XI MICROCONCURSO
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Está permitida la reproducción parcial o total de esta obra siempre que sea sin ánimo de lucro y no tenga la negativa expresa de los autores y autoras de los textos
D.L. B-26.814-2012
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Disfrutad de las obras que tenéis en vuestras manos. Obras breves, pero intensas, breves, pero con mucho contenido, breves, pero que nos hacen sentir emociones muy duraderas.
Muchas gracias a todas las personas que, desde la cercanía, desde la distancia y desde la diversidad, habéis querido aportar vuestra sabiduría, vuestro talento y vuestra dedicación a este concurso de microrrelatos, que empezó, tímidamente, hace once años y que hoy, gracias al compromiso político, y al trabajo tanto de los técnicos y técnicas municipales como del equipo de Cultura y el de la Biblioteca Esteve Paluzie, es un concurso conocido en todas partes y con un prestigio innegable.
Larga vida al Concurso de Microrrelatos de Barberà del Vallès.
Alcalde de Barberà del Vallès
Érase un mosquito que al igual que a todos los de su especie, al poco de nacer ya le quedaban escasas horas de vida. Así que en cuanto vio la luz por primera vez se dijo así mismo: –Tendré que darme prisa en vivir, esto se acaba. De inmediato se puso a volar sin rumbo fijo, y tanto voló que quedó exhausto, se paró entonces al lado de una charca junta a una fea fábrica, y bebió unos traguitos de agua contaminada. Después de descansar unos minutos, reanudó su viaje sin saber a ciencia cierta qué hacer o a donde ir.
Pasadas unas horas tuvo hambre y siguiendo su ancestral instinto de alimentarse con sangre, picó a su paso todo lo que pudo: vacas, cerdos, caballos, personas...
Luego se enamoró, tuvo hijos y al cumplirse las veinticuatro horas de su nacimiento, límite de su ciclo vital, su vida acabó, su diminuto cuerpo cayó al suelo como caen todos mosquitos, patas arriba y con cara de estar diciendo: –¡Vaya vida más corta la mía!
Pero lo que no adivinaba, sumido como estaba en tan lastimeros pensamientos, era que el suyo, sin saberlo, había sido un destino criminal, ya que tras su muerte, también la ciudad entera cayó patas arriba, se borró del mapa, desapareció, debido a su minúscula picadura envenenada, que degeneró luego en infección masiva, en contagio colectivo de hombres, animales y plantas.
Me sorprende su desconcierto y, sin poder creerlo, adivino cómo reprime las ganas de llorar. Por eso le pregunto que qué coño esperaba hacer aquí. Joder, nosotros teníamos más cojones. No sé dónde hostias reclutan a los nuevos ahora.
–Pero si no es más que un crío –dice, con las manos aún temblorosas.
–¡Un crío… una polla! –le grito–. Este es otro jodido hijo de puta, como todos. Que te entre en la puta cabeza desde el primer día. Los universitarios siempre son los peores, siempre. Además, ¿te crees que a mí me gusta tocar los cojones a un tío? Ni con pinzas, ¡joder!
Entonces deja la picana eléctrica junto al cuerpo desmayado y descubro el brillo en su mirada que tan bien sé reconocer. «Ahí está, me digo, qué cabrón, algo tenían que haber visto en el novato», y decido animarlo:
–Ya verás cuando sea una mujer. Con ellas tenemos carta blanca.
Y enseguida comienza a sonreír.
Rafa Heredero García Laguna de Duero (Valladolid)
Fulminamos la contención y nos besamos novicia y apasionadamente. Lo hicimos sin ningún pudor ante quienes tenían cosas más importantes en las que pensar.
Creo que nos hubiera dado igual desnudarnos y alojarnos en la locura, pero el frío y la humedad no decían que eso fuera inteligente, así que las manos culebrearon entre las ropas.
Aunque escuchábamos acercarse los pasos sobre el barro, ni nos detuvimos ni pensamos en hacerlo.
A nuestra altura, izó la vista al cielo como bandera necesaria. No le gustaba lo más mínimo, pero en pocos minutos nos iba a dar la orden de salir de la trinchera ubicándonos a merced de los cañones.
Javier Palanca Corredor ValenciaEl bosque avanzaba en la cadena de producción. El supervisor estimó que cuando instalaran los nidos en las ramas, removieran la hojarasca y pintaran musgo en las umbrías, se vería más real. Pero algo le hizo dudar. Revisó el pedido. No se habían incluido ardillas, ni pájaros, tampoco unas discretas setas. Otro de los que sacrificaban calidad a cambio de reducir costes. No deberían trabajar con este tipo de clientes que escatimaban tanto con el presupuesto. Pero eso era cosa de los de Ventas. Y a esa gente solo le preocupaba alcanzar los cupos que les imponían.
A escondidas depositó algunos huevos de cartón piedra, soltó dos ardillas de peluche preñadas y ubicó varias larvas de plástico. El tiempo haría el resto.
No podía permitir que un bosque artificial saliera de su fábrica. Si por algo destacaban los productos que manufacturaban, era por su naturaleza auténtica cien por cien.
Patricia Collazo González Alcobendas (Madrid)Podría decirse que soy masoquista. Acudo a verle en brazos de otras y sufro. Hoy ha ocurrido algo inesperado, justo en el momento en que iba a besar a la protagonista, atraviesa la pantalla se acerca a mi butaca y, con la voz tomada, me confiesa ser esclavo por la tiranía de las productoras, que le obligan a simular de modo creíble su amor por esas arpías. Todo por los contratos y el espectáculo, pero que su corazón fuera de los guiones, es mío. Entonces el público de la sala aplaude a rabiar puesto en pie, mientras él me besa con pasión y regresa adentrándose en la pantalla justo antes del The End.
