. La figuración de la fotografía como imagen poética vigoriza el sentido profundo del contexto enmarcado, significa no solo los actos evidentes sino, y con mayor fuerza, el gesto anímico, la reacción afectiva de quienes son asolados por la violencia salvaje. Lo emocional traumático como metáfora visual logra revelarse y cobrar realidad:
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En la selección y producción literaria de las fotografías de Abad Colorado, el escritor intenta recuperar una nación en una de sus facetas más despiadadas. De la escena anterior la escritura aprovecha la estética visual de la desolación compartida. La distribución de los planos, la distancia focal, la insinuación del desamparo, el equilibrio compositivo entre los objetos que rodean el acto central, se transforman en lenguaje que insinúa el estado humano ante la pérdida. El escritor recurre a los usos poéticos de la palabra para acercarse con justeza a aquello que el archivo visual, a pesar de su vitalidad, no logra comunicar. La invención poética de la foto nos acerca a la dimensión impalpable de la realidad referenciada. La escritura dirige la atención hacia la verdad de la violencia, que es el sufrimiento y la soledad de la víctima. La fijación narrativa en detalles como el rostro consternado de las mujeres expone la realidad oculta, simboliza ese algo que nos molesta y conmueve de aquello que miramos. Pablo Montoya aprovecha el carácter autónomo de la imagen bélica. No es el dato cronológico que imprime la cámara, tampoco las intenciones del fotógrafo lo que aseguran la continuidad testimonial de la fotografía, es ella misma, su fuerza para provocar la pregunta y llamar la atención sobre la realidad que muestra. Dice Butler ([2009] 2010), que toda foto de guerra sigue su propio camino y actualiza su sentido en cada nueva mirada (124). De esta manera, la fotografía en la narrativa gira en artilugio que suscita indignación y construye visiones para incorporar y nombrar esa indignación. Pese a la duda de Ramírez de publicar sus imágenes, finalmente, lo hace; en sus reflexiones reconoce que ellas pueden llegar a ser lenguaje asimilable, capaz de remover la cómoda posición y el estado de amnesia de los ciudadanos (Montoya, 2012: 111). Cuando observamos las fotos de guerra en Los derrotados se actualiza lo retratado, se remonta la historia a través de la complejidad y plasticidad temporal que la imagen incorpora. La narración, en este orden, se posiciona como archivo de lo sucedido y recupera el horror, el miedo, la tristeza, la desesperanza, en cuanto historia y estado emocional del pasado y presente de la nación. EL DETALLE VISUAL Y LA ESCRITURA El denominador común de la narrativa de Pablo Montoya es la representación del acontecer íntimo de lo más indefensos. Muchas de sus obras reflexionan sobre las dinámicas terminantes de lo gubernamental y de los acontecimientos políticos. Lo afectivo, la vida anímica, en este sentido, adquiere carácter político porque
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Una de las técnicas de escritura de Montoya es enfocar el ojo de quien cuenta en detalles particulares de la imagen. En novelas como Los derrotados –abordada en el apartado anterior– y Tríptico de la infamia (2014)61, en las que el recurso de la imagen es notable62, la voz narrativa describe con especial atención algunos pasajes y elementos precisos que aparecen en las fotos, cuadros y grabados que la narración incorpora. La mirada del personaje que narra se detiene, por ejemplo, en la precisión del trazo de una cabeza desmembrada, en el gesto taciturno de un rostro o en el color que da contraste a una escena específica. La escritura se despliega a partir del contacto directo con lo que se mira minuciosamente. El detalle visualizado, en este sentido, motiva no solo la escritura sino que se convierte en punto de acceso a la imagen en sí misma y a la realidad que representa. Esta intención estética de preferencia absorbente por determinadas partes de la imagen cobran especial sentido para la obra, pero, sobre todo, simbolizan el momento de imaginación creativa que la imagen desencadena en el escritor y en el narrador. El detalle es resultado de un alumbramiento íntimo, dice Arasse ([1992] 2008), genera una realidad casi individual para quien la observa. La imagen, en este orden, trasciende su propio estado, atraviesa la sensibilidad de quien la mira hasta llegar a realizarse como acto nuevo, motiva un mundo aún increado, tal como lo comprobamos en la escritura de Montoya. 61 Novela ganadora del Rómulo Gallegos 2015. 62 Gran parte de la propuesta de escritura de Pablo Montoya aborda la imagen visual como recurso que guía los sucesos ficcionales: La sed del ojo (2004, 2019), varios relatos de Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Solo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Terceto (2016).
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aparece siempre bajo el ángulo de la historia y el poder. En Lejos de Roma (2008), el poeta Ovidio, personaje narrador, reflexiona en torno a las jornadas expansivas de Roma: “Donde intenta imponerse un imperio las regiones se transforman en un enorme estremecimiento de huidas […] Nuestra paz no es más que espanto y fuga” (Montoya, 2008: 74). Los derrotados representa la tensión entre política, arte y frustración, “la manera como en medio de la belleza que ven y sienten sus personajes brota el mal que se empeñan en sembrar los seres humanos” (Manrique, 2018: 1). Esta misma constante estética toma forma en Tríptico de la infamia, la desolación y el tormento causado por la inquisición, la tortura y la hoguera son los elementos activos de lo narrado. La escritura recurre a sucesos simbólicos del pasado para reconstruir la historia de la humanidad a partir de la visión de los vencidos, del dolor y el silencio de las víctimas. La impronta trágica de las novelas, como advierte Marinone (2016), se sostiene sobre un ethos del miedo, que densifica el discurso y desborda en interrogantes acerca del contexto referenciado.
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El conjunto de detalles que toman forma en la novelística del escritor colombiano son aquellos que sugieren el ultraje violento de la confrontación social y política. La perspectiva narrativa centra su atención en las escenas de terror más crudo, ubica en sus coordenadas los detalles que “congelan” la realidad atroz, veamos: En la parte de atrás de la imagen hay una multitud de indios que van entrando, en fila y vigilados por los guardias y sus largas alabardas, a un recinto en llamas. Diríase un horno crematorio en ciernes. Una cámara de muerte pública y renacentista […] Y aquí está la mujer, en medio del tumulto asustado, que carga un niño y cae en el hoyo de las estacas. Ambas piernas y uno de los brazos, el que tiene libre, tratan de aferrarse al aire. Pero este es esquivo y la ignora y, en cambio, abre sus fauces invisibles para que madre e hijo sigan cayendo a través de ellas (Montoya, 2014: 287, 290). Estas escenas aparecen en Tríptico de la infamia, son detalles de algunos de los grabados de Théodore de Bry, que ilustran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas. La narración del detalle deja al descubierto el impacto del poder político sobre una cultura. La aniquilación sangrienta a manos de una regencia criminal. El horror de los indígenas por la proximidad de una muerte atroz tiene su origen en la fuerza aplastante de los conquistadores, que buscaban imponer su dominio en territorio americano. La visibilidad de lo infame toma consistencia en el relato a partir de fragmentos visuales, de figuras o escenas recortadas del espacio fotográfico o pictórico. El elemento visual, de este modo, se fusiona con la narración para ubicar los sucesos del pasado y dar forma a una memoria que pone en el centro de la historia el sufrimiento del sujeto. La escritura de Montoya propone un juego narrativo en el que la imagen cumple un papel esencial. Son novelas del “ver-mirar”, en palabras de Marinone (2018), en las que la imaginación de quien observa abre un amplio espectro de reflexiones. Los personajes y sucesos toman densidad solo, y exclusivamente, en la relación íntima que establecen con lo que miran, con el detalle de la imagen: Su corazón inmediatamente dio un vuelco y se aceleró con premura. En la boca se le instaló una sequedad advenediza. Un nudo compacto se le hizo en la garganta. Los ojos no demoraron en congestionársele. La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió
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La reacción del personaje ante el cuadro La masacre de San Bartolomé es contundente. Glosando a Didi-Huberman (2007), la imagen pareciera estrechar a De Bry, abrirse y cerrarse sobre él suscitándole una conmoción existencial, una “experiencia interior”. El mundo narrativo que se funda en las novelas de Montoya adquiere forma justamente en tal experiencia. El detalle visual, y la imagen en general, no son fuente de reproducción son la producción misma, el descubrimiento por sensación propia de lo más recóndito de la naturaleza humana. La realidad narrada se crea en el momento que el ojo percibe el detalle visual; este aspecto, de hecho, el escritor lo reconoce cuando afirma que el diálogo que se entabla en sus libros sobre la pintura “tiene que ver con la imagen misma, con su proceso de formación, con el artista que la hizo y con [su] propia mirada que no es más que un deseo de captar la visibilidad sabiendo que más allá está la invisibilidad” (Marinone, Foffani y Sancholuz, 2017: 3). Es esta mirada del escritor sobre la obra pictórica o la fotografía la que provoca una revelación. El universo visual que permanecía a la sombra sale a la luz cuando es iluminado por la palabra literaria. En otros momentos, la escritura de Montoya proyecta el detalle visual como metáfora poética que aliviana la opresión de la realidad escenificada. En Los derrotados, a partir de una foto de los efectos de la guerra, se cuenta la historia de Anacleto, un campesino colombiano que pierde a su esposa durante un enfrentamiento armado entre guerrilleros y ejército nacional; en el momento del entierro, a este hombre lo avasalla el dolor y la desolación, “cuando se arrodilla frente a la caja construida con tablas de abarco, se tapa la cara y llora” (Montoya, 2012: 231). Ante esta escena de llanto y dolor el narrador advierte un detalle de la imagen y lo recrea poéticamente: “En la fotografía la escena está enmarcada por la maleza que rodea la trocha. Hacia el lado izquierdo, detrás de Anacleto, hay una flor blanca. Es un lirio que algún dios de la selva, repentinamente conmovido, ofrece al deudo” (Montoya, 2012: 231). Aquí, el tratamiento literario del detalle, “un lirio blanco”, pareciera separarse del conjunto para recoger en ella el sentimiento de abandono que se escenifica. La pureza de la flor dulcifica el sentimiento de impotencia que nos avasalla cuando miramos la realidad concreta de la imagen.
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en la mirada con una fuerza parecida a la del puño que golpea un rostro desprevenido. De Bry cerró los ojos y puso las manos como escudo (Montoya, 2014: 274).
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ENFOQUE FOTOGRÁFICO DE UN PASADO SINIESTRO En las novelas que trabajamos los principios compositivos de la imagen visual se articulan con la escritura para conformar un registro iconopoético, en el que los sucesos individuales toman carácter colectivo y se recomponen como imágenes simbólicas del pasado nacional, de una memoria que pertenece a todos. La recreación literaria de fotografías genuinas sobre los destrozos personales de la guerra se establece a modo de pasaje entre la realidad real y la verdad ficcional, para exteriorizar el rastro afectivo de la violencia. Tanto el impacto íntimo que produce una foto de guerra como el gesto inenarrable que esta enmarca, motiva una narrativa en la que la fuerza de la metáfora revela la conmoción emocional, el estado de horror puro de quien sucumbe de la manera más atroz. El recurso visual atiza la fuerza expresiva de la palabra para desentrañar el miedo y convertirlo en voz, en locución articulada. Se acepta que desde finales del siglo XIX la fotografía mudó en tema importante para la literatura y motivó nuevas formas ficcionales. Ciertamente, Las circunstancias que rodean el acto fotográfico fueron decisivas en las maneras novedosas como el sujeto moderno percibió e interpretó la realidad. La fotografía en alguna medida alteró las fronteras entre lo real y lo imaginario, en el sentido que la cámara veía cosas que pasaban inadvertidas para el ojo humano, una situación que puso en juego la relación entre realidad, sujeto y arte, y suscitó otras indagaciones en torno a la representación estética de acontecimientos. La fragmentación del discurso literario, el monólogo, la narración subjetiva y en presente, la simultaneidad de espacios y tiempos narrativos, la vida cotidiana y anónima como argumento, entre otros, son parte de los recursos estéticos asociados con la perspectiva fotográfica (Ansón, 2010: 153-162). La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, por ejemplo, hace una representación de fotos sobre la anatomía humana, para articular un discurso en torno al origen de la vida, la materia inerte y los misterios de la muerte. En busca del tiempo perdido (19131927), de Marcel Proust, recrea también el impacto de la fotografía en la narrativa, son numerosos los pasajes en los que el narrador se solaza y construye verdaderas perspectivas visuales desde la descripción de fotografías. Margarite Duras, por su parte, dio forma a su bella novela El amante (1984) a partir de la estructura del álbum de familia, las imágenes recreadas son a su vez palabra poética. Los mundos y elementos ficcionales motivados por el hecho fotográfico son múltiples: la correlación de literatura y fotografía erige personajes fotógrafos que proyectan una mirada visual de los sucesos narrados, consolida de manera renovada tiempos y espacios que rompen con la idea clásica de las anacronías y, 132
63 Julio Cortázar es uno de los escritores más citados en los estudios sobre la relación de la literatura con la fotografía. El cuento Las babas del diablo (1959) da forma a una poética novedosa resultado de la fusión de visualidad y escritura. Este cuento apunta a recrear elementos de la fotografía: el estatismo de la imagen, lo que puede intuirse más allá del marco, la verdad subjetiva de lo escenificado, etc., para dar consistencia a una historia en la que, según De los Ríos (2008), se valoriza mayormente la palabra: por su capacidad de significar de manera más cercana el sentido profundo de la existencia. El personaje de Las babas del Diablo logra exteriorizar las emociones que le aquejan exclusivamente a través de la escritura.
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especialmente, reconfigura el pasado histórico a partir de la imaginación de fotos que representan escenas de violencia política. Un caso particular de este último recurso es el cuento de Cortázar Apocalipsis en Solentiname (1976), que denuncia e impugna la violencia de Estado en Latinoamérica a partir de la fusión en la escritura de los principios de la pintura con los de la fotografía63. Las fotografías que el personaje fotógrafo toma de pequeños cuadros pintorescos creados por una comunidad campesina, son reveladas y miradas después, por el mismo fotógrafo, como fotos de los crímenes de Estado. En lugar de los paisajes coloridos que los cuadros representaban, aparecen ahora ante el ojo de quien narra, imágenes atroces de tortura y masacre. El acto fotográfico simboliza acá, la capacidad de revelar una realidad que no quiere ser vista. La literatura latinoamericana se fue apropiando sistemáticamente de imágenes y convenciones de la cultura de masas, en la que la fotografía es uno de los lenguajes más expresivos (Amar Sánchez, 2000). Sin embargo, a pesar del crecimiento de las propuestas de escritura que retoman los principios de la imagen visual, la crítica literaria que fija la atención en este hacer estético es relativamente poca. En Colombia, por ejemplo, son mínimos los trabajos que indagan las relaciones y efectos entre la fotografía, la pintura y la narrativa. Predomina, más bien, el estudio de la influencia de la estética del cine. La representación del miedo y el horror adquiere en la fotografía su medio más contundente para evidenciar el mal gobierno, la injusticia y la criminalidad. La naturaleza de estas imágenes alimenta la imaginación literaria de los escritores contemporáneos. En los párrafos siguientes tratamos de entender cómo la fotografía se incorpora a lo narrado a modo de espectro simbólico del pasado, que interpela el presente y devela el trauma afectivo de la guerra. Las propuestas de escritura plantean una discusión sobre la ética de la fotografía que registra la violencia atroz. La representación literaria de la imagen bélica, proponemos, configura “un acto de ver desobediente” (Butler, ([2009] 2010), que acusa la regulación visual y cognitiva que el Estado, y demás tipos de poder, imponen sobre las violencias contemporáneas y sus terribles secuelas. El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez y Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, coinciden en la formulación literaria de
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sucesos concretos que han determinado las dinámicas sociales y políticas en la Colombia de las últimas décadas. Aunque el tema que las identifica es, una vez más, la violencia, la incorporación de la imagen fotográfica, como recurso narrativo y agente protagónico de los hechos, traza una nueva coordenada de sentido. La escritura poética de fotos de personajes sufrientes, sitios históricos destrozados y despojos bélicos se intercala con absoluta naturalidad en la diégesis, para aproximar un poco más la visión del lector a los efectos e insensatez de la guerra. La novela de Vásquez es la exploración de los estragos íntimos causados por el narcotráfico en la sociedad colombiana. El miedo es el elemento en torno al cual la narración rastrea el efecto anímico del narcoterrorismo en la esfera pública. La escritura da forma a la sensibilidad de la generación nacida en la década de los setenta, y que vivió su juventud temprana durante los conmocionados años ochenta, periodo al que pertenece tanto el escritor como su narrador protagonista64. En el registro de un pasado que comprometió la vida social del país, el héroe de Vásquez rehace uno de los momentos más dolorosos de su juventud temprana, cuenta su lucha por salir del estado de horror y desamparo a causa de un atentado homicida que lo deja gravemente herido. A raíz de este suceso, la novela enfatiza en la emocionalidad traumática de la sociedad colombiana durante la década de los ochenta, años dominados por el miedo a razón del narcoterrorismo. Este periodo se erige en la narrativa como espacio de confrontación entre la mirada externa de la violencia –los victimarios, las bombas, las estadísticas– y la percepción anímica –el dolor y la turbación–. Vásquez enfoca una época en la que los más jóvenes se hicieron “temerosamente adulto[s] mientras a [su] alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas” (Vásquez, 2012: 254). La inscripción literaria del miedo –afecto que hermana a la generación del setenta– se desborda de sus fronteras íntimas, de la sensibilidad individual, para transformarse en fenómeno emocional colectivo. La “radiografía del miedo” que esta obra ofrece, dimensiona las causas materiales del negocio de la droga así como los desajustes emocionales que habrían de perdurar entre quienes alguna vez fueron víctimas o vieron vulnerada su ciudad (Gaitán, 2012: 178). El miedo de Yammara, personaje central, solo puede comprenderse en relación con las circunstancias sociales y políticas que cercaron el devenir de una generación. Articular lo afectivo como derivado de la violencia, de narrar emocionalmente lo inefable, recalibra el valor 64 La mayor parte de los estudios, reseñas y reflexiones publicados hasta el momento sobre El ruido de las cosas al caer reflexionan sobre la conciencia histórica de su autor, porque configura con sentido crítico episodios emblemáticos de la historia reciente del país (Arenas, 2011; Fernández, 2013; Ponsford 2015). Se estudia también el trauma íntimo como efecto psicosocial de la violencia del narcotráfico, que marcó funestamente el devenir de la generación colombiana nacida durante los años setenta (Marín, 2011; Castañeda, 2012; Gaitán, 2012).
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literario de las propuestas de escritura que tematizan la violencia del narcotráfico más allá de la pura descripción de escenas macabras. No es la escenificación de la expresión visible de la violencia –sicarios, narcotraficantes, torturas, bombas– es lo íntimo trastornado lo que toma protagonismo en el relato para significar la emocionalidad de una época. El ruido de las cosas al caer remarca tanto en el impacto momentáneo del miedo, es decir, en la conmoción que se produce en el instante inmediato de la amenaza –el terror–, como en las secuelas psíquicas que perduran a lo largo de la vida. Han transcurrido cerca de quince años cuando su personaje se decide a contar el pasado que lo marcó de manera tan aciaga. Pese a que muchas de las impresiones de esos años terribles parecían haberse ido al olvido, la narración, desde el presente ficcional, arroja nueva luz sobre lo ocurrido y descubre que el miedo sigue permeando la realidad actual de los héroes. La intención nemotécnica del relato no hace otra cosa que evidenciar cómo el miedo no se circunscribe únicamente al momento del atentado, sino que extiende sus tentáculos hacia espacios y tiempos insospechados. El miedo, se sabe, sigue latente en la rutina cotidiana de sociedades que ahora viven en relativa calma después de atravesar años de guerra. Es una emoción que socava silenciosamente la intimidad del habitante de las grandes urbes (Rotker, 2000), que prescribe, incluso, por varias generaciones los imaginarios culturales o de representación de la realidad. El recuerdo de Ricardo Laverde, por parte del narrador, es la fuerza propulsora del relato que lleva a escena la problemática relación del presente con el pasado. Al inicio de la narración de manera intempestiva brota en Antonio Yammara el pasado como un espectro, lo acosan las bruscas invasiones de un episodio de su vida que creía cerrado, pero que resurge a causa de una imagen publicada en una revista. La evocación involuntaria y discontinua se filtra en el presente del narrador obligándolo a desandar lo vivido, a fusionar el “orden afectivo” con el “orden intelectual” de la memoria, en el sentido que cada retazo de recuerdo, conservado u olvidado a capricho de la emoción íntima, toma forma y densidad cuando el personaje decide reconstruirlo en palabras. En este hecho se reconoce que si bien el héroe rehace su propia memoria, esta devela, a la vez, la memoria punzante que pertenece a toda una generación. Para intensificar la persuasión del relato, el escritor flexibiliza creativamente la instancia narrativa: se pone a un personaje a contar la vida de otro ya muerto. Yammara da testimonio de la vida de Laverde, y a través de la verdad de este reaviva la historia caótica y sangrienta de un país, Colombia. La estrategia de escritura consiste en dar forma a una figura ausente en el presente ficcional, focalizar a alguien que fue asesinado tiempo atrás, para narrar desde su
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voz silenciada, la brutalidad de una época. Antonio Yammara es enfático en decir que él no contará su vida, “solo unos días que ocurrieron hace mucho” (Vásquez, 2011: 15), sin embargo, su relato no se limita a los días en que conoció a Laverde, esta situación es únicamente “la puerta de entrada”, porque la novela abarca todo el pasado del aviador, incluso momentos de la vida de sus ancestros. Yammara narra porque Laverde ha muerto y no hay quién de fe de su pasado. El personajenarrador se pone en el lugar de alguien que ya no está, fue quien quedó vivo después del atentado de los sicarios y se asume como “el elegido” por los ausentes y por las condiciones históricas, para hacer memoria de una época a partir del pasado del piloto, de Laverde. En este orden, la novela se puede entender como registro estético de la memoria histórica plural, en la que el testimonio de lo contado toma fuerza legitimadora en las evidencias que utiliza el personaje-narrador: fotos, cartas, grabaciones, entrevistas, publicaciones de circulación masiva, etc. Se sabe que la memoria es un “‘objeto’ susceptible de manipulación, rechazo y debate” (Amar, 2010: 122), además, recela de una reconstrucción que evada los recuerdos subjetivos; por esta razón, el juego de escritura de Vásquez consiste en sostener la veracidad de lo referido por su personaje con pruebas concretas. Las fotos y recortes de viejas noticias se ubican en los pasajes ficcionales a modo de archivos reales, como especie de dispositivos mnemotécnicos que garantizan la veracidad de los acontecimientos y una mirada fiel hacia el pasado reciente. Pareciera que el relato personal de Yammara no fuera confiable por ser subjetivo. Por lo tanto, la perspectiva narrativa genera la necesidad de sostener la vista al pasado con registros personales e históricos precisos, que infunden un efecto de credibilidad ante lo que se cuenta. Las fotos, ciertamente, producen una impresión de realidad, de “autenticidad histórica”. Este afán de veracidad, de garantizar la legitimidad de lo sucedido con pruebas tangibles como las fotos y demás archivos, enmascara la ilusión de lo contado como hecho real. Aunque estamos frente a un texto de ficción, el narrador parece buscar subrepticiamente un reconocimiento de su verdad más allá de los límites de la narración cuando insiste en interpelarnos como lectores a lo largo de su relato: “todo es recuerdo, esta frase que acabo de escribir ya es un recuerdo, es recuerdo esta palabra que usted, lector, acaba de leer” (Vásquez, 2011: 23). Este artilugio lúdico es un elemento recurrente en el estilo narrativo de Vásquez, que recuerda siempre la complicada relación entre realidad y ficción, y, autor y lector65. Recuérdese, por ejemplo, que en Historia secreta de Costaguana (2007) 65 En entrevista con Cristina Pacheco, para el programa televiso mexicano “Conversando con Cristina”, frente a la pregunta ¿quién cuenta en El ruido de las cosas al caer? el escritor responde que tanto él como Antonio Yammara. Deja en claro, de nuevo, la permeabilidad y transgresión de la instancia narrativa que distingue a sus textos. En relación con este aspecto estético, Pablo Montoya, en su libro Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre
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La mesa todavía estaba cubierta por el forro de plástico negro, y sobre el forro Laverde puso la imagen, su propia imagen, y la miró fascinado: aparecía bien peinado, sin una arruga en el vestido, con la mano derecha extendida y dos palomas picoteando en su palma; más atrás se adivinaba la mirada de una pareja de curiosos, ambos con morral y sandalias, y al fondo, muy al fondo, al lado de un carrito de maíz agrandado por la perspectiva, el Palacio de Justicia. la pompa y el fracaso, (2009), presenta un estudio detallado de la intromisión del narrador en Historia secreta de Costaguana, donde califica a José Altamirano de “exhibicionista”, por mostrar lo que tradicionalmente en los juegos narrativos debe permanecer oculto, esto es no revelar al lector los procedimientos utilizados para que la trama avance o retroceda, circunstancia que precisamente Altamirano “despedaza”. 66 Esta foto es real; puede verse aún hoy (febrero 2020) en el artículo “El hipopótamo ‘Pepe’ divide a Colombia” (2012), de Antonio Albiñana para el diario Público.es: https://www.publico.es/actualidad/hipopotamo-pepedivide-colombia.html 67 Antonio Von Hildebrand retoma el suceso de la cacería del hipopótamo para realizar el documental Pablo’s hippos (2011), respaldado por Sundance Channel y la BBC, y narrar la historia del jeque de la droga en Colombia. El documental fue presentado en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias en el 2011. En entrevista con Verónica Calderón, para el diario El país, Von Hildebrand compara la naturaleza del hipopótamo con la fisonomía y actitud del narcotraficante: “Son gorditos, lampiños, extremadamente agresivos, no particularmente inteligentes pero muy fuertes, y todo lo que hacen es por territorio y por hembras (…) cuando el líder de la manada es viejo, llega otro y lo mata para tomar el liderazgo, como los narcos. Matan de inmediato a cualquiera que se les cruce en el camino, como los narcos. Son paranoicos, como los narcos”.
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el narrador, José Altamirano, establece las reglas de lectura y conmina al lector a seguirlas fielmente si quiere conocer lo que pasará. De los diversos registros de memoria que El ruido de las cosas al caer utiliza, el más notable es quizás la figuración de la imagen fotográfica como principio desencadenante de los hechos y, vía para abrir una ventana oculta de la historia colombiana. Hay dos fotos situadas en el texto en momentos decisivos; la primera, es la que desata el recuerdo en Yammara y da origen a su narración: la foto del cadáver del hipopótamo con sus cazadores militares posando junto a él66. Un suceso que ilumina en la memoria del héroe un rincón oscuro, donde permanecía silenciosa la experiencia lacerante de trece años atrás: “me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos” (Vásquez, 2012: 14). El efecto de tal imagen motiva la escritura. Surge en el narrador la necesidad de relatar lo vivido, así entonces, escribir se convierte “en un asunto de urgencia” (Vásquez, 2012: 15), para cerrar un episodio del pasado. La fotografía del hipopótamo Pepe, a su vez, muestra de modo contundente uno de los legados más absurdos de Pablo Escobar, es metáfora visual de las secuelas del narcotráfico en Colombia67. La segunda foto, la que más nos interesa, es la que Ricardo Laverde se toma en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Veamos su descripción:
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“Está muy bien”, le dije. “¿Se la sacó ayer ?” “Sí, ayer mismo”, dijo él, y sin más me explicó: “Es que viene mi esposa” No me dijo la foto es un regalo. No aclaró por qué ese regalo tan curioso interesaría a su esposa. (…) “¿Cómo así que viene?”, pregunté. “¿Viene de dónde?” “Ella es de Estados Unidos, la familia vive allá. Mi esposa está, bueno, digamos que está de visita.” (Vásquez, 2012: 25-26) En primer momento, hay que notar que la imagen es un “truco formal” para entrar en el pasado del piloto. Es el medio que facilita un vínculo más próximo entre los dos personajes, pues aunque el narrador ya conocía a Laverde, nada sabía de su pasado y vida personal. A partir de la conversación en torno al retrato empieza a tomar forma la enigmática historia del aviador. La perspectiva narrativa comienza a oscilar entre lo sucedido en las décadas de los ochenta y noventa – presente ficcional–, y los últimos años de los sesenta e inicios de los setenta. La foto impulsa las acciones que van a dar forma a un segundo momento del relato. Ahora bien, antes de continuar con la lectura de la fotografía, es necesario precisar que más que una indagación de tinte semiológico, buscamos una interpretación abierta de la imagen, es decir, estudiar su propiedad pragmática, su capacidad de retener todo el acto fotográfico y motivar los hechos ficcionales: desde el “momento técnico” cuando Laverde posa frente a la cámara, el instante de producción en el cual el fotógrafo con un movimiento de la mano “reproduce al infinito” ese momento de la toma, hasta el espacio de recepción, cuando Laverde muestra su foto a Yammara y luego éste la describe desde sus juicios subjetivos, y nosotros la “re-leemos” desde nuestros intereses exegéticos. Para Dubois ([1983] 1986), recordamos, la dimensión pragmática del acto fotográfico requiere entender la foto como índex, en oposición a la idea de ícono y símbolo. Como índex, la foto es indicativa de una copresencia contigua entre el sujeto que se fotografía y el resultado de ese acto. La foto sería la “huella luminosa” (Dubois, [1983] 1986: 56) de la existencia real de la persona en el instante de la toma. La interpretación coherente de la fotografía necesita entonces de la situación enunciativa que envuelve todo el acto fotográfico. Su “semántica depende de su pragmática” (Dubois, [1983] 1986: 71). Si esto es así, el pasaje literario que ilustra el momento en que Ricardo Laverde se toma la foto, no limita su sentido a la intención particular del personaje de hacerse un retrato para enviarlo a su esposa, como prueba indiscutible de su libertad –recuérdese que Laverde ha regresado a la capital colombiana después de cumplir una condena de casi 20 años por narcotráfico en una prisión estadounidense–, sino que, a su 138
68 La Plaza de Bolívar de Bogotá es uno de los lugares públicos más importantes de la capital y del país. Es punto de referencia clave para el encuentro socio-político. A su alrededor se ubican parte de los edificios representativos de la vida política colombiana: el Capitolio Nacional, el Palacio de Justicia, la Catedral Primada de Colombia, la Alcaldía Mayor de Bogotá, la casa del Cabildo Eclesiástico, entre otros. Es Monumento Nacional y “lugar de la memoria”.
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vez, por el momento y el lugar donde el personaje se fotografía, la imagen gira en metáfora visual de la historia colombiana. Como veremos, el retrato del piloto, sin ser de carácter documental, provoca un cúmulo de resonancias significativas sobre la aplastante realidad nacional. No es desprevenido que el escritor convoque el inicio del acto fotográfico en la Plaza de Bolívar de Bogotá68, que se haga a mediados de la década de los noventa, y que el narrador enfatice especialmente que “al fondo, muy al fondo” (Vásquez, 2012: 25) de la imagen se ve el Palacio de Justicia: institución simbólica de la Ley y el Orden, pero cuestionada en su legitimidad. Este panorama, asoma de forma significativa en el último plano de la imagen, es de hecho el elemento decisivo que dota la situación de un sentido trascendental. En la fotografía, sabemos, el paisaje que rodea a las personas retratadas se torna signo clave para comprender la circunstancia registrada. Para una comprensión más precisa de la foto en cuestión, necesitamos ubicarnos en el momento histórico colombiano de la década de los noventa, cuando Laverde vuelve a Bogotá después de pagar su condena. Pero antes, recuérdese que el piloto fue apresado en Miami en 1976 en un viaje que hacía desde Colombia transportando una carga de cocaína (Vásquez, 2012: 210). Es el periodo de inicio del negocio de la droga en el país, y la época en que el Departamento de Justicia de Estados Unidos fundó la D.E.A. –Drug Enforcement Administration–, 1973, con el propósito de frenar el contrabando y el consumo de estupefacientes. A la sazón, cuando Laverde regresa después de diecinueve años, las dinámicas perversas y poderosas del narcotráfico habían logrado corromper todos los estamentos políticos, económicos y sociales en la sociedad Colombiana. Se vivían, y se viven aún, las terribles secuelas de su violencia en el tejido social: la corrupción generalizada, la crisis de valores y la banalización del concepto de vida humana, entre otros. Al respecto, Sánchez Gómez (2008) agrega que desde finales de los setenta, la violencia del país se circunscribe al cruce de múltiples guerras: la de la guerrilla contra el Estado y contra los intereses paramilitares, y la del narcotráfico y su empoderamiento económico a través del terrorismo. Con el asentamiento del negocio de la droga, la guerra en Colombia sigue sin dar tregua. Incluso en el estado actual del país, año 2020, después de más de tres años del Acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC, la violencia a causa
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de ese flagelo –que se agrava con el paramilitarismo y la mala voluntad política del gobierno actual frente a dicho Acuerdo–, sigue siendo el fenómeno más problemático que atraviesa todo el territorio colombiano. Las diversas situaciones de violencia tienen tal impacto en la historia de la nación que se han vuelto, inclusive, un referente decisivo para delimitar los periodos históricos. Son tres momentos los que se articulan: 1. Las guerras civiles del siglo XIX; 2. La Violencia69 bipartidista; 3. La violencia generalizada de las últimas décadas, centrada especialmente en el narcotráfico. Un “devenir violento” que recala siempre sobre lo mismo. Si bien, en cada periodo los propósitos políticos que pretenden justificar el conflicto tienen matices diferentes, las prácticas de atrocidad no cambian ni cesan, y con ello el recrudecimiento de los efectos materiales y anímicos en la población. Este panorama nacional influye poderosamente en el imaginario social y personal, se convierte, por ejemplo, en la unidad de medida del tiempo íntimo. Los sucesos simbólicos de violencia extrema giran en referente para ubicar al colombiano en el pasado y explorar el recuerdo propio. Vásquez reconoce esta situación, por esta razón sus personajes asocian constantemente los recuerdos de vida a la historia caótica del país: atentados terroristas, magnicidios, secuestros, entre otros. Yammara expresa que: “esos crímenes (magnicidios, los llamaba la prensa: yo aprendí muy pronto el significado de la palabrita) habían vertebrado mi vida o la puntuaban como las visitas impredecibles de un pariente lejano” (Vásquez, 2012: 18). Para los protagonistas tales hechos son la conexión de época más sólida que los identifica como generación. De esta manera, cuando Ricardo Laverde vuelve al país a mediados de los noventa se encuentra con un panorama de criminalidad y terror, con las secuelas del negocio que él había ayudado a fundar dos décadas atrás. En los noventa, Colombia alimentaba su “guerra sempiterna” con los dividendos del narcotráfico, reproducía una vez más la violencia que la ha caracterizado desde su nacimiento. Vásquez visibiliza con ahínco ese pasado nefasto del país, la manera como cada período político vuelve una y otra vez al desacierto del terror, remachando sobre los mismos errores generación tras generación. Una repetibilidad absurda de una realidad aciaga que metafóricamente se devela en la novela, cuando la esposa de Laverde, Elena Fritts, recibe de regalo Cien años de soledad. Libro que, en la realidad ficcional, después de varias publicaciones sigue reproduciendo la misma errata, una “E” al revés en la última palabra del título en la portada: “Parece mentira, llevan catorce ediciones y no la han corregido” (Vásquez, 2012: 161). 69 Recuérdese que la Violencia, con mayúscula, señala el periodo de entre mediados de la década de 1940 y comienzos de la de 1960, cuando desemboca la brutal confrontación entre miembros de los partidos políticos Liberal y Conservador.
