cuentos deun otoño convulso Sa nt i a g o-Me l i pi l l a-Pi r que Di e g odeAl ma gr o-Ché pi c a-Nue vaY or k
Prólogo Los trabajos que leerán a continuación fueron parte de un taller literario cuyas sesiones transcurrieron de marzo a octubre del 2020. Fueron tiempos extraños en que nos vimos recluidos a nuestras casas, comunicándonos por pequeñas ventanas en el computador. Muchas veces la comunicación se cayó o congeló, pero el empeño de estar juntos, la necesidad de vernos, de hablarnos—a pesar de ser muchas veces al iniciar el taller totales desconocidos—fue más fuerte. Nuestras historias eran lo que nos quedaba en un mundo que parecía despojarse de otro sentido y nos las regalamos con una generosidad y entrega que aún me sorprende y emociona. Hablo en plural pero lo cierto es que mi rol de profesor me excusó de hacer ninguna de las tareas que les encomendé a los alumnos. Me alegraba profundamente de esta excepción. La 2
verdad es que me hubiese costado mucho resolver los acertijos que lanzaba con total gratuidad a los alumnos como si fueran ejercicios evidentes. No lo eran y esa es parte de la gracia de este libro. Muchos de los alumnos escribían por primera vez, otros lo hacían con timidez y pudor, pero las tareas encomendadas no tenían piedad ni con su inexperiencias ni con sus titubeos. Para conseguir entregar semana a semana los trabajos los alumnos tenían que bucear en el fondo de sus memorias, usar su imaginación en todos los sentidos posibles e imposibles, y revelar muchas veces partes ocultas de sus vida. Obligado a buscar en las ostras de sus acantilados más resbalosos, no pocas perlas llegaban como si nada a la clase. Algunas de estas son parte de este libro. Mi trabajo era aquí escuchar, pero con un oído que también tenía que ser ojo y tacto. Un oído que no sólo busca el sonido que quiere escuchar, sino que ve las caras que los alumnos ponen cuando leen sus textos o cuando escuchan otros textos. Un oído atento a todas las transformaciones que ocurren en los escritores y en los lectores cuando algo parecido a la verdad se asoma entre líneas. Momento en que el que sólo parecía estar aquí para escuchar, usando la suave brutalidad de las parteras que logran sacar al recién nacido del vientre de la madre y bañarlo y espolvorearlo de polvo talco y decir cuando mide y cuanto peso, cuantos dedos tiene en cada mano, para que sea la madre y el padre el que le ponga el nombre a la criatura. 3
El autor era evidentemente la madre de la criatura recién nacida. ¿Pero quién es el padre? No quiero atribuirme solo la paternidad de tantas criaturas porque lo cierto es que no estaba solo en el momento de la concepción de estos relatos. Siempre explico al comienzo del taller que mi trabajo no es otro que estar ahí cuando el milagro de este concepción coral ocurre. Un taller es buscarle un grupo de padres responsable a la criatura que nacería sino huérfana. Un taller literario consiste solo en eso, en reemplazar las voces y las caras informes que viajan en tu cabeza cuando escribes y que muchas veces te impiden hacerlo con libertad, por caras y nombres conocidos, que comparten contigo el naufragio de decir en palabras lo que era gesto, colores, olores, vida, imparable vida que te paras de pronto a auscultar sin que deje de moverse. Quizás no haya nada menos propio que la voz propia. Escribimos solos frente a un computador o un cuaderno, pero esa soledad es cualquier cosa menos perfecta. Los compañeros por todos lados se asoman, sus voces se hacen también tu voz. Un taller literario es reemplazar las máscaras de la vergüenza y sus togas de jueces, por la figura de colegas, de amigos, de compañeros de trabajo a los que te une el juramento de no contarle a nadie los balbuceos que comparten. Se escribe entonces para los compañeros de taller y con los compañeros de taller. El que oye cambia al que habla y lo que habla, de tal manera que el mismo autor en un taller y otro puede escribir textos completamente distintos. Explicarse a gente que viene 4
de barrios, de edades, de mundos completamente distintos te obliga al ejercicio mental de no dar nunca nada por sentado. No dar nada por sentado: Eso es lo que permite finalmente que tu texto se levante y ande. En una versión muy anterior este taller se realizaba en las mañanas en la casa de una amiga que generosamente me prestaba su living que daba a un precioso jardín. Era lunes a las 10 y yo apenas despertaba recibía las historias ajenas como propias. Fue un ejercicio bello y desafiante que mi primera actividad de la semana haya sido escuchar que un taller literario es sinónimo de acoger. Los distintos alumnos que pasaron por este mismo taller multiforme, en perpetua mutación, sólo me obligaron a ampliar mi registro de lecturas, y extender a zonas nuevas mi comprensión de la escritura del otro, que es también en el fondo la comprensión del otro como un hecho perfectamente ajeno y completamente propio. Los resultados de esa entrega están a la vista. Leerán aquí textos desafiantes, íntimos, personales o no, con humor y soledad, pedazos de vidas en pandemia que acompañados, se cuentan solos. Rafael Gumucio octubre 2020
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Temas del Taller 1.- Cuento con un objeto que tengan en este momento en su escritorio. 2.- Los primeros recuerdos. 3.- Alguna transgresión a la ley. 4.- Cuento en que al inicio se mencione una pistola. 5.- Antes y Después. 6.- Zoológico y Vergüenza. 7.- Un recuerdo de los últimos 15 días. 8.- Ida y Vuelta. 9.- El abuelo que no conocí. 10.-La primera página de mis memorias. 11.-Reescribir cualquiera de los trabajos. 8
Indice
Prólogo................................................2 Temas del taller...........................8 Alejandra Larraín Mi cafetera...............................................14 Sin armas..................................................18 Romper la ley..........................................22
Mireya Valenzuela Porque te amo........................................30 Los girasoles de Van Gogh.................36 Luisa y María............................................42
Rodrigo Abbott Diario de una peste..............................52 La primera vez de Pérez......................58 Obsesión..................................................68
Marianne Carey Julio Iglesias............................................80 Un accidente...........................................88
Jacqueline Edwards La copa......................................................100 La niñita saltarina..................................104 Mi primera vez........................................108
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Francisca Valenzuela Antes y después versión 2...............................114 EL peor viaje.........................................................118
Francisco del Campo Zoo...........................................................................128 Fátima.....................................................................134
Siena Hidalgo Fase interrumpida..............................................140 ¿Quieres un abrazo?..........................................144 Trampolín..............................................................148
Alex Vigueras Cargador Frontal Komatsu 470.....................154 Muerte en la fiesta Junina...............................162 Roberto..................................................................166
Karen Schwend La pistola del director.......................................174 Zoológico de la vergüenza.............................180 Pintura de brocha gorda..................................186
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Alejandra Larraín Chépica
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Mi cafetera A mi cafetera le falta el asa, servirse café con ella requiere de cierta práctica: enrollar un paño, hacer un torniquete apretado que permita tomarla sin quemarse. Servirla es adquirir un gesto. Mi padre la encargó a París cuando las buenas cafeteras eran difíciles de encontrar. Viajó en la maleta de mi tío y se instaló en la mesa de la casa estando completa: tapa como una cúpula, asa y manilla doradas. Elegante. El uso le quitó todo accesorio, primero el asa (¡ahora parece un sputnik!, decía mi papá), luego la manilla dorada de la tapa y luego la tapa misma. Hoy es una especie de tubo con lo imprescindible para cumplir su función: preparar café. Lo hace bien, igual de bien que estando completa. Solo cuesta servirlo. 14
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Lleva años usándose así, más de veinte. Se han servido muchos cafés aplicando la técnica del paño de cocina. Muchos. Recuerdo temporadas de cosecha, trabajando de temporera en la uva: de madrugada el cansancio caía como piedra, entorpecía los movimientos, mi papá me miraba de lejos y a la primera pausa me llevaba en moto a tomar un café, cargado, casi letal. El milagro de la cafeína recorriendo el cuerpo, revigorizándolo. Recuerdo cafés de desayuno, conversaciones llenas de silencio somnoliento. Cafés de sobremesa alborotados y ruidosos. Y en cada uno de ellos las manos de mi papá torciendo el paño, apretándolo y sirviendo… el gesto. Mi tío trajo una nueva cafetera en su maleta, una con tapa y asa, completa. Y a mí me regalaron la cafetera vieja. Por eso la tengo, es lo que me quedó de la casa familiar. El año 2015 la lluvia decidió cambiar el paisaje en el lugar exacto donde vivía mi familia: arrastró medio cerro directo hacia la casa llevándose en el barro a mi papá y a mis abuelos. Donde antes había que bajar varios metros para cruzar el río hubo que rehacer la calle y levantarla dos pisos sobre la original y si no conoces, como yo, cada recodo del camino no es posible llegar a lo que fuera nuestro campo. Todo cambió, el paisaje y nuestras vidas: dejamos el norte y todos los planes fueron nuevos, pero lo más duro fue hacerlos sin mi papá. Creo que a él le hubieran gustado nuestros nuevos rumbos, habría disfrutado de los 15
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pasos que hemos dado y lo que hemos construido, de nuestro nuevo paisaje, del vino… Hace poco me contaron que la cafetera nueva apareció, había flotado y estaba enganchada a un árbol. La lavaron bien, le sacaron el barro y la tienen ahora en la oficina que construyeron donde antes estaban los naranjos. A mí me quedó la cafetera sputnik con la magia de un gesto que me trae sus manos grandes y cálidas, las veo en las mías cuando sirvo un café. Y lo siento cerca, casi al lado. Cada cierto tiempo alguien propone regalarme una cafetera completa, no saben que mi cafetera es mágica, que me gusta así y de ninguna otra manera, con la técnica del paño y los movimientos que me transportan a conversaciones pasadas, a las conversaciones por venir y las que ya no serán.
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Sin armas La tercera vez que llamamos a los pacos, estos nos recomendaron comprar una pistola. Lo había pensado más de una vez pero que me lo dijera la autoridad me sorprendió y alarmó. Los llamábamos porque desde que llegamos al campo entraban cazadores a las tantas de la madrugada que paseándose con potentes focos disparaban en nuestros mismos patios. Cuando salíamos a pedirles que se fueran nos sentíamos vulnerables en pijamas y solas cada una en su casa enfrentando un grupo indeterminado de hombres que se ocultaba tras la luz que encandilaba. Formaban una presencia amenazante e inaprensible, no era posible adivinar cuántos eran, solo sabíamos que iban armados. Nunca pasó nada, solo el foco nos iluminaba silenciosamente, pero resultaba muy intimidante. Hicimos correr el falso rumor de que teníamos escopetas y empezamos a llamar a la comisaría. 18
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Habíamos llegado hace no mucho al campo instalándonos en carpas para ganar tiempo en la organización de las construcciones por venir, y para ahorrar la plata del arriendo. Llegamos a comienzo del verano y estuvimos acampando hasta fines de mayo cuando se concretó la compra y tomamos posesión de la única casa del campo el mismo día en que empezó la lluvia. Se entiende la curiosidad que despertamos en nuestros vecinos, desde el primer día teníamos observadores desde los cerros que se sentaban en grupo a contemplar por horas nuestras idas y venidas. Se tienen que haber dado cuenta de inmediato que solo éramos mujeres y niños. Eso no les impedía cada vez que pedía autorización para pasar un camión por el camino comunal, o preguntar por quién tiene tractor, o solicitar datos de alguien que quisiera trabajar instalando cercos, pedirme que enviara a mi marido a solicitarlo, que eso eran cosas de hombres. El día que llegó el camión con todo lo que juntábamos entre mi hermana, yo y lo poco que le quedo a mi madre después del aluvión, estuve desde temprano persiguiendo a quienes podrían ayudarnos a descargarlo, me prometieron estar atentos a la llegada del camión y llegar junto con él. Llegaron dos horas tarde cuando ya había descargado en conjunto con el chofer la mayoría de las cosas. Había una cierta burla en todos ellos cuando cobraron lo acordado. De alguna manera había una tensión por una ofensa que algo en nosotras les infringía, y nos lo hacían notar cuando podían. 19
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Las entradas al campo a cazar comenzaron cuando la mujer que nos vendió el campo se fue. Antes de eso entraban pero ella disparaba al aire escopetazos y ellos salían antes de acercarse a las carpas. Una vez solas nos tocó a cada cual en su lado del campo enfrentar la silenciosa luz y comenzamos a llamar a carabineros. Llegaban siempre tarde, y con muchas luces, las linternas y foco se apagaban de inmediato y desaparecían mucho antes de que la cuca pasara el portón. La tercera vez fue más escandalosa porque el equipo venía por primera vez y se confundió de casa, por lo que dio muchas vueltas por el camino de tierra hasta llegar donde los esperaba en pijamas. Cómprese una pistola me recomendaron, y dispare al aire, que nos llame no sirve de nada. Viviendo como viven, separadas unas de otras, solas y con niños necesitan una pistola. Háganos caso. Al día siguiente, que era domingo, estaba tomándome un café cuando vi entrar una enorme comitiva por el portón, eran más de 15 hombres, de todas las edades, que solicitaron hablar conmigo. Quien tomó la palabra dijo representarlos a todos, explicó que no sabía que no queríamos que cazaran en el campo, que pedían disculpas por las molestias, que lo lamentaban y no iba a volver a ocurrir. Yo estaba muy sorprendida, no entendía porque después de nunca dar la cara venían a presentarse, pero me gustó y además de día y sin estar ocultos por el foco no resultaban nada de intimidantes; más bien resultaban simpáticos. 20
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La conversación siguió y se develó el misterio: escapando de los carabineros en la noche y asustados por las vueltas de los mismos en los potreros habían tirado en una zanja los rifles no declarados. En alguna parte del campo estaban sus armas y nos pedían autorización para pasar a buscarlas, no estaban seguros de poder encontrarlas en la noche. Los dejé pasar. Desde ese día nunca más nos han iluminado los focos en silencio, a veces me llaman pidiendo permiso antes de entrar y aceptan las condiciones de no disparar cerca de las casas ni alumbrar las ventanas. De a poco el barrio se ha acostumbrado a nosotras y ya no piden hablar con nuestros maridos, solo en un rasgo de paternalismo nos nombran en diminutivo: Alejandrita debiera hacer un surco aquí, sino se le va a inundar el camino, ya Amandita le consigo esas gallinas que quiere, no se preocupe. Siento que hemos ido ganándonos el respeto y ya no los ofendemos como antes. No hemos comprado pistolas ni escopetas, pero en la noche cuando estoy inquieta, miro a mis niñas volviéndose mujeres y pienso que debiera hacerlo. Por mientras tengo un puñal en mi velador y el arpón listo para cargarse detrás de mi cama. 21
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Romper la ley El orden de los factores no altera el resultado, eso pensé al contestar mi primera prueba de química. Me equivocaba, en química el orden importa, y de llevar a la práctica lo que había escrito en la prueba hubiera generado más de una explosión. Me saque un 2,4 y me enemisté para siempre con el ramo. Nunca más quise interesarme en él, de ahí en más el desafío consistió en aprobarlo aprendiendo lo mínimo. Así las cosas mis notas eran menos que mediocres, eso no suponía un problema, las notas no me importaban y el liceo no me costaba, el problema era que mis calificaciones me obligaban a dar examen, a menos de sacarme un 6,8 en la última prueba, y ese examen estaba ubicado justo donde no debía. 22
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Donde no debía era un lunes después del fin de semana en que por fin me habían autorizado a irme a acampar sola a la playa con amigas. A mis 13 años era un permiso que me había costado mucho lograr y solo había sido posible porque ese mismo fin de semana un grupo de amigos de mi madre acamparía en la misma playa. Es decir nos dejaban solas pero vigiladas a la distancia. Jamás me darían permiso si tenía un examen fijado el lunes y los exámenes de fin de semestre en mi liceo eran exagerados, lo cerraban para otras actividades y no era posible disimularlos. En ese tiempo ocupaba un asiento cerca de la ventana que daba al patio del colegio, por mi altura me sentaba atrás perdida entre mis 44 compañeros de curso, nadie vigilaba mi mirada ni mi atención y esta se perdía por horas en el patio y su movimiento lento de entre recreos. Mirando distraída por la ventana descubrí donde se imprimían las pruebas y empecé por juego a calcular como entrar. Varias clases después me había dado cuenta que siempre se imprimían a media mañana, que el profesor del ramo era quien iniciaba el proceso, lo dejaba en marcha y un rato después llegaba el inspector a recoger las copias y llevarlas hacia la sala de profesores. En total se tomaban una hora pedagógica, es decir los 45 minutos que iban desde una campanada a otra. Al principio fue un juego, imaginar robar la prueba de química. Pero a medida que se acercaba la fecha y se hacía patente mi incapacidad de estudiar me fui tomando el juego 23
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más en serio… No enfrentaba la decisión porque sabía que era un robo, que constituía una deslealtad para con mi profesor y mis compañeros, que si me pillaban me daría una vergüenza horrible y seguramente me costaría la expulsión. Así que la dejé en suspenso como una idea loca, donde todo estaba planificado pero que seguramente no realizaría. Una especie de ejercicio de imaginación. Llegó el día antes de la prueba, desde mi ventana vi entrar al profe a la sala del mimeógrafo, lo vi salir y me enfrenté a la decisión… sabía que tenía 45 minutos así que la demoré 10 minutos más. Estaba tironeada por todos los argumentos pero una cierta adrenalina me empujó a llevar a cabo el plan. Levanté la mano y pedí permiso para ir al baño, una vez fuera de la sala y tratando de parecer natural (era un liceo grande, habían muchas posibilidades de ser vista) me dirigí hacia los baños y en el último metro cambié de rumbo y rápidamente me metí por detrás de las bodegas, ahí era poco probable ser vista pero igual seguía intentando parecer natural. Entre las bodegas y el mimeógrafo había un pasillo estrecho y poco transitado al que daban las ventanas. En Copiapó, un día de diciembre a las 11:30 del día el calor obliga a mantener las ventanas abiertas y yo contaba con eso. Trepé hacia ella ayudándome en el desagüe que bajaba del segundo piso y luchando contra la incomodidad de mi jumper escolar que por supuesto y como tantas veces antes se descosió de todo un lado. Dentro de la sala todo fue 24
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sencillo y rápido, entré, saqué una hoja de las que se estaban acumulando en la máquina y me devolví por donde mismo. Doblé muchas veces la prueba hasta hacerla muy chiquita en mi bolsillo y me dirigí muy rápido a los baños. El corazón se me salía por la garganta, y respiraba muy rápido. Esperé a que mi pulso se normalizara, me sacudí muy bien el jumper que había pasado de azul marino a gris en varias partes y una vez normalizado mi aspecto me dirigí a la inspectoría a pedir una corchetera para arreglar el jumper poniendo cara de inocente. Cuando volví a la sala me retaron por la demora pero expliqué mi inconveniente con el jumper y quedé disculpada. Al día siguiente di la prueba y me saqué un descarado siete que me eximió del examen y me valió muchas felicitaciones. Esas felicitaciones fueron mi único cargo de conciencia, me aplaudían el esfuerzo y yo sabía que no había esfuerzo alguno y eso me hacía sentir muy incómoda. En cualquier caso no era cosa de otro mundo sacarse un siete en mi liceo y en mi curso por lo que fue una molestia corta. En general puedo decir que fue un acto deshonesto del que fui consiente pero que no me acarreó grandes remordimientos. A pesar de ello hoy cuando rompo la ley, y lo hago con frecuencia, no siento que juegue al margen de la estructura, no creo hacer trampa. Creo haberla hecho en serio una sola 25
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vez: en esa prueba de quĂmica que me permitiĂł ir a acampar con mis amigas y sentirme grande, fuerte y aventurera. No me arrepiento de nada.
