Número 10
El pequeño Jack
Carolina
Solo mía... RECUERDO SU OLOR, agrio, caliente, como de pan ácimo. Recuerdo su tacto, blando, mullido, como de madeja de lana. No recuerdo sus ojos, ni su boca, ni su cara; solo su tripa, donde me quedaba dormido todas las noches. Ella entraba en la habitación y yo la esperaba despierto, no podía dormir hasta que la sentía cerca y la escuchaba decirme al oído: «Ven aquí, pajarito mío, estás congelado». Yo la observaba desde la cama siempre helada: desnudarse y echar un poco de agua en la palangana, lavarse y secarse después con una toalla de color carbón. Pero el agua no se llevaba su olor y a mí me gustaba porque era el suyo, la mezcla de todos los olores que habían pasado por su cuerpo ese día.
Saavedra
Así fue todas y cada una de las noches de mis primeros diez años de vida. Al menos, de los que tengo constancia. Vivíamos en Whitechapel, uno de los barrios más pobres de Londres; eso lo supe después, cuando salí de allí y conocí otros lugares. Durante mi infancia, mi calle, mi casa y todo lo que me rodeaba me parecía único. Habitábamos la planta baja de un edificio de tres alturas semiderruido. La casera, una mujer gruesa, vieja y constantemente enfadada, nos cobraba más de lo que valía por dos habitaciones llenas de humedades. El alquiler era elevado, pero hacía la vista gorda ante el trabajo de mamá, incluso a veces le recomendaba alguno de los hombres que pasaban por el Ten Bells, pub del que era dueña. 83