Alan García Perez aplastamiento de las rebeliones de Manco Inca y de Almagro. Pero como no todo puede ser calculado y «funcional», cometió un gravísimo error al dejar en Lima a Diego de Almagro «el Mozo» y a los almagristas empobrecidos, a los que en algunas ocasiones se refería despectivamente como «pobres diablos», aconsejando «dejarlos en paz». Actuó así ignorando el único consejo acertado que le dio Hernando antes de partir a España, de donde no volvería. No les dio a los almagristas ninguna riqueza, no los compensó, no los repuso en sus encomiendas, «no los mantuvo a cincuenta leguas ni impidió que se reunieran en más de diez», como le había pedido su hermano. Es razonable suponer que no desterró ni ejecutó al hijo de Almagro, a Juan de Herrada y a los veinte almagristas más notables por temor a las consecuencias que eso podría tener en su legitimidad, pues él sabía de las graves consecuencias y acusaciones que se lanzaban ya contra Hernando Pizarro en Toledo por la muerte de Almagro y no quiso abrir un frente en contra suya en España. No fue por generosidad, fue por cálculo; es decir, por mal cálculo. Pero esto, como sabemos, le costó la vida, aunque es bueno apuntar que no fueron los veinte almagristas quienes decidieron su suerte, sino sus veinte invitados al almuerzo del 26 de junio de 1541 en su casa, quienes según los cronistas lo abandonaron dejándolo en manos de los almagristas vengativos. Todos lo traicionaron, inclusive el sacerdote que celebró la misa en la capilla de su casa. Relatan los cronistas que Juan Blásquez, el teniente de gobernación de Lima, que le acompañó a la misa le aseguraba que mientras él tuviera en la mano la vara de la autoridad, nada ocurriría con Pizarro. Presente en el almuerzo, para poder huir descolgándose del comedor al patio de los naranjos, debió ponerse la vara entre los dientes, con lo que cumplió su promesa. Pizarro era un gran político, pero como casi todos olvidó que había cumplido, desde 1532, nueve años de poder absoluto en el Perú y que la extensión en el tiempo también es una debilidad y un peligro. Pero ese fue un error final. Pizarro siempre consolidó su retaguardia. No «quemó las naves», como se recuerda en Cortés. En el primer viaje trazó una línea en la arena sin crear un abismo, pero entonces, como en el tercero, mantuvo a Diego de Almagro en Pa