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Porque te amo Desde el dormitorio escuchó gritos en el living, se levantó y al ingresar vio a su hermana Marcia que, llorando, intentaba impedir que Vicente, su pololo, abriera la caja fuerte que él mismo había llevado al departamento. ¿Qué pasa? dijo Santiago con voz fuerte. Ambos se detuvieron. Vicente respondió: - Me quiero matar, aquí dentro está mi pistola. - Te puedes matar, pero no aquí. Te ayudaré a bajar la caja, llamamos a un taxi y te suicidas en tu casa. Así lo hicieron, Santiago regresó a escuchar la cantata de Bach, Marcia angustiada se encerró en su dormitorio. 30
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Una hora después tocaron el timbre. Era un niño de unos 12 años que traía un sobre. En letras mayúsculas estaba escrito MARCIA. “Cuando leas esta carta yo habré muerto, y espero que te quede claro: tú serás la responsable de ello. Has decidido terminar nuestra relación, me dices que te asusta la naturaleza de mis sentimientos. Piensas y muchas veces lo mencionas, ser una mujer de vanguardia. ¿De qué vanguardia me hablas? Te mueres de susto de vivir una verdadera relación amorosa, sospecho que bajo tus aires de mujer liberal te gustaría un marido de traje, que se fuera a trabajar en la mañana, regresase en la tarde, después de haber fornicado con su secretaria a la hora de almuerzo, eso pienso. Eres una maldita burguesa. Yo nunca podría serte infiel, tú y yo somos uno. Al despertar te siento en mí, y te llevo dentro cada minuto, cada segundo del día. Cuando digo que a veces pienso en quemarte la cara, para que ningún otro hombre te mire y desee, es una prueba de que lo que yo amo eres tú. No tus ojos almendrados, ni tu pelo azabache, ni tus labios siempre húmedos, te quiero a TI. Me dices que nunca has estado con otro hombre, sé que fui el primero, pero sé también que no el único. Lo supe cuando fui a besar tu sexo, sentí un olor que no era el tuyo y tampoco el mío, lo negaste, pero tengo 31
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la certeza de la veracidad de las sensaciones. Si comes una manzana, sabes que es una manzana y no una pera, los sentidos no engañan, las palabras sí, otra esperma recorrió tu canal interior. Y no niegues tampoco que te gusta despertar el deseo en los otros. Al caminar juntos en la calle bajas la vista para no mirar a ningún hombre, es una de tus astucias para despertar aún más fuertemente el deseo en ellos. Todo eso yo lo sé, nada sacas con decir que me equivoco. Me dejas por cobarde, tú que te crees tan valiente. Yo sé que me amas, que nunca has sentido ni sentirás lo que sientes conmigo. Cuando pasamos un día entero amándonos yo te veo. Sólo en esos momentos abandonas tus defensas y rompes con la idea que tienes de ti. Surge otra Marcia, ésta no es precisamente marcial, ésta podría llamarse Angélica o Sumisa si es que existiera ese nombre. Yo comprendo todo. Tú comprenderás sólo con mi muerte, vagarás buscando un amor como el mío, no lo encontrarás. Lamentarás lo que hiciste. Es posible también que te sientas aliviada, que después de una leve pena y cuando hayas encontrado todas las justificaciones para evitar sentirte culpable, te cases con alguien. Seguro que será un hombre bien peinado, de esos que en cuanto te ven tienden la mano y sonriendo dicen ‘Felipe Bulnes, encantado’. Y ese huevón te habrá elegido porque 32
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eres la más hermosa de todo el Campus Universitario, ese tal por cual no pensará en quemarte la cara, pero te exigirá ser bella mañana, tarde y noche, en el presente, pasado y futuro. Ese Felipe no te hará el amor días enteros, hasta dejarte con dolor de espalda. No. No. No. Ese no conocerá a la Sumisa, porque no habrá sabido conducirte más allá de ti misma. Y tú vivirás tranquila, sin temores, sin sobresaltos, sin pasión. No mereces esa vida. Tengo la pistola frente a mí. Había cargado una sola bala, acabo de cargar otra, porque te amo, porque eres mía, porque somos uno, como ya te lo dije. En resumen, y para terminar, no habré muerto cuando recibas esta carta. Debo hacer algo antes.”
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Los girasoles de Van Gogh A los 4 años Alicia no hablaba, así lo había decidido. Pasaba gran parte del tiempo jugando en su velador. Ya no existen esos veladores, tenía en su parte superior un cajón y en la parte inferior una puerta que abría a un gran espacio normalmente destinado a los zapatos o a la bacinica. Allí ella albergaba un mundo de fantasía en miniatura, mundo al cual nadie más tenía acceso. Alicia cerraba las pesadas cortinas del dormitorio, se estremecía con la penumbra, buscaba su muñeca de porcelana, una lámpara y el juego de dominó. Del ropero sacaba la caja que contenía todo aquello que pudiese servirle para la creación de su escena: pedazos de géneros, de encajes, de alambres de cobre, botones, bolitas, perlas, conchas, trozos de vidrio, 36
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papeles de celofán, de mantequilla, trozos de cartón, piedras, semillas, ramas, algas secas, panales de abeja y muchas otras maravillas. Durante largo rato, con el ceño fruncido, observaba bajo la tenue luz, el contenido de su caja que alumbraba con la lámpara dirigida hacia su interior. Destellos de luz emanaban de ella. Luego apagaba su lámpara y en la penumbra iba suavemente tomando las piezas de dominó con las que construía la arquitectura de la escena. El trabajo requería de gran destreza, con sus pequeños dedos iba poniendo una pieza de dominó sobre la otra. Intuitivamente había comprendido las reglas del equilibrio y cómo, dentro de este equilibrio, el peso de los objetos podía, sea mantener en posición un alero en voladizo, sea echar por la borda el trabajo de varias horas. Una vez listas las edificaciones, Alicia decidía la posición de su muñeca y sólo después de ello iba componiendo el entorno. Amaba las transparencias. Los tules y cintas colgaban, se entrecruzaban, atravesando el espacio, el piso sembrado de piedras, cuencas, vidrios multicolores parecían vibrar. A menudo atardecía cuando consideraba su trabajo terminado y solo en ese momento dirigía la lámpara al interior del velador, surgía entonces la escena y siempre, siempre se sorprendía al verla, como si no fuese su propia creación, como si la descubriese por primera vez sin saber lo que encontraría. 37
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Permanecía algunos instantes quieta, la respiración agitada, los labios entreabiertos, la mirada brillante; no podía mirar más que eso, pues, aunque no lo sabía, la emoción era más intensa de lo que sus 4 años podían resistir. Plácida, cerraba la puerta del velador, que no volvería a abrir sino hasta el día siguiente para desarmar el cuadro. Alicia soñaba con ser capaz de reproducir una escena de la vida real, le atraía la casa de sus tíos, le gustaba su tamaño, su luz, el azul claro de las paredes, la chimenea, los muebles y los cuadros, particularmente uno en tonos amarillos, ocres anaranjados, rojizos que representaba una jarra con grandes flores. Había visto estas plantas desde el tren y su madre le había dicho que eran girasoles, durante el día se tornaban en busca del sol. Alicia comprendió a través de este movimiento que tenían vida, y eso la desconcertó. La imagen de las flores buscando la intensa luz permaneció varios días y aún ahora, después de un año, volvía a veces a pensar en este campo lleno de girasoles, todos mirando al sol. Era domingo, estaban invitados a almorzar donde sus tíos. Desde temprano su madre los había preparado, las niñas con vestidos de organdí, los niños con pantalones de cuero cortos que su abuela les había traído de Suiza, Alicia, aunque no lo expresaba estaba feliz. Al llegar, sus hermanos y primos salieron inmediatamente a jugar, ella, como siempre, permaneció silenciosa escuchando la conversación de los adultos. Vendría 38
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una amiga que vivía en Francia y que se encontraba de vacaciones en Chile, los tíos y sus padres estaban ansiosos de reencontrar a Gloria después de 10 años fuera. Siempre había sido una mujer un tanto excéntrica les escuchaba decir, sin comprender realmente lo que aquello significaba, Chile le quedaba chico agregaban y Alicia se preguntaba cómo un país tan largo, podía “quedarle chico” a alguien. Gloria llegó y su entrada inundó el espacio de perfume, de elegancia, de movimiento, Alicia la escuchaba y pensaba que seguramente excéntrica quería decir mágica, pues el momento se había transformado. Fue un almuerzo diferente a todos los almuerzos de la vida de Alicia. Gloria no necesitó explicaciones para comprender que la niña no requería palabras, de tanto en tanto parecía hablar solo para ella. Al momento del café Gloria se levantó y trajo a la mesa un hermoso paquete, explicó que eran chocolates franceses de una marca que se llamaba “Les peintres á Paris” la línea de chocolates que reproducía en sus cajas a los Impresionistas y Post Impresionistas. Cada caja llevaba en la portada un cuadro. Su tía después de agradecer abrió el regalo y alabó la calidad de la reproducción de la tapa, la cual levantó. Sobre los chocolates, como si se tratase de una pinacoteca, estaban en miniatura los cuadros de la colección. Todos comentaban, “El almuerzo de los remeros“ de Renoir, 39
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“Otoño, Álamos, Ëragny“ de Camille Pisarro, y Degas y Sisley e inclusive Caillebotte. Febrilmente, iban nombrándolos uno a uno. La alegría llegó a su punto máximo al constatar que estaba el cuadro que colgaba en la pared, “Los Girasoles” de Van Gogh. Alicia se había levantado sobre la silla para poder mirar mejor. ¡Allí estaba! Al interior de un marco de curvas y arabescos dorados, el mismo cuadro, exactamente el mismo, los mismos girasoles, de los mismos colores, pero de unos 3 cms. de altura. Justo, justo el tamaño necesario… Todos vieron que Alicia palidecía, la mirada fija en los diminutos girasoles, dos lágrimas suspendidas. Le preguntaron qué sucedía, qué deseaba. Alicia, levantando la mirada, respondió: - “Los girasoles” de Van Gogh
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Luisa y María Tome asiento José, es necesario que conversemos de un tema que me preocupa. Desde el triste fallecimiento de su padre, pese a su juventud, y gracias a Dios, usted ha sabido asumir el rol que le corresponde, de lo cual me siento muy orgullosa. Como usted bien sabe nunca he controlado la elección de sus relaciones, pues siempre he tenido confianza en que sus decisiones estarían acorde a los principios que con su querido padre, que en paz descanse, procuramos siempre inculcar en todos ustedes. Dios elije el modo en que cada uno de nosotros debe servirle, para ello venimos a este mundo y a pesar de que para nuestro Señor todas las criaturas ocupan el mismo lugar en su corazón Él decide ponerlas en el lugar exacto en que a cada uno de nosotros le corresponde. Usted es el mayor de los hermanos Latorre Fuenzalida, sus acciones no conciernen solamente su 42
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vida sino la de todos sus hermanos y más especialmente la de sus 4 hermanas. Nuestra familia ha ido perdiendo parte de su patrimonio, mi difunto marido, en su afán de aventurarse en distintas empresas, no supo preservar lo que con tanto esfuerzo nuestros padres habían logrado construir, debemos entonces ser intachables en nuestras relaciones, el futuro de sus hermanas depende de ello. Usted sabe de qué estoy hablando. He sabido que aquello que pensé ser solamente una experiencia propia de su juventud se ha ido extendiendo más allá de lo permisible. Sí, me refiero a su relación con María. La conozco desde que era niña, pues su madre solía venir a la Hacienda a realizar trabajos de costura, de ella aprendió a coser y cuando Dios la llamó a Él, aunque María tenía apenas 15 años no dudó en dedicarse al cuidado de sus 7 hermanos pequeños y no sólo eso, después de sus largas jornadas, cosía, pues como usted sabe, cuando se es pobre cuesta alimentar a una familia tan numerosa y desgraciadamente, como suele suceder, el padre era propenso a emborracharse de modo que una buena parte de lo poco que ganaba quedaba en la taberna. No me cabe ninguna duda, es una buena mujer, el padre Angel también me lo confirmó, pero usted no negará que la diferencia entre ustedes es demasiado importante, si ella ni siquiera terminó la sexta preparatoria, entonces de qué podrán ustedes conversar cuando al atardecer se sienten juntos. Cómo ve no estoy ni 43
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siquiera hablando de apellidos o fortuna, le estoy hablando como una madre que vislumbra las terribles dificultades a las que ambos se enfrentarían si permaneciesen juntos. ¿Se da usted cuenta José? ¿Porque recordaba hoy, después de 30 años, esta conversación o más bien monólogo de su madre? No se había atrevido a confesar que había nacido su hijo Osiel, que efectivamente la dulzura de María lo tenía cautivado. Ella no exigía nada exceptuando que él le permitiese quererle y así lo hacía. Al término de la jornada en la fábrica pasaba a la casa que secretamente había comprado en la calle Bezanilla para María y el hijo de ambos, un niño grande y risueño como él, con una hermosa tez oscura como la de su madre, ella le esperaba con la mesa puesta para la once, retiraba su delantal y mientras el niño jugaba en el piso ellos tomaban té en silencio, un silencio interrumpido por algunas preguntas que ella le hacía en voz baja: .- ¿Y terminaron el pisadero? .- No, pues pude alquilar sólo 2 caballos, de modo que no alcanzamos, pero seguramente mañana voy a contar con 3 y deberíamos tener todo mezclado, conseguí 6 cortadores, es de esperar que no llueva, si todo va bien podríamos comenzar el horno, tenemos mucha mezcla de manera que el montaje nos tomará al menos 3 días, podríamos empezar la quema el 44
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viernes. No podré venir el sábado. .- No se preocupe José, el lunes le esperaré con pancito amasado ¿Y cuántos ladrillos piensa quemar? .- Unos 15.000, ya están vendidos. José cerró los ojos, pensó que para estar recorriendo así su vida era que probablemente no le quedaba mucho tiempo… Había conocido a Luisa en el tranvía, le había llamado inmediatamente la atención: era bella, alta, delgada y en cuanto la vio supo que sus padres debían ser italianos: su rostro recordaba algunos de los de las madonas de la casa de la calle Carrión. Había varios cuadros de la Vírgen y el Niño, casi uno en cada dormitorio. Fue ella quien le sonrió cuando él se sentó a su lado en uno de los tantos trayectos en que habían coincidido, en realidad había sido más que una sonrisa, su mirada le sorprendió, tenía un dejo de burla. No hablaron ese día, pensó que no había conocido antes a una mujer tan directa, era evidente que ella procedía en la forma en que normalmente hacen los hombres: mirar como diciendo Tú me gustas. Pensaba en ella especialmente cuando estaba con su dulce María y en las noches no podía evitar pensar en ambas simultáneamente. Los sentimientos que cada una evocaba en 45
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él eran de naturaleza muy distinta: María le serenaba, Luisa le despertaba. Supo que si la encontraba nuevamente no se limitaría a hacer el trayecto a su lado. Transcurrieron apenas 3 meses cuando ella le dijo que estaba embarazada. Se casaron y se instalaron en la casa de Carrión, se les asignó un ala del segundo piso. Su suegra y cuñadas no tardaron en cambiar de opinión. Habían acogido la noticia del matrimonio con alivio: por su belleza, distinción y cultura la joven esposa, estudiante en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, les había parecido contar con las cualidades necesarias para formar parte de la familia, sin embargo nadie había supuesto un hecho que por su gravedad se revelaba inaceptable: Luisa era atea y, aún más, defendía los derechos de las mujeres, leía autores de izquierda, autores que en esa casa nunca se habían siquiera mencionado. La madre de José estaba desconsolada, el padre Angel le recordó que todo, absolutamente todo, formaba parte de los designios de Dios. Nació Sergio y este nacimiento borró el pesar que había invadido a todas las mujeres de la casa. Rara vez se había visto un niño tan hermoso y Luisa a través de él pudo dejar de lamentar su matrimonio, el abandono de sus estudios y su vida en una familia que parecía detenida en el siglo anterior. José iba menos a casa de María, ella le recibía como siempre, agradecida por sus visitas, sin reprochar, sin agitarse, atendiéndole y acogiéndole con el mismo amor de siempre y lo 46
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más increíble de todo, siempre parecía feliz. Luisa en cambio no tardó en exigir independencia, se trasladaron a una casa ubicada un tanto lejos de Carrión, de Bezanilla y de la fábrica de ladrillos, decidió que continuaría sus estudios, una empleada podría cuidar al niño, retomó la Universidad y logró titularse justo antes del nacimiento de su segunda hija Mireya. Después de 6 años, Luisa le pidió que se separaran, quizás habría podido perdonar el que hubiese ocultado su relación con María y la existencia de su hijo, pero no podía aceptar la manera en la cual José se había justificado: en el campo así sucedía desde siempre. Su padre, su abuelo y probablemente su bisabuelo también habían tenido hijos con las hijas de sus inquilinos, pero él, a diferencia de ellos, no podía abandonar a María y a Osiel, por lo cual estaba obligado a llevar una vida paralela. José aliviado, retornó a la casa de Bezanilla. Luisa no volvió a tener una vida de pareja. Ingresó al Partido Comunista, fundó un colegio particular que en las noches funcionaba gratuitamente para los obreros, dedicó su vida a la defensa de los derechos de las mujeres. María entró al dormitorio, abrió las cortinas y dijo: .- Recuerde José que hoy vendrá a verle su hija Irma. 47
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José no lo había olvidado, era la menor y más cercana de los hijos que tuvo con Luisa, era dentista y él se alegraba de haber podido regalarle, al momento de su titulación, el equipo dental necesario para que instalara su consulta, hoy no hubiese podido hacerlo: tanto la fábrica de ladrillos, como el picadero de leña habían terminado por llevarlo a la quiebra, la antigua casa de Carrión había sido vendida y le había permitido solventar los gastos de su familia, la familia que había formado con María, la mujer de su vida, aquella con la que nunca se casó, que le había dado dos hijos, y que le cuidaba hoy en lo que comenzaba a comprender eran los últimos días de su vida. Una vida tranquila, una vida campestre en medio de la ciudad, en la cual ambos María y él se habían sostenido recíprocamente. Su madre se había equivocado, el amor, el verdadero amor, pensó José, no necesita cultura, tampoco belleza física, requiere simplemente tener la capacidad de saber dar, recibir y aceptar.