La verdad es que soy bastante distinto al de la foto de boda que preside el comedor. Pero ella no lo aprecia. En mi juventud todavía me parecía menos a ese apuesto novio. Ahora, de viejo, es cierto que somos todos un poco más iguales y es fácil confundirnos. Por eso me recogió. Aquel día, cuando me encontró en la puerta del supermercado, se podría decir que volví a nacer. Pensé que se acercaba a echarme unas monedas y, sin embargo, me dijo: “Alfredo, ¿qué haces ahí sentado? Ven a ayudarme con la compra”. Me hizo coger un par de las bolsas que llevaba y acompañarla a casa. “No te quedes quieto como un pasmarote, guarda las cosas en su sitio”. Y aquí estoy, convertido en Alfredo, de quien enviudó la pobre mujer unos meses atrás.
Esta noche ha vuelto a soñar con ella, con su compañera de trabajo, con sus piernas largas y sus zapatos de aguja, con su coño rasurado y su sonrisa de azafata de televisión, sueña que hacen el amor con ternura desmedida, pero cuando va a abrazarla se le escurre entre los dedos para vestirse apresuradamente y, como una cenicienta cualquiera, perder un zapato que en ese mismo momento, en otro punto de la ciudad, anda buscando como una desesperada por toda la casa, debajo de la cama, en las cajoneras de los armarios, pensando que vaya casualidad, que no encuentre precisamente ese, mientras se decide por otros y termina de maquillarse y vestir a los niños que dejará con premura en el colegio, de camino a la oficina, donde dentro de un rato, como cada mañana, se hará la encontradiza y le contará banalidades, sin atreverse a confesarle, hoy tampoco, que ha vuelto a soñar con él.
El productor apura la copa de armañac y se desnuda con calma, satisfecho de que, por fin, la actriz haya entrado en razón. Una sutil amenaza de despido siempre funciona. La observa en plano general. Después, unos cuantos primeros planos: ojos, pechos, labios. Corre las cortinas y enciende la lámpara de la mesilla.
–¡Luces y acción! –ordena, sonriente. La mujer se le aproxima en un travelling contrapicado. Paso firme. Pelo recogido. Zoom de acercamiento hacia unas tijeras escondidas en la palma de su mano derecha.
–Corten –susurra ella.
Él grita. Una paloma alza el vuelo en panorámica sobre el tejado del hotel. Fundido a negro.
Raúl Clavero Blázquez Madrid
Era el bandido más preciado de todo el lejano oeste. Llevaba años en búsqueda y captura, y ofrecían una buena recompensa por él. Pero lo reclamaban vivo, sin este detalle ya le habrían disparado hace tiempo. Fueron muchos los pistoleros que le dieron caza en un remoto condado y luego tenían que llevarlo hasta el sheriff que pagaría por él, aunque nunca alcanzaban al destino con el prisionero: siempre lograba escapar a pocas millas de la población.
El fugitivo había dado el mayor golpe jamás visto al atracar el banco cuando rebosaba oro y diamantes extraídos de la mina vecina, convirtiéndose en un hombre odiado y envidiado. Desde entonces, se puso precio a su cabeza. De hecho, él mismo compensó con una jugosa cantidad al sheriff para que fijara la retribución solo si lo entregaban con vida. También premiaba con una generosa paga a quien, en una parada de la diligencia cercana al pueblo, le ayudaba a huir con un meticuloso plan sin que nadie resultara herido. Y es que al ladrón le gustaba viajar acompañado y lo conseguía cada vez que se dejaba atrapar por un cazarrecompensas bien lejos de su hogar.
Desde niño, Octavio siempre ha tenido miedo a equivocarse. Se lo inoculó su madre de un bofetón, tras confundirse de marca de tabaco. Aunque el enrojecimiento de su mejilla desapareció en horas, aquello bloqueó algo en su mente.
Años después, dejó los estudios, incapaz de afrontar el examen más sencillo. Se sentaba ante la hoja, leía las preguntas y se paralizaba.
Ahora es operario en una cadena de montaje. Un trabajo mecánico que no le obliga a pensar. Cada noche vuelve a casa sin variar el trayecto y cena la misma lasaña precocinada. No se relaciona, pues teme que los amigos le fallen o enamorarse de quien no debiera.
Apenas sale a la calle. Solo visita a su madre, pues necesita sus medicinas.
–¡No vayas a confundirte, estúpido! –le grita desde la cama. Aunque está cada vez más postrada, aún conserva su furia.
Él no responde y sigue preparando el pastillero semanal mientras mira la televisión. Están dando su concurso favorito.
–¿Quién descubrió la Penicilina? –pregunta el presentador.
Él sabe la respuesta, pero aprieta los labios para contenerla. Mientras, amontona pastillas en los casilleros, quizá menos pendiente de la tarea que de la siguiente pregunta.
Los muertos tampoco se soportan. Mantienen sus vulgares rencillas como cualquier comunidad de vecinos mal avenida, en su bloque de nichos de escasos metros y paredes mal aisladas. Los muertos de amor nunca son bienvenidos porque suelen montar escenas de melancolía y llanto desesperado. No hacen gracia a los muertos de aburrimiento, más dados al soporífero descanso eterno. Ni a los muertos de risa que no comprenden el dramatismo de la angustia apasionada. Tampoco gustan a los muertos de hambre, que están más centrados en el canibalismo al descuido. Apenas tienen la cordialidad de los muertos de miedo, por simple empatía de opuestos. Porque el amor no entiende de miedos, y el miedo no se atreve al amor, ni a nada. Solo los muertos a secas van y vienen, discretos, a sus cosas, sin molestar a nadie, convencidos de su filosofía de muere y deja morir.
Torredonjimeno (Jaén)
Los ve alejarse juntos, felices, liberados y por un instante se arrepiente de su arrebato de ira. Sabe que ya su soledad será eterna.
Cerca, bajo el árbol de frutos lustrosos, la serpiente sonríe.
