Silverio Pérez Gutiérrez, “El Faraón de Texcoco”.
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scuchar el nombre de Silverio Pérez lleva inmediatamente al recuerdo de un ser vestido de luces, todo un “Monarca del Trincherazo”, “El Faraón de Texcoco”, un hombre tan querido que también se recuerda como “El Compadre Silverio”, cuyo corazón y carisma lo llevaron a ser un torero verdaderamente querido por toda la afición mexicana. Silverio nació en Pentecostés Texcoco, Estado de México, un 20 de noviembre de 1915. Decidió ser Matador de toros después de haber vivido duelos muy profundos en su entorno familiar, como la pérdida de su hermano Carmelo, torero de falso nombre y con un toreo retinto de verdad, aquel que “espantaba” y se definía por tener un aire de incógnitas, un torero más plantado que un árbol y atípico en su desempeño que lo identificó como legítimo. Fallecido a consecuencia de las cornadas que recibió del toro “Michín”, de San Diego de los Padres, tragedia que cubrió con un velo de luto a la afición completa de aquellos años. ¡Qué temple se debe tener para recibir un hermano torero inerte y prometerse llevar el terno ahora él, solamente esto lo decide un “osado faraón”! Sus inicios van escribiendo poco a poco una abundante biografía, a los 17 años debutó en El Toreo, recinto espiritual que se encontraba en la colonia Condesa, con novillos de Albarrada. Emprende el viaje y cruza el Atlántico en el año 1935, en un preludio histórico difícil para España; actúa en plazas 48 Mary Carmen Chávez Rivadeneyra
como la de Tetuán de las Victorias y Madrid. Regresa a México para alternativarse el 6 de noviembre de 1938 en la ciudad de Puebla, con astados de “La Punta”, en manos de Fermín Espinosa “Armillita” su gran maestro y de testigo del ceremonial Paco Gorráez, “El Cachorro de Querétaro”. Si bien Silverio admitía el miedo que sentía con tanta honestidad, también lo supo calmar, quizá sin darse cuenta de la vocación que tenía y su profunda convicción, enfocado también al sentimiento que formulaba siendo más grande que cualquier angustia que lo espiara hasta en sus propios sueños. Una de las peculiaridades de este hombre tan natural, tan silvestre y tan Silverio es que porque era completo en el manejo de las suertes del toreo; espiritualmente supo fundirse en él mismo y su capote de percal, bajaba los brazos como un dios y con la muleta supo detener el tiempo con la levitación que lleva la tersura del arte, hacía de cada lance una verdadera oda que volvía loco a todo el tendido, dio un sello propio a la tauromaquia mexicana. Faenas hay innumerables, como la que logró en El Toreo la tarde que alternó con Fermín Espinosa “Armillita” que lidió en melodía a “Clarinero” y Antonio Velázquez, al toro “Andaluz”, pero en su lote con “Tanguito” del hierro de Pastejé, bordó y desbordó los olés como nunca, era el último día de enero de 1943.