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Diario de una peste XX/XX/2020 Día 8 de cuarentena. Escribo para no olvidar como fue. Mi espacio ha sido invadido. Estoy pensando seriamente salir a contagiarme. No puede ser peor que compartir este encierro. Qué bien le hacen a mi vida las oficinas y colegios de los otros. Las miradas se han vuelto torvas en la casa. Creo que se dieron cuenta que estoy incómodo con ellos todo el día dando vueltas tan cerca. Tal vez me miran así por que les molesto yo a ellos. Soy muy feliz cuando me los encuentro por la noche, cuando los días son míos. Antes del virus, los solitarios éramos felices. El silencio se ha hecho un bien escaso. Leer, peligroso. 52
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Me he vuelto indispensable para el aseo de la casa. Odio las aspiradoras. Nota: Compra una aspiradora robot. Me siento como un farero obligado a dar refugio a náufragos conocidos. No tengo donde acomodarlos en mi día. Debo tener un plan. Nota: Busca un buen lugar: El chocolate es imposible de esconder. XX/XX/2020 Día 14 de cuarentena. Se aconseja no salir. El proyecto secreto está dando resultados. Creen que escribo un libro. Vigilo a los demás por las redes (los míos incluidos.) Nota: El trabajo está mal, pero no creo que deba alarmarme aún. Nota: Un encierro con Netflix es un encierro igual. El punto de partida: Los largos días de encierro bastan para hacer de Chile un país fértil en Dalai Lamas. He recopilado un buen número de mensajes en distintas redes sociales. (archivo en carpeta inventario bodega). 53
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Parece que nos hemos vuelto espirituales. El mensaje: Lo que debemos apreciar de verdad en la vida. Que la plata es satán, los autos y relojes sus demonios. Los momentos, esos son los verdaderos tesoros. ¿Se harán cargo de sus palabras? (Mi respuesta en archivo doc. Lo que pensé enviado a mail con mismo asunto) Resumen: Que nada, ni siquiera un viaje regalado por Europa en hoteles cinco estrellas se compara con ver a tus hijos detenerse en el jardín para contemplar a un zorzal. Me parece que eso es una pelotudez de alto calibre. Aprendizaje: Es muy fácil perder el norte. Sobre el proyecto: De observaciones como esa he comenzado un catastro de personalidades. El archivo se llama --------- (se lo robé a J.P.). Los que tiran mierda son los menos interesantes. Nunca estarán conformes. Los Lamas y Budas, apuesto, serán los primeros en correr a un mall. Los científicos y filósofos de youtube. Los nuevos profetas: No creen en nada pero no salen de sus casas para comprobarlo. Algunos sensatos con tendencia al masoquismo. (Aburrido) Los peores de todos: Los optimistas. Seguro cuando llegue al infierno seré recibido por uno de estos. No imagino otro lugar para ellos. De los optimistas: Son peor que el virus. 54
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El encierro hace que se reproduzcan más rápido. Son como gremlins. El más desesperante: el que postea qué hizo Newton o Shakespeare en una cuarentena. Me puede importar menos que un huevo lo que hicieron con su tiempo. El tiempo es precioso, afuera. ¿Tenían hijos? (Investigar) ¿Eran optimistas? (Investigar) ¿Dónde están los optimistas cuando pueden andar sueltos? R: Solos. R: En grupos apartados. R: Son como perros oliéndose el culo. EUREKA XX/XX/2020 Días 22 Tengo poco tiempo para escribir. Hoy tengo que preparar la comida. El plan va de maravilla. Hace días que no siento la presencia de los demás. Puede ser que haya aprendido a obviarla. ¿La he asimilado? Es como convivir con un cuadro que le regala un ser muy querido. Debe estar colgado en una pared, pero si no te gusta, aprendes a no verlo. Eso es cariño. 55
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Me gusta cuando podemos almorzar en la terraza. Si no hay colegio o trabajo ya no me afecta. A ellos tampoco. Las conversaciones se producen entre silencios cada vez más largos. Las respuesta son cortas. Cada uno está viendo una serie distinta. El libro va muy bien. Trabajo mañana y tarde. Los domingos eso sí que los mantengo como tales. Odio los lunes. Avanzo más rápido de lo que pensaba. Si tengo la suerte de que sigamos encerrados unos meses más estará listo. Todo gracias al proyecto. No veo que haya mucho más donde profundizar en los tipos de personalidades. Lo interesante son las conductas, como se dan en el tiempo. Se repiten, se mezclan. Ciclos que afectan a todos. El desafío es mantenerse en un estado. Yo ahora soy un optimista. Resumen: He podido recuperar mi vida: Experimento nº 2 Me he vuelto el más activo y resplandeciente ser de todos habitantes. Desbordo energía y proyectos. Arreglo muebles, preparo ricas recetas, creo excelentes listas de canciones para comer y jugar. 56
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Me intereso con pasión por los demás. Resultado: Todos quieren volver a sus vidas normales. (Quieren convivir conmigo sólo por las tardes) Pronto veré los frutos: Me volveré un fantasma. Recuperaré el silencio. Solo debo seguir contagiando mi alegría a los demás.
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La primera vez de Pérez El fuerte golpe del cierre de la puerta del auto despertó a Pérez, que, asustado dio un salto, dijo mierda y buscó nervioso su pistola en los bolsillos de la chaqueta. - Tranquilo Pérez – Felenni desde afuera se palmaba el costado izquierdo del pecho – que te la tengo yo. - Hijo de puta. - Que la tuya es santa seguro. – Felenni miro a todos lados buscando personas - Estamos por llegar a Osorno Pérez, ¡te dormiste! Eres un hijo de perra de los míos. Bueno, voy a comprar algo para comer mientras Sánchez carga el auto. Oye, Sánchez, ojo que ahí viene el mono. - Tráeme unos Viceroy´s, un café, chicles. - Saca de los míos Pérez, están en la guantera. - Felenni, estas mierdas son Kent uno- pero Felenni ya se 58
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alejaba levantando el dedo del medio por sobre su cabeza. - ¿Quién cresta puede fumar esta porquería? - Ni se te ocurra fumar acá. - Sánchez, no me huevees. - Yo digo no más, que no tengo ganas de morirme, o quemarme. - mientras, Pérez levantaba los hombros desganado metiéndose un cigarro en la boca lo que hizo girar por completo a Sánchez - ¡Hey! Lo que hagas en Argentina es problema tuyo Pérez, pero hasta cruzarte para allá a mí no me huevees, ¿estamos? Mejor ándate lejos que aquí llega el mono y te va a decir lo mismo. - Hola buenas, ¿Cómo le va? Treinta mil de noventa y cinco por favor. Jodida se puso la cosa anoche… Pérez dejó atrás la conversación de su compañero con el bombero y se alejó lo suficiente para no hacerlos explotar, llegando a la orilla del camino. Cruzando la carretera un campo con vacas le pareció un cuadro antiguo de esos que siempre odió en la casa de su abuela. Pocos autos cruzaban frente él y cigarro en los labios recibió en silencio los rayos de sol que empezaban a levantar la mañana. ¿Quien mierda se lo había cagado? El plan era perfecto, parecía perfecto. Alguien habló, eso estaba claro. ¿En quién podía confiar? De Felenni podía estar seguro, era un viejo compañero de La Napa. ¿Sánchez?, debía ser miembro también si andaba con Felenni. Y sería re huevón en venir con ellos. ¿Quién se lo cagó? - ¡Pérez! ¡Vámonos! 59
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¿Quién? Era la gran pregunta que sin duda también rumiaban sus compañeros. Podía confiar en Felenni, pero ¿Por que éste le había quitado la pistola? Apagó su segundo cigarro maldiciendo los Kent uno y se encaminó de vuelta al auto sin disimular sus pensamientos. El nunca había usado un fierro y no se pensaba como un pendejo de gatillo fácil, pero debía reconocer que su amanecida histérica le daba el punto a Felenni. Se revolvió el pelo con ambas manos parea despejar la mente y apuró el paso. Por primera vez sintió hambre. - Toma Pérez, te traje un pan. ¿Qué quieres? Ave pimentón, ave palta o huevo con jamón. - Eres un real hijo de puta Felenni. - ¿Lo quieres o no? - ¿Y el café? – Gruñó Pérez tomando el pan. - Los tengo yo – dijo Sánchez que ahora se sentaba atrás. El auto se metió rápido a la carretera, cada uno comió y bebió en silencio. El calor de finales de noviembre empezaba a hacerse notar y Pérez, el único desarmado se quitó la chaqueta. - ¿Estaba bueno Pérez? - ¿Qué cosa? - El ave pimentón. - Dame mi pistola Felenni. - ¿Para qué la quieres? - Es mía. 60
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- En Argentina no podrás llevarla Pérez, se vuelve conmigo. - Cállate Sánchez –ordena Felenni - ¿Estaba bueno o no? - Dame mi pistola Felenni. - Si me contestas la pregunta. ¿Estaba bueno o no el puto pan? - No. - ¡Claro que no!– Felenni le entregó la pistola sosteniéndola firme un segundo.- Nunca más Pérez. - En verdad, perra o puta quedan cortos para nombrar a lo que te parió Felenni. - El mío estaba bien bueno. - Cállate Sánchez, nadie te preguntó. Los campos del sur pasaban iguales unos tras otros. Ningún restaurante por el camino, pocos autos, solo vacas y pasto. Sánchez ojeaba una revista mirando de reojo a Pérez que estaba perdido en el paisaje. - Pérez. - Qué quieres Sánchez? – Se apuró en contestar Felenni. - Quiero saber cómo mierda se te ocurrió la idea Pérez. - ¿Quién te dijo que fue idea mía? - ¿De quién entonces? – Pérez se encogió de hombros como única respuesta- Si no fuera tuya te habrían cargado ya, como a los otros tres en Santiago. - ¿Tres? - Sánchez, cállate. - ¿Eran Napa? - No Pérez, parece que no. Pero de serlo se los cargaron igual. 61
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Mil muertos no es para dejar cabos sueltos. - Felenni prendió un cigarro. - ¿Por eso vas sentado atrás Sánchez? - Tranquilo genocida hijo de puta que si te tuviera que matar ya estarías muerto. - Sánchez no seas imbécil y guarda esa basura. Somos todos Napa aquí y los Napa somos leales. No se nos olvide eso par de pendejos. Y Sánchez, déjate de estupideces, tu no tienes los huevos para hacer lo que hizo Pérez. - ¿Has matado Sánchez? - Qué te importa. - Nada. Pero debería estar volando a Tailandia en primera y no escuchando preguntas de un pendejo imbécil. - Ya vendrá Pérez. Tranquilo – le consoló Felenni palmándole el hombro y mirando amenazante a Sánchez por el retrovisor Primero lleguemos a Argentina, después, veremos. - ¿Quién la habrá cagado? – Salió jugando Sánchez. - La Napa no está comprometida, es lo que importa. – Pérez guardaba su pistola sin mirar atrás. - Igual, no puede quedar así la cosa. – Sánchez se inclinó hacia delante poniendo su cabeza en medio.- Vamos Pérez dime ¿como se te ocurrió? - Nunca había matado. - ¡Y te cargaste a mil huevones de una! - Sánchez, déjalo. Es una orden. - Fue por las noticias. - Felenni y Sánchez se miraron, quedando 62
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en silencio a la espera del diálogo que Pérez parecía tener consigo mismo. -Vi como un repartidor de comida rápida era asaltado por la gente. No le hicieron nada pero se llevaron toda la comida. Lo dejaron seco. No pudo o no quiso defenderse, lo trataban como a un compañero. Algunos empezaron a comer ahí mismo, bailando, cantando. El video no tenía audio. – El auto tomó la autopista que llevaba al paso Cardenal Samoré- Pensé: Qué fácil sería matarlos de un solo golpe. Monos de mierda, se vuelven locos por un poco de comida. Lo demás fue fácil, un simple cálculo. Cincuenta motoristas con veinte sándwich cada uno, repartiéndolos por rutas llenas de manifestantes, todos envenenados. Listo. – Sánchez silbó, Felenni dijo con orgullo qué hijo de puta. Pérez continuó – Tipo seis de la tarde empezaron a caer los primeros. Sin golpes, ni peleas. Caían al piso botando espuma por la boca con ataques epilépticos. Un golpe perfecto. - Pero alguien habló. – Dijo Felenni. - Sí, alguien habló. A las diez de la mañana llegaron al paso fronterizo Cardenal Samoré que estaba casi vacío. La monotonía de camiones y pasajeros recurrentes estaba rota por cuatro radio patrullas estacionadas frente a la cafetería con un fuerte contingente de carabineros. Los tres tenían prohibido oír radio o hacer contacto por 63
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celular durante el viaje, pero sabían perfectamente qué estaban haciendo ahí esos carabineros, era parte del protocolo después de un ataque terrorista como el de ayer. Durante todo el camino los GPS estuvieron apagados, el internet desconectado. No podían saber si una foto de Pérez estaría publicada y todos estaban perdidos, eso era un asunto que solo podría aclarar quien los esperaba: el capitán Guzmán. En la oficina Sánchez fue a preguntar por el capitán para entregarle los quesos de Loncoche que le mandaba su prima Leonor. Pérez y Felenni esperaban escondidos en el auto, listos para arrancar y ejecutar el plan C si las cosas se ponían feas. Sánchez no sospechaba que podían abandonarlo. Sánchez y Guzmán entraron en la cafetería, saludaron a los oficiales y conversaron un rato de cosas familiares y de la última tragedia. La pantalla del televisor capturaba la atención de todos en el salón con los reportajes del ataque. Una niñita de seis años murió envenada. Terminado el café se encaminaron al auto con paso tranquilo conversando de quesos. El capitán Guzmán se apoyó en la ventana, tirando el humo de su cigarro hacia adentro. - Habrá que ver que existen locos de mierda en este mundo. - Si usted lo dice capitán. – respondió Felenni tranquilo de recibir la contraseña. - No lo digo yo. Cosa de ver las noticias. ¿Los señores Quintana 64
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y Silva supongo? – Felenni y Pérez asintieron - Un gusto, capitán Carlos Guzmán. – Les tendió la mano que tenía envuelta en un chaqueta dejando caer unos paquetes – Sus pasaportes señores, por favor preséntenlos en la cabina tres. Antes deberán conversar con un teniente que acaba de llegar de Osorno. Señor Quintana, creo que el teniente conoce bien a su primo Miguel, el de la lechería que siempre está a punto de quebrar. Bueno, suerte señores. - Guzmán. – Dijo Felenni haciendo un gesto con la cabeza. - Señor Silva, un honor. Déjeme estrechar su mano. Todo un héroe. -Gracias capitán. – Respondió Pérez con desgana - ¿Se sabe algo más del atentado? - Qué pregunta más huevona Pérez. - Dirá Silva, señor Sánchez, qué pregunta más huevona Silva. Sabe Sánchez, mejor espéreme en la cafetería que le pago luego lo de mi prima. - Silva, claro, claro. Si se supiera algo más Silva, no podría cruzar por aquí ¿o no? – Sánchez fue al maletero, sacó un bolso y luego metió por la ventana medio cuerpo– Antes, por favor devuélvanme mi jockey y chaqueta. – Una vez las tuvo en sus manos remató – Ahora soy el único armado, señor Silva – guiñó un ojo y se alejó.- Bueno, suerte. - ¿De dónde conoce a estos pendejos señor Quintana? Preguntó molesto el capitán Guzmán. - No lo sé capitán, me los pasan así, verdes. Si esa es la nueva 65
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Napa, jodidos se vienen los tiempos. – Felenni por primera vez consideraba una suerte salir del país. - En fin. No señor Silva, no se sabe mucho. Solo malas teorías. Todos estamos despistados. Por el momento claro. Mejor dejar de perder el tiempo como viejas copuchentas. – le dio unos golpes al techo del auto. – buen viaje y saludos al Arriero. - En su nombre Guzmán. El auto cruzó la frontera sin problemas por la cabina tres. Cuatro carabineros lo revisaron antes por completo y comprobaron los antecedentes de los señores Quintana y Silva. El teniente se mataba de la risa recordando al primo Miguel Quintana y su mala suerte con la lechería. La broma que hizo de que sus lácteos eran más peligrosos que los sándwichs envenenados de la plaza Italia le hicieron poca gracia a Pérez, pero igual se tuvo que reír.