A simple vista no notaríais la diferencia respecto a lo que vosotros conocisteis. Los coches siguen llenando las carreteras en hora punta. Los semáforos pasan del verde al rojo con la frecuencia precisa. Los letreros luminosos anuncian que quedan algunas plazas libres en un parking o que se compra oro. Las puertas automáticas de los supermercados se abren sin que pase nadie, como guiños cínicos. Las chimeneas humean en invierno y los aspersores riegan los jardines en verano. En los edificios se encienden las luces de los apartamentos cuando cae la noche; los salones se mantienen iluminados mientras el televisor muestra una vieja película y cambia de canal durante la publicidad. Los despertadores suenan y la actividad se reanuda al amanecer, como antes, porque a las ciudades les gusta que se siga escribiendo sobre ellas. Coquetas, evitan abandonarse y por eso no notaríais la diferencia. Quizá sí al principio de nuestro tiempo, cuando aún había camiones de la basura circulando, cientos, y se podían percibir los golpes y gritos que llegaban desde dentro y que poco a poco se apagaban, según la carne y los huesos se prensaban camino del vertedero.
Zarautz (Gipuzkoa)
Ganador mensual noviembre
Era mi oportunidad, Laura estaba justo detrás de mí en la fila de la fuente. Cuando me tocó beber, me incliné y susurré “te quiero”, con la esperanza de que mis palabras se enredaran con el agua para rozar después sus labios. Justo entonces, Mario, el abusón de mi clase, se abrió paso a codazos, saltándose el turno, me apartó de un empujón, y se refrescó la cara con mi declaración de amor.
Lo bueno es que ya no me pega por las tardes, a la salida del colegio.
Lo malo es que no ha dejado de perseguirme.
Bajaron de la camioneta dóciles como corderos. Al pagar, ya les advertí que deberían recorrer solos el último tramo hasta la frontera. Lo que desconocían es que no tendrían agua suficiente para soportar el calor sofocante del desierto; que caminarían durante varias horas rodeados de escorpiones y buitres y que, con el sonido de las sirenas y los disparos, echarían a correr hasta que sus corazones se acelerasen desbocados.
Cuando los recogimos, tenían un subidón de adrenalina. Ahora que todo ha pasado, dejaremos que se relajen en el jacuzzi y les ofreceremos un ágape de lujo como final de la experiencia. Pero lo mejor llegará ya en casa, cuando, con un guiño de complicidad, puedan decirle a la mujer que limpia su mugre que ya saben cómo se siente.
La niebla siempre está ahí, húmeda, viscosa. Esperando que abra la ventana para colarse en la casa. Que deje entrar a mis nietos para aprovechar el resquicio e inundarme de vacíos. Por eso he escrito sus nombres con letra clara en la pizarra del frigo: Alicia, Tomás, Javier. Parece que vaya a comprarlos en la próxima visita al mercado, pero no. El más fácil es Tomás, heredado del abuelo. Y también es el más importante. Si desapareciera tras la bruma perdería dos en uno. ¿Por qué tienes los nombres de los niños en el frigo, mamá? Me encojo de hombros farfullando las dos palabras que aún suelen sacarme de apuros: cosas mías.
Patricia Collazo González Alcobendas (Madrid)Estaba disfrutando de la tarde de fútbol a pesar de que había quitado el sonido de la tele. Repantigarse en el sofá con una bolsa de patatas y un bote de cerveza era todo lo que un hombre podía desear. Eso y un empleo bien remunerado, un chalecito, barbacoas los sábados y paellas familiares los domingos. Entre sus colegas no estaba bien visto preferir salud, dinero y amor a sexo, droga y rock and roll y por eso había mantenido siempre ocultas sus aspiraciones. Por supuesto, el lote incluía esposa e hijos y ellos -meditaba contemplando la foto de la repisa- eran perfectos. Guapos, sonrientes y… confiados. Tanto como para que su vivienda fuera uno de los pocas sin alarma o para que no escondieran las joyas en algún tarro de la cocina. No había tardado nada en encontrarlas dentro del joyero de la habitación de matrimonio. Seguro que por el collar de oro blanco le daban una “pasta”.
A pesar de que los había visto marchar cargados con maletas, no era prudente prolongar más su estancia. Antes de salir, echó una última mirada al salón con un pellizco de melancolía. Sin duda se estaba haciendo viejo.
Cuando se produce una catástrofe, con muchos muertos, ocurre un fenómeno de transmutación asombroso que nadie puede explicar. Las personas se transforman en números. El prodigio ha sido estudiado por científicos y magos de todo el mundo sin que nadie haya podido descubrir el mecanismo del proceso. A los familiares les da igual ese prodigio, lloran desconsolados cuando les entregan su número impreso en una hoja de papel reciclado. Les dan un siete o un ciento nueve, que se llamó Alberto o María y que quisieron ser astrónomos o fontaneros, cultivar un huerto o participar en un club literario. Poco pueden hacer ya. Si acaso meterlos entre las páginas de un libro de álgebra, para sentir que les honran, que estarán acompañados, que hay otras ecuaciones llenas de incógnitas que sí pueden resolverse.
Torredonjimeno (Jaén)
Escucha la llave de hierro girar en la cerradura. Los goznes oxidados chirrían al abrirse la puerta. La silueta se recorta, imponente, en el cuadrilátero de luz. Huele a miedo, veneno y orines de ratas en el sótano. El niño sabe que va a morir. La sombra baja el primer peldaño. Ante los ojos del chico, la bola irisada en el quinto escalón de la escalera se le presenta como su única esperanza de salvación. Conforme la oscura figura acorta distancia, el sonido de loza y cristal se materializa en una bandeja con plato de comida y vaso de agua. El pequeño tiene sed. Mucha. El miedo se repliega. Necesita beber con urgencia. Anhela que lleguen hasta él las zapatillas cochambrosas. La suela izquierda pisa la canica. y el cuerpo sale despedido a los pies del chaval. Un crac de rama rota. La bandeja a un lado, las patatas guisadas esparcidas por el suelo y los cristales sobre un charquito. Pasan minutos, tal vez horas. El muchacho tiembla. Ha mojado el pantalón. Despierte, por favor, suplica con un hilo de voz.