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Frase que percibimos alegórica de la historia colombiana, de su herencia maldita atiborrada de brutalidad y ausentes. País, donde, como sabiamente lo expresó García Márquez (1995), “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad” (549). Realidad que, sin ambages, se representa en El ruido de las cosas al caer: Ricardo Laverde regresa al país para recomenzar su vida, pero vuelve a caer vencido por la historia. Hay que advertir que Laverde, como individuo autónomo, en libertad de tomar decisiones, podría haberse negado desde el inicio al negocio de las drogas: empezó a traficar con marihuana alegando que “la cosa [iba] a ser legal tarde o temprano” (Vásquez, 2012: 193), sin embargo, termina transportando cocaína, lo que contradice su “justificación ingenua” sobre la legalización. Las transformaciones culturales que la economía del narcotráfico impuso en el país podrían explicar la actitud conformista de Laverde. Son dos perspectivas que la novela registra del narcotráfico: la primera, obedece a los años setenta cuando varios sectores sociales toleraban el negocio de las drogas. Veían en él la posibilidad de movilidad social, estabilidad económica y acceso a bienes que en otras circunstancias serían inasequibles; incluso, para cierta élite social la exportación de marihuana y cocaína fue un dispositivo ideológico, para resistir a las políticas económicas estadounidenses (Arango y Child, 1984: 37-39). Es entonces, en este espacio nacional donde Laverde se ubica cuando empieza a traficar, justifica sus negocios a partir de una “ética del pragmatismo económico”, que tomó forma en el imaginario cultural de la sociedad colombiana de los setenta. El héroe sabe que su labor es ilegal pero consentida socialmente. La segunda perspectiva del narcotráfico que ofrece la novela corresponde a la década de los noventa, cuando Laverde regresa al país después del presidio y conoce a Yammara, el personaje narrador. Para este momento, el negocio de la droga forma parte del funcionamiento de la sociedad, está incrustado en el aparataje estatal y es detonador de terrorismo y de múltiples violencias: sicariato, magnicidios, desplazamientos, pauperización, etc. No obstante, pese a que para este periodo la sociedad colombiana había modificado su percepción del narcotráfico y sabía que era agente de dislocación social, tampoco hubo una respuesta ética clara y contundente de franco rechazo, más bien, reinaba en el colectivo una suerte de insensibilidad ante el terrorismo cotidiano. El ciudadano parecía habituado al nuevo orden de cosas impuesto por los narcotraficantes. En este escenario social, Vásquez ubica a sus personajes y los hechos más decisivos del relato. Laverde, irónicamente, es presa de su propio negocio, su asesinato constata las secuelas criminales del narcotráfico. Su muerte violenta significa el
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anonimato de un sinnúmero de muertes que pasaron inadvertidas, en un momento histórico en el que el país le había soltado las riendas a los jeques de la droga. Ahora bien, volviendo a la foto de Laverde, es importante subrayar que su representación e interpretación está mediada por las impresiones subjetivas del narrador. Es clara la intención de Yammara de enfocar la mirada del lector-vidente70 hacia lo que está más allá del primer plano, de hecho, hacia lo que se deja por fuera del encuadre: la frontera real donde se estructura el sentido de lo fotografiado. De este modo, la fotografía de Laverde, a razón de la descripción subjetiva, rebasa su propio marco para penetrar en el flujo de la historia social y política. Lo que vemos en el retrato no es exactamente la presencia de Laverde, sino la de la historia. La imagen como índex atestigua la existencia de un tiempo y contexto preciso. Toda imagen, ciertamente, no se limita a la opinión de nuestra sensibilidad, va a predominar siempre el marco enunciativo, la copresencia de la realidad donde se produce. La fotografía, en este sentido, va más allá del ideal sensible construido por nuestro espíritu. Las imágenes son cosas, afirma Antelo (2004). Ellas mismas son la Cosa. Son un método, un pasaje, a la manera benjaminiana o aún, como diría Deleuze, un camino por donde pasan, de cierto modo, todas las mudanzas que se preservan en la inmensidad del universo. Las imágenes son por tanto la historia (12). El movimiento de sobrevivencia, que recala en la verdad de una época, se manifiesta en las fotos narradas. La novela, en este orden, es producto de un doble juego ficcional anclado al mérito de la imagen, es decir, al de la imaginación de una fotografía de un personaje y a su vez el relato sobre la misma. El acceso a lo real histórico radica en ese aspecto inventado, ficticio de la imagen en la novela. En otras palabras, la foto como artefacto narrativo instalado en el texto, contiene en el artificio de su contenido un juzgamiento de la realidad, “una densidad constelacional propia” (Antelo, 2004: 10) que se traduce como verdad histórica de una nación. De otro lado, la situación de la fotografía en la narración, sugiere, en el “retrato consciente”71 del piloto, una metáfora paradójica de la intrascendencia del sujeto en el nivel espacio-temporal de la historia colombiana. Si bien, en el primer plano Laverde es el foco de atención, y se supone que el ciudadano es parte fundamental de la construcción de una nación, el narrador problematiza tal idea cuando insta al lector-vidente a desplazar la mirada hacia el último plano de la 70 Designamos de esta manera la figura del lector que no solo lee el relato de la foto, sino que también ve la foto a través del artificio literario. 71 Hay que tener en cuenta que a pesar de que la foto es tomada en la Plaza de Bolívar de Bogotá, no es una foto espontánea, la imagen es convocada, es decir, la pose que adopta Laverde, su peinado, su sonrisa, el gesto que deja ver mientras da maíz a las palomas, dice de una foto construida conscientemente, no es la típica “imagen cazada” que normalmente el fotógrafo de plaza realiza a los transeúntes.
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foto donde asoma el Palacio de Justicia. Una vez puesta la mirada en el fondo de la imagen Laverde desaparece, y con él, el sentido trascendental de la persona como razón histórica de un país. En efecto, desde el inicio de este acto fotográfico se juega con un “falseamiento” de la perspectiva visual. Primero, porque en la necesidad de revelar un ser “menos triste y taciturno” (Vásquez, 2012: 25), diferente de lo que en ese momento era, el piloto incurre en la artificialidad de su propia representación y la foto no logra retener su singularidad. Segundo, porque una vez que el retrato pasa a manos de Yammara, la presencia del aviador es “lo de menos”; a pesar de que lo describe detenidamente, lo que le interesa de ese “retrato deliberadamente anacrónico” (Vásquez, 2011: 25) es su elocuencia sobre un país malogrado y por efecto, lo intrascendente del habitante en el continuo de la historia. Esta situación es tan notable, que el narrador asevera: “la hubiera reconocido [la foto] aun si alguien hubiera recortado o eliminado la figura de Ricardo Laverde. Ahí estaban las palomas de la plaza de Bolívar, ahí estaba el carrito de maíz, ahí el Capitolio, ahí el fondo gris del cielo de mi gris ciudad” (Vásquez, 2011: 107). Es decir, que la perspectiva visual del relato no es otra cosa que una alegoría del ausente como “presencia activa” en la historia colombiana. Es cierto que de ausentes y escapados está poblado el escenario histórico del país. El carácter expulsivo de las dinámicas sociales moldeadas al calor de la guerra y el narcoterrorismo, han hecho de Colombia un territorio que produce ausentes. Aproximadamente, el diez por ciento de su población vive en el exterior, más de treinta y nueve mil personas han sido secuestradas, y en situación de desplazamiento hay cerca de siete millones –cifra que sigue en aumento–, además, de las cifras alarmantes de muertes y desaparecidos a causa del enfrentamiento de los grupos armados (Centro Nacional de Memoria Histórica). Sin embargo, tal realidad es escamoteada por las fuerzas gubernamentales y, peor aún, poco trascendental para la población en general. Quizás, para bien o para mal, nos hemos acostumbrado a convivir con el terror y sus estragos. Antonio Ansón (2010) plantea que “la vinculación de la fotografía con el tiempo es trágica y significa siempre una proyección en el futuro y en la ineludible extinción que ese tiempo trae consigo” (276). Ciertamente, en la fotografía el elemento temporal define su naturaleza; en la novela de Vásquez, si bien se representa asimismo la relación trágica del tiempo con la imagen, no es el futuro el que preocupa sino el pasado. De cierto modo, a los personajes les está vedado el porvenir, como personaje “a-utópicos” no les interesa proyectarse ni imaginar otra realidad que no sea la presente o la que pasó, de esta manera las fotos no son motivo de angustia por lo que ya no serán. Más bien, el tormento brota de lo
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que se ha sido, del pasado y la incapacidad de cambiarlo y detenerlo. La trama de El ruido de las cosas al caer se sostiene en la tensión de dos tiempos: el pasado y el presente, pero, ambiguamente el presente solo existe en función del pasado, es decir, no hay presente sino una especie de pasado continuo. “El presente no existe” en la novela, solo es en cuanto pasado –y la ilusión del porvenir, mucho menos–. El pasado es el Tiempo del relato. La hondura dramática de los personajes se afinca a lo sucedido, siempre vuelven a sus raíces buscando explicaciones para el presente, e invariablemente allá se quedan, atrapados en el dolor y el caos, demolidos por la herencia de sus ancestros. Numerosas son las alegorías del retorno del tiempo: la grabación de la caja negra del avión, las cartas de hace más de veinte años, las fotos en blanco y negro de lejanos familiares, las cicatrices corporales, las antiquísimas publicaciones de farándula, entre otras, son muestra de que todo ha ocurrido. Sin embargo, tales experiencias solo toman coherencia y densidad tiempo después. Vale citar aquí la feliz imagen de Sartre ([1939]1997) cuando propone que la visión del mundo anclada en el pasado, puede compararse con la de un hombre sentado en un automóvil descubierto que mira hacia atrás: A cada instante surgen a su derecha y a su izquierda, sombras informes, espejeos, temblores tamizados, confetis de luz, que no se convierten en árboles, hombres y coches sino un poco después con la retrocesión. El pasado gana con ello una especie de súper-realidad: sus contornos son duros y claros, inmutables; el presente innombrable y fugitivo se defiende mal contra él; está lleno de agujeros y por esos agujeros lo invaden las cosas pasadas, fijas, inmóviles, silenciosas como jueces o como miradas (139).
En suma, los personajes de Vásquez son presencias sin presente ni porvenir, porque aunque se aferran a la memoria y encuentran razones para lo que son hoy, han perdido la confianza en el futuro, en la idea de un cambio positivo del sobrevenir socio-histórico. No existe la utopía para estos héroes. El proyecto que primó en las juventudes de los años sesenta y setenta en Latinoamérica, de cambiar el rumbo del país para beneficio social, se significa en la novela como algo anacrónico y absurdo. Para las nuevas generaciones representadas en Antonio Yammara y Maya Laverde, lo que ahora importa es mantenerse en el pequeño espacio que se habita. Irónicamente, advierte el narrador, estamos inmersos en el ciclo fatal de la historia, donde, como en los cuentos infantiles, todo “ya ha sucedido antes y volverá a suceder” (Vásquez, 2011: 15). Las vidas, en este sentido, se petrifican ante el “ojo meduseo” del pasado, el horror de la tradición suspende el presente y hunde el destino en el abismo negro de la desesperanza. 144
La cabeza alargada y redonda recuerda una cara leonina, los ojos están desorbitados, la mirada es fija y penetrante, la cabellera es concebida como melena animal o erizada de serpientes, las orejas son grandes y deformes –en ocasiones como las de una vaca–, la frente suele mostrar cuernos, la boca abierta en rictus ocupa todo el ancho de la cara y muestra varias hileras de dientes como caninos de león o colmillos de jabalí, la lengua se proyecta hasta salir de la boca, el mentón es peludo o barbado, profundas arrugas surcan la piel (44). La cita enfatiza en la imagen inhumana de Gorgo, es una presencia que se sitúa en la esfera de lo sobrenatural, que recoge lo aterrador y lo repugnante. La cabeza sin su cuerpo, en efecto, toma el simbolismo de una persona deshumanizada, a quien en el acto de la muerte escabrosa se la ha negado su condición humana. La destrucción del cuerpo como un todo corporal que compromete lo humano es ofensa a la dignidad ontológica del sujeto (Cavarero, 2009: 25-27). Medusa, que es una cabeza arrancada con violencia a un cuerpo, torna así en alegoría de quien es 72 Algunas producciones son: Medusa (199?), personaje de historieta, de Marvel Comics, creado por Jack Kirby y Stan Lee; el videojuego Castlevania: Lament of Innocence (2003), de la compañía japonesa Konami; Reflection (2007), de Patricia Satjawatcharaphong; la película Furia de titanes (2010), dirigida por Louis Leterrier; Medusa (2014), pintura del ilustrador Benjamin Lacombe.
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Medusa como monstruo simbólico del horror ha sido motivo de indagación y de múltiples representaciones en las producciones culturales. Vernant ([1985] 2001) sugiere que la frontalidad y monstruosidad de la Gorgona fueron rasgos que la diferenciaron de las convenciones figurativas que presidieron el mundo pictórico griego de la era arcaica (43). En la época contemporánea, si bien se la sigue representando de frente, la monstruosidad de su aspecto ha variado. Es representada hoy como una especie de femme fatal infernal, de semblante humano, de bello rostro, aunque demoniaca y asesina, asimismo, se hace más énfasis en la cabellera de serpientes que en la mirada: su auténtica arma letal72. Para precisar el simbolismo de Medusa que nos interesa, recurrimos a la caracterización que hace Vernant ([1985] 2001) a partir de la Teogonía de Hesiodo y de otros textos de la antigua Grecia. Este investigador considera que cualesquiera fueran las modalidades de distorsión empleadas en el mundo antiguo, a la Gorgona se la representó siempre con cruzas de lo humano con lo bestial, asociados y mezclados de distintas maneras, veamos:
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MEDUSA Y LA NARRACIÓN DEL HORROR
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destazado como si de una bestia se tratase. El perfil horrendo del monstruo mítico representa la violencia extrema asociada a una “maldad radical”. La violencia de la decapitación, como acto maligno inconmensurable, busca siempre causar pavor y turbación en quien la padece o la mira. Entender la decapitación de un cuerpo en los escenarios de las violencias contemporáneas como un acto de absoluta malignidad, necesita de la precisión conceptual del mal como fin en sí mismo. El mal en esta pesquisa es entendido como una latencia en el seno humano. El hombre inmerso en un marco moral y consciente de su albedrío, es responsable de su acto perverso, por tanto, no hay ninguna fuerza exterior oscura que lo posea y lo domine73. Immanuel Kant ([1792] 1981), explica que la libertad humana –facultad de bien y de mal– negativamente concebida desemboca en una voluntad maligna, en una “perversidad del corazón que acoge lo malo como malo” (47). Es decir, que para Kant la malignidad del sujeto contiene no solo un aspecto natural –heredado de la condición animal–, sino también un elemento moral y antropológico producto de la resolución del pensamiento. El acto malo, desde los postulados kantianos, “se presenta como una tendencia del sujeto a ser mal intencionado con respecto al otro” (Rosenfield, [1990] 1993: 69). Las fuerzas de la personalidad: el amor propio, la conciencia de debilidad y de dependencia de los demás, dificultan el respeto mutuo y la reciprocidad, tanto en la vida personal como en la política. Fuerzas que son “ciertamente ‘radicales’ por cuanto no son la creación de una u otra cultura particular, sino que están enraizadas en la estructura misma del desarrollo personal humano: en nuestro desvalimiento físico y en nuestra sofisticación cognitiva” (Nussbaum, [2013] 2014: 231)74. De esta manera, la dimensión maligna del hombre aunque es parte de su personalidad, también se transforma al ritmo de acontecimientos concretos e históricamente situados: descomposición social, políticas corruptas, criminalidad atroz, ansia de dominio, etc. La literatura que simboliza la violencia salvaje abre un espacio significativo para el conocimiento y la reflexión sobre las diferentes figuras de la maldad radical, que agobian al hombre contemporáneo. En una sociedad donde las verdades trascendentes se han secularizado o desvanecido es indispensable 73 Recuérdese que la iglesia medieval instaló esta idea con el propósito de oponer una representación a la idea de Dios como algo en esencia bueno e inmaculado. El acto maligno era producto de cierta figura infernal, exterior, que se incubaba en el cuerpo y le hacía obrar mal. Esta perspectiva, aunque ya en desuso, permanece aún en el imaginario religioso de algunas comunidades. 74 Martha Nussbaum, en su libro Emociones políticas, considera que pese a lo difícil que resulta demostrar la existencia de una propensión presocial, Kant estaba seguramente en lo cierto al sugerir que las personas no tienen por qué haber recibido ninguna enseñanza social especial para comportarse mal y, de hecho, suelen actuar de ese modo aun después de haber recibido el mejor de los magisterios sociales.
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[el] escritor piensa en el mal, acecha el mal que anida en el seno de su comunidad y propone sus propios exorcismos a esa comunidad virtualmente infinita de sus lectores, pero en primer lugar a sus contemporáneos. Esta posición muy singular que ocupa el escritor hace de él un testigo irreemplazable y más que un testigo aun, lo convierte en alguien que discierne las figuras del mal dispersas en el seno de su comunidad, en alguien en suma que carga sobre sí el peso del mal difundido en todas partes para ponerlo en música y en pensamiento (225). De este modo, y sintetizando la tesis de Sichère ([1995] 1997) sobre el poder simbólico de lo literario en el mundo contemporáneo, la novela colombiana motivo de estudio en este libro, viene a ser la palabra necesaria que se interroga sobre la maldad radical que subyace en la encrucijada entre subjetividad social y ser individual. Como estudiamos a continuación, la representación de la decapitación que las ficciones proponen, ubican de frente al lector con Medusa, una de las presencias más alegóricas del mal absoluto. Los textos abren un escenario donde autor, narrador y lector se ven enfocados por el ojo aterrador de Gorgo. Un cruce visual que nos sostiene al borde del abismo, desde el que contemplamos, con miedo al sentirnos también vulnerables, el valor emblemático de la Gorgona en las cabezas petrificadas que la narrativa muestra. Caravaggio, sugiere que “todo cuadro es una cabeza de Medusa. Se puede vencer el terror mediante la imagen del terror. Todo pintor es Perseo” (Chastel, 1967). Esta deducción, consideramos, se relaciona estrechamente con todo tipo de obra que tenga como objetivo significar la violencia atroz. El escritor, desde este punto de vista, sería asimismo figuración viva de Perseo. El acto de escritura somete el horror del crimen violento que aniquila la condición humana. La presencia estética de pasajes desgarrados sobre la decapitación que, por ejemplo, figuran
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inventar nuevas formas simbólicas capaces de significar el pensamiento sobre la maldad del sujeto y constituirlas en lugar explicativo para resistir a esa misma maldad. Cuando el texto narrativo entraña la violencia extrema, se convierte en una vigorosa fuente de indagación de la maldad y el horror, que al articularse con otros discursos devela las tensiones propias del cuerpo social y de la desazón que agobia al sujeto en su individualidad. La novela, en este orden, se convierte en el punto de convergencia de los fantasmas que atormentan a la sociedad y de las preocupaciones del escritor frente a la realidad que lo estrecha. Para Sichère, ([1995] 1997),
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Rosero y Montoya en sus textos, imponen una confrontación con lo “inmirable”75, provocando una toma de conciencia ante los hechos narrados y con ello una respuesta ética o política frente a la realidad significada. Los derrotados, de Pablo Montoya, como se estudió en párrafos anteriores, incorpora la fotografía de guerra como estrategia narrativa en su obra. El tratamiento del tema de la decapitación se hace justamente a través de esta técnica. La foto de la víctima decapitada se significa en la descripción poética mientras, a su vez, se profundiza en su sentido con cuidado ético. El uso hábil de los recursos literarios diseñan la foto como foto pero también como narración; cada retrato se muestra por medio de la “palabra-imagen”; una estrategia que demanda de un “lector vidente”, en el sentido que este no solo lee el relato sobre la fotografía, sino que también la ve a través del artificio literario, es decir, transformamos en imágenes las palabras que leemos. El personaje fotógrafo de la novela, Andrés Ramírez, documenta de forma visual la barbarie de la narcoguerra colombiana, tiene entre sus registros visuales más valiosos uno que llama “Catálogo de muertos”. Es un archivo personal que se compone de cincuenta fotografías seleccionadas, en un mismo formato y con los rostros de dimensiones similares, todos en posición de frente, la mirada extraviada, la boca haciendo el rictus de amarga sorpresa que deja la muerte […] cincuenta caras desencajadas que habían padecido un fin espantoso (Montoya, 2012: 109-110). Es importante aclarar que el narrador no dice de manera explícita que son cabezas cercenadas, imágenes de decapitación, sin embargo, el enfoque visual y descriptivo apunta de forma exclusiva al rostro y la cabeza, el cuerpo queda por fuera del marco de la foto. La cita especifica que están todas en un mismo formato, de dimensiones similares, y que, además, han padecido un fin espantoso. Esta descripción lleva a inferir que el área total del papel fotográfico está ocupada por una cabeza cercenada. En cualquier caso, la intención de Ramírez es mostrar de frente el rostro más violento de la guerra, por eso con su cámara reproduce, en el corte mismo del encuadre, la imagen por excelencia de la barbarie excesiva: la decapitación. De manera alegórica, la escritura deja ver el paralelismo entre el acto fotográfico de enfocar solo la cabeza y el método de la decapitación. Wald Lasowski (2007), relaciona precisamente el funcionamiento mecánico de la guillotina con la captura focal de la cámara fotográfica. Según el ensayista 75 Téngase en cuenta que este término refiere a ese algo que por la repugnancia que produce no quiere ser mirado y, sin embargo, suscita el deseo de mirar.
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76 Nos referimos al espejo-escudo del mito de Perseo y Medusa, recuérdese que es a través de este elemento que el héroe logra vencer al monstruo.
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francés, hay un anonimato tanto en la mecánica de la guillotina como en el de la cámara fotográfica, esto es, que su mecanismo es el que está directamente implicado en el acto, no quien lo acciona. La inmovilidad de la víctima: frente al lente o inclinada en el trangallo, la inmediatez del hecho y la instantaneidad del resultado son aspectos coincidentes en el acto de decapitar y de fotografiar. Lasowski incluso llega a sugerir que el funcionamiento de la guillotina, como técnica para decapitar, es figuración que predice el invento de la cámara fotográfica. En el marco de esta correspondencia, nosotros asimismo deducimos que el simbolismo ominoso de la cámara entra en cercana afinidad con el poder paralizador de Medusa. Es fácil advertir que el enfoque fotográfico resguarda cierta voluntad “gorgoneana” cuando inmoviliza todo aquello que cae bajo el corte de su mirada. Igualmente, si se fija la atención en la impresión de la cabeza decapitada sobre el papel fotográfico, puede decirse que este guarda una relación directa con el espejoescudo76, donde la Gorgona se refleja y reflecta su efecto devastador. La mirada de Medusa de sí misma sobre el escudo-espejo y la mirada de un espectador ante la fotografía del decapitado, son símbolo análogo de la conmoción interna ante el horror. La imagen del decapitado es alegoría del choque frontal con la mirada mortífera. Así las cosas, y volviendo al enfoque visual y punto de vista del narrador de Los derrotados, si bien no se explicita que las fotos muestran cabezas desprendidas, por la manera como se representan, no puede dejar de intuirse la fuerte relación entre el “Catálogo de muertos” y la decapitación. Quizás sea la brutalidad que connota el término decapitación lo que impide al fotógrafo, y al narrador, a dejar explícito lingüísticamente el tipo de asesinato al que han sido sometidas cada una de las víctimas documentadas. Acaso se evita conmocionar al espectador frente a un título de archivo que exprese “Catálogo de decapitados”. Una frase que, sin duda, impacta y produce espontáneamente un sentimiento mórbido ante lo que se nombra. Sontag ([2003] 2011) precisa que el “tropismo innato hacia lo espeluznante” (61) genera emociones perturbadoras que inhiben la respuesta consciente o interpretativa; es decir, que quien se siente tentado a observar fotografías del sufrimiento no necesariamente fortifica su conciencia ni la capacidad de compasión porque “las imágenes pasman” (Sontag, [1973] 2006: 38). Teniendo en cuenta estos argumentos, consideramos que, si bien es cierto que la exposición a la imagen atroz puede impedir la capacidad de respuesta ética del espectador, la foto, especialmente la de guerra, conserva siempre una postura política del contexto que la determina, y en este orden lograría apelar a nuestro
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sentido de la obligación moral. Las fotografías son escenas estructuradoras de interpretación, actúan sobre nosotros, incluso, en contra de la voluntad propia. La foto violenta, como bien afirma Butler ([2009] 2010: 101-105), perturba tanto a quien la hace como a quien la mira, influyendo así en el tipo de juicios que luego se formularan sobre la realidad que ella enmarca. Conocedor del impacto de la imagen atroz en quien la mira y con plena conciencia de su oficio, el fotógrafo de Los derrotados trata con miramientos su “Catálogo de muertos”. Este registro no es público, acceden a él los amigos más cercanos, aspecto que revela el cuidado que la novela presta al tratamiento de la visualidad de la muerte violenta. En un primer momento, el personaje duda en imprimir los negativos porque teme justamente el impacto de lo atroz en la intimidad del otro, sin embargo, el registro toma forma porque la sensibilidad ética le dice al héroe que no imprimir lo fotografiado sería recaer en la negación de tal realidad, volver a “dejar esos rostros en el limbo de los negativos [es] someterlos a un olvido escabroso” (Montoya, 2012: 108). Ciertamente, el dilema en el que se sume Ramírez lo confronta a la problemática de saber cómo mostrar aquello que la foto enmarca, de esto depende notoriamente la respuesta del espectador. Las fotos de Ramírez son indicativas de sujetos particulares, cada imagen de decapitación muestra a alguien “único en su rostro [y] por ello incomparable” (Lévinas, [1991] 1993: 253), por esta razón, quien las enfrenta debe vislumbrar no solo la identidad de quien ha muerto de manera tan extrema, sino también descifrar lo humano en su fragilidad y precariedad. El cuidado de Ramírez con su “Catálogo de muertos” es ilustrativo toda esta situación. Si nos detenemos en las fotografías del “Catálogo de muertos” es inevitable ver que van más allá de lo documentado. “Expresan algo que nos afecta más de lo que podría afectarnos el mero conocimiento” (Batchen, [1997] 2004: 20). Un algo que en las fotos de los decapitados se traduce en el ser de cada persona fotografiada. El carácter indicial del archivo visual de lo atroz de la escritura de Montoya “remite únicamente a un solo referente determinado: el mismo que la ha causado y del cual es resultado físico y químico” (Dubois, [1983] 1986: 50). Por lo tanto, cuando se está ante la imagen de cada rostro de los decapitados, es su ser el que “nos escruta”; la foto de la cabeza desprendida es el referente que “rasga con la contundencia de lo espectral la continuidad del tiempo” (Barthes, [1980] 1989: 23). El poder de designación de esas imágenes traspasa las condiciones del tiempo y el espacio que la rodean para atestiguar la existencia de una realidad, en este caso abismal y macabra.
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Durante un rato se detuvo en las fotografías que tenían en la parte de abajo, una fecha y el nombre de un sitio. A Cadavid se le ocurría decir alguna cosa, una broma ligera, un chiste como para sacudirse la opresión que el catálogo provocaba. Pero un nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Tosía para no dejarse atropellar por esos ojos sin luz, por esas bocas medio abiertas, por esas cabelleras un poco despeinadas (Montoya, 2012: 111-112). La descripción de los rostros en este pasaje recuerda la frontalidad de la Gorgona, reproduce el gesto arquetípico del monstruo: su cara plena ante quien la contempla. Encarar esta frontalidad del horror es lo que causa la sensación angustiosa del desgarro propio en nosotros mismos, a la vez que somos desgarrados de ella, es decir, la mirada del decapitado nos escruta de frente abriendo en nosotros el vacío que vemos en lo que nos mira, una escisión que borra los límites en nuestra realidad psíquica entre vida y muerte, y nos suspende fugazmente en un abismo de angustia absoluta, al sentir petrificada nuestra existencia. Esta situación quiere decir, acoplando criterios teóricos de Didi-Huberman ([1992] 2011), que la imagen de Gorgo, como sucede con la mayoría de imágenes, “está estructurada como un umbral” (169), su registro peculiar del límite vacilante entre “lo que somos” y “lo que ya no somos” da “forma a nuestras heridas más íntimas” 77 Barthes ([1980] 1989: 58) en su libro La cámara lúcida dice que la fotografía no puede negar que la cosa enfocada ha estado allí. Y en esto se revela una doble posición conjunta: de realidad y de pasado. Y puesto que tal imperativo solo existe por sí mismo, dice el pensador, debemos considerarlo por reducción con la esencia misma, es decir, el noema de la fotografía. Así entonces, lo que se “intencionaliza” en una foto no es ni el arte, ni la comunicación, es ante todo la referencia, que es el orden fundador de la fotografía. Por esta razón, el nombre del noema de la fotografía sería “Esto ha sido”, o también: “lo intratable” (121-122).
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Desde una perspectiva barthesiana, el “Catálogo de muertos” es mucho más que una prueba documental porque no solo muestra a los hombres y mujeres que han sido, sino, y ante todo, demuestra que han sido77, permanece en él, en cierta medida, la intensidad de cada sujeto: la vida, su ser, lo que cada quien fue hasta que la violencia criminal lo aniquiló. Incluso, si se tiene en cuenta que el gesto de los decapitados es ajeno a la performance o a la transformación activa cuando se posa ante la cámara, reconocemos que no hay disociación entre la imagen y la realidad enmarcada, ni el advenimiento de un “yo” mismo como “otro”. La foto del decapitado es el sujeto que se observa. Quizás por esta circunstancia, el espectador no puede permanecer tranquilo ante lo que mira, el “punctum” (Barthes, [1980] 1989: 58) de la imagen lo punza y le hace ver lo invisible de lo revelado, lo que está más allá del rostro de la muerte, el “estado real” de horror puro del instante consciente de quien sabe que se muere:
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(169). “La escisión de lo que nos mira en lo que vemos” (169), esto es, el vacío de la muerte, toma fuerza en la desazón que impone “la imagen imposible de ver” (20), en lo que haría de mí esa cabeza desmembrada: hacerme igual y semejante a ella, mi propio destino paralizado ante el horror del inesperado ojo asesino. En suma, es la desazón de mirar de frente a lo que me mira, la angustia de quedar librado a la cuestión de saber en qué se convierte mi propio rostro, mi ser, cuando se abre al vacío de la mirada gorgoneana. Medusa, como vamos razonando, es símbolo del horror en estado puro, previo a todo, asociado al espanto, la persecución y el dolor extremo; es la amenaza latente que hiela los corazones. Mirarla a los ojos es “dejar de ser uno mismo, un ser vivo, para volverse, como ella, Potencia de muerte […] transformarse en piedra ciega y opaca” (Vernant, [1985] 2001: 104). Por esta razón, si, en paralelismo simbólico, se observan los retratos de Ramírez como si del reflejo de Medusa se tratase, el ver se transforma aquí en una operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, agitada y abierta (Didi-Huberman, [1992] 2011: 47); la mirada sobre esos rostros nos sacude hasta lo más recóndito de nuestro ser. Para sintetizar, las cincuenta miradas de Gorgo que expone el “Catálogo de muertos” ubican al “lector-vidente” de frente a Medusa. Al observarlas, por una especie de efecto de fascinación mórbida, el lector es arrancado de sí mismo, despojado de su mirada, cercado e invadido por la cara que lo enfrenta. La imagen de la muerte escabrosa agita a quien la mira y simboliza en su mueca funesta el horror de la alteridad radical. Ese Catálogo es también un trabajo de documentación que muestra la bestialidad del conflicto militar colombiano, a la vez, que recupera la dignidad de las víctimas cuando les da un espacio para ser miradas. Como registro literario reescribe la simbología de la decapitación inherente a la figura de Medusa, y como crónica visual, denuncia las violaciones de la guerra, la inaceptabilidad de la muerte, la tortura y la degradación de lo humano cuando es objeto de manipulación por quienes se han hecho al poder y al dominio de territorios, a través de la criminalidad y el miedo. EL “ECO MUDO” DE GORGO La representación clásica de Medusa retiene tanto el gesto de mirada colérica como la mueca del grito aterrador; “lo ‘inmirable’, como cuerpo desmembrado, ultrajado en su singularidad, según Cavarero ([2007] 2009), “se da también como alarido […] que expresa el mismo ultraje” (37). No obstante, como explica la filósofa
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78 Hacemos referencia al prototipo de Medusa que Vernant define. Ejemplos precisos de esta representación son el cuadro Cabeza de Medusa, de Caravaggio y la escultura Una cabeza de Medusa, tallada en malaquita por Damien Hirst.
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italiana, por tratarse de una imagen, el grito de la Gorgona es insonoro, permanece mudo, “el horror se revela sin palabras y sin sonido” (38). Pero esto no quiere decir que no se genere la impresión de que lo escuchamos; aunque las características estéticas de la representación plástica no permiten la sonoridad física, sí produce un efectismo sonoro en nuestra percepción íntima cuando miramos una imagen o escultura de Medusa78. Frente a su rostro y su boca abierta la vemos y oímos gritar. Al observarla, no logramos evadir la resonancia que brota de ella, es inmediata la invasión del alarido que se desprende de su boca: abierta en rictus ocupando todo el ancho de la cara. Es un “grito mudo”, un “vértigo del silencio” (Sichère, [1995] 1997: 194) que causa escozor y espanta, del que se desea huir pero ante el que se permanece paralizado como si nos hundiéramos en lo aterrador de la escena. Evelio Rosero propone un texto que hace del impacto emocional inmediato de la violencia, el núcleo de su narración. La novela titulada significativamente Los ejércitos, refleja con virtuosismo literario la vivencia cotidiana del terror sin acudir a la explicación de sus referentes políticos –mas dejando latente en el relato que estos son la causa–. El personaje narrador, un viejo profesor jubilado, cuenta los golpes diarios de la guerra a los que se ven sometidos tanto él como sus vecinos. Ismael, protagonista central, experimenta con alucinado terror la devastación de su pueblo a manos de unos “ejércitos anónimos”. Estos ejércitos pueden ser del gobierno, de la guerrilla y de los paramilitares, pero la novela no hace distinción entre ellos porque “nada importan las diferencias entre los tres ejércitos para el anciano narrador y los habitantes de ese poblado, civiles víctimas de la impunidad, hundidos en el mayor de los desamparos” (Castellanos Moya, 2010: 62-63). Para un sociólogo o especialista quizás sea evidente la confrontación por el poder, pero para un sujeto desamparado, en medio del cruce armado, resulta imposible e incluso intrascendente entender cómo funciona la dinámica militar que lo arrasa. Por esta razón, en la realidad ficcional los bandidos “son todos [Estado constitucional y Estado de facto] pues afectan del mismo modo al ciudadano, que no reconoce el conflicto como suyo sino en tanto lo padece” (Hoyos, 2012: 285). Con Rosero la escritura del miedo, que a momentos se transforma en estado de horror puro, simboliza la insensatez de la guerra en Colombia, la crisis de la razón y la negación de todo discurso que pretende darle una lógica a la historia del conflicto. El lector, se ubica ante un paisaje trágico que le presenta la intrincada penetración de la guerra en los meandros de la vida ordinaria y su capacidad asombrosa de minar las fronteras del yo (Moraña, 2010: 195).