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Obsesión El sendero era salvaje, para un experto, seguro la huellas de animales serían visibles, para mí no había nada más que imaginar fieras. Los pájaros cantaban sobre mi cabeza, la luz del sol se colaba clara entre las ramas. Creía haberme desviado apenas unos pasos del camino para buscar agua, pero me perdí persiguiendo el sonido de un torrente que no resultó ser más que un canal apretado sin pesca. El proceso de filtrar el agua fue lento y al volver la selva me era desconocida. Podía estar solamente seguro del norte mientras no se internara nuevamente entre los árboles y pensando que volvía sobre mis pasos llegué al sendero que anduve un buen rato. Como una estatua me cortaba el paso quien pronto conocí como Hans. Flaco, fibroso y blanco, de ojos grises fijos en mí sin expresarse. En su mano derecha una lanza, en la izquierda 68
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unos conejos. Me gritó en su lengua, el alemán, en italiano y francés al tiempo que me amenazaba con el arma. - No entiendo. – respondí en castellano, buscando simuladamente el revólver – estoy perdido – le dije en inglés del que desistí de inmediato al ver que no hacía efecto- Voy al monasterio. - ¿Español? – Otras cosas dijo en alemán antes de volver a mi lengua – No saques tu pistola – me sonrió bajando la lanza ¿qué haces aquí? ¿Solo? - Solo. Busco el monasterio. ¿Padre Juan? - No, no soy el padre Juan. Lo conozco a él y conozco el lugar – su lanza apunto a la izquierda – no llegarás hoy y ese revólver no te servirá de mucho en la noche. - Vengo. - De la aldea. Ahí te dijeron a dónde ir y te mintieron cuanto te demorarías en llegar. Esos negros no quieren que perturben sus sueños. Haces mucho ruido, un jaguar viene siguiéndote los pasos. – Miro sobre mi hombro – Bueno, cuídate. - Señor. Mi nombre es Alfonso… si no llegaré hoy, quizá pueda hacerme un favor. 69
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La cueva de Hans estaba a tres cuartos de camino a la cima de una colina despejada. Era ordenada, espaciosa y contaba con una vista panorámica a las orillas este y oeste de la isla. Un corral de cabras fuera encerraba cinco animales, era el único indicio de que alguien habitaba por ahí. Unos perros esperaban y aunque alegres de ver de nuevo a su amo, no abandonaron su guardia. Comeríamos conejo me anunció, también me dijo que de noche veremos las luces de la aldea. - El conejo está muy bueno. Gracias Hans. - Esta marca eres tu, la primera tú. – Hizo una marca roja en la pared. Estas estaban llenas de dibujos de hombres. En la más alta el hombre solo más grande de todos era atravesado verticalmente por una línea, a un lado anotaciones en rojo, al otro en azul. Relamí los huesos y no dije nada, pensaba de nuevo en el revólver. – Llevo aquí años, pero los que cuentan son desde que me volví perfecto. – Intercalaba a veces palabras en alemán que nunca tendrán sentido para mí.- En la aldea viví también, soñé con esos negros y dormí con Maisha, así se llamaba. ¿Sigue ahí? – asentí, era una de las ancianas que nunca me saludaban – Dormíamos en el día y en la noche, no nos cansábamos del otro y me consumió casi todo la muy bruja. – movió un poco los palos del fuego como buscando un recuerdo – Un día me levanté y me vine aquí. A esos negros no les importa, van y vienen con sus amores, yo no pude soportarlo. 70
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Ven, ven, mira – me llevó a ver de cerca al hombre atravesado y sus anotaciones – La batalla por mi alma. Conversé un poco de mí cuando volvimos al fuego. Hans se puso de pie, dio un rodeo y con una piel de oveja tapó un espejo que no había notado. - Sigue, sigue contando por favor. Hoy no me miraré en él gracias a ti. Mañana sí, tal vez no me guste, así que por favor sigue. - ¿Qué tengo que ver yo con que se mire en un espejo? – La aventura que me había puesto a comer conejos en una cueva en medio de una isla que esconde un monasterio poco importaba ya. - Nada, siga por favor. - Es que no puedo, por que no podría gustarse por mi culpa. -¿Culpa? No, no sientas culpa. Come más conejo. - Quíteme ese peso. - Todos los días – dijo resignado – casi todos los días, ya que como hoy siempre hay casis entre los días, levanto el espejo me paro frente a él y mido lo bien o mal que estoy. Luego pienso 71
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cómo arreglarme. – Apuntó el dibujo del hombre dividido. – Por cortesía a tu visita hoy no lo haré. Mañana, cuando hayas partido, sabré qué me ha pasado. ¿No? ¿por qué siempre quieren más? – suspiró ante mi silencio – Un día entendí todo, todo, todo, llegando a la cima de la perfección, pero también entendí que eso era el comienzo del descenso y que eso sería un crimen a mi persona. Quise y quiero mantenerme como ese día, pero tengo hambre y debo correr el peligro de no logarlo para buscar comida. Así te encontré en el camino y me viste para mi suerte, buena o mala. He podido mantenerme, cuando falle, tal vez mañana, tomaré curare – Se levantó a tomar una ollita colgada de un estante que me alcanzó- Hasta hoy había estado solo, así nadie puede cambiarme, lógico. – Miró hacia el espejo tapado con temor – Cuando salgo antes me veo en él me grabo una imagen para el camino en mi memoria, cuando vuelvo, me veo en él y si noto un cambio lo anoto antes de comer para corregir mientras duermo. Nunca he fallado en tener todo arreglado al otro día. ¿Entiendes? - Sí, por supuesto. - Por supuesto que no. Gracias por mentirme, eso me confirma que eres real. – Sin darme tiempo en contestar siguió – Fue mi imagen en un ventanal de una tienda de Hamburgo la que me dijo la verdad. Era invierno y volvía del trabajo. Todos los días pasaba por ahí para verme, medirme, así entendí que días buenos y días malos eran iguales porque siempre era otro al 72
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que miraba en le reflejo. Con el tiempo cada vez me detenía más frente al ventanal y cada noche me costaba más dormir bien. El esfuerzo de volver a ver ese primer reflejo me estaba consumiendo. Compré un espejo, ese que tapé para usted y me despedí de la calle. Dejé de trabajar para dejar las angustias y mis ideas volvieron a estar en orden, tenía buenos ahorros. En un diario llevaba las cuentas desarrollando un modelo matemático que hiciese medible el desarrollo de mi estado. – Suspiró de nuevo y de un salto se puso a gritar - ¡Pero el sexo! Ella era magnífica y empezamos a salir, a jugar y las notas se fueron quedando atrás. Cuando supo de mis notas, no dijo nada más que así debía ser si eso implicaba que fuese así de perfecto. Mi imagen en sus ojos fue más importante para mí que la del espejo y así casi lo pierdo todo. – Volvió a sentarse – Me dejó en un café con mi taza fría. “Haz cambiado y ya no te amo” me dijo y me derrumbé. Huí y llegué a esta isla después de recorrer mucho, despachando al espejo y anotando en mi cuaderno. Estaba empeñado en salvarme, porque la grandeza se puede quedar con uno si uno quiere. Maisha en la aldea casi me pierde de nuevo. ¡Sexo! Aquí lo olvidé, casi todos los días, porque a veces pienso en él cuando veo las luces de la aldea a lo lejos. Un par de veces, al principio bajaba para aprovecharme de sus costumbres. Un día lo hice con una joven y me aterró pensar que podría ser mi hija, algo familiar había en ella que me llenó de terror y nunca más volví. No soy como ellos. - Y se perdió del mundo hasta que se topó conmigo. 73
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- Sí. No sé más de lo que sé y eso es perfecto. – Fue a otro rincón y me trajo un cuaderno – todas mis ideas están aquí. ¿Qué haces? ¡No las puedes leer! - Para eso está escrito supongo, para leerse. - No. Son un ejercicio, nada más. Ni siquiera yo las leo. Si las lees, pensarás sobre ellas y querrás conversar, no querrías partir y eso ¿cuánto me costaría?. Cuantas líneas rojas y azules que nivelar. ¡Tendría que tomarme el curare! Te lo muestro para que entiendas. - Que usted Hans no está loco. - Exacto, que no estoy loco. Que entiendas que cuando me vaya a acostar y me despida de ti, espero no verte en la mañana y que no dejes nada. Aprendí a no soñar, pero no es ciencia y soy humano. Me hiciste nombrar a Maisha, recordar Hamburgo, pensar en sexo. Cualquier cosa me puede cambiar y tú has removido mucho. ¿No ves que el espejo no se puede ver desde la cama? Otros yo esperan tomar mi lugar. Mira –me mostró un termómetro – aprendí a mantener la temperatura siempre pareja para que todo siempre sea igual. Es una batalla diaria, pero la perfección vale el precio. Si no fuese por ella te habría matado antes de hacerme hablar. – Desenfundé el revólver como un idiota y Hans se largó a reir – ¡Ves! Ahora eres 74
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amenazante y por mi culpa te verás distinto cuanto te busques en un reflejo. Solo puedes decirte tú quién eres, lo que está afuera no son más que sombras. – Se puso a bailar frente al fuego – Curare, curare, curare – cantaba – Alfonso, toma comida para el camino y dale un fuerte apretón de manos al padre Juan. Curare, curare, curare. Dile que a lo mejor me mataste y que yo te dejé vivir. Curare, curare, curare. Que si muero mañana le agradezco que no haya repetido sus visitas. Curare, curare, curare. Y si vivo, que no vuelva por esta colina. Curare, curare, curare. Besa a Maisha, pero no le digas por qué. Adiós. – Se perdió en los fondos oscuros de la cueva dejándome solo – Curare, curare, curare – fue el canto que oí cada vez más débil sin atreverme a pegar un ojo.
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Julio Iglesias “¿Tú eres la periodista encargada de cubrir el Festival para la Revista Paula? Aquí tienes tu credencial para entrar a la Quinta Vergara”, me dijo el Director de Prensa del Canal que transmitía el Festival de la Canción el año 1981. -¿Con quién debo hablar para concertar una entrevista con Julio Iglesias? -Tienes que hablar directamente con su manager. Te advierto que será muy difícil conseguir una entrevista con el cantante. Están todos los periodistas tratando de acercarse a él y tengo entendido que no quiere enemistarse con los medios si la concede a algunos solamente. Ellos son de la idea que “a todos o a nadie”. Lo dijo con cierta complicidad ya que él como periodista también había estado en situaciones parecidas 80
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en Festivales anteriores, antes de ser nombrado Director de Prensa ese año. -Aquí tienes el nombre y el teléfono para que llames a su asistente. Es todo lo que puedo hacer para ayudarte. -Es que no sólo tengo que entrevistarlo sino que me han pedido que debo conseguir que se ponga una camiseta que dice PAULA para sacarle una foto para la portada. Y el cierre de la revista es pasado mañana. Tal como me había advertido mi colega, no me fue bien con el representante del divo a pesar de mi insistencia. -Lo siento Señorita pero este año está más controlado el acceso a la prensa. Dicen que este Festival de Viña nunca podrá ser superado debido a la gran cantidad de artistas famosos que estarán sobre el escenario este año. Julio Iglesias, José Luis Rodriguez (El Puma), Miguel Bosé, Luis Miguel... Imposible volver a reunir tanto talento en este escenario. -¿Qué vamos a hacer, Carmen? le dije a la fotógrafa de la revista que me acompañaba en mi misión imposible. “Algo se nos tiene que ocurrir para lograrlo” agregué. -Sabes, mañana estamos convidadas a un cóctel comida en honor a Julio en casa de Juanito Yarur en Reñaca. Están 81
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invitados miembros de la prensa y personajes de la farándula local. Quizás algo podamos hacer ya que Julio está alojando ahí. Llegamos muy puntuales. De alguna forma íbamos a lograr nuestro objetivo. Mientras esperábamos que hiciera su gran entrada el divo, estuvimos paseándonos por el jardín y la terraza observando cada ventana y acceso a la casa. Había guardias de seguridad. Entramos a la casa con el pretexto de ir al baño de visita. Mientras esperaba a Carmen a que saliera del baño pude observar que no había guardias a los pies de la gran escalera en el hall de entrada que subía al segundo piso. -“No Carmen, no vuelvas al jardín”, le advertí cuando la vi salir del baño dirigiéndose a la puerta de la terraza. “Y no me preguntes nada. No hay tiempo. Sígueme,” le ordené. “Vamos a subir con mucha calma para no levantar sospechas”. Al llegar arriba entramos rápidamente al primer cuarto que encontramos y cerramos la puerta con mucho cuidado de no meter bulla. Yo observé desde la terraza a la hora del cóctel, que en el segundo piso de la casa había un balcón largo techado en madera y que éste daba la vuelta por el exterior alrededor de toda la planta alta de la casa. Parecía ser que las habitaciones tenían salida al balcón. -“Mira”, le susurré a la fotógrafa, “esta pieza sí tiene salida al 82
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balcón largo que vimos desde abajo. Quizá desde ahí podamos ver en qué pieza se aloja Julio”. -“Fíjate que todas las puertas de acceso a las piezas son vidriadas. Podemos ir despacito y miramos hacia adentro hasta encontrar su pieza”, le dije en voz baja mientras sentía escalofríos de nervios. -“Y si nos descubren van a llamar a los guardias y a los carabineros”, me repetía Carmen con voz entrecortada. Me pasó por la mente, como un paréntesis entre el tiempo apresurado, la posibilidad de ser descubiertas. Me vi en un chispazo entre segundos, retratada en las portadas de los diarios del país. Y eso me pareció peor a que nos llevaran detenidas. Me sentía presa de un pánico y risa nerviosa que me costaba controlar al darme cuenta lo que habíamos hecho. ¡Qué impertinencia! -“Ya. Un dos tres, vamos”, le ordené nuevamente. “No había tiempo que perder. Era ahora, YA o nunca. Igual no podemos echar pie atrás. ¿Cómo vamos a bajar por las escalas? ¿Con qué excusa vamos a poder salir de aquí?, me cuestionaba entre carcajadas ahogadas por los nervios. -“Anda tu primero”, me dijo Carmen con cara de terror y risa nerviosa sofocada. 83
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Sigilosamente, en la punta de los pies, para no meter ruido avanzamos por el corredor. En la habitación contigua a la que nosotros ingresamos, encontramos a Julio Iglesias sentado solo y dormitando en un sillón. -“Carmen, es él. Está solo”. Me acerqué a la ventana y di unos golpes despacito en la puerta de vidrio. Abrió los ojos sobresaltado. Le tomó unos segundos enfocarse dónde estaba y luego se levantó del sillón y con una encantadora sonrisa nos abrió la puerta como si nos estuviera esperando. -“Pero vosotras chavalas de dónde habéis caído. Del cielo acaso me han caído estas bellezas. Entrad, entrad. Por qué os quedáis ahí paradas! ¡Hombre, vamos! ¡que os han cortado la lengua acaso!”, nos dijo con un gesto de bienvenida, con una reverencia, mientras sujetaba la manilla de la puerta. Estábamos pasmadas. No atinábamos, no atábamos cabos, como dos colegialas recién salidas del colegio de monjas. -“Es que… Julio, perdón. Es que soy periodista y me han pedido que te hagamos una foto con esta camiseta para ponerla en la portada de nuestra Revista”, Mientras se lo decía le mostraba la polera con el nombre PAULA impreso y el último número de la Revista. “La verdad Julio es que, si no llegamos con la foto tuya luciendo nuestra polera, puede que me cueste el puesto”. 84
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-“Hombre, no faltaba más. Pues claro que me la pongo, Por vosotras yo haría esto y mucho más”, me dijo mientras se desvestía de la cintura para arriba con una agilidad asombrosa. Ahí estábamos las dos con el cantante más famoso del mundo con el torso desnudo y riéndose a carcajadas. Una vez que se puso la polera posó frente a la cámara con soltura y naturalidad y su seductora sonrisa característica. -“No te quitamos más tiempo Julio. Nos vamos. Y perdona la intromisión. Estamos tan agradecidas. Eres mucho más guapo y más simpático de lo que podíamos llegar a imaginar. Qué te vaya bien en la Quinta Vergara. Estaremos en los asientos de prensa cerca del escenario, aplaudiéndote a rabiar y...”. No alcancé a terminar mi discurso de agradecimiento cuando en un segundo me cogió de la cintura y me dio un abrazo apretado poniendo su mejilla junto a la mía. La fotógrafa miraba atónita, muda, pasmada y congelada. -“Sácame una foto Carmen. ¿Qué esperas jetona?”, le grité. Mi compañera como si hubiera despertado de un sueño soporífero, reaccionó rápidamente, enfocó su cámara y nos inmortalizó. Nos despedimos con abrazos y besos. Al salir de su cuarto no nos importaba que nos llevaran presas. Bajamos tan raudas y pisando fuerte como si fuéramos invitadas VIP. 85
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Nadie nos detuvo. Nadie cuestionรณ nuestra presencia en su habitaciรณn. La foto con Julio Iglesias la tengo ampliada, cual trofeo de juventud en el salรณn de mi casa.