Ganador mensual diciembre
Me telefoneó enfadado. Me espetó sin dilación que lo nuestro había terminado, que no quería volver a verme. Tomó dos segundos para respirar pero fui incapaz de decir nada así que me soltó su retahíla de reproches:
Que siempre tuvo conmigo un montón de detalles que nunca supe agradecer. El viaje sorpresa a las Maldivas por nuestro aniversario, las cenas de los viernes a bordo del barco, las joyas de diseño en mis cumpleaños, los trapitos en las boutiques más caras…
Que nunca puse interés por la casa, que él era el que se encargaba de las compras y atender el servicio para que yo no tuviera que hacer nada…
Que nunca acompañé a los niños al pediatra, al dentista o al colegio.
Que ya no podía más. Que necesitaba cambiar de aires y que se marchaba a París a reorganizar y rehacer su vida.
Colgó sin darme opción alguna y busqué el primer vuelo.
Ahora estoy aquí, paseando por la orilla del Sena tratando de encontrar al hombre de mi vida sin saber siquiera su nombre. Creo en el destino y en las señales. Quizá no se equivocó de teléfono.
Cojo tu mano y salimos corriendo del módulo dejando un reguero de sangre por los pasillos. Gracias a tu ayuda, he conseguido abrir todas las puertas y escapar.
Empezaba a cogerte cariño después de tantos años, pero hay que ser estúpido para enamorarse de un asesino. Comienzo una nueva vida y, al menos, me llevo un pedazo de ti.
La flaca Nuria, desnuda contra el paredón. Las tetitas aplastadas, la cara hundida casi entre los ladrillos, vuelta para mirarme. El desconcierto en su expresión me dolió más que si hubiera ofrecido un semblante acusatorio, insultante. Fui yo quien cerró los ojos cuando sonó la descarga. Hubiera dejado para siempre los párpados sellados; el comandante me obligó a despegarlos, al venir a felicitarme. Estreché la mano con gusto a pólvora, sonreí cobarde, eludí la vista del pálido cuerpo decorado con sangre. Me marché el primero. Tenía prisa. El comandante estaba en lo cierto, había nuevas pistas esperando en el confesionario. Además, debía preparar un buen sermón; la mamá de la flaca Nuria confiaba en su cura, merecía escuchar de mi boca lo maravillosa que había sido su hija, condenada a una muerte tan injusta.
El primer marido apareció una mañana de abril atado a una señal frente a la estación de autobuses. Poco después, y tras una llamada anónima a la policía, encontraron a dos mellizos dentro de una caja junto a un contenedor del recinto ferial. A otro lo dejaron sin nota y con una botella de ginebra a las puertas del centro de acogida. Con el verano los abandonos se multiplicaron, hasta el punto de que el consistorio tuvo que realizar una modificación de la ordenanza municipal para favorecer actuaciones como el sacrificio cero y evitar así una masacre.
Esta mañana los voluntarios que los cuidan y preparan han hecho un llamamiento junto al alcalde para que se adopten maridos abandonados ante la saturación existente. Desde la protectora confiesan que no albergan muchas esperanzas de éxito con esta campaña, por eso también ofrecen la posibilidad de realizar paseos solidarios.
En el momento en el que nuestra hija nos anunció que esta noche iba a venir a cenar con su novio sueco y los padres de él, ya sentí pereza. No me acostumbro a ver que se ha convertido en una adulta. Han llegado puntuales y les hemos ofrecido tomar una copa en el salón antes de la cena. Les observo mientras hablan y beben. Él, el padre, debe rondar los cincuenta, tiene un acento extraño y me cuesta entender su inglés; en cambio ella estuvo en nuestro país cuando era joven y sabe nuestro idioma. Mi mujer parece encantada con la idea de unos consuegros suecos, incluso explica un chiste sin gracia de Ikea. Será por los nervios. Nuestra hija también está inquieta, ambos lo están, parecen muy enamorados. Y ahora me planteo cómo explicarles que lo suyo no va a poder ser. Dicen que las hijas suelen buscar a un chico que le recuerde al padre. Debo reconocer que existe bastante parecido si lo comparamos con una fotografía mía con su edad. Qué poco queda de aquel chaval. Pero ella, su madre, la sueca, aún conserva el encanto de entonces; aunque se haga la disimulada riéndose del chiste de Ikea.
Debajo del paraguas negro siempre hay un hombre; un hombre esquivo, seco, que se esconde bajo tela impermeable y sobre el que los vecinos del barrio conjeturan sin descanso. Existen multitud de teorías sobre qué lo lleva a pasear a diario con su paraguas abierto. Si hace sol porque resulta que es un hipocondríaco que examina su piel cada noche en busca de lunares sospechosos. Si está nublado la mayoría piensa que es precavido como pocos y los días de tormenta eléctrica todos coinciden en que ese hombrecillo desea que lo fulmine un rayo. «¿Quién te ha hecho tanto daño, cielo?», suele musitar una anciana desde su balcón agarrándose la blusa para intentar exprimir el zumo de su pasado.
Sin embargo, es en los días lluviosos cuando todos esos hombres son tan ciertos como el que se mezcla con otros peatones cubiertos por otros paraguas negros. Durante esas horas de lluvia los vecinos le pierden la pista y no les queda otra que aguardar a que escampe para no inventar al tuntún. Pero al apaciguarse los charcos siempre dudan si será ese paraguas abierto el mismo de antes o si el hombre que oculta habrá cambiado, no vayan a interesarse por quien no es quien aparenta ser.
Solo me sacaba dos años, pero era alto como una acacia. Por eso él siempre era Custer y yo solo un cabo de Arizona.
Cada tarde, los indios de Caballo Loco nos rodeaban. Entre aullidos y bramidos emitidos por nosotros mismos, disparaban cientos de lanzas y flechas que se perdían por el desierto del pasillo.
Un día, una le alcanzó en el muslo y, tras simular que echaba un trago de whisky, se la arrancó y logró arrastrarse hasta el fuerte. Allí siempre aguardábamos el ataque final del ejército Cheyenne: las cosquillas de Manitú.