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El tono íntimo y mesurado con que el narrador cuenta su propio estado emocional, devela una sensibilidad que parece habituada a convivir con el terror. “Rosero configura el estado mental […] la manera como viven los colombianos la guerra” (Padilla Chasing, 2012: 122). El miedo, en este sentido, es efecto no de una amenaza que surge de manera inesperada, sino de la suma de diversos momentos surcados por actos de violencia; es una especie de ambiente afectivo que se instala a lo largo del tiempo y del espacio. El testimonio personal de Ismael, en este orden, “más que registrar datos de la realidad, cuenta la experiencia del horror” (Van Der Linde, 2017: 189). Desde el comienzo de la narración nos enteramos que la percepción individual del pasado, el presente y el destino del pueblo y sus habitantes está regida por circunstancias violentas. La experiencia del miedo abre historias pasadas de asociación cuando el narrador revive conmociones traumáticas de su juventud. De hecho, la novela toma forma a partir de esa lógica asociativa de la experiencia del miedo. La historia entre Ismael y Otilia es resultado de esta lógica. Recuérdese que el narrador rememora que cuando ve por primera vez en la terminal de buses a quien será su mujer, un hombre es asesinado, justo en ese momento y lugar. La pareja de esposos es testigo, a lo largo de sus años de convivencia, de la intensificación de la guerra, y en el presente de la realidad ficcional son víctimas directas por la desaparición de Otilia. Con ella desaparece también el pueblo mismo y la existencia propiamente humana del narrador. “El deterioro físico y mental [y emocional] de Ismael progresa al ritmo de la violencia creciente” (Van Der Linde, 2017: 181). Al final de la novela, el narrador no es más que una presencia fantasmal tratando de conservar la memoria del país (Fonseca, 2017: 163-174), que es justamente la memoria del dolor y el miedo. Lo emocional traumático derivado de la guerra, en consecuencia, deviene fenómeno articulado al recorrido existencial del héroe, es hilo que se teje a sus deseos y desesperanzas: En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otra, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años […] me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de la vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra […] solo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por
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Busqué la esquina donde Oye se paraba eternamente a vender sus empanadas. Escuché el grito. Volvió el escalofrío porque otra vez me pareció que brotaba de todos los sitios, de todas las cosas, incluso de adentro de mí mismo. “Entonces es posible que esté imaginando el grito” dije en voz alta, y oí mi propia voz como si fuera de otro, es tu locura, Ismael, dije, y el viento siguió al grito, un viento frío, distinto, y la esquina de Oye apareció sin buscarla, en mi camino. No lo vi a él: solo la estufa rodante, ante mí, pero el grito se escuchó de nuevo, “Entonces no me imagino el grito”, pensé, “el que grita tiene que encontrarse en algún sitio.” Otro grito, mayor aún, se dejó oír, dentro de la esquina, y se multiplicaba con fuerza ascendente, era un redoble de voz, afilado, que me obligó a taparme los oídos. Vi que la estufa rodante se cubría velozmente de una costra de arena rojiza, una miríada de hormigas que zigzagueaban aquí y allá, y, en la paila, como si
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La cita deja ver que la conmoción afectiva del personaje no puede entenderse sin relacionar su pasado personal, pero tampoco sin mencionar la historia de su propio pueblo. La angustia del narrador, no es solamente la recordación de proyectos particulares frustrados, es también la negociación con el tiempo histórico de la violencia política del país. Aunque expresión de la experiencia individual de la violencia, el estado emocional de Ismael es además revelación de los afectos colectivos, del clima emocional de la sociedad. Rosero, en efecto, no da forma a emociones inocentes y casuales emanadas de la psiquis perturbada de un individuo, sino que ante todo personifica de modo notable, la sensibilidad de una sociedad socavada por décadas de violencia. La tentativa de la narración de dar voz a un estado emocional como el horror, explora de modo sugestivo “las conexiones entre sentimiento y conocimiento, subjetividad, empiria y discurso, realidades materiales y simbólicas, historia y ética” (Moraña, 2010: 193). En suma, la vindicación estética de lo afectivo, que no implica la cancelación del elemento racional, logra significar los diversos matices del conflicto de manera más decisiva que si la novela estuviese atravesada por un discurso de país o manifiesto político. En Los ejércitos hay un pasaje que simboliza de manera magistral el grito de Medusa. El personaje narrador, Ismael Pasos, experimenta con alucinado terror la representación de Gorgo y su chillido extremo. Un grito suspendido en el tiempo, que traspasa el espacio y le persigue hasta hacerlo desfallecer psíquicamente:
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primera vez no lo soporto, ha cambiado todo, hoy –pero no como se debe, digo yo, maldita sea (Rosero, 2010: 61).
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antes de verla ya la presintiera, medio hundida en el aceite frío y negro, como petrificada, la cabeza de Oye: en mitad de la frente una cucaracha apareció, brillante, como apareció otra vez, el grito: la locura tiene que ser eso, pensaba, huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; huí del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más (Rosero, 2010: 199-200). En esta escena el grito pavoroso invade la totalidad del momento y espacio representado, brota como una fuerza siniestra connotando el horror de la decapitación79. El tono que asume la narración de la experiencia y el ambiente lúgubre que la cubre manifiestan la estrecha concomitancia entre lo acústico y la expresión del terror. El pavor del héroe a causa de los sucesos violentos que han destruido a su pueblo, y sobre todo por encontrarse de frente, sin buscarla, con la cabeza de Oye: cercenada, con un balazo en la frente como una “cucaracha brillante”, toma consistencia en el sonido amenazante que surge de lo invisible, en el eco intemporal que enmascarado de “potencia de ultratumba” (Vernant, [1985] 2001: 76), retumba siniestramente por las calles del poblado. Tal circunstancia hace pensar en la creencia de los antiguos griegos sobre las presencias infernales, que regresaban de lo profundo del Hades a acosar a los vivos. Rastreamos cierta analogía simbólica entre esas figuras infernales y la aparición acuciante del grito fantasmático en el pasaje de Rosero: pareciera que Oye, subsumido en chillido puro, regresara de “ese más allá” a modo de un alástor trastornado, un espectro afligido que por morir decapitado no logra encontrar la tranquilidad y entonces “regresa” a agitar y aterrar a Ismael, y a todo aquel que lo escuche, a nosotros como lectores, incluso. Oye en su afán angustiado de ser oído desde el horror del “más allá” gira en alegoría poderosa del ultraje y el tormento de quienes han sucumbido en escenarios de guerra. El horror del ultraje que ha padecido el decapitado invade con mayor fuerza la psiquis del vivo. Sabemos que la sola presencia de cualquier cadáver, como advierte Kristeva ([1980] 2004), “trastorna […] violentamente […] la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso” (10). La muerte es, quizás, el fenómeno más contundente para señalar al humano su condición finita, para recordar que todo cuerpo será un desecho repugnante que provocaría el desvanecimiento y la expulsión del “yo” de quien lo observe. En efecto, el “cadáver 79 Antes de este pasaje la novela ha escenificado ya la decapitación de otro personaje. Ismael presencia tirada en un rincón de una cabaña la cabeza del maestro Claudino (Rosero, 2010: 113). Mas elegimos para nuestro estudio la escena de la decapitación de Oye por el ambiente particular que la envuelve.
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80 A grandes rasgos, el narrador imposible de Agambem es la voz que corresponde a un testigo imposible y no al testigo real, esto porque quien ha vivido circunstancias extremas de violencia y terror está muerto o ha retornado mudo. Así entonces, el testigo imposible habla sobre un hecho imposible de decir, de ahí lo figurativo de su presencia y lenguaje (Agamben, 2000: 143-180)
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–visto sin Dios y fuera de la ciencia– es el colmo de la abyección. Es la muerte infestando la vida […] algo rechazado del que uno no se separa […] Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos” (Kristeva, [1980] 2004: 11). De este modo, si el cadáver connota ya un desorden y perturba la interioridad del ser, con más potencia lo hace cuando ha sido sometido a vejaciones extremas como el desmembramiento o la decapitación, este acto deja al descubierto no solo la malignidad del criminal, que reduce el cuerpo de la víctima a una cosa expulsada del límite simbólico de lo humano, sino que también rompe el equilibrio íntimo del sujeto que observa. La “violencia estrepitosa” (Kristeva, [1980] 2004: 10) que refleja la decapitación empuja a quien la ve a un fuera de sí. Al tener en cuenta la complejidad del simbolismo aciago de la muerte escabrosa, sorprende la notable habilidad escritural de Rosero para exponer el dolor extremo, aquel que aniquila toda posibilidad de identidad y rompe todas las formas de inteligibilidad del mundo. Sofsky ([1996] 2006) sobre la figuración del dolor afirma que, “en la literatura se habla mucho de [éste]. Pero el acento recae casi siempre en el sufrimiento anímico, no en el tormento físico. El cuerpo doliente se cierra a la representación lingüística” (65). Son varios los estudios que tratan de descifrar la “imposibilidad” de la instancia narrativa de Los ejércitos, pues si se tiene en cuenta el terror que persigue y aplasta al personaje que narra, desde una lógica no ficcional y punto de vista narratológico, es imposible que se pueda articular un discurso con la lucidez expresiva como la que se desarrolla a lo largo de toda la narración (Moraña, 2010; Fonseca 2017). Para entender esa imposibilidad del agente narrativo que Rosero inventa, Lotte Buiting (2014) actualiza la idea del “narrador imposible” de Agambem80. La autora sostiene que la imposibilidad de la narración y la inhumanidad experimentada y confrontada por el personaje narrador de Los ejércitos, están inextricablemente relacionadas, por tanto, las técnicas narrativas utilizadas por el autor colombiano se fusionan de manera estratégica, se logra la verosimilitud en la conjugación de los elementos ficcionales. Teniendo presentes estos estudios y las ideas de Sofsky ([1996] 2006), acerca de la imposibilidad de lo literario para nombrar el dolor en sí mismo, se deduce que Rosero desafía esa lógica de lo impronunciable del sufrimiento y arriba a darle forma y a nombrarlo, es decir, la interioridad anímica y el grito de dolor generado por la violencia extrema se expresa en la escena de Oye. Si volvemos al último pasaje citado de Los ejércitos, reconocemos que la escritura significa
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claramente a través de la angustia anímica del narrador –Ismael– el tormento físico del personaje que ha sido desmembrado –Oye–. El grito de Oye gira en expresión verbal, se hace tangible en la «representación lingüística» del discurso que Ismael, en medio de su demencia aterrada, va articulando para sí mismo. Acto que representa una ambigua, pero sugerente, identificación subjetiva del narrador con el «yo sufriente» del personaje decapitado, donde quien cuenta se ha apoderado del dolor de aquel que ya no está, para dejar registro verbal del suplicio aterrador al que se le ha sometido. Así entonces, el dolor y el horror transmuta en palabra, se hace inteligible a través del desvarío lúcido del héroe que nombra el caos que lo acosa desde adentro. LA CABEZA DECAPITADA EN EL CAMPO DE BATALLA Entre las características del simbolismo de Medusa destaca su vínculo con lo bélico. El campo de batalla es el escenario ideal donde aparece todo el poder infernal de Gorgo. En la literatura griega antigua su figura surge amenazante en los pasajes de guerra; por ejemplo, en La metamorfosis de Ovidio, Perseo aniquila a Cifeo, Atlas, Preto y Polidectes mostrándoles la cabeza cercenada de tal monstruo, los convierte en piedra. A pesar de que el semidios griego mata a Medusa y la reduce a una cabeza petrificada, esta incuba aún su potencia de muerte. Asimismo, en La Iliada, son varias las escenas que la muestran como la “Potencia de Terror” más certera para vencer al enemigo, veamos: Atenea […] armada para la luctuosa guerra [suspende] de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; Allí la cabeza de la Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus, que lleva la égida [la diosa cubre su cabeza] con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades (Homero, 1927: 59). El escudo de guerra de Agamenón también está coronado por la cabeza de Medusa (Homero, 1927: 114). En estas citas es fácil advertir que los personajes van preparados para la batalla con las armas más letales, la sola representación de Medusa en la égida es presencia amenazante que aparece en el escenario de guerra “como un prodigio, en forma de cabeza, terrible y aterradora” (Vernant, [1985] 2001: 56). Ellos enfrentan al enemigo en igualdad de condiciones, sus oponentes son otros guerreros portentosos y entrenados para combatir fieramente 158
81 FARC: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia; ELN: Ejército de Liberación Nacional; AUC: Autodefensas Unidas de Colombia.
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hasta la muerte. Empero, no hay combatiente que no desfallezca de pavor frente a la potencia de muerte que se vislumbra en los escudos de Agamenón y Atenea. Vale traer aquí, para ampliar la indagación sobre el poder simbólico de la representación de la cabeza decapitada sobre un estandarte de guerra, el estudio de Rita Dolce (2006) sobre el tratamiento de las cabezas de los vencidos en el campo de batalla durante la era protohistórica arcaica en Oriente Próximo. Basada en documentación figurativa e iconológica de Mesopotamia y Siria, la investigadora enfatiza en la fuerza intimidante de la imagen de la cabeza decapitada plasmada sobre la bandera de guerra de Ebla; esta bandera, según Dolce (2006), sería el primer testimonio histórico, artístico e ideológico de una selección programada de actos bélicos representados. La escenificación de la decapitación en la bandera de guerra siria funcionó en dos niveles distintos de comunicación: por una parte, la visión de las cabezas cortadas era una forma de demostrar la supremacía sobre el enemigo humillado en su integridad humana; por otra, era la prueba manifiesta de la aniquilación de las fuerzas del adversario, proporcionalmente a su calidad y a su número, cargándose así de un fuerte valor favorable a la perspectiva de una larga duración de la conquista (42-43). En América Latina hay también registros sobre las prácticas de decapitación asociadas a la guerra y la cultura; la mitología mexicana, como precisamos en el capítulo primero de este libro, es indicativa de los diversos imaginarios religiosos y culturales vinculados al simbolismo de la cabeza decapitada. El valor mitológico, guerrerista y cósmico que los ancestros mexicanos dieron a la imagen de la decapitación fue notable, la referencia arqueológica de cabezas estacadas alrededor de espacios sagrados y de la representación pictórica de estas en múltiples códices, son muestra precisa. Al observar las características del escenario bélico que representa la literatura antigua, el estandarte de guerra de Ebla que Dolce analiza, y los referentes míticos aztecas, es inevitable comparar la realidad bélica que allí toma forma –tropas armadas con un simbolismo y representación concreta, además de la experiencia en la faena guerrera– con las fuerzas que se enfrentan hoy en los territorios de guerra. No existen, bajo ninguna circunstancia, oponentes en igualdad de condiciones en los conflictos armados contemporáneos, en el sentido que, son los civiles, totalmente indefensos, quienes se han vuelto el objetivo militar de todos los ejércitos. En el caso de Colombia –y, sin duda, de otros países– la refriega, más que darse entre las diferentes tropas colombianas: Fuerza Pública, FARC, ELN, AUC81, etc., se ha desviado hacia la ejecución criminal de poblados enteros como signo de retaliación y poder contra el enemigo. Una ofensiva injusta y siniestra
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que toma al ciudadano común como “arma de guerra”, con la cual amenazan, expolian y provocan miedo. Como ejemplo palpable de esta situación, recuérdese solo uno de los casos más emblemáticos de la barbarie extrema cometida por las AUC: la masacre de El Tigre. La estigmatización como “pueblo guerrillero”, hizo de los pobladores de El Tigre el objetivo de asesinatos, tortura, violación y amenazas de muerte. La noche del 9 de enero de 1999, aproximadamente ciento cincuenta paramilitares del Bloque Sur Putumayo, unidad adscrita al Bloque Central Bolívar (BCB) de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), irrumpieron en la zona urbana del pueblo y asesinaron a 28 personas, violaron varias mujeres y produjeron el aborto a dos más, debido a los golpes que recibieron. Quemaron casas, vehículos y mataron animales domésticos. La memoria de esta atrocidad es narrada por los sobrevivientes de la siguiente manera: Esa noche, ellos masacraron a la gente con machetes, cuchillos, hachas y pistolas; las descuartizaban y las echaban al río. Ese día nosotros sentimos una oscuridad. No estábamos preparados para algo así […] Los vamos a matar por guerrilleros, nos decían. En ese momento ellos se entretuvieron y yo me tiré al caño, yo solo corrí y los demás quedaron ahí. Yo amanecí en el monte y al otro día, cuando regresé a casa, todos mis amigos estaban muertos […] Esto dejó al pueblo en ruinas. Estas son las evidencias de la catástrofe que nunca se nos olvida (Centro Nacional de Memoria Histórica, Relato 3 y 4, Taller de memorias, 2010). De este modo, si se analizan las condiciones de desamparo e indefensión de los habitantes de San José en la propuesta de escritura de Rosero –alegoría fiel de lo sucedido con los pobladores de El Tigre, y de muchos otros pueblos colombianos–, es imposible evadir la turbación al saber que son empujados a ser “el blanco” de una guerra que no les pertenece. Sin ningún miramiento, la población es avasallada por los ejércitos, que enfrentados entre sí, por el dominio del territorio y las rutas de la droga, arrasan comunidades enteras. En condición de inermes, Ismael y sus vecinos son puestos de frente con la máscara del horror de la manera más brutal. Una realidad ficcional que entraña la “realidad real”, tangible, espantosa, que ha aplastado durante décadas a miles de colombianos. Las masacres y el ensañamiento contra el cuerpo de la víctima, como se discutió en un apartado anterior, tienen el propósito de cosificar y animalizar a la persona, desligarla radicalmente de su condición humana y borrar todos sus lazos comunitarios. Los despojos a los que queda reducido un cuerpo imposibilitan su
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inscripción en los registros de la vida de la comunidad, en sus lenguajes, memorias y relatos. Reducida a pedazos de cadáver la persona no puede reconocerse (Giorgi, 2014, 199). No se establece con el cuerpo mutilado ningún vínculo indentitario, pues no sabemos si lo mirado es un despojo animal o humano. Esto recuerda la reflexión de Virginia Woolf ([1938] 1999) al contemplar una fotografía de un cadáver fieramente acribillado durante la guerra: “puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer. Está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo” (20). La decapitación y desmembramiento es lenguaje atroz de las violencias contemporáneas, especialmente de las asociadas con el narcotráfico. Estas prácticas, Rossana Reguillo (2012) las explica como evidencia de una “violencia expresiva”, que va en detrimento de una “violencia utilitaria” (45). Para la investigadora mexicana, la “violencia expresiva” se concentra en la particular manipulación que el victimario hace del cadáver a modo de firma. Un “sofisticado repertorio del horror […] que indica que estamos frente a un poder que busca exhibir […] en una caligrafía sangrienta, que ejecutar no es suficiente” (2014: 1). Sin desconocer los argumentos de la investigadora, consideramos que la categoría de “violencia expresiva” no se opone a la de “violencia utilitaria”, más bien la refuerza y complementa, pues la “violencia expresiva” funciona también como “violencia utilitaria”, porque es, asimismo, “operativa y útil” (Muchembled, [2008] 2010: 15), tiene un fin instrumental. En la exhibición de un cuerpo destazado, de la sensación de horror ante una cabeza suelta, la “violencia expresiva” funciona como lenguaje que afirma y exhibe los símbolos de un poder total, que busca también, como la “violencia utilitaria”, construir su propio “orden” sociopolítico, someter al otro y establecer un clima de miedo. Tal realidad queda demostrada en la forma como “los ejércitos” de Rosero imponen su poder y dominio con las prácticas de anulación total de quienes habitan en San José. En entrevista con Junieles (2007), el escritor enfatiza que en su novela los hechos son totalmente reales, están tomados de recortes de periódicos, noticias de televisión y testimonios de desplazados. Es una radiografía del horror del civil indefenso en territorio bélico, de los pueblos que han quedado “sin cabeza ni corazón” (Rosero, 2010: 189). Las razones expuestas hasta aquí, nos llevan a considerar que Los ejércitos, como “novela del miedo y la incertidumbre” (Padilla Chasing, 2012: 140), actualiza y configura el simbolismo profundo y aterrador de Medusa. Y en este mismo contexto del mito, se puede asimismo inferir que la narrativa que nombra la decapitación, alegóricamente, hace las veces de escudo de Atenea, en el sentido que así como la diosa al recibir de manos de Perseo la cabeza de Gorgo la estampa sobre su escudo como arma letal, el escritor apresa en su novela el horror supremo del aniquilamiento del ser. La imagen visual y literaria de los decapitados que
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presenta la narrativa colombiana, se vuelve una afrenta poderosa contra el olvido y registro punitivo contra quienes se han arrogado el derecho de eviscerar al otro sin miramientos. Por último, Los derrotados de Pablo Montoya y Los ejércitos de Evelio Rosero se inscriben en las obras que Ovejero (2012) clasifica como “literatura de la crueldad” (72). Los textos, sin duda, fijan los hechos atroces82 del conflicto armado, pero sobre todo, confrontan al lector con sus propias expectativas y silencios. Parafraseando a Ovejero (2012), el aspecto subversivo de los libros estudiados cambia el foco: lo retira del objeto central –la decapitación– y lo vuelve hacia el “lector-vidente”. Y este, una vez “iluminado”, comprende que no es un transeúnte por el exterior de los acontecimientos, tampoco es un testigo, más bien es cómplice del robo de significado de la realidad de los vencidos. Bajo el foco es difícil ocultar o evadir la mirada y la voz de los hechos brutales, que definen el día a día de muchas sociedades. El Escritor-Perseo con su novela-escudo, en definitiva, reubica la realidad de la violencia excesiva en toda su dimensión, la desenmascara presentándola con el rostro vivo del dolor y la incertidumbre que se ha querido negar o silenciar. DESARTICULACIONES DEL “SÍ MISMO” Y LA MEMORIA DOLOROSA El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, toma forma en torno a la vida del padre del escritor: la convivencia familiar, la vida política y profesional, y su asesinato a manos de los paramilitares. La narración es publicada veinte años después del homicidio del padre. La composición de este relato fue para el autor una forma de sublimar el dolor y el rencor, además de retener en el tiempo la presencia del progenitor y de hacer memoria de un pasado funesto, que marcó irremediablemente la vida personal y la de muchos colombianos. El texto hace uso de la primera persona y de la “narración del yo” para referir la vida propia y la del padre, desde un prisma emocional. A continuación se reflexiona sobre los modos como el autor-narrador-narrado construye un “sí mismo” afectivo, y en ese transcurso consolida un relato que no se circunscribe a un género narrativo específico. También, nos interesa entender cómo Abad Faciolince se apoya en la idea de la responsabilidad de una “memoria real”, mas sin dejar de “inventar” parte de esa memoria. La narración, paradójicamente, se ancla a una lúdica imaginativa de la memoria, que intensifica el valor del pasado personal y social. 82 Es necesario precisar que José Ovejero (2012) es explícito en decir que el libro cruel no exige necesariamente violencia física. Puede que vaya unida a ella, porque el “autor cruel”, al buscar la transgresión, tiende a encontrarla en aquellos ámbitos que rondan el tabú, como la violencia despiadada y el sexo desaforado. Pero se puede ser cruel sin que corra la sangre.
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83 “Un poema en el bolsillo” es el apartado de mayor extensión del libro de Traiciones de la memoria; los otros dos textos son “Un camino equivocado” y “Exfuturos”. 84 El poema que provoca la discusión entre algunos escritores colombianos es Epitafio de Jorge Luís Borges, que había sido transcrito por el padre del escritor y fue encontrado en el bolsillo del abrigo que este llevaba puesto el día de su asesinato. Este poema fue retomado en El olvido que seremos y, de él, justamente, se apropia el primer verso para titular dicho libro. En su momento, una vez publicado el texto, causó sospecha y malentendidos entre algunos expertos la originalidad de los versos del escritor argentino. Sobre esto se reflexiona en Traiciones de la memoria y también se discute en una entrevista con el autor, a cargo de José Zepeda (2011). 85 Las traducciones del libro a diversos idiomas entran a alimentar su complejidad genérica. Si bien, en su edición en español no hay marcas paratextuales de género, en francés se lo tradujo como roman –novela– y en inglés como memoirs –memorias.
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Antes de entrar plenamente en el tema, es importante precisar que en esta reflexión recurrimos a otro texto de Abad Faciolince, Traiciones de la memoria (2009), libro de carácter autobiográfico, que recoge en uno de sus capítulos la experiencia de escritura de El olvido que seremos. En el relato “Un poema en el bolsillo” 83, el escritor recrea la polémica que surgió en Colombia sobre la publicación de un poema de Jorge Luis Borges en El olvido que seremos84. El autor aprovecha esta historia, para dar forma a una narración en la que reflexiona sobre la imposibilidad de la memoria fiel y los laberintos del pasado que la escritura hace transitar. Traiciones de la memoria ubica en un nuevo ángulo de lectura a El olvido que seremos. Sin desconocer la autonomía de cada obra, se puede decir que los dos se complementan y se hacen necesarios en un análisis que aborde sus procesos de escritura. De los estudios literarios sobre El olvido que seremos llama la atención la variedad genérica en la que lo ubican los ensayistas. Por ejemplo, Fanta Castro (2009), lo nombra a lo largo de todo su escrito como “texto” y, aunque la autora explicita al inicio de su reflexión, en una nota a pie de página, que el libro de Abad Faciolince es “una especie de autobiografía mezclada con la biografía de su padre” (30), no se decide a estudiarlo en relación con la estética de estos géneros en el cuerpo del ensayo; de hecho, el libro se asocia más a la novela cuando se sitúa junto a las producciones ficcionales que metaforizan la injusticia y la impunidad (32). Por su parte, Reigana de Lima (2010), reconoce el relato de Abad como autobiográfico (7), mientras que Pérez Sepúlveda (2014), lo analiza como biografía. Para Vélez Restrepo (2013) es una novela autobiográfica, no obstante, en algunos apartados, parece indagarlo solamente como novela. Y Escobar Mesa (2011), lo ubica entre biografía y autobiografía, dice este ensayista que El olvido que seremos “es un texto polimorfo que puede leerse como novela, crónica testimonial o confesión” (178). La irresolución genérica presentada por los académicos obedece a la posición liminar de la narración entre autobiografía y novela85. Enfrentarse a lo narrado en El olvido que seremos provoca, en un primer momento, cierta perplejidad porque el lector no reconoce el pacto de lectura que se le propone.
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La compleja relación entre lo real y lo imaginario logra expresarse abiertamente en la ambigüedad del pacto literario que el autor propone. En entrevista con José Zepeda (2011), Abad Faciolince reconoce su inclinación estética por “mezclar” lo real con lo imaginario, y viceversa. Afirma que su texto, si bien configura la experiencia personal de un pasado, lo escribió como una novela, y no solo por los recursos del lenguaje que en él despliega, sino también por la imaginación creativa que se filtra en lo memorizado. Incluso, dice el autor, resulta mucho más interesante que El olvido sea leído como novela que como exclusivo relato autobiográfico o biografía. La escritura de un “yo”, que se mueve entre lo real y lo ficcional da al personaje central de la narración la caracterización de héroe literario. En efecto, Abad Faciolince buscó dar un “aura” de personaje novelesco al padre representado en la escritura: estrategia literaria que resulta ofreciendo al padre un valor dramático mucho más significativo cuando se le ubica más allá de las fronteras de la realidad propia. Dice el escritor que su progenitor puede ser visto en el relato como un […] héroe romántico que llevó una vida muy estética […] con unas simetrías especiales […] que amaba la belleza […] que visto como personaje literario, podrá vivir para siempre en el recuerdo de la gente […] no pocas veces el personaje literario tiene más vida que cualquier persona que realmente haya existido (Abad Faciolince y Zepeda, 2011). La cita deja ver que para el autor la trascendencia de lo memorado no se soporta sobre el criterio de realidad o ficción, sino, más bien, sobre la capacidad de mantener en el tiempo aquello que se rememora. La escritura parece aquí un artificio diseñado para sostener la fragilidad identitaria; Abad necesita del suplemento de ficción sin el cual la existencia del padre y la propia carecería de entidad suficiente (Alberca, 2007). El padre leído como figura ficcional no pierde su componente de realidad, pero sí gana el poder de proyectarse en un horizonte temporal indefinido. Esta ambigüedad entre realidad y ficción y su relación con el pasado se discute en Traiciones de la memoria. Acá el escritor argumenta que “la verdad y el recuerdo están siempre salpicados de olvidos o de deformaciones del recuerdo que no se reconocen como tales” (141). La verdad del pasado descansa entonces sobre una memoria imperfecta, que desde la mirada literaria de Abad Faciolince es la más confiable. Este tema se retomará más adelante. Al hilo del régimen de los hechos y la complejidad del acto literario de El olvido que seremos, consideramos que soporta una lectura desde la óptica de la
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86 Para Molloy (2001) la lucidez literaria del escritor profesional que se decide a escribir sobre su vida le lleva a reconocer, conscientemente, lo que significa verter el “yo” en una construcción retórica; su conocimiento de los artificios literarios le hacen prever la complejidad de constituirse como sujeto en la escritura.
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autoficción. En la escritura de Abad Faciolince las vidas representadas pasan a ser presencias de ficción sin deshacerse de su rastro de no-ficción. La narración, aunque de rasgo autobiográfico, se camufla bajo los artificios literarios de la novela proponiendo una lectura en clave ficcional. A diferencia de la novela autobiográfica la autoficción no disfraza su relación con el autor, todo lo contrario, la expone sin fingimiento (Alberca, 2007). El escritor colombiano, convertido en narrador ficcional de su propia obra, se desnuda ante la vista del lector sugiriéndole un pacto de lectura diferente, que reafirma el contenido fictivo de la escritura. El relato del “sí mismo” propuesto por la autoficción franquea así la línea de autenticidad –exigida al texto netamente autobiográfico–, además de desvanecer de manera reflexiva los límites entre acontecimientos reales o ficticios; de este modo se acentúa la divergencia constitutiva entre vida y escritura (Arfuch, 2009). Ahora bien, no sobra recordar que lo ficcional de los textos autofigurativos es efecto directo del discurso literario y, por tanto, ajeno a lo ficticio: que sería una particularidad de lo falso. De esta manera, si la obra autoficcional promete una verdad al estar anclada a la vida del escritor, no es seguro que sea la “verdad misma”, que “el lector en el acto de lectura, intente leer una verdad en el texto, no quiere decir que esa verdad exista” (Amícola, 2007: 32). En otras palabras, en el relato autoficcional, como en todo relato del “yo”, se reconoce también que cuando el escritor se aventura a narrarse a sí mismo tiene plena conciencia de que lo contado, por estar sujeto a la memoria y la imaginación, comprende un alto grado de ficción, así se respete la autenticidad de la historia86. La entidad narrativa es uno de los mayores aciertos de El olvido que seremos. El autor, a medida que va narrando la experiencia propia, se adueña del “yo” del padre para también narrarlo. Es decir, que la escritura construye un “sí mismo” que a su vez da forma a “un otro”. Esta calculada estrategia narrativa se explica en el ambiguo proceso de identificación subjetiva del escritor con su padre, la manera como se va contando la experiencia surte el efecto de una fusión de identidades, en la que “yo es otro” y “otro es yo”. En palabras más precisas sería, “yo soy mi padre” a la vez que “mi padre soy yo”. Justamente, el epígrafe al inicio de la narración indica esta auto-representación ambigua: “Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”, frase del poeta israelí Yehuda Amijai. Se trata del renacimiento del padre en la mirada del hijo. O más concretamente, la vivificación narrativa del
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progenitor se hace posible en la voz del hijo. La escena en la que quizás se aprecia con mayor contundencia esta circunstancia de identificación, es el instante mismo del asesinato del padre, dice Abad Faciolince: “Durante casi veinte años he tratado de ser él ahí, frente a la muerte, en ese momento. Me imagino a mis 65 años, vestido de saco y corbata, preguntando en la puerta de un sindicato por el velorio del líder asesinado” (Abad Faciolince, 2006: 243). La narración del asesinato es un nefasto recuerdo imaginado, aunque “realmente vivido” en el propio cuerpo del escritor, veamos: Mi papá mira hacia el suelo, a sus pies, como si quisiera ver la sangre del maestro asesinado. No ve rastros de nada, pero oye unos pasos apresurados que se acercan, y una respiración atropellada que parece resoplar contra su cuello. Levanta la vista y ve la cara malévola del asesino, ve los fogonazos que salen del cañón de la pistola, oye al mismo tiempo los tiros y siente que un golpe en el pecho lo derriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revolver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho (Abad Faciolince, 2006: 243) En este pasaje llama la atención que la narración del homicidio se haga desde la perspectiva consternada del padre, pero confesada por la voz del hijo. De manera imaginada, el autor-narrador-hijo se ubica, en tiempo y espacio, como testigo íntimo del papá para experimentar con él ese momento aterrador. Recordamos que Abad Faciolince no lo acompañaba durante el atentado. La posibilidad de revelar el instante del asesinato, como experiencia que tocó el cuerpo sin ser testigo presencial, Fanta Castro (2009) lo explica desde la habilidad lingüística de la narración al conjugar dos tiempos verbales. La yuxtaposición de las temporalidades, donde el pasado y el presente coinciden, permiten a lo imposible ser posible: saber algo que es desconocido. A esta interpretación nosotros agregamos que junto a la correlación de tiempos disímiles, la estrategia de escritura del autor diluye también el límite entre dos identidades, la de él mismo y la del padre, para dar paso a una sola presencia narrativa en el relato. Esta coincidencia de “yoes” en la narración biográfica infringiría el principio ético de 166
no confundirse con el biografiado (Holroyd, [2002] 2011: 72), sin embargo, en el campo autoficcional es totalmente plausible, de hecho, tal transgresión enriquece la capacidad expresiva, estilística y ética de la entidad narrativa. Ahora bien, la coincidencia de “yoes” de la identidad narrativa que la escritura de Abad Faciolince propone, no se relaciona con la clásica fórmula de Rimbaud resumida en su célebre frase Je est un autre –“yo es un otro”–, en la que la extrañeza del escritor que se ve como otro de sí mismo define la marca de inscripción del “yo” en el decurso narrativo. La construcción del sujeto “otro” que El olvido sugiere, lo entendemos más bien desde la idea de Sarlo (2005) acerca de la condición del testigo de experiencias traumáticas87. La persona que toma la palabra de aquel que ya no está a causa de una violencia radical: la tortura mortal, el asesinato, la desaparición, etc. Así entonces, la voz que narra en El olvido que seremos está en remplazo de otra: de la voz del padre. La voz del escritor-narrador es vicaria de la memoria traumática y de otros sucesos de la existencia del progenitor. Abad Faciolince, en su relato, se construye como la voz testigo que ha sido elegida por las condiciones extratextuales –anímicas, éticas, históricas, políticas–, para contar la muerte del padre como si de la suya se tratase –simbólicamente, algo del autor también muere con el padre–. Esta intención narrativa de no dejar en el silencio un momento de tal magnitud resguarda, a su vez, la intención de representar la interioridad emocional del escritor. La autoficción, en ese orden, se construye como espacio expresivo del dolor, la tristeza y la memoria. Contar la vida propia al lado del padre demandó del escritor “vistas de pasado”88. Después de veinte años del asesinato, Abad Faciolince tuvo que ubicarse en un tiempo presente para mirar al pasado y reconstruir, desde esta perspectiva temporal, lo que la memoria y el recuerdo aún conservaban. El relato autoficcional, aunque por principio tiene la libertad de incluir en su recorrido elementos ficcionales, se ancla poderosamente a la memoria del escritor. Esta memoria, precisamos, no debe entenderse como una memoria fiel u original a los hechos, pues bien sabemos que lo memorado es solo una versión esquematizada 87 La idea sobre el “narrador testigo” entra en estrecha relación con la categoría “narrador imposible” de Agamben, que referenciamos páginas atrás. En efecto, ambas figuras son voz vicaria que busca dar representación lingüística, para dotar de realidad y sentido, a una realidad brutal, o a la vivencia atroz de aquel que quedó sumido en el silencio, ya sea por la presión del trauma o por la muerte certera. 88 Sintagma utilizado por Benveniste ([1971] 1974) para explicar la relación entre lengua y tiempo. Afirma el autor que el único tiempo inherente a la lengua es el presente, es este el eje de referencia del discurso y del sujeto. Toda evocación o proyección depende del presente, es decir, que el pasado y el futuro son construcciones de tiempos a partir del momento presente.