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Un accidente - ¿Por qué vamos en este jeep de nuevo, ahora que está oscuro y lloviendo? pregunté desconcertada puesto que habíamos vuelto cansados de un paseo por la montaña con frío y lluvia. “¿Pero a dónde vamos a estas horas?” Silencio total en la oscuridad de la noche dentro del vehículo. -“Pero si aún nos quedan dos días en el Lago Elizalde antes de regresar”, agregué confundida. -“Muy bien, eso es” dijo mi cuñado quien iba conduciendo, como si mi comentario fuera inesperadamente acertado. Mi marido, en el asiento del lado del chofer, iba mudo. -“Tuviste un pequeño accidente y vamos al hospital” le oí 88
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decir a mi cuñada sentada a mi lado en el asiento trasero del jeep. “¿Por qué me llevaba aferrada, mi cabeza afirmada en su hombro con tanta fuerza?” El paño que presionaba mi frente estaba húmedo. Miré de reojo y era rojo. “Pero, por qué me sujeta la cabeza si lo que me duelen son las manos”, pensé. Mi cuñada trató de moverme para poner mi cabeza en su falda. -“Por favor no me muevas… mis manos... no me muevas”, gemí. Los tres pasajeros discutían cómo llegar, por dónde doblar. El pueblo de Coyhaique a esa hora estaba desierto. -“Ahí, ahí está”, dijo mi marido. URGENCIA decía el letrero. Luces fosforescentes, ambulancias frente a la entrada. El dolor era intolerable mientras me bajaron del jeep para subirme a la silla de ruedas y luego para recostarme en una camilla. Un lamento de un hombre en el cubículo del lado separado por una cortina: “No me toquen, me duelen las costillas donde me acuchillaron. Me asaltaron, me quitaron el celular y mi billetera”. -“Hay que coserle la frente para que pare de sangrar y luego hacerle un scanner de cerebro”, le dijo el doctor de turno a mi marido después de examinarme. No sentí los puntos hechos sin anestesia. El dolor en las manos repletaba mi capacidad para sentir otros dolores. 89
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-“Tendrá que quedarse en esta camilla toda la noche porque no hay camas disponibles” dijo el doctor. Mi marido se sentó en un piso en el pasillo para no dejarme sola en el hospital, mientras las puertas que daban al frío de la noche se abrían y cerraban con cada herido que llegaba. A las cuatro de la mañana, me llevaron por corredores laberínticos a un un edificio más antiguo que el de Urgencia. -“Y, mi marido, dónde está”, imploraba yo, “Quiero avisarle, quiero que sepa dónde me llevan”. No lo volví a ver hasta el día siguiente al mediodía. Me instalaron en un dormitorio con varias camas entre dos mujeres que dormitaban sin moverse. En cuanto hubo luz en la habitación, luego de tres eternas y aterradoras horas, pude ver a mis compañeras. Las dos de semblante verde, mirando el techo, no tenían energía para saber de mí. Una auxiliar apareció para repartir una taza de leche caliente con pan. -“A levantarse señora para su aseo”, me dijo la auxiliar. -“No puedo moverme, tengo los brazos y las manos quebradas”, contesté. “Necesito una chata por favor”. -“Lo siento señora. Aquí somos una persona para veintisiete 90
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enfermas. No hay atención personalizada. Esto no es ná´ el pensionado. ¿Usted tiene Isapre? Pida que la cambien”, me dijo la auxiliar y se fue. En cuanto se marchó, mi compañera del lado derecho me miró compasivamente y mientras con gran esfuerzo trataba de levantarse, me dijo: “Yo le empresto mi taza y mis cubiertos, señora. No se preocupe”. A las once de la mañana se presentó el doctor de turno que afortunadamente era traumatólogo. “Hay que operar cuanto antes para fijar los huesos si quiere viajar a Santiago. Operación con anestesia general. Al cabo de veinticuatro horas de la operación puede irse. Las horas de visitas son a las 8:00, a las 12:00 y a las 17:00 horas. Algún familiar tendrá que ayudarla en sus necesidades básicas y para darle la comida en la boca”, me informó antes de marcharse. Los doctores de la Clínica Alemana a quienes habían consultado mis hijos en Santiago, corroboraron que no podía viajar sin que se efectuara la operación a la que estaba a minutos de someterme. -“Tengo que vivir un día a la vez”, pensé en ese momento. Recordé la oración de Santa Teresa de Ávila: “Nada te asuste, nada te espante... Todo pasa”. “Esto también va a pasar” me decía a mi misma sin parar. Recé invocando a mi Ángel de la 91
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Guarda y al Espíritu Santo para que iluminara a los doctores que estaban con cuchillo en mano en la sala de operaciones. -“Estoy soñando”, pensé. De otra manera, “¿qué hacía yo en el hospital de Coyhaique a punto de que me adormecieran con anestesia general, con doctores desconocidos y sin poder escapar”. Se me pasaron por la mente las imágenes de la Serie de la Tauromaquia de Goya que ví en el Museo de El Prado en Madrid. Cuando el delirante artista pintaba a los humanos con cabezas de monstruos taurinos. De vuelta de la operación desperté con las manos enyesadas desde los dedos hasta más arriba de los codos. No podía moverme, no había a quién llamar. Las horas dejaron de transcurrir. Se deformó el tiempo. Mi compañera de cuarto, la del lado izquierdo, tenía una radio a pilas pequeña puesta en la oreja y oía cumbias mientras miraba fijo, como ausente, hacia la ventana. -“Si estoy oyendo esta música quiere decir que estoy viva” pensé. A mi derecha, la señora estaba con mejor semblante. Llevaba mucho tiempo internada. Se ponía collar y aros por la mañana. Sus familiares se turnaban para visitarla los domingos. Eran colonos y sus tierras quedaban lejos. “No podemos dejar a los animalitos solos”, me explicó. Esto me producía una 92
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ternura indescriptible y me consolaba. Durante el tiempo que transcurrió en esa sala común las únicas visitas fueron las mías. Una hora tres veces al día. Entre las consultas obligatorias a las que tuve que acudir en el hospital de Coyhaique estaba indicada una visita al oculista para asegurar que no había daño en el ojo izquierdo. Al caer de cabeza, el anteojo se me incrustó en la frente y me quebró el hueso que rodea la cavidad ocular sobre la ceja. Mi marido empujó la silla de ruedas por pasillos enmarañados hasta llegar a Oftalmología. Había alrededor de cincuenta pacientes esperando su turno. La sala de espera estaba organizada en filas de cinco asientos separadas por un pasillo. A medida que se desocupaba el primer asiento todos avanzábamos un puesto hasta llegar al comienzo de la fila para ser atendido. El hombre sentado a mi lado estaba esposado y escoltado por un gendarme. Resultó ser el hombre que había apuñalado al herido que gemía en la camilla del lado en Urgencia la noche anterior. Mi marido que había leído la noticia en la prensa local lo reconoció. Cuando se cumplieron las veinticuatro horas de la operación quisimos irnos a un hotel y esperar ahí para tomar el primer vuelo de las 7:30 de la mañana del día siguiente. Con horror fuimos sorprendidos con que ningún doctor se quería responsabilizar en darme el alta. El traumatólogo, el oculista, el neurólogo, el maxilofacial, cada doctor daba el alta en su 93
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especialidad solamente pero nadie estaba dispuesto a asumir al enfermo integralmente. Una situación insólita y absurda que demoró cinco horas en resolverse. Tuvimos que acudir a personas influyentes para que intercedieran con el Director del hospital. La única explicación parecía ser el temor reverencial que tienen en provincia al juicio de las clínicas privadas de Santiago. Al día siguiente partimos al alba, oscuro, al aeropuerto de Balmaceda, a una hora de distancia de Coyhaique, para tomar el vuelo ¡con escala en Puerto Montt! Teníamos que llegar al aeropuerto con cierta anticipación para lograr embarcarnos en ese vuelo ya que la tarde anterior no fue posible confirmar el cambio de reservas por teléfono ni por internet. En la mitad del camino, un humo negro que salía de la rejilla de la calefacción del jeep nos envolvió. Nos ahogábamos. Detuvimos el motor y esperamos a orillas del camino. Una camioneta del hotel Loberías del Sur se detuvo sigilosamente. Nos informó el chofer que iba a buscar pasajeros al aeropuerto pero que por razones de seguro no les estaba permitido llevar personas ajenas al hotel. Yo, que había conseguido mantenerme serena desde el accidente hasta ese momento, sobrepasada solté un aullido que emergió desde mis vísceras. Implorante y autoritario a la vez. A lo 94
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que el chofer respondió: “Súbase usted señora pero con sólo un acompañante nada más”. Llegamos al aeropuerto con el tiempo justo para conseguir embarcarnos. En Santiago nos esperaba uno de mis hijos quien se emocionó al verme llegar en silla de ruedas, con el lado izquierdo de mi cara con cicatrices y moretones azul y rojo. Nos fuimos directo a la Clínica Alemana donde ingresé para hacerme los exámenes pertinentes para la operación al día siguiente. Durante tres meses permanecí en mi departamento con una persona encargada de asistirme desde la mañana hasta la anoche. Luego otros meses en recuperación con kinesiólogos.
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Melipilla
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La copa Estoy cansada de que todos me toquen y que me manoseen. Manos chicas, manos grandes, manos con olor a pucho y también manos lindas y femeninas con las uñas pintadas con diseños. Si yo pudiera elegir, eligiría esas manos grandes y suaves que me acariciaron ayer. Eran calentitas y fuertes, pero al poco rato me dejaron tirada y sola en la terraza. A veces me pregunto quién soy. Estoy hecha de material noble. Soy trabajólica, trabajo todos los días. A veces me toca viajar por trabajo. Así he conocido muchos lugares bien lindos de mi país. Todos los días conozco gente nueva, mujeres, hombres, viejos, jóvenes, gente linda y otras no tanto, personas alegres y otras tristes. Estoy segura sería muy buena sicóloga con todo lo que he visto y escuchado. El ser humano es tan raro, tan especial. 100
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Vivo para dar alegría a los demás, pero a veces no sé si se dan cuenta de mi labor. Estoy siempre lista. En los eventos y celebraciones no puedo faltar. Algunos me saludan con cariño, pero la mayoría me agarran y no me sueltan hasta el final de la fiesta. Como si me pudiera arrancar. Todos necesitan de mí. Me buscan desesperados, hasta que me encuentran pero casi siempre me usan y me dejan por ahí toda sucia y olvidada. Hace un par de días se me acercó una mujer llorando, me tomó del cuello, me miró con unos ojos vidriosos un poco idos y vació en mí algo muy frío que después tiró en la camisa blanca del hombre que la acompañaba. “Imbécil, le dijo, nadie se ríe de mí”, y se fue. Y yo que no tenía culpa ni entendía nada, quedé sola en el comedor totalmente empapada. A veces me aprietan con tanta fuerza que pienso me van a romper, otros me toman con cariño y siento sus labios como una cosquilla, como si me besaran, algunos más bruscos me muerden como si quisieran sacarme un pedazo y los más brutos me chupetean. Me dan un asco. Al final del día termino sucia, opaca y pegajosa, lista para la ducha. En algunos eventos, cuando todos se van, aparece una amiga amable que me permite lavarme con agua caliente, pero la mayoría de las veces nos meten en un baño colectivo apenas 101
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quitadito del hielo. Nos pasan una esponja y jabón con olor a lavanda, que me carga. Así nunca quedo como a mí me gusta. Parezco del montón. Yo soy de buena familia, de familia europea y me gusta estar reluciente. Que a nadie se le ocurra decir nada de mi presencia. Hoy nos tocó ducha caliente porque mañana tenemos matrimonio. Vamos todas de vuelta a Santiago en la camioneta azul. Me estoy quedando dormida. Me recuesto en mi compañera y me doy cuenta que tiene un piquete y que hiere mi cara. Ya es tarde. Mañana ninguna de las dos estaremos para el brindis.
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La niñita saltarina Cuando llega la primavera, todo se vuelve mas verde, los pájaros cantan, las flores se abren para saludar al sol y todo el mundo parece estar sonriente y feliz. Esa mañana, el campo estaba cubierto de un silencio, donde se podía escuchar la conversación de la naturaleza. Era un día de sol y paz. La abuela, pasó a buscar a sus nietos, Juanito y Sol, para salir a caminar como lo hacían casi todos los días. “Espera”, dijo Juanito, “tenemos que llevar pan para darle a los patos de la laguna”. La verdad era, que en el tranque había un solo pato y más de 20 gansos, pero ellos insistían que eran todos patos. Y si los patos grandes, como ellos llamaban a los gansos, los correteaban, era porque se les 104
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había olvidado llevarles comida, y eso era un problema inmenso porque se ponían muy bravos. Y así partieron, con una bolsa cada uno para los patos, Juanito en su bici y la Sol empujando su choche de muñecas. Los seguían, el Roquero, el perro de Juanito y el Edi, el gato de la Sol. Por el camino, la abuela aprovecharía de cosechar algunos limones y mandarinas. Los niños iban muy contentos jugando y cantando. Al llegar a la orilla del tranque comenzaron a tirar migas de pan y todos los gansos se acercaron aleteando y metiendo mucho ruido. Los niños les prometieron volver al día siguiente con un poco del queque que estaba haciendo su mamá, porque Juanito estaba seguro que el pato chico estaría de cumpleaños. Antes de volver a la casa, dieron la vuelta al tranque, pues al otro lado había un manzano, con unas manzanas exquisitas y la abuela les había prometido que les haría un apple strudel. A ellos les encantaba subirse al manzano para ayudar a cosechar, así que partieron corriendo para allá. Pero algo los detuvo. Tendida bajo el manzano, había una niñita que nunca habían visto. Juanito corrió a su lado. Ella se paró y comenzó a saltar. Estaba asustada, pero Juanito se le acercó, la tomó de la mano y le ofreció una manzana. La aceptó, pero no se la comió. No hablaba nada, solo saltaba y saltaba de un lugar a otro, hasta 105
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que cayó rendida bajo el manzano. Estaba muy pálida, casi verde. “Lelita, parece que está enfermita, porfa llevémosla a la casa y llamamos al doctor”. La abuela se acercó a la niña para ver si tenía fiebre. Estaba muy fría y notó en sus ojos una enorme pena. Todos se acercaron a ella para darle calor. Juanito no le soltaba la mano y la Sol le prestó su muñeca. El Roquero y el Edi también estaban pegaditos a su lado, dándole calor. Le cantaban “duérmete mi niña, duérmete mi amor”. Cuando la “niña saltarina”, por fin se durmió, la abuela llamó al tata para que los viniera a buscar en la camioneta. Antes que llegara el abuelo, apareció saltando un sapo grande de muchos colores, muy lindo. Se paró frente a ellos y miró a un lado y al otro. Cuando vio a la niña dormida, comenzó croar y a dar saltitos de alegría. De un salto llegó a la niñita y le dio un beso. La niña se estremeció y comenzó a moverse. En el cielo apareció un rayo de luz como un arco iris y de pronto la niñita se convirtió en un sapito tricolor precioso. Los sapitos se abrazaron y saltaban de alegría. Hicieron un gran saludo con la cabeza y se fueron saltando al tranque donde fueron felices para siempre. Y colorín colorado este cuento se ha acabado. 106
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Mi primera vez Guau...no será mucho hablar de eso! Además puede ser, sin mucha novedad, susto o a escondidas. Pertenezco a la época en que no se probaba la torta de chocolate antes de casarte. Era todo un tema salir del baño en camisa de dormir y decir por ejemplo “estaba fría el agua”...pero ahí no más quedará este cuento y la imaginación puede viajar a donde quieran. De esa primera vez nació una linda familia lejos de Santiago. A orillas del Lago Ranco, en una casita encantadora pintada de rojo vivíamos felices. No necesitábamos mucho, no teníamos luz, ni lujos. El camino era pésimo pero nuestra puerta pintada 108
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con flores se abría y acogía a los lugareños y a los turistas que llegaban a vernos. Era un lugar idílico en que pasamos la etapa de crianza de los niños. Un día se nos vino la necesidad de colegio para los niños y arrendamos un depto. en Osorno y matriculamos a los dos mayores en el colegio Francés. Al poco tiempo me di cuenta que había sido una mala decisión. Estar sola con los niños que pasaban enfermos era, sin duda, un error. Después de un semestre, varios resfríos, muchas pestes y piojos, los saqué del colegio y volvimos al campo. Me conseguí unos programas de estudio y por “primera vez me convertí en profesora”. Teníamos una rutina diaria. Poco tenía que ver con el programa. Hacíamos palotes, gimnasia, cantábamos, huerta y juegos. Poco a poco los palotes se fueron convirtiendo en letras y las letras en palabras. Fuimos jugando con los números y aprendimos a sumar y restar con terneros y vacas. Así estuvimos casi dos años. Después de esos años entraron a una escuela con número, donde aprendieron a socializar con niños más sencillos y a conocer la vida desde otro lado. Después, de otros dos años volvimos a Osorno y finalmente a Santiago, donde todos se convirtieron en hombres y mujeres sencillas, profesionales, 109
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amantes de la naturaleza, buenos deportistas y muy buenos cantantes. Esa fue mi primera y Ăşnica vez como profesora y dio buen resultado. Por otra parte, me encanta la torta de chocolate.
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Miedo irracional Tres intentos de despegue y el avión no tomaba altura. Claramente estábamos en tierra y despegar había sido un intento fallido. Nos mirábamos entre los pasajeros con cara de “qué raro” hasta que se escuchó el anunció del capitán: “Estimados pasajeros por un desperfecto en el avión deberemos esperar un tiempo antes de poder retomar el vuelo”. El avión se volvió un “avión terrestre” por casi 3 horas. Pasadas esas 3 horas, nos comentan que una vez que den la orden de apertura de pista, vamos a despegar. Así fue, despegamos sin problemas. Pasó el rato, ya en vuelo y logro enterarme de que la falla había sido una manguera hidráulica cortada. En ese momento 114
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empecé a sentir inseguridad de estos monstruos que yo consideraba indestructibles. Me fui el vuelo completo hasta Miami aterrada. Ponía los pies en el piso del avión y la sensación de que no estaba en tierra me aterraba. Realmente fueron 8 horas desagradables. Muchos años después fue el accidente arriba de un ascensor, donde caí varios pisos y salí caminando, fracturada casi por completo, pero caminando. Si pensaba que ese vuelo había sido de terror, el ascensor era la peor pesadilla posible porque pensaba que ahí mismo se terminaba mi existencia. Meses después de haber salido viva de esa caja de metal china, me subí a un avión. Previo a ese viaje, había hablado con mi psiquiatra porque pensaba que iba a ser la película de terror en vivo y en directo como primera persona, me recetaron una dosis de ansiolíticos y otras drogas que me dejaron como una babosa. Todos sabemos que los remedios no son para siempre y que las dosis se absorben en el cuerpo, cuando eso pasó, miré la cabina y sentía que esto era un juego de niños. 115
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Primer tramo: Santiago – Barajas. Segundo tramo: Barajas – Roma. Tercer tramo: Roma – Bari. Con cada tramo, el avión era cada vez más chico, donde cada nube era una turbulencia segura. Me fui leyendo como si estuviera en el living de mi casa. Esas vacaciones fueron agradables igual que las otras que habíamos pasado en familia, se terminaba el descanso, había que volver. De Bari a Roma el avión era una caja de fósforo, de Roma a Barajas era el mismo modelo de avión. Previo a subirnos, nos preguntan insistentemente si queríamos mandar el equipaje de mano por carga sin costo adicional. La respuesta fue “no” en múltiples ocasiones, porque como siempre dice mi mamá “en el bolso de mano siempre hay que llevar lo fundamental y que esté a tu alcance”. Nos subimos a la caja de fósforo con alas y despegamos… despegamos, pero no tomábamos altura. La tripulación alterada, los pasajeros desesperados y yo mirando con cara de “qué tiene esta gente”. Miro mi reloj y me da la agradable información que solamente íbamos a unos metros de altura. Ahí entendí el pánico de la gente, pero no me inmuté, dije “si sobreviví a un ascensor, esto no es nada” y me puse a 116
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tranquilizar a las personas. Una vez en Barajas, las personas se arrodillaban a la entrada y daban un beso al suelo como cuando el Papa llega a un país. En mi cabeza no entendí ese miedo, porque ya había pasado por algo peor sola. Hoy en día, cuando viajo, me voy tan relajada que por lo general no siento las turbulencias. Ese antes y después del ascensor hizo que muchos de mis miedos se esfumaran y estoy agradecida en parte por haber dejado de lado situaciones que me generaban ansiedad.