Luego merendábamos y hacíamos los deberes.
Con el tiempo, mi cama dejó de ser sitiada y una paz triste inundó el dormitorio. Cada puesta de sol, observaba melancólico cómo el general Custer, despojado de su uniforme, escapaba calle abajo con varios forajidos. Regresaba al amanecer, provocando ruidos, portazos y el llanto de mamá. Una noche no regresó y escuché llorar a mi padre. Mugía como un búfalo agonizante.
Dicen que ahora Custer bebe whisky sin tener heridas y que atraca diligencias. En varios estados han puesto precio a su cabeza y cada noche, mientras me duermo, miro su cama vacía e imagino su cadáver colgado de un árbol seco.
Salvador Terceño Raposo SevillaDesde la cubierta del yate, alzaban las copas celebrando los millones de dólares que les reportaría el resort más exclusivo del planeta. Los asesores les recordaron que aquella remota isla no estaba desierta y que tendrían que comprársela a los lugareños. Las carcajadas se escucharon desde la orilla, donde la tribu salivaba preparando el fuego.
Decidí parir un niño pelirrojo. Tan precioso que casi siento impulsos de matar a la matrona, de puro ansia por estrecharlo. Y tan dulce que luego, en casa, al dejarlo entre mis muñecos, lo vi abrazado a uno de ellos (el pecoso), como para consolarlo. Igual sentía calor, o le gustaba su olor. Pero eso me hacía odiar también al muñeco. Mi niño precioso de pelo rojizo, le repetía siempre, no crezcas nunca.
Pero creció, reptó, gateó. Y a veces intentaba alejarse unos metros. Y otras llegaban personas, para verlo, o cogerlo, sin entender que era solo mío. Que se alimentaba de mí.
Y aquel día, cuando volvió a intentar alejarse, sucedió algo extraño: su sedosa piel de repente se volvió rígida; sus movimientos se enlentecieron; y sus ojos, tan inquietos, decidieron quedarse fijos en los míos. Así, quietecito, cariño. Cerquita de mamá todo es mejor. Descansa.
Esta mañana he decidido parir un niño de pelo negro. Tan hermoso y dulce que, al llegar a casa y dejarlo entre mis muñecos, se ha abrazado a uno de ellos, al pelirrojo. Como si quisiera consolarlo, como si aún sintiera su calor.
Cansado de un oficio que no le gustaba, decidió arriesgarse y apostar por su sueño. Al fin veía recompensados sus sacrificios y comenzaría una nueva vida. Sentía que había hecho un esfuerzo titánico para asistir a clases de música y practicar, mientras seguía trabajando de camarero. Le hizo gracia que fuera ese mismo el nombre del barco donde le habían contratado para formar parte de la orquesta.
–Una víctima.
–Una pistola.
–Una pizca de valor.
–Ningún escrúpulo.
–21 gramos de resentimiento.
–Odio en estado puro (todo del que disponga).
–Cubo, fregona y lejía (opcional).
–Una foto de su hija muerta (indispensable).
Diríjase hacia la víctima en cuestión. Si es usted cobarde, aproxímese por detrás. Si desea verle la cara, puede hacerlo de frente. Esta última opción resulta más satisfactoria en general. Asegúrese de que ningún escrúpulo o remordimiento hará acto de presencia. Saque la pistola del bolso. Añada la pizca de valor. Levante el arma. Apunte a la frente o a la nuca de la víctima, en función de la opción de aproximación elegida. Coja todo su odio. Recuerde que solo sirve el odio en estado puro. Ese odio que tiene almacenado dentro, que no le deja dormir, ni comer, ni respirar, ni llorar. Apriete el gatillo. Agáchese junto a la víctima y verifique que no respira. Cuente hasta veintiuno. Uno por cada gramo del alma de la hija que ese individuo le arrebató. Como los gramos de ese resentimiento que va desapareciendo ya a medida que la sangre de la víctima empapa el suelo. Si le apetece, limpie el charco. Si no, coja la foto. Bésela. Llore. Por fin.
Teo (A Coruña)
La raya blanca apareció de la noche a la mañana y dividió la ciudad en dos. El alcalde dijo que aquello era una señal y que no debíamos cruzarla. ¿Y quiénes éramos nosotros para contradecirle?
A un lado quedó la farmacia, la carnicería y el parque. Al otro, la plaza, la panadería y el hospital. A la izquierda, la escuela, el gimnasio y la taberna. A la derecha, la iglesia, la piscina y el cementerio.
Al principio nos lamentamos: que sin hospital cómo íbamos a vivir, que sin cementerio cómo íbamos a morir, que sin plaza dónde celebraríamos la fiesta, que sin cura quién nos iba a casar… Pero con el tiempo llegamos a acostumbrarnos. Los que se quedaron sin escuela enseñaban a los niños en casa y se automedicaban en la farmacia. Los de mi lado aprendimos a vivir sin carne y nos consolamos pensando que, al menos, teníamos pan.
Así vivimos muchos años hasta que un iluminado nos llamó imbéciles: “¿No veis que es solo una línea de tiza y que si queréis, la podéis barrer o cruzar?”
Esa misma noche cientos de hombres y mujeres de ambos lados nos colocamos a lo largo de la raya, enterramos al iluminado y construimos el muro que ahora atraviesa la ciudad.
Los Cristianos (Santa Cruz de Tenerife) Ganador mensual febrero
Nos extrañó que naciese con pocas escamas. Pensamos que se trataba de algún retraso en el crecimiento, pero cuando vimos que tampoco desarrollaba la aleta ventral y le salían esas patitas nos preguntamos en qué habíamos fallado.
Ahora se pasa el día entero en su agujero del arrecife haciendo vete a saber qué y por las noches se larga de correrías con sus amigotes. Vuelven con la marea, arrastrándose. Ellos lo llaman “flow”. Van a la suya; no cuentan nada. Dicen que somos unos pesados, unos antiguos y que les dejemos en paz o un día de estos se van más allá de la orilla y no vuelven nunca más.