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de aquello que vivimos. Con el tiempo la memoria “funciona de modo encubridor a través de desplazamientos, condensaciones, inversiones, etc.”, recuerda Amícola (2007: 37). Lo que se cuenta como “verdad memorada” consiente la imaginación de posibles experiencias, que se aferran a lo vivido dotando de realidad a la narración. Sobre los procesos de la recuperación del pasado Paolo Rossi ([1991] 2003) propone dos categorías, la primera es la memoria, que sería la persistencia espontánea de una realidad que continúa muy vívida en nuestro interior, y la segunda es el recuerdo, intrínseco a la memoria, pero que consiste más bien en el esfuerzo voluntario de la mente en reconocer e imaginar las emociones vividas, y con ello dar densidad a lo evocado (21). Bajo el ángulo de esta idea, puede comprenderse la manera como el pasado familiar y la experiencia traumática entran en la narración de Abad Faciolince como experiencia auténtica. El asesinato del padre pervive en la memoria, se conserva como hecho concreto o histórico, mientras que la narración de los detalles ambientales, de la rabia y “la tristeza seca, sin lágrimas” (Abad Faciolince, 2006: 245), solo el recuerdo los hace posibles. La imagen nítida del padre y de varios sucesos específicos son conservados en la memoria del narrador como una imagen concreta del pasado, y esta memoria se enriquece con los recuerdos de circunstancias particulares, de emociones que quizás envolvieron el momento recordado o, incluso, de cosas y presencias que solo pueden ser producto de la imaginación de quien recuerda. La narración autoficcional acopla así memoria y recuerdo, lo real y lo potencialmente ficcional, y en este juego, no solo llena los vacíos del pasado, sino que, igualmente, la realidad narrada adquiere volumen y se enriquece. Como se puede apreciar en el siguiente pasaje, el narrador conserva en su memoria los viajes del padre al exterior, sin embargo, puede apreciarse claramente que los detalles y cada gesto emocional son producto del recuerdo, es decir, de una construcción ficcional. Entre lo memorado y lo recordado se da forma a una narración que dota de profundidad existencial al padre y escenifica de manera verosímil un suceso real: Recuerdo cuando mi papá volvía después de lo que para mí eran viajes de años a Indonesia o Filipinas (después supe que en total habrían sido quince o veinte meses de orfandad, repartida en varias etapas), la honda sensación que tenía, en el aeropuerto, antes de volverlo a ver. Era una sensación de miedo mezclada con euforia. Era como la agitación que se siente antes de ver el mar, cuando uno huele en el aire que está cerca, y hasta oye los rugidos de las olas a lo lejos, pero no lo vislumbra todavía, solo lo intuye, lo presiente, y lo imagina. Me veo en el balcón del aeropuerto Olaya Herrera,
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La dinámica de escritura entre memoria y recuerdo recupera un imaginario infantil del autor, que representa no solo el hecho concreto del regreso del padre sino, y con mayor fuerza, el universo afectivo de un niño que añoraba estar siempre al lado de su progenitor. Es notable la articulación de lo emocional en el relato como aspecto protagónico del suceso narrado. Sobre la base de las concepciones y emociones del presente y de la conciencia del pasado, el hijo-narrador-adulto revive una vivencia afectiva de la niñez. El padre-héroe del imaginario infantil se recupera en la eficacia narrativa del recuerdo del hijo-adulto. La mezcla de emociones se ciñen a la escena otorgando un efecto de realidad al evento contado. Daniel Link (2017), respecto del pasado infantil que recuperamos cuando ya adultos sugiere que siempre está marcado por la ambigüedad. “Muchas veces al recuerdo propio se superpone algo que los demás recuerdan sobre nosotros, o
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una gran terraza con mirador sobre la pista, mis rodillas metidas entre los barrotes, mis brazos casi tocando las alas de los aviones, el anuncio por los altoparlantes, “Avión HK-2142, proveniente de Panamá, próximo a aterrizar”, y el rugido lejano de los motores, la vista del aluminio iluminado que se acercaba entre destellos solares, denso, pesado, majestuoso, por un costado del cerro Nutibara, rozando la cima con una cercanía de tragedia y vértigo. Al fin aterrizaba el Superconstellation que traía a mi papá, ballena formidable que se llevaba toda la pista para al fin frenar en los últimos metros, y lentamente giraba y se acercaba a la plataforma, lento como un transatlántico a punto de atracar, demasiado despacio para mis ansias (yo tenía que brincar en el sitio para contenerlas), apagaba sus cuatro motores de hélice que casi no dejaban de girar, las aspas invisibles formando una niebla de aire licuado, y hasta que no paraban no se abría la puerta, mientras los peones empujaban y ajustaban la escalerilla blanca con letras azules. La respiración se agitaba, mis hermanas estaban todas vestidas de fiesta, con falditas de encaje, empezaban a asomarse cuerpos que salían en fila del vientre del avión, por la puerta de adelante. Ese no es, ese no es, ese no es, ese tampoco, hasta que al fin, en lo más alto de la escalerilla, aparecía él, inconfundible, con su traje oscuro, de corbata, con su calva brillante, sus gafas gruesas de marco cuadrado y su mirada feliz, saludándonos con la mano desde lejos, sonriendo desde lo alto, un héroe para nosotros, el papá que volvía de una misión en lo más hondo de Asia, cargado de regalos […] de carcajadas, de historias, de alegría, a rescatarme (Abad Faciolince, 2006: 111-112).
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pensamos que es un recuerdo algo que nunca pasó, que meramente imaginamos” (24). La rememoración de un pasado, por cercano que sea, siempre tiene algo de imaginación, difícil resultaría aceptar que la memoria se conserva fiel al acto tal cual sucedió. Abad Faciolince reconoce, por supuesto, estos matices creativos de la (des)memoria. Traiciones de la memoria demuestra cómo la experiencia vivida no se recuerda tal como ocurrió, sino tal como se la relata en el último recuerdo (149). El acto de narrar y el recuerdo mismo son los que dan sustento de verdad a la memoria; por lo tanto, El olvido que seremos sería una representación sincera del pasado del escritor, así lo narrado pueda no coincidir con la experiencia original. Ahora, con un poco más de claridad sobre la traición que nos juega la memoria cuando intentamos recuperar el pasado vivido, podemos indagar de nuevo el pasaje literario que narra el momento en que el padre está siendo asesinado. Precisamente, la intención narrativa de Abad Faciolince de sentirse uno con el padre, para lograr significar una realidad que no experimentó en cuerpo propio, se ancla a la verosimilitud de un pasado narrado entre el recuerdo, la memoria y la imaginación. La manera de retener en la escritura la memoria continua de ese momento atroz, se enraíza a la particularidad de la entidad narrativa y a las formas caprichosas del recuerdo, estos dos elementos recuperan y concretizan la realidad emocional del narrador. En el plano narrativo, la vivencia personal del asesinato del padre por parte del narrador-hijo, además de la descripción de los detalles que rodean la escena, son elaboraciones de la ficción; cada impresión de estupefacción y desgarro contada desde la perspectiva del padre es una conmovedora suposición. Sin embargo, no por eso la experiencia de dolor y rabia que se actualiza deja de ser auténtica. La escritura recoge entonces la emoción punzante que ha resistido al tiempo. Una sensación veraz de terrible tristeza y desamparo se encarna en la narración, esta reintegra la experiencia íntima del dolor innombrable de quien sintió morirse con el padre idolatrado. Lo inenarrable emocional, en resultado, adquiere realidad y sentido en la estrategia narrativa que el escritor ingenia. Para cerrar este apartado podemos sintetizar que, en El olvido que seremos el “recuerdo emocional imaginado” resulta de mayor eficacia que la “memoria auténtica” en la elaboración del duelo y lo afectivo doloroso. La escritura autoficcional recobra los afectos originales a través de sucesos imaginados. Narrar el asesinato del padre como vivencia que ha tocado el cuerpo propio, remite, en efecto, a la experiencia íntima del dolor: se encarna en las palabras la realidad emocional. Quizás, el pasaje podría tildarse de confesión engañosa por insinuar que el hijo vivió junto al padre ese momento fatídico, pero no por ello deja de ser confesión, “una práctica de la verdad con potencia de transformación” (Giordano, 2011: 48). En la capacidad de simbolizar el sufrimiento íntimo del autor, 170
La vida emocional representada en El olvido que seremos, traza asimismo una ruta de acceso a la realidad social generada de la violencia política colombiana. Contar la vida propia al lado del padre se encadena, necesariamente, al devenir político del contexto de referencia, en particular al cruento periodo de los asesinatos en serie de los militantes del partido político “Unión Patriótica”. El trabajo de generación del recuerdo, como precisa Villarruel Oviedo (2011), aunque se gesta en los dominios de la singularidad mental, produce imágenes inexorablemente ligadas a un cuadro social, al espectro de una época y de los que la habitan. Narrar el recuerdo individual es reconocer la memoria de un colectivo, construir un espacio para nombrar e indagar el pasado adverso de una sociedad. En la compleja relación entre lo emocional y lo político, Abad Faciolince evidencia el olvido y la desmemoria como fenómenos que erosionan el reconocimiento del pasado en sus hechos más crudos: Eso se está olvidando [la persecución y matanza de los integrantes de la UP], aunque no hayan pasado demasiados años. Tengo que escribirlo, aunque me dé pudor, para que no se olvide […] Quiero que se sepa otra cosa, otra historia. Volvamos de nuevo al 25 de agosto de 1987. Ese año, tan cercano para mi historia personal, parece ya muy viejo para la historia del mundo: Internet no había sido inventada aún, no se había caído el muro de Berlín, estábamos todavía en los estertores de la Guerra Fría, la resistencia palestina era comunista y no islámica, en Afganistán los talibanes eran aliados de Estados Unidos contra los invasores soviéticos. En Colombia, por esa época, se había desatado una terrible cacería de brujas: el Ejército y los paramilitares asesinaban a los militantes de la UP, también a los guerrilleros desmovilizados y, en general, a todo aquello que les oliera a izquierda o comunismo (Abad Faciolince, 2006: 267).
La cita se presta a diversas interpretaciones, una de ellas es el cuestionamiento del fácil olvido en que cae el pasado traumático del país. Las palabras del narrador alientan al lector a responsabilizarse por la pervivencia de la memoria social. La escritura propone la memoria como un compromiso colectivo, un deber ético que 171
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LA MEMORIA: ENTRE LO EMOCIONAL Y LO POLÍTICO
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el recuerdo afectivo como experimentación retórica reconstruye la dimensión real del homicidio. La veracidad de lo narrado, en fin, se nombra y significa en la representación del mundo emocional del hijo-narrador.
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debemos asumir para resistir al silencio y a los desvíos que el discurso oficial impone. La memoria como palabra y acto concreto debe siempre proyectarse más allá de los avatares de la historia, propone Arfuch (2013). Otro sentido que asoma en el pasaje anterior es la cuestión por la temporalidad de la memoria. Si la memoria social está sujeta a una temporalidad desplazada, es decir, a un presente necesario que la reconstruye y la trasforma en palabra, para ser contada y, a su vez, para ser escuchada, debemos preguntarnos: ¿qué tan dispuestos estamos como colombianos a contar, pero, especialmente, a escuchar la experiencia dolorosa y el recuerdo punzante, desde una actitud ética y respetuosa de la sensibilidad de la víctima? A continuación se reflexiona sobre esta situación. El énfasis de Abad Faciolince en la importancia de la memoria traumática como elemento necesario de todo relato que articule la historia del país, es uno de los temas que más llama la atención a los estudiosos de su obra89. La memoria, como fuerza propulsora del relato, permite el análisis de la posición ética y el interés político del escritor ante acontecimientos que deben leerse más allá de las consecuencias personales. El carácter subjetivo del recuerdo y la representación de lo emocional íntimo de El Olvido, restauran tanto la experiencia propia de la violencia como el clima afectivo de la sociedad referenciada. Es evidente que la escritura de Abad Faciolince se orienta en función de un imaginario social contemporáneo; el gran efecto que ha tenido en la esfera pública90 es inseparable de la manera como lo narrado se apropia de la faceta afectiva de la sociedad colombiana, para dar forma a una memoria histórica, plural, emocional, que concierne a todos. La escritura de lo propio gira en alegoría de una época y sociedad situada, se ubica en el espacio público y motiva el diálogo en círculos sociales y mediáticos. La voz del autor es, entonces, representación de la relación social, histórica y política en sus diferentes aristas. Lo colectivo y lo social de El olvido que seremos hace pensar en el enfoque político o ideológico de las narraciones públicas, que buscan recoger la “memoria cultural”91 de una sociedad como la colombiana. Surge la inquietud, por 89 Otra narrativa clave en la que el escritor aborda el tema de la memoria de la violencia política es La oculta (2014). Esta novela recoge la desazón y la lucha de las familias que tienen fincas o haciendas cuando son asediadas por el vandalismo de la guerrilla o el paramilitarismo. La oculta es el territorio familiar, un lugar entrañable de tres hermanos, que en determinado momento tuvieron que abandonar para salvar la vida de las amenazas, el boleteo y extorsión de los diversos ejércitos. Volver a la casa de infancia y adolescencia es recobrar el pasado, no solo personal y familiar, sino también la memoria de una región, Antioquia, y de un país, Colombia. 90 El libro fue publicado en noviembre del año 2006, a la fecha, julio de 2019, ha alcanzado más de cuarenta ediciones y más de doscientos mil ejemplares vendidos en Colombia. Puede decirse que es uno de los libros más leídos en el país en la última década. 91 El concepto de “memoria cultural” lo tomamos de Jan Assmann (1995), quien la define como el conjunto de discursos, imágenes, rituales reutilizables y específicos de sociedades determinadas, cuyo “cultivo” sirve para estabilizar y transmitir una imagen continua y coherente de cada comunidad y con ello sentar las bases de la unidad y consciencia del grupo.
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92 Entre ese tipo de textos se pueden rescatar narraciones más objetivas y rigurosas como La parábola de Pablo (2012), de Alonso Salazar.
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ejemplo, de cómo se viene contando en los textos autorreferenciales el pasado reciente del país. En Colombia el énfasis mediático en delincuentes de todo tipo (narcotraficantes, políticos corruptos, sicarios, paramilitares, etc.) ha precipitado una serie de publicaciones sucias que restituyen al criminal como figura heroica y digna. La circulación indiscriminada de esta clase de relatos ha ido convirtiendo al narcotraficante, por ejemplo, en una especie de símbolo cultural colombiano. Caso concreto de tal situación es la amplia edición de textos –impresos y audiovisualesreferentes a la vida de Pablo Escobar. Publicaciones como El patrón: vida y muerte de Pablo Escobar (1994), de Luís Cañón; Mi hermano Pablo (2000), de Roberto Escobar Gaviria; El verdadero Pablo: Sangre, traición y muerte (2005), de Astrid Legarda; Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007), de Virginia Vallejo; Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar (2018), de María Isabel Santos Caballero, entre otras, han deformado la identidad criminal de este señor hasta transformarlo en una figura épica de leyenda92. Para Diana Palaversich (2015), la narcotelenovela es el medio por excelencia que ha construido una imagen atractiva de Escobar; el registro fílmico lo convirtió en un mito en vida. Según la investigadora, mientras varias de sus víctimas, inclusive, las más notables de la historia política colombiana, han pasado al olvido, la figura de Escobar permanece intacta en el imaginario social; de hecho, hay quienes suelen decir que “es el muerto más vivo de Colombia”. Esta situación es indicativa de los modos como se cuenta y se escucha la narración de la memoria pública. Las narrativas biográficas que toman como protagonista a personajes tan polémicos, generalmente, son consumidas por un grupo masivo de lectores y espectadores, que, como “masa pública”, responden también públicamente sobre lo visto o leído. Es decir, el conocimiento y opinión pública sobre la memoria compartida y el pasado reciente del país descansa, en gran medida, sobre narraciones de dudoso registro, en el consumo indiscriminado de esas narraciones y su lectura acrítica, masiva. Si la memoria, como afirma Sarlo (2005), “es un bien común, un deber y una necesidad jurídica, moral y política” (62), debe estar sujeta al debate sobre el tipo de discurso que la ubica en el espacio público: su forma de producción y las circunstancias del marco cultural y político. El momento de fuerte subjetividad que vive el mundo contemporáneo facilita la edición y el consumo indistinto de relatos que, aunque fundados en la experiencia y la voz personal, son ventana de acceso a situaciones sociales y políticas, a la historia y la memoria compartida. La revelación de lo privado se establece hoy como punto de mira para proyectar lo público. Este fenómeno narrativo ha favorecido la construcción de las memorias
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eclipsadas por la historia oficial, sobre todo, aquellas que referencian los abusos del poder político y los hechos más abrumadores de la vida de un país. Por ejemplo, son valiosos los relatos de memoria de las víctimas de la dictadura del Cono Sur como medio facilitador de los procesos jurídicos. Así también, los testimonios de las víctimas de la violencia política en Colombia que, paulatinamente, han ido construyendo sus propios espacios de verdad y reconocimiento: el Museo de la memoria, los diversos centros especializados para la construcción de la memoria y la paz, son casos precisos. Empero, ante la afirmación de la verdad subjetiva que el registro de memoria personal entrega, es necesario indagar los intereses éticos y morales de quien cuenta. No hay que correr el riesgo de pensar que toda memoria alterna a la ofrecida por la voz oficial es la forma más válida de acercarse al pasado93. No son pocas las narraciones autorreferenciales ancladas a intereses egoístas con el objeto de negar y tergiversar los sucesos, para justificar los abusos de poder y comportamientos delictivos. En Colombia son varias las auto-publicaciones de jefes guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes que cuentan sus actos terroristas como necesarios y justos. No son narraciones sostenidas sobre el principio fundamental de las producciones estéticas que abogan por la construcción de una memoria como lugar alternativo, para visibilizar identidades o sucesos negados en los relatos oficiales. Esos textos son, más bien, producciones mezquinas, evasoras de la responsabilidad personal en hechos atroces. No hay en la escritura del criminal la motivación moral del relato del “yo”, que bien mira al pasado con el propósito de resarcir un vacío emocional, o de revisar con ojo crítico el componente cultural y social, que constituye lo social colombiano. Abad Faciolince reconoce el elemento peligroso de esos “relatos obscenos” que pretenden calar en la memoria y el imaginario nacional, por esta razón su propuesta de escritura cuestiona abiertamente el abuso del texto (auto)biográfico como género en el que, aparentemente, todo cabe. El olvido que seremos acusa el registro del “yo” que se ancla a una memoria manipulada con el propósito de legitimar los actos atroces como medio necesario para construir país, veamos: 93 Estudios en torno al campo literario, la identidad y la memoria han problematizado la idea de considerar los registros de memoria alterna como fuentes válidas y cristalinas de recuperación de los valores propios y nacionales. Mónica Quijano (2013), apoyada en varios pensadores, cuestiona la idea de la memoria recuperada en algunos discursos literarios como registros más “auténticos” para acercarse al pasado, en oposición a una memoria oficial “inauténtica”. Dice la autora, que esos modos de concebir la memoria necesitan revisión, porque muchas veces se idealiza el pasado y se vuelve a caer en la defensa de identidades fijas que se presentan como verdaderas. Si bien, en esta pesquisa se cuestiona el abuso de los textos del “yo” como medio de publicación de una memoria engañosa, que busca justificar actos criminales, tergiversar el pasado de la nación y silenciar el dolor de las víctimas, entre otros, la discusión de Quijano sobre la revisión cuidadosa de las memorias alternas como referentes de validación de la identidad de una cultura, sirven de apoyo para nuestros propósitos de indagación.
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En efecto, la auto-representación de Carlos Castaño94 en el libro Mi confesión (2001), busca asentarse como verdad para justificar su participación asesina en “la construcción de una Colombia mejor” (67). Estas confesiones fulleras recurren al eufemismo del lenguaje para ocultar el real propósito de los crímenes atroces: “nosotros no secuestramos, solo extorsionamos con cariño y casi concertado” (Aranguren, 2001: 119). Ante este tipo de declaraciones la escritura de Abad cobra importancia, la propuesta de nuevas coordenadas del pasado nos lleva a recorrer y revisar lo sucedido. El género autoficcional, desde este propósito, se presta no solo como legado de una memoria, sino también como relato capaz de desmontar confidencias tramposas de hechos criminales. El olvido que seremos es entonces memoria en potencia, trazo de un camino distinto donde reubicar las imágenes del pasado e indicar un punto de mira diferente hacia los sucesos que nos condicionan como colombianos. Una memoria dialogante nos ofrece Abad Faciolince, capaz de circular como referente común de una sociedad. El carácter malintencionado de la confesión de Castaño atiza la inquietud sobre los límites de la representación del espacio biográfico. Su memoria, como relato de una verdad personal, pone en evidencia el abuso de la capacidad expresiva de la narrativa autorreferencial, para enmascarar un discurso desvergonzado. Esta situación genera interrogantes acerca del límite de lo decible de los géneros que comprometen un elemento de verdad, conduce a la pesquisa de las ventajas y desventajas de la narración autorreferencial como espacio privilegiado para explorar la memoria de hechos que han tocado la sensibilidad común. 94 Carlos Castaño Gil fue líder paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); es acusado, junto a sus hermanos, de la planeación y ejecución de decenas de masacres colectivas y asesinatos de numerosas personalidades del mundo político colombiano (entre ellas, la de Héctor Abad Gómez, padre del escritor Héctor Abad Faciolince). Su libro tiene más de una docena de ediciones con la editorial Oveja Negra.
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Carlos Castaño, el jefe de las AUC [Autodefensas Unidas de Colombia, o paramilitares], ese asesino que escribió una parte de la historia de Colombia con tinta de sangre y con pluma de plomo, ese asesino a quien al parecer mataron por orden de su propio hermano, dijo algo macabro sobre esa época. Él, como todos los megalómanos, tiene la desvergüenza de sentir orgullo por sus crímenes, y confiesa sin pena en un libro sucio: “Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como subversivos de ciudad. ¡De esto no me arrepiento ni me arrepentiré jamás! Para mí esa determinación fue sabia. He tenido que ejecutar menos gente al apuntar donde es. La guerra la hubiera prolongado más. Ahora estoy convencido de que soy quien lleva la guerra a su final. Si para algo me ha iluminado Dios es para entender esto” […] No voy a citar más a este patriota, se me ensucian los dedos (Abad Faciolince, 2006: 267-268).
2. NARRAR EL MIEDO: OTRA CONSTRUCCIÓN DEL IMAGINARIO DE VIOLENCIA
Desde los estudios de Bajtín, se reconoce que todo discurso individual se alimenta de lenguajes sociales. La articulación del discurso personal, aunque producto de una mirada íntima, está en estrecha relación con el discurso social heredado. De esta manera, cuando se decide poner en palabras la existencia propia, lo narrado debe articular un compromiso moral; la memoria y la verdad subjetiva que comprometen un pasado social no pueden desligarse de la responsabilidad de lo público. El olvido que seremos, aunque articulado desde la ambigüedad de la memoria, no deja de encarnar una promesa de verdad y proponer con ello una lectura cercana a los sucesos atroces; además de visibilizar el estado traumático de una sociedad: situación vedada por el discurso oficial. La memoria escrita por Abad Faciolince reconoce el dolor y el miedo como elemento vector desde el cual enfocar no solo la sensibilidad herida de quien narra, sino también la del sujeto colombiano, tanto en su faceta individual como social. En síntesis, la fusión en la escritura de autor/personaje/narrador/narrado configura una dialéctica identitaria de quien escribe y, a su vez, propone una vía para articular la tensión entre memoria y recuerdo, realidad y ficción. La propuesta de escritura de Abad Faciolince leída como autoficción consolida un discurso estético que discute en torno a ideas como la memoria plural, la responsabilidad ética de los relatos del “sí mismo” y la representación de la experiencia traumática. La construcción narrativa de un “yo” es tan reveladora de una psique como de una cultura, explica Molloy (2001). Cada imagen recuperada del pasado en la propuesta de escritura de Abad Faciolince, tiende a modular la opinión pública e influir de manera decisiva en el imaginario social y en la identidad comunitaria. Vale señalar, como dato de cierre de capítulo, que el campo de la teoría y la crítica literaria en Colombia necesita fortalecer el terreno conceptual del papel de las narrativas autorreferenciales; urge reflexionar con mayor cuidado la tensión entre texto autobiográfico, memoria y esfera pública95. Necesitamos construir una base interpretativa sólida capaz de descifrar el efecto individual y colectivo que generan los relatos del espacio biográfico asociados a la violencia política.
95 Reconocemos que actualmente hay estudios notables sobre narrativas testimoniales como los realizados por Luz Mary Giraldo, Blanca Inés Gómez, María Helena Rueda, entre otros.
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olombia es un país que produce escapados. Las cifras oficiales estiman que 4,7 millones de colombianos residen actualmente en el exterior, esto corresponde a un 10% de la población total, porcentaje que ubica al país con el mayor número de migrantes de Suramérica. El fenómeno migratorio, se sabe, es global y está en ascenso, sin embargo, en Colombia ha sido una constante desde la década de los setenta del siglo pasado. Los estudios señalan tres olas o etapas de salida de nacionales hacia otros países: inicios de los setenta, entre mediados de los años ochenta y noventa, y la primera parte del siglo XXI (Viventa, 2018; Cancillería de Colombia, 2019). La expansión de la modernidad y el acoplamiento a las políticas neoliberales a partir de finales de los setenta produjo cambios notorios en la configuración de los espacios políticos, económicos y sociales. Algunas de las problemáticas ligadas a estos hechos, y que continúan en este inicio de siglo XXI, son el carácter patrimonial y hereditario del régimen de poder político y de la violencia; la desarticulación entre políticas agrarias e industriales; el desarrollo urbano y su ambiguo impacto en la vida económica y espiritual de la población; el desplazamiento de la comunidad rural y el robo de sus tierras, lo cual explica en gran parte el surgimiento de nuevas violencias y el recrudecimiento de las ya existentes (Melo, 1991: 280). Ante tales situaciones, que se traducen en falta de oportunidades laborales, un elevado costo de los servicios básicos –educación, vivienda, alimentación– y la amenaza directa de la violencia política, el colombiano
3. PERSONAJES DEL MIEDO: PRESENCIAS DE LA DESDICHA Y EL RESENTIMIENTO
busca un destino internacional con la idea de mejorar su calidad de vida, sortear la situación crítica o resguardar la vida propia. Estas circunstancias se expresan en la literatura que incorpora el dilema del exilio, la diáspora y el desplazamiento a causa de la crisis de la nación y de la lucha consigo mismo ante un estado de cosas que no satisface el sentido de pertenencia. Estudios pormenorizados acerca del desplazamiento y la emigración en la narrativa colombiana (Rueda, 2004; Giraldo, 2008), recorren un amplio panorama de novelas y cuentos que significan la condición de crisis del personaje migrante. La búsqueda desesperada de un lugar donde resguardar la vida y ubicar los sueños, apunta hacia el profundo sentimiento de pérdida y conflicto frente a la identidad, el hogar perdido o la patria ausente (Giraldo, 2008, 2011). Mirar a los que se fueron y a los que llegaron, la familia deshecha, la sangre propia y la de otros derramada, la vida sin raíces, el deseo de regresar al paraíso, ha sido preocupación de los escritores colombianos desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Esta tendencia, que aún no concluye, según Giraldo (2011), muestra que la historia literaria no puede desprenderse de la historia social y política, y que una situación agobiante no solo reclama un tipo de creaciones, sino formalizaciones específicas que retomen los imaginarios de cada momento, de cada autor y de cada generación (127). Es más bien escasa la narrativa colombiana reciente que aborda el tema de la migración internacional96. Los escritores elegidos para esta investigación si bien todos tocan el tema del desplazamiento y la migración a causa de la violencia, Laura Restrepo y Santiago Gamboa son quienes lo abordan como argumento eje a partir de un protagonista, un personaje escapado, que huye hacia otro continente. La categoría personaje escapado es propuesta en este libro para caracterizar los diversos movimientos de población colombiana que se producen en el territorio internacional97. Sabemos, que los conceptos migrante, refugiado, desplazado, exiliado político, entre otros, empiezan a problematizarse porque la situación actual de migración en el panorama internacional desborda sus sentidos, son términos que empiezan a mostrarse insuficientes para abarcar la compleja problemática migratoria contemporánea. Los escapados, en este espacio teórico, son los personajes obligados a dejar su lugar de origen a causa de las circunstancias sociales, políticas y personales que los estrechan. 96 Paraíso Travel (2001), de Jorge Franco Ramos; Zanahorias voladoras (2004), de Antonio Ungar, El síndrome de Ulises (2005) y Plegarias Nocturnas (2012), de Santiago Gamboa, son parte del conjunto de novelas que sitúan un personaje inmigrante colombiano en capitales internacionales. 97 Esta categoría surge de la frase “Colombia produce escapados, eso es verdad”, que el narrador de El ruido de las cosas al caer pronuncia en un momento de reflexión sobre el destino de muchos jóvenes durante la década del noventa, a causa del narcoterrorismo en Colombia (Vásquez, 2011: 254).
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98 El desplazamiento ha sido un tema que ha inquietado tanto a Gamboa como a Restrepo. La multitud errante (2001), novela de Restrepo, es alegoría de una comunidad desplazada que va por diferentes lugares del país, refugiándose en albergues de paso. La escritura señala los conflictos íntimos y sociales de quien se ve obligado a caminar sin rumbo fijo, y cómo esta problemática impacta en la configuración de la ciudad colombiana contemporánea. Por su parte, Gamboa y su entrañable novela El síndrome de Ulises (2005), cuenta el desplazamiento hacia países ajenos, la crisis de identidad, la disolución de la esperanza de quien lucha contra una nueva cultura, una nueva lengua, y busca salir de la soledad y el abandono uniéndose a otros inmigrantes, igualmente desamparados. En esta novela los personajes son todos parte de una diáspora de extranjeros en una ciudad cosmopolita –París–, que se asemeja a un monstruo, que los aplasta o los deja al margen. Para profundizar en el tema de la migración en esta novela revísese el artículo de Ana María Costa Toscano (2007).
