ÁLVARO MATA GUILLÉ
La última vez que estuve en El Pandora POR ÁLVARO MATA GUILLÉ La última vez que estuve en El Pandora fue un mes de octubre, casi en noviembre, cuando el frío invadía Madrid y caía un poco de lluvia, que junto a las sombras que parpadeaban entre las luces, oscurecían aceras y calles. Fue antes de la llegada de la nieve, antes de que apareciera la incertidumbre con un poco más de frío, que nos envolviera el miedo recluyéndonos en las casas e intentáramos escapar de la peste, del peligro, del rostro del otro, como tantas veces ha sucedido en el transcurso de la historia, que ante la presencia de la muerte –de lo ausente que vislumbra en el horizonte– nos escondíamos en mazmorras, en sótanos, en cuevas, en el algo detrás de la espesura murmurando entre los ríos, más allá de las murallas. Fue un viernes temprano, vísperas de mi regreso a México el sábado, cuando decidimos ir al Pandora, siguiendo nuestros pasos casi sin pensar, en busca de Luismi, sin saber tampoco (quién iba imaginar o quién lo adivinaría) que al reunirnos esa noche –con la sorpresa de encontrarnos y conversar, con un abrazo largo, unas copas de vino, una charla sólo interrumpida por las risas prolongadas hasta la madrugada– sería la última vez que nos veríamos, quedando las bromas –los abrazos, los carcajeos, el hasta pronto– escondidas entre los libros, junto a los recuerdos de otras ocasiones, de otras visitas, que yacían pegados a los recovecos y a los retratos, los que susurraban junto a los fantasmas que se sentaron, ese día también, a beber una copa de vino, a conversar con nosotros, a mirarnos. Quizá, como en Pedro Páramo, las voces roncas que emergían de la penumbra, sos-
pechaban algo de lo que vendría, pues me insistieron una y otra vez, junto a Luismi haciendo coro, que me quedara, que siguiéramos con las risas y el vino, hasta ir a desayunar a alguna parte, pues no importaba –qué importancia tenían las cosas a veces– tomar un avión casi partiendo o dejarlo ir, que no importaba tampoco saber quién era, qué hacíamos aquí o para dónde vamos. Admito que titubeé un poco, que a veces la noche se alarga y el tiempo se detiene, como en la fiesta, el teatro, la poesía o el carnaval, cuando somos otros: yo mismo, vos, él-ella, nosotros en el otro lugar, como un espejismo. Yo negaba con la cabeza, hasta que salí corriendo hacia la Puerta del Sol por mi equipaje, para correr otra vez hasta la parada de la micro que me llevaría al aeropuerto, con la noche afuera y dentro mío, con los fantasmas todavía sonriéndome, sentados a mi lado, yo medio dormido. Al llegar a la terminal busqué mi vuelo sin que apareciera, descubriendo con sorpresa, que la salida prevista no era en la mañana, sino más tarde, casi al día siguiente. Dejé el equipaje con la aerolínea, regresé a la Puerta del Sol, con la madrugada a cuestas y el frío, quedándome solo, sin las voces, recordando: nos nutre lo efímero: cada momento es el último, cada instante brota por última vez. Hasta pronto Luismi, hasta la próxima noche en El Pandora, con los fantasmas.
ULRIKA 66 |
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