Rubias para Kid
Ser viejo es amanecer panza arriba en una cama que ya apesta a paz. Aceptar con agrado y sin trabas esos contactos paralíticos: efecto generalmente imbécil que produce en algunos hombres solos la vejez, aquellos a los que las carnes flácidas vuelven hombres buenos hacia el ocaso. Un viejo bueno es alguien que no para de arrepentirse, vencido por una necesidad urgente como la sed de pedir perdón. ¿Pero a quién? El que se queda siempre se lleva la peor parte, pues no le está reservado el olvido, ni el sueño, mucho menos el perdón. Kid, digámoslo, es un viejo solo que nunca salió del pueblo donde nació, cuestión de principios o complejos su falta total de curiosidad por lo que estaba más allá de la punta de su nariz. Bien te veo, Kid, bien te veo, ya era hora del asco, ese deseo forzado que sube del estómago, atraviesa la garganta y se queda en la punta de la lengua: ansias de hijos, nietos y mascotas, una esposa aunque sea muerta, ansias de una ridícula foto familiar para engañar a la muerte, engañarse a uno mismo y poder decir «algo he dejado» a modo de despedida. Kid nunca supo con precisión a cuantas mujeres preñó por ahí, nunca miraba atrás, sus piernas iban demasiado rápido para esos detalles. Prefería las rubias pechugonas, que escasean, que parecían palomas doradas en fotos de revistas. Kid usaba camisas ajustadas para que sus bíceps hablaran por él, entraba a los bares, marcaba a la rubia menos teñida y se sentaba en silencio a su lado, a fumar, a mirarla así como si ya estuviera desnuda. A veces Kid debía 102