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Hot Sur y Plegarias Nocturnas, indagan el impacto psicosocial del éxodo del colombiano a países del “primer mundo” por motivos económicos, sociales y políticos. Juana Manrique, personaje cardinal de Plegarias nocturnas, huye a Japón para resguardar su vida de la barbarie política del país. Mientras que María Paz, protagonista de Hot Sur, emigra a Estados Unidos con la intención de reunirse con su madre y ampliar el horizonte de oportunidades laborales98. Con estas heroínas se entra de lleno a escenarios donde la precariedad, la intimidación y la “animalización del otro” data las circunstancias degradantes de quienes son valorados desde un marco de asco político; de aquellos que no son reconocidos como persona en la esfera sociocultural de países “modelo” de desarrollo humano, calidad de vida y democracia vigorosa. A partir de la proyección del miedo sobre el sujeto inmigrante, los escritores interrogan los modos como los estados emocionales impactan directamente en la estructuración de una nación y el sostenimiento de una cultura política. La red de sucesos y relaciones entre los personajes exterioriza la manera como las emociones públicas se redirigen y cultivan hacia la conservación de los valores de la sociedad y se vuelven mecanismo fundamental en la deliberación de las conductas individuales y colectivas. Recuérdese que, desde la óptica de Nussbaum ([2013] 2014), “los principios políticos, tanto los buenos como los malos, precisan para su materialización y su supervivencia de un apoyo emocional que les procure estabilidad a lo largo del tiempo” (15). De esta manera, la formulación literaria de los sentimientos colectivos ilumina no solo el panorama de normas y paradigmas sobre el que se afirma el comportamiento social, sino, y, lo que es más importante, posibilita la evaluación de las coordenadas políticas que recurren a la manipulación de las emociones, para infundir imaginarios colectivos sobre quién es considerado como “persona” y quién se queda por fuera de ese “estatus”. En el movimiento de los afectos, los novelistas colombianos ingenian un espacio de contestaciones en el que se levanta un faro de miradas capaz de
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EL ESCAPADO ES EL ENEMIGO. DEL MIEDO AL REPUDIO
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proyectar otras formas de sensibilidad y comprensión de los hombres y mujeres como sujetos sociales. Aunque predeterminados como persona por un esquema de valores, los personajes de los textos en cuestión logran exceder tal esquema para constituir su yo propio, y, a su vez, confrontar el orden gubernativo que fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien en condición de excluido. Antes de continuar, consideramos necesario reflexionar brevemente sobre la proyección del miedo como mecanismo para inventar el enemigo. Es necesaria la claridad conceptual de este fenómeno para poder abordar la relación entre asco y miedo que las novelas proponen. El miedo como emoción política puede ser producto de la desviación intencional que figuras y leyes gubernativas hacen del temor y la angustia colectiva, hacia aquellos que por determinados aspectos se consideran sospechosos o fuente de amenaza, rasgos asociados simbólicamente con grupos minoritarios y vulnerables. Esta forma de manipular y proyectar el miedo se desprende de problemáticas concretas del ámbito social, entre ellas, las tensiones de clase, el terrorismo y la inseguridad económica. Así entonces, una vez ubicados los temores del cuerpo social estos se desvían, a través de gestos simbólicos y prácticas explícitas, hacia un destinario que poco o nada tiene que ver con los problemas subyacentes, pero que hace las veces de sustituto (Hobbes, [1651] 2005; Delumeau, [1978] 2002; Robin, [2004] 2009; Nussbaum, [2012] 2013; Ahmed ([2004] 2015). Según Hobbes ([1651] 2005), el miedo va coligado al rechazo radical y hostil hacia aquello que se ve como amenaza; las cosas que pensamos pueden dañarnos producen animosidad y repudio (41-44). En consecuencia, frente a un estado social de temor, una persona que es mostrada como amenazante gira en blanco de sentimientos de odio y aversión. Por esta razón, el miedo manipulado políticamente es productivo en la invención de enemigos que raramente lo son – recuérdese el caso de los judíos durante el nazismo y de las brujas en el periodo de la Inquisición–. Ahora bien, el repudio hacia el otro, desde la óptica del psicoanálisis, es una emoción de carácter visceral, es decir, indicativa de un estímulo corporal que se deriva justamente de la naturaleza de los cuerpos. El rechazo aversivo hacia una persona resguarda la idea de algo contaminante, de “un algo” sucio que se asocia a los residuos y excrecencias corporales. De esta manera, la sensación de asco y rechazo señala a aquello que está por fuera del cuerpo propio y que además puede contaminar. Paradójicamente, como explica Nussbaum ([2001] 2008, [2012] 2013), los residuos corporales mientras permanecen dentro del cuerpo no se perciben como inmundos, pero una vez expulsados producen asco, son ahora elemento nocivo que hay que desechar. En orden entonces a este proceso emocional, frente a los propios residuos corporales, se puede deducir que el punto 180
FIGURAS DEL ODIO Y EL ASCO Hot Sur, de Laura Restrepo, significa el asco como emoción derivada del miedo político, ubicada sobre este fenómeno la novela proyecta el cuerpo de sus personajes como espacio donde se entrecruza el simbolismo de los bordes corporales y sus excrecencias con el sentido de las leyes que definen la organización social contemporánea. Las fronteras del cuerpo: la piel, los orificios y las sustancias que eyectan, emergen como metáfora del desprecio y la repugnancia que los sistemas gubernativos hegemónicos proyectan sobre la comunidad de los “países en desarrollo”: los migrantes, por considerarlos “elemento contaminante” de los valores institucionales. El cuerpo como lugar para la reconquista propia que la novela propone, se relaciona estrechamente con la emergencia de los discursos, políticamente articulados, que definen qué individuos se reconocen como humanos y quiénes se quedan por fuera de ese “rango” y porqué. La anatomía circunscrita a un simbolismo excluyente define el valor del individuo en cuanto persona. Las características físicas: color de piel, talla, rasgos faciales, sexo, etc., se han constituido como indicativo para determinar qué individuo es aceptado o susceptible de rechazo. En contestación entonces a esta realidad, Restrepo inventa personajes que son prácticamente cuerpos emocionales. La escritura codifica las fronteras del cuerpo de su protagonista como especie de lugar indeterminado, reubicándola como individuo con “categoría de persona” y con una historia y sello social propio. 181
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de toque entre la emoción de asco y el miedo político se sitúa precisamente en la idea de expulsión del residuo, porque, una vez fuera, vira en sucio y ajeno, en un elemento extraño y contaminado que amenaza con contaminarnos. Esta derivación del objeto íntimo en sucio, en analogía simbólica, se reproduce en el plano social, esto es, que así como el cuerpo humano contiene elementos que una vez excretados se les reduce a cosa repugnante, el cuerpo sociopolítico de la nación, a causa de sus leyes y normativas, también expele y repudia a muchas de las personas que lo conforman. De hecho, aunque parte de esas personas logran el respaldo jurídico de sus derechos como ciudadanos, el cuerpo nacional sigue considerándolas como “intrusas” y negándolas en su humanidad. El humano “otro”, es el enemigo, alguien que está por fuera de una especie de “traza cultural-genética” del colectivo dominante y se alza como ícono del asco, como excreción que el cuerpo de la nación, políticamente definido, desecha.
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Los sucesos en Hot Sur se desencadenan cuando María Paz es encarcelada por asesinato. En torno a este personaje se estructura un discurso que denuncia las condiciones discriminatorias, violentas y de acoso político que viven los inmigrantes colombianos –y seguro que de otras nacionalidades– en Estados Unidos. En este contexto, el cuerpo es convertido en blanco de violencia por quien se arroga el derecho de ejercer la ley y con ello normativizar al otro. María Paz, por ejemplo, imputada por el FBI de delincuente peligrosa –sin haber cometido crimen–, recibe una paliza brutal por parte de los agentes. Esta agresión le provoca a la heroína un aborto (Restrepo, 2013: 253-56). A través de este suceso violento la novela cuestiona el discurso encubridor que pretende justificar el ultraje como necesario y preventivo. Tildada por el gobierno de criminal, la paliza a María Paz se justifica como acto necesario para la seguridad colectiva. Una situación que pasa de injusta a grotesca cuando, en el transcurso del relato, conocemos que la reclusión de la heroína ha sido estratagema para desviar la atención de los organismos periodísticos y judiciales frente a la corrupción del Departamento de Justicia Norteamericano: en efecto, el grupo de agentes que golpean a la protagonista y la encarcelan son traficantes de armas, y han asesinado a Greg: expolicía, también traficante, y esposo de María Paz. La heroína, al final, es quien termina señalada por su condición de migrante y abandonada en la cárcel con una hemorragia crónica vaginal. Aquí, el cuerpo se representa como imagen de lo atroz, metáfora del asco político y acusación explícita de la invisibilización de lo humano. Dice María Paz: Según todo indica, deshacerme en sangre es un hecho que se va cumpliendo […] Es como si me hubieran quitado un tapón y por ahí me fuera vaciando. Como si al no poder salir de estos muros, hubiera decidido salirme de mí misma […] He tratado de impedir la hemorragia […] con compresas, drogas, brujerías, yoga […] Empecé con este drama recién llegada a Manninpox […] Mi piel ya no es mía, yo me quedé sin piel, yo soy una que anda en carne viva (Restrepo, 2013: 180, 253). De esta confesión llama la atención el borramiento99 que la narradora hace de sí misma al subsumir su existencia a un residuo sangrante, a una sustancia abyecta. Es un pasaje que apunta directamente a los orificios corporales, como 99 Extrapolamos este término del campo de la medicina. El borramiento es la desaparición gradual del cuello uterino durante el proceso de parto para dar paso al bebé. Lo tenemos en cuenta porque si “el borramiento” hace alusión a la desaparición de una entidad anatómica, sin dejar de ser parte del cuerpo, puede, en analogía simbólica, equipararse con la invisibilización del sujeto en el organismo social.
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100 Roberto Esposito (2011) presenta un estudio sobre el recorrido genealógico del concepto de persona. Teniendo en cuenta razones de orden jurídico y religioso, el filósofo explica por qué algunos seres humanos son considerados como personas: plenas en derechos civiles, mientras que a otros se les deja del lado de las nopersonas. Una distribución desigual que determina la vida de los hombres y las mujeres bajo la red de sujeción y dominio de los estados políticos “más poderosos”.
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“puntos de referencia que cortan y constituyen el cuerpo” (Kristeva, [1980] 2004: 74). Toda materia expelida a través de ellos se considera marginal, con un potencial simbólico de contaminación, siendo la sangre una de las excreciones que causa mayor repulsa: “en la sangre está la plaga [afirma María Paz] todo se tolera menos la sangre, que marca el límite del aguante [...] una sola gota es suficiente para el contagio, una sola (Restrepo, 2013: 190). La sangre, en efecto, y especialmente la vaginal, es sustancia desagradable que causa repugnancia por estar asociada con lo sucio; ella siempre motiva asco porque el imaginario cultural la relaciona con las “cosas manchadas o impuras”. En el pasaje citado se carga de mayor resonancia semántica por tratarse de un aborto, una particularidad en la que rastreamos el simbolismo aciago de la sangre que no llega a convertirse en persona, de “aquello” que se expulsa hacia el exterior del linde humano. Mary Douglas ([1966] 2007), retomando a Levy-Bruhl, sostiene que en algunas culturas la sangre menstrual y el aborto se consideran como una especie de ser humano manqué, de alguien que falta, es decir, que si la sangre no hubiese fluido se habría convertido en persona. El sangrado vaginal, por ciclo menstrual o aborto, “posee el rango imposible de una persona muerta que nunca ha vivido” (Douglas, [1966] 2007: 115). Atendiendo a esta creencia, es inevitable comparar el significado del sujeto manqué con la impresión de borramiento del yo que acosa a la heroína de Restrepo, es como si al “deshacerse en sangre” ella quedara del lado de esas personas muertas que nunca han vivido. El desecho sanguinolento, alegóricamente, convierte a María Paz en un ser humano manqué, en una vida humana excluida de la “categoría de persona”, de aquel que, aunque vivo, está muerto. De manera significativa, el simbolismo de la hemorragia del personaje se establece como punto de tangencia en el cual el concepto de no-persona se cruza con el de asco político. Cuando la heroína se compara con la sangre del aborto alegoriza su condición de inmigrante, de ser vil expelido por el sistema sociopolítico norteamericano. La narración, de esa forma, configura su protagonista como nopersona, como cosa abyecta o “el otro” que desencadena el asco, que se percibe, entonces, como el enemigo. Los imaginarios y conductas segregacionistas provienen de la jerarquización del sujeto, pues aunque todos somos humanos la “categoría de persona”100 parece no abarcarnos en totalidad. Sin duda, las
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condiciones jerárquicas de lo humano reducen lo ontológico y el valor de la vida misma a lo meramente político, no por el hecho de ser humano se está protegido bajo el estatus de persona. Sobre ese complejo orden de lo social, Esposito ([2007] 2011) aclara que “si la categoría de persona coincidiese con la de ser humano, no habría necesidad de ella” (22). En una sociedad donde prima la facultad de incluir por medio de la exclusión, siempre existirán hombres y mujeres que no sean consideradas del todo como personas, pues “la categoría de quienes gozan de determinado derecho es definida solo por contraste con quienes, al no ingresar en ella, resultan excluidos” (22), sujetos manqué. La novela de Restrepo, leída desde este razonamiento, demuestra que aunque el cuerpo social norteamericano está conformado por seres humanos: “nativos” e “inmigrantes”, estos últimos son negados en su humanidad. Simbólica y materialmente, en esa sociedad, hay vidas humanas que son reducidas a cosa, a algo que provoca repulsa y, por tanto, no entran en la esfera política de persona, y mucho menos en el horizonte valorativo de sujetos con libertad de pensamiento y acción. La manifestación discursiva y estética de Hot Sur sobre la proyección del asco, surge de la tensión entre “los de arriba” y “los de abajo”, “los del norte” y “los de sur”, “los limpios” y “los sucios”. Una organización vertical de la sociedad que se reproduce en todos los escenarios sociales de la realidad ficcional: hogar, hospital, cárcel, empresa, etc., donde lo nauseabundo y lo abyecto se asocia siempre con las personas de la periferia, con los negros, los latinos y todo tipo de forastero que no reúna las características culturales y físicas “del civilizado norteamericano” (Restrepo, 2013: 124): No había defensa posible, a la civilización occidental se le estaba viniendo encima todo el Sur, el explosivo y atrasado Sur, el desmadrado y temible Sur, con sus miles de odiadores de gringos que venían subiendo en horda […] avanzaba por Panamá, atravesaba Nicaragua, se dejaba venir como tsunami por Guatemala y México y era incontenible cuando se colaba por los huecos de la vulnerable frontera americana. Los del Norte ya tenían encima a la marea negra del Sur, la tenían adentro. (Restrepo, 2013: 124). Desde el lente del psicoanálisis, el desprecio hacia el otro que nos parece diferente es un comportamiento que se aprende desde la niñez: el reconocimiento de nuestro cuerpo como organismo productor de “sustancias viles”, implica la
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confesión de sabernos corruptibles y viscosos, factor que nos confronta de modo ambiguo con nuestro propio yo. Esta situación lleva al sujeto a reaccionar de forma evasiva proyectando lo inmundo propio, el asco de sí mismo, hacia afuera, “de tal manera que en realidad no sea uno mismo el que suscite asco, sino otro grupo humano que, en su [supuesta] villanía y perversión, es una fuente de contagio que hay que mantener a raya” (Nussbaum, ([2001] 2008: 239). Para la relación intercultural y social que Hot Sur escenifica esta perspectiva del psicoanálisis resulta válida, siempre y cuando se complemente con la idea de que ese comportamiento primario de la proyección del asco se manipula y fortalece para alimentar las normas y paradigmas excluyentes. La negación absoluta del otro, por suponerlo un elemento contaminante, es sobre todo un comportamiento racional, heredado y aprendido. El último pasaje citado de la novela de Restrepo resulta interesante por el efecto de invasión que insinúa, por la sugerencia de que algo problemático está irrumpiendo en el cuerpo social norteamericano. Hay, en esa forma de narrar y describir a los migrantes, la sugerencia de la corrupción del cuerpo propio a razón de la ingestión de una sustancia contaminada. El narrador –un hombre “blanco” norteamericano, jubilado y de estrato social medio alto– tiene miedo de que la “marea negra del Sur”, de “pésimo acento y sonrisa taimada” (Restrepo 2013: 125), rasgue el equilibrio del sistema democrático norteamericano y abuse de los bienes. La repulsión del narrador asocia la comunidad latina con una especie de virus o cosa contaminante, que penetra el organismo social infectándolo. La forma como la escritura de Restrepo muestra a la comunidad latina ingresando a territorio norteamericano evoca un comportamiento animal, un efecto de invasión: “se le estaba viniendo encima […] venían subiendo en horda […] se dejaba venir como tsunami […] era incontenible cuando se colaba por los huecos […] ya [la] tenían encima […] la tenían adentro” (Restrepo 2013: 124). “Los del Sur”, así representados, traspasan la frontera como especie de alimaña microbiana dispuesta a inocular el corazón de la nación estadunidense. El esquema de valores que niega con fastidio al otro, excluyéndolo de la esfera de persona, empareja lo humano con la naturaleza del animal. El sujeto migrante como imagen de contaminación y motivo de asco simboliza un rechazo al contagio, que responde en gran medida al deseo de ser “no animal”. Investigaciones de corte psicológico cognitivo han puesto de manifiesto, que las ideas que motivan el asco se desprenden del interés por custodiar los límites entre el ser humano y los animales o por refrenar la animalidad propia. Por ejemplo, toda secreción corporal, considerada como sucia, se asocia con lo animal, con lo que tenemos de común
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con ello, de ahí la repulsa y el rechazo a su contacto por estimarse contaminante (Nussbaum, [2004] 2006: 106-120). La novela de Restrepo metaforiza justamente estos miedos y prevenciones cuando aborda la sensibilidad nacional y política excluyente, del estadunidense frente al latino. Asociar a “la comunidad del Sur” con la naturaleza del animal es suponerla como un dispositivo de contagio. El asco político que agita al narrador conjura, de cierto modo, el miedo a regresar a una condición animal. Si la proyección del asco se manifiesta cuando el otro es representado como “animal abyecto”, como cosa que se opone decisivamente a lo humano propio, en palabras de María Paz, es porque “para ellos [la institucionalidad dominante] es importante convencerte de que has dejado de ser humano” (Restrepo, 2013: 56). Manipulado políticamente, el asco niega “la realidad misma del cuerpo de los miembros del grupo dominante, que proyectan así su propia vulnerabilidad corporal en los miembros del grupo subordinando, y luego usan esa proyección como excusa para ahondar en la subordinación” (Nussbaum [2013] 2014: 317). De esta manera, la categoría biopolítica de no-persona, en la que se circunscribe la protagonista de Hot Sur, corre en coherente paralelismo con la de animal vil que el asco político proyecta en el sujeto migrante. En la realidad ficcional, en suma, la distribución que el orden gubernativo estadounidense realiza de las subjetividades representadas entre persona y no-persona, entre vidas reconocibles y legibles socialmente, y vidas opacas al orden jurídico de la comunidad, guarda estrecha relación con la oposición ontológica entre humano y animal, que fue siempre una matriz del deseo civilizatorio del ser humano. En síntesis, la propuesta de escritura de Restrepo, paradójicamente, penetra en lo inhumano para devolvernos a lo humano. Se configura una nueva inflexión del engranaje sociopolítico, que cuestiona los modos como se ha edificado el ideal de lo propio y lo nacional a partir de lo afectivo. El personaje migrante de Hot Sur revela cómo funciona el miedo, cómo se le canaliza hacia el repudio del otro, para negarle su condición humana y hundirlo en la muerte social, que en palabras de Mbembe ([1999] 2011) es expulsar a la persona fuera de la humanidad. LA PIEL Y LA RECUPERACIÓN DE LO PERDIDO La piel transformada en registro visual de lo íntimo guía el camino hacia la recuperación de la memoria, la dignidad y un nuevo posicionamiento ontológico de la persona en la esfera pública. La piel, como topo narrativo, se extiende en la
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101 Para Foucault ([1976] 1984), el “hacer vivir” se centra en el establecimiento de la tecnología de doble faz –anatómica y biológica, individualizante y especificante, vuelta hacia las realizaciones del cuerpo y atenta a los procesos de la vida– que caracteriza un poder cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente. 102 La Tongolele, es un personaje transexual que aparece en uno de los apartados de Monólogos de Inter-neta, en la novela de Gamboa. Esta mujer recobra su identidad cuando después de un traumático proceso de cirugías plásticas, logra tener un cuerpo como el de Pamela Anderson. Símbolo de la belleza femenina, para este particular personaje (Gamboa, 2012: 84).
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ficción a modo de fuerte espacio simbólico de lo corpóreo no normado. Interesa a la novela los modos como la piel toma el lugar de un lienzo representativo de un mundo, un yo lacerado, un espacio de relaciones tensas e intensas entre lo personal y lo político establecido. Líneas arriba se hacía énfasis en cómo el ordenamiento biopolítico de los cuerpos se sostiene sobre la desigual distribución del valor de lo humano y de las formas arbitrarias que definen bajo la “categoría de persona”, quién “vale” o no como ser humano. Desde Foucault ([1976] 1984)101 se reconoce que lo biopolítico determina la vida humana; la capacidad de realización o mutilación de las perspectivas del sujeto dependen de un sistema hegemónico y su poder de “hacer vivir”. Lo humano se concreta así no en la zona ontológica, sino en la política, donde el cuerpo como materialidad subsume la trascendencia del ser. Ahora bien, el ser humano en su condición de buscar inevitablemente nuevas formas de realización y reinvención de sí mismo, ingenia caracteres nuevos para cohabitar y recuperar el “cuerpo perdido”. Frente al poder biopolítico que (des)posee el cuerpo, se moviliza un “giro subjetivo de lo corpóreo” que impulsa “otros usos” personales del cuerpo para ser en tanto cuerpo, y con ello recuperar la identidad (Esposito [2007] 2011: 73-78). Plegarias nocturnas presenta La Tongolele102 como personaje representativo, justamente, de estos procesos de reelaboración y recuperación del yo a través de un cuerpo modificado. Los largos procesos quirúrgicos le sirven a la heroína de Gamboa para identificarse plenamente con su inclinación de género. La posesión voluntaria del cuerpo por su “legítimo propietario” es simbólica de la emancipación del sujeto, un acto que proyecta a su vez nuevos lenguajes para la lectura de lo humano en la realidad actual. La piel, como superficie del cuerpo, en el decurso narrativo de las novelas que trabajamos, es simbolizada como espacio que conecta lo íntimo con lo social y lo cultural. Como veremos, en la realidad ficcional, la piel se representa como un elemento sustancial de conexión, su modificación y marcas personales se imponen a modo de emblema cultural y simbólico, una situación que la proyecta, simultáneamente, al espacio de la ritualidad y la sociabilidad. Ciertamente, el potencial simbólico de la piel reside en su visibilidad, es el órgano más extenso
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y llamativo del cuerpo. Por esta razón, las marcas vergonzosas del esclavo, el criminal o, en su momento, de la mujer infiel, se plasmaban sobre la piel. Un espacio perfecto para exhibir la vergüenza y la abyección. La capacidad semántica de este lienzo, que recubre el cuerpo completo, motiva su intervención, se convierte en lenguaje contestatario de los paradigmas sociales y particulares. La piel es fuente viva para la imaginación estética y cultural (Martínez Rossi, 2014). En Plegarias Nocturnas la piel se configura a modo de manuscrito privado, de diario personal. Juana, protagonista de la novela, tiene imágenes tatuadas por todo el cuerpo, que registran, de forma alegórica, una vida, la propia: signada por la violencia política colombiana, la migración, la prostitución y el hastío. La piel se reconoce en la escritura de Gamboa como especie de archivo del “sí mismo”. Los tatuajes y diferentes marcas que recubren el cuerpo de la heroína retienen la experiencia y el pasado traumático, cada trazo en la piel es una metáfora sugerente de lo vivido, los afectos y la asunción del yo. Veamos: Estaba desnuda y se miraba al espejo […] Nunca había visto un cuerpo así, con extraños y enormes tatuajes: ideogramas japoneses, soles, ojos budistas, yins y yangs, y en su vientre un verdadero cuadro, ¿qué era?, dios santo, pude reconocerlo: ¡La gran ola de Kanagawa, de Hokusai! […] Más abajo, en el muslo derecho, tenía una versión de La balsa de Medusa, de Géricault, y en el izquierdo […] La novena ola, del ruso Iván Aivazovsky […] Tres naufragios más una cantidad increíble de signos religiosos o místicos. A eso se sumaban cicatrices y quemaduras circulares que parecían transmitir algún mensaje […] La miré sin mover un músculo, sin respirar para que no notara mi presencia […] Me pareció la mujer más hermosa del mundo, y sentí que la amaba. […] Luego me retiré sin hacer ruido y me fui a dormir, excitado, culpable, triste. (Gamboa, 2012: 274-275). En principio, hay que notar que la descripción del cuerpo de Juana está referida por alguien que la observa en secreto. La intención lúdica narrativa de un personaje testigo, ubicado en la trama, acerca al lector a la vida íntima de la protagonista. Los sucesos toman densidad al pasar por el lente y la voz de un intermediario, que decide, desde sus juicios subjetivos, lo que se muestra o no del cuerpo de Juana. El recurso de dirigir la narración a través de una voz testigo o tercera figura es empleada, tanto por Restrepo como por Gamboa, para entrar en la vida de los héroes: en Hot Sur se intuye la presencia de un(a) periodista, cronista o investigador(a), que entrevista a los personajes, consulta documentos privados: diarios, cartas, fotos, archivos, que luego se organizan, redactan y refieren de forma coherente. 188
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En Plegarias nocturnas es un cónsul, un alter ego del autor, que se asume vicario de la memoria de aquellos que conoció años atrás para referir lo sucedido. Ahora bien, aunque la constante de las propuestas de escritura es la vida de los personajes narrada por un tercero, esta voz testigo también “cede la palabra” a quienes son el eje de su relato, ya sea transcribiendo sus textos íntimos – redactados en primera persona– o dándoles voz independiente para que se cuenten a sí mismos: “Empezaré por lo peor, señor cónsul. Lo peor de lo peor, que fue mi infancia [dice Juana]” (Gamboa, 2012: 15). Este conjunto de artilugios generan el efecto de credibilidad y confianza en el yo que se cuenta personalmente, el sujeto auto-narrado adquiere mayor fuerza expresiva en la ilusión de verdad que el relato genera. Concedido que hay un yo, una vida íntima, que toma forma en el acto narrativo que articulan las novelas, quien relata se apoya en todo tipo de elementos personales de grafía biográfica que ayuden a desentrañarla, no solo en aquellos archivos que se configuran como palabra, sino también en los que interviene la imagen plástica. Es por esta razón que el narrador que observa a Juana desnuda, en el último pasaje que se citó, se detiene en la descripción de los tatuajes, pues en ellos la historia particular y la memoria se hacen presentes. Hay un yo manifiesto en el tatuaje cuando la imagen grabada representa el “sí mismo” de la protagonista. El tatuaje, en efecto, logra tener la misma fuerza expresiva de la vida del personaje que el yo gramatical de los textos biográficos –diarios, entrevistas, blogs– utilizados por el narrador testigo. Se trata de imágenes grabadas que construyen a Juana como persona y terminan situando su intimidad en un afuera, expuesta a la mirada de otros. Ciertamente, los tatuajes de la heroína, en su variabilidad simbólica y cruce de líneas y colores, narran diferentes pasajes de vida; se constituyen en lenguaje figurativo de su yo, en “narración autopictográfica” –ella decide qué imágenes y símbolos surcan su piel– que expresa los matices del tiempo vivido, los secretos, los sueños y las pesadillas. Un aspecto que llama la atención de los tatuajes de Juana es la recurrencia de imágenes marinas. El narrador destaca con admiración las pinturas tatuadas en las que el mar es la figura central, a su vez, este elemento reúne unas características particulares: los cuadros de temática marina que Juana ha estampado en su piel alegorizan la fuerza amenazante del mar y la confrontación del hombre con él. El mar recibe todas las metáforas del miedo y la furia, dice Gastón Bachelard ([1942] 2003); en las aguas marinas se reconcentra el simbolismo de la lucha contra la muerte misma. Un mar agitado y profundo es alegoría de un abismo devorador siempre presto a engullir al vivo (38).
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La escenificación del mar en el cuerpo de Juana, bajo la óptica de Bachelard, deja al descubierto lo inexplorable del universo íntimo de la heroína. El oleaje amenazante, el gesto desesperado del náufrago, la alusión a la muerte, el viento encumbrando la ola, etc., son escenas comunes de los lienzos que la protagonista ha escogido como referente de sus tatuajes. Esas escenas, tienen el objetivo de significar lo más profundo del personaje, expresan el movimiento de una vida. Así entonces, el mar, para Juana, no es un mar quieto, ni abstracto, es el mar de Hokusai, de Géricault, de Aivazovsky, una fuerza precipitada y frenética, que exige resistencia al humano que lo encara. Es el mar que la habita y la desborda, un piélago alegórico de su conciencia, de su devenir, del jadeo con el que ha atravesado cada palmo de la existencia: sus andanzas como prostituta, la persecución del miedo a causa de la violencia sociopolítica, la humillación por ser inmigrante ilegal, la devastación emocional por la muerte del hermano, etc. La existencia del personaje, en definitiva, se convoca en la potencia de la imagen marina, el tatuaje del oleaje embravecido es inscripción de un lenguaje vital propio, es narración visual de un yo en el que se preserva y exterioriza la verdad de una vida. Si bien, el tatuaje y las marcas corporales en la tradición de algunas culturas resguardan el valor ritual de lo comunitario y actúan como sello social, sobre todo en las comunidades indígenas103, no pocas veces emergen como lenguaje que impugna el discurso sociocultural establecido, especialmente en las poblaciones contemporáneas industrializadas. Como aclara Martínez Rossi (2011), quien retoma a Susan Benson y su artículo Inscriptions of the Self: Reflections on Tattooing and Piercing in Contemporary Euro-America, las marcas y tatuajes corporales tienden a identificarse con “lo auténtico, lo incómodo, lo puro, en oposición con las corrupciones de la sociedad dominante” (197). Inscribir sobre la piel ciertas marcas o imágenes es una forma de reivindicar la “autenticidad corporal ocluida por las disciplinas de la conformidad contemporánea” (197). El tatuaje se yergue entonces como emblema de lo anti-represivo, como signo que frena o confronta el dominio del otro. Las tribus urbanas utilizan el tatuaje como símbolo de identificación. Asimismo, en el espacio carcelario las grafías y demás marcas en la piel genera vínculos de identidad y comunidad. La persona recluida hace de su cuerpo y piel un espacio de liberación e identificación. El cuerpo modificado con determinados códigos ubica a quien lo porta en un colectivo, devuelve al sujeto a la esfera social, confrontando, de tal modo, al sistema que lo ha eyectado del margen de lo humano. 103 Martínez Rossi (2011) precisa que entre los Cubeo-Tucano a la criatura recién nacida, y trasladada de la choza del parto a la maloca comunal, se le pintaba la cara con manchas rojas con Bixa Orellana a manera de “jaguar”, protector mítico de la casa comunal, adquiriendo así el “status humano” y la entrada al grupo social (200).
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Se había metamorfoseado a sí misma mediante todas las modalidades de lo que llaman intervención voluntaria sobre el propio cuerpo, y los tatuajes la rayaban de arriba abajo sin perdonar un palmo de piel, como si un niño armado de crayola azul se hubiera ensañado contra ella. Tenía los lóbulos de las orejas alargados y desprendidos de la cara. Las pestañas ausentes y las cejas borradas que le daban el aspecto inhumano de un Mazinger Z. Y luego estaba el pelo cortado al cepillo y cruzado por líneas de máquinas de afeitar, como un Nazca en miniatura. Más las narices agujereadas; el labio superior bífido y la lengua bifurcada; las mejillas, el cuello y las manos marcadas con escarificaciones (…) se había hecho inyectar los pezones con tinta y tatuar una corona de rayos alrededor de cada uno, como dos soles negros en medio del pecho (Restrepo, 2013: 308). 104 Esto recuerda la cifras seriales que marcaban los cuerpos de los detenidos en los campos de concentración durante el nazismo. Explica Nussbaum ([2013] 2014), que cuando las personas son designadas con un número en vez de llamarlas por su nombre, quienes tienen el poder sobre ellas se comportan peor porque se las representan como unidades deshumanizadas, no individuales (239).
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La cárcel de mujeres es uno de los escenarios centrales que se construyen en Hot Sur. Manninpox, situada a las afueras del condado de Ulster, es en la ficción el lugar por antonomasia de la proyección del asco y de la negación de lo humano. Algunas de las situaciones que más afectan la identidad como persona de las reclusas son la identificación que se hace de ellas con un número serial104, pues una vez apresadas ya no son llamadas por su nombre sino por una cifra estadística. Asimismo, a las hispanas se les prohíbe hablar en su lengua materna, cuando se comunican deben hacerlo en inglés, incluso, durante la visita de los familiares; además, las reclusas latinas o negras son obligadas a realizar los oficios que se asocian con lo sucio, como limpiar letrinas y lavar las inmundicias de las celdas, mientras que “las blancas” gozan del privilegio del trabajo manual o de otras actividades menos humillantes (Restrepo, 2013: 85-91). En respuesta a esas condiciones de la vida carcelaria, las internas ingenian formas y lenguajes para resguardar, recuperar o traducir su intimidad humana; entre esas formas representacionales, la manipulación intencional del cuerpo y la piel es la más notable. El cuerpo marcado, tatuado y perforado aparece en la ficción como “tótem de la provocación” (Martínez Rossi, 2011: 24) y altar de la diferenciación y el autoengendramiento. Mandra X, personaje alrededor del cual gira la vida en la cárcel de mujeres, es símbolo notable de esta emancipación del yo a través del cuerpo:
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Desde la perspectiva psicoanalítica, la transformación corporal de Mandra X es símbolo de renacimiento de lo íntimo y savia que vitaliza su humanidad. Su cuerpo transfigurado es efecto del proceso propio de autoafirmación e individualización que la persona privada de libertad necesita concretar. Las imágenes que envuelven de arriba abajo el personaje, así como la modificación de algunos órganos, depara la “gradual anulación del ser anterior y [la] asunción de una identidad original en cuyo trasfondo subyacen fantasías de resurrección o autoengendramiento” (Reisfeld, 2004: 121). Es decir, las escisiones, desprendimientos, escarificaciones y demás “roturas”, deshacen la forma natural del cuerpo de Mandra X para dar paso a una nueva realidad, a la expresión de un ser diferente no abarcable en el cuerpo original. El fenómeno de renovación vital anclado a la idea de cuerpo como principio de individuación “funciona social y políticamente como sede del yo y como ontología del individuo: la sede de lo propio, de lo propio del yo y de la propiedad como principio humanizador, como norma de lo humano” (Giorgi, 2014: 115). Por esta razón, Mandra X una vez recluida, con un pasado que no quiere suyo, y expuesta a la anulación de su humanidad por parte del sistema carcelario, aniquila su forma corporal original: inteligible, normada, y atada a un tiempo ido, para engendrar “un nuevo cuerpo”, y con ello la exteriorización de “otra vida”, la producción de una persona-sujeto que es en tanto posee un cuerpo cómplice de sus nuevos deseos y expectativas. La aniquilación de la forma natural del cuerpo de Mandra X, en perspectiva metafórica, inicia cuando comete filicidio. Recuérdese que ella está condenada a tres cadenas perpetuas por dar muerte a sus hijos trillizos, que sufrían “una conjunción apabullante de malformaciones de nacimiento, como ceguera, sordera y retraso mental. La mujer se consagró a ellos hasta que cumplieron los trece años de edad, y en ese momento tomó la decisión de eliminarlos con sobredosis de narcóticos” (Restrepo, 2013: 295). La protagonista mata a sus hijos cuando es diagnosticada con un cáncer terminal de vejiga. El temor a la indefensión en que los niños quedarían al ella morir la lleva a cometer ese acto, “ante todo no quería morir dejándolos solos” (Restrepo, 2013: 296). Así entonces, con la latencia del cáncer en su cuerpo y la muerte de los hijos, Mandra X, especie de Medea contemporánea, también sucumbe. Magdalena Krueger, nombre original de la heroína, “muere en sus hijos”, la enfermedad y el asesinato inhuman lo que fue. La renacida forma corpórea del personaje de Restrepo alegoriza la muerte del cuerpo anterior, del nombre anterior, que es por tanto la suspensión de una individualidad, de una vida y lo que hubo en ella. Situación paradójica, en el sentido
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105 Esposito ([2007] 2011) en su disertación sobre la jerarquización de los hombres, especifica que dentro de la categoría de persona hay una serie de grados diferentes, caracterizados por una cuantía de personalidad, que iría “del adulto saludable, el único al que le pertenece el título de verdadera y propia persona, al infante, considerado una persona potencial; al viejo, definitivamente inválido, entonces reducido a semi-persona; al enfermo terminal, al que se le atribuye el estatus de no-persona, y al loco, a quien corresponde el rol de anti-persona” (77).