Rafael Loscertales de la Puebla Cornellà de Llobregat (Barcelona)
Mientras riego la frondosidad de las plantas que crecen sobre la mesa de la sala, microscópicos cocodrilos nadan en el agua que rebosa los platos de las macetas. En el aire de la tarde resuenan rugidos y algo se agita entre las hojas. Las aparto y encuentro un Tarzán diminuto sujeto al tallo del anturio: se cuelga de una liana, aterriza en la flor, donde Jane lo espera y salta a su espalda. Sujetos a otra liana, como trapecistas salvajes, desaparecen en el verdor de un helecho vecino. Ya me había advertido el jardinero que no abusara del humus de jungla, pero no le hice caso.
Aunque ya se habían extinguido, su imagen permanecía palpitando en nuestras retinas y permanecíamos recostados en la hierba mirando el cielo. Entonces, mamá decía que no podíamos quedarnos dormidos a la intemperie, que el rocío nos haría mal a los pulmones. Así que papá nos aupaba uno a uno y nos metía en la tienda de campaña.
La imagen de las Perseidas nos servía de cuento de buenas noches y nos dormíamos sintiéndonos mayores por haber aguantado hasta tan tarde.
Papá salía de la tienda, abrazaba a mamá y se quedaban mirando un rato más el cielo.
–Al agosto de mis siete años: 1983 –especifico sin dudar al técnico de la máquina del tiempo.
Patricia Collazo González Alcobendas (Madrid)Su padre le sorprendió con el cuerpo inerte de la rata agarrado por la cola. No le había dado tiempo de arrojarlo al arroyo que pasaba frente a su casa para que se confundiera entre la inmundicia. El primer impulso del niño fue admitir que la había matado, pero al instante cambió de opinión. Con su cara más inocente, convenció a su progenitor de que había encontrado así al animal y de que estaba muy triste porque pensaba que era el ratoncito Pérez. Se dejó consolar. «No es él. En cuanto se te caiga el próximo diente ya verás como viene y te deja algo bajo la almohada», le dijo el hombre. Como si fuera la primera vez que mataba una de las ratas que cada noche rondaban el camastro. Como si no supiera que, a su edad, los dientes que se caen ya no son de leche. Como si las aguas de aquellos torrentes mugrientos no hubieran ahogado hace tiempo todas las infancias.
Lluís Talavera Barcelona
Me llamo Adrián, hoy cumplo quince años y todavía no tengo claro qué quiero ser de mayor. Dice la psicóloga que eso es porque carezco de referentes importantes en mi vida. Soy hijo único y de mi padre solo conservo un mal sabor de boca. Mi madre se esfuerza para que nunca me falte un plato caliente en la mesa. Le agradezco mucho todo lo que hace por mí, aunque cada vez me agobia más su afición desmedida por los hombres. Le gustan todos, excepto los que tienen pecas y cicatrices. Esos no. Que se le atragantan, dice con una mueca de disgusto. Ya he perdido la cuenta de todos los que han desfilado por casa; no me da tiempo a cogerles cariño y de la mayoría ni siquiera recuerdo el nombre. Cuanto más le gustan, menos le duran. El último se llamaba Luis. Era electricista, creo. Demasiado joven, le advertí algo incómodo cuando me lo presentó, pero al final ella tenía razón: estaba tan bueno que solo hemos dejado los huesos. Dice que los va a aprovechar para hacer un caldo. Como homenaje. ¿Te parece bien?, me pregunta con una sospechosa voz seductora. Asiento tímidamente con la cabeza. No sé, empiezo a sentir unas ganas inmensas de hacerme vegetariano.
Margarita del Brezo Ceuta
La niña que no crece tampoco quiere escuchar. Solo lee y así se le pasan los años. Las demás perdimos la voz infantil sin darnos cuenta y hemos aprendido a caminar como si no nos observasen. Mientras, ella lee sin descanso, año tras año.
A veces su eterna niñez nos apena y le decimos palabras dulces como a una mascota, pero no nos oye. Solo conversa con personajes de cuento que nunca envejecen. Y les susurra que vengan a buscarla en el siguiente capítulo. Ese en el que nosotras ya no estaremos.
Desde su icónico programa, el locutor lleva veinte años acompañando a camioneros, serenos de obra y mujeres insomnes. Son ellas las que, teléfono en mano y con muchas horas por llenar hasta el amanecer, van creando el contenido con sus mensajes. Llaman para comentar películas o pedir canciones. Hablan de su soledad. Cuentan sus más íntimos pesares y deseos. Algunas no tienen más tema que sus familias; otras inventan, más que recuerdan, un pasado ideal y lejano.
Últimamente el locutor notó la ausencia de Zulma, la que dice haber sido Reina de la Primavera en 1970. Después, la de Marisa, que extraña a los nietos que viven en el exterior. Esta semana no llamó Susy para pedir un bolero. Tampoco le hizo llegar a la emisora los alfajores de maicena hechos por ella.
Muy a su pesar, porque no le sobran patrocinadores, el locutor decidió dar de baja ciertos anuncios de la primera hora de aire, los de las gotitas mágicas que inducen al sueño.
Papá siempre decía que los libros que merecían la pena eran los de tapa dura y hojas amarillentas. Solía pasar los días encerrado en su despacho y las noches y fines de semana, en su biblioteca. Mis hermanas y yo debíamos guardar silencio absoluto en casa, nuestras voces femeninas le recordaban que el heredero aún estaba por llegar. En algunas ocasiones se marchaba de viaje durante unos días por negocios. Yo aprovechaba sus ausencias para devorar aquellos libros. En una de ellas entré en su despacho y me senté en el gran sillón de su escritorio. Con voz solemne imité su habitual discurso de moralidad. Mi curiosidad me llevó a revisarlo todo sin encontrar nada de interés, ya que los cajones estaban cerrados con llave. Sin embargo, tuve una idea. Lo sé todo, decía la nota que escribí, firmé y guardé dentro del libro de Dostoyevski que tenía sobre la mesa. Aquello cambió mi destino. Papá desistió del heredero y convenció a toda la familia de mis grandes cualidades y dotes de mando, a pesar de no ser la mayor. A la mañana siguiente, la cocinera había desaparecido y nos tuvimos que conformar con desayunar las tortitas quemadas que nos hizo la ama de llaves.
