IGLESIAS, EL DUEñO DE LA hACIENDA UDIMA, SABíA POR ExPERIENCIA PROPIA QUé DAñOS TAN ENORMES PODíAN INfERIR A LA PROPIEDAD INMUEBLE, RÚSTICA y URBANA, AL COMERCIO, AL TRABAJO, A LA POBLACIÓN LOS INvASORES. PERO, SEGURAMENTE, AL MENOS EN éL, NO SOLO GRAvITARON CONSIDERACIONES MATERIALES.
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PERÍODO 4
[ CAPÍTULO 11 ]
por fin quedó en dicho cargo Augusto Seminario y Váscones. Las fuerzas caceristas ocuparon luego Piura e impusieron un fuer te cupo. En Moquegua el prefecto iglesista fue, durante un tiempo, Lucas Becerra. Castro Zaldívar tuvo a su cargo también la labor de compra, almacenaje, reacondicionamiento y remisión de elementos de guerra a Iglesias y sus huestes. Cuando fue recuperada la aduana de Salaverry, levantó un empréstito al que siguieron varios pequeños préstamos.
QuIéNES EStuVIERoN a FaVoR DE la paz.- Se ha dicho que los terratenientes, o sea los gamonales, impusieron la paz. Si ello implica una alusión a los civilistas, hay aquí una interpretación equivocada. El grupo más brillante del civilismo limeño se había comprometido con García Calderón desde que fue elegido presidente este jurista, y había, como él, jugado su carta a favor de la ayuda de Estados Unidos para evitar la mutilación territorial, reemplazándola con una fuerte indemnización de guerra. Varios de esos "notables" sufrieron cupos y persecuciones y, junto con algunos otros patriotas, conocieron la amargura del cautiverio. En él vivían cuando se produjeron los acontecimientos de los cuales resultó el Tratado de Ancón. Después de suscrito dicho pacto y ya de vuelta los chilenos a su patria, el estado mayor civilista acentuó su vinculación con Cáceres y lo acompañó en ministerios, diputaciones, secretarías y otros cargos en su primer gobierno de 1886-1890. Se ha hecho notar que la aparición de Iglesias como caudillo y Presidente Regenerador tuvo un contenido de clan netamente cajamarquino. De ese cerrado significado regionalista inicial no deben salir deducciones apresuradas apar te del hecho de que fue muy difícil encontrar gente para una empresa tan impopular. Iglesias apareció en el escenario donde tenía fuerza personal, junto con sus más cercanos familiares, consejeros y adeptos pero luego se proyectó sobre el país. Ya se ha hecho mención del horrible cuadro en toda la zona serrana del nor te, asolada por los chilenos después de la batalla de San Pablo, mientras el caos prosperaba en Piura, Amazonas y Áncash. Iglesias, el dueño de la hacienda Udima, sabía por experiencia propia qué daños tan enormes podían inferir a la propiedad inmueble, rústica y urbana, al comercio, al trabajo, a la población los invasores. Pero, seguramente, al menos en él, no solo gravitaron consideraciones materiales. Después de la derrota en el Morro Solar creyó que el Perú ya había perdido la guerra. En vísperas de la batalla de Miraflores, apareció ante Piérola para la búsqueda de un armisticio o de un convenio. Sin duda, las luchas que comenzaron en los reductos el 15 de enero de 1881 para seguir durante ese año y en 1882, implicaron, en su concepto, una pérdida inútil de sangre, de esfuerzo y de tiempo. Se atrevió a mirar cara a cara lo que ante su criterio era una realidad que ni García Calderón ni Montero en sus prisiones de dirigentes, ni, por cier to, Cáceres en sus puestos de lucha incejable, aceptaban. Esta doblegada actitud de vencido resultaba, desde su punto de vista, más evidente por el hecho de que, en sus correrías, el caudillo de la resistencia no tuvo el apoyo del único sector peruano con gente armada, equipo más o menos aceptable y vínculos notorios con Bolivia, o sea el núcleo que comandaba Montero en Arequipa, la ciudad antaño famosa por haber sido la cuna de grandes movimientos populares con irradiación nacional como fueron, por ejemplo, los de 1854, 1856, 1865 y 1868. En esta línea de pensamiento y de actitud debían estar; al fin y al cabo, no solo la mayoría de los terratenientes de la sierra del norte, sino muchos de sus congéneres en la sierra central, tan asolada por invasores e invadidos desde 1881 y otros en la costa. Pero, conviene tomarlo muy en cuenta aquí, si bien podían funcionar razones de conveniencia o de utilidad disimuladas, con frecuencia, por la preocupación ante la necesidad de quitarle al país tantos exponentes de destrucción y humillación; cabe suponer que, además existieron sinceras actitudes.