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que, si bien el engendramiento de un “cuerpo nuevo” aniquila una vida pasada, también deviene vida, que en el caso de Mandra X, se concreta en la acción social y política, en su militancia por los derechos humanos de las reclusas de Manninpox. Pese a ser víctima de un sistema opresivo, el personaje no se victimiza, resurge de su estado fracturado con dignidad y voz para defender lo propio y apoyar a las demás. La escritora colombiana produce una obra que se abre en diversas trayectorias de representación de lo humano en la sociedad contemporánea, para debatir la vigencia política del orden social. Hot Sur, desdibuja las “formas correctas” del cuerpo de la nación cuando obliga a mirarlas desde la corporalidad de sus personajes. El cuerpo “monstruoso” y “desviado” de Mandra X evoca la malformación de los hijos asesinados, que son, a su vez, presencia simbólica de todos aquellos “humanos otros”: persona potencial, semi-persona, anti-persona, no-persona105, entregados al silencio y la sumisión de los individuos integrales que el organismo sociopolítico “sano” elige, de manera arbitraria, como referencia de “vida humana digna”. Allí donde la violencia política despersonaliza y deshumaniza, dice Giorgi (2014), “la resistencia tiene que pasar por la restitución de la persona, la identidad, el nombre, la biografía” (211). La proyección del asco como medio para dar forma a un enemigo, conforme es significado en Hot Sur y Plegarias Nocturnas, cuestiona el poder aplastante que ha adoptado como punto de partida la agresión y la vulnerabilidad del otro. La ficción, en este marco, apuesta por la reposición del sujeto y su horizonte vital. Por tener relación con el uso de la piel como lienzo y con el tema de la violencia política, nos permitimos hacer aquí un pequeño paréntesis en la exploración de las novelas, para citar el trabajo Signos cardinales (2008) de la artista colombiana Libia Posada, en el que dibuja minuciosamente una serie de mapas sobre los pies y las piernas de un grupo representativo de personas desplazadas por la violencia política de Colombia. Los mapas trazados sobre la piel de estas personas son testimonio de los caminos transitados por ellas, para proteger la vida propia y la familia de la persecución de los grupos armados. Estos mapas, con sus convenciones particulares, más que íconos representativos de la violencia, son presencia directa de esta, pues los caminos mapeados en el propio cuerpo de la víctima producen el espacio y la vivencia desde y en la misma persona expuesta al desplazamiento.
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De igual modo, las rutas pintadas en la piel de los desplazados se extienden como lugar alternativo para repensar los ordenamientos políticos y cuestionar el poder gubernamental colombiano que, en su precariedad e indolencia, no garantiza la vida y el bienestar de todos los ciudadanos. Como trazos narrativos, tales mapas inscriben de nuevo en la esfera social las vidas de los desplazados; son imágenes que, al igual que el simbolismo del tatuaje en la escritura de Gamboa y Restrepo, recalan en la vivencia de un momento traumático, registran parte de una vida y se erigen como memoria, tanto personal como colectiva, de la realidad abrumadora del país. Para cerrar esta parte, podemos sintetizar que la formulación literaria de las fronteras corporales en Hot Sur y Plegarias Nocturnas se compone, recompone y descompone en un sinnúmero de imágenes alegóricas de lenguajes contestatarios, que llevan al lector a salirse de su horizonte habitual para atravesar nuevas coordenadas conceptuales sobre la categorización de los cuerpos y su consecuente sentido de lo humano e inhumano. Las novelas contienen una savia ética que pone en tela de juicio las verdades en que creemos ciegamente. Lo literario ataca “el núcleo de nuestros hábitos intelectuales, la rutina de nuestros corazones y cerebros. Nos persigue hasta nuestras estancias más privadas y descubre aquello que se encuentra oculto bajo las sábanas y que preferimos no ver” (Ovejero, 2012: 65). Las dos novelas abordadas en este apartado, tienen la fuerza para remover la raíz de la certidumbre y confrontarnos con la realidad abrumadora que nos acosa como sujetos y comunidad vulnerable. EL PERSONAJE NÓMADE. REGISTRO DEL TERROR Y EL OLVIDO Entre los artilugios estéticos que dan forma y densidad a lo afectivo, las propuestas de escritura rediseñan el personaje caminante, flâneur o nómade. Quien cuenta aparece en el escenario ficcional en constante movimiento, es presencia que se desplaza por espacios donde el terror ha dejado su huella. Los hechos se desencadenan a razón de este transitar, pues a medida que el personaje camina surge la realidad que se narra. En Los ejércitos (2007), Ismael Pasos, narrador principal, va contando el desmoronamiento de su pueblo mientras recorre diferentes lugares buscando a su esposa, quien ha desaparecido cuando los militares invaden la población –el nombre mismo del personaje es indicativo de su papel en el relato–. El andar de Ismael es fatigoso y aterrado, su enfermedad y el profundo horror de la guerra
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La verdad es que Ramírez lleva varios días sin dormir. Desde que trabaja para El Colombiano, cubriendo las zonas de guerra en Antioquia, el sueño le falta […] Una vez, cuando regresó de Segovia, donde cubría la masacre de Machuca, durmió tres días seguidos en su apartamento […] Su cuerpo, por fortuna respondía bien a esas pruebas físicas. En ocasiones lo sorprendían fatigas depresivas, pero ellas sucedían en los días de asueto. Los ojos vuelven a cerrársele en tanto fotografía a un niño que dormita, arrodillado, sobre las escaleras del atrio. Está descalzo, tiene una pantaloneta que le queda grande y una camisilla estrecha para su estómago inflado. Después se dirige hacia un grupo de campesinos que han montado fogones (Montoya, 2012: 153). El principio del desplazamiento también lo podemos rastrear en El ruido de las cosas al caer, recuérdese que Antonio Yammara, protagonista de los hechos, emprende la búsqueda del nefasto pasado que lo marcó recorriendo diversos lugares de Bogotá, específicamente, el sitio donde ocurrió el atentado homicida, y visitando ciudades cercanas, casas, museos y diversos lugares, para ubicar y entender su propia experiencia y el colapso de la nación a manos del narcotráfico. Laura Restrepo sitúa también en el campo literario reciente dos personajes femeninos representativos del transitar. En Delirio, Agustina logra descubrir la razón de su enfermedad síquica desandando lo vivido, desplazándose hasta el escondite de Midas McAlister, y a través del testimonio de este reconocer no solo
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que lo acosa guían un relato alucinado de la experiencia inmediata de la violencia atroz. El registro de la guerra, que todo lo destruye con su voracidad feroz, se encadena al trasegar de este “flâneur de la miseria y la muerte” (Valencia Solanilla, 2010: 110). Los derrotados (2012), por su parte, propone dos personajes nómades: Santiago Hernández, un joven botánico que desilusionado por las injusticias sociales decide alistarse en la guerrilla con la esperanza de cambiar la realidad del país; a partir de las andanzas de este héroe, la escritura de Montoya configura la experiencia de la insurgencia desde su propio seno. Una realidad de pesadumbre y sobrevivencia, que aplasta el “sueño romántico” de quien creyó ver en este tipo de lucha una salvación para el país. Andrés Ramírez, es el otro personaje, caminante asimismo del desastre, su oficio lo lleva a lugares destazados por la violencia. Como fotógrafo de guerra, Ramírez hace un registro visual de los “territorios del miedo”, transita por poblaciones exterminadas mientras enfoca con su cámara los rostros del horror y el desamparo:
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su historia personal, sino también la de un país hundido en el dolor y la angustia a causa de la violencia desatada por el negocio de la droga. Y en Hot Sur aparece María Paz; de la mano de esta heroína transitamos sitios específicos, que son alegoría del odio, el rechazo y la abyección –la cárcel–. La tragedia del migrante colombiano en países del “primer mundo” se significa en el andar intranquilo y en constante escape de este personaje. Hot Sur registra las condiciones de desamparo y vulnerabilidad que atraviesan al ciudadano forzado a salir de su propio país. De otro lado, los personajes de Santiago Gamboa viven, de igual manera, en constante huida. Gran parte de lo narrado en Plegarias nocturnas toma forma en la recta final de un largo camino transitado por sus dos protagonistas, Manuel y Juana. Manuel, a pocas horas de terminar por mano propia con su vida, se traslada al pasado y recorre cada uno de los espacios que lo llevaron hasta una cárcel de Bangkok. Nuevamente, la desaparición de un ser querido empuja la errancia del héroe y con ello la representación de lo íntimo lacerado. Por su parte, el narrador de El olvido que seremos, un alter ego del autor, dirige su vista al pasado para emprender también, por el espacio y el tiempo, la búsqueda minuciosa de diversos registros sobre un momento histórico preciso de un país, Colombia. La narración viaja a diferentes lugares como acto necesario para recuperar la memoria del padre asesinado. El recuerdo personal entra en el relato como elemento activo que vivifica lo propio y representa, a su vez, el pasado lacerante del país durante la década de los ochenta. En definitiva, la huida, la cárcel, la corrupción, el pasado destruido, son elementos que agrupan a los héroes en una especie de “fraternidad de la desgracia”. Lo narrado se configura como “testimonio ambulante”, construido al ritmo del trasegar de los protagonistas. El motivo del personaje-caminante, un tipo de “flâneur anacrónico”, aparece en las novelas para encarnar los síntomas característicos de una sociedad en proceso de descomposición. Quien camina para contar, va articulando un registro coherente de los despojos y restos de la violencia, y en los intersticios de esta práctica, el miedo, la amargura, el rencor logran ubicarse en el espacio narrativo y ser reconocidos como emociones que nos atraviesan en nuestra condición de colombianos. Graciela Speranza (2012), afirma que el narrador latinoamericano contemporáneo recupera […] la tradición del paseo urbano, el desvío o la deriva, para crear objetos y relatos porosos, capaces de albergar los desechos y las diferencias. En la marcha, componen fábulas que extrañan o reencantan el paisaje caótico o
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[…] extranjeros, marginales, conspiradores, dandies, coleccionistas, asesinos, panoramas, galerías, escaparates, maniquíes, modernidad y ruinas de la modernidad, shopping-centers y autopistas. Un murmullo donde las palabras flâneur y flânerie se usan como inesperados sinónimos de prácticamente cualquier cosa que tenga lugar en los espacios públicos. Se habla de la flânerie en ciudades donde, por definición, sería imposible la existencia de un flâneur (78). Sin duda, en la representación literaria de las ciudades contemporáneas resultaría “problemático” avocar a la práctica del paseo urbano, conforme se hizo en la capital decimonónica europea: París, específicamente. El peatón de hoy no tiene derecho a la velocidad del vagabundeo, marcha más bien a un ritmo vertiginoso en la poco caminable urbe contemporánea (Luiselli, 2010: 39). El recorrido citadino –la flânerie– como momento para la reflexión y la evasión surte entonces una serie de cambios en la narrativa de ciudad más reciente. Si bien, se sigue acudiendo a tal figura por su principio de desplazamiento, el “flâneur contemporáneo”, evidentemente, debe adaptarse a las calles, los ritmos y la vida de la caótica ciudad de hoy. A pesar de su anacronismo, la flânerie sigue siendo atractiva para descubrir los entramados de la ciudad textual. Santos López (2009), en un estudio sobre la relación del personaje detective de la novela negra chilena con la urbe contemporánea, justamente, reformula la categoría flâneur. Para el investigador, los detectives ficcionales son “practicadores de la nueva flânerie en Latinoamérica” (79). La solución de los casos exige al personaje los recorridos
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Los personajes caminantes, en efecto, tienen una relación estrecha con el paisaje citadino. La naturaleza del desplazamiento se proyecta como fenómeno para indagar lo urbano como espacio fluido, plural y contingente, aunque agresivo y problemático. Con el migrante citadino lo marginal aparece ahora en el centro, y se visibiliza la lucha para dar al otro un lugar y reconocer la alteridad (Jaramillo, Osorio y Robledo, 2000: 69). Ahora bien, es importante reflexionar sobre el uso excesivo, y quizás indiscriminado, que la crítica literaria ha dado a la figura del flâneur, con la idea de indagar la novelística que incorpora el principio del desplazamiento. Beatriz Sarlo (2000), en su texto Olvidar a Benjamin, expresa lo siguiente sobre tal aspecto:
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disciplinado, o simplemente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades latinoamericanas (81).
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urbanos; los devaneos callejeros y la disección visual de la ciudad proyectan las lógicas del flâneur. Según Jorge Locane (2016)106, el flâneur y la flânerie abandonan su contexto de nacimiento y sobrevienen, necesariamente, en figura retórica. Sin importar cuál sea el uso específico que se les quiera dar, esos dos fenómenos –estrechamente ligados– resultan especialmente fructíferos, para significar los atributos del espacio urbano y, sobre todo, de la metrópoli sometida a transformaciones abruptas (169). Los espacios urbanos tomaron forma y se consolidaron como ciudad moderna a partir de los procesos de modernización. Tanto la ciudad del siglo XIX europeo como la actual de América Latina, son producto del caótico proceso modernizador. Así entonces, como advierte Keith Tester (1994), si el flâneur representa la capacidad de observar y buscar significado a su modernidad, no es contradictorio que siga apareciendo como recurso literario. Las ciudades de la novelística reciente, se conforman de los procesos absolutistas y agresivos de la modernización y el neoliberalismo, por consiguiente, la función del flâneur se reactualiza, aparece de nuevo en este contexto social e histórico para seguir nombrando la ciudad como proyecto moderno inconcluso. Las particularidades que distinguieron al caminante urbano del siglo XIX se adaptan entonces de manera coherente a la representación de los territorios urbanos de hoy. La reactualización literaria del flâneur lo convierte en un “paradigma abierto” (Neumeyer, 1999: 17), capaz de definir y resignificar la flânerie contemporánea como fenómeno que sigue marcando travesías, para la comprensión de las estructuras sociales y los ritmos vertiginosos de la urbe. Desde esta perspectiva, se indaga aquí las especificidades de los protagonistas del corpus de novelas en cuestión. Viajar, caminar o recorrer territorios inéditos han sido praxis asociadas, tradicionalmente, al ideal de fundar un nuevo mundo, y con ello explicarse y proyectarse como persona. La utopía, entendida como el deseo constante de un lugar alternativo donde ubicar la existencia propia, surge en relativa concordancia con el continuo desplazamiento. La creación, imaginaria o real, de ciudades y espacios se anclan a la aspiración de otro “topos”. Por ejemplo, el flâneur de Benjamin ([1982] 2005) o el “caballero andante” de Maffesoli ([1997] 2004) toman realidad cuando se proyectan hacia un horizonte habitable; estas figuras recorren los espacios con la esperanza de nuevas experiencias que alivianen la pesadez tóxica de lo dado. El desplazamiento, así entendido, funda un espacio nuevo en el cual encontrar las explicaciones a la pregunta por sí mismo o como lugar 106 Este investigador realiza un notable estudio sobre la figura del flâneur en narrativas latinoamericanas recientes. Propone la categoría “Flânerie anacrónica” (159-213), para indagar las características de los personajes que aparecen en las caóticas capitales de América del Sur.
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para la evasión. El caso de Macondo, en Cien años de soledad es paradigmático de la urgencia del escritor de inventar un lugar alterno. Este territorio mítico garciamarquiano busca dar respuesta a una escisión o disconformidad con lo real. Los personajes caminantes de las novelas en cuestión fracturan ese molde primario del paseante futurizado y con cierto grado de esperanza. Se deslindan del flâneur benjaminiano y del andante de Maffesoli. Si bien, la escritura conserva el principio de movimiento y, además, muestra a un caminante en búsqueda decidida de algo, el vagabundeo se desvía del deseo de creación de una realidad nueva, para orientarse, más bien, hacia la recuperación de la existencia arrebatada por la violencia. La voluntad utópica se ancla así a la reconstrucción del lugar perdido. La creación de una sociedad con unos rasgos específicos, distribuida y dispuesta espacialmente, solo es imaginable a partir de la recuperación de la realidad arrebatada. Cuestión sumamente difícil cuando la violencia atroz ha arrancado desde la raíz el universo que unía al personaje al territorio habitado. Los ejércitos, por caso, ilustra con esmero no solo la pérdida abyecta del lugar propio sino también la angustiosa imposibilidad de recobrarlo. El caminar desesperado del narrador va dando forma a una “geografía de la hecatombe”, a una cartografía de la no pertenencia, donde el sujeto devastado es símbolo del desplazamiento y el terror. La naturaleza de los lugares en la realidad ficcional influye poderosamente en el narrador-caminante. La situación de violencia empuja al movimiento continuo para resguardar la vida, o en otros momentos como medio para registrar los acontecimientos y tratar de recuperar del olvido a aquellos que ya no están. En los modos como el caminante toma consistencia en la escritura, se reconocen los procesos de des-subjetivación derivados de la des-territorialización. Cuando se pierden los referentes espaciales se pierde también parte de la identidad del sujeto y del reconocimiento de la tradición. Con la pérdida abrupta del territorio propio, recuerda Pécaut (1999), se fragmentan las raíces culturales y la herencia del pasado. Situación que influye en los procesos de recordación, porque la memoria individual se sitúa en el vacío, no tiene un lugar concreto donde posicionarse. Si la conciencia topográfica del escritor ha imaginado ciudades, mundos, villas, calles, parques, etc., como sitios alternativos donde ubicar la experiencia anímica y anclar la memoria, por triste que fuera, en las narrativas que estudiamos, la invención del lugar da paso al vacío del mismo. Los caminantes-narradores no fundan nuevos territorios, son testigos de la destrucción de estos; su nomadismo se enfoca en dejar registro de la pérdida:
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Ramírez solo permaneció en la iglesia de Bojayá media hora. El olor era insoportable, lo dejaron entrar con varios hombres. Estos sacaron los cuerpos mutilados y los metieron en bolsas (…) recorrió los vestigios del templo. En algún momento hizo una pausa para mirar dónde pisaba. Vio un perro carbonizado. Vio un manojo de miembros humanos que no logró identificar. Vio el Cristo crucificado (…) Se distanció, enfocó su cámara y disparó. La cabeza, el tórax sin brazos y un pedazo de pierna del Cristo están en primer plano. Bancas, ropas, tablas, libros, cocas, platos destrozados en medio de la tierra y el agua. Al fondo está la puerta y las ventanas derruidas. La luz de afuera entra por ellas con sed descomunal (Montoya, 2012: 235). La cita es indicativa del tipo de relación entre lugar y sujeto que la escritura propone. El acercamiento a los detalles materiales de la masacre se hace exponiendo el cuerpo del narrador, se experimenta con los sentidos –con la vista, el olfato, las manos, el oído– las minucias de un territorio herido, que los documentos públicos y mediatizados poco nombran. Ramírez sabe que, en su oficio, es necesario estar suficientemente cerca de los hechos para atrapar lo impalpable de la situación. Y “estar cerca de los acontecimientos [es] estar cerca de la desgracia” (Montoya, 2012: 106), sin duda. Una visión panorámica de lo sucedido es impensable para el narrador, no solo no captaría aspectos particulares, sino que asignaría al espectador un rol pasivo, impidiéndole reaccionar ante lo que la imagen configura. La mirada detallista a la que se someten los lugares se complementa con el andar, a través de estas prácticas la verdad de los hechos toma realidad. “La historia comienza al ras del suelo, con los pasos” (109), afirma De Certeau ([1990] 2010), y si a ellos se suma la mirada, el corazón del territorio logra expresarse. El enfoque del narrador en los detalles escabrosos genera una sensación de horror, efecto que toma mayor fuerza cuando se reconoce que, en este caso, la realidad ficcional es una especie de prolongación de la vivencia real de la guerra. La fotografía que alimenta este pasaje es verídica107, es registro fehaciente de un suceso histórico en Bojayá, municipio colombiano108. Los “marcos de guerra” de Los derrotados, en este orden, fijan un acto de ver insumiso porque muestran lo más tétrico de la guerra, muestran aquello que el Estado no quiere que se 107 Recuérdese que la novela de Montoya se apoya en fotografías reales. Este recurso literario lo trabajamos en el capítulo dos. 108 La masacre de Bojayá se inscribe en el continuo y cruento enfrentamiento que entre el 20 de abril y el 7 de mayo de 2002 sostuvieron la guerrilla de las FARC y un comando paramilitar en las inmediaciones de las cabeceras municipales de Bojayá. La población se vio enlutada tras la explosión de una pipeta de gas llena de metralla que las FARC lanzaron contra los paramilitares, quienes se ocultaban tras el recinto de la iglesia donde se refugiaban más de 300 personas.
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Estas sombras que veo temblar alrededor, igual o peor que yo, me sumergen en un torbellino de voces y caras desquiciadas por el miedo […] otros soldados han hecho su entrada por la esquina de arriba, y se gritan con los de abajo, precipitados; los tiros, los estallidos se recrudecen […] ¿a dónde correr? […] “Guerrilleros” grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, “ustedes son los guerrilleros” […] apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos […] Todos corrimos ahora, en distintas direcciones, y algunos, como yo, iban y volvían al mismo sitio, sin consultarnos, como si no nos conociéramos […] Una tremenda explosión se escuchó al borde de la plaza, el mismo corazón del pueblo: la grisosa nube de humo se esfumó y ya no vi a nadie; detrás de la polvareda emergió únicamente un perro, cojeando y dando aullidos […] otra detonación, un estampido más fuerte aún se remeció en el aire, al otro lado de la plaza, por los lados de la escuela. Entonces me encaminé a la escuela, hundido en el peor presentimiento (95-97). Esta escena de espanto y fuga podría ser la masacre que Ramírez enfoca después con su cámara. Las propuestas de escritura de Montoya y Rosero coinciden no solo en la representación del estado de horror a causa de la guerra, sino también en las figuras narrativas que transitan en diferente momento los mismos espacios devastados. Los cuerpos mutilados que la foto de Ramírez muestra podrían ser los despojos de los vecinos de Ismael. Figuradamente, es como si el personaje fotógrafo de Los derrotados se desplazará hasta el espacio ficcional de Los ejércitos para dejar registro visual de la masacre del pueblo. Y, a su
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muestre. Asimismo, las imágenes ubicadas a lo largo del decurso narrativo son rastro del principio nómade que la narración personifica, ellas son el mapa visual de los territorios del horror que el protagonista ha transitado. La contradicción entre el país sufriente y el representado por la retórica oficial, se refleja en el desplazamiento de Andrés Ramírez por los pueblos arrasados. Ciertamente, el señalamiento de la condición infame a la que el gobierno y demás fuerzas de poder ha sometido a miles de colombianos, se hace posible en el movimiento incesante por los lugares del miedo del protagonista fotógrafo. Es posible establecer una relación directa entre el lugar de la arremetida de la guerra que Ramírez ha fotografiado y el espacio ficcional que Rosero construye en Los ejércitos:
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vez, en el testimonio ambulante y horrorizado de Ismael pareciera aclararse lo que la foto de Ramírez enmarca. Otro espacio narrativo importante es el jardín de la casa. Este lugar se ubica como antesala en la novela de Rosero. Se entra a la realidad ficcional siguiendo la mirada indiscreta y gozosa de un anciano que espía a su vecina desnuda, mientras esta toma el sol en el jardín: un lugar de regocijo y encuentro. El narrador, subido en una escalera, apoyada en el naranjo, mientras recoge sus frutos y los “arroja al gran cesto de palma” (11), proyecta una visión paradisiaca de su propio jardín, y del jardín contiguo, el de la vecina, quien vitaliza el panorama edénico con su cuerpo desnudo, libre, expuesto voluntariamente a la mirada del protagonista: La mujer del brasilero, Geraldina, buscaba el calor de su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de la ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música (Rosero, 2007: 11). Si bien, la imagen del jardín aparece al inicio de la narración como refugio sensorial y de embeleso, en el que la naturaleza colorida y la sensualidad femenina le dan un tono pintoresco, de corte tropical (Van der Linde, 2017), su figuración no llega a corresponderse totalmente con un ambiente paradisiaco. A medida que el narrador descubre el paisaje sinuoso, sus colores, murmullos, fulgores, se van anudando, a su vez, una secuencia de imágenes inquietantes que desdibujan la idea de estar ubicados en el lugar fantástico, amoroso o místico, que proponen los míticos jardines del imaginario colectivo universal, veamos: “platos y tazas llameaban en sus manos trigueñas: de vez en cuando un cuchillo dentado asomaba, luminoso y feliz, pero en todo caso como ensangrentado. También yo padecía […] ese cuchillo como ensangrentado” (Rosero, 2007: 12), Aunque, quien observa y cuenta el jardín lo tiñe de sus deseos y emociones, proyectándolo como lugar que protege de la amenaza exterior, no deja de apreciarse la mirada testimonial que descubre la violencia como fenómeno latente, que acecha el ambiente preciado. Este tratamiento del espacio ficcional da, desde el inicio de la novela, un carácter consciente y crítico a la situación real que viven los personajes. El “espacio feliz” del jardín, adquiere capital sentido en la escritura de Rosero porque se propone como imagen totalizante de la paulatina degradación que sufren los personajes y los lugares que habitan, a manos de los ejércitos que revientan
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Fui al huerto. Aún había luz en el cielo: la noche salvadora seguía lejana […] Allí estaba la piscina; allí me asomé como a un foso: en mitad de las hojas marchitas que el viento empujaba, en mitad del estiércol de pájaros, de la basura desparramada, cerca de los cadáveres petrificados de las guacamayas, increíblemente pálido yacía el cadáver de Eusebito [el hijo de Geraldina] y era más pálido por lo desnudo, los brazos debajo de la cabeza, la sangre como un hilo parecía todavía brotar de su oreja […] Pensé en Geraldina y me dirigí a la puerta de vidrio, abierta de par en par […] pude entrever los quietos perfiles de varios hombres, todos de pie […] Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba –abierta a plenitud, desmadejada, Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la abrazaba, uno de los hombres hurgaba a Geraldina, uno de los hombres la violaba: todavía demoré en comprender que se trataba del cadáver de Geraldina, era su cadáver, expuesto ante los hombres que aguardaban (Rosero, 2007: 201-202). El cadáver de Eusebito, tirado entre los residuos, y la profanación del cuerpo de Geraldina evidencian el núcleo mismo de la malevolencia gubernativa, de quienes manipulan lo político como máquina de muerte y degradación. La destrucción del pueblo como cuerpo social se asimila en los cadáveres saboteados, humillados: quizás por el ejército nacional, quizás por la guerrilla, quizás por los paramilitares, por todos a la vez. El ensañamiento contra el cuerpo de los personajes es una forma de implantar un clima de horror en el pueblo. Esta violencia atroz, que no se conforma con dar muerte sino que aniquila al otro en su condición humana misma, contamina el espacio natural, la casa y el pueblo mismo. El horror
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el pueblo. El jardín de la casa, no solo introduce lo narrado sino que también se ubica como epílogo. Es una entidad ambivalente, que recoge en sí misma las dos caras de la realidad de los pobladores: la primera, al inicio del relato, llena de luz y esperanza, pese a los antecedentes violentos; la segunda, en las páginas finales, invadida de oscuridad y absoluta fatalidad. En efecto, el último lugar de la realidad ficcional, que también recorremos al lado del anciano-narrador, es el mismo jardín de las primeras líneas, pero transformado ahora en “topos del horror”. El jardín de las Delicias, como bien podría identificarse el espacio que inaugura la novela, resulta convertido en los párrafos finales en un jardín de la Náusea, que provoca la arcada ante el panorama repulsivo de la muerte bestial y de la anulación total del sujeto:
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desfigura el poder protector de los lugares familiares. El jardín de Rosero deja de ser la tentativa de organizar el espacio e inventar un mundo a imagen y semejanza de las ensoñaciones propias, para convertirse en un lugar perdido para siempre. La destrucción progresiva de los lugares de Los ejércitos gira en alegoría del aniquilamiento mismo del personaje, no solo como cuerpo susceptible a la desaparición sino, y sobre todo, como sujeto con una identidad, una cultura y una memoria. A medida que Ismael Pasos recorre su villa en proceso de destrucción, paradójicamente, también va dejando registro de su lugar en el mundo; un lugar que va cayendo de la manera más atroz y arrastrando en tal dinámica, la total existencia de quien lo habita. El derrumbe de los referentes espaciales es liquidación del pasado personal. El andar aterrado del héroe es signo del trascurso de desterritorialización al que lo han sometido los actores de la guerra. Todo ser humano está sujeto a una trayectoria espacial: a la casa habitada, la plaza, la escuela, el lugar de solaz, por lo tanto, cuando no queda nada de estos sitios una conmoción interna desgarra lo propio del sujeto; la vida “vivida” no encuentra sitio concreto donde posicionarse. Los lugares perdidos son también la pérdida del sí mismo. El principio de desplazamiento que las novelas incorporan traza una trayectoria de la violencia en la que voces entrecortadas, escombros y gestos alterados componen un lenguaje, que si bien no logra reintegrar materialmente lo perdido, sí consigue nombrar a quien sufre, dar voz y forma al terror y al trauma, para rescatar del silencio la verdad real de la guerra. Armar un discurso coherente de lo innombrable y fugitivo de la violencia se convierte en un reto para el escritor. En el caso de Los derrotados y Los ejércitos, la ubicación espacial del narrador es la estrategia que da representación a ese tipo de circunstancias del conflicto. Cada propuesta se ubica en el seno mismo de la masacre, aunque en momentos diferentes: el instante mismo de la arremetida y el después de ese suceso. Si bien, en ambas novelas el desplazamiento es la fuerza propulsora del relato, la narración de Ismael transcurre en el instante mismo de la masacre, mientras que la de Ramírez se hace después de lo sucedido. Estas circunstancias determinan el tono y la escritura de la violencia. Se puede decir que en Los derrotados la inflexión del relato obedece más a la percepción razonada de alguien que mira los sucesos sangrientos desde “afuera”; aunque ubicado en el propio lugar de la masacre, la percepción de Ramírez es claramente la de alguien que no ha sido agredido directamente. El héroe, sin dejar de sentirse impactado ante el panorama espeluznante, se toma el tiempo de fijar la atención en detalles precisos a medida que recorre el lugar; su discurso, en
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HÉROES DEL RESENTIMIENTO. METÁFORA POLÍTICA DE JUSTICIA Y MEMORIA El miedo asociado con el poder tiene efectos particulares en la sociedad, siendo la injusticia uno de los más decisivos. El sistema de dominación jerárquica de gobernantes hacia gobernados tiende a favorecer de la buena calidad de vida solo a una parte reducida de personas, mientras que las demás son excluidas de tal beneficio. Esta distinción arbitraria entre las personas al momento de asignar deberes y derechos básicos, niega o disipa la libertad de igualdad de ciudadanía.
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ese orden, se desarrolla de manera mesurada y explicativa. De otro lado, Rosero ha optado por dar forma a una narración atravesada por el efecto emocional y corporal inmediato de lo atroz. Contar la guerra a partir del momento de su desencadenamiento y, desde la impresión instantánea del sujeto que la sufre, da forma a una narración ajena a la explicación de lo representado. En Los ejércitos, Rosero no retiene a su personaje para analizar o profundizar en las causas y consecuencias de la devastación, tampoco para aclarar una mirada personal del conflicto, ni mucho menos para dejar explícito un discurso sobre la realidad violenta de un país. La narración del terror se registra como una imagen fugaz; la voz y la mirada de Ismael van al ritmo de su trasegar. De esta manera, los hechos conforme se van contando son afines al callejeo escabroso de quien narra, la fijación de una idea explicativa sobre lo que se ve y se siente es innecesaria para significar la profundidad del fenómeno. La suma de los sobresaltos y las impresiones de terror conforman una narración en la que el discurso aclaratorio sería redundante. Ismael no cuenta con un intervalo de tiempo para razonar sobre lo que está padeciendo, por esta razón, a medida que huye de la amenaza, va refiriendo la situación de manera descriptiva y presurosa. El personaje ubicado en el corazón mismo del desastre es la exploración emocional pura del impacto de lo atroz. Según lo dialogado a lo largo de este apartado podemos sintetizar que, las novelas abordadas recurren a un personaje-caminante, a un sujeto escapado, que transita por lugares que ya no son. Estos “flâneurs anacrónicos” ya no son fundadores de territorios para ubicar una experiencia vital, más bien, se presentan como metáforas del recorrido del horror y la destrucción. La fuerza expresiva de la ficción se deriva del constante desplazamiento de tales héroes. El principio nómada que la palabra encarna es una práctica estética y política, que deja registro de la fragilidad del sujeto en territorios asediados por la violencia y la pérdida.
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Para Judith Shklar ([1990] 2013), un sistema gubernativo es justo cuando es gestionado por funcionarios ecuánimes, imparciales y comprometidos con la tarea de mantener el orden legal que dé a la sociedad su carácter de completo. Si este principio es violado se produce la injusticia (51-52). Situación que influye de manera negativa sobre las perspectivas de vida del sujeto, sobre lo que este hace y puede llegar a hacer (Rawls, [1971] 1995: 17-20). Frente a las situaciones de injusticia, el resentimiento aflora como emoción de rechazo y reclamo. La conciencia de saber que los derechos le han sido arrebatados, hunde a la persona en un estado de rencoroso desasosiego contra el sistema y aquellos que resultan beneficiados en detrimento de lo propio. Las novelas escogidas para esta investigación al estar vinculadas de modo particular con la historia colombiana representan la situación del resentido y proponen imágenes de esta figura con el propósito de manifestar cómo se conserva la dignidad ante situaciones de negación, de qué manera se vive con el legado de la violencia como fenómeno generador de profundas injusticias sociales, cuál es la posición ética de quién no espera nada del sistema ni de la sociedad que lo enmarca. Lo arbitrario de la memoria oficial y su distorsión de la realidad, asimismo, se controvierte en queja del héroe del resentimiento. Parafraseando a Mishra (2017), el yo individual de los personajes se valida en la experiencia de la derrota, la humillación y el resentimiento, estas emociones resultan más determinantes del sujeto contemporáneo que el éxito y la satisfacción (279). Más allá de las diferencias formales y estéticas, el cuestionamiento a las políticas de la violencia, la corrupción y la degradación de la clase dirigente colombiana es el punto de coincidencia mayor del corpus literario en cuestión. Los héroes son construidos con una mezcla de emociones apasionadas y posición ideológica que rezuma el hartazgo ante el estado de cosas, que estrecha la vida personal y obnubila la mirada al futuro: “si algo le revolvía la sangre, como si se tratara de un vomitivo de acción inmediata, era esa clase dirigente que desde los tiempos de la colonia había sido incapaz de construir un país justo” (Montoya, 2012: 191). El resentimiento surge en la coyuntura del hastío, la rabia y desconfianza hacia lo político, las jerarquías injustas y desiguales del capitalismo actual. La recuperación del pasado nefasto que la dinámica política y social ha querido olvidar, el cuestionamiento de la “apatía cotidiana común” ante la presión de la vida diaria, la reubicación del ángulo de mirada sobre las injusticias que se perciben como “normales”, son compromisos de los personajes que confiesan su resentimiento, estos cargan consigo la memoria traumática y la lucha contra el olvido. La disputa contra imaginarios utópicos y promesas de esperanza es también batalla que lidera el resentido. Como eje en torno al cual gira la trama, el 206
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resentido remite entonces a diversos niveles del grado de insatisfacción individual del logro de lo propio, ante el choque constante contra los discursos de felicidad y las promesas de libertad y realización personal. Es necesario entender que la apuesta de la narrativa por fijar una posición de rencor frente a la vida de un país no consiste en valorizar una reacción emocional deshonesta o inmoral, por el contrario, el héroe resentido, como veremos, pone en evidencia a quienes están detrás del poder, con el fin de dar dimensión moral a los descalabros políticos. También se deduce desde este personaje, que la sociedad contemporánea la define una especie de “solidaridad negativa” (Arendt, [1951] 1998), en la que el odio, el rencor y la insatisfacción son los fenómenos que más aproximan a personas de diversa índole. La idea de resentimiento, desde la cual indagamos el estar de los personajes, se corresponde con una desazón emocional permanente de haber sido maltratado por las políticas gubernativas y la historia del país en el logro de la plenitud como persona y ciudadano. El desequilibrio existencial de las generaciones que llegaron después del desmoronamiento de la utopía revolucionaria latinoamericana, durante el ascenso del narcotráfico y la escalada de la corrupción del sistema gubernativo, se traduce en la queja de los héroes ficcionales contra una realidad que aplasta la esperanza y la posibilidad de hacer parte de una sociedad incluyente. En las novelas el resentimiento se muestra inherente a una sociedad en que la igualdad formal entre los individuos coexiste con enormes diferencias de poder, educación, estatus y propiedad (Mishra, 2017). La verdad de una época ubicada en un tiempo y espacio particular hermana a los protagonistas de las novelas. Bogotá y Medellín son los lugares que los héroes transitan. La niñez, juventud y adultez temprana de los personajes de Delirio, El ruido de las cosas al caer, Los Derrotados, incluso del narrador de El olvido que seremos, transcurre entre las décadas del setenta y los noventa. Estos años son periodos signados por el narcoterrorismo, etapa en la que la figura de Pablo Escobar es símbolo del régimen de terror que se implantó en el país. En Plegarias Nocturnas, el narrador enfatiza en la criminalidad y el abuso de poder durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006, 20062010). La escalada del paramilitarismo y la corrupción de la fuerza pública durante estos años de gobierno se denuncian de manera abierta en la escritura de Gamboa. Los tiempos históricos bajo los cuales se desarrollan las tramas son determinativos de lo que se cuenta, a través de ellos podemos comprender el resentimiento como afecto ligado a situaciones sociales y políticas específicas. La rabia, el reclamo y la indignación se vinculan estrechamente al pasado del país y lo definitivo de la pérdida.
