PROTOCOLO DE ADMISIÓN
Protocolo de admisión Y entonces al reverendo le entró un pasmo terrible, la espuma floreció en sus labios y goterones de sudor como vidrios hirientes, comenzaron a brotarle en el rostro. Los ojos rígidos, perdidos en un más allá cercano, las manos estiradas y el dedo índice acusador congelado. ¡Había menguado su autoridad! ¡Un desequilibrado, un apóstata histérico de voz atiplada seguramente pecaminosa, se había levantado de repente en uno de los primeros bancos y osaba rebatirle en público lo incontestable de su homilía con infames argumentos de taberna! ¡En su misa, en su propia misa, en medio de la misa! ¡Un descreído, sin duda! ¡Hasta ese punto llega la promiscuidad de la nueva sociedad! ¡Qué desvergüenza! ¿Qué vendría luego? ¿La quema de iglesias? ¿Las violaciones? ¿El tormento? ¿La persecución incontrolada! ¡Terrible! ¡Humillarle a él, canónigo, teólogo, que había visitado dos veces los Santos Lugares, que se había bañado en el Jordán y en la piscina de Lourdes sin enfermar en el intento! ¡Aquel tipo sin duda era el mismísimo diablo disfrazado de activista social! ¡Y en la iglesia, su iglesia amada, la única iglesia verdadera, se atrevía a romper el muy desvergonzado la exquisita musicalidad de sus bellas palabras! Sin poderse contener, gritó acusándole con todas sus fuerzas: –¡Anatema! –y se desplomó en el suelo. Alterado en su apacible sueño por el codazo violento de su mujer, el médico balbuceó algo así como “¿quién me llama?” o “¿qué pasa?” o “que vuelva más tarde” o “miren que estoy echando la siesta” o “¿qué nombre van a ponerle al niño?” antes de percatarse de la gravedad del suceso. Abandonó presuroso la tercera fila de los bancos de madera para dirigir el auxilio. Tomó el pulso al cura, le abrió la boca, le tocó la lengua con un palito, le hizo girar los ojos dibujando con sus dedos delicadas espirales en los párpados, y conminó a que todos se separasen. Luego, se volvió al resto de los asistentes, y dijo con voz profunda: 49