Barberà del Vallès (Barcelona)
Sí, soy yo. Tras oír la terrible noticia, cuelgo el teléfono y salgo del trabajo precipitadamente, con el corazón de tambor saliéndose de mi pecho. Llego a casa, sorteo a los policías y corro hasta ella. Parece tan desvalida… Su pelo blanco está despeinado y multitud de gotas rojas jalonan el encaje de su anticuado camisón. La abrazo fuerte. Me dice entre llantos que oyó un ruido, que cogió el cuchillo que guarda en la mesilla cuando tengo turno de noche, que se hizo la dormida... Yo miro el bulto tapado con la sábana blanca. Sobresalen unos zapatos viejos y desparejados. El tipo procederá de los bajos fondos de la vida, tan corto de entendederas que fue incapaz de recordar, aunque se lo dije cien veces, que tuviera cuidado con la baldosa suelta.
Así las cosas, buscamos debajo de las mesas de los restaurantes. A veces en los vagones de metro, cuando los de seguridad desaparecen. Simulamos que se nos cae algo y todos de rodillas. Es frecuente que alguien de la voz de alarma. Que diga que somos una familia extraña, por mucho que llevemos corbata azul y nuestros modales sean exquisitos. Que cierren sus piernas por si acaso el vicio entre los nuestros. Que el camarero carraspee mientras estamos allá abajo. Pero nuestros hijos continúan la misión. Progresan. Examinan al detalle el suelo asignado. No siempre es fácil encontrar ese diminuto agujero negro que comunica con el inframundo y la desgracia; menos aún taparlo bien. Que ya se sabe que los demonios suelen aprovechar cualquier grieta. Y luego la culpa es nuestra, ya se sabe.
Está preciosa cuando remueve la tierra a mi lado. Desde que encontró aquel premolar nos hemos vuelto inseparables, dice que le traigo suerte. El colmillo supuso un abrazo; la muela, el primer beso. Nuestro vínculo se estrecha con cada hallazgo. Somos la envidia del yacimiento arqueológico.
Pronto descubrirán que las piezas no pertenecen a un hombre de Neandertal. Es probable que eso sea un desengaño importante para ella y la comunidad científica. Soy consciente de que va a ser un momento muy delicado. Tendré que apelar a su comprensión. Espero que nuestras relaciones ya estén consolidadas entonces, los sentimientos se van a poner a prueba.
Otra dificultad, cada vez más perentoria, es la de reunir dinero. Tengo que pagar otra prótesis dental, idéntica a la que me cedió el abuelo. «Por mi nieto lo que sea», dijo, pero el pobre lleva semanas sin comer sólido.
Ángel Saiz Mora Madrid
Luego del largo viaje que coronaba una búsqueda de muchos años, recopilando datos que no anotó, pero que no le costó trabajo memorizar, por fin se encontraba en el lugar que guardaba los recuerdos de su madre. Tomó las figurillas talladas, el viejo dominó y el hermoso juego de ajedrez. Por último, se dirigió al piano y retiró con la trompa cada una de las teclas.
Mendoza (Argentina)
Ganador mensual marzo
Llaman a la puerta, pero hace caso omiso y sigue pelando manzanas. Pelar manzanas la relaja. Y caminar desnuda sobre las mondas que tapizan el suelo como una alfombra mullida y silenciosa, húmeda y acogedora. Saca del cesto una manzana que apenas le cabe en la mano. El tacto de su piel arrugada le produce un aleteo de libélulas viejas en el bajo vientre. Antes de darle un mordisco, le arranca con la navaja un par de manchas marrones que le recuerdan los ojos ásperos de su esposo cuando hacían el amor. Su esposo salió una mañana con el traje azul recién planchado y ya no regresó. Dijeron que había sufrido un accidente: su vehículo se precipitó al río camino del trabajo. Nunca encontraron su cuerpo. Días después le devolvieron el coche como prueba. Estaba lleno de barro y de peces muertos. Todavía lo conserva. Golpean de nuevo la puerta obstinadamente. “Vete y no vuelvas más”, grita ella por encima del hombro. Sabe que es él, el narrador. Amenaza con echarla del cuento por no ajustarse al guión. Lo que no esperaba es que los enanitos se presentaran con una orden de desahucio. Peleará. Es su historia y la contará como le dé la real gana, decide mientras pela otra manzana.
Margarita del Brezo Ceuta
Al salir de la sesión se produce un giro que enreda todavía más la trama en su cabeza. En lugar de ser ella la víctima de las carencias de su madre, se imagina ahora siendo el sujeto cuya torpeza afectiva su hijo será capaz de describir con todo detalle. Ella sabe que los primeros años son cruciales. Y que ya no hay vuelta atrás. Se dirige a la cocina. Entrará en su habitación y le preguntará si le apetece una limonada para cuando acabe con esa fase del juego de rol. A lo mejor así no la deja tan mal ante su futuro terapeuta.
Molins de Rei (Barcelona)
Desde que anunciaron mi boda con el príncipe, no me dejan en paz. Las llamadas son constantes, la calle está llena de periodistas y los paparazzi anidan en las ramas de los árboles. Ni con las ventanas cerradas dejo de oírlos. Ayer quise salir a comprar y no pude llegar ni a la reja del jardín. Y mientras tanto mi príncipe de cacería. Me tiene harta, muy harta. Ahora mismo llamo a mi hada madrina y le pido que me agrande el pie.
Sintió un fuerte dolor en el pecho. La muerte se sentó a su derecha. Pálido, la miró fijamente a las cuencas vacías de sus ojos.