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El peor viaje Estábamos en el departamento y lo primero que pasó fue una discusión con Marcos. Resulta que después de 4 meses debía adivinar que él quería salir oficialmente conmigo pero se enojó porque yo estaba saliendo con otra persona. “Pelotudo, ¿acaso tengo que adivinar que después de mi viaje a Buenos Aires tenía que saber que en enero me ibas a decir en mi casa que estabas enamorado de mí siendo que te lo dije yo en octubre y tú dijiste nada? Te molesta que tenga vida personal, cuando se te antoja salir con el papel de hombre despechado... y dicen que las mujeres son las complicadas. No quiero escuchar más de esto.” Siete y media de la mañana y este pelotudo no encontró nada mejor que despertarme con un apretón en los pies. Según mis 118
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cálculos, podía despertarme perfectamente media hora después y andar con tiempo de sobra. Me levanté y ofrecí desayuno… lo que recibí fue un “cualquier cosa está bien”, siendo que había comprado diferentes tipos de acompañamiento para el pan, más me reventó la actitud. Salimos finalmente a Casablanca y Marcos se iba con su maleta porque ahora había decidido que iba a quedarse en Pirque en la casa de otro pelotudo. Pasamos a buscar a Valeria, que era completamente ajena a la discusión. Se subió al auto con su felicidad clásica y ofreció diferentes tipos de queques y dulces. Vamos a Casablanca, a un viaje que no me interesa porque no tomo vino y tampoco me ofrecí a hacer de chofer. El camino estaba increíblemente pesado, lleno de autos, camiones, y de gente que se ganó la licencia en la cajita de cereales. Por lo que pasé a la fase de concentración total. Escuchaba que hablaban pero la verdad es que entre mi furia, por la discusión, el hecho de que me despertaran, ir a un lugar que no era de mi interés y la congestión, preferí hacer oídos sordos a una conversación que era solamente relacionada al vino. 119
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En la primera viña ya me sentí más furiosa porque me preguntan si soy el chofer de una empresa que traslada extranjeros al lugar. El guardia no tenía la culpa pero era otra gota más que me sacaba de mí. Pensé en quedarme en el auto pero la temperatura estaba subiendo y no tenía ganas de estar con el motor encendido 2 horas, solo para hacer uso del aire acondicionado. Así que a regañadientes me bajé. Segundo momento en menos de 20 minutos que mi furia seguía subiendo, se acerca una persona de la viña y pregunta para cuántos es el tour — “Para 2 personas, ella no está incluida” — dice Vale. Reconozco que pensé en tomar mi auto e irme a la casa de mis papás y que ellos se las arreglaran como quisieran en Casablanca pero Vale no era la culpable del 90% de mi enojo. En un momento, Vale dijo que iba al baño y pensé “este es mi momento”. Al interior del baño le cuento la discusión que habíamos tenido anoche con Marcos y me miró con cara de “ahora entiendo todo” y me dijo “tranquila amiga, que esta no la saca gratis”. Al menos algo de apoyo tuve. Después de la visita donde la guía me incorporó sin cobrarme un peso porque hablaba inglés y eso la ayudaba con sus turistas ingleses, nos sentamos en una mesa donde cada uno tenía 6 copas de vino. Yo solo pedí agua porque estaba manejando. Termina todo el proceso que para mí es desconocido y nos 120
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vamos a la segunda viña, pero antes de eso, los veo a los 2 caminando un poco chuecos y riéndose más de la cuenta. “Par de curados” fue mi comentario verbal y no verbal en más de una oportunidad. Llegamos a la segunda viña y no había nadie, ni un auto estacionado. Hacia calor y dejé un poco abiertas las ventanas para que se ventilara el auto y no se volviera un horno. Resultó ser que estaba cerrada por remodelaciones. Ahí es cuando sale el plan B de Vale y me da la dirección de la tercera viña. Llegamos a un lugar precioso, dejé al par solos y yo me puse a comprar agua, alfajores artesanales y caminé por el lugar. Mi paseo era claramente más entretenido que el de ellos porque no tenían reserva y los trataron como seres extraños. En un momento dado, me siento con ellos y mientras comía mi alfajor, Vale empieza a hacer comentarios que eran a mi favor y contra Marcos. Había llegado mi hora de desquitarme por todo. Esto tuvo como resultado que Vale se fuera de copiloto y Marcos atrás, solo. Tenía que ir a dejarlo a Pirque, porque por mucho enojo, no lo iba a dejar en la mitad de la nada, sobre 121
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todo sí es argentino en Chile en medio del estallido social. El camino a Pirque se me hizo eterno. Lo sufrí en cansancio. Llegamos a la parcela del idiota número uno (al menos para mí así es como lo tengo en mi cabeza) y veo que tiene auto nuevo. Lo miré antes de estacionar y dije “linda la cosa y él me molestaba por ser ‘cuica’ y andar en auto nuevo, y resulta que él se mueve en un auto bastante más caro que el mío… lo que es ser idiota”. Una vez estacionada, sale este personaje de su casa y saluda a todos con calidez excepto a mí, no fue raro porque siempre ha existido esa rivalidad. Una vez adentro, nos invita a pasar y estaba haciendo un asado, donde ofrece cervezas y además donde se encontraba una persona que trabajaba conmigo. Todos en su mundo de fiesta y yo mirando con odio esta situación, asumo que se me notaba el fuego en los ojos. Era momento de salir o alguien iba a terminar en la parrilla a manos mías. Vale y la otra persona que estaba, me preguntan si los puedo dejar en el camino, lógico que sí, yo ando en auto y ellos a pie… además de que mi mamá me enseñó a ser educada y tener principios. 122
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Salimos de ahí y en una calle, en un barrio que desconocía empiezan a correr múltiples encapuchados y los autos en contra del tránsito. Mi mente: ok, esto no es normal y alguna situación de peligro hay más adelante. Piensa rápido, que si atropellas a uno, me matan aquí mismo. Miro y estaban quemando un furgón de Carabineros a menos de 10 metros míos, venía el guanaco. Tomo el control del sistema de viaje de mi computador del auto y hago una búsqueda rápida en tiempo real de las calles, veo el sentido y empiezo a salir por donde fuese hasta que nos acercamos a Ñuñoa. Ahí se bajaron mis acompañantes porque es donde viven. Debía seguir sola hasta la punta del cerro, literal, en Las Condes y todo Santiago era una protesta masiva. Seguí haciendo uso de mis conocimientos hasta que llegué sana y a salvo. Finalmente, todo lo vivido llevó a que yo hablara con quien salía, le expliqué y dejamos de salir, a los 3 días mantenía una discusión a besos con Marcos donde le dije que se olvidara de volver a dejarme.
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El Zoo En las visitas al zoológico hay una ley: la 1ra vez es lejos la mejor, y en adelante cada vez la experiencia será peor que la anterior. Aquí estoy, 35 años de edad y la misma cantidad en kilos de sobrepeso, manos en los bolsillos y cabeza gacha, enfrentando mi tal vez 10a visita a estos lugares, resignado en la fila para comprar las entradas del zoológico, mientras mi esposa y mis hijos esperan ansiosos en la sombra. Con mi mirada en lo que alcanzo a ver de mis zapatillas deportivas, voy enumerando los pecados no confesos que me llevaron a ofrecerme como voluntario a esta animosa espera, rodeado de entusiasmo y expectativas, comenzando por la caña que me tiene encuevado en mis lentes de sol. 128
Francisco del Campo
Me distrae la gente de delante, una suma de 6 u 8 niñas y niños cuyas edades no me interesan, liderados por la mamá/ tía buena onda que invita a hijos y sobrinos a este lindo día de paseo en familia. Rubia, teñida, bronceada, uñas de manos y pies pintadas con el mismo diseño y esmero, oro y plata en aros, pulseras, anillos y cadena. Cerraba su despampanante presencia unos jeans y blusa azul muy ajustada y una prominente cartera (o bolso, ni idea) marca Armani Exchange. Todos muy ruidosos, ¿por qué no dejó a la manada esperando en otro lado como nosotros y mandaron al más culposo a hacer la fila? -tía esto! -mamá lo otro! -Miren eso! -Cachen esto otro! Es un zoológico por la cresta, dejen ese escándalo a los monos. Siento un contraste, una armonía hermosa que me invade de ternura, amor y descanso. Sus voces suaves llenas de preocupación y diligencia me conmueven. Giro disimuladamente: una joven pareja, asumo recién casados por los anillos que aún no se ajustan del todo a sus finos dedos anulares. Él probablemente ingeniero comercial, ella probablemente enfermera o psicóloga. Ambos de piel clara, casi lechosa, vestidos de día sábado casual, zapatillas idóneas para una caminata suave y sombreros similares entre ellos para evitar los daños del sol. Hermosos. Tiernos. Los amé. Casi les compro la entrada yo, para que sigan siendo tan lindos. 129
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Vuelvo adelante, pasó la manada a la caja #2, la tía buena onda saca de su bolso (o cartera, ni idea) una cartera (o billetera, no sé) notoriamente Versace llena de tarjetas y billetes y papeles. “Cuántos son?!” grita, dando comienzo al show del cómputo, todos los niños contándose entre ellos al mismo tiempo mientras ella selecciona afanosamente la tarjeta de crédito que utilizará, cuál de ellas más dorada. No puedo ver el desenlace de esta historia porque me llaman de la caja #5, es mi turno de pagar: “hola buen día, necesito 2 entradas para niños y dos para adultos por favor”. Hay una segunda ley: aquellos que te acompañaron en la fila, te acompañarán toda la jornada. La pareja tierna nos acompañó en las primeras estaciones, ahora podía distinguir que ambos eran casi iguales: ojos claros, pelos castaños, metro setenta y metro ochenta, finas facciones, buen estado físico, hermosos. Ella iba generando una conexión inmediata con el mundo animal, muy empática, los monos la miraban y se enamoraban, le ofrecían muecas y acrobacias, yo aplaudía sin darme cuenta. Él muy tierno leía los datos necesarios: identificaba los tipos de primates que había en la jaula y lugares de proveniencia, los que compartía sutilmente con su amada. Yo escuchaba atentamente porque mi dolor de cabeza no daba para estar leyendo cartel alguno, manos en bolsillo seguía mi trayecto. 130
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Llegamos a una zona oscura donde habitan serpientes y animales nocturnos, luz tenue que abraza y regocija a mis desgastados sentidos. Pero ahí viene la tía buena onda, la siento venir por el choque de sus doradas pulseras, seguida por la manada que va golpeando los vidrios para que los animales se asomen y hagan algo. En el encierro y la oscuridad aprovecho de sentir su perfume, por un momento me asusto porque pude haber invadido su privacidad, levanto mis lentes para orientarme y exhalo pues ella se encuentra 3 metros delante de mí… está todo bien. Manos en bolsillo salgo de ahí y diviso el oasis: un kiosko con agua mineral en su interior. A lo lejos escucho unas voces conocidas que me llaman “papá, cómprame agua porfa!”. Me giro, hago una señal de aprobación y vuelvo a mi trayecto, pero la manada me gana la pulseada, luego la tía buena onda y la misma ceremonia: “cuántos son?! quién quiere helado?! -tiene helados, verdad?- ya cuántos helados y cuántas aguas?!”. “Se puede con tarjeta o solo efectivo” mientras baraja las tarjetas doradas. Bajo mi mirada y miro mis zapatillas que se asoman tras mi vergonzosa panza. Un buen rato después, y para mi suerte, vuelvo a enganchar con los tiernos, ella entablaba una sensible conversación con el orangután que descansaba cercano al ventanal que lo promocionaba, sonrisas y gestos iban y venían. Él, reforzando el bloqueador en los brazos y cuello de ella, 131
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aportaba también con señas, sonrisas y felicitaciones a su amada por lograr esta mágica conexión, la abrazó y la besó. Yo también quise hacerlo, pero me dio lata sacar las manos de los bolsillos, además se habría visto un poco impropio, sobre todo en presencia de mi mujer y mis hijos. Cuando justo venía el aporte de los datos del orangután por parte de mi ingeniero favorito, llegó la tía buena onda con la manada, el orangután se dio vuelta y se retiró a su casucha. La tía no contenta con esto, ofreció sus anillos para chocarlos contra el ventanal una y otra vez para llamar la atención de este desagradecido primate. “Haz algo mono, haz algo! qué hace este?!” Con espanto, miré a mi mujer, ella me miró, me abrió los ojos con exageración, y con la complicidad de los primeros años nos dijimos “es suficiente, nos vamos!”. O eso creí interpretar, porque efectivamente nos retiramos del zoológico. Ya en el auto le dije: -“menos mal me miraste para que nos fuéramos, me tenía chato la vieja con la manada” -“no te dije eso, súbete el marrueco, pajarón” 132
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Fátima Conocí a Fátima hace unos 4 meses. Desde aquel día nos hemos visitado regularmente, bueno, en estricto rigor yo la visito a ella. Una flor color rojo adorna su pelo liso, color negro azabache, muy largo, al punto que sus puntas rozan delicadamente sus pronunciadas curvas. Metro sesenta. Ojos café claro, mirada penetrante con un delineado furioso. Sobre sus largas pestañas se esconde un delicado sombreado que nunca repite sobre sus párpados que se asoman y se esconden… podría estar horas mirándola. “Hola mi amor!” Ella sabe cómo tratarme. En este mundo de mascarillas Fátima 134
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descubrió mi punto débil, si con solo mirarme a los ojos ya me conquistaba, ahora con su cariñoso saludo me enamora. Es mi primera relación después de años. Ella lo intuye, me hace sentir único. Generalmente la espero apoyado en mi auto. El otro día preferí sorprenderla esperando apenas terminaba la escalera. Se sonrió. “Hola mi amor” y yo entregado a sus encantos. Han pasado cuatro meses y creo que estoy preparado para algo más serio. Estoy grande, casi viejo, no puedo perder tiempo con este jueguito de saludos y encantos. Ya preparé la presentación a mis hijos, a mis amigos, cuando la vean en mi oficina. Tengo todo pensado. Voy perfumado, abandono el buzo y la polera de cuarentena por jeans y camisa. Dejé mi pelo sin lavar por un día porque me entrega un ondulado casual que me da más confianza. Llega el momento, estiro mi espalda para llegar a mi metro setenta, entro la guata y saco el trasero. Pero me atiende su compañera. Todo perdido. No me rindo, al día siguiente hago un pedido por el mínimo para poder verla nuevamente. Esta vez sí, estoy listo para responderle con un “hola mi amor”, voy a sorprenderla. Quiero perderme en su mirada y pasear de la mano juntos por el parque, 135
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hacerla reír con anécdotas o chistes casuales, abrazarla a ratos, apoyar mis manos en su cintura, que se queden descansando en sus curvas y sentir que la punta de sus cabellos me acarician delicadamente. “Hola mi amor”, la escucho y retrocedo mi mirada. Un frío entumecedor -como cuando sientes la sirena de una patrulla después de pasar una luz roja- recorrió mi cuerpo de pies a cabeza al ver que le está entregando mercadería a una mujer cualquiera. Yo que me sentía único. Es tanta mi incredulidad que espero a que llame a un tercer cliente y corroborar que se trata de una equivocación. “Hola mi amor” le dice a un viejo desabrido y le entrega mercaderías de un segundo carro del Jumbo. ¿Cómo fui tan ciego? Para ser mi primer amor después del matrimonio no estuvo tan mal.
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Fase ininterrumpida La primera canción que escribí, a los doce años, decía yo sé que puedo ser invisible, yo sé que nadie sabe que existo. Sentía que no hallaba mi lugar, no entre muchachas que compartían secretos y hablaban de primeros besos. Bailaban reggaetón en las fiestas y salían a tomar café con los chicos de otros colegios. En mi casa me escondía bajo las sábanas y soñaba con músicos estadounidenses. Cebras rojas comenzaron a decorar mis muñecas a los quince, escondidas bajo pulseras de mostacillas y macramé. Me cambiaron a un colegio mixto, artista. Donde no se usaba uniforme y se tuteaba a los profes. De repente, en clases de matemáticas o biología, me entraba el pánico y me retiraba al baño a llorar. Irracional, pero verídicamente, me sentía rota. Estaba triste todo el tiempo. Me encontraba fea 140
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y tonta, sin nada qué aportar a nadie. A los dieciocho no entré a la universidad. Quería estudiar música pero mi padre me dijo que no era lo suficientemente talentosa para hacerlo. Comencé a trabajar en librerías, en restobares. Me echaron de todos ellos. Apenas podía levantarme de la cama, me comía todo lo que pudiera encontrar. Mis pseudoamigos entraban a ingenería o a psicología. Aún no podía encontrar un camino alternativo. Dejé de juntarme con ellos, la vergüenza de ser inútil era intensa. Me emborraché en fiestas de las cuales me echaron. Me dejé tocar detrás de las cortinas y me llamaron maraca. Con diecinueve años comencé a buscar amor desechable. Me gustaron todos mis nuevos amigos, traté de acostarme con todos ellos. Fumé marihuana hasta que mis ojos perdieron su color natural. Cebras rojas corrieron en círculos aún ocultos. La taza del baño se llenaba después de cada comida. Entré al instituto, técnico en sonido. La primera semana nos fuimos a Bellavista con mis compañeros nuevos, tomamos hasta que nos sacaron del bar por alboroto. Fumamos mota en el parque Bustamante. Me fui al hostal de uno de ellos y desperté sin calzones. Lloré todo el regreso a casa en micro. Me sequé las lágrimas antes de entrar y dije que tenía dolor de cabeza. 141
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Tenga paciencia, hija. Solo es una fase. Me llevaron de vacaciones a la playa. Las olas imitaban los abrumadores pensamientos intermitentes. No me sentía cómoda estando en familia. Me devolví antes a Santiago, busqué todas las pastillas de los botiquines de la casa. Cualquier cosa para apagar la tormenta que se había anidado en mi pecho. Robé una botella de vodka del negocio de la esquina y lo mezclé con jugo en polvo de naranja. Me senté en el pasto del patio trasero. Tragué cada una de las pastillas hasta quedar inconsciente. Mi madre me encontró inconsciente, sin polera y con vómito en mi hombro derecho. Me llevó a la urgencia a que me hicieran un lavado de estómago.
