LA SEÑORITA KATY
La señorita Katy A la vuelta de la campaña de África donde había servido de repostero de un teniente que buscaba hacerse general matando moros, se dio en granjearse a la infame fortuna pegando el braguetazo al casarse, él que por un centímetro apenas alcanzaba la talla, con la hija flaca, alta como un pino y desgarbada, de un indiano rico entendido en telas. La señorita Katy tenía una voz chillona de ratita presumida y un defecto en la vocalización por lo que se obligaba a pasar en las fiestas de sociedad (pagadas por su augusto padre), por muda. Esta anomalía motivo de chanza la fue minando por dentro, de modo que fue retrayéndose hasta olvidarse de sí misma, dándose a pasear sus tristuras por jardines sin flores. Pero como el destino se empeña en simplificar lo complejo, al antiguo soldado de reemplazo Rafael reintegrado a la vida civil, sin demasiados posibles y con un mal trabajo, el defecto de la señorita Katy no le pareció inconveniente sino virtud. Y pensó que mejor una rica muda y alta, que una pobre pequeña y habladora. La cortejó, la contó chistes indecentes y de los otros, la invitó al baile, al cine, a helados de coco, a eructar con gracia, la liberó de los sainetes de las estúpidas puestas de largo, procurando eso sí resguardarse de la luz natural para que su desproporción no causara demasiada dentera. Hicieron los papeles a la mayor rapidez posible, no por las urgencias del deseo carnal, sino por temor a que apareciera por el horizonte otro advenedizo que para retarle mirara hacia abajo. Al indiano, le gustó el llamado Rafael Malo como yerno: abultaba poco, comía sin excesos, era menguadito, basto como la lija, y además campechano, de los que se arrancan los padrastros de los dedos, y eso estaba pero que muy bien porque así no tendría que guardar en su presencia las composturas de los señores que de tanto contenerse los aires terminan agrietados de ojos. 175