Alan García Perez señores y de los orejones. Cieza los llama «servidores perpetuos» y su estatus, según Nathan Wachtel («La visión des vaincus», páginas 120122) era el de gente desprendida de los ayllus, no eran campesinos autosuficientes sino gente servil, heredable y cuya condición, según John Murra era asimilable a la de los esclavos. Después de la toma de Atahualpa en Cajamarca, Pizarro, con inmensa habilidad política, ordenó la liberación de todos los yanas o sirvientes que acompañaban al jefe indígena, así como a sus generales, y dispuso que «volvieran a sus casas». Y esos yanas «forasteros» pudieron al fin viajar por los caminos. No podemos dejar de anotar un sesgo personal en esa medida. Pizarro, que en su Trujillo original pudo tener la categoría inferior de sirviente por ser bastardo, al tomar esta decisión de alguna manera se liberó simbólicamente a sí mismo. Ahora bien, con la liberación de los yanaconas, procedentes de di \ crsas tribus y volviendo estos a todas las regiones del Perú, ganó para sí unos extraordinarios publicistas y envió un gran mensaje político de generosidad y justicia a todas las provincias y comarcas del territorio. Muchos continuaron sirviendo a los españoles e inclusive participaron en la defensa del Cusco y de Lima ante Manco Inca. Y así añadió, como después veremos, una nueva contradicción a la enorme suma de conflictos que el Perú tenía. Por ello Manco Inca sentenció a muerte a los yanaconas, considerando que no solo habían traicionado a sus amos naturales, sino que adicionalmente significaban un desequilibrio social y un peligroso reclamo igualitario respecto de quienes habían sido sus superiores. En ese aspecto, el concepto pizarrista de un reino productivo es más moderno y eficiente que el de Atahualpa. Este le aconsejó, según narra Pedro Pizarro (36 v.): «Yo moriré, quiérote decir Apo, lo que han de hacer los cristianos con estos indios para poder servirse de ellos. Si a algún español dieses mil indios, ha de matar la mitad para poder servirse de ellos». Así replicó Atahualpa a la tesis de Pizarro que le había explicado que, aun asignando un curacazgo a cada español, «él había de crear pueblos donde los españoles estuvieran juntos» y no entre los indígenas o en «sus» pueblos, limitándose a recibir los tributos de la encomienda.