–Hoy no, por favor, mi primer nieto nacerá en pocos días, me gustaría conocerlo –dijo con voz temblorosa.
La muerte, que arrastra una injusta fama de inflexible, tras unos segundos pensativa, sacó una voluminosa agenda negra de debajo de su túnica.
–Me parece una razón de peso. El próximo siglo y medio estaré tremendamente ocupada. Volveré a por ti, Tomás, inmediatamente después de llevarme a Federico I de Euroasia, entonces no atenderé a razones.
Cuando le dio las gracias ella ya se había ido. El dolor comenzó a remitir. Su esposa, desde la cocina, le llamó, pues la cena estaba lista. Se levantó raudo del sofá, dio un paso y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Vería nacer a su primer nieto…, también morir.
Trece horas antes de morir el hombre juguetea con los pezones de esa mujer que conoció en una aplicación de citas. Ella gime mientras la lengua del hombre lame esa gota de sudor que resbala entre sus senos. Esa gota. Esa. La que once horas más tarde asoma, convertida en lágrima, cuando ella lo bloquea en sus redes. Esa lágrima que su esposa descubre y besa sin que él le confiese qué le sucede. Es esa esposa la que, horas después, solloza ante la jueza que le impide el paso a la sala donde yace su marido. Olvídense del suicida, concéntrense en la lágrima de la esposa que cae dentro del vaso de la jueza justo antes de que se disponga a beber. Cuando la jueza eche a correr camino de su casa, se limpiará el sudor con la palma de la mano. Y de ahí a la barandilla del metro. No se distraigan. La jueza no es importante. Hay otra mano: la de esa mujer que toca la barandilla y luego su propio escote. Esa mujer que, les cuento, en cincuenta minutos estará desnuda en su casa y en setenta tendrá un orgasmo mientras que un hombre que conoció en una aplicación de citas juega con sus pezones y lame esa gota de sudor que desciende entre sus senos. Esa gota. Esa mujer. Esa.
Justo antes de ser engullido por la oscuridad, vio a su madre sonriéndole desde el sudor y la bruma (¿un hospital de fondo?), sintió las manos de su abuela ayudándolo a unir las suyas (“palmas, palmitas”), el suave empujón de su padre para impulsarlo en los columpios, la maravillosa sensación de vértigo; y el aire contra su cara al pedalear al máximo, las largas conversaciones con su mejor amigo, la mirada de orgullo de su profesor de Física, las notas máximas en los exámenes de acceso a la Universidad; y el sí, las enhorabuenas, el duro entrenamiento, la escalada astronómica; la primera vez que subió a una nave, la velocidad, el vértigo de su padre, el orgullo, el beso de su madre, la bruma, las manos de su abuela, el vértigo, la oscuridad del agujero negro.
Ganador mensual mayo
El jurado de la final de la XI edición del Microconcurso de La Microbiblioteca en la Categoría en Castellano ha sido constituido por la catedrática de literatura y profesora universitaria, el escritor y periodista, y el escritor y guionista
Laura Pollastri
Suele pasar los domingos en el tanatorio. No tiene familia, allí nadie pregunta y siempre hay cariño de más. Le hacen sentir parte de ellos, o de algo, el día entero. Así, aprovecha y acompaña a la viuda en su desconsuelo y está pendiente de los huérfanos y les da ánimos. Se entrega atendiendo a familiares en el sufrimiento, consolando a amigos en su dolor. Igualmente, ofrece conversación a quien ni siente ni padece, que también los hay y lo precisan. Pero, sobre todo, procura escuchar. A todo el mundo. Todo el tiempo. Y toma notas. Con disimulo. De lo que le explican y de lo que se cuentan entre ellos. No hay fallecido que no tenga alguna cuenta pendiente. Solo hay que prestar atención para captarla.
Luego, al llegar a casa, en la misma soledad de siempre, repasa los apuntes. Compara con otros, ata cabos, investiga, sopesa, valora y, si el difunto lo merece, redacta anónimos pidiendo perdón a amoríos no resueltos, a hijos abandonados o a amigos no correspondidos. Si, por el contrario, no es digno, sin delatarse, escribe a las familias contándoles con todo lujo de detalle lo que ha averiguado, y que desconocen, sobre ese desgraciado al que tanto lloran sin merecerlo.
Sabadell (Barcelona)
Ganador mensual enero y anual
A Adrià Martí Cantos (Director Biblioteca Mestre Martí Tauler de Rubí), David Hernández Gasch (Director Biblioteca Octavi Viader i Margarit de Sant Feliu de Guíxols), Antònia Capdevila Palau (Directora Biblioteca de Lleida), Manuel Rodríguez Molina (Director Biblioteca Àngel Guimerà de Matadepera), Montse Bartolomé Rey (Directora Biblioteca Salvador Estrem i Fa de Falset), Jèssica Sánchez Alcaraz, (Directora Biblioteca Els Safareigs de Sabadell), Rubén Senserrich Pérez (Director Biblioteca Vicente Aleixandre de Badia del Vallès), Rut Jiménez Alonso (Biblioteca Esteve Paluzie de Barberà del Vallès) y Berta Cama Sànchez (Directora Biblioteca Esteve Paluzie de Barberà del Vallès), por formar parte del jurado de las convocatorias mensuales.
A Montse Assens i Borda, Pep Coll i Martí y Ricard Ruiz Garzón por formar parte del jurado de la final en la categoría en catalán, y a Laura Pollastri, Luis Landero Durán y Manu Espada, por formar parte del jurado de la final en la categoría en castellano.
Y también a Ana Durán Serrano, secretaria de la XI edición, a todo el personal de la Biblioteca Esteve Paluzie, a la Regiduría de Cultura del Ayuntamiento de Barberà del Vallès, a la Diputación de Barcelona, al Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya y muy especialmente a todas las personas usuarias, y a las participantes en el concurso, que hacen posible La Microbiblioteca.
Muchas gracias.