EVOCANDO AL MAESTRO PEDRÉS Antonio Risueño Pérez
L
a década de los años cincuenta del siglo veinte estaba ya en su segunda mitad, cuando se corrieron las voces de que el coronel Ordovax, mando de la base militar de Matacán, había vendido su finca “Los Labraos”, en el término de Ituero de Azaba. El nuevo dueño no era ni más ni menos, que el diestro manchego Pedro Martinez, Pedrés. Se trataba de un importante cambio de aires para aquel torero, nacido en la finca cercana a la ciudad de Albacete, “Hoya de Vacas”, cuyos dueños fueron sus padres de bautizo, de quienes heredó nombre y apodo. Aquí llegaba con el sudor fresco de una carrera rápida y fructífera - “El toreo es aquí te pillo y aquí te mato” dejó dicho en alguna entrevista- tras alternar las capeas por los secarrales de La Mancha, con su oficio de dependiente en un comercio de telas. A partir de ahí un par de temporadas de novillero y tres de matador de toros, que, según sus palabras, fueron como seis, ya que no paraba entre España y América, le habían cambiado la vida en todos los aspectos, cuajándole como hombre de arriba abajo, sin haber cumplido treinta años. Había aprovechado bien todas las oportunidades recibidas, en un momento, en que la muerte de Manolete había puesto de luto a España entera y dejado sin referencia la cumbre del toreo. Pedrés supo encontrar en un tremendismo seco y limpio su propio camino artístico. En una novillada en las Fallas de Valencia se colocó, pegado a tablas, mirando a la barrera, con la muleta plegada como para iniciar un natural y sin abrirla. Quedándose muy quieto ante la embestida del toro, se giró el cuerpo y los brazos, abriendo la muleta por la espalda
A caballo en el campo entre sus íntimos amigos los Rabosos, padre e hijo.
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