LUIS Mª ALFARO
Matar a Franco. Teníamos motivos para odiar a Franco. A un tío de Javier lo destriparon en la guerra, al padre de Fidel en la muga con la mochila a la espalda cuando pasaba contrabando, a un pariente de Campos le aplicaron la ley de fugas y un hermano de Olegario andaba desaparecido allá por Francia o por Argelia o no se sabe dónde. Mi abuelo murió en el 36, en diciembre. Aunque fuéramos todos a la pública, a diferencia de los José Antonio, Francisco, Adolfo y nombres así, cuyos padres tenían la medalla de la victoria con un lacito con la bandera nacional, nosotros éramos un poco más rebeldes; mirábamos recelosos a izquierda y derecha como conspiradores pobres. Todos pasábamos necesidades, la verdad, y las moscas verdes merodeaban sin piedad en nuestra piel nunca demasiado limpia, pero los padres de los José Antonio y los Francisco gozaban la mayoría de trabajo estable y hablaban con menos miedo en sus casas, incluso con risas, y cenaban todas las noches. Los nuestros o estaban criando malvas o en la mar o trabajando en lo que saliera. Nuestras conversaciones estoy seguro también eran más tristes, envueltas en largos silencios. Unos y otros merendábamos lo mismo: nata amarilla con azúcar marrón, y los viernes anchoas en salazón, extraídas de una lata de membrillo después de levantar la piedra que las prensaba. Nosotros queríamos matar a Franco; los otros se disimulaban las ganas o les daba lo mismo. Franco veraneaba en agosto. Para la Salve y la corrida de toros de la Virgen ya estaba aquí, con el sombrero gris que le disimulaba la altura y con las gafas de sol para ocultar la cara de miedo del pobre barbero cuando le suplantaba como doble. A veces por tierra, a veces por mar, su llegada se mantenía en secreto. Lo intuíamos un mes antes por la cantidad de extraños que visitaban el 62