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La indagación en imágenes simbólicas del pasado origina los sucesos en cada una de las narrativas en cuestión. Recordar se convierte en asunto de urgencia cuando se intenta comprender el presente. Es necesario “dar cita a la memoria” para ver de nuevo lo que se vivió hace años, aunque con otra luz. El tiempo, como precisa Gamboa (2011), pareciera volverse “un problema de luz. Con los años ciertas formas adquieren brillo o, al contrario, se cubren de una extraña opacidad” (14). La escritura, justamente, va dando cuenta de esto. La vista al pasado es lugar de coincidencia de las narrativas y punto desde el cual los sucesos se ubican en una línea de tiempo, que proyecta la existencia de los héroes hasta el presente ficcional. Al penetrar en el tiempo ido, la narración desplaza los acontecimientos del mundo íntimo del personaje hacia un plano exterior y visible. La palabra desenreda el recuerdo personal, el orden caprichoso de lo memorado se reorganiza en un relato coherente que enfoca con nuevo matiz la historia reciente de la nación. Las novelas, en ese sentido, aunque parecen desentrañar la experiencia íntima de los personajes, recobran un pasado que pertenece a todos; lo subjetivo, lo individual, es también eco plural de la vida de un país, memoria colectiva que atraviesa a una generación. Plegarias Nocturnas representa el panorama de una sociedad sacudida por los revuelos políticos de la primera década del siglo XXI en Colombia. Manuel, joven filósofo, narra su pasado mientras está prisionero en una cárcel de Bangkok esperando la pena máxima. Este héroe está acusado, sin serlo, de traficante de drogas. Sabemos que el narrador abandona el país con la idea de reunirse con su hermana, quien había migrado dos años atrás a causa de la amenaza de un grupo criminal asociado con instituciones del Estado. Empero, la otra razón por la que Manuel se va es su repudio hacia la realidad opresiva que atravesaba no solo a su familia, sino también, a la sociedad en general: […] éramos parte de algo oscuro, triste, que ninguno […] podría ya cambiar. El aroma de loción barata, el brillador de suelos, el perfume de gabardinas y chaquetas, no lo sé. El intenso olor de una familia humillada, que creía merecer una segunda oportunidad, sin jamás tenerla [...] Siempre odié lo que define la vida en ese lugar: el arribismo, el afán de figurar, el odio, la tacañería congénita, la envidia […] ¡la época más horripilante! Un presidente mafioso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que en Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala […] este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes (Gamboa, 2012: 20, 65). 208
109 Ejecuciones extrajudiciales cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas eran asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el Gobierno reconocía económica y simbólicamente a los comandos que más guerrilleros dieran “de baja”.
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El momento histórico que Gamboa escenifica corresponde a los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, años cruentos disfrazados de progreso económico y políticas de seguridad democrática. Desde la perspectiva del politólogo Miguel Herrera Zgaib (2012), durante esa etapa presidencial, Colombia fue dirigida con una especie de fórmula de gobernabilidad legal (no) democrática, un régimen para-presidencial que se concretó en el proyecto regionalizado de la para-república, bajo control de las autodefensas desmovilizadas con la “Ley de justicia y paz”, cuyos jefes, no sobra decir, fueron extraditados por narcotráfico. El investigador colombiano, caracteriza esta etapa como la “(de)generación democrática de Colombia” (253), en la que se validó la política de guerra en la opinión pública. En la última cita, el narrador considera que los principios elementales de justicia y equidad han sido violados en prejuicio suyo, además, reconoce que los otros poseen algo –material y espiritual– a lo que él también tenía derecho y que, sin embargo, le ha sido negado. De esta manera, el resentimiento en la realidad ficcional está comprometido con una promesa de meritocracia que postula la secularización de la justicia, y una distribución de la riqueza independiente del nacimiento o de la fortuna. El juicio emocional del héroe resentido “toma la forma de una idea fija que se expresa de manera obsesiva con la denuncia de una promesa incumplida” (Moscoso, 2014: 8) y la fragmentación de la esperanza. El modo como las circunstancias más crudas del país entran en Plegarias nocturnas y atraviesan la vida afectiva de los personajes, da consistencia a la realidad impalpable y crea un espacio epistémico para el resentimiento. El recurso literario consiste en ubicar a los héroes en situaciones históricas precisas como el caso de los “Falsos positivos”109, para narrar emocionalmente lo que sucedió (Gamboa, 2012, 211). Este artilugio genera en el lector cierta ilusión de veracidad sobre lo que se cuenta, efecto que a su vez da mayor peso a la contestación de la situación social y política que la escritura persigue. El disgusto hacia el estado de cosas en el país se traza en la novela como gesto anímico que simboliza la desilusión ante el futuro y el quiebre de la esperanza en proyectos alternativos optimistas. La narración se diseña a modo de queja. Es una descarga de indignación contra un Sistema que frustra las aspiraciones e infunde en la población más joven una sensación de vacío de futuro:
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[…] fui una niña feliz […] pero en un mundo triste, opaco. Un mundo en blanco y negro […] Era muy poco lo que había en esa felicidad, si uno la miraba por dentro: paisajes nublados, personas grises que odiaban su vida y soñaban con algo distinto, gente que no lograba parecerse a nada de lo que creía bello, seres banales conscientes de su banalidad, prisioneros de algo que no tenía fin ni podía tenerlo. Fui una pequeña reina mientras creí que el mundo era igual para todos. Luego comprobé que no y me dio rabia. Una rabia que todavía no se me pasa (Gamboa, 2012: 191). En este pasaje, el discurso de la narradora consiste en un lamento indignado contra la realidad que el país le impuso desde pequeña. Nacer en una familia de estrato medio bajo, limitada culturalmente y sin oportunidad de ascenso social, remite al sentido fundamental que va moldeando la existencia de los personajes. La irritación de la protagonista deviene en mirada crítica de lo social, es decir, el malestar propio cruza las fronteras de lo individual para situarse en el espacio colectivo; se indica aquí una postura política que enfrenta la negación de las condiciones impuestas por el orden gubernativo. La escritura de Gamboa representa la realidad del país a partir de una violencia no siempre visible y mediatizada. En entrevista con Linares (2011) el autor expresa su preferencia por dejar de lado los factores más conocidos de la violencia en Colombia, como el tráfico de drogas, las guerrillas y los paramilitares, para visibilizar con mayor fuerza los sucesos traumáticos individuales, que, sin duda, son derivativos de esa otra “gran violencia” e igualmente socaban el equilibrio de la vida social y cotidiana110. De este modo, Plegarias nocturnas, pese a que relaciona en su trama los desafueros criminales de un Gobierno y sus vínculos con organizaciones ilegales, presta especial atención a la realidad mustia que marca la vida familiar de los personajes y los conduce al odio doloroso y al suicidio. La ubicación en la escritura de Gamboa de dos espacios de violencia, uno nacional y otro familiar, aunque coligados entre sí, identifica el rencor como elemento articulador de la vida social y el universo personal. Los protagonistas, al referir situaciones concretas de confrontación con sus padres y amigos, transforman el conflicto con su entorno familiar y la lucha continua contra sí mismos 110 Recuérdese, por ejemplo, que Perder es cuestión de método (1997) se articula en torno a la investigación del asesinato de un hombre anónimo. Situación “aislada” que lleva al protagonista por diversas rutas de indagación que van revelando las violencias más visibles, aquellas generadas del contrabando, el crimen y la corrupción política. Por su parte, El síndrome de Ulises (2005), concentra la atención en la lucha por la supervivencia de los exiliados pobres en París. De nuevo, la trama se ancla a situaciones traumáticas particulares para reflejar a su vez situaciones de índole social y político: los indocumentados, la pobreza y los inmigrantes desamparados en las grandes urbes del “Primer mundo”.
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en experiencia anímica social. En este sentido, el espacio privado se construye en la ficción a modo de topos-afectivo simbólico de los estados anímicos de la contemporaneidad nacional. La narración del lugar personal trasciende en espacio potencialmente emocional para significar el síntoma de la crisis de porvenir y del sentimiento de intrascendencia, que se viene reproduciendo desde finales de los setenta a raíz de la fractura de las utopías modernas y de la degeneración política. Estado de cosas que tiende a agravarse en contextos tan caóticos como el colombiano y que impacta con mayor brutalidad, en la dimensión emocional del sujeto y de la sociedad. El resentimiento tradicionalmente ha sido entendido como reacción individual y deshonesta, producto de un miramiento irracional de las circunstancias, que conlleva a una deformación de la verdad y a la anulación de la capacidad de acción del sujeto. Frente a este enfoque, netamente nietzscheano111, la queja del resentido en las narrativas de estudio, se representa más bien como “expresión de una humanidad con un rango moral e histórico superior” (Améry, [1970] 2013: 148) 112. El cuestionamiento ético de los personajes a las situaciones de injusticia transforma la rabia y el rencor particular en una emoción de carácter político. Ubicada en la esfera ontológico-social. “La apariencia que toma el odio en la vida urbana y civilizada es el resentimiento” (May, 1976: 122). La dimensión moral y política del resentimiento depende de cómo se explican los sucesos que generan inconformidad. El tipo de perspectiva desde el cual se observa la situación es decisivo para diferenciar entre los sentimientos morales e inmorales (Rawls, [1971] 1995: 482). Lo moral, para Rawls ([1971] 1995), es el elemento que da densidad política a lo emocional y separa nuestros actos conscientes de los naturales o espontáneos. De esta forma, cuando las propuestas de escritura invocan la injusticia como una falta que afecta a las relaciones sociales, da carácter moral al rencor y a la “actitud incorrecta” de quien se queja, 111 En Genealogía de la moral. Un escrito polémico, ([1887] 2000) Nietzsche considera que el resentimiento es emoción venenosa, de corte victimista y apolítica, que brota del alma de un hombre malicioso y deshonesto consigo mismo. El resentimiento, dice el filósofo, “determina a aquellos seres, a los que la verdadera reacción, la del acto, les está vedada, que solo se resarcen con una venganza imaginaria […] El hombre del resentimiento no es ni franco ni ingenuo, ni íntegro ni recto consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos y las puertas falsas, todo lo oculto le interesa como su mundo, su hospicio, su consuelo” (Nietzsche, [1887] 2000: 42-49). En este orden, la “venganza imaginaria” sería entonces el mayor acto de creación del sujeto resentido; la tergiversación de los valores y la realidad son producto de la inteligencia de aquel que solo guarda rencor en su corazón. Entre los estudios que abordan esta línea de comprensión del resentimiento están Nietzsche y la filosofía de Gilles Deleuze y El resentimiento en la moral de Max Scheler. 112 Precisamos que la postura ética y moral frente al resentimiento que presenta Améry en su libro Más allá de la culpa la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, es producto de su reflexión subjetiva como víctima de la violencia nazi. Y, aunque nuestro artículo no toca ese tipo de violencia, sí se apoya en la profunda crítica reflexiva que propone el autor sobre el concepto de resentimiento. Su libro logra construir y caracterizar una visión filosófica sólida acerca del resentimiento como emoción moral.
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es decir, que el resentimiento toma representación. Améry ([1970] 2013) añade a la caracterización del resentimiento, la obligación de explicarlo a aquellos contra los que está dirigido (147). Comprender la lógica que motiva el estado de turbación íntima se opone, justamente, a la idea del resentido como sujeto apolítico, incapaz de racionalizar la realidad que lo estrecha. El objeto del resentimiento necesita ser señalado para que la queja adquiera legitimidad moral. Delirio (2004) es una de las primeras ficciones que indaga el elemento psíquico-afectivo derivado de la violencia del narcotráfico. Laura Restrepo propone personajes simbólicos de la respuesta emocional de la sociedad colombiana al poder devastador de la droga. La novela, por su representación explícita de la enfermedad psíquica: el delirio, ha sido objeto de estudio no solo desde el eje histórico y sociológico, sino también en relación con conceptos del campo del psicoanálisis, lo fenoménico y lo axiológico (Blanco Puentes 2006, Jaramillo Morales 2006, Navia 2007). Restrepo reordena la red emocional de la sociedad de los años ochenta del siglo pasado, que fue la década en que el narcotráfico golpeó al país con mayor fuerza. El delirio se figura como “síntoma sensitivo que explica el desorden sensorial de la realidad” (Blanco, 2007: 305). Desde la perspectiva de Jaramillo Morales (2006), la narración de la autora colombiana es un recorrido de la elaboración del dolor íntimo para remediar en algo el estado melancólico de la sociedad. La escritura, desde esta perspectiva, conduce al recobro de las “memorias sepultadas” (130) para dar forma a un pasado nefasto y conducir con ello a cierta redención. La figuración del delirio como estado íntimo traumático derivado de la violencia, correlaciona a su vez una gama de emociones de rasgo político. Bajo este ángulo, la historia de Midas McAlister, narrador central de Delirio, toma importancia, porque a través de sus andanzas se registra el resentimiento derivado de la confrontación social y económica entre ricos y pobres. Se recordará que tal personaje es el enlace entre los estratos sociales del país: de familia pobre y de clase social “baja” pasa a posicionarse en la clase “alta”, gracias al lavado del dinero del narcotráfico. Para Suárez (2010), uno de los mayores aciertos de la novela de Restrepo es “la tensión que crea McAlister y su función acusadora de la inversión de valores resultado del narcotráfico” (115). La narración se sirve de este protagonista para denunciar el anquilosado paradigma social de inclusión/ exclusión que la economía del narcotráfico fue incapaz de solventar y de la cual, por el contrario, agudizó sus diferencias y fomentó una cultura de la apariencia y la ostentación. Dice la ensayista, que McAlister le recrimina a Agustina, figura representativa de la burguesía, que la “diferencia infranqueable” entre su mundo
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y el de él es únicamente “la apariencia y el brillo externo”, le reprocha también que su familia lo trate como un “sultán” por su posición de nuevo rico, y le imputa igualmente la doble moral de sus parientes que han roto todas sus bien cuidadas convenciones para aceptar su lavado de dinero del narcotráfico (115). Con Suárez estamos de acuerdo en el notable papel que McAlister juega en la novela, para retratar la doble moral de la sociedad colombiana frente al negocio de la droga, también consideramos acertadas sus reflexiones sobre la capacidad de la escritura de Restrepo para escenificar los estragos causados por el narcotráfico en el tejido social, no obstante, somos de la opinión que Midas McAlister realmente no se ufana de su papel de “nuevo rico” y de su supuesto posicionamiento en la burguesía bogotana. En el presente de la narración, el héroe con “el dolor [del] alma” acepta que se equivocó (Restrepo, 2004: 136). Sabe que cometió justamente el error de creer que la diferencia entre ricos y pobres era solo “cuestión de empaque”, de “brillo externo” (182). Midas entiende que pese a su riqueza material nunca fue parte del mundo de la familia de Agustina; los ricos solo lo reconocen en la medida que facilita los negocios con Pablo Escobar, nunca ven en McAlister a alguien de su rango y mucho menos a un amigo. Esta situación le genera al personaje gran desdicha. En una especie de autoconfesión expresa: “ante mí se arrodillan y me la maman porque si no fuera por mí estarían quebrados, con sus haciendas que no producen nada […] Pero eso no quiere decir que me vean. Me la maman pero no me ven” (Restrepo, 2004: 137). La voz remarca en la profunda desazón íntima que produce saberse menospreciado por carecer de linaje y “verdadero” estatus social. Con McAlister, la escritura de Restrepo propone la formación emocional de un sujeto en un mundo donde el valor de la persona depende del abolengo y el dinero: “¿Alcanzas a entender el malestar de tripas y las debilidades de carácter que a un tipo como yo le impone no tener nada de eso, y saber que esa carencia suya no la olvidan nunca aquéllos, los de ropón almidonado por las monjas Carmelitas?” (Restrepo, 2004: 137). Remarcar sobre la carencia produce una sensibilidad resentida que acusa las formas discriminativas del engranaje social. La anulación del otro como persona a causa de su origen en la escala social se suma a los actos de injusticia y cultiva sentimientos de rencor y frustración. A medida que el lector se va enterando de las estratagemas ilegales de McAlister para trepar socialmente, asiste también al develamiento de las profundas disparidades en la calidad de vida de una sociedad fuertemente estratificada. El poder, el dinero y el prestigio social que en determinado momento Midas logra tener, paradójicamente, no hace sino recordarle su condición de desamparo y segregación.
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Pese a que “conquista” una posición económica el personaje de Restrepo sigue sintiéndose excluido, situación que le empuja a una estimación más baja de sí mismo y a sentir un profundo rencor. Por esta razón, cuando al final se queda solo y sin dinero, Midas McAlister se siente víctima, pero no tanto de la persecución de los jeques de la droga y de sus propios equívocos, sino más bien de la clase privilegiada del país, que ennoblece a unos cuantos y fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien desechado. La precisión y el tono irónico con el que Midas cuenta su propia vida, exterioriza una sensibilidad abatida; el héroe reconoce que ha perdido la jugada contra una sociedad esnobista y mentirosa. El desenmascaramiento del rostro falaz de la burguesía bogotana y de sus devaneos con el narcotráfico se hace a través de la emocionalidad de McAlister, del profundo rencor que le despiertan aquellos en los que confió y que luego lo abandonaron. En este orden, podemos decir que el resentimiento se construye en la novela como el intersticio en el cual los procesos de subjetivación derivados del orden social y del impacto íntimo del narcotráfico, se revelan y logran tener representación. Los crímenes de la época más cruenta del narcotráfico en Colombia también vertebran la vida de Antonio Yammara, narrador central de El ruido de las cosas al caer. Después de catorce años de haber sido víctima directa de un atentado terrorista, a inicios de los noventa en una calle de Bogotá, cuando solo contaba con veintiséis años, el personaje, desde el presente ficcional, se aboca a la exploración de ese pasado para afrontar su desánimo y desconcierto ante una realidad que lo marcó irremediablemente: […] me gustaría saber cuántos […] nacieron como yo […] a principios de los años setenta, cuántos […] como yo tuvieron una niñez pacífica o protegida o por lo menos imperturbada, cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra, o por lo menos no una guerra convencional, si es que semejante cosa existe. Eso me gustaría saber, cuántos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuántos sintieron que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada (Vásquez, 2011: 254-255). El acoso del pasado se hace palpable en este pasaje. Aunque ha transcurrido más de una década desde la experiencia personal de la violencia desatada por el narcotráfico, el efecto de esta permanece latente en el estado de ánimo del héroe. 214
[…] “¿Dónde estaba usted cuando mataron a Lara Bonilla?”. La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos […] que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo […] “Estaba en mi cuarto, haciendo una tarea de química” dije. “¿Usted?”. “Yo estaba enferma”, dijo Maya. “Apendicitis, imagínese, me acababan de operar.” (Vásquez, 2011: 227). De esta manera, la conexión de época que la escritura de Vásquez representa, se ancla a los actos delictivos de la clase política dirigente113 y a los magnicidios y demás atentados terroristas efectuados por los jeques de la droga. Colombia, en efecto, se transformó cultural, social y políticamente con el fenómeno del narcotráfico. Durante los años setenta parte de la sociedad colombiana convino con el negocio de la droga o fue tolerante con su despliegue, creía ver en este fenómeno la oportunidad para la movilidad social o el equilibrio económico. Incluso, se dimensionó como aparataje ideológico para resistir a las políticas económicas norteamericanas (Arango, 1984: 37-39). En los años ochenta esa mirada cambia. Para ese momento, las consecuencias del negocio de la droga desplegaban una ola de terror de innumerables pérdidas humanas y materiales; asimismo, la corrupción de las dinámicas sociales y políticas iba en escalada. Las consecuencias se constataban –y se constatan aún– en la desarticulación social y en las diferentes manifestaciones de violencia: sicariato, desplazamiento, pauperización, etc. El flagelo de la droga modificó profundamente los ritmos de 113 Recuérdese solo uno de los episodios más vergonzosos que simboliza el vínculo corrupto entre la política colombiana y el narcotráfico: la elección de Ernesto Samper Pizano como presidente entre 1994 y 1998. Una campaña que fue solventada con cuantiosas sumas de dinero ilegal proveniente de los negocios del narcotráfico de los hermanos Rodríguez Orejuela, integrantes del “Cartel de Cali”.
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Frente a la desazón íntima, la escritura propone una vía de reconocimiento del costo personal que cobró ese momento histórico a una generación. El rastro de la violencia desatada del negocio de las drogas, parece constituirse en la unidad de medida del tiempo íntimo para quienes crecieron durante los años ochenta: “Son cosas de nuestra generación”, se advierte En el ruido de las cosas al caer. “Los que han crecido en los ochenta tienen una relación especial con Bogotá, eso, no creo que sea normal” (Vásquez, 2011: 102). El relato de la vida cotidiana y los pasatiempos de la adolescencia están enlazados con el recuerdo de las explosiones y los ruidos de guerra, ocasionados por la arremetida del narcotráfico contra la sociedad y el gobierno:
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vida, los imaginarios sociales acerca de la concepción propia como sujeto –tanto en el plano particular como en el colectivo–, y la organización política de la vida social del país. Tal situación exige entonces una toma de posición al personaje de Vásquez, para desentrañar la realidad intangible, el conflicto íntimo, que la violencia dejó en su generación. Reclamar ese pasado, como parte negativa de la existencia, se convierte en el medio para dar visibilidad y representación al malestar emocional. La queja del personaje reconoce que la historia del país no solo “ha contaminado [su] vida” (Vásquez 2011: 216), sino que también son muchos los que han tenido que pagar su tributo doloroso. El relato del personaje, en este sentido, es expresión de la experiencia traumática tanto de su generación como de las anteriores. La protesta propia que hace eco de las voces dolidas, de los que ya no están o de quienes están condenados al silencio, se fortalece en su simbolismo moral y político porque logra significar la experiencia emocional de los otros. El resentimiento tiene un carácter vicario, está hecho además con los sentimientos de los otros, resentir es volver a sentir, retener lo emocional traumático de un colectivo, reconocerlo como parte también de la realidad personal y como elemento necesario para potenciar lo obligatorio de la denuncia. Al inicio del relato Yammara dice tener plena conciencia de su historia, advierte, de hecho, que lo que él rememora, “como […] en los cuentos infantiles, ya ha sucedido antes y volverá a suceder. Que [le] haya tocado a [él] contarlo es lo de menos” (15). Esta reflexión del personaje recuerda que la violencia política del país en sus diversas manifestaciones, se percibe como especie de remanente no disponible para la transformación histórica, los hechos atroces y sus terribles consecuencias parecieran seguir reproduciéndose de manera inmutable desde el nacimiento de la nación, aunque las situaciones del contexto hayan cambiado. El resentimiento en la escritura de Vásquez cumple una función histórica, representa la postura ética de una generación, y denuncia la opresión y desfachatez de la dinámica política colombiana y su impacto en la persona. Para Yammara, narrar el recuerdo de la caótica realidad del país durante sus años de juventud y la marca que esto dejó en su vida, es la vía para reivindicar su resentimiento. En la imposibilidad de revertir lo acontecido se perpetúa el anhelo del narrador de que las cosas hubieran sido diferentes, que la historia fuera más justa y pudiera recomponer lo que se perdió para siempre.
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Si bien el resentimiento no recupera lo perdido, ni reversa la historia, sí exterioriza y actualiza un pasado común. El conflicto emocional irresuelto de los personajes retiene la memoria social; el olvido que el tiempo impone o el silenciamiento de la Historia oficial se revierten en la queja moral que la escritura configura. El dolor o la rabia por el pasado traumático no es algo que el resentido quiera subsanar para lograr la reconciliación consigo mismo y con los otros; la voluntad de retener lo sucedido e insistir en su rastro aciago, aunque “lo clava a la cruz de su pasado destruido” (Améry, [1970] 2013: 149), posibilita el reconocimiento social e histórico de ese pasado y amarra al culpable a la responsabilidad de su crimen. Las propuestas de escritura plantean de diversas maneras la necesidad de la memoria del resentido: a través de los registros visuales o escritos de lo que aconteció, como las cartas, fotos, grabaciones de El ruido de las cosas al caer, o el relato oral en Delirio y Plegarias Nocturnas, o la escritura literaria misma, en Los derrotados, Hot Sur y El olvido que seremos. Las estrategias literarias coinciden en recomponer los hechos, dar coherencia narrativa a la vivencia de lo atroz y sumar lo individual a lo colectivo. Fijar la escritura a sucesos históricos da un carácter nemotécnico al resentimiento, que ubica al personaje de frente a su pasado, no hacia el futuro; la lógica del tiempo en las novelas no fluye hacia delante ni promete una salida a un horizonte por trazar. Acá, la negación del tiempo como paliativo que cura las heridas, permite la reconstrucción de la experiencia traumática de los personajes, para dar testimonio legítimo de la historia de la nación, ayudar a la comprensión del presente y resistir al olvido. No obstante, aunque la escritura cumple con estos propósitos se priva de apostar a un porvenir diferente, las situaciones ficcionales, tal como se desarrollan y dan conclusión al devenir de los protagonistas, no prometen ninguna forma de triunfo sobre la realidad que se quiere cambiar. El resentido sabe que mirar al pasado es entregarse “al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y solo sirve para entorpecer el normal funcionamiento” (Vásquez, 2011: 14), él reconoce y acepta este peso sobre sí, pues lo supone como la única vía posible para proteger la dignidad propia y, además, justificar su rabia y desamparo. El resentimiento así dimensionado se convierte en un gesto moral, en una “emoción saludable”, que si bien no conduce a cambios reales de orden individual, social o político, exterioriza las condiciones aciagas de la sociedad y señala a los causantes del hundimiento de la nación y de la amenaza al sujeto, en su calidad de persona.
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CONTRA LA CICATRIZACIÓN DEL TIEMPO
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En Plegarias Nocturnas se significan diversos episodios de la historia reciente colombiana, los sucesos narrados surgen del cruce entre memoria y rencor. La reconstrucción de los hechos criminales, que marcaron la primera década del siglo XXI, demuestran que las desgracias políticas que impactan directamente en la vida personal de los habitantes, son provocadas por actos humanos, por decisiones de personas concretas que tienen el poder de direccionar la ruta del país. La intención estética de Gamboa de mezclar en el espacio narrativo personajes ficcionales con figuras auténticas de la vida política colombiana, de acercarlos a través de la representación de situaciones históricas precisas, busca dar rasgo moral a los descalabros gubernativos, es decir, atribuir una condición de contenido humano, ético-moral, a los abusos de poder, para acceder a su verdadera realidad. Ficcionalizar, por ejemplo, un personaje del mundo político como Andrés Felipe Arias114, vincularlo a la narración a través de la aventura sexual con Juana, personaje creado por Gamboa, exterioriza y nombra las estratagemas ilegales de un gobierno para legitimar su despotismo. Las novelas en cuestión, coinciden todas en correlacionar figuras ficcionales con personajes y hechos auténticos de la vida política colombiana: por ejemplo, la vida del Sabio Caldas y la referencia autoral de las fotos de las masacres en Los derrotados, o la personificación y simbolismo siniestro de figuras como Pablo Escobar, las FARC, Carlos Castaño, en Delirio y El olvido que seremos. El propósito de esta estrategia narrativa es dar rostro humano a una realidad aplastante, que para muchos parece generarse de manera espontánea, ser producto de una fuerza abstracta o del inevitable aparataje burocrático. Traer a la ficción la explicación de sucesos como los “Falsos Positivos”, las “Chuzadas del Das”115 o el desfalco de “Agro Ingreso Seguro”116 (Gamboa, 2011: 217235), en la voz de sus propios artífices, da dimensión humana a situaciones ilegales que tienden a entenderse de modo indeterminado, es decir, como consecuencia 114 Andrés Felipe Arias fue Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. Extraditado de Estados Unidos a Colombia en julio de 2019, sigue condenado a prisión por su participación directa en la desviación de recursos oficiales a través de la asignación ilegal y corrupta de cupos del programa Agro Ingreso Seguro a grandes terratenientes. Esta manipulación de los recursos implicó la negación de oportunidad de desarrollo económico a los campesinos y, al contrario, favoreció la riqueza de hacendados poderosos, entre ellos familiares del mismísimo presidente. 115 El DAS fue el Departamento Administrativo de Seguridad hasta el 2011, cuando el presidente Juan Manuel Santos decretó su desaparición. Fue responsable de múltiples interceptaciones telefónicas y seguimientos ilegales a líderes de la oposición, magistrados y funcionarios del Estado, durante el gobierno de Uribe Vélez. Son varios los condenados por ese suceso, entre ellos su ex-directora María del Pilar Hurtado. 116 Agro Ingreso Seguro fue un programa para beneficiar a los campesinos frente a la internacionalización de la economía, creado durante el Gobierno de Uribe Vélez. Pero que se vio empañado por el beneficio fraudulento a personas, familias y empresas acaudaladas. Se estima que hubo un desvío de cerca de trescientos mil millones de pesos. Andrés Felipe Arias, Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural está condenado por su participación directa en esa desviación de recursos.
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117 Para Amar Sánchez (2010), la resistencia al olvido del derrotado puede leerse como una puerta abierta a la esperanza, es decir, como una apuesta utópica y una ética de la memoria, que es también una apuesta por la búsqueda de la justicia en un futuro donde pueda evitarse la repetición del horror (119-124).
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inevitable del desastroso contexto estatal y su impacto en la dimensión ética al momento de gobernar. Sin negar estas circunstancias, la escritura de Gamboa indica que la corrupción política y su secuela en la vida cotidiana del sujeto común se deriva directamente de personas concretas vinculadas al gobierno: “pero que le vamos a hacer si vivimos en Colombia y este verraco país que tanto nos gusta nos obliga a hacer cosas complicadas ¿si me entiende?” (Gamboa, 2012: 231). Esta manera de narrar lo acontecido busca dar rasgo moral a la degeneración política, vincular al criminal a su acto vergonzoso y enfrentarlo con la verdad de su falta. La criminalidad gubernativa no es efecto abstracto de la objetivación de un proyecto o voluntad política, sino acto preciso cometido por alguien que ha decidido operar a beneficio propio y contra el bienestar social. El héroe resentido es una variación del derrotado político. Recuérdese, desde las tesis de Amar Sánchez (2010), que el perdedor ético o derrotado, es una figura atravesada por la historia, especialmente por los sucesos desencadenados en torno a las luchas revolucionarias; él es resultado de una coyuntura trágica, que ha decidido constituirse a sí mismo como tal por su decisión política, es decir, que después del fracaso de la lucha, deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida (16). La aceptación de la frustración y la pérdida es gesto común del derrotado y el resentido; asimismo, ambos personajes hacen de su vida emocional un espacio de contestación de la realidad que los estrecha; persisten, igualmente, en la búsqueda de justicia social y la verdad desde el margen, fuera del sistema y lejos del poder. Con estos dos tipos de personajes la historia como memoria y como recuerdo siempre es una narrativa preocupada por el pasado. No obstante, siendo los derrotados y los resentidos metáforas de la historia política, difieren en su propósito ideológico de conservar la memoria. Mientras que rememorar y proyectar constituye el sine qua non del derrotado utópico, esto es, que la resistencia al olvido la hace mirando al futuro, apostando por la no repetición de la injusticia (Amar Sánchez, 2010: 27)117, el resentido, aunque carga también con el lastre del pasado, suprime toda vista al porvenir porque piensa que la historia está condenada a repetirse. Para este héroe la memoria, aunque exterioriza una verdad de la historia, no frena el horror que siempre ha caracterizado la vida de las naciones. Por ejemplo, la desesperanza del protagonista de Vásquez (2011) ante la realidad del país, se deriva de la constatación de que el testimonio de su fracaso estaba ya expresado en las memorias de Laverde: “aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas” (138).
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Saber que otros ya tuvieron las mismas pérdidas, demuele en el héroe resentido cualquier posibilidad utópica. La rabia y desconsuelo ante el estado de cosas cancela la esperanza, de hecho, la cuestiona por considerarla portadora de sueños irrealizables, que terminan golpeando con mayor brutalidad cuando se constata la imposibilidad de estos. La novela de Montoya discute sobre las secuelas íntimas devastadoras de quienes alimentaron la utopía de las alternativas socialistas latinoamericanas, intentaron modificar la historia y enderezar el destino. Este pasado hermana a los derrotados de la generación anterior con los resentidos de esta época. A través de la figura del derrotado se interpretan las formas como las generaciones de la utopía política se relacionan con su presente, después de la “pérdida” de la lucha (Amar Sánchez, 2010). Santiago Hernández, protagonista de Los derrotados, es un exguerrillero del EPL118, uno de los ejércitos insurgentes durante la década del setenta en Colombia. Treinta años después de la experiencia miliciana, Hernández deduce lo siguiente: Lo nuestro siempre fue una causa ajena a la victoria. Ahora que puedo recapacitar sobre lo sucedido, creo que amábamos por encima de todas las cosas la derrota. Decíamos creer en la felicidad del pueblo y cantábamos himnos para celebrar lo que simplemente era indigencia miliciana. El progreso nos parecía el producto de una burguesía caduca, colmada de vicios, de individuos que anhelábamos eliminar como si ellos representaran la imperfección de la historia. Y acaso lo sigan representando pero para nosotros fueron invencibles. A veces en el monte parodiábamos a Mao y decíamos que nuestra divisa era ir de derrota en derrota hasta el triunfo final. Quisimos hacer la revolución, pero incendiamos más al país. Y en lo que respecta al pueblo, su felicidad acaso resida en cosas menos complejas que esa dictadura igualitaria por la que peleábamos. La felicidad del pueblo […] está en mantener la barriga llena y comprar cosas para alegrarse un poco […] Ya pasó el momento […] O al menos el de nuestra generación. Ahora es el turno de otros. Ojalá hagan algo cuyo precio en vidas no sea tan alto (Montoya, 2012: 270).
