La cajita de oro Erase un rey y una reina que tenían un solo hijo. Cierto día le habló así su padre: −«Hijo mío, veo que no tengo otro hijo que tú, y cuanto poseo te pertenece: quisiera, pues, que te casases para que tuvieras sucesión y yo la viera antes de morir, logrando así una vejez dichosa, pues tú eres mi única esperanza». Pero el príncipe no quería casarse por más que su padre lo deseara, así es que sus palabras por un oído le entraban y por otro le salían. Al cabo de algunas semanas, pensando que tal vez habría cambiado opinión, torna á hablarle: −«Hijo mío, ¿has elegido alguna joven? La que te plazca te la concederé». Si hablaran las piedras también hablaría él. Sus entrañas no se conmovían. ¿Qué hará el rey? Busca intermediarios, que le hablan una y mil veces, pero no hay medio de convencerle. Por casualidad oyó el príncipe que en cierto país había una joven hermosísima, la cual convenía en casarse con aquel que la hiciera hablar, pero que si no lo conseguía había de morir; y se decidió á presentarse con ánimo de ganar el premio. Un día que su padre le estaba hablando le replicó: −«Ea, padre mío, puesto que quieres casarme, dame la hermosa de ese país». −«¡Por María Santísima, recobra el juicio, hijo mío, le responde, plegue á Dios no me maten tus caprichos! ¿No sabes que lleva muertos tantos jóvenes, y quieres por ventura morir también? Hay tantas princesas y hijas de visires seductoras, y ninguna te agrada?» 139