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¿Quieres un abrazo? El cumpleañero está amarrado a la mesa en posición de delfín en red. Se mueve como si aleteara para poder soltarse de las cuerdas que sujetan sus muñecas y tobillos. Sus amigos siempre han sido así de ridículos, haciendo todo tipo de estupideces. Solo puedo murmurar la palabra tontos y sonreírle. Su hermano me sonríe de vuelta, como diciéndome que está de acuerdo conmigo. Lo veo acercarse mientras el otro grita su nombre para que lo ayude a soltarse. Creo que el pecho se me va a colapsar. Entonces, huyo hacia el baño. Cuando salimos a comprar al negocio de la esquina, me quedo atrás a propósito. No sé de qué hablar con los demás. No sé de qué hablar con él. Siempre tiene algo que decir, yo nunca sé cómo responderle. Siento que lo decepciono. Prendo 144
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un cigarro y trato de calmarme mientras veo las hojas que planean a lo largo de la calle. Él se acerca a mí, creo que no puedo respirar. “¿Vas a tomar?” me pregunta. “No sé” respondo como acto reflejo. Sé que no debería, pero a lo mejor el alcohol hace que la voz en mi cabeza se apague. Me ha estado diciendo toda la noche lo patética que soy. “Lo estoy pensando.” No es que vaya a matarme, ¿o sí? Mi psiquiatra me ha dicho que no puedo mezclar medicamentos con alcohol. Pero, a lo mejor es la única forma de salir viva de aquí. En la terraza, ya tengo un vaso de vodka con jugo de naranja. Las mejillas me arden y siento el cuerpo más suelto. Me río más fácil, con más ganas. Su hermano está parado encima de una silla dando un discurso heroico sobre su difunto pez. Él se acerca y bromeamos sobre la situación. Me hace sentir más interesante, más simpática, más divertida. Hasta yo sé que en algún momento todo se acaba. Estoy en su pieza, acostada en su cama, y su olor me envuelve. Lloro porque lo quiero y él no podría quererme jamás. Porque soy rara, porque tengo problemas, porque soy un desastre, porque... mil y un razones. Porque la ropa me queda apretada y me río feo y no soy inteligente y además mis ojos están muy 145
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juntos y no sé nada de los superhéroes que a él tanto le gustan. Después de tocar la puerta, lo siento entrar. Conozco su presencia de memoria. Lo podría distinguir en una multitud. Estoy tan abrumada que cuando se acuclilla frente a mí y me toma la mano, entierro mis uñas en su piel. Debería dejarme aquí, yo solo podría causarle daño. Pero no se va. “¿Qué pasa?” No creo que alcance a escuchar mi murmuro. “Te irás de todas formas,” le digo. Se acuesta junto a mí y me hace cariño en el pelo. Me muerdo los labios y decido que esta es la última vez que lo haré pasar por esto. Por mis caídas abruptas y mis torpes angustias que nunca servirán de nada. Nunca se irán. Cuando por fin dejo de tiritar, trato de respirar hondo. Lo abandonaré antes de que él lo haga. “Oye”, me dice con el ceño fruncido una vez que me levanto de la cama y me dirijo hacia la puerta. “¿Qué?” “¿Quieres hablar?” 146
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“No, gracias.” “¿Quieres un abrazo?” “No quiero que me toques.” Me duele herirlo. Sin embargo, me voy. Al final de la noche, me despido de su hermano con un abrazo. No lo miro cuando salgo del departamento.
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Trampolín La fiesta estaba comenzando a apagarse. Los invitados comenzaban a irse, antes de que apareciera el sol. Colillas en la piscina junto a cajas de vino Santa Helena. Alguien se llevó el inodoro del baño de afuera. Aún me sentía cohibida, a pesar de haber bebido un par de cervezas y haber conversado con varias personas. Aunque yo no tenía mucho qué decir. Todos eran como Lea, artistas visuales. Lea es mi amiga desde el colegio, es un año mayor que yo y entró directo a la universidad después de graduarse. Sabía cómo obtener lo que quisiera, cómo lograr sus metas. Eso yo lo admiraba, sobre todo porque había quedado en lista de espera en la misma carrera que ella. Una pareja que estaba besándose me golpeó el codo y 148
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casi boté mi vaso con coca-cola. Decidí ir al patio trasero, probablemente ya había terminado el concurso de gincana que se había organizado en veinte minutos. La familia de Lea tenía un trampolín, de esos en los que caben tres personas. Me arrastré dentro de él. Tenía malla por los bordes, así los niños no se caen. Me acosté y miré hacia el cielo. “¿Qué haces?” La voz de mi amiga me sobresaltó. Tenía puesto un abrigo de piel falsa y los labios color granate. Se sacó el sombrero que llevaba puesto y entró al trampolín conmigo. Sentada en el borde, prendió un tabaco. Me ofreció uno pero yo arrugué la nariz. Nunca he sabido fumar, me veo ridícula solo intentándolo. “¿Te quedas a dormir?” Si Lea te invita a quedarse en su casa, es porque realmente le agradas. Es un honor. “Bueno.” Nos quedamos en silencio por algunos momentos. Ella fumando, yo observándola de reojo. Tiene varios tatuajes, la mayoría en sus piernas descubiertas. Todos diseñados por ella misma. Lea es una gran artista. Ha expuesto sus obras en galerías y ha dado charlas en colegios sobre ser artista 149
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visual en el ambiente chileno. “A veces...” empieza a decir. Sus manos tiemblan y se mira los pies. “A veces no quiero vivir... a veces.” Confiesa. No pude lograr procesar sus palabras. Al principio pensé que era una broma cruel, pero cuando una sola lágrima golpeó el plástico del trampolín, supe que decía la verdad. Para Lea, la persona que aspiraba a ser, su propia vida no era suficiente. No eran suficientes los premios, los elogios, las exposiciones, los amigos, la familia. “Te lo digo no para que te asustes o me ayudes ni nada. Es que...” tomó aire e inhaló el tabaco que le quedaba. “... Tenía que decírselo a alguien. Y tú escuchas.” Asentí con la cabeza, preguntándome cuál es el punto de la vida si ni siquiera la persona que tiene todo, es feliz.
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Diego de Almagro
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Cargador frontal Komatsu 470 Cuando Oriel dejó a las personas que había cargado en el balde de su Komatsu 470, un cargador frontal de 23 toneladas, cada una de ellas se acercó a la cabina y le hizo un gesto de agradecimiento. Él les devolvió el saludo con la mano en alto y una sonrisa. Estaban irreconocibles, con las caras embarradas, con todo embarrado. Solo sobresalía el blanco de los dientes y los ojos. Desde la noche anterior las calles de Diego de Almagro estaban inundadas por el desborde del río Salado. Las intensas lluvias cordilleranas habían provocado uno de los aluviones más grandes de los que se tenga memoria. Su jefe en la mina Manto Tres Gracias los había convocado el día anterior para ayudar en el rescate de la gente que estaba 154
Alex Vigueras
aislada. Entre los operadores de maquinaria pesada Oriel destacaba. Su jefe sabía que podía pedirle a él aquello que los demás no se atrevían a hacer. Extrema habilidad y osadía era algo que no todos tenían. Estaba exhausto, pues había estado sacando gente la tarde del día anterior y toda la mañana. De hecho, ese era el tercer viaje de ese día. Sentía fatiga y había comenzado a entumirse. Cuando bajó para estirar un poco las piernas se encontró con el comandante de bomberos que lo andaba buscando. - Tenemos una unidad atascada y está con gente. El Álvaro estaba en ese carro y parece que resbaló y cayó al agua. Está desaparecido. -
¿El Álvaro? Yo conozco a ese cabro.
Sintió que algo se le apretó en el estómago. Hasta ese momento habían logrado rescatar a mucha gente, pero no contaba con que alguien pudiera morir, menos todavía el Álvaro que era cadete de bomberos junto a su hermano menor. Se dio la vuelta de inmediato y se encaramó en el cargador. A medida que se iba acercando al lugar el agua iba subiendo y tomando más fuerza. Sentía cómo lo chocaban los durmientes, las piedras, los muebles que arrastraba el agua, y el cargador se movía con cada golpe. Cuando tuvo el carro de bomberos 155
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a la vista divisó en el techo a cuatro adultos y tres niños. Se fue acercando lentamente, atento a cada maniobra. En un momento sintió que el agua lo levantaba y un frío le recorrió por todo el cuerpo. Ese cargador pesaba 23 toneladas ¡y estaba comenzando a flotar! Así de grande era la fuerza del agua. No sabía qué hacer pues veía cómo el carro de bomberos se movía, lo cual indicaba que se podía volcar. Pero no pudo acercarse. No le quedó otra que meter reversa y buscar un lugar seguro. Ahí se quedó esperando. Desde donde estaba pudo ver cómo en cierto momento la fuerza del agua giró la posición del carro. Comenzó a sudar y a temblar. Nunca había sentido algo así. No podía controlar el temblor de sus manos. El pie que tenía en el acelerador también temblaba. Estaba solo, no tenía a quien pedir ayuda. Y desde el carro le hacían señas para que se acercara. El agua no bajaba… pero Oriel se decidió a hacer un nuevo intento. Avanzó lentamente. Sabía que tenía que subir primero hasta donde pasa la línea del tren y después bajar hasta la parte que llevaba más agua. El cargador se movía. Escuchaba el ruido ensordecedor del agua, el mismo ruido que no lo había dejado dormir la noche anterior, pensando en las personas que no habían podido rescatar y tuvieron 156
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que pasar la noche en los techos. En cierto momento, se dio cuenta que no podía avanzar más. Así es que levantó el balde hasta la altura del techo del carro. Quedaron a una distancia de unos cinco metros. En ese momento salió de la cabina y gritó a uno de los bomberos que estaba en el carro. -¡Pongan una escalera! El bombero sacó rápidamente una escalera y la instaló como un puente entre el techo del carro y el balde. Oriel se subió y cruzó hasta el carro. Cuando llegó la gente lo abrazaba, lloraban. -¡Gracias! ¡Qué bueno que vino! -Tenemos que sacarlos rápido. Yo voy a cruzar primero con los niños. Tomó a uno de los niños bien firme con el brazo derecho y comenzó a cruzar gateando, la mano izquierda la llevaba firmemente agarrada de la escalera. Todo se movía. Y seguía escuchando ese ruido ensordecedor. Cuando logró cruzar dejó al niño en el balde. 157
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-Quédate aquí, no te muevas… voy a buscar a los otros… no te va a pasar nada. -Sí. El niño tiritaba… Así cruzó a los niños, uno por uno. Cuando solo quedaban los dos adultos y los dos bomberos les gritó. -¡Crucen con cuidado!, ¡afírmense bien! Y se quedó en el balde junto con los niños. Mientras cada persona cruzaba, él repetía en voz baja -Vamos, pasa, pasa, rápido… Se daba cuenta que no les quedaba tiempo, pues el agua seguía subiendo. Cuando ya estuvieron todos en el balde, se metió de un salto a la cabina del cargador y lo sacó de allí. A poco andar vieron cómo el carro de bomberos se dio vuelta y se perdió en el agua. 158
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En determinado momento uno de los niños que iba en el balde lo miró, le hizo señas y le sonrió. Oriel le devolvió el saludo. Recién ahí se dio cuenta de lo cerca que había estado, que habían estado todos, de morir. Sus manos y su pierna derecha seguían temblando.
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Muerte en la fiesta Junina (Belo Horizonte, Brasil, julio de 2008)
Cuando se escucharon los tiros, todos corrieron apavorados. Las mamás trataban de encontrar a sus hijos para ponerlos a salvo. Los niños gritaban, aunque sin saber del todo qué pasaba. En ese momento divisé un cuerpo caído en el pavimento y corrí a prestar auxilio. La fiesta de ese año estuvo particularmente linda. Todos habían llegado ataviados con las ropas remendadas y coloridas, típicas de las celebraciones juninas, en que se representa con humor un matrimonio a la usanza del campo. Las calles que rodeaban la iglesia estaban llenas de banderines de colores. Se podía ver la alegría en el rostro de todos, en la manera de saludarse y comentar algo sobre como andábamos vestidos. Ya habíamos celebrado la misa y ahora era el momento de la fiesta en la calle. Para comer 162
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había cangica, caldo de mandioca y feijão. A esa altura ya había comenzado el baile de la cuadrilla que estaba muy animado: “Anarrié… paseio damas… ¡olha a chuva!... é mentira…”. No pasó mucho tiempo hasta que sobrevino la catástrofe. Al llegar al lugar donde estaba el cuerpo me di cuenta de que sangraba profusamente. Tenía dos orificios, uno en el pecho y otro en el cuello. Me saqué el chaleco para comprimir las heridas. Todavía tenía signos vitales, por eso, cuando llegó la policía les pedí… les supliqué… les grité para que lo llevaran de inmediato (pocos días antes habíamos socorrido a otro joven que recibió ocho disparos, y se salvó por la pronta acción de la policía). Esta vez, solo miraban indiferentes. Mi angustia aumentaba a ver que le quedaba poco tiempo y la ambulancia no llegaba. Sus ojos ya se estaban opacando. En eso llegaron tres mujeres: la madre y las dos hermanas del herido. Recién ahí me di cuenta de que conocía a João, pero no lo había reconocido por la sangre en su rostro. Ellas gritaban desesperadas. Una de las hermanas pedía que alguien la ayudara a llevarlo a casa, como si nada hubiese pasado. Después de un rato, me di cuenta de que la policía no iba a colaborar. Más tarde alguien me contó que, cuando se trata de jóvenes vinculados a la droga, la policía deja que se mueran y no los socorre. Incluso que, a veces, los suben 163
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a las patrullas, avanzan un poco, pero luego se detienen esperando que se desangren. Me contaban también que cuando hay tiroteos nadie se acerca a prestar auxilio porque los que dispararon se quedan cerca para verificar si han cumplido su objetivo. Deben haber pasado 20 minutos desde que escuchamos los tiros hasta el momento en que João murió. Es difícil describir lo que pasó conmigo en ese instante. Una oscuridad como no había conocido antes me tumbó hacia un abismo. No podía creer que una vida, esta vida joven de João terminara así. Me escandalicé por la obscena fragilidad del cuerpo. Por el autoritarismo de la materia y su comportamiento inmisericorde. Palpé la banalidad de la muerte: un mero desequilibrio contable. Una pérdida de volumen sanguíneo que hace imposible la irrigación. Escasez que anula el bombeo. Mera falencia, quiebra por catástrofe, fuga de capitales. Me parecieron ridículos los esfuerzos de teólogos, filósofos, poetas y escritores intentando desentrañar su misterio. En pocos minutos ya lo había comprendido. Solo no calzaba con esta nueva certeza el llanto de Aparecida, Ana Carla y Mariana… ¿Por qué la muerte, mero desequilibrio contable, puede doler tanto? 164
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Roberto Cuando Roberto terminó de limpiar el revólver, lo miró con detención. Le gustó el brillo que había logrado y con sus dedos recorría los grabados que tenía. Acercándolo a sus ojos intentaba descifrar qué significaría cada una de esas marcas. Y esbozando una sonrisa sintió orgullo del buen negocio que había hecho. No era cualquier arma. Luego cargó las balas en el tambor y la guardó en su mochila. - Ven a visitarme hoy -le había dicho su padre temprano en la mañana-. Y así aprovechas de conocer el auto que me compré, y te quedas a almorzar. Llega antes para que demos una vuelta. - Te felicito por el auto – mintió-. Puedo llegar como a las 12. 166
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Se puso su polerón azul que tanto le gustaba, unos jeans y el jockey blanco con las letras NY. No le dijo nada a su madre. Se miró al espejo, acomodó la visera del gorro dándole la curvatura justa y salió, cerrando la puerta con cuidado. Caminó lentamente las diez cuadras que separaban su casa de la de su padre. Miraba con más atención que otros días cada detalle: la panadería de la esquina, la señora que atendía, los perros que deambulaban. Le llamó la atención el color del cielo. De vez en cuando se detenía, miraba hacia atrás y tocaba el revólver que llevaba en su mochila. Frente a la puerta de la casa de su padre le volvió ese temblor en la mano izquierda que tanto le incomodaba y comenzó a sudar. Sintió la garganta seca y con dificultad logró tragar saliva. Hace cuatro meses que no lo veía. Respiró profundo y tocó el timbre. - ¡Qué bueno que viniste! Si quieres deja aquí tu mochila para que vayamos a dar una vuelta en el auto. Vas a quedar loco. -
Prefiero llevarla conmigo.
- Aproveché que en la pega me dieron un bono que me alcanzó para el pie y la primera cuota. Casi ni dormí pensando en mi nueva joyita. 167
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Roberto subió y quedó impresionado con el olor a auto nuevo, así como con los asientos revestidos en cuero. - Es un 4x4, con un sistema de cambios que puede acelerar hasta 100 kilómetros en 30 segundos- dijo mientras pisaba firme el acelerador. Roberto sentía cómo se adhería al respaldo y le llamó la atención que el motor casi no hiciera ruido. - Harto mejor que el cacharro de tu mamá. Le he dicho hasta el cansancio que lo cambie. Pero, claro, nunca me ha hecho caso. - … - Podrías aprender a manejar. Nunca entendí por qué no quisiste aprender. A mí me enseñó mi papá cuando tenía 16 años. Por eso manejo como manejo – dijo mientras aceleraba en la curva y ambos se inclinaban hacia el mismo lado. - Si retomaras la Universidad podrías soñar con llegar hasta donde yo he llegado. Y eso que estoy comenzando. Me ha ido bien… Supe por ahí que se están viendo harto con el Matías. Roberto sintió que el pecho se le apretaba. 168
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- No me vayas a salir maricón. Flojo, burro, hasta lo podría aceptar. ¿Pero Maricón? Estoy pensando hacer un viaje al sur con la Josefina. Va a ser un placer con esta joyita. Fue ahí que comenzó a abrir sigilosamente la mochila, intentando disimular el temblor de su mano, pero se le hacía cada vez más difícil. Y cuando el auto se detuvo frente a la casa de su padre, tomó el arma, puso el dedo en el gatillo, cerró los ojos y disparó. La bala le reventó la cabeza. La sangre estaba por todos lados. Trozos de sesos habían quedado pegados en el techo, en los asientos, en los vidrios… Su padre comenzó a gritar, como un loco.