118 Ejército Popular de Liberación. Organización guerrillera colombiana de “extrema izquierda”, de ideología Marxista-leninista. Hace parte de la insurgencia armada y de la guerra del país desde 1967. Aunque se oficializó su desmovilización en 1991, hay informes nacionales que confirman su pervivencia y operación en algunas regiones del país.
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El héroe resentido es heredero de este pensamiento utópico residual, hace parte de la generación que crece cercada por un clima de desencanto escéptico, que brota de la frustración de quienes intentaron enderezar el futuro y terminaron aplastados por sus propias quimeras. El desencanto “sugiere no necesariamente muerte o inacción, sino desconfianza, desilusión, desengaño, y hasta desesperanza o desaliento. No aboga por ningún nuevo paradigma ni celebra la llegada de una utopía eufórica” (Garramuño, 2009: 56). En este ambiente emocional, la visión futurista de un mundo alternativo no logra anidar en los personajes resentidos; la adversidad que los golpea ha dado fin al impulso de la esperanza que alimentó a generaciones de otra época. En la escritura, la exclusión del futuro asociado con la añoranza desencantada de una sociedad ideal, se simboliza en los modos como los personajes asumen su momento en la historia de un país. La expresión del rencor y el hastío que provoca la realidad es un intento de la narrativa por rebatir los proyectos ideológicos anclados a la utopía política. “La sensación de haber perdido antes de salir, de que hay algo terriblemente equivocado en el punto inicial” (Gamboa, 2012: 68), es síntoma de la realidad inhóspita que atraviesa a los personajes de las narrativas en cuestión. El resentido, en la realidad ficcional, no tiene como telón de fondo un pasado que lo vivifique y tampoco en el presente acepta la lógica de la sociedad que lo representa. No hay una identidad política ni cultural que de densidad a su experiencia humana. Lo que el contexto le ofrece al héroe del resentimiento no le alcanza para verificar la conciencia de su identidad, de regresión o de nueva realización. Por esta razón, aun cuando el relato de los narradores comprometen el pasado traumático de la nación, y se supone, según Adorno ([1951] 1998), que rememorar constituye también un proyectar, la significación de la memoria en la escritura no compagina con la promesa de un bienestar. Ahora bien, la incompatibilidad entre resentimiento y utopía, quizás podría entenderse como expresión de un nuevo pensamiento utópico, pues si lo utópico se piensa como el deseo de un mundo alternativo o un tiempo distinto al vivido, cuando el resentido se queja por el pasado devastado anhela ubicar en su lugar una realidad diferente. Por ejemplo, cuando Manuel, narrador de Plegarias Nocturnas, recuerda su adolescencia, no solo se queja de la manera como esta transcurrió sino que también añora haberla vivido en otros términos: “yo soñaba con otras cosas […] darle un poco de realidad a lo que tenía por dentro” (Gamboa, 2012: 64). Es el deseo de revertir el tiempo como única posibilidad de cambiar el presente y proyectar un futuro. El anhelo de un pasado diferente se constituye en objeto de la utopía, es la quimera que alimenta la imaginación del resentido. Acá, también
3. PERSONAJES DEL MIEDO: PRESENCIAS DE LA DESDICHA Y EL RESENTIMIENTO
se sueña con situar la experiencia en otro lugar, solamente que este sueño no se enfoca hacia el futuro, sino que vuelve la vista al pasado para reescribir la historia y confrontarla con lo que debería haber sido. En este sentido, la representación de la memoria del resentido, como metáfora de la historia política, podría, finalmente, resguardar un rasgo de imaginación utópica. En el anhelo de revertir el pasado, de reubicar los sucesos, la figura del resentido estaría revelando una nueva posición de sujeto frente a los modos como tradicionalmente se entendió la imaginación utópica. Desde los razonamientos de Andreas Huyssen ([s/f] 2007), acerca de la transformación del pensamiento utópico en el espacio contemporáneo, la posición del resentido ante el porvenir lograría entenderse como “el resultado de un desplazamiento de la organización temporal de la imaginación utópica, que pasa del polo futurista al polo de la rememoración, no en el modo de un sentido radical, sino de un desplazamiento del énfasis” (251). El resentimiento en la ficción se constituye como una forma de memoria para defenderse del ataque del presente –proyectos frustrados, crisis íntima, recelo ante el porvenir– sobre el resto del tiempo. Así entonces, lo que impulsa la escritura del resentimiento es la utopía y el pasado, en lugar de la utopía y el futuro: como tradicionalmente se hizo. Lo que está en juego en este “desvío crono-tópico” es el retorno de la historia para dar curso a la memoria y trazar en esta diversas aristas de lo soñado y lo vivido. La orientación de la imaginación creadora hacia el futuro torna hacia el pasado, hacia la línea de la memoria. La valorización de los sueños, la búsqueda de sí mismo, la reescritura de la historia de la nación, serían producto de esta nueva focalización temporal del resentido frente a las posibilidades utópicas. En orden a lo discutido en este último apartado, podemos concluir que el resentimiento, entendido como queja moral y reservorio emocional de la memoria, se establece en la escritura como metáfora del pasado y resistencia a la historia narrada por la voz oficial. Desenmascarar a los responsables del derrumbe del país y reclamar justicia son gestos que se ligan al estatus específico del héroe resentido. La apelación al pasado da forma a una memoria de la historia política colombiana, como fenómeno que ha fracturado los sueños de cada generación. El reclamo de otra realidad en la cual ubicar la realización de los sueños, simboliza el inconformismo de la sociedad contemporánea ante los modos como el poder gubernativo dirige la ruta del país. La desgracia y la derrota operan, una vez más, como suerte de “adhesivo fraternal” entre los personajes. El relato del pasado derruido da forma a una textura emocional de época, que simboliza la manera como el ciudadano ha aprendido a convivir con los vacíos y roturas que deja la
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violencia. En definitiva, el interés de los escritores colombianos por comprender los procesos sociales que constituyen el devenir de las generaciones recientes, da forma a una narración que explora la ilación íntima del resentimiento como emoción moral. Pensar el resentimiento como afecto particular de una época, de una generación, constituye un filtro a través del cual revisar los acontecimientos recientes de la historia política nacional y su impacto en la estabilidad psicoafectiva de la persona, como sujeto individual y social.
4 CONCLUSIONES GENERALES Variados y múltiples son los enfoques que centran la atención en los modos como la narrativa colombiana configura las violencias asociadas o derivadas del negocio de la droga, es uno de los tópicos que mayor interés despierta en la academia, no solo a nivel colombiano y latinoamericano (Figueroa, 2004; Jaramillo Morales, 2006; Rueda, 2011; Giraldo, 2011; Osorio, 2014; Fonseca, 2015; Jácome, 2016; Amar Sánchez y Avilés, 2015; López Badano, 2015; Adriaensen y Kunz, 2016, etc.). No obstante, si bien este amplio abanico de estudios, entre otros aspectos, ha abordado el lenguaje estético de los efectos psicosociales que tal tipo de violencia genera, la metáfora del miedo, como emoción traumática, íntima, y netamente política, es un tema mínimamente trabajado; paradójicamente, la crítica literaria poco le ha indagado en su posibilidad de sentido. Aunque se nombra en varias pesquisas sobre narrativa colombiana, el significado del miedo acaso aparece como tema eje, además tiende a interpretársele como simple efecto “natural” ante la amenaza. Sumada a esta circunstancia, también llama la atención el paulatino interés que varios escritores colombianos vienen mostrando por la red emocional de una sociedad asediada por décadas de violencia extrema. Son diversos los textos ficcionales publicados recientemente, que abordan los estados afectivos traumáticos como elemento irreductible de lo representado. Si parte de la novelística colombiana reciente vuelve sobre los periodos y los hechos más violentos a causa del fenómeno del narcotráfico, para proponer nuevos simbolismos, en los que el universo emocional de quien sufre directamente la violencia es figura protagónica; y la crítica literaria, dedicada al estudio de novela colombiana, muy poco ha reflexionado sobre la estética de los afectos enlazados
4. CONCLUSIONES
a la violencia política, este estudio, acerca de la configuración literaria del miedo como lenguaje emocional que nombra un nuevo imaginario de la violencia en Colombia, y como ámbito de acción de la escritura, para renovar los usos poéticos del lenguaje y exteriorizar con ello la realidad intangible de los contextos arrasados por la guerra, adquiere singular importancia. En la medida que la vindicación literaria de lo emocional es una respuesta al desgaste de las formas tradicionales de los discursos que definen la violencia sociopolítica colombiana, el miedo, como categoría crítica, demuestra no solo los modos como dicho desgaste reclama nuevos espacios epistémicos para entender la violencia desde otros ángulos, sino que también se ubica como dispositivo retórico, que interconecta los lugares de la ficción y de la historia, interpela al sujeto –narrado, narrador y narratario– como entidad social e individual, y relee el pasado reciente del país, el presente y el futuro posible, desde una lógica que se aleja de la racionalidad oficial e interroga las producciones canónicas de la cultura colombiana. La articulación del referente teórico-crítico que proponemos sobre el miedo, como emoción política, sus principales características y la valoración de su papel en la conformación de las sociedades a lo largo de la historia del ser humano; así como, la exploración de diversas manifestaciones estéticas que simbolizan la respuesta afectiva a las atrocidades de la violencia, además, del reconocimiento de los modos como la novelística colombiana ha incorporado a su estética un simbolismo de la violencia que circunscribe al país desde su nacimiento, confirman la hipótesis que dio inicio a este estudio. Esto es, que parte de la narrativa colombiana de reciente publicación muestra un renovado interés por revisitar las violencias que han golpeado con mayor fuerza la realidad nacional de las últimas décadas, especialmente las asociadas con el narcotráfico, para contarlas y simbolizarlas desde el ángulo de las emociones. La fuerte presencia de las emociones en la vida política y social del país se configura en las narrativas de estudio, como componente esencial que define el carácter de los personajes, los lugares, el tiempo, el tema y los recursos retóricos. Cada aspecto que da forma a las novelas como producciones estético-simbólicas se enlaza a la fuerza vital de los afectos. El miedo, en este espacio, toma lugar protagónico. Los escritores abordados lo configuran como componente inherente a la mentalidad y la sensibilidad del colombiano; es fenómeno, en la realidad ficcional, que recalibra los imaginarios de la violencia política y su impacto en la idea de nación, identidad y cultura, más allá del privilegio epistemológico otorgado a los discursos y estudios reconocidos, que explican la historia del país desde categorías paradigmáticas.
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Las novelas escogidas para esta investigación, si bien no coinciden todas en representar el periodo en que la violencia del narcotráfico impactó con mayor fuerza en la vida de la nación, es decir, entre mediados de los años ochenta y de los noventa del siglo pasado, sí escenifican las violencias asociadas con este flagelo, las generadas a partir de tal periodo; aquellas que, de manera directa o indirecta, se relacionan con el negocio de las drogas. Las narraciones concuerdan, igualmente, en vincular la violencia con el gobierno político, ya sea de manera explícita o sesgada. En los modos como se configura la realidad referencial en la ficción está latente la idea de que la violencia no brota como especie de fuerza abstracta en el seno de la sociedad, sino que nace de los procesos gubernamentales; de esta manera, en la realidad ficcional, toda violencia es política y, por lo tanto, todo efecto emocional que brota de ella también lo es. A razón de estos aspectos, los personajes, el enfoque y el tono de la narración toman particular significado. Los héroes ficcionales están siempre en contacto inmediato con actos de violencia desmesurada, son figuras representativas del sujeto común, aterrorizado e impotente, en medio de territorios en conflicto. La escritura, en este sentido, paradójicamente, más que enfocar la violencia en sí misma, se interesa en descifrar su repercusión inmediata en la sensibilidad de la víctima. Las novelas concentran la atención en el “estado puro” de la emocionalidad de quien narra, en el desajuste psíquico-afectivo de quien está contando en el instante mismo en que está siendo golpeado, enajenado, por la realidad brutal. Esta particularidad traza una nueva arista al ángulo desde el cual usualmente se han narrado las violencias de las últimas décadas en Colombia. Investigar sobre las emociones, y puntualmente sobre la significación literaria del miedo político, nos planteó desafíos teóricos, metodológicos y también, como puede constatarse a lo largo del estudio, retos éticos y políticos. Para confrontar estos desafíos, nos inclinamos por seguir las reflexiones de fuentes de la filosofía política, la historia, la sociología y los estudios culturales, así como, retomar conceptos claves del psicoanálisis y de la psicología cognitiva. Fue necesario acudir a premisas teórico-metodológicas variadas y a la filiación disciplinar. La lectura paciente de antecedentes epistemológicos reconocidos permitió la selección estratégica de una serie de características, para dar forma a un marco teórico que interrelaciona, de manera coherente, lo que se entiende en este estudio por emoción, la caracterización del miedo como fenómeno político, las singularidades de la violencia en Colombia y los modos como la narrativa las ha configurado, además, del estado actual de la crítica literaria nacional sobre la novela que aborda las violencias relacionadas con el narcotráfico. Este fundamento
4. CONCLUSIONES
conceptual lo alimentan también varios estudios de lo literario –relacionados con el tema– producidos en academias diferentes a la colombiana. La concreción del referente teórico fue primordial para definir y profundizar en las diferentes categorías de análisis de las narrativas elegidas. En efecto, una vez discutidos los conceptos más relevantes en torno al miedo, lo emocional, la violencia, las formas literarias que la configuran y el estado de la crítica literaria en torno a estas, se puntualizan dos líneas centrales de indagación del corpus literario: Narrar el miedo: una nueva construcción del imaginario de violencia y Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento. Estos dos caminos buscan responder a una de las preguntas iniciales y más apremiantes de la investigación: ¿De qué manera abordar las novelas para demostrar que su estética aprehende la intangibilidad del miedo y lo incorpora como símbolo de una “emocionalidad de época” y tropo en torno al cual se problematizan los vocabularios que insisten en explicar las violencias contemporáneas y su complejo proceso de estetización a partir de conceptos desgastados o anacrónicos? A continuación, especificamos las deducciones y razonamientos principales derivados de las dos rutas de análisis del corpus. La primera, Narrar el miedo: una nueva construcción del imaginario de violencia, indaga los diferentes procedimientos retóricos, usos poéticos del lenguaje y la habilidad creativa de los escritores, para poner en palabras la conmoción íntima del sujeto que está siendo avasallado por la violencia extrema. El horror, el miedo, el dolor, el duelo, el resentimiento, y toda suerte de afectos “innombrables”, que hunden a la persona en un abismo oscuro, la escritura los descifra y los hace tangibles. El simbolismo de los estados afectivos de los personajes se encadena siempre al contexto histórico que los determina, este aspecto aleja la idea de lo emocional como manifestación abstracta, vaga e irracional, emanada de una psiquis individual perturbada, para resignificarla como secuela directa de los modos como el poder político se impone sobre la persona. En las novelas en cuestión, los principios compositivos de la imagen visual articulados con la escritura conforman un registro iconopoético, en que los sucesos individuales toman carácter colectivo y se recomponen como imágenes simbólicas del pasado nacional, de una memoria que pertenece a todos. La recreación literaria de fotografías genuinas sobre los destrozos personales de la guerra se establece a modo de pasaje entre la realidad real y la verdad ficcional. Tanto el impacto íntimo que produce una foto de guerra como el gesto inenarrable que esta enmarca, motiva una narrativa en la que la fuerza de la metáfora revela la conmoción emocional, el estado de horror puro de quien sucumbe de la manera más atroz. El recurso visual 228
119 Recuérdese lo que manifiesta el paramilitar Carlos Castaño cuando mal intenta justificar sus actos horrorosos de secuestro: “nosotros no secuestramos, solo extorsionamos con cariño y casi concertado” (Aranguren, 2001: 119).
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atiza la fuerza expresiva de la palabra para desentrañar el miedo y convertirlo en voz, en locución articulada. Lo “inmirable” de la violencia que las novelas escenifican, la manifestación del horror absoluto, procuramos explicarlo a partir de una relectura del simbolismo de Medusa. La condición de monstruosidad y repulsión que definen a esta figura, se materializa en la manera como en los escenarios de la violencia contemporánea el cuerpo de la víctima es decapitado y destazado. Este acto desplaza a la persona de las fronteras de lo humano. La interrelación analítica del simbolismo de la Gorgona, la representación literaria de la decapitación y el concepto de horrorismo, formulado por Cavarero ([2007] 2009), comprueba que el lenguaje literario refuta los discursos que insisten en explicar la violencia desde categorías paradigmáticas como “terrorismo” y “guerra”, en las que el núcleo del debate prioriza la condición del victimario. Si bien las novelas representan el terrorismo, no es el terrorista el que interesa, el enfoque se dirige a la víctima, se detiene especialmente en el horror, en el efecto del terrorismo, que es el estado de pérdida de sí mismo y de toda humanidad, que la persona sufre. La intención de descifrar el horror y el dolor expuesto en el gesto tenebroso de una cabeza decapitada, tal como aparece en las novelas de Montoya (2012) y Rosero (2007), por ejemplo, dice de la preocupación de la narrativa por revelar la violencia desde el acto inaudito de la deshumanización total de la víctima. Es la vulnerabilidad del sujeto la que constituye el primer plano en la ficción. El interés narrativo por recorrer de la mano de las víctimas la historia del país evidencia la postura ética y política de los autores. La mirada compasiva del escritor hacia sus personajes cuestiona los modos como los gobiernos colombianos han levantado el país sobre las bases de la barbarie y la infamia. El olvido que seremos, analizado en nuestro estudio como narración autoficcional, incorpora la vivencia de Abad Faciolince de la violencia política. La autoficción, en tanto ficción emocional del sí mismo, aprovecha el uso de las huellas referenciales para alterar la historia oficial y recuperar la auténtica identidad del padre asesinado. En este caso, la autoficción, puesta al servicio del duelo y la memoria, demuele las versiones publicadas por diversos terroristas que buscan justificar los crímenes atroces por ellos cometidos, como actos heroicos e inevitables en la construcción de una nación119. El padre del escritor, convertido en personaje ficcional, es metáfora de la memoria afectiva que indaga en la vida propia, el espacio familiar, el universo íntimo de aquellos que han sido objetivo militar en las refriegas del país.
4. CONCLUSIONES
La segunda ruta de estudio, Personajes del miedo: presencias de la desdicha y el resentimiento, escruta la naturaleza de los protagonistas ficcionales como figuras simbólicas de los modos como la persona se constituye en sociedades condicionadas por las políticas del miedo. El nómada-flaneûr, el escapado y el resentido, son héroes que adquieren singularidad en relación con las estrategias del poder –oficial y de facto–, que motivan, controlan y dirigen las emociones colectivas. A través de este tipo de personajes, las novelas reflexionan sobre la situación de los afectos políticos y su impacto en la psiquis individual y social; los procesos que fundan principios de identidad, cultura y ciudadanía van fuertemente vinculados con la relación emocional que el personaje establece con el contexto socio-histórico que le enmarca. El personaje nómada, propuesto como derivación del flâneur arquetípico, se reactualiza en las novelas de estudio en su condición de desplazamiento incesante y de narrar todo lo que ve. Si bien es cierto que la idea del paseante de la ciudad decimonónica, que explica la experiencia de quien descubre los espacios urbanos producto de los ritmos de la modernidad (Benjamin, [1982] 2005), resulta anacrónica en el contexto contemporáneo, como figura literaria es intemporal, un “paradigma abierto” (Neumeyer, 1999; Locane, 2016) que rechaza cualquier tipo de esencialismo social e histórico determinante, su valor y actualidad es inmanente; el texto y el contexto histórico que la enmarca son los que le otorgan su función y plasticidad formal. Como recurso retórico, el héroe nómada es especialmente fructífero para reconocer los lugares ficcionales sometidos a transformaciones abruptas. Los autores que abordamos se sirven de este recurso estético para configurar los territorios arrasados por la violencia y narrarlos desde adentro. El fotógrafo de guerra, el escritor y el profesor son representados como caminantes que entran en contacto directo con la violencia y revelan su faceta más atroz a través de la poética de la imagen y del arte de la palabra. La novelística, en su intento de descubrir la realidad inmediata del lugar de la barbarie, ubica estos héroes nómadas en lugares calcinados, fincas, pueblos y ciudades derruidas, para no dejar en el olvido a aquellos que los habitaron y recuperar para la memoria del país lo que verdaderamente sucedió. Aunque se reconoce la imposibilidad de la memoria cuando se pierde el lugar propio (De Certeau, [1990] 2010), la narrativa, nuevamente, pugna contra lo imposible recorriendo los escenarios límites de la malignidad política a través de la expresión herida, pero consciente y clara, del flâneur de los territorios del miedo.
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120 La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), con motivo del Día Mundial de los Refugiados, 20 de junio, difundía el nuevo informe anual, 2017-2018, sobre las cifras de refugiados a nivel internacional. En este informe, Colombia, lamentablemente, aparece en primer lugar, encabezando la lista sobre desplazamiento interno: 7,7 millones de desplazados dentro del territorio colombiano a causa de la violencia política.
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De su parte, el personaje escapado –nominado de este modo como alternativa a la insuficiencia del término migrante para abarcar todos los movimientos de desplazamiento forzados de la población colombiana– representa la diáspora nacional que habita en países del “primer mundo”. Este héroe toma profundidad semántica en la ecuación persona/no-persona derivada de las normativas políticas y su lucro de los afectos que atraviesan a las sociedades. El miedo y el odio son principios perentorios de un pensamiento nacionalista que ve en el extranjero “el otro”, para construirlo como enemigo que “amenaza” la identidad cultural propia. Esta problemática las novelas de estudio la incorporan a partir de un personaje que escapa de su país de origen a causa de la amenaza criminal y de las precarias condiciones económicas y sociales. La escritura, en este sentido, posibilita otros matices desde los cuales leer la realidad de quien es empujado a buscar un lugar ajeno donde vivir y refugiarse. Reconociendo que el desplazamiento interno120, el exilio, la migración forzada, son temas recurrentes en las narrativas en cuestión, que, además, han nutrido durante mucho tiempo la literatura colombiana y generado indagaciones en el campo de los estudios literarios, nuestro interés se inclinó por revisar el carácter particular que toma el héroe que huye hacia otro país cuando se lo mira bajo la luz de un constructo socioemocional excluyente. Decidimos este enfoque porque pocos son los casos en las letras colombianas de migración hacia afuera, y los estudiosos recién comienzan a explorarlos. Unido al interés simbólico del sujeto migrante, se intentó también analizar la demarcación y el funcionamiento de los límites territoriales e identitarios del cuerpo social en equiparación directa con las fronteras del cuerpo humano: la piel y los orificios corporales. La relación crítica entre los lindes de estos dos cuerpos: el social y el humano, evidencia que los escritores diseñan un personaje a través del cual detallar las causas, consecuencias, gestos y praxis, que señalan a alguien como entidad despreciada por una sociedad dominante. Por un lado, proponemos que así como los orificios corporales excretan sustancias que producen asco y miedo por la posibilidad del contagio, el cuerpo social de ciertos países también expulsa personas indeseadas, por las mismas razones. Sostenido sobre aparatajes legales, que insisten en condiciones de “raza” u “origen genético”, hay cuerpos
4. CONCLUSIONES
sociales que dejan siempre a alguien en condición de excluido, producen “no personas”, seres humanos abyectos, que por su lengua, color de piel, nacionalidad, son mirados con recelo y señalados como potencial enemigo. La representación literaria de la sangre menstrual y del aborto, distintivas del sujeto manqué (Douglas, [1966] 2007), se plantean en este estudio como símbolo del estatus del personaje expatriado, porque, aunque órgano activo de un cuerpo social, es eyectado del Sistema y, en consecuencia, negado en su condición humana y de persona. El asco y el miedo son dos tropos cruciales para entender cómo la narrativa configura el estado emocional de sociedades del “primer mundo” frente al migrante colombiano, obligado a dejar el país. Por otro lado, la piel, como espacio límite que contiene lo corporal, se vigoriza en su potencial semántico cuando es resignificada como especie de lienzo vivo y único sobre el cual registrar el yo, el deseo íntimo de ser, para recuperar la humanidad negada. Los tatuajes, escarificaciones, cicatrices, se configuran como trazos autobiográficos que hablan del trauma, las desventuras y los sueños de los héroes ficcionales sujetos a un exilio o migrancia dolorosa. El héroe resentido es otro de los protagonistas particulares de las ficciones del corpus; se propone en este estudio como pariente del paradigmático “héroe derrotado” (Amar Sánchez, 2010) y figura retórica representativa del estado anímico de la generación nacida en Colombia en la década del setenta del siglo pasado. Aquella que pasó su juventud temprana durante los años ochenta y noventa; cercada no solo por el clima emocional de derrota a causa del deterioro de las utopías políticas abanderadas por la generación anterior, sino también por el miedo y el terror procedente de las violencias del narcotráfico y las dinámicas opresivas del Estado. El aspecto principal que caracteriza al resentido es su deseo irracional de revertir el pasado para abolir la catástrofe que lo marcó; este gesto, paradójicamente, mantiene viva la memoria de ese pasado que se ansía sofocar. El resentimiento de los personajes posibilita desandar la historia reciente de Colombia, para esclarecer lo sucedido, pero, sobre todo, es útil para dar realidad moral, humana, a las consecuencias del mal gobierno. La narrativa, al señalar abiertamente a los culpables de la hecatombe política, registrar nombres propios de líderes nacionales y ubicar en el plano ficcional sucesos traumáticos de la historia colombiana, demuestra que la violencia no se genera de manera abstracta ni por los ritmos obligados del fenómeno político, sino por personas concretas, que han tomado deliberadamente las riendas del país abocándolo al abismo de la criminalidad y la catástrofe social. La queja del resentido pone de
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frente al culpable con las consecuencias de sus actos y lo presiona a admitir la responsabilidad de estos. La protesta del personaje resentido, su persistencia con la memoria, el anhelo de otro pasado y, especialmente, su dificultad para visionar un porvenir prometedor, podría interpretarse como síntoma del agotamiento de las energías utópicas que señalan hacia un futuro de emancipación. Sin embargo, como se procura explicar, a la luz de los razonamientos de Huyssen ([s/f] 2007), la actitud de este héroe quizás esté representando más bien una nueva posición de sujeto frente a la imaginación utópica. En lugar de fijar su mirada en un horizonte futurista –para situar la realidad a la que aspira–, la desplaza hacia el pasado con el anhelo de invalidar lo sucedido, y poner en su lugar la realidad que hubiese querido vivir. No se trata entonces de rememorar y proyectar hacia el futuro, dialéctica que constituyó el pensamiento utópico moderno, sino de rememorar e idear hacia el pasado, esto es, reescribir y reconceptualizar la historia del país con un énfasis diferente al ofrecido por la versión oficial. Se recoge, en recíproco paralelismo, otra verdad de lo vivido y un deseo disruptivo: que, aunque irrealizable, se instala en el relato como medio que apunta hacia aquello que ha frustrado los sueños de realización. De esta manera, el resentimiento no subsume de manera pasiva al sujeto en su propia queja –como lo expresa Nietzsche–, más bien, resulta sustancialmente fértil, activo, para problematizar las dinámicas sociales y políticas. El héroe resentido narra otra memoria, la propia, que es, en definitiva, la representación de una realidad alterna. El pacto entre resentimiento y memoria altera la organización temporal de la imaginación utópica, no en el sentido de un giro radical sino de un “desplazamiento del énfasis”, que se traslada del eje que mira la realidad desde la utopía y el futuro hacia el eje de la utopía y la rememoración. El desplazamiento del personaje nómada por los lugares perdidos a causa del horror, la confrontación del héroe escapado con sociedades que le niegan su condición humana y la intención utópica del resentido de modificar el pasado, reescribir la historia y nombrar otra memoria, se constituyen en las novelas como figuras de rechazo al estado de cosas en un país. Entidades simbólicas de una sociedad insatisfecha con su presente y el contexto social y político que las determina. En relación contigua, la significación literaria del sujeto emocional frente a realidades derivadas del miedo político discrepa con el “ideal romántico”, que tiende a poner sobre los vencidos una aureola de heroísmo o a bordearlo con un resplandor de mártir (Steiner, [1971] 2013; Amar Sánchez, 2010). Las ficciones abordadas desvirtúan el espejismo del dolor emocional como especie de “prueba épica” o estatus distintivo que enaltece y da trascendencia a ciertas
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“almas sensibles”, a los valientes. La significación del rencor, el lamento, el vacío existencial, entendidos desde su razón política y no tanto desde una abstracción íntima o metafísica, demuestra que no son exclusivos a una persona heroica, son estados anímicos que turban amargamente el sentido de la vida, que bien podrían evitarse o mitigarse si las situaciones contextuales ofrecieran realidades más cercanas a la esperanza social e íntima del sujeto común. Si predomina en varios discursos sobre violencia la idea de una “despolitización” en las denominadas “violencias generalizadas” (Sánchez, 2008; Reguillo, 2008; Pécaut, 2013), y muchos estudios literarios indican que la novela colombiana preocupada por las secuelas del narcotráfico, presenta un quiebre en relación con la literatura de la violencia de etapas anteriores, por cuanto no le interesa proponer un discurso de país ni focalizar preocupación política alguna bajo la materialidad estética (Molina, 2011; Hoyos 2012; Fonseca, 2013; Osorio, 2014), el análisis presentado en este libro controvierte estas posturas y propone otros razonamientos. Se considera la representación literaria de lo emocional como una red epistémica capaz de articular las problemáticas de la historia del país desde la mirada de la persona inerme o la víctima, hecho que funda nuevos vocabularios sobre la violencia de todo tipo, como fenómeno siempre político (Robin, [2004] 2009; Cavarero, [2007] 2009; Butler, [2009] 2010; Calveiro, 2012, 2013; Nussbaum, [2012] 2013, [2013] 2014). Procuramos demostrar que el elemento político es inherente a las violencias que siguen sacudiendo a la sociedad colombiana y que los efectos emocionales, en consecuencia, se establecen como expresión política. El lenguaje emocional que la novelística propone descifra esta realidad y, si bien, no es explícito en discursos políticos, resguarda la intención y la necesidad de significar las condiciones del país sin negar tal aspecto. La narración emocional de la violencia recupera la dignidad de la víctima. Los personajes sufrientes afrontan con entereza los hechos atroces, se ubican en la realidad ficcional como sujetos sociales capaces de expresar su posición de rechazo a las circunstancias de la historia, abanderan con su palabra el deber de un cambio radical en los modos como el engranaje político ha dado forma a una sociedad, una cultura, una nación. Sin duda, la exteriorización literaria del estado emocional de la víctima debate la justificación de las prácticas violentas que, hasta cierto momento, fueron válidas en la defensa de posturas ideológicas. Las narrativas en cuestión insisten en descodificar las circunstancias sociales, morales y políticas del entramado social que justifica la violencia en Colombia; posibilitan también el desenmascaramiento de los directos culpables del estado de cosas en el país, pero, sobre todo, la escritura se empeña en comprobar que para quien sufre, las fronteras ideológicas y sociales se desvanecen, son intrascendentes 234
121 Nos referimos acá a los colores representativos de los dos partidos políticos más tradicionales de Colombia; enfrentados brutalmente durante el periodo conocido como la Violencia. Azul para los conservadores, Rojo para los liberales. 122 Recuérdese que el término “presentista” se refiere a enfoques de estudio que entienden la emoción como manifestación mecánica, fija, universal, que no se preguntan por su variabilidad en tiempo y espacio, o por su traza social, cultural e histórica.
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en la experiencia absoluta del miedo y el dolor. “Rojo” o “azul”121, rico o pobre, la persona que cae bajo la fuerza criminal del otro es víctima, sujeto sufriente. El resentimiento, el terror, la desesperanza invade todas las dimensiones de la vida, hunde al individuo y a la sociedad en general en un estado de miseria y retroceso. Responder a ¿qué se entiende como miedo? y ¿cómo se narra el miedo? demuestra que las novelas abordadas renuevan el panorama de la narrativa colombiana interesada en interpretar las violencias de las últimas décadas. La propuesta del miedo como lenguaje estético, en función tanto del referente histórico y socio-cultural como del reconocimiento de la forma, los giros estilísticos y demás innovaciones de la palabra, franquea el carácter “presentista”122 que diversos investigadores han cuestionado en pesquisas sobre los afectos y sus múltiples representaciones, por su tendencia a universalizar lo emocional y a restarle valor a su potencial cognitivo y moral, para entender e interrogar la sociedad, la cultura, la historia (Delumeau, [1978] 2002; Boquet y Nagy, 2009, 2011; Rosenwein, 2010; Peluffo, 2016). De esta manera, hemos intentado trazar otra vía de exploración de la novelística colombiana en el terreno de los estudios literarios; mirar las letras del país desde el ángulo de lo emocional, enlazado a un momento socio-histórico específico, ilumina otros usos poéticos del lenguaje, problematiza la simbología paradigmática de la violencia y desentraña diferentes realidades, distintas verdades, de la condición de una sociedad en la circularidad del terror y el miedo. En estudios futuros el enfoque del miedo en la novelística colombiana de reciente publicación, podría expandirse hacia la reflexión de distintos periodos literarios y de otros afectos (el odio, la envidia, la indignación, la (in)felicidad). Por ejemplo, se podrían considerar los procesos estéticos y simbólicos del miedo y sus complejas variantes afectivas en novelas que abordan acontecimientos de la época de Independencia, o de las luchas revolucionarias de los años sesenta y setenta del siglo pasado –publicadas en etapas anteriores o en la actual–. Sería interesante, asimismo, investigar la implicancia de las emociones en el discurso de “autor implícito” en la ficción: la reflexión del escritor acerca de lo literario, sus opiniones sobre la situación socio-política colombiana, las visiones de conjunto con relación a la contemporaneidad, entre otras. Con esto, posiblemente, se visibilice una red intelectual que articulada al simbolismo literario, deje al descubierto la
4. CONCLUSIONES
configuración y circulación de las ideas que se han ido estableciendo en las últimas décadas en el campo literario colombiano. Un proceso que reclamaría, a su vez, la revisión de eventuales giros semánticos en torno a categorías como ficción, escritor, violencia, política, víctima, enemigo, progreso, memoria, globalización, entre otras. Es de suponer que, dependiendo del tiempo y espacio desde donde se produce la escritura, surgirán divergencias y convergencias conceptuales significativas tanto en los intereses literarios, éticos y políticos del escritor, como en la representación literaria de las emociones que más han contribuido a la consolidación de imaginarios sociales de identidad, nación y cultura en Colombia.
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rfa Kelita Vanegas (Doctora en Letras. Universidad Nacional de Cuyo, Argentina) es profesora de literatura en la Universidad del Tolima, Colombia. Es autora de La estética de la herejía en Héctor Escobar Gutiérrez (2007), coautora de Escenarios para el desarrollo del pensamiento crítico (2019). También ha publicado diversos artículos académicos en ediciones colectivas y revistas especializadas. Investigadora en temas referentes a la estética de las emociones, la diversidad de género y la configuración literaria de la violencia política en la narrativa latinoamericana.
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IMAGINARIOS POLÍTICOS DEL MIEDO EN LANARRATIVA COLOMBIANA RECIENTE