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La pistola del director El director provenía de una antigua familia de intelectuales de Stuttgart. La casa familiar, de 3 pisos junto al Neckar era señorial y muy elegante. Conseguir un trabajo de mucama ahí en 1932 fue una gran suerte para mí, por lo que me esforzaba en ser diligente y no llamar la atención. El aseo de la casa terminaba cada día en el escritorio del director. El dirigía una escuela de niñas y nunca volvía antes de las 5 de la tarde a la casa. Entrar en ese salón con muros de madera y cortinas de terciopelo, con una librería que llegaba hasta el cielo, repleta de libros que yo no sabía leer, siempre me inmovilizaba por algunos segundos. Mi ritual antes de empezar a limpiar y ordenar era disimuladamente, tantear la pistola que estaba debajo de la cubierta del escritorio, en su escondite secreto. 174
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La había descubierto el año que entré a trabajar con la familia, al recoger lápices y papeles que habían caído al suelo, por un ventarrón de primavera que entró por la ventana abierta. Al levantar la cabeza, agachada bajo el escritorio, me pegué con la cubierta, que estaba un poco más baja de lo que yo intuí. Un brillo atrajo mi atención, era el mango de la pistola que sobresalía de la tabla protectora, por debajo del escritorio. Me asusté mucho al darme cuenta lo que era y salí del escondite. Dejé las cosas del señor ordenadas en el exacto lugar como me habían enseñado, y me fui a terminar otras labores en la casa. Desde entonces, cuando estaba limpiando ese lugar, me sorprendía mirando a cada rato hacia la esquina secreta del escritorio. Ya no me agachaba a mirar, sino que disimuladamente tanteaba con la mano por la espalda hasta tocarla. Nunca la saqué de su lugar, tenía mucha curiosidad, pero más miedo. Por mucho tiempo mis manos encontraron la misma forma. Hasta que hace unos meses noté que había cambiado de posición, y de ahí en adelante siempre la sentía movida y jugaba a descubrir qué parte de la pistola estaría rozando. Sobre el escritorio todo mantenía un lugar exacto, pero bajo el escritorio noté que algo cambiaba. El resto de la casa funcionaba como reloj suizo en Alemania. La señora mandaba, decidía y manejaba todo a la perfección y se daba cuenta de todo lo que pasaba, aunque fuera a sus 175
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espaldas. Salvo en el escritorio del señor al que rara vez entraba. Ella era una mujer bellísima, austera, enérgica, con clara idea de lo que quería, correspondía y debía hacerse. Tenía ojos intensamente azules, transparentes, de esos que se presienten lejanos y un poco fríos. Nunca se daba un rato para descansar. Era un espectáculo verlos cuando salían a un concierto. Ella espléndida, distinguida con la elegancia de la gente que la trae siempre puesta. El director la miraba con admiración y cariño, y ella buscaba esa mirada justo un momento antes de que salieran de la casa. Él no hablaba mucho y si se refería a cualquiera del personal era siempre en forma gentil y clara. Era un hombre amable que lo que más disfrutaba era leer antes de comer, en compañía de Trudy y Thorsten, sus 2 hijos universitarios que aun vivían en la casa. El mayor de los 3 hijos del matrimonio estaba en Sudamérica, en Chile. Un lugar del que yo nunca había oído hablar. Cada tanto llegaban cartas de él, y desde la cocina casi entendíamos cuando las leían en voz alta en el salón. Por 1935 Alemania estaba transformándose. Se notaba aun dentro de la casa, donde todo seguía igual. El nuevo gobierno de Hitler estaba imponiendo cambios radicales en la vida de 176
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las personas. Muy tarde me di cuenta cuanto nos afectarían. Los amigos de la familia, que solían venir a comer cada semana, dejaron de visitarnos. La señora criticaba cada pequeño error en el manejo de la casa, para un rato después con algún otro gesto dar una especie de disculpa por la no tan merecida crítica anterior. Cuando caía la tarde y llegaba el señor, ellos se evitaban y él empezó a quedarse más y más tiempo solo en el escritorio. Empezaron a llegar cartas del hijo ausente todas las semanas. Me di cuenta de la cara de asombro y miedo de la señora cuando recibió la primera carta con claras marcas de haber sido abierta. Ella pensó que había sido alguien de la casa y decidió de ahí en adelante recibirlas personalmente del cartero. Las cartas siguieron llegando parchadas. Trudy y Thorsten llevaban insignias del partido en sus uniformes, y regresaban de sus reuniones cantando himnos. Los ratos de lectura con su padre se hicieron cada vez más escasos y sobre todo menos tranquilos. Dejaron de leer y aprender francés y criticaban a su padre cuando él los instaba a seguir con ese estudio. El admiraba profundamente la cultura francesa. Cuando explotaban en acaloradas discusiones, la señora intervenía y las voces se ahogaban. Pero la tensión se mantenía en cada espacio y la pistola del escritorio seguía cambiando de posición todos los días. Una noche mientras comían, tocaron a la puerta. Eran uniformados que querían hablar con el director. Los atendió en el salón. Cuando las visitas salieron a paso largo, ni siquiera 177
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gastaron un gesto en la puerta para despedirse. El señor se quedó esa noche hasta muy tarde en el escritorio. Al día siguiente no solo la pistola había cambiado de posición, la botella de Pernod estaba vacía y el cenicero lleno. Desde ese momento todo fue caos y tensión en la casa. Aun la alegría de saber que Wolf el hijo mayor llegaría pronto de regreso a Alemania no lograba un momento de relajo para la familia. La señora se notaba ausente aun manteniendo una rutina que ya a nadie le parecía normal. El señor llegaba y salía sin horario. Cambios en la educación, impuestos por el nuevo gobierno, lo habían relevado de la dirección de la escuela. No entendí bien que era lo que había pasado, aunque el chofer, que estaba más al tanto, me lo explicó un par de veces. Empecé a hacer el aseo del escritorio, en cualquier momento, apenas veía que el director salía de la casa. Hasta esa tarde en que todo estaba en completo silencio. La señora había salido sin arreglo ni entusiasmo, a una reunión de señoras en la municipalidad. La casa entera se estremeció con su grito desgarrador al entrar a la casa, cuando leyó la nota que el director le había dejado en el recibidor. No sé por qué pero al oírla, corrí al escritorio, abrí la puerta sin tocar y miré hacia la esquina donde yo sabía que estaba la pistola. Todo estaba en su lugar. Hasta que levanté la vista. El señor colgaba de la lámpara de lágrimas. Estaba muerto. No pude dejar de gritar mientras corrí a la cocina. En alguna parte me crucé con 178
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el chofer, después supe que con ayuda del jardinero lograron bajar al director antes de que llegara la señora. Muchos años después de terminada la guerra volví a Stuttgart por un fin de semana de descanso con mi familia. Paseamos por calles que pensé reconocería, pero la ciudad había cambiado demasiado. Tomamos el tranvía a Esslingen en el último paseo del domingo esperando poder mostrarles esa casa que había llenado gran parte de mi vida en esos años, pero no quedaba nada de ella. De pie frente a lo que alguna vez fuera una elegante casona, mirando a través de la guerra, entendí que esa tarde el director había abandonado la idea de seguir defendiéndose.
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Zoológico de la vergüenza Desde que estudiaba arquitectura que Paula se había interesado en urbanismo, específicamente en la rehabilitación de íconos urbanos obsoletos. Había seguido de cerca el cierre de varios zoológicos en el mundo, como los de Barcelona y Buenos Aires, para luego seguir su reconversión a otros usos. Ese tipo de transformaciones era aún un tema nuevo, pero estaba tomando fuerza. Paula guardaba registro de cada nueva noticia del tema, ya que intuía que pronto llegaría el momento de reconvertir el Zoológico Nacional de Santiago y no quería perder la oportunidad de trabajar en ese proyecto. Reservó su pasaje el mismo día que vio el aviso de un Seminario especializado en el tema, que se daría en septiembre en Ciudad de México. Tampoco esperó para inscribirse y reservar hotel. Dos meses después aterrizaba en el aeropuerto Benito Juárez. 180
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Llegó el mismo día de la apertura del evento. Una interminable tarde de exposiciones interesantes pero pesadas y complejas para alguien que venía aterrizando de un vuelo largo. Al terminar la sesión Paula estaba muy cansada por lo que se fue directo a dormir a su hotel. Al día siguiente, en el salón del desayuno del hotel, le pareció reconocer un par de caras de la tarde anterior. Las charlas se dictarían en la preciosa casa Arreola, junto al lago de Chapultepec al lado del zoológico del mismo nombre. Paula llegó al lugar de la charla junto con uno de los personajes que había reconocido al desayunar. Se saludaron con algo de complicidad y comentaron que se estaban quedando en el mismo hotel. Roberto, arquitecto como ella, venía de Costa Rica y trabajaba en reconversión urbana. Costa Rica había sido el primer país en cerrar todos sus zoológicos, por lo que ellos tenían mucha experiencia en el tema. Al par de minutos, entendió que Roberto no era un participante más, sino que el charlista estrella de ese día. La conversación siguió naturalmente y fue obvio para ambos que se habían caído bien. Al rato un par de personas se acercaron a Roberto a saludarlo, Paula le hizo una seña como de “más tarde nos vemos” y se fue a sentar esperando que comenzara la charla. 181
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Cuando salieron al break, Roberto apareció a su lado ofreciéndole una taza de café y galletas. Disfrutaron del café conversando sentados en un balcón con vistas al lago. Un tema llevaba al otro, la familia, hijos, intereses comunes. Los dos estaban separados, trabajaban para sus comunas. Ambos vivían con sus hijos. El break se acababa y aún les quedaba mucho tema esperando turno. Se sintió muy natural quedar de acuerdo en almorzar juntos, por ahí cerca, junto al lago. En la tarde tocaba visita al Zoológico, así que era ideal almorzar cerca. Paula no logró retener nada de la segunda charla del día. Revisó internamente toda su tenida y sí… había organizado bien su maleta y se sentía cómoda y bien para el inesperado y coqueto almuerzo. La sesión de preguntas final le pareció eterna y cada vez que pensaba que ya podrían salir, aparecía alguien más con una brillante pregunta que requería de una larga explicación. Sus pensamientos estaban muy lejanos a cualquier zoológico cuando una lluvia de aplausos la trajo de vuelta a la charla. Finalmente había terminado y vio que Roberto la buscaba con la mirada desde el escenario. Paula le indicó la salida con un gesto y lo esperó ahí. Se sentaron en un restaurant a orillas del lago y mientras conversaban de todo menos de urbanismo, vieron pasar botecitos a remos y patos nadando por la orilla. Supieron que habían estudiado un semestre en Francia el mismo año. 182
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Las dos hijas estudiaban nutrición. Les gustaba viajar. Paula conocía bien Europa y Roberto mejor Centro y Sudamérica. Como conocía bien la comida mexicana, pidió un menú muy variado para que ella pudiera probar de todo. A medida que llegaban los platos le iba explicando de qué parte de México venían, le detallaba los ingredientes, en algunos casos hasta la receta. Mole, chiles, enchiladas. Cuando llegaron al postre había más dulce en sus miradas que en el plato que compartieron. Cerraron el almuerzo con unas frescas y aromáticas cocadas y café mexicano, con olor a canela y azúcar morena. Caminaron hacia el zoológico con esa sonrisa boba de los primeros encuentros, mientras flotaban muy lejos del resto del mundo que los rodeaba. Llegaron al lugar de encuentro del grupo con un sutil revoloteo en el estómago. Los demás participantes ya estaban ahí. Roberto se separó de Paula, se concentró en el recorrido que debía guiar y empezó la caminata. Avanzaron por el insectario, Roberto comentaba las instalaciones y edificios explicando las opciones de uso y remodelación que podían acoger. El grupo fue intercambiando comentarios y observaciones, logrando un recorrido muy interesante y aportador. Cuando se acercaron al herpetario Paula comenzó a sentirse incómoda, hinchada, un segundo después, muy hinchada, mal, muy mal. Las mariposas que sentía hacía solo un rato, 183
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se convirtieron en una sensación de globo inflado dentro del estómago. Recordó las enchiladas, los chiles, frejoles y demás platos, y toda ella quiso arrancar. Pero en cuanto buscaba por dónde huir, se encontraba con la alegre sonrisa de Roberto mirándola. El grupo se detuvo en la sala de ranas tropicales. Paula se sentía bajo una presión infinita. Apretaba todo, hasta los dientes, y por momentos creía ya no oír ni ver nada. Estaba segura de que sus ojos habían salido un poco fuera de sus órbitas, pensó que se debía notar. El grupo disfrutaba el espectáculo de ver aparecer y desaparecer las diminutas ranas venenosas, profundamente azules. De pronto un grupo de ranas saltó y el grupo aclamó la acrobacia. En ese segundo y contra su voluntad, el globo interno de Paula se desinfló. Lenta y sonoramente, como un globo que se arranca de las manos de la que lo infla y vuela sonando su ruta por el aire. Fue un ruido con acentos, con saltos, con energía y carácter, que llegó a romper el silencio y fue ahogándose en un silencio aún más sepulcral. Paula sintió el alivio un momento antes de darse cuenta de lo que había pasado. Solo supo mirar al suelo. Los largos segundos del desinfle mantuvo la vista fija en la punta de sus lindos zapatos que combinaban tan bien con la blusa. Sentía la mirada de todos sobre ella, y sobre todo la de Roberto. No necesitaba mirar para saber que era el foco de las miradas del grupo entero. Estaba rígida e inmóvil y solo pudo susurrar: “Los míos no huelen…” 184
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Roberto reaccionó y continuó con el recorrido hacia la salida del herpetario. El grupo lo siguió. Paula se quedó un buen rato inmóvil, mirando al suelo. Solo después de estar convencida que todos habían salido, dio media vuelta y salió del zoológico. Volvió al hotel y se dio una larga ducha. Dejó caer el agua hasta que la vergüenza se lavó de su cara y dio por terminada su naciente incursión romántica. Después del numerito aquel no volvería a saber de Roberto. Decidió disfrutar lo que le quedaba de esa tarde y el par de días hasta su regreso, se arregló bien y salió a pasear. Caminó toda la tarde por el centro. Al regresar entró muy rápido por el hall sin fijar la mirada en nada ni en nadie hasta llegar a su habitación. Al abrir la puerta la esperaba un alegre ramo de flores con una tarjeta que decía: “Vamos a bailar hoy?”
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Pintura de brocha gorda La semana pasada me tocó pintar. Cada 4 o 5 años, sin que lo haya planificado realmente, me viene la necesidad de limpiar las paredes de mi casa y eso para mí significa pintar. Debe tener que ver con que soy de la generación de antes que apareciera el “Esmalte al Agua”. Las pinturas de antes no eran lavables y cada cierta cantidad de años no quedaba otra que pintar. Aún me sorprendo cuando frente a un muro manchado, agarro un paño con detergente y veo que la mancha de verdad desaparece. Cambiar el velo general a mis ambientes y hacerlo yo misma, es para mí, más profundo que quitar una mancha. La decisión de pintar en general coincide con haber pasado o estar pasando un trance emocional complejo o por lo menos, importante. El momento especial que estoy pasando ahora, seguro tiene que 186
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ver con la partida de mi papá. Dejar de tenerlo cerca además de la pena por la pérdida, trajo consigo un permiso de cortar amarras que fueron valiosas y justificadas en su momento, pero que ya dejaron de serlo. Siento que empezó una etapa mucho más libre de lo que ya era. Estos últimos meses sentí necesidad evidente y sensible de alivianar y aclarar mi nido. Me deshice de gran parte de los muebles del living y de todo el comedor. Ahora, mientras llegan muebles nuevos, tocaba pintar las paredes. Esto de pintar lo hago de bien chica, cuando los papás nos encargaban blanquear los muros de nuestra casa. Debo haber tenido menos de 13 años la primera vez que tocó pintarla completa. Con mi hermano y un par de amigos nos pusimos a la obra. No recuerdo como fue, pero me asignaron pintar el cielo de un dormitorio, y puede que haya sido cierto o fue por hacerme una broma, pero me alabaron tanto el trabajo, que terminé dándole varias manos a todos los cielos de la casa; al living, la cocina, el dormitorio de mis papás… también al cielo del garage, que era bastante grande. Mi mamá era exigente, el garage se pintaba igual que todo el resto de la casa. Trabajamos mucho esa vez y nos ganamos merecidamente varias lucas para el verano. El sábado pasado agarré la brocha y mi personal pote de pintura y subí al piso-escalera de 3 peldaños hasta que mi 187
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cabeza casi topó el cielo. En ese momento, en un flash, vi de nuevo el enorme estacionamiento frente a mí, el de la casa de mis 13 años, desde la misma altura. Hoy, aunque no lo sienta un mal recuerdo, puedo pintar muchos muros sin chistar, pero después de esa vez no he vuelto a pintar cielos. Me gusta pintar, así como me gusta hacer cosas que no pueden apurarse. Trabajos cuya factura no debe acelerarse. En mi vida diaria soy muy buena para optimizar el tiempo y ejecutar lo que venga sin desperdiciarlo. Pero con el mismo gusto disfruto esas cosas que requieren un tiempo determinado. Quizás porque sin poder apurarme me queda tiempo para darle vuelta mental a esas otras cosas que no alcanzo, cuando tan bien optimizo los minutos. Empiezo el trabajo como buen profesional enmascarando todos los bordes. Compro buena pintura y buen masking. Me doy tiempo en buscar el grosor y calidad de la cinta con cuidado. No me dejo llevar por las ofertas, no da lo mismo cualquiera. Me gusta juntar el diario con anticipación para tener mucho y repartirlo en varias capas por todo el suelo. Lo fijo cuidadosamente a los guardapolvos con cinta. Cuando la preparación está lista, me tomo un café y miro tranquilamente los inocentes muros que no saben la que se les viene. Pinto con brocha. Mi hija me repite cada vez la bondad y ventajas de los rodillos, pero me gusta esa cadencia vertical 188
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de la brocha, y hasta la huella que deja, que solo se atenúa con varias manos de pintura. No me importa dar 3 manos. La idea es tener tiempo y pensar mientras todo cambia. Y que cambie de a poco, con cada capa, como uno a veces desearía en la vida real. Tampoco me importa que los muros queden absolutamente parejos, ni hago desaparecer todos los hoyos. Me rio sola cuando lo hago consciente, pero me gusta recordar donde colgaba ese raro cuadro de Matta que vendí con tanto gusto o el otro óleo de magnolias que hoy tiene una amiga en su casa. Es como seguir teniendo presentes historias de antes, en un segundo plano que solo yo veo. A la hora de decidir el color, yo era de la idea de encontrar alguno con simbología profunda. Como cuando pinté mi pieza color “café con leche de media mañana”. Resultó que no tuve la precaución de pintar primero una base blanca, y al aplicar el simbólico “café con leche de media mañana” sobre el “amarillo antiguo de la argentina perfecta que vivía antes ahí” apareció un dudoso rosado que no tenía nada que ver conmigo. Rosado! Nada más lejano a mí que muros rosados en mi dormitorio. Esa misma mañana corrí con el galón de pintura a la pinturería y me lo transformaron en un “gris claro indefinido ni ratón ni neutro” que me acompañó por un par de años. 189
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Ese gris curioso desapareció al par de años. Se cambió por un “blanco intermedio de tiempos convulsos”, del que tuve que aplicar 4 capas. Sacar el gris de mi vida fue trabajoso en todo sentido y lo siguió una época intermedia como el color, sin muchos claros ni oscuros. La semana pasada no hubo duda en el color. Esta vez sería un claro y rotundo blanco en todo el departamento. Blanco sin apellido alguno. Blanco que se fue comiendo capa a capa el triste blanco intermedio de los años que pasaron. El living comedor y hall de entrada ya están listos, se prepara mi dormitorio.
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